Veinte

John Sive y Vince Matti vinieron a Prescott para pasar las vacaciones de Acción de Gracias con nosotros. Nevaba con fuerza y la tormenta, muy poco habitual para las fechas, nos había sorprendido a todos. Salí cuando vi el coche de John en el camino de entrada. Vince bajó del coche bajo la intensa nevada y los primeros copos se le quedaron pegados al pelo. Tenía un aspecto más salvaje que nunca y llevaba el pelo muy largo. Dado que había dejado de correr, esperaba encontrarlo un poco más gordo, pero lo cierto es que a causa de su frenético activismo y de sus constantes desplazamientos estaba tan delgado como siempre. Me miró con cierta cautela, pero enseguida me apretó el brazo amistosamente.

—Me alegro de verte, Harlan —me dijo.

—Sí —repuse yo—, habíamos perdido el contacto.

Betsy esperaba junto a la puerta, vestida con un amplio traje de chaqueta y pantalón de crepé. Vince le dio un beso en la mejilla y se echó a reír.

—¿Cómo está mi amazona favorita?

Una vez dentro de la casa, nos sentamos en los sillones, junto al fuego, y Vince echó un vistazo a su alrededor.

—Hacía mucho que no venía por aquí —dijo—. Has hecho algunos cambios —en su voz aún quedaban rastros de su antiguo sentido del humor—. ¿Has cambiado la decoración, Harlan? ¿Cómo es eso?

—Cosas de Betsy —respondí—. Le gusta entretenerse con la casa. Ahora no voy mal de dinero, así que puede hacer lo que le dé la gana.

—Cuando veníamos hacia aquí, he visto que has construido un anexo —dijo Vince.

—Sí, necesitábamos dos habitaciones más. Una para Betsy y otra para el niño. ¿Qué queréis beber?

—Lo primero que quiero hacer es ver al hijo de Billy —dijo Vince. La sola mención de su nombre me hacía daño.

—Dicho y hecho —exclamó Betsy. Había ido a buscar al niño a su habitación. El pequeño John ya tenía tres meses y llevaba un pijama de color azul claro. Betsy se arrodilló sobre la vieja alfombra, junto al sillón que ocupaba Vince, y dejó al niño sobre el regazo de él. Vince lo levantó suavemente y John apoyó los piececitos sobre los muslos de Vince.

—Ha crecido mucho —dijo Vince—. Es igual que Billy, ¿verdad? El mismo pelo castaño, los mismos ojos… Tiene ojos de Virgo. ¿Lo planeasteis?

Todos, menos yo, se echaron a reír, pero en sus risas había cierto nerviosismo, puesto que sabían lo mucho que a mí me dolía todo aquello.

—No —dijo Betsy—, fue por casualidad. La primera vez que me inseminaron, habría sido Virgo, pero no salió bien. Al mes siguiente sí, y entonces tendría que haber sido Libra, pero como nació tres semanas antes de lo previsto ha acabado siendo Virgo —la mirada de Betsy estaba fija en el niño. Suavemente, le dio unos golpecitos en el pañal. Empezaba a darme cuenta de que aquel Día de Acción de Gracias iba a resultarme muy doloroso. La necesidad que tenía Vince de hablar de Billy me arrancaría las costras de las heridas. John había cogido al niño y lo mecía en sus brazos, con una expresión radiante. Decididamente, era el típico abuelo al que se le caía la baba con su nieto.

John buscaba algo que le hiciera olvidar el sexo por completo y ya lo había encontrado. La muerte de Billy lo había relegado a una vejez furiosa, célibe y activista. Se había trasladado a Nueva York y había montado un bufete con otros tres abogados gay: Burton, Cohén y Manolson. Sólo aceptaban casos de discriminación de hombres y mujeres gay. John me contó que no daban abasto con las quejas que formulaban los gay, tantas como habían formulado las mujeres heterosexuales poco después de que empezara el movimiento de liberación de la mujer. John estaba obsesionado con su lucha particular para conseguir que la sociedad americana respetara la decisión del Tribunal Supremo. La muestra más conmovedora de su compromiso era que había dejado de teñirse el pelo y ahora estaba salpicado de mechones plateados. Aquella noche, me acordaba de Billy sólo con mirar a John.

—Bueno, ¿qué os apetece beber? —pregunté, poniéndome en pie.

—Whisky con hielo —dijo Vince, que acababa de encender un cigarrillo y aspiraba ávidamente el humo. Traje las bebidas y yo me serví un Seven Up. Betsy terminó de pelar las patatas, se quitó el delantal y se sirvió un vaso de vino blanco. Nos sentamos a hablar de cosas importantes e, inevitablemente, la conversación derivó hacia Billy. En cierto momento, salió a relucir el nombre de Delphine y todos guardamos un respetuoso silencio, hasta que Vince dijo, en voz baja:

—Somníferos… como una mujer de verdad.

John suspiró profundamente.

—Pobre Delphine —dijo—. Nunca supe si lo que hacía era representar un papel o si era un auténtico maniaco depresivo. Jamás podría haber vivido con él.

—No se suicidó por eso —repuso Vince—. Se suicidó por Billy. Estaba loco por él.

Apreté con fuerza la botella de Seven Up. Algo más tarde, Vince preguntó:

—¿Steve sigue en California?

—Sí —dije—, si no le hubiese dicho que viniera aquí esta noche.

Vince se echó a reír.

—Aún no me creo que estén filmando Violación. Si me hubieran ofrecido a mí ese guión hace dos años, habría dicho que sí.

—Habrías estado cojonudo en el papel de virgen —le dije, tratando de recuperar nuestras bromas de los viejos tiempos.

—Billy sí que hubiera interpretado bien el papel —dijo Vince. Yo estaba a punto de romper la botella de Seven Up. John intentó ayudarme.

—Steve todavía no se ha acostado con el Ángel —intervino—, pero está en ello.

—¿Ah, sí? —dijo Vince, que no quería desviar la conversación hacia otros temas.

—El chico no habla —prosiguió John—, pero por lo menos ahora permite que Steve le coja la mano y lo bese. Steve le da metadona y espera conseguir que se desenganche del todo. Además, el Ángel ha crecido bastante y es asombrosamente guapo.

—Billy era asombrosamente guapo —dijo Vince. Empezaba a estar un poco borracho. El niño se movía con una fuerza sorprendente sobre el regazo de Betsy.

—Ese niño—dijo Vince— será un velocista. ¿Ya sabes cómo se entrena a un velocista, Harlan?

Cogí al niño, lo senté sobre mis rodillas y jugué con él a caballito hasta que sonrió y empezó a hacer muecas.

—Bueno —respondí—, no me importaría que acabara siendo un atleta. Pero lo que más me importa es que sea libre, libre para elegir la forma en que quiere vivir y libre para vivir de esa forma, pese a quien pese.

Vince contemplaba el fuego con tristeza. Uno de sus pies descansaba sobre el guardafuegos de latón y, a la luz anaranjada de la chimenea, el humo de su cigarrillo ascendía formando un espiral blanquecino.

—¿Sabéis algo de Jack? —preguntó.

—¿Sabes que se ha casado? —dije.

—No —Vince se volvió hacia mí, con una mirada dolida, y luego se concentró de nuevo en el fuego.

—Enseña biología en Illinois. Le han concedido una subvención para una investigación de campo sobre pájaros salvajes. Se casó con una alumna suya, una chica llamada Eileen Meriwether, que también lo ayuda en su trabajo. Parece una joven bastante agradable. Están esperando su primer hijo.

—Así que por fin es feliz —dijo Vince, con un ligero tono de amargura.

—Se lo ve muy tranquilo. Y vuelve a correr.

De repente, Vince parecía muy deprimido.

—Bueno, supongo que eso era de esperar. ¿En pista?

—No. Larga distancia, carreras en carretera. Creo que le encanta perderse por esos campos inmensos. Lo está haciendo muy bien. De hecho, acaba de conseguir una nueva marca personal en el maratón: 2 horas 27". Todavía lo entreno yo, pero lo importante es que vuelve a disfrutar del atletismo. Hasta ha conseguido que Eileen empiece a correr…

—¿La gente le causa problemas? —a pesar de su dolor, Vince seguía mostrándose protector con Jacques.

—No, no muchos. Ya sabes, las carreras en carretera… Es otra historia, la gente es más liberal. Diría que incluso hasta en la pista… Algo ha cambiado, a causa de los sentimientos de culpabilidad que tenía todo el mundo… —iba a resultar imposible no hablar de Billy.

Noté una asfixiante y espantosa frialdad dentro de mí—. Bueno, el caso es que tenemos unos cuantos corredores abiertamente gay. La misma gente de siempre va murmurando por ahí, pero en general no se meten con ellos.

Un silencio pesado y melancólico cayó sobre la habitación, y John intentó romperlo.

—Harlan es muy modesto, Vince. No te ha dicho que él también corre.

Vince sonrió con tristeza.

—¿Quieres decir que vuelves a competir?

Yo me reí un poco. Estaba jugando con el niño: lo miraba y gruñía, como si fuera un animal muy fiero, y él se reía, encantado.

—La AAU tiene una nueva norma: ahora hay pruebas de veteranos, para que los profesionales como yo podamos participar con los amateurs en las competiciones. Tienes delante de ti a un atleta cuarentón que va a dar mucha guerra —Vince dejó caer la cabeza hacia atrás y se echó a reír, de nuevo con aquella risa triste—. No te rías —le dije—, tengo un tiempo de 4'5" en la milla. Cuando estaba en la universidad, tenía un tiempo de 4'4". Es increíble que a mi edad todavía sea tan rápido…

De repente, Vince se inclinó hacia delante y se cubrió la cara con las manos, pero enseguida las apartó y dejó que su mirada se detuviera de nuevo en la chimenea.

—Yo tuve la culpa de todo —dijo.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté.

—Cuando estábamos en Oregón… Yo siempre estaba cachondo y no se me ocurrió nada mejor que quitarle el cinturón a Jacques en el vestuario. Si no lo hubiera hecho, nosotros tres nos hubiéramos ido distanciando, Billy estaría vivo y tú seguirías aquí y llevarías una vida muy tranquila.

Me puse en pie.

—¿Quieres dejar de hablar de eso?

—Yo maté a Billy —dijo Vince—. Por el amor de Dios, ojalá esa bala me hubiera reventado la cabeza a mí, para que vosotros dos pudierais seguir juntos.

Empecé a desmoronarme.

—Hay muchos culpables, pero… ¿acaso podemos hablar de culpa? Yo también soy culpable, pero… ¿qué significa ser culpable? Si yo no me hubiera saltado mi norma de no acostarme con atletas, tal vez Billy aún estaría vivo, pero en aquel momento la elección era muy sencilla. ¿Por qué tenía que pasarme el resto de mi vida sin haber amado jamás a un ser humano? ¿Es eso ser culpable?

Desvié la mirada hacia el fuego. Uno de los troncos, grande y ennegrecido, descansaba sobre un lecho de brasas al rojo vivo, rodeado de llamas. De repente, me pareció un torso humano: el torso de Billy en el crematorio. Aparté la mirada. Vince se puso en pie y se acercó a mí. En silencio, me cogió el brazo y me lo apretó con fuerza, hasta que al fin dijo:

—Lo siento. Será mejor que me calle.

Betsy estaba junto a la puerta de la cocina, secándose las manos en el delantal. Nos había oído y en su mirada había una gran tristeza. John, que había bajado la vista, tenía al niño en brazos: su delicada cabecita descansaba apoyada en la corbata de John. Gracias a Dios, el sonido del timbre interrumpió la escena. Joe y Marian estaban en la puerta, sonrientes y cubiertos de nieve.

—Vaya, ya tenemos más de diez centímetros de nieve —dijo Joe. Por sus expresiones, supe que probablemente se habían dado cuenta de que acabábamos de protagonizar una dolorosa discusión, pero todos nos esforzamos por crear un clima agradable y sociable.

Betsy acostó al niño y entre todos preparamos la mesa. Betsy encendió las velas, yo bendije la mesa y nos sentamos. John trinchó el pavo hábilmente y cada uno llenó su plato de puré de patatas, salsa de arándanos, espárragos y relleno del pavo. Supongo que aquella reunión parecía una escena sacada de Norman Rockwell[29] . En el fondo, no era más que otra reunión familiar y yo seguía solo.

Nos quedamos despiertos hasta tarde, hablando en voz baja para no despertar al niño. Finalmente, a eso de la una, Joe, Marian y John se pusieron en pie. John se quedaba a pasar la noche con ellos. Yo le había dicho a Vince que podía quedarse con nosotros, por lo que ahora no podía decirle que se fuera con ellos, por mucho que su presencia me entristeciera. Betsy bostezó.

—Yo me voy a la cama —dijo—. Vosotros quedaos charlando, si os apetece —besó a Vince en la mejilla y se fue a su habitación. Vince seguía sentado en el sillón, bebiendo whisky. Estaba casi completamente borracho. Puse otro tronco en la chimenea y me senté en la otra butaca.

—Así que habitaciones separadas, ¿eh? —dijo.

—Supongo que no se te ha ocurrido pensar que nos acostamos juntos —repliqué, algo ofendido.

—Lo siento —dijo—, no hago más que meter la pata. Es que no me acostumbro a la idea de que estéis viviendo juntos.

—Fue una decisión muy difícil. Billy y yo —era imposible no mencionar su nombre— planeamos lo de la inseminación sin pensar en todos los aspectos humanos. Creo que fuimos un poco ingenuos. Cuando nació el niño, Betsy estaba loca por él. Es una madre maravillosa, así que pensé que separarlos afectaría emocionalmente a John. Además, yo vivía solo y no podía cuidarlo durante el día. Tampoco quería que creciera con niñeras…

—Lo que necesitabas era una Frances —dijo Vince, con una sonrisa de borracho.

—Bueno, como ya debes de saber, a mí no me van las drags —respondí, de nuevo un poco ofendido. Betsy y yo nos llevamos bastante bien, así que pensamos que lo mejor para el niño era que ella viniese a vivir conmigo.

Vince se reía, con aquella risa provocadora de los viejos tiempos.

—Todo Nueva York se ha quedado boquiabierto, Harlan Brown se ha vuelto hetero, tíos…

—Oye, yo jamás tocaría a Betsy y, si lo hiciera, seguro que ella me pegaría un tiro. En esta casa hay menos sexo que en un monasterio, lo cual no deja de preocuparme. John y Frances mantenían relaciones sexuales, se amaban, y seguramente Billy lo percibía, incluso cuando era muy pequeño… No dejo de pensar en que… Jamás podré querer a nadie como quise a Billy, pero supongo que sería bueno tener a alguien a quien querer, de una u otra forma…

—¿Te acuestas con alguien?

—Bueno, cuando estoy cachondo me voy a Nueva York a echar un polvo rápido, como hacía antes.

—¿Y qué hace Betsy cuando está cachonda?

—Pues no lo sé. De momento, no parece que el sexo le interese mucho, pero supongo que se le pasará y algún día se presentará aquí con una amante.

—Eso sí que será nuevo —dijo Vince—. Un nuevo modelo de familia.

—No deja de tener gracia —dije— que ahora haya vuelto al punto de partida. Betsy me ha enseñado mucho sobre la estima y la entrega que pueden ofrecer las mujeres. Cuando me propuso tener el niño, me dejó sin palabras. Sin embargo, la estima y la entrega de las mujeres empiezan donde las nuestras terminan. No se parecen en nada.

Vince se había inclinado hacia delante: tenía las manos unidas, entre las rodillas, y contemplaba el tronco que ardía sobre el lecho de brasas.

—Cuando Billy murió, descubrí de repente que ya no era bisexual. No sé, quizá fue el odio y el rencor que sentía hacia todo lo que tuviera que ver con los heterosexuales, tal vez sólo fue mi deseo de identificarme más con Billy, pero ya no quiero saber nada de mujeres. Ahora pertenezco a ese tres por ciento de gays a ultranza.

—Mira —le dije—, tienes que entender que me resulta muy doloroso hablar de todo esto.

Vince negó con la cabeza y cerró los ojos.

—Tú y yo vamos a hablar de Billy y vamos a decir todo lo que hay que decir.

Me puse en pie, dispuesto a marcharme, pero Vince también se puso en pie y me cogió del brazo.

—Siempre quisiste saber si nos habíamos acostado juntos, ¿verdad?

Me quedé inmóvil, atormentado, sin saber qué decir.

—Vince, por favor —respondí al fin. Mi voz ronca resonó en el silencio de la habitación.

Vince me agarraba el brazo con tanta fuerza que me hacía daño y me miraba directamente a los ojos.

—Yo también lo quería —dijo—. Os quería a los dos. En el fondo, siempre he sentido algo por ti y me preguntaba si Billy y tú romperíais algún día. Y sé que tú también sentías algo por mí, porque no eres tan puro como Billy.

Cerré los ojos.

—Será mejor que hablemos de todo eso —prosiguió Vince—. Necesito hablarte de Billy y de mí. Sé que él no te contó gran cosa, porque temía que te pusieras celoso.

Volví a sentarme en la butaca, aturdido y tembloroso. Vince se sentó en la alfombra, frente al fuego. Levantó una rodilla y la rodeó con los brazos. La melena, negra como el carbón, le caía desordenada sobre los hombros y el reflejo de las llamas bailaba en sus ojos.

—Cuando Billy y yo nos conocimos, en 1970 —dijo al fin—, me sentía muy solo. Participaba en competiciones, ocultando siempre mi terrible secreto y pensando que era el único gay en el mundo del atletismo. Y entonces, en una reunión escolar por invitación, conocí a aquel chico tan guapo y tan ambiguo. Me machacó en la pista, pero después de la carrera empezamos a hablar y a mí me pareció que era gay. No sé, tuve la sensación de que lo era. Lo invité a cenar, para poder estar a solas con él. Cuando estábamos en el coche, fingí que se me caía el nitrito de amilo y me dije, bueno, si no es gay, no sabrá qué es eso. Y, efectivamente, él recogió el popper del suelo y me lo devolvió, con aquella sonrisita suya que lo delataba. No me lo podía creer y entonces pensé, bien, tío, éste y yo vamos a ser amantes. Habrá dos gays en las competiciones de esta categoría, nos vamos a burlar del establishment del mundo del deporte… Cenamos juntos y nos pasamos la noche hablando. Yo estaba alucinado de haber encontrado a alguien que asumiera con tanta tranquilidad lo que a mí me atormentaba continuamente… Así que empecé a tirarle los tejos, le dije, oye Billy, me gustas, eres increíble, qué te parece si tú y yo… Y Billy me dijo, Vince, tú también me gustas, pero el caso es que ahora estoy con otra persona, estoy enamorado de él. Y yo le dije, bueno, no tiene por qué enterarse, además, Billy, nos lo debemos, somos compañeros en el atletismo… No sé qué otras gilipolleces le dije —de repente, Vince giró la cabeza y me miró—. ¿Quieres saber qué me dijo él? —apoyó la cabeza en la rodilla, riendo y llorando a la vez—. Me dijo: «Yo sólo me acuesto con alguien si estoy enamorado».

La casa estaba en silencio. Lo único que se oía era el crujido del fuego y el golpeteo suave de la nieve en los cristales de las ventanas. Algo empezó a resquebrajarse dentro de mí, pero lo primero que brotó fue una carcajada: me imaginé a Vince, el ardiente semental Escorpión, estrellándose contra Billy, el Virgo inflexible, y aquello me pareció divertido. Vince tenía la misma gracia que Billy a la hora de contar las cosas. Y, de repente, Billy estaba de nuevo frente a mí, vivo y real.

Vince contemplaba nuevamente el fuego y seguía hablando.

—Decidí entonces…, ya sabes cómo soy, Harlan, que por lo que a mí respecta amantes los hay a patadas, pero amigos como Billy hay uno entre un millón. Lo importante es que yo ya no me sentía solo. Después de aquella reunión, fui a ver a Billy y a su padre a San Francisco. Y una noche se nos fue un poco la cabeza, entramos en una casa de tatuajes y nos tatuamos nuestros signos solares. En aquel momento, tomamos la decisión de enfrentarnos a nuestro destino con valentía…

Me cubrí la cara con las manos y empecé a emitir unos ruidos extraños, como si fuera un animal. ¿Esto es llorar?, pensé. Sí, sin duda, puesto que las lágrimas me ardían en los ojos. Vince se arrodilló, me rodeó con los brazos y se quedó junto a mí, abrazándome en silencio. Me agarré a su chaqueta con ambas manos y lloré en su hombro, mientras él me besaba el pelo, me acariciaba la cabeza y me apretaba contra su pecho. Los espasmos de mi cuerpo eran tan violentos que tuve la sensación de que los músculos estaban a punto de desprenderse de los huesos. Si aquello era llorar, pensé, me alegraba de no haber sufrido otros ataques de llanto a lo largo de mi vida.

Al cabo de unos minutos, me di cuenta de que Vince también estaba temblando. Él también lloraba, aunque su llanto era silencioso. No lo oía, pero notaba su cara tan mojada como la mía. Cuando los dos nos tranquilizamos un poco, Vince me contó la vida de Billy, desde su último año en el instituto hasta el momento en que él y yo nos conocimos. Me contó toda una época perdida de la vida de Billy y aquel período, cuyos detalles yo temía descubrir, se abrió ante mis ojos. Conocí mil y una anécdotas protagonizadas por Billy y nada de lo que me dijo Vince deterioró la idea que yo ya tenía de él. Poco a poco, la imagen de Billy muerto en la pista de Montreal empezó a desvanecerse y fue sustituida por otra de Billy vivo, corriendo con su zancada ágil y elegante, con su pelo al sol, mecido por el viento.

La luz del alba, de un gris melancólico al principio y de un rojo suave después, empezaba a colarse por las ventanas. Había dejado de nevar y fuera el paisaje se había teñido de blanco: las, ramas de los árboles se inclinaban bajo el peso y los arbustos se doblaban. Preparé café para que Vince se despejara un poco y yo me hice un té. Betsy entró en la cocina para dar de mamar al niño.

—¿Todavía estáis levantados? —dijo.

Nos sentamos los tres a la mesa de la cocina. Las tazas tintineaban al chocar con los platos, mientras el niño mamaba ansiosamente del pecho de Betsy.

—Harlan, ¿dónde esparciste sus cenizas? —preguntó Vince.

—En el bosque.

—Si no te importa, me gustaría ir.

Nos vestimos con ropa de abrigo y botas para la nieve, y salimos. En la pista principal, los árboles y los arbustos se inclinaban formando una auténtica tracería. Intentaban protegerse hasta la llegada de la primavera y los brotes aguardaban, pacientes. Los helechos y las flores silvestres empezaban a crecer también, y aguardaban bajo la nieve. Tendríamos que haber cogido gafas oscuras, porque el sol brillaba tanto que nos cegaba. Vimos el rastro que había dejado un conejo al abandonar su cálida madriguera bajo la nieve para dirigirse quién sabe dónde. Los pájaros también estaban despiertos: oímos los silbidos apagados de los paros y los gorriones en invierno, que iban en busca de comida.

Me invadieron una paz profunda y una dulce sensación de alivio. En aquel sendero, me resultaba fácil recordar a Billy y no sentir dolor: me resultó fácil recordarlo trotando a paso ligero, recordar las marcas apenas visibles que sus zapatillas de clavos dejaban sobre la tierra y a él volviendo la cabeza para decirme: «Cuatro minutos y medio». Cuando giramos por la pista secundaría, tuvimos que abrirnos paso a través de los zarzales cubiertos de nieve, que se nos enganchaban en los pantalones. La vegetación parecía más abundante en aquella zona, como si quisiera impedir que alguien volviera a pasar por allí. Finalmente, llegamos a la cima de la cuesta y miramos hacia abajo. El pequeño claro del bosque parecía una alfombra de un blanco inmaculado. A los lados, los laureles de montaña se doblaban bajo el peso de la nieve. Las semillas del laurel se habían caído ya y los racimos sin vainas se habían marchitado. No quería bajar hasta allí y provocar que la nieve se desprendiera de aquellos arbustos majestuosos, no quería que todo se llenara de huellas, así que le hice un gesto a Vince para que no fuéramos más allá. Desde donde estábamos, se oía perfectamente el sonido del agua del arroyo al caer desde las rocas al pequeño estanque que había debajo.

Permanecimos en silencio, contemplando la pendiente. Me apoyé en un tulipán, mientras Vince se alejaba un poco, caminando con cierta vacilación y fumando un cigarrillo. De vez en cuando, nuestros ojos se encontraban y cruzábamos una mirada franca, directa, aquella clase de mirada que anuncia la inminencia de una relación sexual. En nuestro caso, también anunciaba el profundo cariño que siempre nos habíamos tenido. Billy regresó a la vida en aquella mirada.