Osgood revisó la redacción del testamento con Georgina Hogarth en el café del Falstaff Inn y le expuso sus opiniones sobre las obligaciones contraídas con respecto a Forster. El documento establecía una distribución de responsabilidades y obligaciones admirablemente complicada. Forster controlaba todos los manuscritos de las obras publicadas por Dickens. Pero el documento cedía a Georgy todos los papeles privados de la casa, además de las decisiones relacionadas con las joyas y los objetos familiares del escritorio de Dickens, tales como la pluma de ganso que Forster se había quedado temporalmente.
–El señor Forster -le contó Georgy a Osgood- entiende que su deber consiste en recordar al mundo que Charles debe ser adorado. Por eso está enterrado en el Rincón de los Poetas en vez de en nuestra humilde aldea, como habría sido su deseo. Si el señor Forster hubiera podido manejar la pluma de Dickens por él sobre las líneas de su testamento, lo habría hecho.
Aquella tarde, tras un trayecto en tren de una hora entre Higham y Londres, Osgood y Rebecca entraron en el lugar hecho por la mano del hombre más sobrecogedor de toda Inglaterra: la abadía de Westminster. Tanto Osgood como su asistente levantaron automáticamente las cabezas hacia el extraordinario techo de gran altura, donde las prolongaciones de las columnas se juntaban como las copas de los árboles de un bosque se entrelazan sobre el cielo de la mañana. La luz que entraba a chorros en la abadía estaba teñida por los cristales de colores de los rosetones que les rodeaban.
En la nave lateral sur, los visitantes americanos encontraron la lápida de mármol que cubría el ataúd de Charles Dickens. El aparatoso monumento del Rincón de los Poetas en la famosa catedral estaba rodeado por las tumbas de los escritores más grandes. La del propio Dickens estaba flanqueada por las estatuas de Addison y Shakespeare, y el busto de Thackeray. A pesar de que se habían seguido pocas más de sus instrucciones, las palabras incrustadas en la losa rezaban como lo había pedido Dickens:
Mientras se encontraban allí, una flor pasó volando ante ellos en dirección a la tumba. El capullo tenía pétalos grandes y carnosos de un violeta encendido. El editor miró por encima de su hombro y vio alejarse a un hombre con sombrero de ala ancha que le cubría la mayor parte de su rostro anguloso y rojizo.
–¿Ha visto a ese hombre? – le preguntó Osgood a Rebecca.
–¿Quién? – respondió ella.
Osgood había visto antes aquella cara.
–Creo que era el hombre del chalet… El paciente de ese extraño experimento de hipnosis.
En ese momento apareció en la abadía otra caravana de dolientes que lloraban a Dickens. Habían llegado de la lejana Dublín para ver el lugar de descanso definitivo del escritor, le explicaron entusiasmados a Osgood, como si él fuera el encargado. Abarrotaron el Rincón de los Poetas, arrinconando a Osgood, y mientras el paciente de la terapia de mesmerismo desapareció.
Sin saber muy bien adónde dirigirse, Osgood y Rebecca pasearon por las calles de Londres.
Habían dado con toda una sucesión de callejones sin salida en la investigación que llevaban a cabo en Gadshill. Habían oído decir que existía una residente en Londres llamada Emma James que aseguraba tener el manuscrito completo de El misterio de Edwin Drood. Resultó ser una médium espiritista que estaba dictando las últimas seis entregas de la novela en contacto con la «pluma espiritual» de Charles Dickens y pensaba comenzar en breve la siguiente novela fantasmal del autor, titulada La vida y aventuras de Bockley Wickleheap. Otros rumores (por ejemplo, que Wilkie Collins, el popular novelista colega de Dickens y su colaborador ocasional, había sido contratado para terminar la novela) resultaron ser igualmente improductivos. También habían oído que, unos meses antes de su muerte, Dickens se había ofrecido en una audiencia en la Corte a contarle el final a la reina Victoria.
–¿Señor Osgood? – dijo Rebecca-. Parece usted inquieto.
–Quizá hoy me encuentre demasiado acalorado. Vamos a hacerle una visita al señor Forster en su oficina, puede que él sepa algo de Dickens y la Reina.
Osgood no quería desanimar a Rebecca diciendo nada más. Temía la posibilidad de regresar a Boston y tener que decirle a J. T. Fields que El misterio de Edwin Drood nunca se desvelaría, que Drood seguiría perdido en todos los sentidos. Y que el declive económico de Fields, Osgood Co. podría no estar muy lejos.
Proteger a nuestros autores era el lema de Fields sobre todo lo demás. En eso iba pensando Osgood mientras caminaban. Sus esfuerzos en Inglaterra no iban sólo dirigidos a la supervivencia financiera de su empresa y sus empleados, sino también de los autores: Longfellow, Lowell, Holmes, Stowe, Emerson y otros. Si la editorial se desplomaba en el precipicio financiero que les amenazaba, ¿cómo se las arreglarían los autores desamparados? Sí, eran escritores queridos, pero ¿le importaría eso a un editor de la calaña que representaba el Mayor Harper? Sin Fields y Osgood para protegerles, ¿quedarían sepultados en la oscuridad, como Edgar Allan Poe o el una vez prometedor Herman Melville? El verdadero futuro de la edición no estaba en que los editores se convirtieran en industriales, como preveía Harper, sino en que fueran socios de los autores, la unión de las dos mitades de la portada.
Osgood pensaba en toda la responsabilidad que descansaba sobre sus hombros. En otro tiempo había llegado a plantearse ser poeta: ¡ahora aquello le hacía reír por dentro! Un joven Osgood, estudiante ejemplar, que recitaba un poema a la clase de la Standish Academy. Aquel octubre vio cómo una docena de sus compañeros de clase dejaban los estudios para ir a buscar oro en California, pero él prefería las silenciosas salas de la escuela a las agrestes colinas de California. Phi Beta Kappa en Bowdoin, delegado de clase, miembro del Club Pecunian, pero amigo de los rivales Atenienses. Todo el mundo que le rodeaba esperó siempre que triunfara en la vida. Abrazar la causa de otros artistas y genios que sin su ayuda podrían no haber salido adelante había supuesto un tremendo sacrificio de sus propias ambiciones artísticas.
Con el peso de estos pensamientos sobre su cabeza, llegaron al edificio oficial que albergaba la Delegación de Salud Mental, donde Forster ejercía su cargo. Les recibió un funcionario del Gobierno. Osgood le explicó que querían hablar con el señor Forster.
–¿Son ustedes americanos? – preguntó el funcionario levantando las cejas con interés.
–Sí, así es -respondió Osgood.
–¡Americanos! – sonrió el funcionario-. Bueno -dijo con renovada seriedad-, me temo que no tenemos escupideras en la sala de espera.
–No hay problema -dijo Osgood cortésmente-, ya que nosotros no mascamos tabaco.
–¿No? – preguntó sorprendido el funcionario y luego miró a Rebecca a la boca como si quisiera confirmar que efectivamente no estaba mascando tabaco-. ¿Pueden esperar un momento?
El funcionario regresó con una dirección escrita en un papel.
–El señor Forster salió de la oficina hace unas horas. Creo que pueden encontrarle aquí. Les he escrito unas indicaciones detalladas, porque los americanos siempre se pierden en Londres.
–Gracias, le buscaremos allí -dijo Osgood.
El día era cada vez más caluroso y húmedo. Londres, con sus pavimentos y sus aglomeraciones de transeúntes en vacaciones y atareados hombres de negocios, era menos agradable que Gadshill, con sus campos ondulantes y sus generosos ramilletes de vegetación.
Después de trazar lo que le parecieron varios círculos, Osgood miró la placa de la esquina de la calle y la comparó con el papel que les había escrito el funcionario.
–Blackfriars Road, a la izquierda de St. George's Circus… Aquí es donde dijo que hallaríamos al señor Forster -se encontraban delante de un macizo edificio con forma de pentágono que ensombrecía toda la calle. Osgood se apoyó en una columna de piedra del pórtico para enjugarse la frente y el cuello con el pañuelo. Mientras lo hacía pudo escuchar un sonoro diálogo que les llegaba como a través de una trompeta:
–Es un auténtico fenómeno en la historia de la amistad, lo de este tío y su sobrino.
A la voz masculina la siguió una femenina que dijo:
–¿Tío y sobrino?
–Sí, ése es el parentesco que tienen -respondió el hombre-. Pero ellos nunca lo mencionan. El señor Jasper no quiere ni oír «tío» o «sobrino». Siempre se llaman Jack y Ned, creo.
La mujer replicó:
–Sí, y tengo entendido que, mientras que nadie más en el mundo se atrevería a llamar «Jack» al señor Jasper, sólo él llama «Ned» a Edwin Drood.
Osgood y Rebecca se quedaron escuchando incrédulos.
–Ahí -señaló Rebecca nerviosamente.
Osgood se volvió sobresaltado. Un cartel a lo largo de la fachada del inmenso edificio anunciaba las futuras producciones de la temporada en el teatro Surrey: En la cima del mundo, Certificado de libertad condicional y… El misterio de Edwin Drood. La obra de Dickens adaptada por el señor Walter Stephens y alardeando en el cartel: «¡Con nuevo y mejorado argumento!» y «¡un reparto de personajes irresistible y sin precedentes que llevará al público a un estado de vibrante emoción!» con «¡el nuevo libro de Charles Dickens! ¡Ahora completo!».
–Ahora completo -leyeron en voz alta Osgood y Rebecca.
Tras entrar en el vestíbulo y subir la enorme escalera, se encontraron una sala más grande que las que habían visto en Boston o Nueva York. Tenía forma de herradura. De quince metros de altura y con una asombrosa cúpula dorada, decorada con delicados dibujos, que cubría la superficie completa. En la base de la cúpula había paneles de rojo veneciano con los nombres de los más grandes dramaturgos de la nación: Shakespeare, Jonson, Goldsmith, Byron, Jerrold…
Una barahúnda de gente sobre el escenario atrajo la atención de Osgood. Los actores y actrices de aquella versión de Drood estaban pasando de ensayar la conversación de Septimus Crisparkle con la recién llegada al pueblo Helena Landless a una escena en el fumadero de opio. Pero al parecer no podían encontrar al actor que interpretaba al proveedor chino de opio.
Osgood halló detrás del escenario a un hombre que permanecía de pie teatralmente quieto mientras una joven le anudaba al cuello una estridente chalina. Al tiempo que ella trabajaba, él se estudiaba el interior de la boca y se ahuecaba el largo cabello oscuro en un espejo de cuerpo entero. Tenía una cabeza enorme, una especie de obra maestra de la fisiognomía, y un cuerpo delicado que parecía esforzarse para sostener la parte superior. Cuando el hombre dejó de pronunciar aes y oes, Osgood se presentó y le preguntó por la persona responsable.
–Se refiere al albacea del señor Dickens, ¿verdad? – dijo el hombre-. Ha estado aquí para espiar y cotillear el ensayo, pero ya ha volado, creo, como un águila gigantesca y gordísima.
–O sea, que John Forster ha autorizado esta función -dijo suavemente Osgood-. ¿Y usted es uno de los actores, señor?
El hombre abrió y cerró sus fuertes mandíbulas unas cuantas veces en un intento de superar su asombro ante tal pregunta.
–Si soy… Arthur Grunwald, señor -dijo extendiendo una mano orgulloso-. Groon-woul-d, señor -se corrigió a sí mismo con pronunciación francesa antes de que Osgood pudiera decirlo.
–Armando Duval en La dama de las camelias de Alejandro Dumas del teatro St. James la temporada pasada -dijo discretamente la chica que le estaba ajustando la chalina mientras Grunwald aparentaba no escuchar la lista de sus éxitos-. Falstaff en el Enrique IV del Lyceum. Y seguramente habrá visto usted la temporada del señor Groon-woul-d como Hamlet en el Princess. Su Majestad fue a verlo cuatro veces.
–Me temo que yo no estoy en Londres tan a menudo como la Reina -aseguró Osgood.
–¡Bueno, señor! – exclamó Grunwald-. Sé lo que está pensando: «Groon-woul-d es una pizca demasiado esbelto y apuesto para interpretar al más bien corpulento caballero de una manera realista». ¡No es así! Pusieron mi Falstaff por las nubes. Mi papel en este drama es el de Edwin Drood. ¡Su amigo Forster cree que porque ha autorizado el montaje tiene derecho a supervisarme a mí también! Dígame, ¿dónde está Stephens?
–¿Quién?
–¡Nuestro dramaturgo! ¡Walter Stephens! ¿No me ha dicho usted hace escasos minutos que es su editor? ¿Se le ha olvidado? ¿Tiene usted siempre la cabeza tan atolondrada? ¿O es un impostor, un especulador que busca mi autógrafo para venderlo?
Osgood le explicó que era el editor del difunto Charles Dickens, no del escritor que había adaptado la novela a la escena. Grunwald recuperó la calma.
–Toda la fama de Dickens -se lamentó Grunwald dirigiéndose al espejo. Visto de cerca, al actor le sobraban diez años para hacer el papel de Edwin Drood, aunque su piel ostentaba el brillo de falsa juventud y romance propio del artista marchito-. Tanta fama y no le ha servido de nada porque no tenía lo más importante.
–¿Y qué es lo más importante? – preguntó Osgood.
–Estar satisfecho de sus hijos. Vaya, ¿nos ha traído usted otra aspirante a actriz? Me temo que no valga. ¡La siguiente!
–Perdone -dijo Osgood-, es mi asistente, la señorita Rebecca Sand -Rebecca avanzó y le hizo una reverencia al actor.
–Menos mal. No va a conseguir usted muchos papeles, querida mía, yendo por ahí vestida toda de negro como si fuera de luto y sin unas formas más generosas por arriba.
–Gracias por el consejo -respondió Rebecca ásperamente-, pero es que estoy de luto.
–Grunwald, aquí está usted -dijo Walter Stephens saliendo de detrás del escenario a grandes zancadas-. Lo siento, creo que no he sido presentado a sus amigos -dijo señalando a Osgood.
–No es amigo mío, Stephens. Hasta hace un instante era su editor.
Stephens miró de arriba abajo a Osgood confundido al mismo tiempo que Grunwald era requerido en el escenario para ensayar una escena. Se trataba del momento en que él (en el papel de Edwin Drood) y Rosa, la hermosa joven con la que está comprometido, charlan amistosamente en secreto de disolver su no deseada unión. Mientras tanto, Jasper, el adicto al opio enamorado de Rosa, intriga en el extremo opuesto del escenario para eliminar a su sobrino Drood.
Osgood se presentó al escritor Stephens, quien agarró al editor por el brazo y le condujo hacia el escenario. Rebecca les siguió contemplando emocionada la compleja maquinaria que ocultaba la tramoya del teatro.
–¿Qué les ha traído a ustedes dos a Inglaterra? – preguntó Stephens.
–Lo cierto es que el mismo Misterio de Edwin Drood que ha acaparado su atención recientemente, señor Stephens.
–La muerte del señor Dickens nos distrajo mucho de su progreso.
–Entonces espero poder tomarme la libertad de preguntarle: ¿cómo la va a convertir en un drama completo sin final?
Stephens sonrió.
–Verá, ¡yo mismo he escrito un final, señor Osgood! Sí, la vida de los dramaturgos no es tan lujosa como la de los escritores que usted publica. Tenemos que trabajar en lo que se nos presenta con gran respeto, pero nunca con tanto respeto que nos impida cumplir nuestra tarea de agradar al público. Cuando leemos utilizamos el cerebro, pero cuando vemos una obra de teatro utilizamos los ojos, unos órganos mucho más triviales.
»Bueno, ahora me temo que tengo que atender otros muchos asuntos. ¿Nos harán usted y su compañera el honor de ser nuestros invitados en el mejor palco del teatro? – preguntó Stephens.
Osgood y Rebecca se quedaron a presenciar el ensayo del día. Por supuesto, lo que más les interesaba era ver el final original que Stephens había dado a la obra. En sus últimas entregas, Dickens había introducido al misterioso Dick Datchery, un visitante en el pueblo imaginario de Cloisterham que trabaja como investigador en el caso de la desaparición del joven Drood después de que otros hayan señalado con dedo acusador a Neville Landless, el rival de Edwin Drood. Datchery sospecha otra cosa. Pero en la versión de Stephens se descubría que Datchery, con un flotante cabello blanco cubriéndole el rostro, era el combativo joven Neville en persona, disfrazado. Neville utilizaba el disfraz de Datchery para enfrentarse a John Jasper, el tío de Drood, con pruebas que empujaban a éste, devorado por los remordimientos, a acabar con su vida mediante una sobredosis de opio.
Osgood y Rebecca se disponían a partir durante el cuarto intento de ensayo de dicha escena cuando Grunwald interrumpió al resto de los actores.
–¿Dónde está Stephens? Ah, Stephens, ¿qué es esto? ¿Qué pasa con la versión revisada de este acto?
–Ésta es la versión revisada, Grunwald. Y ahora, haz el favor de recordar que en este punto de la historia estás demasiado muerto y tu cuerpo incinerado para tener una presencia tan carnal en el escenario.
Grunwald lanzó las páginas de su libreto por los aires.
–¡Al diablo con eso! ¡Que os cuelguen a todos y se os desparramen los sesos! ¡Tal vez deberíais buscar otro maldito Edwin Drood!
Stephens respondió también a gritos:
–¡Hay damas presentes, señor, y americanos, que no tienen por qué soportar la vulgaridad de su lengua!
–¿Vulgar? – preguntó Grunwald inmediatamente antes de lanzarse sobre Stephens puño en ristre. Stephens agarró al actor por su espeso cabello.
El director sacó al dramaturgo y al actor y les recomendó que acabaran de asesinarse fuera del escenario.
Osgood reparó en dos trabajadores que se dirigían a las escaleras a fumar.
–Veo que el señor Grunwald y el señor Stephens discuten mucho -les dijo Osgood.
–Sí, señor.
–¿Saben ustedes por qué? – quiso saber el editor.
Uno de los trabajadores se rió al oír la pregunta.
–¿Cómo no? Tienen la misma pelea estúpida todos los días. Art Grunwald cree a pies juntillas que Charles Dickens quería que Edwin Drood sobreviviera y regresara al final de la historia para vengarse del hombre que intentó matarle. El señor Stephens considera que es totalmente evidente que Drood ha muerto y se pudre metido en cal viva.
–¿Y ustedes qué piensan? – inquirió el editor.
–Yo pienso que Grunwald se cree un actor demasiado bueno para quedarse fuera de las tablas todo el último acto. Ojalá no hubiera muerto Dickens, se lo juro por Dios, así no habríamos tenido que soportar sus peleas.
–Casi desearía ser capaz de creer en la médium que le hace compañía al fantasma de Dickens -comentó Osgood.
–Tal vez el propio Dickens la habría creído -contestó Rebecca con una sonrisa-. Al parecer estaba muy impresionado con el espiritismo. No sé si no deberíamos estudiarlo nosotros también.
–No creo que tenga usted un gran concepto de esas prácticas, ¿verdad, señorita Sand?
–Podríamos encontrar una ventana a su mente cuando escribía la novela.
Osgood se sentó en una mesa y apoyó la cabeza en las manos.
–Si una médium es capaz de decirnos ahora mismo cómo ganar un cuarto de millón de dólares en tres meses, me convertiré en el más entusiasta de sus devotos. No nos podemos permitir perder más tiempo.
–Es usted un escéptico nato -dijo Rebecca dejando el tema, pero claramente dolida al ver que Osgood desechaba su sugerencia tan rápidamente.
–Yo diría que sí. No me interesan los fenómenos extraños, señorita Sand. Me desagrada profundamente la incomodidad que significa la especulación. Olvídese del mesmerismo, pero piense en el paciente. ¿Recuerda lo que Henry Scott dijo de él? – preguntó.
–Sí -respondió Rebecca-. Que era un granjero que buscaba la ayuda de Dickens.
–Scott dijo que ese hombre iba regularmente a Gadshill durante los últimos meses de vida de Dickens a someterse a sesiones «espirituales». Si ese pobre sujeto visitaba tan frecuentemente el estudio de Dickens -continuó Osgood-, ¿es posible que escuchara algunas claves de los planes que tenía Dickens para acabar el libro?
–Señor Osgood, estaría dando crédito a las palabras de un hombre con la razón perturbada -señaló Rebecca-. Ya vio cómo se comportó en el chalet.
–Noto que se van estrechando los caminos que se presentaban ante nosotros, señorita Sand. Al haber autorizado el señor Forster el montaje teatral de El misterio de Edwin Drood en interés de su reputación y de su cartera, si existen otras claves por descubrir sólo deben revelarse en la medida en que coincidan con el final que ha escrito Walter Stephens. Del mismo modo, aunque Wilkie Collins no tenga intención de acabar la última novela de su amigo, ese rumor puede dar lugar a que algún miembro de la familia Dickens piense en buscar a otra persona que realice dicha tarea. Teniendo hasta el último tablero del parqué y el último adorno de Gadshill a punto de salir a subasta, la familia está ávida de ingresos. Nos hemos quedado sin aliados en nuestra investigación, señorita Sand.
–Pero, si encuentra al paciente, ¿cómo le convencerá para que hable con sensatez?
–¿Cómo fue lo que dijo Henry Scott? Una bestia indómita necesita una mano sobria que la conduzca.
Rebecca interrogó en Gadshill a Henry Scott, quien indagó entre los demás criados y descubrió que el paciente de hipnosis no se había dejado ver por allí desde su encuentro en el chalet. Entre el personal se cruzaron apuestas sobre si el fulano se había rendido o había muerto. Pero Rebecca sugirió que si el paciente estaba en la abadía de Westminster el día en que ellos fueron a visitarla, tal vez ése fuera uno de sus destinos habituales.
Osgood estuvo de acuerdo y regresó al Rincón de los Poetas. Cuando volvió a visitar la tumba de Dickens encontró de nuevo la peculiar flor de color violeta. A partir de ese momento, Osgood fue a la abadía regularmente con la esperanza de encontrarse con el otro hombre.
–Es sólo cuestión de tiempo, estoy seguro -le decía a Rebecca.
En una de esas visitas, Osgood y Rebecca cruzaron las verjas al mismo tiempo que Mamie Dickens, que llevaba su perrito en el bolso e iba enlazada por el brazo a otra joven mujer. Mamie se enjugó las lágrimas y sonrió dulcemente al ver a Osgood y Rebecca.
La mujer que iba del brazo de Mamie era menuda y vivaracha y guardaba un gran parecido con Charles Dickens en la cara. Llevaba un anticuado pañuelo de muselina en la cabeza del que se escapaban rizos rojizos, decorado con malvarrosas dobles que no tenían nada que ver con el luto. Su toquilla de encaje apenas escondía sus pequeños hombros, y su cuello y escote iban casi totalmente al descubierto.
Fue presentada a Osgood y Rebecca como Katie Collins, la más joven de las dos chicas Dickens.
–¡Oh, pórtate como Dios manda, Katie! – riñó Mamie a su hermana subiéndole la toquilla sobre los hombros-. Además, ¡estamos en una iglesia!
–¡Como Dios manda! Ahora hablas como el viejo cancerbero Forster. A veces me pregunto si me casé para hacer feliz a mi querido padre en un momento en que en nuestra casa no había más que tristezas. ¿O me casé porque sabía que padre y su cancerbero despreciaban a mi marido?
–¡Katie Collins!
–¡Intolerable y todo eso! – dijo Katie imitando la voz de Forster, y luego se frotó las manos como él lo haría.
–Díganme -intervino Osgood-, ¿saben ustedes quién es el hombre que acudió a Gadshill en busca de tratamiento en los últimos meses, un hombre alto con porte militar y largo pelo blanco?
Mamie asintió.
–Creo que he visto al hombre al que se refiere en la casa. Era un seguidor de los métodos de padre muy entregado e insistente. Incluso cuando padre se retrasaba por sus compromisos, él esperaba durante horas delante de su estudio.
–¿Saben cómo se llama? – preguntó Osgood.
–Me temo que no -dijo Mamie suspirando-. Padre era un fanático del mesmerismo de tomo y lomo y creía que era un buen remedio para cualquier enfermedad. Sé de varios casos, el mío entre muchos otros, en los que utilizó su poder en este terreno con absoluto éxito. Siempre estuvo interesado en la curiosa influencia que puede ejercer una personalidad sobre otra.
–Bueno, señor Osgood -Katie, aburrida de la conversación, examinó al editor con aire coqueto-. ¿Y dónde estaba usted cuando una chica tenía que buscar marido?
A Rebecca pareció abochornarle la pregunta tanto como a Osgood. Katie levantó una ceja para demostrar que lo había notado.
–Señorita Sand -dijo la deslenguada Katie-, ¿no le parece que Mamie estaría radiante vestida de novia del brazo de un hombre como éste?
–Supongo que sí, señora -respondió Rebecca recatadamente.
–¿Es usted de esa clase de chicas que tienen un buen concepto de las bodas, señorita Sand? – insistió Katie.
–No dedico demasiado tiempo a pensar en bodas -contestó Rebecca.
Mamie interrumpió el incómodo momento.
–El señor Osgood y la señorita Sand han hecho un largo viaje hasta aquí por negocios, Katie, y para saber más de El misterio de Edwin Drood.
–Los negocios son un aburrimiento -dijo Katie chascando los dedos-. Oh, muy bien. ¿De verdad quieren abrirse camino en el intrincado laberinto y llegar al corazón del misterio? ¡Si quieren saber el final de Drood no tienen más que comprarme una cinta nueva para el pelo! Todas las mías se van a subastar.
–¡Oh, no tomes el pelo a todo el mundo, Katie! – exclamó Mamie.
–Bueno, se lo contaré -dijo Katie mientras se enroscaba los rizos cobrizos en un dedo con aire coqueto-. Drood está vivo o está muerto; Rosa se casa con Tartar o se mete a monja; Dick Datchery encuentra el cadáver de Drood o a Drood jugando a las cartas en el sótano con el tutor de Rosa, Grewgious. ¡No tengo ni la menor idea! Y ésa es la respuesta a la adivinanza.
–¿Qué quiere decir? – preguntó Osgood.
–Ni el viejo cancerbero, ni la fiel tía Georgy, ni mis descarriados hermanos, ninguna de esas queridas criaturas sabe cómo iba a terminar porque mi padre no quería que lo supieran; no quería que lo supiera nadie en el universo excepto él, señor Osgood. Para él era un juego. Siempre le encantó sorprendernos y una vez que se lo proponía era tremendamente testarudo.
Al volver al Falstaff Inn aquella misma noche, «Sir Falstaff» le llevó un té a Osgood, que estaba sentado absorto junto a la chimenea del salón. Rebecca se había retirado a su habitación a leer. Sir Falstaff parecía perdido en sus pensamientos y la bandeja se le resbaló estrellando la tetera y la taza.
–Lo siento mucho, señor Osgood -dijo el hospedero después de que su hermana barriera los añicos y recogiera con una mopa el té derramado. El hombre parecía triste por algo más que la porcelana rota.
Osgood siguió la mirada del hospedero y descubrió su punto de atención. Era una de las densas flores violetas que dejaban en la abadía: Osgood la había traído con la intención de pedirle a uno de los vendedores callejeros de plantas que la identificara.
–Qué cosa más fea, ¿verdad, Sir Falstaff? Siento mucho haber adornado su mesa con un hierbajo tan descaradamente horrendo -le dijo-. ¿No se encuentra bien? ¿Quiere que le traiga un poco de agua fría?
El hombre declinó la oferta con un gesto trémulo.
–Señor Osgood, ¿no lo sabía? Esa flor… ¡es una amapola de opio! Me siento como si me hubieran golpeado en el corazón con un mazo.
–¡No lo sabía! – dijo Osgood a modo de disculpa, a pesar de que seguía sin entender la reacción del dueño.
El hospedero miró con expresión de fatalidad al fuego de la chimenea, se quitó la gorra y la plegó sobre su regazo.
–No podía saberlo, señor Osgood. Hace muchos años que aprendí a odiar esa planta perversa. Mi hijo no tenía más que veinte primaveras de edad y de juicio y tuvimos que enterrarle por culpa de la maligna seducción de esa planta. La casa quedó completamente vacía sin él. Por eso, cuando se fue, mi hermana y yo nos mudamos aquí desde nuestra casa en la ciudad para encargarnos de este pequeño hostal: proporcionar placer a otra gente cuando has perdido todo el tuyo es un pequeño milagro.
Osgood estrujó la flor y la guardó en el bolsillo de su chaleco como sin darle importancia. El pobre Sir Falstaff, con la cara inexpresiva y baja, no se movió.
–Pero ¿qué es esto? Basta ya de esta actitud solemne -el hospedero se levantó de repente de su silla, se puso el sombrero y recuperó la alegría-. Sí, ya basta. Ahora ¿qué le parece un poco de cerveza para levantar el ánimo?
Al día siguiente Osgood volvió a tomar el ruidoso tren a Charing Cross. Había pensado asistir a la subasta en la que se venderían las pertenencias de Gadshill en beneficio de la familia Dickens.
Se había dado tiempo de sobra para llegar a la casa de subastas situada en King Street bastante antes del anunciado comienzo «a la una en punto sin demora». Además, pensó Osgood, era el día del partido de críquet anual entre Eton y Harrow, que embotellaría las calles. Su sensación de frustración había ido en aumento las últimas horas. Cada vez tenía menos esperanza de que volviera a aparecer el paciente, pero la amapola le había hecho pensar en la figurita oriental del fumador de opio que adornaba el estudio de verano de Dickens. ¿Se habría fijado en ella mientras escribía las escenas de consumo de opio en El misterio de Edwin Drood? ¿Sería aquel objeto la fuente de sus ideas? De ser así, Osgood quería otra oportunidad para observarla detalladamente.
La gran sala de subasta de Christie, Manson Woods era una institución en Londres y lo demostraba lo polvorienta y mugrienta que estaba. Para sorpresa de Osgood, la caldeada sala estaba abarrotada ya a las doce de la mañana. Y tampoco se trataba sólo de los habituales coleccionistas arrogantes, comerciantes mercenarios y representantes de otros compradores; codo a codo con los hombres y mujeres de la alta sociedad que vestían sus elegantes linos, la sala acogía a una multitud de personas con los sencillos atavíos de las clases trabajadoras. A1 mirar alrededor parecía que todos los personajes de cada una de las novelas de Dickens, aristócratas y llanos, pomposos y austeros, habían cobrado vida para acudir a Christie's con las carteras abiertas.
Osgood comprobó que no podía llegar contracorriente a través de la muchedumbre ansiosa hasta ninguna de las mesas cubiertas por un tapete verde más próximas al subastador. En cambio, encontró una silla libre junto a la mesa del secretario de la subasta.
Osgood marcó con un círculo dos artículos en su catálogo. Los vecinos que ocupaban las sillas que le rodeaban se miraban unos a otros suspicazmente, convencido cada uno de ellos de que los demás estaban allí exclusivamente para quedarse con el objeto que él ya había elegido de entre los efectos personales de Dickens. Los ojos de Osgood también se encontraron con los de Arthur Grunwald, el actor del Surrey, que le saludó con un teatral gesto de cabeza como si uno de ellos fuera a morir ese mismo día o, como mucho, al día siguiente. Llevaba una ancha bufanda a pesar de que hacía calor y humedad.
Uno de los primeros artículos que se presentaron entre las dos mesas fue el cuadro del Britannia que había visto en Gadshill.
–Representa el navío en el que el señor Dickens viajó por primera vez a América. Reproducido en la popular edición de Notas americanas… -salmodió el señor Woods, el subastador, desde su estrado.
La competición fue feroz.
–¡Ochenta guineas!
–¡Noventa!
–¡Noventa y cinco guineas!
–¡Cien guineas! ¡Ciento cinco!
–A la una, a las dos, ¡adjudicado!
El señor Woods bajó el martillo. Las primeras docenas de lotes fueron retratos y pinturas cuyos precios estaban fuera del alcance del pujador aficionado. Luego, el señor Woods anunció que pasaban a «los objetos decorativos antes propiedad del difunto caballero». En esta categoría de objetos, el fanático general de Dickens podía ser una competencia mucho más dura. De hecho, el rostro bien educado del señor Woods parecía revelar su gran asombro ante las cifras que llegaban a alcanzar trastos sin valor que simplemente habían sido tocados por los dedos de un hombre. Mujeres aparatosamente vestidas levantaban sus binoculares de ópera y se balanceaban de un lado a otro para ver mejor.
El ayudante mostró un gong con su maza que Dickens utilizaba para reunir a su familia en Gadshill. Mientras se libraba una batalla que subió hasta las treinta guineas, el espectador que Osgood tenía detrás susurró en tono chirriante:
–Siempre le encantaron los gongs.
Osgood, sin saber muy bien qué contestar, sonrió cortésmente.
–Oh, sí -continuó el obstinado estridente mientras aplicaba un pañuelo contra su mejilla derecha, respondiendo a una objeción que Osgood no había formulado-. ¿No se acuerda del joven cegato y su gong en la escuela del doctor Blimber de Dombey e hijo?
A estas alturas Grunwald se había hecho con un par de acuarelas que representaban la casa y la tumba de la pequeña Nell de Almacén de antigüedades. Cuando el actor se levantó para marcharse, se detuvo junto a la fila de Osgood. Le seguía pisándole los talones la misma joven que le arreglaba la chalina en el Surrey.
–Ahí está, Osgood, sentado con las manos en los bolsillos -dijo sacudiendo su negra cabellera-. ¿Ha visto lo que ha pasado?
–Sí, enhorabuena por su compra, señor Grunwald.
–No ha sido una compra. Ha sido una victoria. Se lo he arrancado de las manos a esos malvados mercachifles gracias a la entereza y la determinación. No encarné a Hamlet en el Princess sin aprender algo de valor. La gente se ha confundido con Hamlet durante siglos, ¿sabe? No es él el indeciso; él posee una determinación perfectamente normal. ¡Son los críticos los que no acaban de decidirse sobre él! Buenas tardes, señor Osgood.
Antes de salir de la estancia, Grunwald recorrió la sala de subastas con la mirada como si hubiera burlado no sólo a unos cuantos especuladores, sino a todos los presentes.
Por fin:
–Lote setenta y nueve, una fuente de pie, rosa, con pie de bronce dorado, antes adornaba la repisa de la chimenea del salón de Gadshill.
Osgood entró en la refriega rebasando su precio real de tres libras y superando las cifras de todos los demás comerciantes y admiradores hasta alcanzar las siete libras con quince. Con ese precio los derrotó.
El secretario le entregó una papeleta en la que había escrito el precio de venta. El editor salió por el pasillo a la sala contigua, donde, a cambio del pago, le entregaron la bonita pieza de cristal que sacaron de una caja donde guardaban otros artículos de la casa. Al regresar a su asiento, Osgood encontró la subasta en su punto álgido de emoción.
«¡Grip! ¡Grip! ¡Grip!», se oía por todas partes. En el centro, delante del público, se veía una urna de cristal que contenía un cuervo disecado llamado Grip que había sido la mascota favorita de Dickens y el modelo del pájaro parlanchín del mismo nombre que aparece en su novela Barnaby Rudge. Entre la algarabía de voces nerviosas se escuchaba citar las frases favoritas de Grip en la novela. La puja fue encarnizada y el martillo no cayó hasta que se alcanzaron las ciento veinte libras.
Le siguió una cerrada ovación y se oyó gritar «¡Nombre!» como forma de honrar al comprador.
–¡Señor George Nottage, de Cheapside! – accedió el aludido campechano.
–¿Qué sucede? – preguntó Osgood a su confidente cuando el público empezó a sisear y quejarse.
–Nottage -respondió el vecino- es el dueño de la Stereoscopic Company. ¡Demontres, sólo va a utilizar el pájaro para hacerle fotos estereoscópicas y venderlas para ganar dinero!
A Osgood le pareció que aquello era bastante extraño: una pandilla de moralistas que, en una sala de subastas, criticaban el beneficio económico en nombre de Charles Dickens. Tras unos cuantos lotes más llegaron por fin al siguiente artículo que había marcado en su catálogo: la figura de escayola de un turco sentado fumando opio. La grotesca estatuilla que había visto en el chalet suizo de Gadshill junto al escritorio de Dickens y podía darle pistas útiles para él. Pero el subastador pasó a los siguientes artículos. Mientras Woods los describía, Osgood se puso de pie y levantó la mano.
–Le ruego que me disculpe, señor Woods, pero se ha olvidado usted del lote ochenta y cinco. El turco…
–Lote ochenta y seis…
–Pero, señor, con todo respeto -continuó Osgood-, se supone que el ochenta y cinco…
El sudoroso vecino de Osgood le tiraba de la manga con una voz más chirriante que nunca:
–Si no se calla…
El martillo dio un golpe.
–¡Ochenta y seis! – anunció Woods investido de autoridad divina, como si el número ochenta y cinco hubiera sido eliminado sin rastro de la aritmética aceptable-. ¡Noche y Mañana, dos relieves de la escuela de Thorwaldsen con marcos dorados!
Osgood se volvió a sentar derrotado. Los asistentes habían empezado a murmurar con curiosidad sobre el lote eludido, pero pronto les distrajo contemplar una entretenida contienda entre dos especuladores por los relieves enmarcados. Osgood se dispuso a abandonar la subasta con la fuente de pie en la mano.
Un hombre fornido con las manos en los bolsillos se intentaba abrir camino poco a poco entre la muchedumbre. Tenía la mirada clavada en los pies, pero Osgood observó que, de vez en cuando, le miraba directamente a él. Tal vez sólo fuera cosa de su imaginación, disparada por el disgusto que le había ocasionado la omisión del subastador. Pero entonces Osgood se volvió y miró hacia atrás. Bloqueando la salida, un hombre más corpulento y serio, con una cara como un pedernal, le miraba fijamente. Comenzó a acercársele.
Durante unos segundos Osgood intentó quitarse de la cabeza la idea de que aquellos dos hombres fueran tan amenazadores como parecían. Obligándose a ser racional, decidió poner en práctica una prueba. Se puso de pie lentamente y los dos hombres se detuvieron, se miraron el uno al otro, luego aceleraron el paso con mayor agresividad, cerrándose sobre él como las dos piezas de una prensa. El observador fornido ya no disimulaba sus miradas. Por otro lado, Osgood se encontraba acorralado por todas partes por la inmensa población de dickensistas amontonados en la sala.
Entonces Osgood sintió una mano en el hombro.
–Perdone -dijo Osgood en enérgica protesta-. ¿Le pasa algo, señor?
–Nos gustaría acompañarle al piso de arriba -respondió el hombre fornido.
–¿Quiénes son ustedes? – preguntó Osgood-. Insisto en saber lo que quieren, caballeros, antes de ir con ustedes.
Sin dar respuesta, el hombre le agarró del brazo y empezó a arrastrarle hacia la salida que había detrás del subastador.
Osgood levantó una mano.
–¿Puja usted, señor? – le preguntó Woods carraspeando nerviosamente.
El ayudante del subastador sostenía en alto un pequeño salero sin interés que hasta entonces no había atraído la menor atención.
–Con un valor de diez chelines, señor -dijo Woods.
–¿Por cuánto va la puja? – preguntó Osgood en voz alta.
–Nueve chelines, señor.
–Diez guineas -dijo Osgood, y de inmediato subió su propia oferta-: ¡Diez y media!
Un murmullo se elevó del público ante la nada despreciable cantidad por el salero. Aquello parecía sugerir que el resto de los asistentes había pasado por alto su valor y otras pujas se escucharon por toda la sala hasta que Osgood la acabó en dieciocho guineas y media. Los espectadores estallaron en una salva de aclamaciones para celebrar la extravagante compra. Osgood lanzó el sombrero al aire. Esto arrojó al público a un paroxismo de excitación y todos los presentes en la sala se levantaron y aplaudieron. Osgood aprovechó la atención y la confusión para escapar de su captor.
Pero un instante después el hombre estaba detrás de él y la multitud seguía siendo demasiado densa para moverse.
Con una formidable maniobra de evasión, antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando, Osgood se encaramó en los hombros de dos personas. Al soltarse de ellos, casi cayó sobre la cabeza de su segundo acosador, mientras se aferraba desesperadamente a la recién adquirida fuente de pie. Osgood se colocó el objeto a salvo bajo el brazo y salió corriendo, pero al escapar de la multitud perdió el equilibrio y tropezó justo cuando cruzaba el umbral de la antesala. La fuente salió volando.
–¡No! – gritó Osgood sin poder hacer otra cosa que esperar el momento en que se hiciera trizas.
Un hombre surgió de las sombras y atrapó la fuente antes de que cayera al suelo.
Osgood respiró aliviado. La fuente había sobrevivido. El hombre que le miraba desde debajo de un sombrero de ala ancha tenía unos ojos inteligentes y resueltos. En el ojal de su solapa lucía una carnosa flor violeta.
–¡Todavía están detrás de usted! – dijo-. Sígame.
–¿Qué ha hecho usted para resultarles tan incondicionalmente interesante? – preguntó el hombre después de que miraran a su alrededor y comprobaran que no les seguía nadie.
–Sinceramente, no lo sé -respondió Osgood-. Le pregunté al subastador por un objeto que había olvidado, el lote ochenta y cinco. Está aquí, en el catálogo. Me había fijado en él en Gadshill el día que estuvo usted allí… Incluso vi cómo lo embalaban los trabajadores de la subasta al día siguiente -Osgood le entregó el catálogo.
El hombre asintió con la cabeza mientras cruzaban la animada plazoleta de edificios de ladrillo y mortero. Todos los peatones de Londres, hasta los más pobres vendedores de periódicos, llevaban una flor en la solapa, pero ninguno lucía una amapola de opio.
–Si vio usted sacar de la casa esa figura de escayola y está impresa en el catálogo, sabemos que llegó hasta las dependencias de la casa de subastas. Entonces ¿por qué iba a olvidarla? Sólo queda una suposición posible. Que fuera robada en las dependencias de Christie's cuando el catálogo ya estaba impreso y sin tiempo suficiente para corregirlo, o sea, poco antes de la una en punto. Eso explicaría que fueran detrás de usted.
–¿Quiere decir que creyeron que yo había robado la figura? – exclamó Osgood.
–¡Poco probable! Pero usted estaba llamando la atención sobre el hecho de su desaparición. Piénselo desde su punto de vista. Si apareciera en los periódicos un robo en la casa Christie's se enterarían todos los mejores marchantes de Londres. También repararían en que había ocurrido en una subasta importante como la de Dickens. ¿Cuántos clientes les abandonarían en favor de las casas de subastas competidoras?
Osgood se quedó pensándolo. Recordó lo que le había dicho el señor Wakefield en el Samaria sobre utilizar Christie's para sus negocios de té y decidió que le escribiría para pedirle que indagara sobre lo que había pasado con la figurita. Por el momento, Osgood se dedicó a estudiar el porte y los modales equilibrados del hombre que de un modo tan irracional se había comportado en el chalet de Gadshill.
–Quería hablar con usted, señor -dijo Osgood cautelosamente.
–Lo sé -respondió su compañero de paseo sin perder el paso.
–¿Lo sabe?
–Me ha estado buscando en la abadía.
–¿O sea, que vio que volvíamos allí? ¡Nos ha estado siguiendo! – exclamó Osgood.
–No, no ha hecho falta la menor investigación. Sin embargo, se aprenden muchas cosas con sólo tener los ojos abiertos, amigo mío.
–¿Como qué? – preguntó Osgood con auténtica curiosidad, pero también como prueba la cordura del hombre.
–En primer lugar, le vi profundamente interesado en mi flor cuando coincidimos en el Rincón de los Poetas.
–La amapola de opio.
Él asintió.
–Luego, otro día, comprobé que alguien se había llevado una de mis flores. Supuse que lo más probable era que hubiera sido la misma persona que con tanta atención la contempló la primera vez: usted.
–Supongo que eso tiene lógica.
–¿Ha recibido alguna respuesta sobre mí de sus cartas a los expertos en mesmerismo?
–¿Cómo? – Osgood se quedó boquiabierto-. ¡Pero si he dejado a mi asistente en el hostal escribiendo las cartas de las que hablamos! Le he pedido que se encargara de ello esta misma mañana, pensando que, al faltar el señor Dickens, tal vez hubiera usted buscado dichos servicios en otro lugar. ¿Cómo es posible que lo sepa?
–¡Ah, no lo sabia! También eso era una simple suposición, lo que es una manera mucho más cómoda de recabar información que conocerla de verdad.
Osgood estaba impresionado.
–¿Ha ido a ver a otros mesmerizadores?
–El señor Dickens me curó por completo. No lo necesito.
–Señor, le debo mi agradecimiento por lo que podía haber pasado hoy en la casa de subastas. Me llamo James Ripley Osgood.
El hombre se volvió hacia el editor con aire militar. En esta ocasión, su lacio pelo blanco estaba peinado con un cuidado meticuloso, aunque la ropa estaba desaliñada y floja. Sus rasgos curtidos por el sol eran atractivos, grandes y cincelados. A Osgood no le sorprendía que Dickens hubiera aceptado en su casa a aquel granjero; su empeño en ayudar a los trabajadores pobres era tan grande como su empeño en escribir, porque recordaba su propia infancia humilde.
–Creo que ya está usted preparado, Ripley -dijo el hombre con una enigmática sonrisa de dientes torcidos tras adoptar sin dudarlo un apodo para el editor.
–Dijo usted lo mismo en el chalet. Pero ¿preparado para qué?
–Hombre, para descubrir la verdad sobre Edwin Drood.
Osgood tuvo mucho cuidado de no mostrar su excitación, ni siquiera sorpresa ante aquella extraordinaria declaración.
–¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle su nombre, señor? – respondió Osgood.
–Le pido disculpas. Estaba en una de mis fases alteradas cuando me vio en Gadshill y no me comportaba con corrección. No me presenté. ¡Qué pensará de mí! – sacudió la cabeza como reprochándoselo a sí mismo-. Me llamo Dick Datchery. Ahora que ya sabe quién soy, podemos hablar con libertad.
–O sea, que sí está loco -declaró Rebecca levantando las manos-. Supongo que esto lo deja claro. No nos va a servir de gran ayuda para recordar lo que escuchó decir al señor Dickens.
Osgood hizo un gesto ambiguo.
–Señor Osgood -prosiguió ella-, ¿no me acaba usted de explicar durante un cuarto de hora que este pobre granjero se cree que es Dick Datchery, uno de los personajes de la novela inacabada?
Osgood cruzó los brazos sobre el pecho.
–¿Qué relación puede tener hasta qué punto está completada la novela con su cordura, señorita Sand?
Rebecca observó a su patrón con un aire decididamente práctico, pero su voz, por lo general firme, temblaba de agitación.
–De algún modo, resultaría más razonable creerse un personaje de una novela terminada. Al menos, uno podría saber si su destino final es aciago o grandioso.
Osgood sonrió ante su desazón.
–Señorita Sand, admito que su escepticismo está bien fundado, por supuesto. Este hombre que se llama a sí mismo Dick Datchery ha sufrido algún tipo de trastorno mental, como vimos con nuestros propios ojos en Gadshill. Al parecer, no recuerda nada que pasara antes de empezar con sus sesiones, ni de dónde vino. Pero, sólo piense en ello, ¿y si las sesiones de mesmerismo a las que le sometió Dickens hubieran tenido algún efecto imprevisto en su ya maltrecha constitución, un efecto que pudiera sernos de utilidad? ¿Y si en el proceso de hipnosis Dickens hubiera transferido, mediante una profunda intervención, las habilidades para la investigación desplegadas por el personaje de ficción de Datchery a este hombre? ¡Ese hombre incluso hablaba como Dick Datchery! Fíjese en esto.
Rebecca observó desconfiada cómo Osgood sacaba de la cartera unos libros que dijo había adquirido en Paternoster Row de regreso al hotel. Cada uno de los volúmenes trataba un aspecto del espiritismo o el mesmerismo.
–Este libro habla del fluido de la vida que nos recorre. De la capacidad de ahuyentar el dolor y reparar los nervios a través de las fuerzas magnéticas…
Rebecca, que escuchaba incrédula la terminología de su patrón, dejó de golpe la taza que acababa de llevarse a los labios.
–¿Qué le pasa, señorita Sand?
–Algunos de esos títulos son los mismos que había en la biblioteca de Gadshill.
–¡Sí, es cierto!
–Señor Osgood, usted no quiso que examinara esos libros en la biblioteca de Gadshill. Entonces dijo que no creía ni un poquito en esos fenómenos.
–Y no he cambiado de idea. Pero Mamie Dickens y su hermana Katie confirmaron en la abadía lo mucho que Charles Dickens creía en ellos. Mamie incluso declaró que el mesmerismo había dado buen resultado en ella. Si Dickens, intencionada o accidentalmente, transmitió a ese hombre más información sobre la novela, incluso aunque él no lo sepa de manera consciente, ésta podría ser nuestra oportunidad, la mejor oportunidad para marcharnos de Inglaterra con más información que cuando llegamos. La mente de este hombre, por muy perturbada que esté, puede contener en su interior las últimas hebras del hilo argumental de El misterio de Edwin Drood.
–¿Qué propone usted?
–Tratarle como si fuera Datchery. Dejar que continúe las investigaciones. Quiere que nos veamos esta noche en la abadía. Ha prometido llevarme a un lugar secreto donde dice que encontraremos las respuestas que buscamos.
Rebecca miró con los ojos entornados al paquete que había sobre la mesa.
–Eche un vistazo -dijo Osgood orgulloso-. Eso es lo que compré en la subasta antes de que se lanzaran tras de mí por preguntar dónde estaba la figura.
Ella abrió un lado del papel.
–¡La fuente de pie de cristal que estaba en la chimenea de Gadshill!
–Quería devolvérsela a la señorita Dickens, he pensado que sería una pequeña muestra de nuestra gratitud a la familia.
El corazón de Rebecca se aceleró ante aquel gesto de cortesía, pero experimentaba sentimientos contradictorios y tenía la boca seca.
–Es -tragó saliva- muy amable por su parte.
–Gracias, señorita Sand. Tengo que prepararme para la excursión. Este tipo de traje sería un fenómeno extraño donde iremos esta noche, según dice Datchery -citó a su nuevo amigo complacido-. Me temo que no he traído nada realmente apropiado. Pero usted ha estado sacudiendo tanto la cabeza que se le están soltando las cintas de la capota.
–¿Ah, sí? – respondió inocentemente-. Es sólo porque no me gusta no saber adónde va a ir. Con un hombre en un estado mental inestable y potencialmente perturbado como guía en una ciudad que no conoce… ¡Piénselo!
Osgood asintió.
–Había pensado ponerme en contacto con Scotland Yard para pedir escolta policial, pero lo más seguro es que eso espantase al hombre que me tiene que guiar. Soy editor, señorita Sand. Sé lo que eso significa. Significa que, con mucha frecuencia, tengo que encontrar el medio de creer en las personas que creen en otras cosas, cosas a las que a menudo puedo no ser en absoluto proclive. Una historia, una filosofía…, una realidad diferente a la que siempre he conocido o conoceré.
Mientras Osgood se preparaba para su expedición Rebecca permaneció sentada con la mirada fija en las hojas del té como si éstas también estuvieran dotadas de los atributos espirituales o proféticos que su patrón parecía querer encontrar en su nueva amistad. No podía evitar sentirse en cierto modo perdida por esa decisión y por cómo su jefe había llegado a ella.
Osgood regresó con un traje sólo un poco menos formal.
–Me temo que seguiré llamando la atención -dijo sonriendo-. Por cierto, hoy hemos recibido una carta de Fields -prosiguió Osgood cambiando de tema con un relajado tono comercial. Se llevó una mano inquieta a la nuca-. Ya sabe que Houghton y su esbirro Mifflin son como las dos hojas de una tijera. Han sacado una publicación para competir directamente con nuestra revista juvenil y están invirtiendo en ella. Y el Mayor anuncia que los hermanos Harper van a abrir oficinas en Boston, ¡sin duda para intentar ocasionarnos todavía más problemas! Harper no se equivoca. No puedo mantenerme al margen de la realidad del negocio, al menos si quiero continuar con lo que ha construido el señor Fields. Y demostrar que puedo ser un editor del mismo calibre, que puedo descubrir el último Dickens. Señorita Sand, tengo que intentar todo lo que se me ocurra.
–Tiene que hacerlo -dijo ella.
–Pero usted no está de acuerdo -dijo Osgood. Al verla titubear, añadió-: Por favor, señorita Sand, hábleme de esto con entera libertad.
–¿Por qué me pidió el otro día que le acompañara a Chapman Hall, señor Osgood?
Él fingió no entenderla.
–Pensé que tal vez tendríamos que copiar documentos, en el caso de que nos hubiera dado alguno. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
–Perdone que se lo diga, pero a mí me dio la impresión de que estaba allí sólo para ser, en fin, femenina.
Osgood parecía estar deseando hablar de otra cosa, pero la resuelta mirada de Rebecca no le iba a permitir cambiar de tema.
–Es cierto -respondió él por fin- que en mi visita anterior a la empresa había notado que no había mujeres empleadas y deduje que el señor Chapman era el tipo de hombre vanidoso que habla con mayor soltura en presencia de una mujer guapa. Usted me dijo que quería ser de utilidad en este viaje a Inglaterra.
El color de las mejillas de Rebecca se encendió indiscretamente ante el inoportuno cumplido.
–No por ser guapa.
–Tiene razón, no debería haber hecho eso con Chapman, al menos sin antes explicarle mis planes a usted. Sin embargo, debo señalar que está usted exageradamente molesta por este asunto.
–Puede que yo no tenga tanto talento como la señora Collins para hablar sin rodeos y hacer insinuaciones de matrimonio la primera vez que veo a alguien -dijo Rebecca plantándose con las manos en jarras.
–Señorita Sand… -dijo Osgood aturullándose nervioso de un modo que alteró aún más a Rebecca-. Toda esta conversación me resulta inexplicable.
Rebecca supo que aquello marcaba el final del intercambio de opiniones y que no debía haber hablado a su patrón de aquella manera. Pero su mirada no dejaba de irse hacia la fuente de pie de cristal, cuyo reflejo distorsionado le atormentaba como un demonio interior.
–Me doy cuenta de por qué Mamie puede ser mucho más persuasiva que yo -añadió-. Sería un buen partido para cualquier hombre. Es una Dickens.
–¡Señorita Sand! – profirió impaciente Osgood-. La he traído aquí para que me ayude y para ayudarla a superar la muerte de Daniel. Tal vez la idea de traerla conmigo haya sido un error. Pensar que tengo intenciones con Mamie Dickens porque es una… ¡No busco una Dickens! – parecía tener otra frase en la punta de la lengua, pero se la tragó.
Osgood consultó su reloj de pulsera, salió de la estancia y sus pasos se pudieron escuchar bajando a toda prisa las escaleras del hostal. Rebecca se quedó de pie, asustada. Asustada por lo que acababa de pasar entre ellos, asustada por lo que su disputa pudiera significar para su futuro en Boston, asustada por lo que pudiera acontecer a Osgood en las oscuras esquinas de Londres.
–Me sorprende que le encontráramos oculto cerca de su aldea familiar -dijo Mason-. ¡Un lugar muy evidente para que se esconda un ladrón fugado!
Turner hizo una mueca desdeñosa.
–No lo bastante evidente, ¿no te parece, Mason? Perdimos toda la tarde apostados en las montañas esperándole mientras Dickens tenía la puñetera suerte de tropezarse con él.
–¿Cree que el inspector de la Policía Especial tendrá suerte en este caso, Turner?
–Puñetera suerte. Eso es lo que tiene Frank Dickens.
–¿Eres inocente del robo de ese opio?
El ladrón hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
–Tengo entendido que eso es lo que les has estado contando a nuestros policías montados -dijo el inspector delegado-. Sin embargo, eres un dacoit reconocido. Échate ahí, hijo mío.
El ladrón se echó en el chabutra con la atenta ayuda del inspector, que le ofreció una mano para situarse de manera que los pies le quedaran en la parte alta de la plataforma y la cabeza en la más baja. Tembló de miedo ante lo que sabía que le esperaba.
–La budna, por favor -dijo el inspector a su ayudante. Luego miró al prisionero frunciendo el ceño, como si le pidiera disculpas por una pequeña descortesía personal.
–He oído que se ha quedado mudo como una esfinge egipcia.
–No murmures -gruñó Turner en respuesta y luego añadió-: No se ha quedado mudo.
–Apenas ha dicho una sola palabra desde que le arrestaron -señaló Mason-. Eso es lo que quería decir. Incluso cuando le azotaron brutalmente. ¿Podía usted imaginar algo así después de ver cómo capturamos a su amigo con su carabina y mi espada? Claro, que tuvo que saltar por la ventana del tren; aquél perdió la cabeza.
Turner gruñó.
–Dickens dice…
–¿Qué?
–El comisario Dickens dice que el ladrón está asustado. Que está ocultando algo más que el robo.
–Dickens, ¡ese granuja tartamudo! – respondió Turner-. Fue el quien hizo llamar al inspector. Yo podría haberme encargado de esa labor perfectamente; dame un látigo o una vara y uno de esos paganos de piel oscura cuando quieras, no hace falta llamar a ninguna fuerza especial -Turner separó su silla y se alejó por el pasillo.
–¿Turner? ¿Adónde va? Todavía tenemos que recoger al prisionero cuando acabe el inspector.
El inspector situó la budna, una vasija de cobre con una embocadura alargada, encima del prisionero. Derramó agua lentamente sobre el labio superior del sujeto. El agua corrió por las pequeñas grietas de sus labios y formó charcos alrededor de las fosas nasales que provocaron en el hombre espasmos de ahogo.
Mason se levantó de su silla tembloroso.
–¿Le está oyendo gritar, Turner? Hiela la sangre. Turner se giró hacia atrás y miró por la pequeña ventana cuadrada de la puerta por la que salían los gritos; de repente, pareció asustado.
–¿Qué crees que dirá, Mason?
Los ojos del ladrón se llenaron de lágrimas y parecía que fueran a reventar.
–Ahora siéntate -dijo el inspector sin perder la sonrisa y pasándole la vasija de cobre a su ayudante.
El ladrón tardó unos minutos en recuperar el aliento.
–¡Lléveme ante el babu, por favor! – dijo tan pronto como pudo articular palabra-. Lo confesaré todo, señoría, y le contaré mis otros robos, pero basta ya, ¡por el amor de Dios! ¡Lléveme ante él!
–De inmediato, hijo mío -el inspector ayudó al prisionero a ponerse de pie-. ¿Y nos dirás dónde has escondido el opio? – añadió.
–¡Sí! ¡Sí! – dijo el ladrón.
Mientras le interrogaban, Frank Dickens se dedicaba a buscar otras respuestas, respuestas que no creía que pudiera suministrar el forajido. Para eso, necesitaba viajar a la aldea en la que había vivido su socio en el crimen, el famoso Narain.
No estaba siendo un viaje agradable. Los nativos corrían llevando sobre los hombros los dos pares de pértigas, delantera y trasera, de un palanquín o palki. En el interior del palki, tirado sobre una delgada manta, estaba el magullado viajero. Frank intentaba dormir y los nativos cantaban a la diosa Kali para que les diera fuerza. ¿Cuándo se librarán de sus dioses y diosas, se preguntaba Frank mientras se balanceaba dentro de la desvencijada estructura. No era el calor de la noche, ni el primitivo cántico de los nativos lo que le impedía dormir a lo largo de su trayecto nocturno, sino el desagradable olor de la antorcha hecha con trapos sucios y aceite rancio que iluminaba el camino del palki, situada en el frente del vehículo.
Al cabo de un rato se detuvieron. Frank se revolvió, dándose cuenta de que se había quedado dormido, y se preguntó qué habría soñado. Al parecer, en India nunca recordaba los sueños. Era por la mañana y el comisario Dickens había llegado a la lejana aldea bengalí que era su destino. No salió a recibirle ningún magistrado ni funcionario nativo, porque premeditadamente no había avisado con antelación de su llegada.
En el camino que llevaba a un templo ruinoso que se veía a lo lejos los fértiles campos estaban salpicados del rojo violáceo de las amapolas de opio. Las amapolas sustituían la mayoría de los cultivos alimentarios y dejaban el resto de la tierra seca y quebradiza.
Mientras cruzaba los campos de opio con el latón de su uniforme de policía destellando al sol de la mañana, vio a los ryots o granjeros campesinos, hombres, mujeres y niños. Rascaban el residuo de las amapolas con un sittooha de hierro y lo metían en recipientes de barro. Después la droga sería empaquetada para su envío en bolas por largas hileras de nativos en almacenes controlados por británicos. Frank sintió que le recorría una oleada de náuseas al pasar junto a las amapolas de acre olor. Un ryot levantó la mirada del azadón con el que estaba trabajando, lo soltó y salió corriendo. Dickens localizó el trozo de tierra que estaba trabajando y vio que lo que cultivaba en él era arroz. Frunció el ceño. El opio estaba autorizado, el arroz era ilegal.
El gobierno británico pagaba a los ryots por cultivar opio en lugar de otros productos, pero también lo exigía a punta de bayoneta cuando era necesario hacerlo.
Dickens sabía que aquélla era una de las aldeas más pobres, en permanente lucha contra la amenaza de hambruna por la pérdida de su agricultura natural. Tres años antes, durante la hambruna de Orissa, la inanición se había extendido rápidamente por aldeas como aquélla. Entre los policías y funcionarios ingleses se decía que los padres se comían a sus hijos vivos. El Gobierno no quería que el cultivo de opio ganara una mala reputación entre los moralistas de Inglaterra, de manera que el Ejército llevó toda la comida que le fue posible a las aldeas más pobres. Aun así, más de quinientos mil acres de Bengala se dedicaban al cultivo de opio en cualquier época y ningún envío de alimento podía subsanar esa deficiencia en la agricultura.
El río adyacente, que una vez bulló con el comercio de ida y vuelta con Calcuta, discurría pacíficamente ahora que los británicos habían acabado la construcción del ferrocarril para transportar más rápido el opio y las especias. En vez de la actividad del pasado, ahora hombres, mujeres y niños se bañaban y jugaban en sus aguas. Los mayores rezaban y charlaban mientras los niños chapoteaban por allí. Todos los habitantes de la aldea iban a aquella hora temprana, porque más tarde haría todavía más calor.
Tras preguntarle la dirección a un grupo de nativos semidesnudos, Frank, secándose la frente y bebiendo agua, llegó a una cabaña de barro en un callejón estrecho. A un lado de la casa había una pila de plantas secas, animales muertos y basura. Un olor todavía más fuerte le atacó desde arriba. Pegados a las paredes de la casa, pegotes de excremento de vaca se calentaban y secaban al sol para ser utilizados como combustible. Una llamativa mujer joven, descalza y con la cabeza descubierta, preparaba comida en el porche. No había encendido el fuego, señal de que estaba de luto. Un bebé desnudo buscaba el equilibrio apoyándose en las dos piernas de la mujer. Las moscas volaban alrededor de la mujer, el niño, el grano, la mantequilla.
–¿Es usted la viuda de Narain? – preguntó Frank Dickens dando un paso al frente.
Ella asintió.
–Fueron mis agentes los que, hace unas semanas, le detuvieron en la provincia de Bagirhaut después de que robara opio con otros cómplices.
–Ésta es una aldea muy pobre, señor -señaló la viuda sin la menor sombra de disculpa en su fuerte voz-. Trabajó en el campo hasta que hubo demasiados trabajadores y poca tierra que trabajar.
La cabaña estaba sorprendentemente limpia. Frank vio los aperos de labranza, un arado tosco, una hoz rota, colgados del techo, sin usar hacía mucho tiempo. En el dormitorio había una cama hecha de cuerda y madera, y un solo libro sobre los dioses hindúes en un hueco de la pared con espacio para algunos volúmenes más. Dando a la cama el uso de sofá, Frank se sentó y hojeó las páginas del libro hindú.
Volviendo a la viuda, que ahora estaba amamantando al niño, le preguntó si el libro pertenecía a su marido. Ella asintió con la cabeza.
–¿Leía a menudo?
–Nunca le faltaba un libro.
Después de preguntarle por la dirección del librero al que había vendido los demás libros, Frank cruzó la aldea y encontró el puesto en un extremo tranquilo del bullicioso bazar.
–La viuda de Narain le ha vendido algunos de los libros de su marido, según tengo entendido. Tratados de mitología y religión hindú. ¿Lo recuerda?
El librero se bajó las gafas y miró al inglés.
–¡Perfectamente!
–¿Y todavía los tiene en su puesto?
–Creo que sí, buen señor. Pero todos los libros están mezclados.
–Le compraré todos los libros que tenga de esos temas.
Aquella noche, después de su viaje de regreso en el desvencijado palki, Frank se reunió con el inspector que había interrogado al fugitivo capturado.
–Ah, sí, superintendente, le ha confesado todo al magistrado de su pueblo. Estos dacoits no son tan resistentes al malestar físico como los thugs que tuve que entrevistar en otros tiempos.
–¿Cree usted que le ha dicho la verdad? – preguntó Dickens.
–Sí, pero…
–¿De qué se trata, inspector?
–Sólo que, aunque me ha dicho la verdad, me da la impresión de que hay más que no dice, como si tuviera miedo, una clase de miedo diferente al que le puedo infundir yo en el chabutra. Es posible que el ladrón guarde un secreto que sigue sin contarnos. Su subalterno Turner ha pasado todo el día intentando descubrir qué pasó. Está bastante obsesionado con este asunto.
Dickens ignoró este comentario.
–¿Le ha dicho el ladrón dónde encontraremos el opio robado?
–Le advertí que no jugara conmigo. Me ha dibujado un mapa.
–Recuperar el opio debe ser nuestra máxima prioridad. Luego me ocuparé de su secreto y del agente Turner.