Cuatro

La llegada de los tres chicos a mi equipo también causó bastante revuelo en el mundo del atletismo. Cuando los corredores de ese calibre cambian de equipo, siempre se produce revuelo, Normalmente, sin embargo, este tipo de corredores van a un equipo o universidad de igual o mejor categoría.

—¿Prescott? —quería saber la gente—. ¿Y eso dónde está?

Pronto aparecieron unos cuantos reporteros que se dedicaron husmear por el campus. Los tres chicos argumentaron, muy diplomáticamente, que habían venido a Prescott porque les gustaban mis métodos de entrenamiento y porque estaban cansados de lo impersonales que eran las grandes universidades. A medida que avanzaba el mes de diciembre, pude evaluar mejor a los tres nuevos miembros de mi equipo. El mayor problema de Jacques, según advertí, era su nerviosismo.

Acabaría convirtiéndose en uno de esos corredores con una estantería llena de trofeos y una úlcera. Sus nervios no sólo se debían al hecho de ser gay, sino también a la competición. Antes de las carreras sufría verdaderos calvarios, temblores y vómitos. Se adaptó rápidamente a sus estudios y pasaba largas horas en el laboratorio de biología, puesto que era un apasionado de la ornitología. También tocaba la flauta dulce y muy pronto se unió al reducido grupo profesional de música del campus. Hizo unos cuantos amigos y era simpático a más no poder con todo el mundo, pero pasaba la mayor parte del tiempo con el equipo y conmigo.

El mayor problema de Vince, que llegó lesionado a causa de los durísimos métodos de entrenamiento de Lindquist, era la fragilidad de sus piernas. Me desesperaba al tratar de combatir la inflamación de sus tendones, porque sabía que podría haberse evitado con un poco de sentido común. Por muy negrero que yo sea, también sé que hay algo llamado tensión límite, más allá de la cual el organismo de un deportista determinado se viene abajo. Conseguí un fármaco experimental, el sulfóxido de dimetilo, que resultaba muy eficaz a la hora de reducir el dolor y la inflamación de los tendones, y empecé a administrárselo.

A pesar de todo lo que había oído sobre el temperamento de Vince en la pista, conmigo se mostró muy dócil. Me limité a decirle lo que yo creía que debía hacer: él lo hacía y yo lo controlaba día sí, día no. Era buen estudiante, como Jacques, y se aplicó. También era alegremente promiscuo: aunque no se acostaba con cualquiera, porque estaba demasiado ocupado, se follaba todo lo que le interesaba, chicas incluidas. Jacques lo soportaba estoicamente. Vince no llevaba ni una semana en Prescott cuando intentó follar conmigo.

—¿Qué tal si lo hacemos, señor Brown?

Si él hubiera sido Denny Falks y aquello hubiera sucedido seis años atrás, yo habría saltado por la ventana. En esta ocasión, sin embargo, me lo tomé con mucha tranquilidad.

—Escúchame bien, pequeño ninfómano —le dije—. Eres un chico muy atractivo, pero yo tengo una norma: no me acuesto con mis corredores. Y nunca la rompo, porque es la única manera de conservar mi empleo y ganarme la vida. ¿Entendido?

—Mierda —exclamó, decepcionado—. Tenía muchas ganas de saber cómo es usted. Hemos oído tantas historias…

—¿Historias? —dije.

—John Sive nos contó que usted era el mayor semental de Nueva York.

—Informa a los demás sobre mi norma, para que no se hagan ilusiones —dije resueltamente.

Billy Sive tenía tres problemas y muy pronto consiguió que me subiera por las paredes. Su primero y principal problema era que siempre se excedía. Era el corredor más motivado y con más capacidad de trabajo que yo había conocido en mi vida, pero carecía por completo de sentido común. Tuve la certeza de que, si no lo ataba corto, entrenaría y correría hasta morir de agotamiento. En segundo lugar, era un lanzador. Existen dos clases de corredores: los lanzadores y los llegadores. Tanto Vince como Jacques eran llegadores. Al llegador le gusta entretenerse en la cola del pelotón, deja que los otros carguen con el peso de marcar el ritmo y se reserva para hacer un sprint final en la última vuelta. El lanzador, en cambio, va siempre a la cabeza, intenta permanecer allí y sacar ventaja al resto de los participantes. Si sale demasiado lento o comete un error táctico, estará perdido cuando el llegador lance su ataque final. Más de un lanzador le ha regalado un récord mundial a un llegador. Con el tiempo, las revistas de deportes empezaron a comparar Billy con Ron Clarke, el gran lanzador australiano. Como ex periodista especializado en atletismo, a mí siempre me irritaban aquellas comparaciones simplistas. Si yo tuviera que comparar a Billy con alguien, sería Emiel Puttemans. Había dos cosas que diferenciaban a Ron Clarke y a Billy. En primer lugar, Ron Clarke un lanzador por principios: le parecía inmoral quedarse en la cola haciendo el bobo. Billy era un lanzador porque sencillamente, le aterrorizaba correr entre el pelotón.

—Me ahogo ahí atrás —me dijo—, con tantos codos y pies. Necesito tener un espacio abierto frente a mí, necesito correr en libertad.

Para él, las carreras se convertían normalmente en una lucha animal para conservar esa libertad. Sin embargo, aún no poseía la fuerza, ni la velocidad, ni los conocimientos tácticos, ni la llegada potente para machacar a los mejores llegadores. Mi tarea consistiría en ofrecerle lo que le faltaba, si podía. En segundo lugar, Clarke era un tipo inquieto y poco competitivo que se ponía muy nervioso antes de las carreras importantes. Billy jamás tuvo ese problema. Cuando había una carrera importante era cuando se mostraba más frío y salvajemente competitivo. Sería capaz de matar, como decía yo, por mantenerse en primera posición. De una forma que a mí me parecía conmovedora, demostraba sobre la pista su desesperada necesidad de ser él mismo y de probar que era valioso como hombre y como ser humano.

El tercer problema de Billy es que era muy testarudo. Durante los primeros meses, librábamos una batalla tras otra. El sabía que necesitaba mis instrucciones, pero —por motivos a los que me referiré en breve— también sentía la necesidad de menospreciarme. La primera batalla que tuvimos fue sobre el kilometraje. Resultó bastante irónico: Billy tenía la esperanza de que yo le dijera que lo estaba haciendo mal y, cuando se lo dije, se negó a escuchar. En Oregón vivía dominado por la euforia de probarse a sí mismo y había llegado a correr hasta trescientos veinte kilómetros por semana. Lindquist, un entusiasta del volumen de entrenamiento, lo había animado. Me pregunté si la falta de mejora en Billy se debía sencillamente a la sobrecarga. Lo delataba su historial de calambres y fracturas de fatiga. Tenía una deficiencia de calcio, pero la deficiencia de magnesio también puede ser la causa de los calambres: el magnesio regula los impulsos motores a los músculos y el elevado kilometraje consume este electrolito en el organismo del corredor. Aparte de eso, creo que Billy era sencillamente incapaz de soportar un kilometraje tan elevado. La acumulación de ácido láctico en sus músculos complicaría aún más la deficiencia de magnesio. En todo caso, descubrí que administrarle Magnesium Plus no solucionaba el problema de los calambres. En cuanto a las fracturas, lo que ocurría es que sus huesos cedían a causa de la sobrecarga. Así pues, intenté que redujera el kilometraje y que se concentrara en la fuerza y la velocidad. Hay corredores, como Puttemans, a quienes les va perfectamente con menos de ciento sesenta kilómetros por semana, pero Billy no quería escuchar.

—Estoy seguro de que no trabajo lo suficiente —se preocupaba y protestaba. Para su sorpresa, en enero se empezó a derrumbar, cogió la gripe y sufrió otra fractura de fatiga en la espinilla derecha. Tuvo que llevar la pierna escayolada durante un mes y la inactividad estuvo a punto de hacerlo enloquecer. Yo estaba furioso y la emprendí con él.

—¿Quieres ir a Montreal? —le pregunté.— Suerte tendrás si para entonces sigues vivo.

La experiencia le afectó, pero sus motivos para enfrentarse a mí seguían ahí, profundamente arraigados. Se escabullía para entrenar clandestinamente, como un niño de diez años se escabulliría para fumarse un cigarrillo a escondidas tras el granero. Otra de las batallas fue sobre su dieta. La perdí. Soy un firme defensor de la carne roja, magra, así que cuando descubrí que Billy era vegetariano me preocupé. Dijo que era budista y que no podía comer ningún animal que hubiera sido sacrificado. Ese tema me puso bastante frenético. Ya había visto a varios de mis corredores sufrir malnutrición a causa de la moda de las dietas macrobióticas, pero Billy me explicó pacientemente que no, que la macrobiótica no le interesaba. Estaba matando dos pájaros de un tiro al adoptar una extravagante dieta vegetariana que, en los últimos años, han utilizado con éxito algunos corredores europeos de fondo. Vivía de leche agria, yogures, fruta, verduras crudas, cereales integrales, frutos secos y patatas. Él mismo se preparaba las comidas en la cocina de la residencia y, por lo menos en lo que se refiere a las patatas, no era mal cocinero.

Mi preocupación disminuyó cuando hice que el departamento de ciencias analizara lo que Billy comía. Me informaron con mucha seriedad de que contenía las cantidades de proteínas, carbohidratos, potasio, etc. que yo consideraba necesarias para el volumen de trabajo que realizaba. Como no podía hacerle cambiar de opinión en cuestiones religiosas, lo dejé en paz. No sabría decir exactamente en qué medida contribuyó la dieta a su éxito posterior, pero mantenía a un 5% la materia grasa de su cuerpo, lo cual aumentaba su velocidad. En atletismo, hay algo llamado relación potencia—peso y muchos corredores creen que, cuanta menos grasa acumulen, mejor corren, puesto que los huesos y la grasa son peso muerto. Gracias a sus huesos ligeros y a la ausencia de grasa, Billy casi tenía el físico ideal para un corredor de fondo. Afortunadamente, su religión le prohibía el alcohol. Por lo menos, no tuve que preocuparme de eso.

Curiosamente, fuera de la pista Billy carecía de rumbo, aunque se suponía que estudiaba ciencias políticas. Los tres chicos habían perdido los créditos del primer semestre de su último año en Oregón, pero se habían comprometido a realizar en Prescott una cartera de trabajos con un proyecto único. Si lo completaban de manera satisfactoria para el profesorado, se graduarían en el tiempo previsto. Billy eligió un tema grandilocuente: una valoración de los efectos de la legislación sobre derechos civiles en la sociedad americana. Trabajaba en su proyecto a trancas y barrancas, excepto cuando estuvo con la pierna escayolada, época en la que estudió frenéticamente. Cuando me llegaron sus informes académicos, vi que todos sus profesores, desde el instituto, habían insistido en que era «un estudiante brillante, pero poco aplicado».

Como ya he dicho, estaba interesado por el budismo y también por el yoga. En ese sentido, no era distinto a otros muchos alumnos, pero Billy tenía su propia forma de aproximarse a la religión. No era ningún místico, ni en el atletismo ni en la vida. Al contrario, era un individuo de lo más práctico: sencillamente, intentaba vivir según los ideales budistas básicos de paz, control y compasión hacia otros seres, pero no estaba interesado en los niveles más elevados de la sabiduría espiritual. Yo no sabía casi nada acerca del budismo, así que tampoco tenía forma de saber si era un auténtico budista o no. Pero hay algo de lo que sí estaba seguro: gracias a la meditación trascendental, consiguió dosis más altas de concentración, relajación y control, que luego aplicaba deliberadamente al atletismo. Era capaz de estudiar (cuando decidía estudiar) en la misma habitación en la que otros seis estudiantes discutían a voz en grito sobre ideas políticas radicales. Cuando la gente le fastidiaba, se limitaba a desconectar. Antes de un entrenamiento o de una carrera, se refugiaba en la introspección, en el estado alfa de la meditación trascendental, y no lo abandonaba hasta que ya estaba en la ducha. Mientras corría, se hallaba claramente en un trance de meditación trascendental: «solo pensaba en los movimientos de su cuerpo, en el ritmo, en la respiración, en la zancada… Se lanzaba más allá de las barreras del dolor y el esfuerzo con una expresión serena en su rostro empapado de sudor. Su expresión absorta durante las carreras provocaba comentarios sobre si iba dopado o no.

Una vez, por pura curiosidad, lo llevé al Centro Bingham de investigación deportiva, en Nueva York, donde habían realizado investigaciones con otros deportistas que también usaban la meditación trascendental. Colocaron a Billy en la cinta de andar, lo hicieron correr hasta el agotamiento y descubrieron que, mientras se hallaba en ese estado alfa, mostraba más tolerancia a la acumulación de ácido láctico que cualquier otro deportista al que hubieran examinado, además de un aumento del flujo de a los músculos.

Se ha dicho de Billy que era el clásico animal. «Animal» es el término, en cierta manera peyorativo que se utiliza para referirse a un deportista que no siente dolor. Es cierto. No creo que sintiera mucho dolor y, si lo sentía, lo aceptaba como algo tan normal como comer y respirar. Vince Matti, en cambio, era un entendido en ese aspecto y se enorgullecía de ello. Jacques tenía problemas para soportar el dolor: formaba parte de su nerviosismo. Los periodistas de deportes empezaron a llamarle Billy «el Animal» Sive y yo decidí no protestar, si el hecho de ser un animal había de servirle a Billy para llegar a Montreal. A veces, al mirarlo, me daban escalofríos. Pensaba: si alguna vez consigo que entrene correctamente y que no se lesione, tendré a un corredor increíble.

Solía bromear con él. Le decía:

—¿Cuando sales a la pista, estás en nirvana?

—Oh, no, señor Brown —decía él. Mi broma no le hacía gracia. Entre otras cosas, tenía muy poco sentido del humor—. Soy un budista muy práctico. Lo único que necesito para correr bien es un buen dharma.

Yo sabía que el dharma era la forma de vida adecuada del budista, según la cual se alcanzaba un estado de equilibrio interior. Si uno se sentía en paz y tenía control sobre sí mismo, su dharma era bueno; si a uno lo atormentaban las preocupaciones y los deseos, su dharma era malo. Se trataba de liberar a la mente de todo deseo y quedarse sólo con la paz y la compasión. Obviamente, mi dharma era más bien poca cosa, puesto que mi deseo por Billy crecía cada día.

Billy se hizo enormemente popular entre los estudiantes y el profesorado. Su alegría y su candor desarmaban a todo el mundo y apenas podía ir a ninguna parte sin que varios chicos y chicas se apresuraran a seguirle: era una especie de flautista de Hamelín gay. Muy pronto, la mitad de las chicas del campus se enamoraron perdidamente de él. Muchas de ellas iban siempre a la pista para verlo entrenar. Él se mostraba amable, las acompañaba a ver películas en el campus y hasta bailaba con ellas, pero las desconcertaba cuando se negaba a salir y/o acostarse con ellas.

—Billy, tú tienes una amante secreta —le decían.

Él se limitaba a encogerse de hombros y sonreír.

A Vince y a Billy les encantaba bailar, pero a Jacques no. Por las noches, en el centro para estudiantes y profesores, había una cantina-discoteca permanente en la que los tres chicos solían pasar algún que otro rato. Cuando yo era joven, creía que la música rock era pecaminosa y antiamericana, a pesar de que Elvis Presley ya estaba en escena cuando yo estudiaba en Villanova. En los últimos años, sin embargo, había empezado a tolerar el rock porque lo asociaba con Nueva York, con los bares gays, con Prescott, con la paz de espíritu y, ahora, con Billy. Así que algunas veces, por la noche, me dejaba caer por los alrededores de la cantina, con la esperanza de verlo en acción.

Una noche, justo antes de Navidad, cuando pasaba frente a la cantina después de una reunión del profesorado, lo vi. Eché un vistazo al interior: por la cantidad de gente que había allí, ora obvio que ocurría algo fuera de lo normal. Un ritmo atronador llenaba la sala y había un cantante negro que gritaba y berreaba. En las mesas, se amontonaban estudiantes y profesores que comían hamburguesas saludables y tomaban bebidas saludables, otros se apoyaban en las paredes y otros entraban y estiraban el cuello para mirar. Justo en el centro de la pista, estaban Vince, Billy y dos chicas, mientras las otras parejas permanecían inmóviles y observaban. Las dos chicas bailaban una versión heterosexual y bastante desenfrenada del flop, pero Vince y Billy no. Ellos bailaban el boogie gay, y lo bailaban como yo sólo lo he visto bailar en películas y en las fiestas de Nueva York.

Si un gay es buen bailarín, es capaz de transformar incluso el fox-trot en una desinhibida celebración de la sexualidad masculina. Billy y Vince bailaban el boogie a un par de metros de distancia de sus compañeras, pero no las miraban, ni se miraban entre ellos. Bailaban como los negros: sueltos, impasibles, pisando con energía, chasqueando los dedos… Sus hombros y sus torsos apenas se movían. Toda la acción se centraba en el balanceo de las caderas, en las sacudidas frenéticas de las ingles, en el contoneo del trasero, en el movimiento de los muslos…

Vince estaba pendiente de la multitud y se pavoneaba un poco. Billy, sin embargo, se mostraba algo más comedido, más centrado en sí mismo, como si bailara para ese amante que todo gay ve en sus fantasías. Los observé desde la puerta, completamente aturdido. Por primera vez, veía lo intensamente sexual que era Billy y lo profunda que era su sensación de vacío. Allí estaba, frente a mí, bailando con aquella sensación de vacío.

Decidí que quería ver todo aquello más de cerca. Así que entré con naturalidad, me acerqué a un profesor que estaba; sentado a una mesa e inventé algo muy importante que debía decirle. Y entonces vi a Jacques, sentado en la primera hilera de mesas y me abrí paso hacia él entre la multitud. Jacques estaba absorto; contemplaba a Vince con adoración. Cuando le toque el brazo, dio un salto.

—Sólo os quería decir que mañana quizás llegue un poco tarde al entrenamiento —mentí—. Si llego tarde, no me esperéis.

—Claro, señor Brown —los ojos de Jacques apenas se apartaron de Vince. Me empujó hacia una silla vacía, de cuyo respaldo colgaba la chaqueta de Billy— Mire a esos dos, señor Brown. Son un escándalo.

Y allí estaba yo, justo en primera fila. Los chicos bailaban a unos cuatro metros de mí.

—Eso —repuse— es justamente lo que les dije que no hicieran.

—Oh a mí me parece bien. Mire a la gente. Les parece muy heterosexual Al fin y al cabo, están bailando con dos chicas…

Eché un vistazo a mí alrededor. A juzgar por sus expresiones, los estudiantes nunca habían visto nada como aquello.

Unos cuantos empezaron a seguir el ritmo con palmas y, muy pronto, la sala entera daba palmas y patadas en el suelo. A duras penas podía oír mis propios pensamientos. Observé con cierto nerviosismo. En alguna que otra ocasión, había visto situaciones como aquélla acabar con el bailarín bajándose los pantalones, sacándose el aparato con gran destreza y machacándosela ostentosamente. Me costaba creer que aquellos dos, especialmente Billy, tuvieran intención de hacerlo. Si lo hacían, por la mañana estarían fuera del equipo. El ritmo los hacía vibrar de verdad, los estudiantes empezaron a gritarles.

—¡Muévete, Billy!

—¡Baila, Vince!

—Eh, Vince, ¿así es como se baila en Oregón?

—Qué va —dijo Billy—, así es como se baila en California.

—¿Qué tienes ahí, Vince? —gritó alguien.

—Veinte centímetros —dijo Vince.

Mi expresión era seria, pero por dentro estaba consternado. La sala prorrumpió en gritos y silbidos.

—¡Enséñanosla! ¡Sácatela!

—No me provoquéis —dijo Vince.

En aquel preciso instante, Billy me vio. El rubor cubrió sus mejillas pecosas. Le transmití mi desaprobación con la mirada e, inmediatamente, imperceptiblemente, sus movimientos perdieron aquel aire tan provocadoramente gay y se transformaron en una imitación del boogie hetero. Intenté entonces llamar la atención de Vince, pero él estaba demasiado absorto en sus propios movimientos. Los chillidos, las burlas y los desafíos continuaban. De repente, Vince apoyó las manos en las caderas y las dejó resbalar tontamente hacia los muslos. Los espectadores se observaban unos a otros con regocijo y se empujaban en broma entre ellos.

Vince subió y bajó las manos por los muslos unas cuantas veces más y luego se desabrochó el botón metálico de la cintura de sus vaqueros. Todo el mundo aullaba y saltaba de un lado para otro. El cuerpo de Vince era puro movimiento: chasqueaba los dedos, vibraba, sacudía la melena hacia atrás… Muy despacio, empezó a bajarse la cremallera. Deslizó un poco los pantalones por las caderas, lo justo para que quedara al descubierto una franja de piel, por debajo de la costura de su camiseta. Los tendones y los músculos se movían igual que en una bailarina de la danza del vientre. Desvié la mirada hacia Jacques, que ahora también seguía lo que ocurría con nerviosismo.

—Bueno, ¿y qué pasa si lo hace? —dijo, en voz baja—. ¿Ha ido alguna vez a un concierto de rock? Exhibirse es como un desafío para los músicos, a veces, y lo que hacen es…

—¡Billy! —le suplicaban.

Billy dijo que no con la cabeza y siguió bailando mecánicamente. Vince se había bajado la cremallera lo suficiente como para que se le viera un poco de vello púbico. Y entonces, justo cuando parecía que los pantalones se le iban a caer, sonrió, se los volvió a subir y se subió la cremallera. La sala entera, decepcionada, aulló, y todo el mundo empezó a animar a Billy.

—Venga, Billy, ¿qué tienes ahí?

De repente, Billy sonrió.

—Diez mil metros —dijo. Todo el mundo gruñó.

—Estos condenados corredores… —refunfuñó alguien justo detrás de mí—. Todo el rato piensan en lo mismo, joder.

Suplicaron y rogaron, pero Billy se mostró inflexible, lo cual me enorgulleció. La canción terminó y la banda finalizó su actuación con un estrépito de platillos y acordes desafinados. Vince dejó de bailar y se acercó a su compañera riendo alegremente. Ella no lo sabía, pero acababa de ser objeto de la clásica burla gay. Billy se alejó de su compañera, vaciló al ver que su chaqueta estaba justo detrás de mis hombros, pero finalmente se acercó despacio.

—Yo creo —dijo Jacques— que si Vince sale del armario algún día será capaz de cualquier cosa.

Miré a Billy y él leyó en mi mirada el típico sermón de Parris Island. Cogió su chaqueta del respaldo de mi silla.

—Lo siento, señor Brown —murmuró—, no sé qué me ha pasado —recogió sus libros, extrañamente ruborizado aún, y se marchó. Me moría de ganas de salir de allí con él, pero no lo hice. Pusieron otra canción, una lenta bastante romántica, y la pista se llenó de parejas acarameladas. Vince abrazaba estrechamente a la chica: tenía los ojos cerrados y apoyaba su mejilla en la de ella. Si me había visto, se mostraba desafiante. Jacques, triste y silencioso, observaba a la pareja. Me puse en pie y me fui. Mientras caminaba por el pasillo hacia el exterior, me sentí profundamente deprimido. Billy estaba solo y lleno de deseo. Los sentimientos que había demostrado hacia mí eran su amabilidad titubeante y su voluntad de discutir conmigo sobre sus entrenamientos. Y sin embargo, aunque hubiera demostrado amor por mí, yo no tenía derecho a ese amor. No me preocupaban las chicas que suspiraban por meterse en su cama del dormitorio de la residencia: lo que me preocupaba de verdad era que algún semental despertara su interés. Podía ser cualquiera y ocurrir en cualquier momento. Podía ser Vince e incluso Jacques. En realidad, consideraba que me había mentido y que sí se había acostado con Vince. Y si no lo había hecho aún, no tardaría en hacerlo. Había dicho que estaba solo, dando a entender que no se acostaba con nadie. Tarde o temprano, sus necesidades naturales lo empujarían a hacerlo, aunque sólo fuera para aliviarlas. Vince era muy capaz decirle: «¿Qué tal si lo hacemos, Billy?». Y, tras cuatro años de amistad, descubrirían que también podían ser amantes.

Me los imaginé a los dos bailando el boogie, no con chicas, si no ellos dos solos. Se abrazaban, jadeantes y sudorosos, y se iban. Se dejaban caer en una cama cualquiera y hacían el amor un desenfreno febril. Lo más inteligente era ligar con Billy mientras aún estaba disponible. Sentí unos celos espantosos e irrazonables y me alejé por el pasillo, con el maletín en la mano, hacia la noche nevada. No era mío ni lo sería jamás: lo había perdido antes incluso de tenerlo.