Diez

Aquel otoño, varios corredores de categoría procedentes de institutos llegaron a Prescott con el único propósito de que yo fuera su entrenador. Ninguno era gay. Habían leído cosas sobre mí en la prensa y pensaban, también, que Prescott era una Universidad que merecía la pena. Además, gracias a toda la publicidad que se le había dado a nuestro viaje a Europa, cinco corredores universitarios de categoría solicitaron el traslado a Prescott: de esos cinco, tres eran heterosexuales y dos eran gay. Los gays venían en busca de un refugio. Todo aquello significaba que, por primera vez, mi equipo de atletismo iba a ser realmente bueno. Cuando empezó la temporada de cross, acudimos a aquel campeonato regional de la NCAA en Van Cortlandt, barrimos a Penn, a Manhattan y a algunos de los mejores equipos quedamos segundos en la clasificación por equipos.

Mi felicidad habría sido completa si Billy y yo hubiéramos estado viviendo juntos por aquel entonces. Por primera vez, disfrutaba de verdad de lo que hacía y tenía la sensación de que hacía cosas importantes. La humanización del entrenador Brown era, por fin, total. Si ladraba, era en broma. Los chicos se reían… y me obedecían de inmediato. Me convertí en algo que nunca había querido o planeado ser: un profesor popular, aunque, como profesor, Billy era bastante más popular que yo. Todavía me parece verlo atravesar el campus en bicicleta, con el maletín en el que guardaba su flamante programa de estudios gay. Todavía me parece percibir el cálido sol otoñal reflejado en sus rizos alborotados (ahora que era profesor, los llevaba tan despeinados como cuando era estudiante). Pasaba pedaleando junto a la pista y me saludaba con la mano, mientras yo gritaba «¡arriba esas rodillas!» a las chicas de mi equipo.

Gracias al trabajo de Vince y de Billy, el programa de estudios gay se convirtió en un servicio de orientación, el primero de ese tipo en un campus americano. En 1971 y 1972, surgieron varios programas similares —aunque menos elaborados— en las grandes universidades, y aparecieron los primeros «salones gay», autorizados por el gobierno, en los que los muchachos gay podían reunirse para charlar y donde podían comportarse con naturalidad. El programa de Prescott, sin embargo, era único y sus orígenes se hallaban en el deporte.

Los dos nuevos corredores gay tenían mucho talento y una gran confusión mental. Uno de ellos era Tom Harrigan, corredor de los 3.000 metros en la UCLA; el nombre del otro no puedo decirlo, porque jamás llegó a salir del armario Aquellos dos chicos nos causaron muchos problemas. Yo tenía un miedo mortal a que el equipo de atletismo se dividiera en dos escuadrones, el gay y el hetero, y que no existiera comunicación ni cooperación entre ambos. Sabía que aquello sucedería si empezábamos a prestar demasiada atención al tema de la homosexualidad ante los chicos heterosexuales. Empezarían a sentirse psicológicamente hostigados, a sentir que se burlaban de ellos; empezarían a quejarse de que los gays se estaban haciendo con el poder y de que aquello no tenía nada que ver con el atletismo. Solucionamos el problema estableciendo una norma: las preferencias sexuales no se discutían ni en los entrenamientos en la pista, ni en los vestuarios, ni en ninguno de los lugares donde el equipo funcionaba como grupo. Sólo tratábamos esos temas los martes y los jueves en mi casa. Y los tratábamos únicamente el marco de un contexto más amplio, que podríamos llamar “el atleta y la sociedad”.

Los chicos se sentaban frente a la chimenea de mi casa, masticaban palitos de zanahoria y se enzarzaban en discusiones sobre los sentimientos y los complejos…, cualquier sentimiento o complejo relacionado con el atletismo y la sociedad. Pasábamos mucho tiempo hablando de la mística masculina del atletismo; si hacemos un cálculo, creo que a los problemas de la homosexualidad sólo le dedicamos un treinta por ciento del tiempo. Poco a poco, los chicos heterosexuales aprendieron a entender y respetar la visión que los gays tenemos del mundo, y empezaban a comprender la angustia de los gays. A mí me entristecía ver a Tom, sentado allí, luchando por exteriorizar sus sentimientos, temeroso de que lo juzgaran y lo castigaran. Cuando finalmente lo consiguió, se dio cuenta de que los heterosexuales no siempre eran tan intolerantes como parecían.

Vince y Billy siempre participaban en estos debates abiertos y Jacques lo hacía siempre que tenía ocasión. Vince era el gran orador y resultaba de gran ayuda a la hora de moderar el debate; Jacques era un genio del chiste fácil; Billy era menos manipulador, pero siempre era a él a quien acudían los chicos cuando tenían algo que confiar y no se decidían a contármelo a mí porque yo era más mayor. Finalmente decidimos que, una vez a la semana, el debate estaría abierto también al equipo femenino y a cualquier miembro del campus que desease asistir. Acudió bastante gente; tanta que los jueves por la noche en mi casa no cabía ni un alfiler. Le agradecí a Dios que el jardinero jefe hubiera optado por un salón amplio. Después de los debates, hacía falta un ejército para recoger la cocina.

De entre los recién llegados al fórum, la persona más extraordinaria era Betsy Heden, una mediofondista bajita del equipo femenino. No llegaba a metro sesenta, llevaba el pelo corto y ondulado, y en sus ojos grandes y de largas pestañas —a lo Bette Midler— había siempre una mirada de asombro. Era la única lesbiana militante del campus. Empezó a asistir a nuestras reuniones para provocar conflictos, me parece a mí. Vince y ella se sentaban en mi salón y empezaban a dárselas de enterados, hasta que los demás teníamos que hacerles callar. Billy, sin embargo, se enfrentaba a ella. Había noches en que el salón entero permanecía en silencio, embelesado, mientras ellos dos se enzarzaban en una discusión. Betsy era la demagoga, agitaba el puño y levantaba el dedo. Billy le respondía con su no violencia budista, hacía observaciones con su tranquilidad de siempre, sereno, risueño, siempre tolerante con las opiniones de ella. Se enzarzaban en la típica guerra verbal de los sexos, pero siempre se las arreglaban para ponerse de acuerdo.

—Es verdad —la obligó él a admitir por fin, una de aquellas noches—, no te deseo. Pero tengo la sensación de que tú me rechazas.

Todo el mundo se echó a reír. La sala entera estalló.

Ella y Billy terminaron por convertirse en grandes amigos Vince me gastaba bromas.

—Harlan, ¿no estás un poco preocupado por ese tema? —había visto a Betsy con Billy en la bici, cruzando el campus; o a Billy en el entrenamiento de las chicas, dándole a Betsy consejos sobre el mediofondo, explicándole cosas que él mismo había aprendido de Jacques; incluso se los podía ver juntos en la cantina, bailando—. Harlan, ¿no estás celoso?

Yo me reía de Vince. Había tantas posibilidades de que aquellos dos sintieran deseos de explorar sus respectivos cuerpos como de que metieran las manos en el fuego. Pero sí me puse celoso de Tom Harrigan, porque lo primero que hizo al aterrizar en el campus fue intentar ligar descaradamente con Billy solo para ver si había suerte. Billy lo rechazó, pero Tom siguió demostrando interés.

El programa de estudios gay y el debate abierto acabaron convirtiéndose en un servicio de orientación, al cual podían dirigirse los estudiantes de cualquier otro campus. Joe Prescott trajo a David Silver, un joven psicoterapeuta muy bueno cuyo objetivo —más que intentar curas agresivas— era ayudar a los estudiantes gay a superar sus conflictos. Pusimos anuncios en las publicaciones de los campus de todo el país. Los atletas eran particularmente bienvenidos a nuestro servicio. Estábamos abiertos no sólo a los estudiantes, sino también a hombres y mujeres tanto de la competición amateur como de la profesional. Manteníamos una estricta confidencialidad y los atletas gay acudían a nosotros, en su mayor parte, en mitad de la noche. Si pudiera decir nombres, incluiría aquí una lista tal vez no demasiado larga, pero sí sorprendente por la gama de edades y deportes que comprendería.

También teníamos un servicio gay de atención telefónica que funcionaba desde las seis de la tarde hasta la medianoche y en el que siempre había dos estudiantes de guardia. Aún me parece oír a Billy descolgar el teléfono en su dormitorio de la residencia y decir: «Prescott Gay». Al principio, le ponía un poco nervioso tratar de aquella forma anónima los problemas de un desconocido pero, gracias a algunos consejos de Silver, consiguió relajarse y transmitir su compasión a través del teléfono.

El 7 de octubre fui a Nueva York para la habitual comida de los lunes en Mamma Leone con la prensa especializada en atletismo. No había asistido a una de esas comidas desde antes de dejar Penn State. Me había mantenido al margen incluso después de llegar a Prescott y empezar a entrenar a mis tres superestrellas, porque no me sentía lo bastante seguro. Aquel otoño, sin embargo, sentí que estaba mentalmente preparado. Tenía un nutrido grupo de buenos corredores a los que publicitar y, además, quería anunciar que Prescott celebraría su primera competición universitaria de cross a finales de octubre. No podía ser más sencillo.

Mamma Leone recuerda un poco a las termas de Caracalla, con sus arcos lúgubres y sus bustos romanos por todas partes, que contrastan con las mesas de manteles a cuadros rojos. Había unas cincuenta personas, en su mayor parte entrenadores y periodistas: todos engullían sus lasañas o sus espaguetis con salsa de almejas y se tragaban sus Martini o sus cervezas. Escuchaban a un entrenador tras otro, a medida que éstos se levantaban, se acercaban al micrófono y ofrecían noticias sobre sus equipos, o sobre la próxima competición, tratando de sonar lo bastante convincentes como para que los periódicos publicaran algo. La atmósfera estaba tan cargada del humo de los cigarrillos que me empezaron a llorar los ojos. Los periodistas garabateaban notas y hacían preguntas. Sólo había una mujer, una periodista. El ambiente, en conjunto, era muy masculino, muy conservador, muy serio.

Yo estaba sentado a una mesa apartada con Bruce Cayton, que había dejado el Post ahora trabajaba como freelance, y Aldo Franconi. Aldo era un viejo amigo, uno de los pocos que me siguieron hablando durante la oscura época que siguió a Penn. Era entrenador de un equipo de Long Island, jefe del comité metropolitano de atletismo de la AAU y uno de los veinticinco miembros de la comisión directiva del Comité Olímpico de Estados Unidos. Aldo era, también, uno de esos tipos bruscos y barrigones que son el alma del mundo del atletismo y que entregan su vida entera a ese deporte. Mis dos buenos amigos parecían bastante apagados y yo hice lo posible por mantener una conversación con ellos. Mientras esperábamos que me llegara el turno de acercarme al micro, dije:

—He notado que, últimamente, hay unas cuantas personas más que me hablan. Sólo unas cuantas.

Aldo me miró de una forma extraña durante unos segundos.

—Están celosos —dijo al fin—. Ninguno de ellos tiene en sus equipos posibles medallas de oro como Matti o Sive.

Con Bruce tuve que esforzarme un poco más.

—Bruce —le dije—, no dejaste mucha huella en el Post. Siguen dedicándole al atletismo el mismo espacio que antes.

—Al Post sólo le interesan los corredores de cuatro patas —replicó Bruce, tragándose un Martini de golpe.

Cuando me acerqué al micro, me di cuenta de repente de que estaba nervioso. Me disponía a librar una batalla y ellos, a dispararme con balas de verdad: era un marine en su primer desembarco. Bajo el cielo azul, rodeadas de arcos sombríos y bustos romanos, aquellas cincuenta caras me parecieron hostiles. Me dije que sólo eran imaginaciones mías y me las apañé para soltarles mi pequeño discurso: les hablé de los corredores de categoría que habíamos incorporado al equipo; les dije que Prescott sería un equipo al que había que tener en cuenta aquel año, que sobre el papel éramos muy poderosos y que teníamos intención de arrasar en todas las competiciones de la NCAA. Les hablé de nuestra próxima competición de cross y animé a los periodistas a que le dieran la mejor cobertura informativa. Un ataque de nerviosismo me asaltó en el último momento y no les conté nada concreto de mis tres superestrellas gay, ni de la marcha de sus entrenamientos.

El restaurante permaneció en silencio.

—¿Alguna pregunta? —dije.

Otro silencio. Finalmente, intervino un entrenador:

—¿Dice que va a haber una prueba para chicas en ese encuentro?

—Eso es. Los 3.000 metros. Nuestro equipo femenino es muy bueno y estamos deseando enfrentarnos a otros equipos.

—¿Está a favor de la liberación de la mujer? —terció alguien, con una voz áspera.

Las risas estallaron en todo el restaurante. En sus carcajadas había, o eso me pareció a mí, un trasfondo de malicia. Me dije que me estaba volviendo paranoico y que aquello no iba a salir bien. Cuando las risas se desvanecieron, sonreí con mi mejor y más discreta sonrisa de Parris Island y dije:

—Estoy a favor de la igualdad de derechos para todo el mundo. ¿Alguna otra pregunta?

El silencio se prolongó. Los cigarrillos, atrapados entre dedos gruesos y fuertes, despedían espirales de humo. Finalmente, desde el fondo de la sala, se oyó la voz del periodista del Daily News.

—¿Qué puede decirnos de Billy Sive?

Se hizo el silencio de nuevo. Varias personas volvieron la cabeza hacia el periodista y luego otra vez hacia mí. En cierta manera, y por la forma en que la pregunta había sido formulada, podía significar cualquier cosa. Sabía que lo había hecho deliberadamente, puesto que en circunstancias normales un buen periodista jamás formula una pregunta tan condenadamente ambigua.

—¿Qué es lo que quiere saber? —dije.

—Bueno, ¿qué hay de su evolución?

—Billy lo está haciendo muy bien —me hizo falta todo mi autocontrol para conseguir que mi voz sonara firme—. Sigue el mismo tipo de programa que ha estado siguiendo desde que llegó a Prescott. Pensé que esa idea suya de correr tantos kilómetros a la semana era una locura y ahora está entre los ciento setenta y los ciento setenta y cinco kilómetros semanales Ponemos mucho énfasis en hacer un buen trabajo que desarrolle su potencia y su éxito en Europa se debe a ese programa. Si mantiene la misma evolución que hasta ahora, creemos que conseguirá formar parte del equipo olímpico.

Se oyó otra voz.

—¿Qué puede decirnos de Vince Matti y Jacques LaFont? —¿qué era aquello? ¿Una conspiración?

—Los dos han sufrido contratiempos —dije—. Vince, como ustedes ya saben, es propenso a las lesiones. Hace una semana, volvió a lesionarse la rodilla. Jacques tiene problemas en los tendones. Si puedo conseguir que Vince llegue entero a los Juegos Olímpicos, tendremos a un serio aspirante en los 1.500 y lo mismo digo de Jacques en los 800 metros.

Cuando regresé a mi asiento, me di cuenta de que me temblaban un poco las piernas. Los hombres empezaban a abandonar el restaurante: las mesas estaban cubiertas de ceniza de cigarrillos, publicaciones mimeografiadas, platos con restos de salsa de tomate, vasos con cubitos de hielo medio derretidos y tazas de café medio vacías. Bruce y Aldo tenían un aspecto muy lúgubre.

Me terminé mi Seven-Up, que se había calentado mientras yo estaba frente al micro.

—Me han parecido un poco hostiles —dije.

Bruce y Aldo intercambiaron una mirada. Finalmente, Aldo dijo:

—Oye, Harlan, eres muy inocente, ¿no?

—Mira —dijo Aldo—, sé que eres un tío valiente. Hacían falta agallas para subir ahí y enfrentarse a ellos, pero deberías saber que no te permitirán llegar más lejos.

Yo empezaba a enfadarme.

—No sé de qué coño estás hablando. Tarde o temprano tendré que llevar una vida normal. Si no puedo subir ahí y hablar de mi equipo, más vale que lo mande todo a la mierda y me largue a una isla desierta.

—Tú eres un ingenuo —dijo Aldo—. ¿Quieres que te abra los ojos? ¿Puedo hablarte con toda sinceridad?

—Claro —respondí.

—Si te largas a esa isla desierta —dijo Aldo, mirándome ¿rectamente a los ojos—, te llevarás a Billy Sive, ¿verdad?

Lo dijo tal cual, de una forma brutal. Bruce soltó un largo y lastimero suspiro. Por un momento, pensé que estaba a punto de perder el control y de partirle la calva a Aldo con uno de aquellos bustos de mármol.

—¿Y qué, si lo hago? —inquirí—. No creo que sea asunto de nadie.

—Te equivocas —dijo Aldo—. Te guste o no, es asunto de todo el mundo, porque ellos lo están convirtiendo en asunto suyo. Ahora mismo, no hay nada en el mundo del atletismo que indigne tanto a la gente. Se les ponen los pelos de punta sólo de pensarlo.

—Vale, es asunto suyo. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver con el atletismo?

—Tiene mucho que ver —dijo Aldo, con vehemencia—. Harlan, tú y Billy sois unos estúpidos. Lamento decírtelo así, pero es la verdad. Os admiro a los dos, así que creo que debéis saber la verdad. Has destruido las oportunidades que tenía Billy de ir a Montreal —hizo un gesto tajante con las manos, muy italiano—. Finito.

—¿Quién se lo va a impedir? —pregunté.

—En la última reunión de la comisión directiva del USOC[22] , no se habló de otra cosa. Lo llaman el caso Billy Sive. Y en la última reunión del comité metropolitano de la AAU, lo mismo. Puedo asegurarte que se lo he oído comentar a ciertas personas, ese chico no irá a Montreal de ninguna manera, como tampoco irán Vince Matti ni Jacques LaFont. Esta gente hará todo lo que esté en sus manos para impedirlo.

—Están demasiado ávidos de medallas —dije yo— Venderían a su propia abuela por una medalla de oro.

—No cuando se trata de algo así. Están dispuestos a tirar piedras contra su propio tejado.

Permanecimos en silencio. Bruce jugueteaba distraídamente con unas cuantas migajas de pan italiano reseco que habían caído sobre el mantel. Casi todo el mundo se había marchado ya y los camareros estaban recogiendo el micrófono. Algunos de los periodistas se habían entretenido en la barra de fuera: nos llegaron sus risas escandalosas.

—Harlan —dijo Aldo—, no me gusta tener que preguntarte esto, pero… Lo tuyo con Billy ¿es cierto?

—Claro que es cierto —estaba tan enfadado que, por fin, fui capaz de decirlo.

Bruce y Aldo estudiaron mi expresión.

—Te has vuelto loco —dijo Aldo en voz baja.

—Lo estuve, durante un tiempo. Durante cuatro meses, luché contra lo que sentía por él, pero eso no era bueno ni para él ni para mí. Y finalmente decidí que la sociedad no tiene ningún derecho a negarme una pareja. Todos ésos tienen pareja. Vosotros tenéis pareja, los animales tienen pareja…, hasta las condenadas bacterias tienen pareja. ¿Por qué yo me he de quedar solo?

—¿Habéis pensado en ir al psiquiatra? —preguntó Bruce.

—Vosotros no leéis la prensa, ¿verdad? Los psiquiatras lo están empezando a entender. Muchos ya no lo ven como una enfermedad mental, sino que lo contemplan como una alternativa.

Aldo resopló.

—Cuéntale eso al aficionado al atletismo, que paga cinco pavos para ver al auténtico macho americano correr la milla. No paga para ver mariquitas.

—¿Cómo han reaccionado los padres de Billy? —preguntó Bruce—. Deben de estar furiosos.

—El padre del chico es gay —dijo Aldo—. Todo el mundo lo sabe.

—Dios mío —murmuró Bruce. Aquella noticia era completamente nueva para él.

—Y el padre de Billy lo aprueba, por si os interesa —dije.

Guardaron silencio durante unos instantes y, después, Aldo dijo:

—Entonces…, cuando lo de Penn State…, discúlpame por sacar el tema, pero… seguramente eras culpable.

—No, no lo era —repliqué.

—Bueno, ellos no lo saben —Aldo hizo un gesto con la mano que abarcaba el restaurante vacío y englobaba a los hombres que acababan de marcharse—. Su imaginación se ha disparado y se preguntan con cuántos equipos te has acostado a lo largo de los años.

—El único atleta con el que me he acostado es Billy, pero supongo que tampoco se creerán eso.

Me resultaba difícil creer que yo estuviera diciendo todas aquellas cosas en la mesa de un restaurante. Me resultaba difícil creer que aquellos tipos se atrevieran a sermonearme sobre mi derecho a amar a otra persona.

—No, la verdad es que no —dijo Aldo—. De hecho… —empezó a indignarse otra vez—, lo que realmente les dio pie fue que os largarais de viaje a Europa los cuatro juntos. Se limitaron a asumir que te entendías con los tres.

—¿Se les ha ocurrido pensar que Billy y yo no sólo nos acostamos juntos? ¿Se les ha ocurrido pensar que nos queremos? —me estaba enfadando de verdad—. ¿Que ninguno de los dos desea a otros hombres? ¿Tan poco conocen la naturaleza humana?

—Tú eres el bobo que no conoce la naturaleza humana —dijo Aldo—. Quieren pensar lo peor. Y luego, cuando volviste y aparece en el Time la noticia de aquella fiesta a la que fuisteis. Aquello ya fue el colmo para ellos. Conocen a Steve Goodnight saben que escribe libros pornográficos sobre chicos. El hecho de que Billy y tú tuvierais la jeta de aparecer en público acompañados por ese tío… fue demasiado para ellos.

—En aquella fiesta había un montón de famosos heterosexuales y un montón de gente popular.

—Ésa no es la cuestión y tú lo sabes.

—Y el libro de Steve no es pornográfico. Es una obra de arte.

—¿Y qué sabes tú de arte? —inquirió Aldo—. No distinguirías la Mona Lisa de un anuncio de Marlboro.

—No entiendo de arte, pero sí entiendo de amor. Y de eso habla Steve en su libro: de amor.

Aldo sacudió la cabeza, como si no comprendiera.

—Harlan, no te entiendo. Has cambiado mucho.

—Cierto —dije—. Te voy a decir otra cosa y, si quieres, se lo puedes contar a ellos: no podrán impedir que Billy, Vince y Jacques vayan a Montreal. Sobre todo, no podrán impedir que Billy vaya. Me enfrentaré a ellos en lo que haga falta. El padre del chico es uno de los mejores abogados de derechos civiles de este país, lo cual significa que, si tenemos que llegar hasta el Tribunal Supremo o algo así, lo haremos.

Nos habíamos quedado solos en el restaurante. Los camareros estaban recogiendo: hacían ruido con los platos, nos miraban y deseaban que nos marcháramos. Aldo me miraba inquisitivamente.

—Harlan, eres un irlandés valiente, encantador e idiota. Vas a salir en todos los periódicos. Se te van a comer vivo.

—Hablo en serio —dije—. Billy y yo estamos luchando por nuestras vidas. Nadie va a apartarlo de mí, porque es todo lo que tengo, Aldo.

—Dios mío —exclamó Aldo, apartando la mirada. La intensidad de mis sentimientos empezaba a impresionarle.

—Escucha —le dije—, ¿todos los del USOC son enemigos?

—No —respondió Aldo—, todos no, pero la mayor parte sí. Unos cuantos, como yo y como la mayoría de los siete representantes de los atletas, pensamos que la vida privada de un atleta no es asunto de la AAU ni del USOC. Yo lo pienso de verdad, Harlan.

—Lo único que puedo prometerte —le dije— es que Billy y yo nos vamos a comportar de una forma digna. Si alguien queda en ridículo, serán esos viejos chochos fundamentalistas.

—Escucha —dijo Bruce—, estaba pensando… En todo este asunto de… de esta clase de cosas en el deporte, tenemos una buena historia. Si soy capaz de encontrar la forma de enfocar la historia y si puedo encontrar a alguien que quiera publicarla, me gustaría escribir un reportaje. ¿Crees que podría entrevistar a Billy?

—Claro —repuse—, será una buena entrevista. Su mente es como un libro abierto.

—De acuerdo —dijo Bruce—, me pondré en contacto contigo cuando haya solucionado el tema.

—Si escribes un reportaje —dijo Aldo ferozmente—, intenta encontrar la manera de disipar también los otros rumores.

—¿Qué otros rumores? —pregunté yo.

—¿Seguro que quieres saberlo? —replicó Aldo. Destrozó rabiosamente un trozo de pan.

Empezó a contármelo. Cuando terminó, yo había tenido ya otra revelación sociológica. La sociedad había intentado hacerme creer que la mente gay era una alcantarilla abierta pero ahora tenía la certeza, más allá de cualquier duda, de que la única alcantarilla abierta era la mente heterosexual.

Billy guardó silencio mientras le contaba lo que me habían dicho Aldo y Bruce.

—Que montaba orgías con algunos estudiantes de primer año a los que previamente seducía —dije—. Que tú y yo nos vamos a Nueva York a buscar chaperos adolescentes. Que los estudiantes desaparecen del campus porque yo me los llevo a Nueva York drogados y atados, y se los vendo a los chulos.

Se lo conté aquella misma tarde: estábamos echados en mi enorme y espantosa cama victoriana de madera blanca de nogal. La lluvia azotaba los cristales de las ventanas. Ya empezaba a hacer frío, y la caldera de mi vieja casita no funcionaba del todo bien, así que nos habíamos tapado con la colcha. Aquella noche hacer el amor no tuvo el mismo efecto terapéutico de siempre.

—Y, por supuesto, que vosotros tres y yo montamos orgías. Y lo peor de todo, que tú, tu padre y yo… y que tú y tu padre siempre…

Billy sacudió la cabeza y suspiró.

—Vaya, ya decía yo que habías vuelto muy preocupado de la ciudad.

—Chaperos adolescentes —dije amargamente—. Si ni siquiera soporto a los chicos de esa edad. Tantos años sufriendo precisamente porque era demasiado remilgado para acostarme con corredores y resulta que ahora me follo a todo el condenado equipo.

—Y lo de los chulos —dijo Billy—. Todo un clásico. Eso lo habrán sacado de las películas de terror del sábado por la noche. Y todas esas gilipolleces sobre mi padre y yo… Pobre papá. Cuando pienso en lo prudente que ha sido siempre… Hay gente que nunca está contenta, ¿verdad?

Estaba apoyado en un codo, junto a mí, su cuerpo cálido en contacto con el mío. Intentaba consolarme y me acariciaba un costado. Me di cuenta, sin embargo, que no estaba demasiado preocupado por todo lo que le había contado y eso me enfureció. Sus caricias no me consolaban.

—Bueno, ¿y qué quieres hacerle? —dijo Billy—. Ya sabíamos que la gente reaccionaría así, ¿no?

—Pero es que realmente se lo creen —murmuré.

—No pienses en todo eso —dijo Billy—. Los rumores se van apagando y acaban por desaparecer.

—Y otro más —proseguí—, que tú me pones los cuernos con Vince y Jacques. Ese me dolió.

—¿Por qué te dolió? —dijo Billy—. No confías en mí —añadió, segundos después.

—Jacques no me preocupa en absoluto, pero Vince y tú estáis muy unidos. Vince se acuesta con todo el mundo. ¿Cómo sé que no se acostará también contigo?

—Mira —Billy, molesto, se sentó en la cama—, ¿cuándo vas a entender que yo nunca miento? Ya te he dicho que entre Vince y yo nunca ha habido nada.

—De acuerdo —dije—. Sólo soy un viejo celoso.

—Pues no lo seas —dijo. Estaba sentado con las rodillas apoyadas en el pecho y miraba hacia los pies de la cama—. Parte de tu problema —añadió— es que todavía no has aceptado totalmente el hecho de que eres gay, todavía estás demasiado condicionado por las actitudes de los heteros.

—Soy consciente de ello —admití, con cierto sarcasmo.

—No serás feliz hasta que pongas un poco de orden en tu cabeza. No seremos felices.

—¿No eres feliz conmigo?

—No pretendas hacerme decir cosas que no he dicho —musitó Billy—. Lo único que he dicho es que tus traumas heterosexuales te complicarán la vida si no los solucionas.

—¿Ya te has cansado de mí? ¿Quieres seguir tu propio camino?

Billy se levantó de la cama.

—Mira —dijo—, sé que lo de Mamma Leone te ha afectado mucho, pero esto es demasiado. Me vuelvo a la residencia.

Me quedé allí, bajo la colcha, mirando cómo se vestía. Su rostro no mostraba ninguna expresión y sus movimientos eran hábiles y precisos. Se ató los cordones de sus gastadas Tiger y, al ponerse el chubasquero, el nailon rojo crujió apenas perceptiblemente.

—Hasta mañana —se despidió con voz apagada, y salió de la habitación. Oí el portazo y la llave en la cerradura de la puerta delantera.

Seguí allí tumbado durante un cuarto de hora. Me sentía triste y desamparado. La lluvia golpeaba las ventanas y, en el exterior, el viento susurraba entre las ramas de los abetos. Junto a la cama, el tic—tac del despertador me parecía casi escandaloso. Lo cogí y como de costumbre lo puse a las 5.30 de la mañana. Estaba a punto de apagar la luz de la mesita cuando oí de nuevo la llave en la puerta. Entró rápidamente en la habitación, se tumbó a mi lado sobre la colcha, sin tan siquiera quitarse el chubasquero, y apoyó la cara con fuerza en mi pecho. El chubasquero estaba mojado y su pelo olía a lluvia y hojas de otoño.

—Harlan, lo que quieren es que nos peleemos —dijo, y se echó a llorar.

Su llanto era extraño, entrecortado. Agarró la colcha con los puños, se quitó las Tiger y luego se metió bajó la colcha. Me abrazó con fuerza, desesperadamente. Su ropa húmeda me hizo temblar de frío, pero lo abracé con tanta fuerza como él a mí.

—Dime qué es lo que te pasa de verdad —dijo.

—Nos vemos siempre a escondidas, robando veinte minutos de aquí y de allí, por las noches. Nuestras vidas transcurren así.

—Por Dios, si eso es lo único que te preocupa, me trasladaré aquí esta misma noche.

—No, eso no es lo único. No hay nada que nos una. No hay garantías de que vayamos a estar juntos durante un año, o cinco años. Tienes que entender mis celos. No son sólo celos sexuales: es que tengo miedo de perderte.

—Las garantías son para los coches nuevos —dijo Billy, con la cara aún enterrada en el vello de mi pecho.

—Te lo pediré otra vez: quiero que nos casemos.

Permaneció en silencio, tendido junto a mí.

—Haré cualquier cosa que me pidas excepto eso —respondió, al cabo de un minuto—. ¿Se te ha ocurrido pensar que a mí también me da mucho miedo perderte? A lo mejor me preocupa que te ligues a cualquier otro joven semental, ¿no? Tienes mucha más experiencia que yo. ¿Cómo sé que no eres un tipo completamente voluble? ¿Eh?

Suspiré y asentí lentamente. A su manera, Billy era supersticioso. Le asustaba desafiar al destino atándose a mí formalmente, porque los matrimonios de esa clase que él conocía nunca habían durado demasiado. Cuando tenía doce años, su padre y Frances se separaron.

—Y otra cosa —dijo Billy—. ¿Crees que de verdad estás preparado para salir del armario? Te preocupan demasiado todos esos rumores. ¿Realmente estás preparado para hacer frente al escándalo que se armaría si nos casáramos?

—No, no estoy preparado —admití.

—Mira, me trasladaré aquí esta noche.

—No quiero vivir contigo sin esa declaración. No quiero tener la sensación de que sólo estoy viviendo con alguien.

—Bueno, pues entonces no sé qué vamos a hacer —dijo Billy.

Le acaricié la cabeza.

—Yo sólo sé una cosa: no vale la pena que discutamos.

—A lo mejor sólo necesitamos pasar más tiempo juntos —dijo—. No estaría mal que me quedara a dormir alguna que otra noche.

—Cualquier cosa es mejor que discutir —repuse.

—Como esta noche, por ejemplo —dijo, sonriendo ligeramente.

Apartó la colcha, empujó sus Tiger debajo de la silla y empezó a desnudarse.

—Sólo una vez más —le dije—. Tienes que dormir las horas necesarias.