Hans de Hierro

Érase una vez un rey junto a cuyo castillo había un bosque inmenso en el que vivían toda clase de animales silvestres. Un día el rey ordenó a su cazador principal que fuese al bosque y cazara para él un ciervo, pero se hizo de noche y el cazador no había regresado.

—Es posible que haya sufrido un accidente —‌dijo el rey.

Al día siguiente ordenó a otros dos cazadores que buscasen al primero, pero tampoco estos dos regresaron.

El tercer día convocó a todos sus cazadores y dijo:

—Salid a buscar por todo el bosque, sin dejar un solo rincón, y no paréis hasta haberlos encontrado a los tres.

Sin embargo, ninguno de los cazadores regresó, ni volvió tampoco ninguno de los perros que les habían acompañado en la búsqueda. A partir de ese día, nadie volvió a atreverse a penetrar en ese bosque, que permaneció cada vez más silencioso y solitario. No se advertía allí más señal de vida que el vuelo ocasional de un águila o un halcón remontando el vuelo por encima de los árboles.

Y así continuaron las cosas durante muchos años, hasta que cierto día, un cazador al que no conocía nadie, y que venía de otro lugar, se presentó ante el rey, dijo que buscaba trabajo, y se ofreció voluntariamente a entrar en aquel peligroso bosque. No obstante, el rey no quiso darle su autorización.

—Algo muy misterioso ocurre allí dentro —‌dijo el rey—. Probablemente, todo él haya sido objeto de alguna clase de maleficio. Me parece que tampoco tú tendrás más éxito que todos los anteriores. Si entrases, seguramente acabarías desapareciendo, como les ocurrió a los demás.

Pero el cazador respondió:

—Estoy dispuesto a correr ese riesgo, majestad. No conozco el miedo.

Y, acompañado por su podenco, el cazador partió hacia el bosque. Al cabo de poco tiempo, el perro captó un rastro con su olfato, y empezó a seguirlo. Sin embargo, cuando apenas había correteado un poco se encontró al borde de un profundo lago y no pudo continuar el rastreo.

Entonces, un hombre desnudo asomó medio cuerpo en la superficie del agua, agarró al perro, y se lo llevó consigo hacia las profundidades del lago.

Al ver lo que estaba ocurriendo, el cazador regresó al castillo y pidió que le acompañasen tres hombres cargados de baldes, pues pretendía vaciar de agua todo el lago. Cuando ya estaba casi vacío, vieron a un hombre asilvestrado que estaba tendido en el fondo. Tenía toda la piel de color marrón herrumbroso, como si fuese todo él de hierro, y unas melenas larguísimas que le llegaban hasta las rodillas. Le agarraron y ataron bien atado, y le condujeron al castillo.

El aspecto de aquel hombre de hierro dejó boquiabierto a todo el mundo. El rey ordenó que le encerrasen en una jaula que colocaron en el patio de armas, y prohibió, bajo pena de muerte, que ningún súbdito del reino se atreviese a abrirla, y dejó la llave al cuidado de la mismísima reina. A partir de entonces, la gente pudo de nuevo entrar sin miedo en el bosque.

A la sazón, el rey tenía un hijo de ocho años. Un día, mientras el crío jugaba en el patio del castillo, se le escapó la canica de oro con la que estaba jugando y se coló dentro de la jaula por entre los barrotes.

El niño corrió a buscarla y dijo:

—Dame mi canica.

—No te la daré si no abres la puerta de la jaula —‌dijo el salvaje de hierro.

—No puedo abrirla —‌dijo el niño—. Mi padre lo ha prohibido.

Y se alejó corriendo de allí. Al día siguiente se acercó otra vez a la jaula y le pidió al salvaje que le devolviera la canica, pero él contestó:

—Abre la puerta.

Y el niño se negó otra vez.

El tercer día, como el rey había salido a cazar, el chico se acercó a la jaula y dijo:

—Aunque quisiera, no podría abrirla porque no tengo la llave.

—Está guardada —‌dijo el salvaje— bajo la almohada de tu madre. Sería para ti muy fácil ir a cogerla.

El chico estaba loco por recuperar su canica de oro, de manera que se olvidó de toda cautela y consiguió la llave. Costaba mucho abrir el cerrojo, y cuando estaba haciendo fuerzas el chico se pellizcó el dedo. Pero al final consiguió su objetivo, abrió la puerta y el hombre de hierro le dio la canica y se alejó corriendo de allí.

El chico se asustó mucho.

—¡Eh, salvaje! —‌gritó con todas sus fuerzas—. ¡Hombre salvaje, no huyas! ¡Me van a dar unos buenos azotes si no regresas!

El salvaje que tenía la piel de color de hierro dio media vuelta, agarró al niño por los brazos, lo montó sobre sus hombros, y a grandes zancadas se alejó hacia el bosque y penetró en él.

Cuando el rey volvió al castillo enseguida notó que la jaula estaba vacía, y al instante fue a ver a la reina y le preguntó qué había pasado. Ella no tenía ni idea de nada, y fue a buscar la llave. Y comprobó que había desaparecido. Después se dio cuenta de que su hijo no estaba por ninguna parte, le llamó, y nadie respondió. El rey y la reina enviaron a unos criados a inspeccionar el parque que rodeaba el castillo, y después a los sembrados y prados que se extendían más allá, y no lograron encontrar al chico. Entonces los padres del crío comprendieron qué había podido ocurrir, y la corte entera acabó sumida en la más profunda tristeza.

Mientras tanto, el salvaje llegó a una zona muy profunda del bosque, bajó el chico al suelo y dijo:

—No volverás a ver a tu padre ni a tu madre nunca más. Pero me has devuelto la libertad, así que yo cuidaré de ti. Me da pena tu situación. Si haces lo que te digo, todo irá bien. Tengo muchos tesoros y poseo oro en abundancia. De hecho, más que nadie en el mundo.

Recogió una buena cantidad de musgo y con él improvisó una cama para el chico, que se quedó dormido enseguida. El salvaje que tenía la piel color de hierro le condujo al día siguiente a un lugar del bosque donde manaba una fuente.

—Fíjate bien —‌dijo al llegar—. Esta es mi fuente dorada. Sus aguas son transparentes y luminosas, y quiero que nada impida que el arroyo que nace aquí permanezca siempre impoluto. Tienes que sentarte al lado, vigilar, y evitar que caiga en el agua ninguna cosa que la pueda mancillar. ¿Lo entiendes? Cada tarde volveré aquí a ver si has hecho lo que te digo.

El chico se sentó, y se quedó mirando la fuente y el arroyo que allí nacía. De vez en cuando, a cierta distancia de la superficie de las aguas, se acercaba nadando un pez de oro o una serpiente dorada. Y el chico se pasó todo el día vigilando que no cayese dentro del agua nada que la pudiese ensuciar. Pero cuando ya llevaba bastante rato así, el dedo que se había pillado al tratar de abrir la jaula empezó a dolerle cada vez más, y finalmente sintió la necesidad de aliviar el escozor sumergiéndolo en el agua fresca. Lo metió y volvió a sacarlo al instante, y entonces vio asustado que el dedo se había transformado en un dedo de oro. Se frotó la piel una y mil veces, pero pese a todos sus esfuerzos seguía estando tan dorada como en el primer momento.

A última hora de la tarde Hans de Hierro fue a recogerle. Enseguida miró al chico fijamente y, señalando el agua del arroyo, dijo:

—¿Se puede saber qué has hecho con el agua?

—Nada, no he hecho nada —‌dijo el chico, ocultando detrás de la espalda su dedo de oro para que Hans de Hierro no pudiese verlo.

Pero el hombre salvaje dijo:

—Has metido el dedo en el agua. Mira, no lo voy a tener en cuenta por esta vez. Pero mucho cuidado con dejar que nada mancille el agua nunca más.

A la mañana siguiente el chico ya estaba dispuesto a ir a vigilar la fuente. Al rato de estar sentado allí notó que el dedo volvía a dolerle, y esta vez se conformó frotándoselo en la frente. Pero lo hizo tan fuerte que uno de los cabellos se desprendió de la cabeza y tuvo la mala suerte de que se le cayó en el agua. El chico lo recuperó aprisa y corriendo, pero ya era un cabello dorado.

Cuando llegó a casa, Hans de Hierro ya estaba enterado de lo que había ocurrido.

—Has sido descuidado y se te ha caído un pelo al agua —‌dijo—. Y ya es la segunda vez que ocurre algo así. No voy a tenerlo en cuenta esta vez tampoco, pero si hubiese otro accidente la fuente quedaría contaminada, y en ese caso no permitiré que sigas viviendo a mi lado.

El tercer día el chico se quedó sentado junto al agua, muy pendiente de no mover el dedo por mucho dolor que sintiera. Pero el tiempo transcurría con una lentitud insoportable, y como no sabía qué hacer, se asomó al agua para mirar su reflejo en ella. Tratando de ver la imagen de sus ojos en el agua, agachó la cabeza otro poco, y como llevaba el cabello muy largo, los pelos se le cayeron hacia delante y se sumergieron las puntas en el agua. El chico levantó la cabeza de una fuerte sacudida, pero ya era tarde. Todos sus cabellos eran ahora dorados y relucían como el sol. ¡Qué miedo pasó el chico a partir de ese momento! No se le ocurrió otra solución que ponerse el pañuelo en la cabeza y sujetar debajo de él lo mejor que pudo todo el cabello para que Hans de Hierro no se enterase de lo ocurrido.

Naturalmente, sin embargo, en cuanto llegó a casa fue lo primero que el salvaje vio.

—Quítate el pañuelo —‌dijo.

El chico no tuvo más remedio que obedecer. La melena dorada cayó de inmediato sobre sus hombros, y esta vez ni siquiera se le ocurrió ofrecer alguna excusa.

—Estabas a prueba, y has fracasado —‌dijo Hans de Hierro—. No puedo permitir que sigas viviendo conmigo. No tendrás más remedio que ir vagabundeando por ahí y aprender en qué consiste ser pobre. Pero no eres un mal chico, y quiero que todo te vaya bien, y por eso voy a concederte una cosa. Si alguna vez lo pasas mal de verdad, no tienes más que penetrar en el bosque y una vez dentro, gritas: «¡Hans de Hierro!», y yo acudiré en tu ayuda. Tengo poderes muy grandes, mucho más de lo que puedes imaginarte, y el oro y la plata me sobran.

El príncipe tuvo pues que salir del bosque y a partir de entonces anduvo errando a veces por caminos ocultos y otras por caminos muy transitados, y finalmente llegó a una ciudad muy grande. Allí buscó trabajo, pero no lo encontró porque no había aprendido ningún oficio con el que ganarse la vida. Al final se encaminó al palacio que había en esa ciudad, y al llegar pidió que le dieran alguna ocupación.

La gente de palacio no sabía qué utilidad podía tener para ellos aquel chico, pero era un muchacho amable y simpático, y le permitieron que se quedara. Al final, el cocinero dijo que podía mantenerlo ocupado. Le encargó que transportara leña y agua, y que limpiara de cenizas toda la cocina.

Un día, cuando los camareros estaban muy atareados y no había ninguno libre, el cocinero dijo al chico que llevase un plato a la mesa del rey. Como el chico no quería que nadie viese que tenía el cabello de oro, no se quitó el gorro con el que siempre trabajaba. Al rey le sorprendió que se presentara ante él sin descubrirse la cabeza, como estaba mandado, y dijo:

—Muchacho, cuando vengas a servir esta mesa debes antes quitarte cualquier clase de sombrero o prenda con que te cubras la cabeza.

—Será mejor que no lo haga, majestad —‌dijo el chico—, porque en ese caso lo llenaría todo de caspa.

El rey ordenó que subiese el cocinero y se presentara ante él, y le riñó por haber permitido que sirviese la mesa real un chico con un problema de caspa tan acusado. Y le ordenó que prescindiera inmediatamente de sus servicios. Al cocinero, sin embargo, le dio pena el chico y consiguió que le dejaran trabajar como ayudante del jardinero, y fue así como el jardinero se quedó con el muchacho.

A partir de entonces el chico se dedicó a cosas como plantar y regar, podar y segar, y soportar el viento y la lluvia, pues trabajaba siempre a la intemperie. Cierto día de verano, estaba el chico trabajando solo en el jardín pero como hacía un calor tremendo, se quitó el sombrero para que la brisa le refrescara un poco la cabeza. En cuanto los rayos de sol alcanzaron su cabello, arrancaron de él brillos y centelleos tan intensos que algunos de los reflejos se colaron por la ventana de una habitación donde se encontraba la princesa.

Ella salió enseguida corriendo hacia la ventana para ver qué provocaba esos reflejos, vio al chico y le gritó:

—¡Tráeme un ramo de flores, chico!

Él volvió a ponerse enseguida el sombrero, recogió unas cuantas flores silvestres y las ató y formó con ellas un buen ramo. Cuando le vio subir las escaleras de palacio, el jardinero jefe le dijo:

—¿Se puede saber en qué estás pensando, chico? ¿Cómo se te ocurre llevarle a la princesa unas flores tan vulgares? Ya puedes tirar ese ramo ahora mismo, y prepara otro con flores muy especiales. Mira, en ese rosal de ahí acaban de salir muchas flores grandes de color rosa. Haz un buen ramo con ellas.

—¿Esas? No es buena idea. No tienen aroma. En cambio, las flores silvestres de mi ramo huelen maravillosamente bien. Estoy seguro de que a ella le van a gustar mucho más.

Al entrar el chico en la habitación de la princesa, ella dijo:

—¡Quítate el sombrero! No es correcto que lleves cubierta la cabeza ante mi presencia.

—Alteza real, no puedo quitármelo —‌dijo—. Tengo muchísima caspa.

Pero sin hacerle el menor caso, la princesa ya había agarrado el ala del sombrero y de un tirón se lo arrebató. En el mismo instante cayó sobre los hombros del chico su cabellera de oro, que era impresionante. El chico trató de salir corriendo, pero la princesa se lo impidió porque le estaba sujetando del brazo. Luego le dio al chico un puñado de monedas y permitió que se fuera. El chico se llevó aquel montón de ducados, pero como a él no le servían de nada, se dirigió al jardinero y le ofreció todas las monedas.

—Para tus hijos —‌dijo el chico.

Al día siguiente la princesa volvió a llamarle desde la ventana y le dijo que le subiera otro ramo de flores silvestres. Cuando el chico entró con el nuevo ramo en la habitación, la princesa le agarró el ala del sombrero al instante, pero él se lo sujetó muy fuerte a la cabeza. Ella volvió a darle unos cuantos ducados y de nuevo el chico se los entregó al jardinero, diciendo que eran para sus hijos. Y lo mismo, de principio a final, volvió a ocurrir una tercera vez al día siguiente. La princesa no pudo quitarle el sombrero, y él rechazó las monedas.

Poco tiempo después, aquel reino se vio inmerso en una guerra. El rey convocó a todos sus consejeros, y no hubo modo de que se pusieran de acuerdo sobre qué era más conveniente: si ceder a las pretensiones del enemigo o combatir contra él. El ejército del reinado rival era muy grande y muy poderoso.

El chico que trabajaba de ayudante del jardinero dijo un día:

—Ya me he hecho mayor. Si me dan un caballo, iré a la guerra y combatiré y defenderé este reino.

Otros jóvenes, al oírle, dijeron riendo:

—No te preocupes. En cuanto nos vayamos, tendrás tu caballo. Te dejaremos uno en la cuadra.

El chico, que con el paso de los años ya se había convertido en un joven, esperó a que los demás se fueran y luego se dirigió a la cuadra en busca del caballo. Lo encontró, y resultó que estaba cojo de una pata y renqueaba así: clopeti-clap, clopeti-clap.

Pese a todo, montó en ese caballo y salió cabalgando hacia el bosque grande y profundo, y allí estuvo viviendo durante unos días. Cuando llegó a la orilla del bosque se detuvo y gritó muy fuerte:

—¡Hans de Hierro!

Y lo repitió tres veces, y su voz resonó por todo el bosque.

Enseguida se presentó el salvaje y dijo:

—Dime, ¿qué necesitas?

—Me voy a la guerra —‌dijo el joven—. Necesito un buen caballo.

—Pues te voy a proporcionar un buen caballo y también otras muchas cosas.

El salvaje se metió de nuevo en el bosque y desapareció en sus profundidades. Poco después apareció un mozo de cuadras de entre los árboles. Iba tirando de las riendas de un magnífico caballo que relinchaba y daba coces y parecía indomable. Y no solo eso. Detrás del magnífico corcel apareció un regimiento de caballeros con armadura de hierro. Habían desenvainado sus espadas, que centelleaban al sol.

El joven dejó el caballo cojo al cuidado del palafrenero, montó el otro corcel y partió al frente de los caballeros. Al llegar al campo de batalla comprobaron que ya habían caído muchos de los soldados del rey, y que los demás ya estaban a punto de emprender la retirada. Por eso, el joven lanzó a su regimiento a la carga inmediatamente, y el regimiento cayó sobre el enemigo como si fuese una tormenta, y los soldados enemigos fueron cayendo uno tras otro. Ese ataque provocó la confusión entre las tropas rivales, pero el joven atacó al enemigo de forma despiadada y no hizo que su regimiento cesara en el combate hasta que todos los enemigos cayeron o huyeron en desbandada.

Concluida la batalla, el joven no regresó de inmediato a ver al rey, sino que eligió un camino que daba cierto rodeo y condujo a su regimiento de caballeros al bosque, y en cuanto llegó volvió a llamar a Hans de Hierro.

—¿Y ahora, qué quieres? —‌dijo el salvaje.

—Quédate con tu brioso corcel y con todos tus caballeros, y devuélveme mi caballo cojo.

Así lo hizo Hans de Hierro, y el joven regresó a ver al rey montado en el caballo cojo, que caminaba haciendo clopeti-clap, clopeti-clap.

Por su parte, el rey regresó al castillo, y en cuanto llegó salió corriendo a recibirle su hija y le felicitó por haber obtenido aquella victoria tan grandiosa.

—No tengo mérito alguno —‌dijo el rey—. Nos salvó un caballero desconocido que salió al rescate de nuestro ejército al frente de todo un regimiento de caballeros que se protegían con armaduras de hierro.

La princesa preguntó con insistencia acerca del caballero salvador, pero el rey no pudo decirle nada acerca de aquel soldado misterioso.

—Lo único que sé —‌dijo el rey— es que el enemigo, al enfrentarse a su furia, acabó poniendo los pies en polvorosa. Y tras la victoria, él y sus caballeros se fueron.

La princesa fue a ver al jardinero, le preguntó cómo estaba su ayudante, y el jardinero, riendo, respondió:

—Acaba de regresar montado en un caballo cojo —‌dijo—. Los demás se han estado mofando de él. «Mirad, ya viene el jinete del caballo cojitranco», dicen en cuanto él aparece. «Dinos, ¿dónde has estado escondido mientras duraba la batalla?», añaden, riéndose a carcajadas. Y ¿sabéis, majestad, qué les contesta él? «Hice más por ganar esa guerra que todos vosotros juntos. De no haber sido por mí, hubiésemos sufrido una terrible derrota.» Y cuando le oyen hablar así, los demás se parten de risa.

Más tarde, el rey dijo a su hija:

—Vamos a celebrar un gran torneo. Durará tres jornadas. Quiero que lances al aire una manzana de oro, a ver si alguno de los jinetes es capaz de atraparla al vuelo. Tal vez se presente a competir el caballero misterioso. Estas cosas ocurren a veces. Nunca se sabe.

Cuando el joven ayudante del jardinero oyó que se convocaba el torneo, salió del castillo, fue al bosque y llamó a Hans de Hierro.

—Cuéntame, ¿qué deseas esta vez?

—Ser yo el que atrape al vuelo la manzana que tire la princesa.

—Dalo por hecho —‌dijo Hans de Hierro—. Además, te voy a proporcionar para esas justas una armadura roja, y montarás un caballo alazán.

El día en que el torneo comenzó, el joven apareció galopando un hermoso alazán, y ocupó su puesto entre los caballeros participantes. Sin embargo, nadie le reconoció. La princesa lanzó desde la tribuna una manzana de oro hacia donde se agrupaban los contendientes, y el joven la cazó al vuelo. Y en cuanto la tuvo a buen recaudo, hizo que su caballo diese media vuelta y se alejó al galope.

Al día siguiente, Hans de Hierro le proporcionó un caballo blanco como la nieve y una armadura blanca. De nuevo el segundo día fue él quien logró atrapar la manzana al vuelo, y otra vez se alejó de allí al galope.

Esta vez el rey se enfadó de verdad.

—Como ese jinete vuelva a largarse de esta forma sin dejar siquiera su nombre a nadie —‌dijo—, todos los demás participantes deben salir a perseguirle, y si no acepta regresar voluntariamente, están todos autorizados a emplear las lanzas y las espadas para convencerle. No pienso tolerar un comportamiento así.

El tercer día del torneo, Hans de Hierro le proporcionó una armadura negra y un caballo negro como la noche. Y otra vez fue él quien consiguió atrapar la manzana. Pero esta vez, cuando se alejó de allí, los demás jinetes salieron a perseguirle, y uno de ellos se acercó lo suficiente como para clavarle la punta de la lanza en una pierna. Debió de atravesarla limpiamente y clavarse también en el caballo, porque este se levantó de manos de forma tan brusca que el joven jinete, mientras trataba de controlarlo, acabó perdiendo el casco, que cayó rodando al suelo. Vieron todos los demás en ese momento que el joven tenía una cabellera que brillaba como el oro. Pero no alcanzaron a ver nada más porque el joven logró sujetar bien al caballo y le hizo galopar, y finalmente consiguió huir. Los demás contendientes regresaron al castillo y le contaron lo sucedido al rey.

Al día siguiente, la princesa llamó al jardinero y le preguntó por su ayudante.

—Está podando los rosales, majestad —‌dijo el jardinero—. Ese joven es una persona muy extraña. Sé que ha participado en el torneo, y lo ha ganado. Lo sé porque ayer noche, cuando regresó, vino a casa y estuvo mostrándoles a mis hijos las tres manzanas de oro. Dijo que era él quien las había cazado al vuelo, pero la verdad es que no entiendo de qué manera ha podido hacerlo.

El rey ordenó que fuese llamado a su presencia. Y el joven acudió, pero sin quitarse el sombrero. La princesa se acercó a él y se lo quitó por sorpresa, y su cabellera de oro le cayó hasta los hombros. Y era tan guapo que todo el mundo se quedó asombrado.

—Dime, joven. ¿Eres tú el caballero que se ha presentado al torneo los tres días, vestido cada jornada con una armadura de diferente color y montado en un corcel a juego, y el mismo que cada día se ha llevado la manzana de oro?

—Lo soy —‌dijo el joven—. Y aquí están las tres manzanas. —‌Las mostró para que todos las vieran, y tras sacarlas de su bolsillo se las dio al rey—. Majestad, si hacen falta más pruebas, ved la herida que me hizo uno de los otros jinetes ayer, cuando salieron todos a perseguirme. Y también soy el caballero que ayudó a vuestro ejército a obtener el triunfo sobre el enemigo.

—Si eres capaz de semejantes proezas, no puedes ser el ayudante del jardinero —‌dijo el rey—. Dime, ¿quién es tu padre?

—Es un rey poderoso, de modo que tengo todo el oro que haga falta.

—Hummm. Entiendo. Para empezar, debo darte las gracias —‌dijo el rey—. Y ahora, dime. ¿Hay alguna cosa que pueda hacer por ti como muestra de gratitud?

—Sí que la hay, ciertamente —‌dijo el joven—. Puedes darme a tu hija por esposa.

La princesa se rio con ganas, y dijo:

—¡No se anda por las ramas! Desde el primer momento supe que no era un simple jardinero.

Y dicho esto se acercó al joven y le besó.

El padre y la madre del joven príncipe fueron a la boda real y estaban locos de felicidad, porque hacía mucho tiempo que habían abandonado toda esperanza de volver a ver con vida a su hijo.

Cuando los festejos de la boda se encontraban en pleno apogeo, de repente la música dejó de sonar. Se abrieron las puertas y entró, acompañado por un enorme grupo de cortesanos, un gran rey que se mostraba muy orgulloso de su alcurnia. Caminó a grandes zancadas hacia el joven, le dio un abrazo fuerte, y dijo:

—Soy Hans de Hierro. Un maleficio me convirtió en un salvaje, pero tú me devolviste la libertad. Tuyos serán todos mis tesoros.

Tipo de cuento: ATU 502, «El salvaje».

Fuente: Por un lado es una historia que narró la familia Hassenpflug a los Grimm; por otro lado, «Eiserne Hans» (Hans de Hierro) es uno de los cuentos recogidos por Freidmund von Arnim en Hundert Mährchen im Gebirge gesammelt («Cien cuentos de las montañas»), 1844.

A comienzos del decenio de 1990 este cuento obtuvo una gran repercusión mundial debido a la publicación del libro de Robert Bly titulado Iron John. Una nueva visión de la masculinidad (Plaza & Janés, 1992; Gaia Ediciones, 2011), que se constituyó en uno de los textos esenciales en el apartado «Movimiento masculino» de las secciones de autoayuda de las librerías. Según Bly, los varones contemporáneos se han ido feminizando, y las formas de vida actuales han ido alejándolos de las formas adecuadas de desarrollo de su psique. Debido a todo ello, los hombres necesitaban un nuevo modelo de masculinidad que les permitiera una iniciación adecuada a la verdadera virilidad, cosa que solo podrían proporcionarles quienes fuesen hombres auténticos, y nadie más. Esta historia, y ese hombre salvaje que es uno de sus protagonistas, proporciona según Bly el modelo necesario.

Puede que algo de todo eso se encuentre en este cuento, pero a mi modo de ver, estas cosas, para que funcionen de verdad, tienen que hacerlo de manera muy escasamente explícita. Solo así tienen alguna clase de eficacia. Si alguna cosa puede alejar a quienes oyen contar un cuento susceptible de tener toda clase de interpretaciones trascendentales es, precisamente, que alguien se precipite a explicar el sentido de la historia maravillosa que les han contado. Así que me limitaré a decir aquí que, sea cual sea su presunto significado, esta es una magnífica historia.

En las diversas versiones en lengua inglesa de esta historia, he encontrado toda clase de aliteraciones que tratan de imitar el sonido de los pasos del caballo cojo: higgledy-hop (D. L. Halishman, A Guide to Folktales in the English Language); clippety-clop (Ralph Mannheim, The Penguin Complete Grimms’ Talesfor Young and Old); hobblety jig (Margaret Hunt, Grimm’s Household Tales); hippety-hop (Jack Zipes, Brothers Grimm: The Complete Fairy Tales) y hobbled-clop (David Luke, Brothers Grimm: Selected Tales). La version de Luke es para mí la mejor de todas, y se la robé para la mía.

Tal vez convenga añadir que, en el original alemán, el cojeo del caballo suena así: hunkepuus.