–¡Tres días seguidos de guardia! ¡No está bien, Turner, cuando uno es un hombre de a caballo! ¡Ese inspector Dickens es un maldito estúpido! – gritaba Mason sujetándose el sombrero para que no se lo llevara el viento-. Le juro que, hasta este momento, creía que era un buen hombre.
Turner clavó la mirada en el cielo. A pesar de que era media tarde, estaba tan oscuro que podía haber sido medianoche; los relámpagos, seguidos de un rápido retumbar de truenos, sacudían la azotea. La tormenta era tan fuerte como todas las que habían visto el resto de la temporada.
–Supongo que no hay hombres buenos en el servicio público, Mason -dijo Turner con amargura.
–Me voy a la garita hasta que pare. ¿No viene? – preguntó Mason-. Turner, ¿qué es eso? – Mason miraba a la carabina de Turner, que llevaba calada la bayoneta-. Ya sabe que no se puede tener la bayoneta aquí arriba. Está en el reglamento. Puede atraer los rayos.
Turner arrugó el entrecejo y retiró la mirada de Mason.
–Ese condenado dacoit está en esta cárcel. El que robó el opio.
–¿Y?
–Nos acusan de haberle dejado escapar, pero es más peligroso de lo que creen. Me gustaría hablar con él.
–¡Estamos de servicio! ¡Venga, vamos a la garita! – gritó Mason para que se le escuchara por encima del ruido de la tormenta.
Antes de que Turner pudiera alcanzar la puerta que bajaba a la prisión, se abrió y por ella salió un hombre. La luz parpadeante del cielo descubrió que era Frank Dickens.
–Vamos a ver, señor Turner -dijo Frank-. Le alegrará saber que hemos recuperado los cofres de opio robados en el lugar donde los habían enterrado.
Los ojos de Turner mostraron signos de alivio.
–Sin embargo, me temo que este caso no está cerrado -continuó Frank-. Verá, en la cabaña de Narain, el ladrón que saltó por la ventana del tren, encontré varios libros, con anotaciones dentro. En realidad, registros en los márgenes de transacciones y sobornos a oficiales, nativos y europeos. En uno de los libros constaba una anotación, que he descifrado con gran esfuerzo, de un reciente trato con usted.
Turner negó vigorosamente con la cabeza.
–¡No sé a qué se refiere! – Mason, abandonando el refugio que le ofrecía la garita de guardia, salió a la lluvia y se acercó para escuchar.
–Usted se presentó voluntario -dijo Frank con calma-, después de que robaran el convoy de opio, para asegurarse de que los ladrones pudieran escapar. Sin embargo, con Mason a su lado, no le quedó más remedio que arrestar a uno de ellos. Mientras estaban solos en el tren le dijo a Narain que si mencionaba su nombre a alguien de la policía, le mataría. Le dijo que si quería tener alguna posibilidad de sobrevivir, saltara del tren. Yo diría que tenía una probabilidad entre diez de vivir.
Frank sacó de su bolsillo una piedra y la colocó en la mano temblorosa de Turner.
Frank continuó.
–Pero el otro ladrón, que se hace llamar Mogul, escapó. No sabía nada del acuerdo que Narain tenía con usted hasta después del robo y de eso trataba la pelea que les retuvo en la casa del perista. De hecho, Mogul le tenía a usted tanto miedo que cuando le capturé no confesó al inspector hasta que le vio a usted esperando en la puerta de la sala de interrogatorios. Era usted quien le asustaba, mucho más que su indagación en el chabutra. Si le hubiera atrapado en las montañas, no me cabe la menor duda de que, en sus manos, habría encontrado un destino idéntico al de su cómplice. Quiero saber una cosa. ¿Era Hurgoolal Maistree quien dirigía el plan?
Turner eludió la mirada de Frank.
–Ingenioso -dijo Frank en tono de admiración-. Maistree, el perista, había dado órdenes a los ladrones para que sacaran sólo algunas bolas de opio de los cofres y las sustituyeran por piedras como ésta. De este modo, si se encontraban los cofres, daríamos el caso por cerrado y tal vez ni siquiera nos diéramos cuenta de las piedras hasta una investigación posterior, cuando ya estuviéramos entretenidos con nuevas emociones. Mientras tanto, le había pagado a usted para que le pasara información sobre los momentos en que el convoy fuera más vulnerable y para asegurarse de que los ladrones no fueran capturados. Con el número total de las bolas de opio que había recibido, por el que había pagado a los ladrones posiblemente menos de un tercio de su valor, tendría suficiente para hacer una sustanciosa venta a un contrabandista con un gran beneficio para sí.
–¿Qué está pasando aquí? – inquirió el joven Mason con voz ronca-. ¡Turner, dígale al inspector que está equivocado!
A estas alturas de la historia el rostro de Turner se había endurecido y su mano se crispaba sobre la bayoneta, como si fuera a clavársela a su superior en el pecho.
Frank dio una palmada. Dos oficiales de policía entraron corriendo en la azotea desde la escalera. Rodearon a Turner.
–¡Era un dacoit negro! – gritó Turner apretando los dientes, con la voz hueca.
Frank Dickens asintió.
–Sí, lo era. La cuestión no es que persuadiera a Narain para que saltara; eso no me importa lo más mínimo. Usted no parece comprender, señor Turner, que es responsabilidad nuestra asegurar que el mercado del opio se desarrolla con libertad y seguridad por Bengala y hasta China. Al contribuir a su entorpecimiento, ha colaborado usted con aquellos que desean el fracaso del triunfo europeo en el mundo. Da plena libertad a contrabandistas y traficantes mucho menos fiables que aquellos con los que nuestro gobierno decide asociarse en estas actividades, perjudicando no sólo a los ingleses, sino a los nativos de India, de China y de todo el globo. Bengala tiene derecho a participar de la prosperidad que trae la civilización.
Frank inclinó la cabeza con satisfacción, dejando a su subalterno prisionero de los otros dos policías.
–¡Maldito sea! – bramó Turner sobre el rugido de los truenos-. ¡Maldito sea usted y Charles Dickens por traerle a esta tierra!
A orillas del río Ganges, en la región que bordea Bengala, se encontraba Chandernagor, un territorio que los franceses se habían apropiado años antes. Allí, en un palacio, aguardaba solemne un chino llamado Maistree, vestido con ropajes que brillaban lo mismo que las paredes recubiertas de delicado pan de oro y de plata. Criados indios y parsis le servían comida y bebida.
Uno de los miembros de una familia criminal de Chandernagor entró e informó de que las bolas de opio robadas se habían embalado en cajas de sardinas y estaban listas para su transporte. Hizo una reverencia y dejó en paz al Babu Maistree. Había perdido a dos hombres, Narain y Mogul, en el transcurso de aquel robo: Narain en un salto hacia la muerte y Mogul condenado a dos años de destierro. Y además un policía había quedado al descubierto. Sin embargo, era un tesoro abundante y siempre había más hombres dispuestos para la próxima ocasión. Le costaba mucho más esfuerzo a la policía de Bengala desenmascarar a uno de sus agentes que a él contratar a diez más.
Podía haberse visto un tinte de preocupación en la mirada apática de Maistree mientras sumergía la cuchara en la sopa como un remo. Todavía no tenía noticias del comprador, cuyo nombre ignoraba porque Maistree sólo negociaba con el cabecilla parsi de los rudos marineros que venían a llevarse el opio disfrazado. Maistree sabía que aquel hombre, Hormazd, no trabajaba a solas. Pero siempre había sido digno de confianza. Gran parte del palacio en el que ahora descansaba estaba construido con el dinero del comprador desconocido. Y mientras Maistree no pusiera un pie fuera de los límites de Chandernagor, la policía inglesa de Bengala no podría arrestarle y el contrabando seguiría adelante.
¿Qué podía salir mal?
De hecho, la última vez Hormazd le había comunicado a Maistree el encargo de conseguirle más opio que la temporada anterior. Los mercados se estaban abriendo, en particular los Estados Unidos. El comprador quería todo el opio puro de Bengala que se pudiera sacar de contrabando inmediatamente, y el perista tenía que esperar su mensaje con instrucciones sobre cuándo lo recogerían.
Pero el siguiente envío ya estaba listo. ¿Dónde estaba el comprador?
cerrada
Osgood ni siquiera había pasado antes por su casa de Pinckney Street ni a ver al señor Fields en la oficina; estaba demasiado ansioso y quiso ir directamente al sanatorio McLean, en Somerville.
–¿Está segura de que no prefiere irse a casa, señorita Sand? – le preguntó Osgood.
–No estoy más cansada de lo que debe de estar usted, de eso estoy segura, señor Osgood. Además, no creo que le permitan entrar en el pabellón de las mujeres.
–Por supuesto -dijo Osgood antes de hacer una pausa reflexiva-. Es una suerte para mí contar con su ayuda.
El hospital estaba dividido en dos partes, para hombres y para mujeres, todos ellos provenientes de ambientes de gran fortuna y estatus, salvo algún paciente ocasional que se aceptaba por caridad. Ninguna persona del sexo opuesto podía entrar en las respectivas alas, a no ser personal médico. Rebecca escuchaba voces de mujeres gritando y llorando, pero otras cantaban y reían, y ella no sabía cuál de los tipos de ruidos enervaba en mayor medida su espíritu. Todas las ventanas tenían barrotes y las paredes de las habitaciones estaban acolchadas.
Al llegar a una habitación privada, una fornida celadora con cofia de muselina y cara sonrosada le ofreció una silla cómoda. En el interior de la habitación, poco iluminada pero amueblada con lujo, se encontraba una mujer sentada que enrollaba en un dedo su pelo frágil y encanecido. Gran parte de éste se lo había arrancado, el resto lo llevaba recogido sobre la cabeza, adornado con tristes cintas multicolores. Un ancho echarpe le rodeaba el cuello. No levantó la mirada.
La celadora hizo un gesto a la visitante para que empezara.
–¿Señora Barton? – preguntó Rebecca.
Por fin la paciente giró la cabeza hacia ella. Pero fue sólo un instante. Rápidamente volvió a dedicar su atención a la pared.
–Súcubo -dijo la paciente con un tono de amargura.
–Señora Barton, lo que he venido a preguntarle es muy importante. Urgente, de hecho. Se trata de Charles Dickens.
La paciente levantó la mirada.
–Me dijeron que había muerto -su voz sonaba cascada y susurrante, ya no era aquel vigoroso grito que había sido en sus enfrentamientos con Tom Branagan. Tal vez la herida le había cambiado el registro de voz. La reclusa («interna», como se llamaba a los pacientes en el hospital) se inclinó hacia su visitante y preguntó-: ¿Es cierto?
–Sí, me temo que sí -dijo Rebecca.
Los ojos de la paciente se llenaron de lágrimas.
–No me dejan que tenga ningún libro suyo aquí, ¿lo sabía? Estos médicos maleducados dicen que me pone demasiado nerviosa. Ni siquiera han querido decirme cómo murió, mi Jefe. ¿Cómo murió el cuerpo mortal del pobre jefe?
–No queremos que se altere, señorita -previno la celadora a Rebecca antes de que pudiera responder. Rebecca percibió en la voz de Louisa la promesa de una recompensa si ella le daba alguna información satisfactoria. Intentó recordar todos los detalles de lo que habían contado Georgina Hogarth y Henry Scott y se los refirió: la llegada de Dickens desde el chalet tras una larga jornada de trabajo, el desmayo durante la cena, cómo los criados le habían trasladado al sofá, los ladrillos calientes en los pies, la llegada de los médicos uno a uno y cómo sacudían la cabeza pesimistas mientras la familia se iba reuniendo a su alrededor para acompañarle en sus últimas horas.
–Y en cuanto al último libro del señor Dickens… -dijo Rebecca después.
–¡Un nuevo libro de Job por Charles John Huffam Dickens! -aulló Louisa con su antigua potencia. Era evidente que acercarse tanto al corazón del asunto le había puesto en un estado mental diferente. Rebecca pensó que intentar hablarle de su propósito era un enfoque equivocado.
–Le dijo algo al oído -dijo Rebecca confidencialmente-. El señor Dickens. El Jefe le dijo algo al oído la noche que le recogió usted en la calle con el coche, ¿verdad?
Después de que Rebecca repitiera la idea varias veces más con ligeras variaciones, Louisa asintió con la cabeza y dijo que era cierto.
–¿Qué fue lo que le dijo? – preguntó Rebecca cautelosamente.
Ella asintió con la cabeza otra vez y empezó a reír. Era la risita satisfecha de una niña rica de Beacon Hill al regalarle su primer cachorro. Rebecca, profundamente frustrada, estaba a punto de gritar. Pero no estaba claro que a la otra mujer le importara lo más mínimo lo que necesitaban los demás, ni siquiera ella misma.
La paciente se quitó la pañoleta que le rodeaba el cuello. Debajo, una cicatriz blanca, casi translúcida, le recorría el cuello, más profunda en el lado derecho, con la forma de una sonrisa inacabada, que hizo que Rebecca sintiera el impulso de pasarse la mano por su propio cuello para comprobar que estaba de una pieza.
–Tenía razón. Se parecía a un poema -dijo Louisa de pronto.
–¿Quién?
–Se parecía a un poema, pero no consigo recordar a cuál -respondió Louisa. De repente, parecía tener acento irlandés, escalofriantemente parecido al de Tom Branagan-. ¡Hay demasiados poetas en América hoy en día!
–Tom Branagan. ¿En qué tenía razón Tom Branagan? – preguntó Rebecca suavemente.
–El Jefe y la actriz -musitó-. Nelly. Dijo que el jefe la quería.
–Se han publicado muchas maledicencias sobre él en la prensa -señaló Rebecca.
De repente, Louisa habló como si fuera el centro de atención de una cena en Beacon Hill.
–«Todo en orden» significa que venga. «Sanos y salvos» significa que no venga. ¡Mientras esa asquerosa viuda vieja intentaba robarme al Jefe para sí, yo me lo quedé para que nadie más lo robara y lo imprimiera en uno de esos periódicos libertinos!
Rebecca esperó a escuchar más, sacudiendo la cabeza.
–No comprendo.
–¡No, claro que no! Estoy segura de que nunca ha entendido nada, es usted una chica buena y tonta.
Rebecca, frustrada, buscó ayuda con una mirada a la celadora, que permanecía pacientemente sentada. En respuesta, ella sacó un par de llaves y le hizo a Rebecca un gesto silencioso para que la siguiera hasta la puerta de un armario situado al otro lado de la habitación, lejos de la señora Barton.
–Aquí dejamos todas las cosas que han demostrado ser demasiado peligrosas para su equilibrio, señorita Sand -dijo la mujer en voz baja mientras se inclinaba y sacaba un libro encuadernado en piel roja, de tan sólo unos centímetros de largo y de ancho, que cabría en el bolsillo de una chaqueta-. Asegura que éste era el diario de Charles Dickens. Dijo que se lo había llevado de un baúl en el hotel Westminster de Nueva York.
Rebecca alargó una mano hacia la celadora.
–Entonces ¿sí que perteneció a Dickens?
–No lo sabemos -respondió la celadora-. Después de todo, ¡está escrito entero en una especie de código! Esta buena mujer se pasaba las horas desvelada mirando cada página para descifrarla.
–¡«Todo en orden» significa que venga! ¡«Sanos y salvos» significa que no venga! – exclamó Louisa vigorosamente desde el otro lado de la habitación.
–¿Qué quiere decir, señora Barton? – preguntó Rebecca. Al no obtener respuesta alguna, se volvió hacia la celadora y le preguntó si ella lo entendía.
–¡Vaya si lo entendemos…! Esta criaturita repitió lo mismo todas las noches durante dos semanas. Asegura que descubrió las claves para descifrar el lenguaje secreto en el que Charles Dickens telegrafiaba a Inglaterra para decir si la tal «Nelly» debía reunirse con él en América o no. Si el telegrama decía «Todo en orden», tenía que venir. Si decía «Sanos y salvos», se quedaba en Europa.
–¡No vino! – interrumpió Louisa, temblándole las manos y respirando agitadamente ante el tema de conversación-. ¡Ella no vino! ¿Lo ve? El Jefe le dijo «Sanos y salvos», no vengas. ¡No la amaba de verdad después de todo! ¡Por fin había logrado conocer a su gran amor verdadero! Y su señor Redlaw me decía: «Para mí, su voz y la música son la misma cosa». Por eso me encontró. Por eso me leyó todas aquellas noches en el Tremont Temple. ¡Me dijo sus últimas palabras a pesar de todos esos hombres malvados que le forzaron a odiarme!
Rebecca sabía que debía tener cuidado si quería que Louisa dijera algo más y no se agotara hasta el punto de no servir para nada.
–El señor Dickens, el Jefe, quería que usted compartiera con el mundo el mensaje que le susurró la noche en que aquel otro hombre la atacó.
Louisa pareció quedarse meditando esta idea sin abandonar su cabeceo constante. De repente, se detuvo.
–Sí, quería que se supiera. Dijo la verdad… Por fin veía el futuro -dijo.
–¡Sí! ¿Qué dijo? – la exhortó Rebecca.
Louisa dejó salir una exhalación que parecía llevar años guardada.
–Que Dios la ayude, pobre mujer.
Rebecca parpadeó sorprendida.
–¿Eso fue lo que le dijo? ¿Eso es todo lo que le dijo al oído? ¡Eso fue todo!
–¡Que Dios la ayude, pobre mujer! – repitió Louisa con más energía y una voz que contenía el espíritu de Dickens.
–¿Nada más? ¿Está usted segura, señora Barton?
–Y Dios lo ha hecho. El Jefe siempre dijo la verdad. ¡Dios me ha ayudado!
Que Dios la ayude, pobre mujer. ¡Dickens bendiciendo a los desdichados! Rebecca, abatida y pensando en todo el tiempo que habían perdido para ir allí a sugerencia suya, hizo una señal a la celadora. No podía evitar lamentarse por lo decepcionado que se sentiría Osgood al enterarse de lo que le tenía que contar, pero sabía que debía decírselo sin pérdida de tiempo.
Louisa, cuyo ánimo parecía haberse levantado con la conversación sobre Dickens, no daba señales de querer que la entrevista acabara todavía.
–¡Estaba usted equivocada, querida! – le dijo cuando la celadora se disponía a acompañar a Rebecca a la salida. Las lágrimas empezaban a anegar los ojos de Louisa-. ¡En la calle no! ¡En la calle no!
Rebecca le pidió a la celadora que esperara.
–¿Qué quiere decir, señora Barton? – preguntó recuperando la atención con renovada paciencia hacia la interna.
–Usted dijo que le recogí en la calle. Pero no es cierto, nada de eso. El coche estaba parado cuando llegué. Aquel cochero, ¡intentaba llevarse al Jefe Dios sabe dónde!
Rebecca reflexionó sobre lo que le contaba. Siempre habían creído que Dickens había parado un coche para que le diera un paseo nocturno antes de volver al hotel. El hecho de que el coche estuviera vacío sugería que Dickens había alquilado el vehículo con un objetivo, o un cometido, en mente. ¿Tenía Dickens un destino concreto la noche anterior a abandonar Boston para siempre? Rebecca estaba a punto de preguntar más, pero para entonces Louisa estaba decidida a continuar voluntariamente.
–Fue en North Grove Street -dijo Louisa-. Cuando regresó al coche no sabía que era yo quien lo conducía. ¡Qué poco sabía entonces que nuestras vidas estaban destinadas a cambiar para siempre desde aquel momento! ¿Se puede evitar lo inevitable, querida? ¿Se puede evitar lo inevitable?
–¿North Grove Street?
El cochero que esperaba le abrió la puerta a Rebecca. Ella subió al coche y se sentó enfrente de Osgood.
–¡Es la facultad de Medicina! – exclamó Rebecca.
–¿Qué? ¿A qué se refiere? ¿Fue eso lo que le dijo Dickens a esa mujer? – preguntó Osgood.
–No, no -Rebecca le explicó que Louisa Barton había engañado al conductor del coche mientras éste esperaba a Dickens en North Grove Street-. No salió sólo a dar uno de sus paseos para tomar el aire -contó Rebecca-. Debió de decirle al cochero que le llevara a la facultad de Medicina.
Osgood volvió a recordar la conversación del desayuno entre Dickens y el doctor Oliver Wendell Holmes.
¿Hay algo de Boston que le gustaría conocer y todavía no ha visto, señor Dickens, le había preguntado Osgood.
Hay un sitio. Tengo entendido que está en su misma facultad, doctor Holmes. El lugar donde el doctor Webster, al que conocí hace veinticinco años, asesinó al señor Parkman de tan extraordinaria manera. Ya entonces habría apostado el cuello a que Webster era un hombre cruel.
–Tal vez haya algo allí -le dijo Osgood a Rebecca-. Él ya lo había visto. Conociendo al doctor Holmes, lo más probable es que le hubiera ofrecido a Dickens una exploración a conciencia. Si realmente volvió a aquel sórdido lugar antes de irse de Boston, debía de tener un motivo.
–¡Vayamos entonces de inmediato! – esta entusiasta exclamación salió de los labios de Marcus Wakefield. Estaba sentado en el asiento contiguo al de Osgood.
Osgood se dirigió a él.
–Señor Wakefield, ¿está usted seguro de que no le supone ningún trastorno que utilicemos su coche? Wakefield se encogió de hombros.
–¡Por supuesto! Lo he contratado todo el día y no tengo nada que hacer hasta más tarde. Es un placer poder prestar una pequeña ayuda a mis dos amigos americanos. Déjenme que envíe un mensajero con una nota a mi socio comercial y mi carruaje y mi humilde persona estaremos a su entera disposición hasta que acaben ustedes por completo y de una buena vez con el objetivo de su expedición.
–Señor Osgood, por favor, ¡seguro que puedo ayudarle a encontrar alguna pista! – le había urgido.
–No sabemos dónde está Herman. En conciencia, no puedo llevarla a un lugar donde existe un posible peligro -dijo Osgood-. Si pasara algo no me lo podría perdonar.
–Yo me quedaré con ella, señor Osgood -dijo Wakefield con un significativo cabeceo y una sonrisa amable-. Yo la cuidaré en caso de que Herman ande cerca.
–Gracias, señor Wakefield. No tardaré mucho -respondió Osgood. Sabía que tenía que cumplir aquella tarea aunque ello significara darle a Wakefield la oportunidad de confesar su amor a Rebecca. Tenía que descubrir lo que se ocultaba allí por el futuro de su empresa y tenía que garantizar la seguridad de Rebecca, aunque eso supusiera perder su afecto en el proceso en favor de Wakefield antes de que pudiera encontrar el medio de demostrar el suyo propio.
El editor entró en el edificio y descendió hasta el fondo de los escalones de madera que llevaban a aquel subterráneo de olor repugnante lleno de frascos con especímenes y estantes medio vacíos. Si la lunática del asilo tenía razón, ¿por qué había vuelto Dickens allí a solas, en mitad de la noche, cuando sólo le quedaban unas horas de estancia en Boston? Una frase de la primera entrega de El misterio de Edwin Drood se repetía en la cabeza del editor: «Si escondo mi reloj mientras estoy borracho -decía-, tendré que estar borracho otra vez para recordar dónde». Con la lámpara en una mano, Osgood tanteó las estanterías con la otra. Revisó la antigua mesa de trabajo y los nichos de la pared, palpó por detrás los pilones y las cañerías. Llegó al horno, del que salía el hedor espantoso que llenaba el recinto. Allí era donde, en otros tiempos, se habían incinerado trozos del cuerpo de Parkman. Osgood titubeó y rebuscó entre los pensamientos que se agolpaban en su cabeza. Éste sería el sitio perfecto: el único lugar de Boston olvidado por todos, que han dejado intacto, mientras todo lo demás a su alrededor cambiaba. Nadie quería recordar una muerte tan execrable. Boston lo había guardado como un esqueleto en su gigantesco armario.
Con firmeza, Osgood metió la mano en el horno. Sus dedos tantearon la superficie interior recubierta de cenizas y productos químicos. Era como meter la mano en una nube de tormenta: densa y vacía al mismo tiempo. Entonces rozó algo más sólido, algo que recordaba la piel reseca de un moribundo. Despacio, con cuidado de no dejarlo caer, sacó un cuarteado maletín de cuero.
Lo abrió. Dentro había un fajo de papeles. Osgood no daba crédito a sus ojos. Reconoció de inmediato la caligrafía de Dickens en tinta ferrogálica. Se quedó paralizado en el sitio con aquel tesoro en las manos. La sensación era tan abrumadora que, por un momento, no fue capaz de realizar la acción más natural que conocía desde la infancia: leer. No pudo hacer otra cosa que sentarse en la fría piedra presa de un irracional temor a que las páginas se esfumaran ante sus ojos una vez las hubiera visto. No se trataba sólo del triunfante alivio de haber llevado su búsqueda a un final victorioso. Era todo su futuro lo que tocaba con las yemas de los dedos. Tenía a Fields, Osgood Co. en sus manos; todos los hombres y mujeres que confiaban en él. Era Rebecca.
Y era como si, durante unos segundos más, mantuviera a Charles Dickens con vida. Era una sensación vivificante. Pensó en la pregunta que le había hecho Frederick Leypoldt sobre el trabajo de editor: ¿Por qué no somos herreros o políticos? Por esto, Leypoldt, precisamente por esto. El verdadero objetivo del editor era el descubrimiento de lo que nadie más estuviera buscando, de algo que despertara imaginaciones, ambiciones, emociones. De repente, no pudo esperar ni un solo segundo más para saber cómo acababa Edwin Drood. ¡Allí mismo, y con todas las respuestas en sus manos! ¿Vivo o muerto? ¿Retenido o escondido? Subió la intensidad de la luz, la dirigió sobre las páginas y empezó a estudiarlas, esforzándose por ver entre el polvo y la densa oscuridad. Pero la luz brillante de la lámpara casi cegaba sus ojos, hechos a la oscuridad.
–Vaya, ¡o sea que lo ha conseguido! – interrumpió Wakefield materializándose en lo alto de las escaleras y descendiendo con paso cauteloso a la bóveda con su habitual espíritu amistoso y alegre materialmente enterrado por la oscuridad-. ¿Ha descubierto ya algo, señor Osgood?
Osgood se levantó.
–Pero ¿por qué aquí? ¿Por qué querría dejarlo en este lugar, señor Osgood? – preguntó Wakefield.
–Le daba miedo perderlo -respondió Osgood.
–¿Miedo?
–Sí, miedo, ¿no se da cuenta? Piénselo. Dickens se disponía a irse de Boston para siempre la mañana siguiente. Desde el accidente de Staplehurst en el que casi perdió la vida, cada vez que se subía a un tren, a un barco, incluso a un coche de alquiler, quedaba paralizado por el miedo. Dickens sabía que la travesía de vuelta a Inglaterra a bordo del Russia podía ser un peligroso viaje hasta el otro lado del mundo sobre las aguas más bravas del océano. Desde luego, nunca olvidaría que, en el momento del espeluznante accidente de Staplehurst, estaba escribiendo Nuestro común amigo, el libro anterior a El misterio de Edwin Drood, y llevaba con él las últimas páginas de la novela. La última entrega había quedado en el vagón del tren del que había escapado y arriesgó su vida para volver a él y rescatar los papeles.
–Fue muy temerario.
Osgood asintió con la cabeza.
–Pero eso no era lo único que debía de tener en la cabeza. Estaba esa mujer, la señora Barton, que se había colado en la habitación del hotel para dejar una nota exigiendo hablar con Dickens sobre su nuevo libro. Y estaba lo del diario de bolsillo, que ella había robado. Y los agentes de impuestos, que amenazaban con hacer lo que tuvieran que hacer para recaudar el dinero que se debía: confiscar entradas o sus pertenencias y documentos. Dickens sabía que si subía al barco con esto en la mano, tal vez no volviera a verlo nunca. Más aún, ya en Inglaterra, sabía que cuando empezara a publicar el misterio, habría un interés desmedido por saber cómo iba a terminar. Un criado en el que una vez había confiado forzó la caja fuerte de su despacho mientras estaba de viaje. Sí, por todas partes amenazaban los peligros a Dickens y a su manuscrito. Este lugar, este diminuto recinto olvidado, tal vez fuera el único emplazamiento seguro en toda la Tierra para sus páginas. Aquí podían refugiarse sin que nadie las molestara hasta que él pudiera pedir a alguien que las recuperara, lo que haría una vez hubiera terminado la primera parte. Pero al morir de manera inesperada, no tuvo oportunidad de contárselo a nadie.
Wakefield aplaudió.
Osgood pensó en Rebecca. Pensó que ojalá la hubiera dejado entrar con él al edificio para que estuviera a su lado y compartiera aquel momento. Entonces cayó en la cuenta.
–¿Dónde está la señorita Sand, señor Wakefield?
–¡Ah, no se preocupe, señor Osgood! He dejado a mi colega cuidando de Rebecca.
Osgood hizo un gesto de agradecimiento, aunque recibió con una inclinación de cabeza el uso informal que hizo su benefactor del nombre propio de la mujer. Significaba una cosa: que ella había aceptado su declaración de amor. A pesar del dolor que le producía pensar en ello, Osgood seguía deseando que ella estuviera a su lado. Aquello era un triunfo de ella tanto como de él; de ella y para ella. Por todo lo que había tenido que pasar con Daniel.
Osgood se dio cuenta de que aquellas palabras que permeaban sus pensamientos no eran suyas. Lo que ha tenido que pasar con su hermano, Daniel. Una tragedia espantosa y sin sentido. Ésa había sido la frase de Wakefield en la conversación que sostuvieron en el salón a bordo del barco. Una pregunta tomó forma en la cabeza de Osgood, eclipsando por un momento el asombroso documento que tenía en las manos y el sombrío sótano en el que se encontraba: ¿cómo había sabido Wakefield lo de Daniel? ¿Habría adquirido Rebecca el nivel de intimidad suficiente con él para contárselo? Osgood no fue capaz de distinguir si el sentimiento que le invadió de repente era afán de protección, celos o sospechas de Wakefield.
–¡Impresionante, señor Osgood! – estaba diciendo Wakefield, riendo como si le hubiesen contado el final de un chiste desternillante-. Y, mire, ¡lo ha encontrado usted antes que nadie!
Una escena de su primer viaje en el Samaria apareció en la memoria de Osgood. Wakefield haciéndose amigo inmediatamente. Una rápida sucesión de ideas, de hechos. Wakefield no es que hubiera estado a bordo de su barco en el viaje de ida a Londres y, luego, en el de vuelta. Es que les había seguido en el viaje de ida y en el de vuelta, lo mismo que Herman. Herman y él estaban en Boston al mismo tiempo, en el barco al mismo tiempo y en Londres al mismo tiempo. Wakefield acudió a toda velocidad a la comisaría de policía después del ataque de Herman en el fumadero de opio.
–Creo que debería ir a buscar a la señorita Sand -dijo Osgood con calma.
–Claro, claro -confirmó Wakefield.
–¿Sería tan amable de vigilar esto durante unos instantes? – preguntó Osgood señalando el maletín de cuero.
–Soy su humilde servidor, señor -dijo Wakefield. Cuando Osgood había subido la mitad de las escaleras, Wakefield añadió-: Oh, pero espere un momento. ¡Tengo un regalo que traje para usted de Londres! ¡Con todas las emociones casi se me olvida! Para agradecerle todos los libros de nuestros viajes.
–Es muy generoso -murmuró Osgood calculando con una mirada de soslayo el número de escalones que le quedaban hasta la puerta.
–¡Cuidado! – exclamó Wakefield.
Lanzó el pesado objeto por el aire. Osgood lo atrapó contra su pecho con una sola mano. Desenvolvió el papel y expuso el compacto objeto a la luz refulgente de la lámpara. Era una figura amarilla de escayola que en otro momento constaba en la lista de objetos de la subasta como Turco sentado fumando opio. La figura de la casa de Charles Dickens.
–Usted dijo -recordó Osgood como sin darle importancia- que la habían roto en la casa de subastas.
–Tómelo como una especie de regalo de despedida, señor Osgood. Oh, y ¿por qué iba a vigilar un maletín de cuero que apostaría mi mejor par de guantes de cabritilla a que está vacío? Ya ha cambiado los papeles a su cartera, ¿no es verdad?
El fuerte eco de los dedos de Wakefield al chascar recorrió la sórdida cámara. Dos chinos aparecieron en lo alto de las escaleras. Uno de ellos se rascaba la nuca con una uña. No era una uña cualquiera. La uña del meñique de la mano izquierda medía entre dieciocho y veinte centímetros y estaba perfectamente limpia y afilada, un aditamento que sólo cultivaban los scharf chinos para utilizarlo en la comprobación del nivel de pureza o adulteración de la especia que se utilizaba para pagar el opio.
También Rebecca, temblorosa, apareció en la cima de las escaleras. Detrás de ella, el resplandor plateado de la lámpara de Osgood iluminó los prominentes colmillos de la cabeza de un kilin.
Osgood volvió a bajar las escaleras hasta el final, donde se le acercó Rebecca en busca de protección. Wakefield se reunió con Herman en el descansillo. Herman le hizo una reverencia a Wakefield llevándose las dos manos a la frente.
–Ya le dije, señor Osgood -señaló Wakefield-, que la señorita Sand estaba bien vigilada.
–Usted dispuso que Herman me atacara en el Samaria y que usted resultara ser el héroe del enfrentamiento, para asegurarse de que obtendría mi confianza y apoyo -dijo Osgood-. Han estado juntos en esto desde el primer momento. Intentó ganarse el afecto de la señorita Sand para que ella le revelara nuestros planes.
–¡Ha ganado usted el premio! ¿Sabe una cosa? Tiene el virtuoso hábito de pensar que el resto del mundo es tan bienintencionado como usted, amigo mío -replicó Wakefield-. Lo admiro. Vayamos a un lugar más cómodo que éste.
–No iremos con usted a ningún sitio -dijo Osgood-. No es comerciante de té, señor Wakefield -mientras hablaba, Osgood dejó caer la figura del turco en su cartera y sintió el aumento de peso en el hombro.
–Ah, sí lo soy -fue la respuesta de Wakefield, acompañada de una risa apagada que coreó Herman-. Aunque, naturalmente, no sólo de té. El té es, muy a menudo, con lo que nuestros amigos chinos nos pagan los cargamentos de opio. ¿Tiene ya una visión clara de la situación general, señor Osgood? No, estaba siempre demasiado pendiente de las frases para entender los libros; eso le ha mantenido aislado, preocupado por palabras que no cambian nada en definitiva, porque la maquinaria de hombres más poderosos que usted le supera. Cuando yo era joven, me echaron de mi casa. Busqué refugio con un familiar, pero adquirí un espíritu inquieto que nunca me ha abandonado.
Mientras Wakefield hablaba, Osgood balanceó con fuerza la cartera y golpeó al hombre de negocios en la pierna. Ni siquiera se inmutó. Se escuchó un golpe metálico y la figura de escayola se rompió en pedazos dentro de la cartera.
Osgood y Rebecca intercambiaron miradas de sorpresa. Wakefield se levantó los pantalones y descubrió un mecanismo en la pierna formado por correas, goznes y ruedas dentadas.
–¡Dios mío! – balbució Osgood-. ¡Edward Trood!
Herman dio dos amenazadores pasos hacia él. Wakefield detuvo a su protector parsi con un gesto y, de pie, muy tieso, miró con furia a Osgood. Habló en un chino pronunciado como secos ladridos con los dos scharfs, que asintieron y salieron del recinto. Luego se volvió hacia Osgood.
–No, señor Osgood, no soy él. Ése fue mi nombre una vez, sí… Fui el pequeño y apocado Eddie Trood, con su pie deforme, cuando fui expulsado de Rochester por el cruel despotismo de mi padre. Pero esa parte de mí ha muerto, y también lo está Eddie Trood. Empecé a hacerle desaparecer cuando escapaba a través de los éxtasis del opio en casa de mi tío. Pero mi cuerpo no tardó en rebelarse, situándome bien en la agonía de su poder cuando lo consumía, bien en las simas de la miseria si intentaba abstenerme de él. Un médico me aconsejó el uso de la jeringa, un método que proporcionaba una mayor sensación de relajación y adormecimiento de los sentidos pero no servía para reducir mi necesidad interior de la droga. Era una estimulación sin satisfacción.
»El opio era una armadura que me protegía del mundo exterior, pero, para hacerlo, me machacaba los huesos. Me dijeron que un viaje por mar era la única manera de obligarme a escapar de su control. Después de viajar a China dejé de ser su esclavo. Una nueva verdad se abrió ante mí. Una visión clara del inevitable poder de la droga: la necesidad de realizar sus trapicheos no a través del médico o el farmacéutico, sino en las sombras y al resguardo de la noche. Fue en Cantón donde un médico me hizo este aparato para el pie. Corrige la deformación de la postura de tal manera que no se aprecia ninguna deficiencia en mi paso, ni siquiera observando muy concienzudamente. Entonces supe que estaba preparado para volver a Inglaterra como un hombre nuevo.
La cabeza de Osgood se puso a funcionar a toda velocidad y su comprensión de las circunstancias saltó tres o cuatro pasos adelante.
–¿O sea, que Herman nunca intentó matar a Eddie Trood, es decir, a usted, por conocer los secretos de su negocio de drogas?
–Mi negocio de drogas, señor Osgood -dijo Wakefield sonriendo-. Herman ha trabajado como empleado mío desde que le ayudé a huir de los piratas chinos. Verá usted, en mis viajes descubrí que un contrabandista, si quiere sobrevivir lo suficiente para prosperar, tenía que ser invisible. Sobre esa base, cuando volví inicié una nueva vida, la vida de Marcus Wakefield. Herman e Imam, nuestro camarada turco, me ayudaron a realizar mis planes, pero eran carpinteros en su realización, y yo, el único arquitecto. En aquel momento había un joven que había sufrido recientemente los efectos de una sobredosis de opio malo y había muerto. Vestimos al muchacho con algunas de mis ropas viejas y Herman le golpeó la cabeza con una palanqueta para que no se pudiera reconocer el cadáver. Un fin de semana que mi tío estaba en el campo yo me escondí mientras mis colaboradores abrían un agujero en la pared de su casa y metían en su interior el cuerpo de nuestro falso Edward Trood.
–Maquiavélico hasta la médula -dijo Osgood anticipándose a su propósito final-. Así Marcus Wakefield sería temido.
–Bueno, sí, precisamente; aunque no exactamente Wakefield. Utilizaba ese alias en mis negocios más comunes. Como mercader de opio, he adoptado tantos nombres en tantos lugares como convenía a mis propósitos: Copeland, Hewes, Simonds, Tauka. Pero nadie conocía nunca al propietario de esos nombres. Escuchaban historias, leyendas de sus acciones impresionantes y tremendas, historias de los muertos, empezando por Eddie Trood, que habían intentado infiltrarse en sus líneas. Por lo demás, era totalmente invisible y hombres como Imam y Herman eran mis manos y mis pies en el mundo.
»Del mismo modo, también mis medios de transporte debían adquirir la invisibilidad. Aunque no había muchos países dispuestos como China a librar una guerra para evitar la importación del opio a su pueblo, hay muchos gobiernos, como el suyo, que se regodean en cobrar aranceles y realizar inspecciones en los suministros de narcóticos importados. Mi organización se aseguró la propiedad de una línea de vapores, entre los que el Samaria es el más rápido, y los equipó especialmente no sólo para que pudieran convertirse en buques de guerra, sino para que contaran con un amplio espacio de almacenaje oculto. Dado que el nuestro es un barco de pasajeros, los oficiales de aduanas inspeccionarían los equipajes que se bajan a tierra. Pero abrigados por la oscuridad de la noche, los miembros de mi tripulación podrían sacar los cofres de opio, oculto en jarrones baratos o cajas de sardinas para distribuirlas entre los ambiciosos delincuentes de Boston, Filadelfia y Nueva York. Ellos se lo suministraban a los clientes ávidos que no podían, o no querían, comprar el opio a médicos y farmacéuticos, que, en los últimos años, habían sido obligados a llevar un registro de los nombres de todos los compradores de «venenos».
–¿Por qué Daniel? – preguntó Rebecca, impresionada y abrumada por la traición-. ¿Por qué tuvieron que hacerle daño a mi hermano pequeño?
Wakefield dedicó a Herman una mirada de reproche.
–Me temo, mi querida muchacha, que su muerte fue ajena a nuestros propósitos. Tras la muerte de Dickens, Herman encontró un telegrama de Fields y Osgood en el despacho del albacea del escritor en el que le requerían lo que faltaba de El misterio de Edwin Drood. Salimos para Boston inmediatamente con el fin de interceptar la entrega y, sobornando a un predispuesto empleado suyo llamado señor Midges, se supo que se le había asignado a Daniel Sand la tarea de recoger las últimas entregas de cualquier novela que llegara de Inglaterra.
Midges, que estaba contrariado por los rumores de que Daniel había sido un borracho y todavía más porque las mujeres estaban ocupando demasiados puestos en la empresa, contó más cosas: que a primera hora de la mañana Daniel estaría esperando en el puerto las últimas páginas de El misterio de Edwin Drood. El barco de Inglaterra ya había atracado. Pero para cuando Herman interceptó al chico del traje demasiado grueso, Daniel se había dado cuenta de que le seguían y no portaba nada en el saco de lona que llevaba colgado del hombro. Y para asombro de sus perseguidores, no estaba dispuesto a aceptar dinero a cambio de decirles dónde había escondido las páginas.
«No, señor -les había dicho Daniel-. Lo siento mucho pero no puedo». Le llevaron al segundo piso de un almacén del Long Wharf en el que guardaban opio de contrabando.
Wakefield le había puesto una mano en el hombro al joven empleado.
–Joven, sabemos que tuvo usted problemas en el pasado con algunas sustancias tóxicas. Seguro que no queremos que su patrono, que le confía misiones tan importantes, sepa eso. No somos unos reimpresores de tres al cuarto que quieren robar un ejemplar. Sólo necesitamos saber qué pone en esas páginas de Dickens y luego se las devolveremos.
Daniel dudó, analizando a sus interrogadores; luego sacudió la cabeza enérgicamente.
–¡No, señor! ¡No debo! – y repetía una y otra vez-: ¡Es de Osgood! ¡Es de Osgood!
Herman se lanzó hacia él, pero Wakefield le hizo una señal para que se detuviera.
–Ahora piensa detenidamente, mi querido muchacho -le instó Wakefield perdiendo la expresión amistosa de su cara, sustituida por una niebla de violencia-, lo decepcionado que se sentiría Fields, Osgood Co. al descubrir, después de depositar su confianza en ti, quién eres de verdad debajo de ese joven y encantador rostro. Un borracho empedernido.
–El señor Osgood se sentiría decepcionado si no cumpliera con el trabajo por el que se me paga -dijo empecinado el muchacho-. Prefiero contarle mi historia al señor Osgood yo mismo que no cumplir sus órdenes.
Wakefield recuperó su sonrisa, casi rompiendo a reír francamente, antes de hacer un casi imperceptible gesto con la mano.
Herman le rompió la camisa al chico y le hizo unos cortes rectos y poco profundos en el pecho con los colmillos brillantes del kilin de la empuñadura. Daniel hizo una mueca de dolor, pero no gritó. Herman recogió en una copa la sangre que manaba y la bebió delante de Daniel con una sonrisa creciente, mientras sus labios se iban tiñendo de rojo. Daniel, recuperándose del dolor, temblaba, pero intentó mantener la mirada fija.
–Por el amor de Dios -dijo Wakefield. Luego golpeó a Daniel en la cabeza con una porra. Daniel se desplomó en el suelo-. ¿No te das cuenta -explicó Wakefield a Herman- de que podrías atizar a este chico hasta arrancarle la cabeza y asustarle hasta que se le pongan todos los pelos de punta y no diría ni una palabra que ese Osgood no le haya autorizado? Ahí tienes una lección de lealtad, Herman.
El aludido gruñó irritado ante este comentario. Wakefield ordenó a Herman que le inyectara opio al chico y le soltara en el muelle. Si su instinto no le engañaba, en su estado de confusión el muchacho iría a recoger las páginas donde las había escondido. Pero sus sentidos estarían bastante embotados para permitir que Herman se las quitara fácilmente; y, para que la cosa fuera todavía más limpia, si informaba a la policía del robo, no le creerían al verle inmerso en el aura de la droga.
Pero Daniel, después de recuperar el fajo de papeles de un barril abandonado, perdió a Herman en los atestados embarcaderos del muelle y entre la confusión del puerto. Cuando Herman le atrapó en Dock Square, Daniel huyó de él y le atropelló el ómnibus. Había demasiada gente alrededor para que Herman intentara hacerse con los papeles. Pero Wakefield se sumó al círculo de observadores que se formó alrededor de Daniel y escuchó el nombre de Sylvanus Bendall, el abogado que confiscó avariciosamente los papeles.
–Usted estuvo allí -dijo Osgood a Wakefield con un inesperado tono de envidia-. Estuvo allí cuando murió el pobre Daniel.
–No -murmuró Rebecca, horrorizada por la idea y la recién adquirida crudeza de los últimos momentos de su hermano.
Wakefield afirmó con la cabeza.
–Sí, yo me encontraba entre los múltiples y curiosos espectadores cuando falleció. El pobre chico tuvo tiempo de pronunciar su nombre, Osgood. Cuando Herman le quitó las páginas a Bendall (el leguleyo las llevaba siempre encima de su persona, lo que nos dejó pocas opciones con él) supimos que incluso aquellas últimas entregas de la serie, la cuarta, la quinta y la sexta, no aportaban claves fiables sobre el fin de la novela. Estábamos a punto de volver a Inglaterra. Entonces, nuestro topo en su empresa nos contó que pensaban ir a Gadshill a buscar el final de El misterio de Edwin Drood. ¿Por qué cree, mi querido señor Osgood, que le resultó tan fácil al señor Fields encontrar su billete cuando decidió mandarle allí en el último momento? El Samaria era el único barco con camarotes libres… porque yo me ocupé de que así fuera. Porque el Samaria y toda su tripulación me pertenecen.
–Cuando Herman desapareció en medio del océano, ¿dónde le escondieron? El capitán, los camareros, el detective del barco, todos le buscaron -dijo Osgood.
–Trabajan para mí. Para mí, para mí, Osgood. Herman no desapareció en medio del océano en ningún momento. No se nos pasó por la cabeza que se le ocurriría hacer una visita sin guía días después de la pamema de encerrarle. Estaba instalado a buen recaudo en una de las habitaciones secretas que hay debajo del camarote del capitán, lo mismo que en la travesía de vuelta a Boston que acabamos de realizar. Pero para entonces usted ya me había confiado su vida, si me permite decirlo. E hizo bien. Herman le protegió en Londres de los fumadores de opio cuando le atacaron para robarle y le dejó en un lugar seguro donde encontraría ayuda. Le salvó.
–Y de paso me permitió que viviera lo suficiente para encontrar lo que usted perseguía.
Wakefield asintió con la cabeza.
–Mientras tanto, todo mi negocio empezó a derrumbarse: pagos retrasados, distribuidores de opio que evitaban a mis proveedores… ¿Por qué cree que a aquellos canallas se les hizo la boca agua al verle? Matarían a cualquier desconocido por un chelín. Todo el mundillo del tráfico de opio se había paralizado mientras leían las entregas de El misterio de Edwin Drood como el resto del mundo.
–Pero ¿por qué? – preguntó Osgood.
–Porque mi profesión había reconocido en seguida en las palabras de Dickens lo que usted ha desvelado, la historia de Edward Trood, y veían en esas claves de la supervivencia de Drood un peligro inminente para nuestra actividad. Y tampoco podíamos permitirnos que se prestara más atención a los «asesinos» de Trood; por eso Herman robó la figura de la sala de subastas. Verá usted, ese turco, el de la figura, lo hizo un artista entrometido basándose en Imam, uno de los distribuidores de opio que colaboró para emparedar «mi» cuerpo. ¡No nos convenía que la cara de Imam se expusiera en la subasta más grande que celebraba Christie's en los últimos cien años! ¡El exceso de atención que estaba obteniendo todo lo relacionado con los últimos días de vida de Dickens no se podía calificar más que de desastre!
–Si la gente se enteraba de que Trood estaba vivo -dijo Rebecca-, su organización se vendría abajo, desbordada por las dudas, a causa de la mentira que la puso en marcha. La gente empezaría a pensar que el supuestamente asesinado Trood estaba vivo y conocía sus secretos.
Wakefield agitó la mano por el aire.
–Ve, señor Osgood, su asistente es una mujer de negocios nata. Sí, es cierto. Si se empezaba a creer que Eddie Trood no había muerto, significaba que andaba por ahí dispuesto a utilizar sus conocimientos para hundirnos. Sin embargo, no ha sido eso lo que me ha obsesionado desde que Dickens empuñó la pluma para recrear mi historia. Cuando se hizo famoso el caso de Webster y Parkman en su ciudad, los métodos que también hizo famosos se extendieron igualmente. El esqueleto de Parkman fue identificado por los dientes. Desde entonces, la muerte no pone fin a todo. ¿Y si la policía se enteraba del rumor de que Trood podía seguir vivo y decidía abrir su tumba? ¿Descubrirían que no era Trood? Y entonces ¿qué? Si no era Trood el que descansaba bajo tierra, ¿dónde estaba? Puede imaginarse el entretenimiento que tendría Scotland Yard con esa pregunta. Puede imaginarse la libertad que tendría yo para moverme por Londres: ¡mi antigua personalidad inesperadamente resucitada! Arthur Grunwald convenció al Surrey de que se representara dicho final en su montaje del libro del señor Dickens, de manera que Herman lo quemó en la madrugada del día de nuestra partida. Fue una pena, sin embargo, que Grunwald se encontrara en el camerino de transformación. Me gustó el Hamlet que hizo en el Princess. Ve usted, ni siquiera Herman y yo somos siempre perfectos.
»Naturalmente, leí el telegrama de Tom Branagan cuando hicimos escala en Queenstown. El capitán me lo llevó a mí, siguiendo mis instrucciones, antes de que usted lo viera. Qué persona tan encantadora es su agente Tom, descubriendo las pruebas de que la carta a Forster era una falsificación de Grunwald. Aquella carta podía haber supuesto un gran inconveniente para nosotros.
–Estas seis entregas -dijo Osgood apretando con fuerza la cartera con el resto de la novela de Dickens-. Entonces eso es todo lo que quiere, ¿destruirlas? – Osgood plegó la cartera sobre su pecho.
Wakefield soltó una carcajada.
–Si tuviéramos un poco de música alegre… -se le ocurrió de repente-. Sí, eso nos tranquilizaría a todos. ¿Qué me dices, Herman Cabeza de Hierro? – Wakefield alargó su mano y Herman se le agarró, lanzándose a bailar por toda la estancia un vals ligero alrededor de Osgood y Rebecca-. ¿Le parecemos lo bastante elegantes para usted, señor Osgood? – preguntó Wakefield riendo y haciendo reverencias.
Era una imagen espeluznante, ver a aquellos dos asesinos bailar por la estancia. Pero lo más extraño de la escena era que Herman Cabeza de Hierro estaba preparado para volverse loco en cuanto Wakefield le diera la orden. Si Herman era un asesino que no respetaba más que la brutalidad y la fuerza, ¿hasta qué punto llegaría la crueldad de Wakefield para manejarle de aquella manera? Osgood comprendió el significado de aquel pensamiento. La danza, paso a paso, dejaba una cosa clara como la luz del día. Iban a morir allí.
–Por favor, tengan compasión, dejen que se vaya la señorita Sand -suplicó Osgood.
Wakefield estudió a sus cautivos.
–No soy el hombre terrible que puede estar imaginando ahora. Mi maldición en la vida ha sido tener la visión que otros no tienen. Yo puedo entender lo que su gobierno y el mío no pueden. La gente está empezando a demonizar el opio y su uso; en sus cabezas, el consumidor de opio es tan irreal e indeseable como un vampiro humano. Han presentado una queja a China por la inmoralidad de su comercio. Americanos e ingleses no tardarán en culpar al opio de todos sus defectos y dictar nuevas leyes y normas. China se ha rendido por fin a su necesidad de la droga y van a cultivar las amapolas ellos mismos para satisfacer el apetito de sus gentes. Además, con la apertura del canal de Suez, cualquier franchute insignificante que tenga un remolcador puede acercarse a China sin la menor capacidad o conocimiento del mercado; las costas quedarán definitivamente invadidas. Es su propia ciudadanía la que clama que se le abastezca, con la cantidad de soldados, igual da que sean yanquis o rebeldes, que han vuelto a casa sufriendo dolores y necesitados de alivio, ignorados por una sociedad que ha seguido adelante con el comercio y el progreso mientras esos valientes padecen. Ahora, con la hipodérmica, cualquier hombre o mujer que lo desee podrá auto suministrarse la medicación que no pueden encontrar en las deshumanizadas ciudades sin asistencia. América es la tierra de la experimentación: nuevas religiones, nuevas medicinas, nuevos inventos. Si hay algo que se pueda transformar, los americanos se deshacen de toda restricción con la libertad de la autocomplacencia. El alcohol convierte al hombre en una bestia, pero el opio le hace divino. La jeringuilla sustituirá a la petaca y se convertirá en el remedio infalible presente en los bolsillos del hombre de negocios, el contable, la madre, el profesor y el abogado que sufren la maldición de las preocupaciones modernas. ¿Qué opina de esto, Osgood? Ah, ya sé que su oficio son los libros, pero todo se reduce a lo mismo: conocer a tus clientes, saber cómo quieren huir de este mundo desolador y asegurarse de que no pueden vivir sin ti. El cerebro moderno se marchitará si no encuentra una manera de conciliar emociones y aturdimiento. Usted y yo hemos buscado lo mismo en Dickens, protegernos a nosotros mismos y a la gente que necesitamos. No, yo no deseo la muerte de nadie.
–Daniel Sand me necesitaba a mí -dijo Osgood-, y no pude protegerle.
–Pero yo podía haberlo hecho -dijo Wakefield-, si él no hubiera estado tan pendiente de su aprobación, Osgood -se volvió solícito hacia Rebecca-. Mi querida muchacha, me temo que hoy ha descubierto demasiadas cosas para vivir libremente sin causarme en el futuro cierto grado de consternación. Me ha fascinado desde el momento en que la vi. A los dos nos han convertido en invisibles unas fuerzas injustas. Mande a paseo las condiciones de su divorcio, a paseo el mísero puesto de trabajo que le ha regalado Osgood a cambio de medio salario, convirtiendo a su hermano en un obrero paleto; vuelva conmigo a Inglaterra, allí tendrá todo lo que pueda desear, todo lo que se merece. Por eso le he contado todo ahora. Quería que entendiera todas las razones de lo que ha pasado, para que pudiera tener en cuenta mi sincera oferta de una vez por todas en el fondo de su corazón.
Rebecca levantó la mirada desde su asiento, dirigiéndola primero a Osgood, luego a Wakefield.
–¡Usted mató a Daniel! ¡No es nada más que un canalla y un mentiroso! Una mujer podría haberse enamorado de Eddie Trood, con todos sus defectos, a despecho de un mundo despiadado, ¡pero nunca de un fraude como usted!
El rostro de Wakefield se puso rojo antes de que su mano volara hacia la cara de la mujer. Para su sorpresa, ella no lloró al recibir el golpe.
–No le voy a dar esa satisfacción, señor Trood -dijo Rebecca con amargura, percibiendo la expectación en los ojos del hombre-. Lloraré por mi hermano, no por lo que usted pueda hacerme.
–Mujer desagradecida -dijo Wakefield alejándose de ella y volviendo a ponerse el sombrero-. Ha hecho usted muy bien su labor de instructor de ese despótico fracaso suyo, señor Osgood. Muy bien. Usted ha hecho la cama, Rebecca; ahora pueden acostarse ambos en ella. Wakefield les dio la espalda.
–¡Su padre! – exclamó Osgood.
Wakefield ralentizó el paso.
–Su padre le echa de menos, Edward -siguió Osgood.
Wakefield suspiró nostálgico. Luego, mientras se giraba hacia ellos, rió una vez más, pero ahora desabridamente.
–Gracias. Tendré que ocuparme de que mi viejo no vuelva a contarle mi historia a nadie que pueda comprender las claves como ha hecho usted. Cuando volvamos a Inglaterra le haremos una visita, de eso puede estar seguro, y también a Jack el Chino y a su amigo Branagan.
Wakefield desapareció escaleras arriba.
Herman exhibió una sonrisa sin dientes y levantó su bastón. Propinó con él un golpe a la cartera de Osgood y las hojas de las últimas seis entregas de Edwin Drood se desparramaron por el suelo.
–Esto no es un mercado judío -respondió él, reaccionando por un instante a su nombre real-. Nada de tratos -se quedó contemplando la bestial cabeza de animal de su bastón durante un momento-. Lo único que lamento, Osgood, es que el señor Wakefield insistiera en persuadirla de que viniera con nosotros. Las esperas me ponen furioso. Puede que incluso acabe con vosotros con las manos desnudas.
–¿Por qué me desprecias? – quiso saber Osgood.
–Porque, Osgood, tú crees que puedes hacerte amigo de todo el mundo con una simple sonrisa tuya. Crees que todo el mundo puede ser como tú -la respuesta de Herman fluyó de su boca como una confesión, exponiendo su auténtica personalidad más de lo que pretendía.
–¡Ha sido el señor Wakefield el que te ha hecho como eres, Herman! – dijo Rebecca persuasiva-. Él te convirtió en pirata.
–Ya lo era de nacimiento, muchacha.
Un revuelo de pasos en la escalera. Cuando Herman se volvió para buscar a Wakefield detrás de él, su sonrisa engreída desapareció. Osgood reconoció la expresión de asombro en el rostro de su captor. Como un rayo, Osgood se lanzó sobre él, encaramándose en su espalda y poniéndole un brazo por delante de los ojos para cegarle. Herman soltó un rugido y estrujó los dedos de Osgood con su férrea mano. Osgood cayó a sus pies y alzó los puños adoptando una pose de boxeo. En ese momento, una maza cayó sobre la cabeza enfundada en un turbante Herman.
Detrás de él, blandiendo su chuzo guarnecido con el pincho, estaba el hombre que Osgood una vez había conocido como Dick Datchery: Jack Rogers.
El palo resonó contra la cabeza de Herman produciendo un sonido repugnante. Pero Herman, que parpadeaba pensativo, no se movió.
–Herman Cabeza de Hierro -susurró Osgood.
–¿Cabeza de Hierro? – repitió Rogers en tono alarmado.
Herman se volvió lentamente para enfrentarse a Rogers, con el bastón dispuesto. Dándose cuenta de que no parecía sufrir daño alguno, Rogers clavó el pincho que llevaba el chuzo en la punta en el esternón de Herman. Eso derrumbó al parsi. Soltó el bastón y cayó de rodillas al suelo. Acompañado de un grito, Rogers descargó de nuevo el chuzo en la cabeza de Herman con todas sus fuerzas. Se hizo trizas y la punta con el gancho cruzó la estancia volando por los aires. Herman se puso a cuatro patas, sin fuerzas, cegado por su propia sangre, y se desmoronó de bruces en el suelo sobre su bastón.
–¡Rogers! – gritó Osgood pasando la mirada de Herman al ex policía de Harper-. ¿Cómo ha sabido…?
–Le dije que pagaría la deuda que había contraído con usted, mi buen Ripley -dijo Rogers, jadeando sonoramente-. Soy un hombre de palabra.
Osgood se tiró al suelo y se puso a recoger las páginas diseminadas de Drood.
–¡No hay tiempo, Ripley! ¡No tenemos tiempo para nada de eso! – exclamó Rogers-. ¿Dónde está Wakefield?
–Ya se ha ido… Probablemente a su barco -dijo Osgood.
–¡Vámonos!
Mientras ponía a buen recaudo su tesoro en la cartera, Osgood titubeó antes de estrechar la mano que le ofrecía Rogers.
Rogers parecía estar esperando este gesto.
–Le engañé en Inglaterra porque era mi deber, cuando mi conciencia me dictaba otra cosa. Ahora, mi deber es escuchar a mi conciencia por encima de todo lo demás. Tiene que confiar en mí… Sus vidas dependen de ello.
Osgood asintió con un gesto de cabeza y pasó por encima del inerte Herman de camino a la puerta. Rebecca se detuvo un instante con los ojos llenos de lágrimas. Bajó la mirada hacia el hombre tirado en el suelo y le propinó una patada tras otra en la espalda.
–¡Rebecca! – Osgood la tomó en sus brazos-. ¡Vamos!
El abrazo de Osgood la devolvió a la situación real y al peligro que corrían. Su contacto le hizo poner los pies en la tierra de inmediato.
Rogers hablaba atropelladamente mientras subían las escaleras del sótano.
–Ripley, creo que Wakefield es muy peligroso. Hace constantes viajes entre Boston, Nueva York e Inglaterra, pero me parece que el único té que toca es el de su taza.
–¿Qué ha descubierto? – preguntó Osgood.
–Siguiendo a sus hombres, he encontrado montones de pruebas, que debemos llevar a la policía, de una serie de asaltos y asesinatos perpetrados por sus esbirros para proteger su empresa.
–Él creía que la única cosa que le podía perjudicar eran las palabras de Dickens -dijo Osgood.
–Tenía razón -le corrigió Rogers-. Ahora sigamos adelante. Gracias al cielo que les he encontrado a r tiempo, Ripley. Quédese aquí, con la señorita Rebecca.
Al llegar a lo alto de las escaleras, Rogers les hizo un gesto para que esperaran. Él buscó fuera alguna señal de Wakefield. Cuando comprobó que el camino estaba libre, les hizo otro para que siguieran adelante. Su coche de alquiler esperaba en el otro lado de la calle, por si alguien de la pandilla de mercenarios de Wakefield estuviera vigilando el edificio. El paso parecía despejado, así que indicó a la pareja rescatada que subieran al carruaje. Mientras Rogers y Osgood ayudaban a Rebecca a subir al coche, escucharon detrás de ellos un gruñido inarticulado y vieron un objeto brillante que se agitaba en el aire. Era Herman, que, enfurecido, reaparecía en la puerta del edificio dibujando con el brazo el arco de una rotación de lanzamiento.
Rogers levantó la cabeza en el mismo momento en que el machete se le clavaba en el cuello. Su cuerpo se desplomó del estribo del carruaje al pavimento. Rebecca se tropezó con el bajo de su vestido y casi se cayó en medio de la calle.
–¡Rogers! – gritó Osgood. Se arrodilló a un lado de su salvador, pero había muerto desangrado en un instante-. ¡No! ¡Rogers!
El cochero soltó una maldición y levantó el látigo. Rebecca se había torcido un tobillo, pero seguía aferrada a la manilla del coche. Osgood la empujó para que subiera los peldaños y ella se encaramó al carruaje con un fuerte impulso en el momento en que los caballos arrancaban al trote, dejando atrás a Osgood.
–No, ¡señor Osgood! – gritó Rebecca alargando la mano.
Osgood le gritó al cochero que fuera tan rápido como pudiera mientras el polvo y la grava que levantaba el carruaje formaban un remolino a su alrededor. Herman sólo podría seguir a uno, y era él quien llevaba la cartera con el manuscrito. Por lo menos Rebecca quedaría a salvo.
Osgood corrió hacia Washington Street, agarrándose las costillas vendadas, mientras intentaba calmar la dolorosa respiración. El parsi iba a matarle y no habría nada que le detuviera; para lograrlo destruiría cualquier cosa que se interpusiera en su camino. Osgood aceleró la carrera con Herman pisándole los talones.
Enfrente de él estaba el edificio Sears, que Osgood conocía bien pues allí se encontraba su banco. Delante de la entrada principal había un portero que estaba cerrando la puerta con un manojo de llaves. Osgood tenía la esperanza de que, dentro, Herman le perdería la pista y conseguiría escapar. Pasó por delante del portero y entró en el edificio.
Osgood había alcanzado el lado opuesto del pasillo central, donde se veía otra puerta de salida a la calle. ¡Ojalá el portero no la hubiera cerrado todavía! Cuando se acercaba a ella algo sacudió la puerta, que se abrió lentamente, desvelando la silueta de una figura canallesca con la barba descuidada y un sombrero ladeado. ¿Otro vendedor de opio del Samaria enviado por Wakefield? Osgood frenó en seco.
El eco de los pasos de Herman parecía escucharse por todas partes, arriba, abajo, por todos los lados. Osgood se giró en una dirección, luego en otra, sin saber qué pasillo elegir. Así que corrió al centro del vestíbulo y abrió la puerta del ascensor. Entonces cayó en la cuenta de algo: ¡a esas horas no había ascensoristas! Los chicos no dormían en aquellas diminutas habitaciones, por muy decoradas y acolchadas que estuvieran. Había entrado en ellos muchas veces en el curso de sus actividades cotidianas para subir a su banco, situado en la séptima planta. ¿Recordaría cómo se lo había visto hacer a los chicos?
Inclinó la cabeza hacia el sonido. El bombeo del ascendente remolino de vapor; el sonoro entrechocar de cadenas y metales. Herman se paró en el vestíbulo. Inspeccionó lo que le rodeaba: escaleras en los dos lados del edificio. Corrió hacia el fondo, siguiendo el sonido sibilante del vapor que ascendía por encima de él.
Osgood trazó un plan de urgencia. Detendría el ascensor en una planta intermedia del edificio, saldría corriendo y bajaría por las escaleras, saliendo del edificio mientras Herman todavía le estuviera buscando por el interior.
El ascensor de Sears era lo que entonces se llamaba un salón móvil. La cabina tenía el techo abovedado con claraboyas, y una elegante araña de cristal colgaba de él. La instalación de gas de la araña estaba oculta bajo un tubo de metal de aleación. El resto de la cabina podía haber sido un rincón de un salón de Beacon Hill. Bajo los pies, una mullida alfombra, y en cada una de las tres paredes había sofás. Sobre el revestimiento de nogal francés, dorando su contorno, inmensos espejos pulidos.
Los mandos no parecían fáciles de manejar y, en realidad, eran más difíciles de lo que parecían. Osgood los manipuló provocando un movimiento de sacudidas y frenazos que le hizo arrepentirse de su plan de inmediato. Pararlo fue todavía más complicado, pero Osgood logró hacer que la máquina se detuviera razonablemente cerca del cuarto piso.
Salió del ascensor y corrió como una flecha en dirección a la escalera, por la que empezó a descender antes de escuchar los pasos que ascendían hacia él. ¡Era Herman! Osgood dio la vuelta e intentó volver a subir al cuarto piso, pero había perdido distancia y Herman estaba a punto de agarrarle del tobillo. El editor se separó lo suficiente para salir por el sexto piso. Respirando con esfuerzo, Osgood fue tambaleándose hasta el ascensor y accionó la palanca del ascensor para que subiera desde el cuarto. ¡Maldita sea esa lenta bomba de vapor! Por favor, más rápido… El ascensor llegó y Osgood se lanzó por los aires a su interior, dándose un fuerte golpe contra el suelo.
Al tiempo que la puerta se cerraba, Herman se abalanzó sobre él. Alargó el bastón y… la puerta se cerró atrapándolo. Durante un interminable segundo, Osgood se vio cara a cara con la cabeza dorada del kilin, el amenazador cuerno que surgía de su frente y sus vacíos ojos de ónice. Había sido tremendamente diabólico y aterrador. Y ahora, visto de cerca, le parecía una inofensiva baratija de oro. Osgood tiró del bastón con todas sus fuerzas agarrándolo por el áspero cuello del kilin. Cayó de espaldas en la cabina con el bastón en las manos y la puerta se cerró del todo. Osgood accionó la palanca con la punta del zapato y el ascensor comenzó a descender.
Osgood esperó llevarle al mercenario ventaja suficiente (¿treinta segundos?) para salir del edificio. Pero, mientras escuchaba el zumbido del vapor bajo sus pies, pensó en el valiente Jack Rogers, en el insensato Sylvanus Bendall; pensó en el pobre Daniel tumbado en la fría mesa del forense; pensó en el terror ciego de Yahee; pensó en la frialdad de Wakefield al bailar el vals, en la frialdad con la que había amenazado silenciar a William Trood y a Tom; y pensó también en Rebecca. Y entonces supo, sin la menor sombra de duda, que no podía limitarse a salir corriendo del edificio y dejar que Herman quedara libre para volver a buscarles. Por un momento, a Osgood le asombró su propia determinación. Tenía que parar a Herman. Tenía que pararle de una vez por todas allí mismo.
Pasó por la primera planta. Su habilidad con los mandos del ascensor mejoraba por momentos y pudo frenar con suavidad en el sótano. Se alejó de la cabina en dirección a la contigua sala de máquinas donde se controlaba su funcionamiento y le propinó una fuerte patada, sin resultado, a la tubería de vapor que proporcionaba energía al ascensor. Luego esgrimió el bastón de Herman y golpeó con él la válvula, que se abolló primero y luego se rompió; el bastón se quebró, decapitando la monstruosa testa dorada. Osgood regresó al ascensor y se agazapó, esperando con los ojos clavados en las escaleras, la respiración agitada y sintiendo el dolor de las costillas fracturadas, cuyos vendajes bajo la ropa se habían aflojado y rasgado y le producían la sensación de que su cuerpo podía romperse por la mitad en cualquier instante. Cuando Herman apareció en la puerta del sótano y se abalanzó sobre él, Osgood cerró la puerta y llevó con destreza el ascensor hacia arriba a toda velocidad.
Al ascender la cabina por el aire, un chorro de vapor salió disparado del motor y alcanzó a la amenazadora figura de Herman. Cegado y confuso, el mercenario gritó, caminó en círculos a tientas y cayó en el hueco del ascensor.
Osgood, por encima de el, estaba aterrado. La cabina del ascensor se bamboleaba y gruñía, mermado el poder del vapor. Paró abruptamente en la quinta planta, sin coincidir con el nivel del descansillo con demasiada precisión, pero, de todas formas, salió arrastrándose y gimiendo de dolor al entrar en contacto con el suelo de madera. En ese preciso instante, las cadenas cedieron y la cabina vacía se precipitó por el hueco como un peso muerto. Herman, todavía aturdido en el fondo del pozo y tratando de mantenerse alejado del vapor ardiente, miró hacia arriba justo para ver cómo la cabina se derrumbaba encima de él. La fuerza con la que cayó era tal que el compacto volumen del mercenario atravesó el suelo de la cabina, y la araña de cristal y las claraboyas del techo se desprendieron y cayeron sobre él en un millar de fragmentos.
Osgood, sintiéndose al mismo tiempo mareado y profundamente lúcido, se puso de pie y miró por el hueco del ascensor. Una explosión levantó una llamarada en el fondo. Estaba guardando su cartera cuando alguien le agarró del hombro.
–¡No! – gritó Osgood.
–¡Hola! ¿Se encuentra bien, hombre?
Era el escuálido sujeto de barba revuelta, que ahora se apreciaba de un color rojo óxido, que Osgood había visto en la planta baja del edificio.
–Cuando le vi junto a la puerta parecía estar en apuros -continuó el hombre mientras sus manos tanteaban los hombros, los brazos y la cartera de Osgood como si comprobara los daños.
–Tengo que avisar a la policía -dijo Osgood-. Allí abajo hay un hombre herido…
–¡Ya lo he hecho! – exclamó el hombre de la barba larga-. Ya les he mandado llamar, buen hombre. Aunque, por lo que se puede adivinar, no quedará mucho de ese amigo de abajo. ¡Ascensores! Uf, yo nunca me meto en uno de ellos, con esas exhibiciones que hacen en las ferias en las que se matan uno o dos cada vez, si todo va bien. Tendrían que prohibirlos, digo yo. Bueno, ¿en qué puedo ayudarle? Tengo una carreta ahí fuera. ¿Adónde puedo llevarle?
¿Sería el hombre de la barba roja otro portero? Entonces cayó en la cuenta el editor: aquel desconocido encajaba en la descripción de Melaza, el de la barba multicolor que militaba en las filas de los famosos bucaneros y presumía de haber conseguido Las aventuras de Philip de Thackeray antes que nadie.
–Démelo -dijo Melaza cambiando de expresión al captar en la mirada de Osgood que había sido reconocido-. No sé lo que tiene ahí exactamente, pero es probable que el Mayor esté dispuesto a pagar el triple por lo que sea. Y esta noche no está usted en condiciones de pelear.
¡No sabe bien lo que pagaría Harper!, pensó Osgood. Sabía que la policía no iba a venir, al menos por la intervención de aquel hombre.
Se escuchó un lejano gemido por debajo de ellos. En la sala de máquinas se produjo otra explosión, y las llamas ascendieron un piso más. Osgood comprendió por la humedad de su piel que el calor se iba acercando. Pronto la instalación de gas que iluminaba el ascensor explotaría por completo y todo aquel lugar y los que estuvieran en su interior quedarían carbonizados.
Mientras retrocedía hacia el hueco del ascensor, Osgood percibió que la cara de Melaza reflejaba un repentino temor. El pirata literario levantó las manos muy despacio. Osgood se dio la vuelta y vio que Wakefield salía del hueco de la escalera. Llevaba a Rebecca de un brazo y apoyaba una pistola en su cuello. Los brazos y la cara de la mujer mostraban magulladuras, su vestido estaba rasgado por múltiples lugares.
–¡Rebecca! – exclamó Osgood sobrecogido.
–Me temo que el cochero elegido por su difunto héroe perdió un poco las riendas con todo aquel jaleo, Osgood -dijo Wakefield-. El coche volcó, pero no se preocupe… Allí estaba yo para ir al auxilio de su damisela, como he ido al suyo tantas veces ya.
–¡Suéltela, Wakefield! – gritó Osgood, añadiendo luego con toda la calma que pudo-: Todavía puede bajar. Todavía está a tiempo de salvarle.
Wakefield observó las llamas que lamían la oscuridad seis pisos más abajo, donde el cuerpo quebrantado de Herman se debatía entre la vida y la muerte.
–Yo diría que es poco probable que pueda sobrevivir, Osgood. Hay muchos otros adoradores del fuego que se pondrían a mi servicio a cambio de una remuneración.
–Es amigo suyo -dijo Osgood.
–Es una pieza de mi operación, como lo ha sido su búsqueda. Ahora le voy a decir lo que quiero que haga. Va a tirar la cartera a las llamas y yo dejaré que su tonta muchachita viva.
–¡No, James! – gritó Rebecca-. ¡Con todo lo que hemos pasado!
Osgood le dijo sin palabras que no se preocupara y sonrió para infundirle confianza. Sostuvo la cartera encima del hueco del ascensor.
–Una buena jugada, muchacho. Al final, resulta que sabe obedecer órdenes -Wakefield sonrió-. No se preocupe, señor Osgood, el mundo no se verá privado del final de Dickens.
Osgood le miró confundido.
–¿Qué quiere decir?
–Cuando hayamos destruido esto, ¡tengo intenciones de encontrar el final de Dickens yo mismo! Al menos, el que a mí me habría gustado: con el descubrimiento del cadáver de Edwin Drood muerto y enterrado en una cripta de Rochester. ¿Le sorprendería saber que estoy relacionado con los mejores imitadores y falsificadores del mundo, señor Osgood? Con muestras de la caligrafía de Dickens haré que mis hombres creen seis entregas de la mejor literatura falsa que se haya hecho jamás, más allá del montaje de aficionados del señor Grunwald. Estoy convencido de que John Forster estará más que encantado, ya que coincidirá con sus convicciones sobre el final del libro. Sólo hay un problema. Tenemos que deshacernos del auténtico final de Dickens antes de que me invente el mío. Y así es como usted me va a ayudar ahora.
–Primero, deje de apuntarle con la pistola, Wakefield -dijo Osgood-. Entonces haré lo que me pide.
–¡No es usted el que manda aquí! – rugió Wakefield sacudiendo a Rebecca por el brazo violentamente.
Pero Osgood esperó hasta que la pistola se separó un poco del cuello de la mujer. Osgood agradeció el gesto a su adversario con una inclinación de cabeza y, luego, soltó la cartera, pero sin soltar la correa, de manera que quedó colgando precariamente sobre el pozo llameante del ascensor.
–Para mí, ésta habría sido mi mejor publicación, Wakefield -dijo Osgood meditabundo, con el tono de voz que utilizaría para una oración funeraria-. ¡Piense sólo en el tesoro que habría supuesto! No sólo rescataría a mi empresa de nuestros rivales, sino que haría verdadera justicia a la última obra de Dickens y la pondría al alcance del público lector. Pero, para usted, el final de Drood es todavía más. Es su vida. ¿No es verdad? Las seis últimas entregas podrían destruirle, puesto que todos los ojos estarían pendientes de lo que dice.
–¡Y por eso lo va a tirar al fuego! – aulló Wakefield, perdiendo lo que le quedaba de compostura-. ¡Suéltelo!
Dos explosiones más sacudieron el aire bajo sus pies… Los últimos gemidos de Herman al abrasarse… Las llamas ascendiendo y lamiendo las vigas metálicas del ascensor, convirtiéndolo en una gigantesca chimenea abierta que le recordaba a Osgood que había perdido sus últimas oportunidades.
–¿Drood?-jadeó Melaza al enterarse-. ¿Eso de ahí es Drood?
–¡Silencio! – chilló Wakefield-. Adelante, Osgood.
Osgood respondió a Wakefield con un gesto de obediente asentimiento.
–Lo voy a soltar, Wakefield. Se lo he prometido y siempre cumplo lo que prometo.
–Lo sé, Osgood.
–Pero tendrá que confiar en que -continuó el editor- a lo largo de todo el camino desde la facultad de Medicina no haya parado un momento para cambiar la novela por papeles sin valor, que no haya rellenado la cartera con otros papeles o con páginas en blanco. ¿Está completamente seguro de que destruiría lo que he estado buscando todo este tiempo, aunque fuera por una mujer? ¿Está usted absolutamente convencido?
–Sí, Osgood. Usted la ama.
–Es cierto -dijo Osgood sin dudarlo. Por un instante, Rebecca dejó de sentir terror-. Pero dígame, señor Wakefield -continuó Osgood-, ¿tendría usted el valor de hacer eso, de destruir lo que más desea por un ser amado?
Wakefield, con la frente perlada de sudor, abrió los ojos desmesuradamente. Avanzó hacia Osgood muy despacio. Ahora apuntaba con la pistola al editor al tiempo que se acercaba a la cartera.
–Ni se le ocurra mover un músculo, Osgood -dijo Wakefield colocándole la pistola en la frente. El editor movió la cabeza en gesto de asentimiento. Su mirada se dirigió a Rebecca y, en el momento en que la miró a los ojos, ella supo lo que tenía que hacer.
Wakefield deslizó la mano en la cartera y sacó el grueso fajo de papeles cubiertos de tinta ferrogálica, acompañado de algunos fragmentos amarillos de la figura de escayola. Con una mano siguió apuntando con la pistola, mientras con la otra se acercaba los papeles a los ojos. Tras unos instantes de tenso suspense, una sombra oscura atravesó su rostro. Utilizando con torpeza dos dedos de la mano en la que sostenía la pistola, pasó la primera página para ver la siguiente, y la siguiente, y acabó saltando a la última.
Su expresión de concentración se contraía con atónito arrobamiento. Mientras todo menos el manuscrito desaparecía de la vista de Wakefield, Rebecca se lanzó a la carrera. Empujó a Wakefield por detrás con todas sus fuerzas. Hombre y manuscrito se mezclaron. Wakefield, impulsado por el instinto, se aferró a las vigas metálicas y levantó la pistola hacia la cabeza de Osgood con la otra mano; pero el fuego de abajo había recalentado el hierro y el vapor brotó de la mano desenguantada de Wakefield. La mano no resistió y Wakefield se precipitó por el hueco del ascensor acompañando con un grito su descenso al infierno. Mientras caía, las páginas revoloteaban a su alrededor. Alimentaron las llamas como leña seca en un fuego de invierno. Wakefield se estrelló en el fondo con un chillido inhumano.
En los últimos instantes, su mirada pareció posarse en una de las páginas de Dickens al tiempo que ésta se reducía a cenizas. Y todo quedó devorado por las llamas.
Osgood, mortalmente pálido, sujetándose las costillas con los brazos, cayó de rodillas completamente vencido por el agotamiento, el terror y el alivio. Contempló bajo sus pies las hojas de papel en diversos estados de destrucción y cenizas. Respirar le suponía una auténtica agonía.
–Señor Osgood -gritó Rebecca. Le arrastró a un lado en el momento en que Melaza se apresuraba hacia el borde del hueco del ascensor. El bucanero buscaba cualquier página perdida.
–¡El misterio de Edwin Drood! -exclamó el pirata-. ¡Incluso una sola página tendría un valor incalculable! – el sombrero se le cayó de la cabeza y ardió cuando una nueva explosión de la sala de máquinas subió desde el fondo. Osgood se levantó rápidamente y se inclinó sobre el hueco ya al rojo vivo a tiempo para agarrar al bucanero por el cuello de la chaqueta cuyo bajo empezaba a chamuscarse.
–¡Una página! – repetía el hombre-. ¡Sólo una página!
–¡Melaza! ¡Se acabó! ¡Ya se acabó!
Osgood tiró de Melaza hacia atrás en el momento en que la sala de máquinas explotaba de nuevo, esta vez, llenaba el retorcido hueco del ascensor con una sólida columna de fuego. Osgood había tomado a Rebecca en sus brazos y juntos contemplaban el precipicio desde la quinta planta.
–¡Rápido! – les instó un Melaza lleno de nueva sensatez viendo extenderse las llamas y el vapor. Mientras los tres supervivientes corrían hacia las escaleras, Melaza no dejaba de lamentarse periódicamente por la pérdida de las páginas.
–¿Cómo es posible? ¡Cómo ha podido consentir que destruyera el final de El misterio de Edwin Drood! ¡El último Dickens convertido en una columna de humo!
El pobre bucanero, poco dispuesto a aceptar la derrota, regresó detrás de los bomberos que entraban en tropel en el edificio tirando de las mangueras que sacaban de las bombas cercanas. Mientras, Rebecca ayudaba a Osgood a alejarse del edificio. Se sentó y tosió violentamente.
–Voy a buscar a un médico -dijo Rebecca. Osgood levantó una mano para indicarle que esperara.
–Espero que esto no ofenda a la señora -dijo tan pronto como consiguió recuperar la voz. Se sacudió las cenizas y la porquería de las manos e introdujo una de ellas bajo su camisa desgarrada, dentro de los vendajes que le rodeaban el pecho.
Extrajo un delgado manojo de papeles que llevaba pegados a su piel.
Rebecca contuvo el aliento.
–¿Eso es…?
–El último capítulo. Lo escondí mientras estaba solo en el ascensor. Por si acaso…
–¡Señor Osgood! ¡Es extraordinario! Incluso sin el resto, tener el final puede cambiarlo todo. ¿Cuál es el destino de Edwin Drood? – alargó la mano, luego titubeó-. ¿Puedo?
–Usted se lo ha ganado tanto como yo -dijo entregándole las páginas.
Bajó la mirada y pasó las manos por encima de la primera página del capítulo como si sus palabras pudieran tocarse. Sus ojos brillantes centelleaban de curiosidad y asombro.
–¿Y bien? – preguntó Osgood con complicidad-. ¿Qué le parece, querida mía? ¿Puede leerlo?
–¡Ni una palabra! – dijo ella riendo-. ¡Oh, es precioso!
Había dos cuestiones primordiales a la hora de elegirlos: quién podía escribir con mayor precisión y quién podía escribir más rápido. El sistema Gurney de taquigrafía le había atrapado con su mágico y misterioso encanto. Guardaba bajo su almohada el libro Braquigrafía, o un sencillo y completo método de taquigrafía. Permitía que un ser humano normal, tras un entrenamiento concienzudo y algunas plegarias, condensara el habitualmente largo lenguaje de sus congéneres en simples rayas y puntos sobre el papel. El reportero copiaba el discurso del orador en aquella maraña de marcas y salía corriendo. Si estaba fuera de la ciudad, en Edimburgo o alguna población rural, se inclinaba sobre su papel mientras iba en el carruaje, garabateando furiosamente a la luz de una pequeña lámpara, transformando sobre la hoja en blanco los extraños símbolos en palabras completas y sacando de vez en cuando la cabeza por la ventana para prevenir el mareo por el accidentado trayecto.
El novato reportero Dickens dominaba el Gurney, como lo había hecho su padre en el breve período en que trabajó de taquígrafo, pero eso no era suficiente. El joven Dickens cambió y mejoró el Gurney, creó su propia taquigrafía, mejor y más rápida que la de los demás. Pronto los más importantes discursos en inglés llevaban al pie la firma C. Dickens, Taquígrafo, 5 Bell Yard, Colegiado.
Ésa era la razón por la que pudo escribir tanto, hasta medio libro, en los escasos ratos libres que le permitía su apretada agenda mientras estaba en América. Ésa era la única manera de que su pluma pudiera mantener el ritmo de su cabeza y revelara el destino de Edwin Drood.
El sistema Gurney había sido sustituido años antes por el de Taylor y, más tarde, el de Pitman. Rebecca había estudiado el Pitman en la Academia Comercial Bryant y Stratton para mujeres de Washington Street antes de presentarse al puesto de asistente. Fields y Osgood, después de depositar las páginas de la cartera que contenían el último capítulo de El misterio de Edwin Drood en la caja fuerte a prueba de incendios del 124 de Tremont Street, consultaron a algunos de los mas reputados taquígrafos de Boston (varios de los cuales, los bucaneros más avispados, eran los mismos que intentaron copiar las improvisaciones de Dickens en el Tremont Temple antes de que Tom Branagan y Daniel Sand se lo impidieran). Sólo les mostraban una o dos páginas, con el fin de mantener el secreto, y no les comunicaban la procedencia del documento. No hubo suerte; todo era inútil. El sistema, incluso para los que conocían el Gurney, era demasiado excéntrico para que pudieran descifrar más que algunas palabras sueltas.
Enviaron telegramas confidenciales a Chapman Hall pidiéndoles consejo sobre el asunto. Mientras tanto, en el mayor sigilo, Fields y Osgood lo preparaban todo con el impresor y el ilustrador para hacer una edición especial de El misterio de Edwin Drood completo con el exclusivo capítulo final.
La primera semana tras la recuperación del manuscrito se realizaron múltiples reuniones y entrevistas con el jefe de policía, agentes de aduanas, el fiscal general y el consulado británico. Montague Midges, que negaba todas las acusaciones, fue inmediatamente despedido de su trabajo e interrogado por la policía respecto a sus conversaciones con Wakefield y Herman. Los agentes de aduanas abordaron el Samaria acompañados de un diligente recaudador de impuestos llamado Simon Pennock, haciendo uso de la información recogida por Osgood y el difunto Jack Rogers, y todos los miembros de la tripulación pasaron a disposición judicial. Se alertó a la Royal Navy y en cuestión de meses la mayor parte de las operaciones de Marcus Wakefield quedó desmantelada.
Una mañana Fields llamó a Osgood a su oficina, donde este último se quedó pasmado al encontrarse cara a cara con el cañón de un largo rifle.
–¡Hola, machote!
El rifle de dos cañones estaba despreocupadamente colgado del hombro de un hombre fornido y rubicundo que llevaba un ajustado atuendo deportivo con polainas de cuero, bombachos y una cartuchera alrededor de su amplia cintura. Frederic Chapman.
–Señor Chapman, perdóneme por la expresión de asombro -se explicó Osgood-. No hace dos días que le enviamos unos telegramas a Londres.
Chapman soltó su poderosa risotada.
–Verá, Osgood, estaba en Nueva York ocupándome de unos fastidiosos asuntos de la empresa Y cuando estaba saliendo para unirme a una partida de caza en los Adirondacks, el director del hotel me alcanzó en la estación de ferrocarril para entregarme un telegrama de mi oficina de Londres en el que se me ponía al tanto de su información. Por supuesto, tomé el siguiente tren con destino a Boston. Siempre me ha gustado Boston: las calles son tortuosas Y la tradición de Nueva Inglaterra se ha convertido en una ciencia. Esto -alzó delicadamente el puñado de páginas entre el cuidado y el respeto- ¡es sencillamente admirable! ¡Imagine!
–Entonces ¿puede entender algo? – preguntó Fields.
–¿Yo? Ni una coma; ¡ni una sola palabra, señor Fields! – declaró Chapman sin reducir un ápice su entusiasmo-. Osgood, ¿dónde ha ido? Ahí está. Dígame, ¿cómo lo ha encontrado?
Osgood intercambió una mirada inquisitiva con Fields.
–¡El señor Osgood es el hombre más diligente de nuestra casa! – exclamó Fields con orgullo.
–En fin, yo diría que esto lo demuestra -dijo Chapman descansando las manos en su cinturón cartuchera-. Mis empleados son seres inútiles e ineficaces. Ahora tenemos que idear un plan para leer esto de inmediato.
Fields le contó que los taquígrafos que habían consultado no lograban descifrarlo y ellos no querían dejarles que vieran un fragmento muy grande del documento.
–No, no podemos permitir que nadie más se entere de esto. ¡Empleado! – Chapman sacó la cabeza por la puerta y esperó a que apareciera alguien. Aunque quien se presentó pertenecía al departamento de finanzas, Chapman chasqueó los dedos y dijo-: Traiga champán, ¿quiere? – luego cerró la puerta en la cara del desconcertado empleado e insistió en volver a estrechar las manos de ambos hombres con su férreo apretón de cazador-. Caballeros, ¡ya lo veo! ¡Vamos a hacer historia! Mucho después de que todos nosotros, y perdonen lo morboso del comentario, estemos ya descatalogados definitivamente, nuestros nombres se recordarán por esto. ¡El final del último Dickens al alcance de todo el mundo! Eso es un triunfo.
»Se da la circunstancia de que conozco a varios reporteros de tribunales que trabajaron junto a Dickens como taquígrafos hace treinta años; en algunos casos, competían con el joven rival, intentando recrear su versión perfeccionada de la técnica taquigráfica. Algunos, a pesar de que su cabeza se ha teñido de blanco con la subrepticia llegada de la edad, viven retirados en Londres y los conozco personalmente. Estoy seguro de que, por un precio razonable, una «traducción» legible de este texto estará garantizada.
–Por mi honor, contribuiremos liberalmente a ese gasto -dijo Fields.
–Bien. Voy a sacar mi billete de vuelta en seguida para ocuparme de esto sin demora -dijo Chapman-. Díganme, han hecho una copia del capítulo, ¿verdad? Fields negó con la cabeza.
–Lo cierto es que esta taquigrafía es de diseño tan complicado que me temo que las copias serían inútiles. Los guiones, las líneas y los símbolos curvos que no fueran reproducidos con exactitud podrían hacer que la palabra o el párrafo se convirtiera en algo indescifrable. Sería como si un analfabeto pretendiera copiar una página de un pergamino chino. Tal vez con dos o tres de los mejores copistas ayudándose mutuamente. Los mejores copistas de Boston son también los más codiciosos, y confiar en ellos sería correr un riesgo.
–¿Ni siquiera se ha hecho una copia usted mismo? – preguntó sorprendido Chapman.
–El señor Fields no puede, por su mano -dijo Osgood-. No sabíamos que iba a venir, señor Chapman. Yo podía haberlo intentado, pero me temo que el solo intento habría requerido semanas.
–Y no podemos ni plantearnos calcarlos -señaló Chapman-, porque estos papeles no están precisamente bien conservados, donde fuera que los encontrara, y los productos químicos del papel de calco podrían reaccionar con la tinta. Da igual, el original estará a buen recaudo -en este punto hizo una pausa y acarició el cañón del rifle-, incluso de sus llamados bucaneros. ¡Que se acerquen a mí!
Chapman guardó el capítulo en su cartera. Tan pronto como la transcripción estuviera terminada, Chapman enviaría a un mensajero privado en el que confiara plenamente para que llevara las páginas transcritas hasta Boston para que la edición de Fields, Osgood Co. pudiera aparecer mucho antes que cualquier edición pirata.
–Dígame, sólo por diversión y antes de que sepamos la verdad, ¿usted qué cree, Osgood? – preguntó Chapman mientras se disponía a salir del despacho, a la vez que su asistente le daba el abrigo y el sombrero de fieltro marrón con una desenfadada cinta amarilla-. Díganos, ¿usted cree que Drood vive o muere al final?
–No sé si vive o muere -respondió Osgood-. Pero sé que no está muerto.
Chapman, echándose el rifle sobre el hombro, asintió con la cabeza pero dibujó con la boca un gesto de confusión ante la enigmática respuesta.
Unos minutos más tarde, después de que su visita se hubiera ido, Osgood experimentó una extraña sensación, un impulso, que le hizo levantarse de su mesa. De pie, se miró las palmas de las manos y las cicatrices que le habían dejado sus aventuras.
No habría podido explicar por qué, pero poco después corría por el pasillo; bajó las escaleras rápidamente, esquivando a los que iban más despacio; cruzó el vestíbulo de entrada como una exhalación, rebasó las vitrinas de cristal con libros de Ticknor Fields y de Fields Osgood, y salió por la puerta principal; pasó por delante de los compradores que esperaban ante el puesto de cacahuetes y el organillero italiano, rebuscando, escudriñando entre la gente, entre los turistas que, con brillantes gorritos y sombreros de verano, paseaban a la sombra de los olmos del Great Mall, junto al parque, contemplando las ardillas que buscaban migas perdidas y mendigaban con cara de pena algún regalo, en busca de Fred Chapman bajo la luz manchada de la escena estival. Osgood llegó hasta las tiendas levantadas por el circo ambulante, que albergaba exhibiciones de animales recalentados y toda una plétora de humanidad.
Es imposible saber qué pensaba decirle James Osgood si le hubiera dado alcance. Pero no tiene importancia, porque el fornido visitante de Londres y las páginas que guardaba en su cartera ya habían desaparecido.
Más allá de las pistas que en ella se ofrecen sobre su desenlace, no subsiste otra cosa Y creemos que lo que más habría deseado el autor queda garantizado, al ofrecer al lector, sin otras notas ni sugerencias, el fragmento de El misterio de Edwin Drood. El relato queda a medio contar; el misterio será un misterio siempre.
El misterio de Edwin Drood
Edición de 1870 Sólo las seis primeras entregas
Publicado por Fields, Osgood Co.
después
–¿Está el señor Clark?
Dirigió esta pregunta a un aprendiz, indiscutiblemente de Nueva Inglaterra, cuyo sueño era cumplir algún día los trece años y algún otro día escribir un libro como los que se veían en las rutilantes vitrinas. Por el momento se conformaba con sentarse allí y leerlos.
–Creo que no -fue su respuesta, demasiado absorto en la lectura para romper su concentración.
–¿Podría decirme cuándo regresará?
–Creo que no.
–¿El señor Osgood o el señor Fields, entonces?
–El señor Osgood está de viaje de negocios y el señor Fields no quiere que le molesten hoy, creo que no sé por qué.
–Bueno -rió por lo bajo el visitante-. Entonces, caballero, a usted le confío estos importantes papeles.
El muchacho miró los documentos y cogió la tarjeta que descansaba encima de ellos con expresión sorprendida y asombrada.
–Señor Longfellow -dijo saltando de su taburete para ponerse de pie. Observó al visitante con la misma intensidad que estaba dedicando al libro-. ¡Oiga, amigo! ¿En serio me está diciendo que es usted el auténtico Longfellow?
–Lo soy, joven.
–¡Vaya! ¡Nunca lo habría imaginado! Veamos, ¿qué edad tenía usted cuando escribió Hiawatha? Eso es lo que quiero saber.
Después de satisfacer esta y otras incontenibles curiosidades del aprendiz, el poeta se giró hacia las puertas de entrada, se cerró el abrigo, se caló el sombrero y se dispuso a afrontar el aire invernal.
–¡Mi querido señor Longfellow!
El aludido levantó la mirada y vio que entraba James Osgood. Saludó al joven editor.
–Suba al piso de arriba y caliéntese junto al fuego de la Sala de los Autores, señor Longfellow -le sugirió Osgood.
–La Sala de los Autores -repitió Longfellow sonriendo como en un sueño-. ¡Cuánto tiempo ha pasado desde que holgazaneaba en ella con mis amigos! El mundo era un planeta de fiesta en aquel entonces y las cosas eran exactamente lo que parecían ser. Acabo de dejar unos papeles que necesitaban mi firma para el señor Clark. Pero tengo que regresar a Cambridge con mis chicas.
–Le acompañaré parte del camino, si me lo permite. Ya llevo puestos los guantes.
Osgood se agarró del brazo del autor mientras subían por Tremont Street en aquella desapacible tarde. Su charla, interrumpida a ratos por las ráfagas de viento helado, no tardó en derivar hacia El misterio de Edwin Drood. La edición de Fields, Osgood Co. había salido a la calle apenas unos pocos meses antes.
–Creo que he interrumpido el disfrute de su aprendiz del relato de Drood -dijo Longfellow.
Ah, sí. Es el pequeño Rich. Hace dos años no había visto un aula de una escuela y ahora lee un libro a la semana. Drood es su favorito hasta el momento.
–Sin duda es una de las obras más hermosas del señor Dickens, si no la más hermosa de todas. Es una tragedia pensar que la pluma cayó de su mano antes de completarla -dijo Longfellow.
–Hace unos meses tuve en mi poder las últimas páginas -dijo Osgood sin pretenderlo realmente. ¿Qué le iba a contar Osgood? ¿Que Fred Chapman se había llevado el manuscrito a Inglaterra? ¿Que a bordo del barco había ocurrido un accidente y varias piezas del equipaje habían quedado destruidas, incluido el baúl en el que se encontraba el Drood?-. Intervino la cruel desventura -comentó Osgood ambiguamente.
Longfellow hizo una pausa y tiró del brazo de Osgood para acercarle a él como si fuera a contarle un secreto antes de responder.
–Es lo mejor.
–¿Qué quiere decir?
–A veces pienso, mi querido Osgood, que todos los libros buenos están sin terminar. Simplemente tienen que simular estar terminados por la conveniencia del público. Si no fuera por los editores, ningún autor llegaría nunca al final. Tendríamos muchos escritores y ningún lector. Por eso no debe derramar ni una lágrima por Drood. No, es una situación envidiable: me refiero a que cada lector puede imaginar su propio final ideal, y todos ellos estarán satisfechos con el final que han elegido en su cabeza. Tal vez podamos considerarla en un estado de verdad superior a cualquier otra obra de su clase, por muy grande que imprimamos la palabra Fin. ¡Y usted le ha sacado todo el partido!
Lo cierto era que su edición de Drood había tenido un éxito arrollador indiscutible y que superaba sus expectativas, poniendo a la editorial en un aprieto para poder imprimir las ediciones suficientes para satisfacer la demanda. Las aventuras que había vivido Osgood en su extraordinaria búsqueda del final de la novela se habían filtrado a la profesión, empezando, al parecer, por un bucanero que se hacía llamar Melaza. Fragmentos del relato de su gesta, algunos totalmente ciertos y otros rumores enloquecidos, se narraron en una interminable serie de artículos que el señor Leypoldt publicó en su revista, cuyo nuevo nombre era Semanario Editorial, como la primera de sus historias sobre el alma de la edición, que ganó para la publicación de Leypoldt la mirada de miles de ojos nuevos y tuvo como consecuencia que periódicos y revistas de todas las ciudades se hicieran eco de dichos lances. Eso despertó un enorme interés y atención por su edición de Drood, convirtiendo el nombre de Osgood en la primera página en garantía de venta, mientras las ediciones piratas de Harper que voceaban por las calles vendedores ambulantes se llenaban de polvo. La edición de Fields Osgood llenaba los escaparates de las librerías, relegando los grabados indios y las cajas de puros a la parte de atrás.
La atención adicional que le brindaron las publicaciones gremiales no sólo ayudó a que se vendieran más ejemplares de Drood. Atrajo a nuevos autores que querían que les publicara un hombre como Osgood: Louisa May Alcott, Bret Harte y Anna Leonowens, entre otros. Osgood estaba a la sazón negociando las condiciones de una novela del señor Samuel Clemens.
Fue toda una revelación dentro de la profesión. La editorial no sólo podía sobrevivir, sino que floreció.
Al regresar al 124 de Tremont, después de separarse de Longfellow, y mientras colgaba su sombrero en un gancho, Osgood fue abordado por el fiable empleado que había sustituido al señor Midges.
–El señor Fields quiere verle enseguida -le dijo.
Osgood le dio las gracias y se disponía a partir ya cuando el empleado exclamó a su espalda:
–Oh, señor Osgood, el ascensorista ha salido. ¿Necesita usted ayuda con los mandos?
Osgood dirigió la mirada hacia el ascensor recién instalado en el ala este del edificio.
–Gracias -dijo-. Casi prefiero subir por las escaleras.
Mientras recorría los pasillos buscó a Rebecca, a quien unas semanas antes Fields había ascendido de asistente al puesto de lectora. El lector oficial había estado enfermo dos semanas y Rebecca había impresionado a Fields con su análisis de los manuscritos enviados al Atlantic.
Desde su regreso de Inglaterra, el contacto que mantenían Osgood y Rebecca había sido un modelo de decoro y distancia profesional, dejando todas las puertas de comunicación entre ellos abiertas para que todos lo vieran. Pero los dos habían hecho una señal en sus dietarios. 15 de mayo de 1871, más o menos a seis meses del presente: ésa era la fecha en la que el reloj se detendría y su divorcio sería tan oficial como la cúpula dorada del Capitolio. La espera resultó ser una fuente de intensa emoción. El secreto era inquietante y aumentaba el amor que sentían el uno por el otro. Cada nuevo día les acercaba veinticuatro horas más a la recompensa de un cortejo público.
Cuando entró en el despacho del socio mayoritario, Osgood suspiró a pesar de sí mismo y de sus renovados éxitos.
–Hoy hemos tenido más cifras extraordinarias de ventas del último Dickens -dijo Fields-. Sin embargo, sus pensamientos parecen estar muy lejos.
–Tal vez lo estén.
–Bueno, y ¿dónde?
–Perdidos en el mar. Señor Fields, tengo que decirle lo que pienso. Creo que es posible que el equipaje de Frederic Chapman no sufriera ningún accidente.
–¿Oh?
–No creo que esas páginas desaparecieran en el accidente. No tengo pruebas, sólo sospechas. Puede que intuición.
Fields, meditabundo, asintió con la cabeza. El socio mayoritario mostraba señales indudables de agotamiento.
–Ya.
–Me considera injusto con ese caballero -dijo Osgood cautelosamente.
–¿Con Fred Chapman? No le conozco mejor que usted para saber si es un caballero o un timador.
–Sin embargo, ¡no parece haberle sorprendido mucho mi drástico comentario! – exclamó Osgood.
Fields observó a Osgood con calma.
–Hubo informes por cable de las inundaciones a bordo del barco.
–Lo sé. Pero usted también ha sospechado -señaló Osgood-. Ha sospechado algo desde el primer momento. ¿No es verdad?
–Mi querido Osgood. Tome asiento. ¿Ha leído el libro de Forster sobre la vida de Dickens?
–Lo he evitado.
–Sí, apenas concede la menor atención a nuestra gira por América. Pero sí reproduce el texto del contrato de Dickens con Chapman.
Si el mencionado Charles Dickens muriera durante la escritura de la mencionada obra, El misterio de Edwin Drood, o de alguna otra manera quedara incapacitado para terminar dicha obra para su publicación en los doce meses según lo acordado, o en caso de su muerte, incapacidad o negativa, se recurrirá a la persona designada por el Fiscal General de Su Majestad para que determine la cantidad que deba reintegrarse por el mencionado Charles Dickens, sus albaceas o administradores, al mencionado Frederic Chapman en justa compensación, en cantidad proporcional a la parte de la obra que no se haya completado para su publicación.
Osgood bajó el libro.
–Es, como dijo el Mayor, como si los libros fueran trastos viejos. ¡Chapman cobra dos veces! – exclamó.
–Exacto -dijo Fields-. Gana el dinero de la venta del libro y el patrimonio de Dickens le paga la compensación al no estar acabado el libro. Por otro lado, si fuera por ahí exhibiendo el último capítulo para que lo supiera todo el mundo, los albaceas (Forster, al que no le gusta Chapman ni un poquito por considerarle otro competidor inmerecido en las atenciones de Dickens) podrían argüir que, incluso sin la totalidad de las seis entregas finales, el último capítulo prueba que Dickens sí lo terminó y sus herederos no le deben ni un chavo a Chapman. Y eso no es todo. Piénselo, se lo ruego. Una novela nueva de Dickens es una novela nueva de Dickens, con todo lo que eso supone. Pero una novela inacabada de Dickens es un misterio en sí mismo. ¡Imagine las especulaciones, el éxito! El interés que despierta la publicación de Chapman es inestimable.
–Y no tiene que vérselas con los piratas, como nos pasa a nosotros aquí sin los derechos del señor Dickens -dijo Osgood.
–No, es cierto -admitió Fields.
–Entonces ¿cree usted que las páginas que le entregamos, aquel último capítulo, todavía existen?
–Puede que verdaderamente las destruyera un accidente. Nunca lo sabremos. A no ser que… Bueno, usted dice que le pagan dos veces, muy cierto. Pero podría conseguir que, al final, le pagaran tres veces. Si llegara el día, tal vez dentro de meses, o dentro de diez años, o de un siglo, en que la empresa de Chapman o sus herederos necesitaran dinero, podrían publicar el final «¡recién desvelado!» de El misterio de Edwin Drood ¡y causar una revolución entre el público lector! El villano de la novela sería condenado de una vez por todas.
Osgood lo pensó durante un instante.
–Tiene que haber algo más que podamos hacer.
–Ya lo hemos hecho. Hemos tenido todo un éxito gracias a usted y a la señorita Sand.
Osgood se dio cuenta entonces de que Fields empuñaba una pluma en su escuálida mano.
–Mi querido Fields, vaya, no debería fatigarse escribiendo. Ya sabe que la señora Fields me ha encargado que le vigile para que se cuide esa mano. Puedo llamar a su asistente o hacerlo yo mismo.
–No, no. Esta última cosa tengo que escribirla yo mismo, gracias, ¡aunque no escriba nada más en toda mi vida! Estoy cansado y hoy me voy a marchar temprano a casa a dormir, como su viejo gato de rayas. Pero antes, tengo un regalo para usted, por eso le he hecho venir.
Fields mostró un par de guantes de boxeo. Osgood, riendo para sí, no supo qué decir.
–Será mejor que los acepte, Osgood.
Fields deslizó sobre la mesa de despacho una hoja de papel. En ella, trabajosamente caligrafiado de su puño y letra, se veía el diseño preliminar de un membrete de papelería. En él se leía:
Tremont Street
Rebecca apareció en el quicio de la puerta con un vestido blanco de cachemir y una flor en el pelo, recogidos los rizos negros en un moño alto. Osgood, olvidando que tenía que contenerse, tomó sus manos entre las de él.
–¿Cómo te sientes, mi querido Ripley? – preguntó ella sin aliento.
–Sí, no sea tímido -dijo Fields-, ¿qué le parece esto? Con sinceridad. ¿Le ha sorprendido, mi querido Osgood?
El aprendiz llamó a la puerta haciendo equilibrios para sujetar un paquete mal envuelto que era casi tan grande como él.
–Ah, Rich -dijo Fields-. Pídele a Simmons que envíe una nota a Leypoldt informándole de que tenemos cambios para su información. ¿Qué es eso? – preguntó refiriéndose al paquete-. En este momento estamos muy ocupados celebrando las buenas nuevas.
–Creo que es un paquete. A ver, está dirigido a… -empezó a decir el aprendiz, haciendo una pausa insegura-. Vaya, a James R. Osgood y Compañía, señor.
–¿Cómo? – exclamó Fields-. ¡Imposible! ¿Qué especie de Tiresias moderno podría saberlo ya? ¿Qué clase de hombre con más ojos que Argos?
Osgood abrió con calma las sucesivas capas de papel, tan frías tras el trayecto invernal del paquete que bien podían ser finas láminas de hielo. Debajo de ellas emergió el busto de hierro de un distinguido Benjamin Franklin con su precavida mirada de soslayo tras las gafas y sus labios fruncidos.
–Es la estatua del despacho de Harper -anunció Osgood.
–¡Es la posesión más querida del Mayor! – dijo Fields entre la sorpresa y el desconcierto.
–Hay una nota-dijo Osgood, antes de leerla en voz alta.
Felicidades por su ascenso, señor Osgood. Cuide bien de esta reliquia por el momento. Se la reclamaré cuando consiga absorber su firma. Siempre alerta, su amigo Fletcher Harper, el Mayor.
En la parte superior del papel se veía el emblema de la eterna antorcha de Harper.
–¡Harper! ¿Cómo ha podido enterarse ya? ¡Traigan un martillo! – clamó Fields-. ¡Maldito Harper!
Osgood sacudió la cabeza tranquilamente y sonrió con ponderación.
–No, mi querido Fields. Que se quede con nosotros. Tengo la agradable sensación de que ya será nuestra para siempre.
El último Dickens se propone retratar a Charles Dickens y el ambiente que rodeó su vida y su muerte tan fielmente como sea posible. El lenguaje, comportamiento y personalidad de Dickens tal como aparece en este libro incorporan muchas conversaciones y hechos reales. La recreación de su histórica gira de despedida por los Estados Unidos (1867-1868) está inspirada en visitas a lugares como el hotel Parker House, donde se alojó Dickens en Boston (ahora el Omni Parker House), y enriquecida con la investigación de correspondencia, programas de teatro, artículos de periódicos y recuerdos de participantes como George Dolby y James Fields y su mujer Annie. Así, la mayor parte de los incidentes aquí descritos son históricos, incluido el rescate por parte de Dickens de los animales en peligro y su visita con Oliver Wendell Holmes a la facultad de Medicina de Harvard.
El incidente de la acosadora que se relata en los mismos capítulos está basado en una serie de encontronazos reales con una admiradora de la buena sociedad de Boston llamada Jane Bigelow, en la que se inspira Louisa Barton, pasada por el prisma de la ficción. Un recaudador de impuestos chantajeó al personal de Dickens y planeó su arresto por evasión de los impuestos federales del espectáculo. El diario de bolsillo de Dickens del año 1867 desapareció verdaderamente en Nueva York casi al mismo tiempo, reapareciendo sin explicación más de cincuenta años después en una subasta (hoy forma parte de la colección Berg de la Biblioteca Pública de Nueva York).
Entre los personajes históricos de esta novela se encuentran James R. Osgood, los Fields, los Harper, Frederic Chapman, John Forster, Georgina Hogarth, Frederick Leypoldt, el personal de gira de Dickens -Dolby, Henry Scott, Richard Kelly, George Allison- y los hijos de Dickens -Frank, Katie y Mamie-, todos ellos recreados aquí a través de la investigación de sus vidas personales y profesionales. Los personajes de ficción, entre los que se encuentran Tom Branagan, Rebecca y Daniel Sand, Arthur Grunwald, Jack Rogers, Herman Cabeza de Hierro y Marcus Wakefield, se han desarrollado a partir de la investigación de la época. Rebecca refleja los avances y retos reales de una nueva clase de mujer soltera trabajadora en el Boston de mediados a finales del siglo xix, así como de las mujeres divorciadas. El comercio internacional de opio y sus movimientos en Inglaterra y la India británica tal como se retratan, lo mismo que el sector de los libros, reflejan momentos decisivos en la historia.
La empresa de Fields, Osgood Co. se convirtió en la editorial americana autorizada de Charles Dickens en 1867, una circunstancia que inflamó la polémica con su rival Harper Brothers. Dickens realmente se ofreció a contarle el argumento de El misterio de Edwin Drood a la reina Victoria antes de que llegara al público, pero parece ser que ella declinó la invitación. Con Drood incompleto, las dramatizaciones teatrales y las secuelas «espirituales» florecieron y se multiplicaron. Se empezó a correr el rumor de que Dickens había escrito más de lo que se había publicado de la novela. Mientras que, en El último Dickens, los esfuerzos de Osgood por encontrar pistas que le condujeran al resto de la novela de Dickens son producto de la imaginación, muchos de sus elementos claves surgieron de la historia y el estudio. Dickens se inspiró fielmente para su fumadero de opio y sus personajes en un establecimiento auténtico de Londres que visitó, y que dirigía una mujer llamada Sally u «Opium Sal»; también es posible que entre sus fuentes de inspiración para la desaparición de Edwin Drood se incluyera una leyenda de Rochester sobre los restos humanos del sobrino de un hombre que se encontraron en las paredes de su casa. El dueño del Falstaff Inn, situado enfrente de la finca de Dickens, era William Stocker Trood y tenía un hijo llamado Edward. La figura de Dickens Turco sentado fumando opio se vendió en subasta con el resto de sus pertenencias en Christie, Manson Woods, Londres, el 8 de julio de 1870. La figura, junto a la pluma que Dickens empleó para escribir Drood, pueden verse hoy en el Museo Charles Dickens de Londres; su bastón de paseo con el tornillo en la empuñadura se encuentra en la Biblioteca Houghton de la Universidad de Harvard.
Chapman Hall publicó El misterio de Edwin Drood en forma de libro a finales de 1870 en Londres y Fields, Osgood Co. lo hicieron en Boston; a su publicación en Boston le siguió una edición no autorizada de Harper Brothers en Nueva York. Como se muestra en el libro, a finales de 1870 Fields se retiró y Osgood se convirtió en el propietario de James R Osgood Co. En 1926 Chapman Hall manifestó que conservaba su contrato original con Dickens para la publicación de El misterio de Edwin Drood guardado en su caja fuerte, pero no lo quería mostrar. Menos de un año después declaró que ya no conseguía encontrarlo. En los años posteriores a la muerte de Dickens las diversas pruebas que han ido apareciendo han arrojado escasa luz sobre sus intenciones con respecto a El misterio de Edwin Drood. Las preguntas sobre la novela y su final siguen estando hoy tan candentes como siempre.
En busca de opinión e ideas he confiado en mi soberbio círculo de lectores, compuesto una vez más por Benjamin Cavell, Joseph Gangemi, Cynthia Posillico e Ian Pearl, quienes han demostrado ser inmarchitables ante los molestos prestatarios de su genio, y a los que esta vez se han unido los brillantes talentos adicionales de Louis Bayard y Eric Dean Bennett. Gabriella Gage aportó una inestimable ayuda en un momento crucial de la compleja investigación, reforzando el proyecto con su persistencia, recursos y paciencia. Susan y Warren Pearl, Marsha Wiggins, Scott Weinger y Gustavo Turner estuvieron presentes todo el tiempo para impulsar tanto el trabajo como el descanso. Y mi gratitud a Tobey Pearl, que me ayudó a cruzar todos los valles y las colinas del proceso de la primera a la última palabra.
Me descubro ante más de un siglo de estudios sobre Charles Dickens y El misterio de Edwin Drood, en particular ante todo lo que ha sido publicado por las revistas Dickensian y Dickens Studies Annual, y los escritos de Arthur Adrian, Sydney Moss, Fred Kaplan, Don Richard Cox, Robert Patten y Duane Devries, con la aportación extraordinaria por parte de estos tres últimos eruditos de respuestas a través de la correspondencia privada. He tenido el privilegio de poder consultar los fondos de la Biblioteca de la Universidad de Harvard, la Biblioteca Pública de Boston, la Bostonian Society, la Philadelphia Free Library y el Museo Dickens de Londres.
Esta novela está dedicada a todos los profesores de inglés que he tenido.
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28/12/2009
LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/