Londres, noche profunda, 1870

«Datchery» le estaba esperando en la abadía aquella noche. Loco o cuerdo, se podía confiar en que estaría donde había dicho que estaría, pensó Osgood. Puntualmente loco. Datchery (porque Osgood no conocía más que aquel ridículo nombre para referirse a él) agarró al editor del brazo y se pusieron a caminar por las húmedas calles. Una molesta lluvia vespertina había confinado a la gente en sus casas. Pero a medida que los dos hombres se iban adentrando más y más en los barrios del este de Londres se notaba más animación; si el resto de Londres se calmaba al caer la noche, aquel lugar empezaba a despertar. En contraste con las débiles y crepitantes farolas de la calle, las tabernas y bares arrojaban una iluminación deslumbrante por sus ventanas. Letreros luminosos anunciaban servicios telegráficos a India para comunicarse con familiares y marineros; en carteles se anunciaban relojes y sombreros nuevos. Los marineros llegaban dispuestos a gastarse hasta el último penique en su poder antes de volver a zarpar por la mañana. Lloviznaba a un ritmo irritantemente lento sobre los dos hombres que seguían su camino. Un líquido turbio corría por los desagües y para cuando era engullido por los sumideros se había convertido en algo que no se parecía en nada al agua. Los hombres dejaron las calles anchas para entrar en un laberinto de callejones, patios, callejuelas y pasadizos. Estaba el Puente Sangriento, así llamado por la cantidad de gente que había elegido aquel lugar para acabar con su vida y bajo el cual el agua se parecía más al barro.

–¿Vive usted por aquí cerca? – preguntó Osgood.

–No, no -dijo Datchery-. Yo no vivo en ningún sitio.

–¡Vamos! – objetó Osgood al escuchar semejante disparate.

–Quiero decir que soy más pobre que el pavo de Job, de manera que me alojo principalmente en habitaciones alquiladas y pensiones, para que ellos no puedan encontrarme.

–¿Para que no puedan encontrarle quiénes, señor Datchery? – inquirió Osgood, pero el tema quedó relegado por la actitud impasible de Datchery y los lejanos gemidos y gritos inhumanos que se escuchaban a su alrededor. Osgood probó con otra pregunta-. ¿Adónde vamos?

–Cuando lleguemos a donde tenemos que parar, pararemos -dijo Datchery-. Aunque yo soy el guía, no soy yo el que guía.

–¿Quién es el guía entonces? – preguntó Osgood a sabiendas de que no recibiría respuesta alguna, probablemente porque no existía.

Hombres y mujeres enfermos se arrebujaban en las esquinas. Los enviados de las casas de misericordia recogían vagabundos, en su mayoría mujeres con niños pequeños, algunas con tres bebés en equilibrio entre sus brazos. Osgood sabía que Dickens había realizado aquel tipo de paseos, incursiones en los rincones perdidos de Londres para observar e inmortalizar a sus habitantes. Como un geólogo, Dickens había construido sus libros excavando todas las capas de vida bajo la ciudad.

De vez en cuando la expresión de Datchery se apagaba y perdía el brillo, y a veces los ojos parecían instrumentos más claros y agudos que un momento antes.

Se encontraban en la zona más inhóspita que Osgood hubiera visto en Londres. De hecho, el editor sólo hallaba consuelo en el hecho de que ninguno de los componentes de la lenguaraz masa humana con los que se cruzaban (que, por su aspecto, podrían haber pasado las horas de luz diurna a bordo de barcos o robando) se les había acercado todavía. Algunos les desearon unas sarcásticas «buenas noches» desde ventanas o portales abiertos. Entonces Osgood se percató de que su compañero llevaba un largo garrote. En realidad era algo más complicado que un garrote. En el extremo superior llevaba un gancho y un pincho que sobresalía por un lado.

Datchery notó el interés de Osgood y dijo:

–Sin esto ya nos habrían robado hasta la camisa, estimado Ripley. ¡Estimadísimo Ripley! ¡Esto es Tiger Bay y estamos llegando a Palmer's Folly! – los mismos nombres sonaban como advertencias.

En un estrecho patio había un callejón sin salida al que se accedía bajo un destartalado arco y que acababa en un edificio de tres pisos de ladrillo ennegrecido con una puerta negra y ventanas cegadas. A cada uno de sus lados se levantaban una taberna y una pensión de mala muerte. Al caminar, los pasos de los dos hombres producían un crujido quebradizo. Osgood tardó unos minutos en darse cuenta de que el camino estaba cubierto de huesos de animales y espinas de pescado. Delante de la taberna se había formado una columna de personas de ambos sexos y todas las razas que se empujaban unas a otras para conseguir tener una visión mejor de los escalones de la entrada.

Un hombre llamado el Rey del Fuego llevaba a cabo una exhibición en ellos. Ofrecía, a cambio de una recompensa en billetes pequeños, demostrar su poder de resistencia a toda clase de calor. «¡Poderes sobrenaturales!», prometía a la multitud.

Entre los aplausos y vítores de sus arrebatados seguidores, el Rey del Fuego tragó tantas cucharadas de aceite hirviendo como compraron las donaciones y sumergió las manos en una cacerola de «lava derretida». A continuación, el Rey cruzó las puertas abiertas de la taberna y, por una tarifa algo más alta que la filantrópica muchedumbre aportó de buen grado, allí se introdujo en el horno de la taberna junto a una pieza de carne y no salió hasta que la carne (un filete crudo que había mostrado a su público) estuvo cocinada.

Sin embargo, los dos peregrinos en esta región no permanecieron fuera el tiempo suficiente para verlo, porque Datchery se había acercado a la puerta negra y llamaba ya a ella. Un hombre recostado en un sofá zarrapastroso y desgastado les franqueó la entrada a un pasillo tras el cual subieron unas escaleras estrechas en las que todos los escalones crujían bajo sus pies; tal vez por su estado de deterioro, tal vez para advertir a los ocupantes. El edificio olía a moho y… ¿a qué más? Era un olor denso, embriagador. Entraron por error en una sala en la que se veía un piano con unas pocas personas de público enfrente; todos se volvieron a mirarles y no movieron un músculo hasta que se fueron. Camareras y bailarinas se sentaban junto a, o en las piernas de, marineros y oficinistas. Uno de los miembros del público parecía sostener un puñal entre los dientes.

Osgood no podía ni imaginar qué tipo de exhibición se llevaría a cabo cuando ellos se fueran, ya que no se había escuchado música de piano en el tiempo que llevaban en el edificio.

Siguieron subiendo entre el humo y la bruma.

–Aquí -dijo Datchery con escalofriante rotundidad-. Tenga cuidado, señor Osgood, todas las puertas en la vida pueden conducir a un reino desconocido o a una trampa fatal.

La puerta se abrió a la oscuridad y el humo.

–¡Nada de armas! – ése fue el saludo pronunciado por una voz grave que parecía pertenecer a una mujer.

Datchery dejó el garrote en el pasillo, al otro lado de la puerta.

Tras un breve y lento ajetreo, se encendió una vela. La exigua habitación estaba abarrotada de personas, la mayoría enroscadas unas junto a otras encima de una cama hundida. Algunas estaban dormidas y otras tantas parecían estar a punto de hacerlo en cualquier momento. A los pies de la cama se sentaba una mujer de pelo plateado demacrada y nerviosa que sostenía una varita de bambú larga y fina.

–Acordaos de pagar, queridos, ¿estamos? – saludó a los recién llegados-. A Yahee, el del otro lado del patio, le ha caído un mes de prisión por mendigar. ¡De todas maneras él no la mezcla tan bien como yo!

La mujer manipulaba una sustancia negra pegajosa sobre una pequeña llama. Tirado en la cama se encontraba un hombre chino en trance profundo, y un marinero lascar con la boca abierta murmuraba para sí, ambos con los ojos brillantes y vacíos. De la boca del lascar se escapaba la saliva entre los dientes podridos y corría sobre las llagas como cráteres de sus labios. Trapos y sábanas colgaban de una cuerda puestos a secar en medio del humo. ¡El humo! Mientras la mujer levantaba la pipa de bambú, Osgood reconoció el olor repulsivo del opio.

Osgood pensó en los libros de Coleridge y De Quincey, dos escritores que, como casi todo el mundo, incluido Osgood, habían tomado opiáceos de la farmacia para paliar los dolores del reuma y de otros padecimientos físicos. Pero los escritores habían consumido en cantidad suficiente para experimentar el torbellino de éxtasis y postración que el opio ejercía en el cerebro. Como De Quincey había escrito en una serie de confesiones publicadas antes de que se convirtiera en el lema de miles, «Ahora la felicidad se puede comprar por un penique y llevarse en el bolsillo del chaleco». Osgood pensó también en la acusación de la policía contra Daniel Sand, que tan lejos quedaba en Boston, asegurando que el muchacho había abandonado todo por la exaltación y el placer del consumo de opio.

–La que tiene Sally es mejor que la de Yahee… Pagaréis como corresponde, ¿verdad, queridos? – repitió la jefa del establecimiento-. Aspirad esto. Después de pagar, naturalmente.

Mientras recitaba sus consignas, una joven menuda que estaba en el otro lado de la inmunda cama de Sally se cayó al suelo con un gemido.

–¿No se encuentra bien? – preguntó Osgood. Sally le explicó que la joven se hallaba en un estado de sueño pacífico, mejor que si estuviera en la sucia y espantosa tasca donde solía llevarla su madre.

Entonces Osgood cayó en la cuenta. De repente era capaz de poner nombre a la sensación que había experimentado al entrar en aquel lugar. Era una palabra que nunca habría adivinado. Familiaridad.

Ser testigo de aquella inmundicia era como mirar fotografías de escenas de El misterio de Edwin Drood. Le recordaba a la primera escena del libro, cuando el pervertido John Jasper se refugia en sus sueños de opio mientras se dispone a poner en marcha sus malévolos planes contra su sobrino Drood; y la Princesa del Humo era la vieja que preparaba el opio e interrogaba a sus visitantes. También era como la escena que habían montado en el teatro Surrey, sólo que aquí con la aportación del olor real de la droga y su desesperanza.

Aquí tienes otra preparada para ti, queridito. Recordarás, como buena persona que eres, que los precios del mercado últimamente se han puesto por las nubes, ¿verdad que sí?

¡Quedaba demostrado que la expectativa de Osgood no estaba fuera de lugar! Algo debía de haber asimilado Datchery, consciente o no, del proceso de escritura de la novela si conocía aquel sitio. Entonces, una impresión menos tranquilizadora tensó sus nervios al girarse y mirar a Datchery, que estaba detrás de él. Datchery y Sally se miraban con la confianza de un pretendiente y su antiguo amor.

Un movimiento inesperado y repentino desvió la atención de Osgood: cuatro ratones blancos corretearon por una estantería polvorienta y pasaron por encima de los ocupantes de la cama. Sally les aseguró que eran mascotas muy dóciles y, tras unos cuantos intentos torpes, logró encender otra vela, como si quisiera demostrar lo tremendamente civilizado del uso de dos velas. La luz descubrió una escalera de mano que subía hasta un agujero en el techo. En el tiempo que llevaban allí de pie había abandonado la habitación un marinero malayo, y un mendigo chino había entrado, salido y vuelto a entrar. Sally habló con este último, al parecer, de su habitual cobro por adelantado del opio, sólo que esta vez en chino. También sermoneó a un cocinero bengalí, al que llamó Booboo, que parecía no ser sólo comprador de opio, sino también su inquilino y sirviente.

La transacción era siempre la misma. Después de recibir un chelín del cliente, la traficante tostaba una espesa bola negra, que había mezclado lentamente con una aguja, sobre la llama de una lámpara rota. Cuando ya estaba bastante caliente, introducía la mezcla oscura en la cazoleta de una pipa de bambú, que no era más que un tintero de cristal viejo con un agujero practicado en el costado. Entonces el cliente aspiraba por el extremo de la sibilante pipa hasta que se consumía el opio, por lo general al cabo de un solo minuto, como mucho.

Mientras preparaba la mixtura, Sally clavó la mirada en Osgood, impaciente ante la falta de pago. Incluso uno de los adormilados fumadores de opio parecía haberse interesado en el bien vestido editor. Osgood había descubierto en ese rato entre los trapos húmedos que cubrían el suelo un pequeño folleto o panfleto entre otros papeles sucios. Aunque la luz era demasiado escasa para distinguir los detalles, le pareció que ya había visto antes la maltrecha portada del librito.

–Bien, queridos -dijo Sally, la jefa del opio, un poco enfurruñada-, ¿buscáis algo más aquí, aparte de unas cuantas caladas? – entretanto, también el lascar había logrado ponerse en pie y les miraba fijamente.

Osgood sintió una segunda oleada de náuseas ante el renovado aumento de los vapores. Al arrodillarse para tomar una bocanada del aire más limpio que había junto al suelo, aprovechó para deslizar el librito en el interior de su bolsillo. Datchery le preguntó si se encontraba bien.

–Un poco de aire -respondió Osgood aturdido por haberse agachado. Encontró la puerta y bajó un tramo de escaleras hasta una ventana abierta que había en el descansillo. Sacó la cabeza y cerró los ojos, que aún le ardían por el humo. Cuando volvió a abrirlos se dio cuenta de que tenía la vista borrosa por las lágrimas y trató de secarse los ojos con el pañuelo. El aire en la cara le alivió; a pesar de ser caliente, parecía la brisa del océano comparada con el caldero de arriba.

Entonces sacó el librito del bolsillo y sus sospechas se vieron confirmadas. Tenía en sus manos la última entrega de El misterio de Edwin Drood, la misma que había visto salir de Chapman Hall el día de las revistas.

¡Drood!-dijo para sí. ¿Cómo demonios habría llegado allí también? Qué verdad era que a Charles Dickens se le leía en todas partes.

Al volver a subir las escaleras, firmemente aferrado a la barandilla, sintió que la vista se le nublaba otra vez según se acercaba a la oscura habitación del opio. Ahora, la entrada parecía un bloque sólido de humo. Dos pasos más allá de la puerta se sintió cegado y dio con algo tirado en el suelo. Cuando miró para abajo al tiempo que caía hacia adelante comprobó que acababa de tropezar con Datchery, que estaba tumbado. Osgood sintió que le agarraban y empujaban contra la pared, donde el lascar le inmovilizó y le propinó un puñetazo en el estómago.

–¡Basta! ¡Ripley! – el grito provenía de Datchery, que se levantó del suelo y se lanzó tambaleándose contra el agresor. Datchery luchó con el lascar, pero Booboo, el bengalí, le apartó con fuerza y volvió a tirarle al suelo, donde quedó inconsciente por el golpe.

Osgood, cegado por las lágrimas y la sangre, intentó salir de la habitación a tientas, pero el lascar le agarró y le atizó con los puños una y otra vez, derecha e izquierda, aplastándole contra la pared. Luego le abrió el chaleco de un tirón y le registró los bolsillos. Osgood podía oír cómo Booboo, agachado en el suelo, desvalijaba del mismo modo al inconsciente Datchery.

Su cuerpo perdió toda la fuerza y Osgood notó que se derrumbaba contra la pared dándose un fuerte golpe en la cabeza. De repente, todo acabó. Gritos. El lascar se desplomó con la cabeza inerte hacia un lado. Booboo pareció volar por la habitación salpicando sangre en su vuelo. Sally salió atropelladamente hacia la escalera de mano y, como uno de sus ratones, subió los travesaños a toda velocidad y desapareció. Osgood se vio nuevamente asido de ambos brazos, pero por una persona diferente.

Entre brumas, el editor creyó reconocer a la figura que le había agarrado.

–¡Imposible!

Conocía a su asaltante. ¡Cómo era posible que estuviera allí! La gigantesca figura se cernía sobre él agarrándole violentamente de la parte alta del brazo. Unos segundos después, Osgood cayó al suelo y todo se volvió negro a su alrededor.

Lo siguiente que sintió fue que despertaba rodeado de oscuridad. Su ropa estaba empapada y revuelta. Curiosamente, se encontraba en un estado de pacífica ensoñación; la llamada del sueño, el rumor del océano, un inmóvil cielo estrellado, esto era todo lo que experimentaba. El aire se había vuelto de un azul denso y alargó una mano para tocarlo.

Luego, un pensamiento impreciso perforó la paz. Peligro: tuvo que buscar la palabra a pesar de que debería haber sido evidente. Él estaba en peligro. Una serpiente, primero amarilla y negra y luego toda amarilla, pasó reptando a su lado, casi tocándole; y habló, o alguien habló, y luego diez, quince, cincuenta voces se escucharon a la vez intentando sumergirle en un coro incoherente.

Pensó en Rebecca, que le había advertido… Rebecca, que tan leal había sido y que creía que podían culminar con éxito su misión… Rebecca, a la que ahora sabía que había amado desde la primera vez que la vio. Sintió ganas de llorar, creyendo que con eso, derramando lágrimas, aliviaría una parte de su desoladora frustración, pero no lo consiguió. Sin levantarse, porque eso parecía estar fuera de su alcance, buscó alguna señal de Datchery.

Tenía ganas de cerrar los ojos pero sentía que, si lo permitía, no sería capaz de abrirlos otra vez. Sus ojos ganaron la lucha y Osgood volvió a caer en la oscuridad.

El cazador de las cloacas entró con cuidado en la sección más baja del túnel. Al contrario que la mayoría de sus colegas, Steve Williams había logrado conservar sus caras botas de cuero altas hasta la rodilla. Eso le proporcionaba una gigantesca ayuda para vadear la basura y el lodo borboteante que llenaban las dos mil millas de alcantarillado que recorrían el subsuelo de Londres.

Armado de una larga vara de hierro con una azada plana en la punta, Steve hurgó en una grieta en la que había algo alojado. Abrió la portezuela de la lámpara que llevaba colgada de la cintura para poder ver con mayor claridad en el aire opaco y viciado.

–¡Dios bendito! – dijo para sí alargando un brazo para extraer dos cuchillos de mesa fabricados en plata-. ¡Dios bendito, plata! – exclamó guardándoselos en el bolsillo. Aquello, unido a la jarra para la leche en oro que había encontrado el día anterior, le confirió a Steve una recuperada sensación de heroico triunfo. Distinguió un bulto sobre el enfangado suelo cerca del desagüe del lado este. Al empujar el mazacote de limo con la azada, un tropel de ratas del tamaño de gatos pequeños pasó corriendo por su lado. Steve avanzó la distancia de dos botas y tosió. No le hizo toser el aire infecto, espesado por los desperdicios que los carniceros tiraban por las alcantarillas, sino el ver un cadáver más tirado en los túneles. Aunque la búsqueda de tesoros a la que se dedicaban era ilegal, la policía hacia la vista gorda mientras los cazadores de las cloacas dieran parte de los cadáveres y restos humanos que encontraban. Éste llevaba un buen traje.

Pero al observarlo más de cerca descubrió que el hombre postrado no estaba muerto. Incluso respiraba.

–Venga, vamos, compadre, ¿cómo ha llegado usted hasta aquí? – dijo Steve tirando al hombre del brazo-. ¡Fuera de aquí, bestias! – exclamó. Unas ratas inmensas se aferraban a los brazos, las piernas y la cabeza del hombre chillando a un volumen ensordecedor-. ¡Fuera! – Steve utilizó la vara para espantar a las ratas y echar a las que intentaban subirse encima de su descubrimiento. Sacó una bolsita y le metió en la boca unos polvos.

–Tómese estas sales Epsom… Tome un poco de esto. Le bajará la sangre de la cabeza.

Por fin, el hombre se levantó palpándose las partes doloridas y, tras dar unos pasos inseguros, volvió a caer en la inmundicia.

–¡Rebecca! ¡Díganselo! – gritó.

–¿Qué quiere decir? ¿A qué viene este sinsentido? – replicó Steve.

–¡Deténganle! ¡Le he visto! ¡Tienen que…!

–¿A quién? ¿A quién ha visto, jefe?

–Herman -rugió Osgood-. ¡Ha sido Herman!

CUARTA ENTREGA

23

Boston, 24 de diciembre de 1867

De nuevo en el hotel Parker House, en el salón de la habitación de George Dolby, Tom Branagan se encontraba en estado de postración. Dolby le había sentado en una desgastada silla de roble de cara a la chimenea, que estaba enmarcada en calcetines de Navidad y muérdago; era un castigo cruel verse obligado a contemplar cómo caían las cenizas del hogar una a una cuando había tanto que hacer. Tom tenía el pensamiento fijo en la mujer que había provocado todo aquello. Le ardían las entrañas, no tanto de rabia como de deseo de conocer la verdad. De repente, todos los detalles de ella que era capaz de recordar cobraban importancia. De repente, el año nuevo entrante le parecía premonitorio.

Dolby paseaba de un lado a otro de la habitación y James Osgood, allí presente para personificar debidamente la indignación de la firma editorial que patrocinaba la gira, se sentaba en diagonal a Tom. Los regalos de Navidad que los admiradores dejaban en el hotel para Dickens, y que no cabían en las habitaciones del novelista, estaban amontonados descuidadamente bajo los muebles.

La atención de Tom regresó al presente. Dolby estaba gritando:

–No sé qué decir. ¿Acaso no…?, recuérdemelo, por favor, puede que me esté fallando la memoria, ¿acaso no le di instrucciones precisas de que se olvidara de ese juego del escondite con la intrusa del hotel después del incidente? No tengo mas remedio que deducir que cometí un error al confiar en usted, muchacho, empujado por mi fidelidad a su padre. ¿Es esto un despliegue de su excitabilidad celta?

–Señor Dolby, por favor, comprenda que… -intentó interrumpir Tom.

–Tiene usted suerte de que el señor Fields posea tanta influencia política como tiene y haya elegido utilizarla en su favor, señor Branagan -intervino Osgood.

Dolby siguió enumerando las ofensas:

–Acosa a una dama, a una elegante dama de sangre azul, en el teatro, arma un escándalo y le roba el protagonismo al gran éxito del señor Dickens. Y por si todo eso no fuera bastante malo, ¡encima en Nochebuena! Bastante tiene que soportar ya el jefe en este momento con la gripe y teniendo que pasar las vacaciones alejado de su familia. ¡Y lo que dirá la prensa cuando se enteren!

–Sus irresponsables actos han estado a punto de dar al traste con toda la gira de lecturas ante la opinión pública, señor Branagan -dijo Osgood-. La futura reputación de nuestra editorial está en juego.

Tom sacudió la cabeza.

–Esa mujer es peligrosa. Lo siento en el corazón y en los huesos. ¡No deberían haberla soltado y tenemos que decir a la policía que la busque!

–Una mujer -gritó Dolby-. ¡Pretende que parezca que Charles Dickens le tiene miedo a una mujer! Esa mujer, por cierto, se llama Louisa Parr Barton, y su marido es un reconocido diplomático y gran erudito de la historia europea. Pertenece a una rama americana de la familia Lockley de Bath.

–¿Demuestra eso que esté cuerda o tenga buenas intenciones? – preguntó Tom.

–Tiene razón -respondió Osgood-. Entienda, señor Branagan, que la señora Barton es conocida por sus excentricidades y no es bien recibida en muchas casas de la alta sociedad de Boston y Nueva York debido a su extraño comportamiento. Algunos dicen que el señor Barton se casó principalmente por emparentar con el apellido familiar y que ella nunca ha logrado dominar las labores de la casa ni ser un ama adecuada para con los criados. Otros dicen que Barton se enamoró locamente de ella. Sea cual sea la verdad, él pasa la mayor parte del tiempo viajando. Se rumorea que habría sido nombrado nuestro embajador en Londres de no ser por el comportamiento de su mujer. Desde que le dio una bofetada en la cara al príncipe de Gales cuando le fue presentada, se le ha prohibido que acompañe al señor Barton en sus viajes.

–Por eso puede hacer lo que le da la gana aquí -dijo Tom.

Osgood asintió.

–Con su marido fuera, ella está sola y libre con sus comportamientos extraños y su dinero. Es inofensiva.

–¡Le pegó a una anciana en el hotel Westminster! – adujo Tom.

–No lo podemos probar. ¿No se da cuenta de que pisa terreno poco firme, Branagan? – respondió Dolby-. ¿Qué le impulsó a usted a hacerlo?

–Tal vez hable más de lo que corresponde a mi posición, pero actué por instinto -respondió Tom.

Dolby volvió a sacudir la cabeza.

–Habla y actúa usted más de lo que corresponde a su posición, Branagan. La policía de Boston no tenía más alternativa que dejarla en libertad.

–¿Y qué me dice del hecho de que se colara en la habitación del señor Dickens, señor Dolby?

–Bueno, ¿y qué si fue ella? Podríamos darle un cachete, hacer que la policía le ponga una multa, ya que nunca amenazó al jefe ni se llevó ninguna de sus pertenencias. Salvo una almohada del hotel, ¡por lo que el más severo de los jueces ordenaría a esta aristócrata bostoniana que pagara un dólar!

–Creo que podría ser quien se llevó el diario de bolsillo del Jefe -señaló Tom.

–¿Y qué pruebas tiene usted? – preguntó Dolby esperando una respuesta que no llegó-. Eso creía. Y, además, ¿para qué iba a querer un viejo diario?

–Para enterarse de detalles privados -insistió Tom-. Señor Dolby, sólo estoy pensando en la protección del Jefe.

–¿Quién le ha pedido que lo haga? – preguntó Dolby.

–Usted me indicó que estuviera a su servicio -respondió Tom.

–Pues bien, lo ha llevado demasiado lejos -dijo Dolby-. Y no va a seguir haciéndolo.

Osgood dio un largo trago de ponche, sacudió la cabeza con tristeza y añadió un comentario con aire pensativo:

–Dice usted que actuó por instinto. Los hombres como el señor Dolby y yo mismo actuamos por lo que es correcto y apropiado, lo que está dentro de las normas. Lo que es más seguro para la gente que pone su confianza en nosotros. Si pudiéramos, señor Branagan, estaríamos tentados de enviarle de vuelta a Inglaterra. Pero eso atraería la atención de los periódicos.

–En lugar de eso -terció Dolby con la voz de un padre severo-, a partir de este momento su labor será estrictamente la de mozo de carga, para lo que fue contratado. Se quedará en el hotel, a no ser que se le indique otra cosa, y realizará las tareas que se le asignen. Cuando regresemos a Ross ya decidiré su futuro. Si no hubiera pagado tres guineas por su librea, ahora mismo le pondría de patitas en la calle.

Tom, desinflado, clavó la mirada en la chimenea de mármol.

–¿Y el Jefe? ¿Está de acuerdo con esto?

–¡Preocúpese usted de sus propias circunstancias! El Jefe estará perfectamente a nuestro cargo, muchas gracias, señor Branagan -dijo Dolby desdeñoso.

–Sin duda -añadió Osgood-. Nos encargaremos de que el señor Dickens esté bien ocupado mientras acabamos de solucionar las cosas con las autoridades, de manera que no se les preste más atención a sus temores, señor Branagan. De hecho, ya he reclutado a Oliver Wendell Holmes para que le enseñe los lugares de interés de Boston. Si hay alguien que pueda distraer a un hombre hasta el aturdimiento, ése es el doctor Holmes.

Después de que Dolby acompañara a la puerta a Osgood, un camarero le paró en el camino de vuelta.

–¿Señor Dolby? Hay un caballero abajo que quiere verle… Un asunto urgente.

–Son las diez de la noche y es Nochebuena -señaló Dolby sacando el reloj de su chaleco-. Las diez y media, en realidad, y llevo desde las seis de la mañana corriendo por la ciudad solucionando problemas. ¿Ha enviado una tarjeta el visitante?

–No, señor. Sin embargo, utilizó las palabras muy urgente. Yo diría que, por su aspecto, parecía ser algo verdaderamente urgente.

Menuda urgencia. Probablemente sería otro desconocido que necesitaba entradas para alguna de las lecturas con aforo completo para sus hermanas, tías o esposas ciegas, sordas o mudas. «Escritores americanos muy conocidos» de los que Dickens no había oído hablar nunca escribían solicitando un pase gratuito, en primera fila, para honrar la visita de Dickens a la ciudad como se merecía, más otros cinco para sus amigos, si eran tan amables.

En el bar de la planta baja Dolby buscó entre las caras la del misterioso visitante. Un hombre se distinguía entre todos. Las manos rígidamente cruzadas sobre el pecho. Una cara gruesa, juvenil, pero recorrida por cicatrices y vetas grises en la barba. Era bajo, pero tenía una constitución robusta que podría calificarse de fornida, con una presencia imponente. Saludó a Dolby con la mano.

–Me temo, amigo mío -empezó Dolby su discurso amable pero distante-, que ya hemos vendido todas las entradas para las próximas lecturas. Puede volver a intentarlo en la próxima serie de lecturas que hemos organizado para que puedan asistir más oyentes.

El hombre le entregó una pila de documentos y una placa.

–No busco entradas, señor Dolby. O no…, a menos que las tenga que confiscar junto con todas las demás propiedades en posesión de ustedes -sonrió sin humor.

Dolby examinó los documentos. Formularios de impuestos. La placa llevaba el nombre de Simon Pennock, recaudador de impuestos.

–Tengo entendido que se les ha visto con bolsas de papel llenas de billetes de las entradas vendidas, señor Dolby -dijo Pennock con el mismo tono que habría utilizado si las bolsas hubieran sido de huesos humanos. La silla del recaudador estaba frente a un fuego de carbón que perfilaba al hombre con un perturbador halo azul oscuro y servía para inquietar aún más a Dolby.

–Señor Pennock, me parece recordar que, según las leyes de su país, las «conferencias ocasionales», tal es el término que aparece en las Actas del Congreso, dadas por extranjeros en su suelo están exentas de pago de impuestos.

–Han interpretado mal la ley. Y explicársela no es mi deber. Tiene que empezar a pagarme por sus actividades inmediatamente, Dolby, un cinco por ciento exactamente, si quiere evitar asuntos más desagradables que los que ha sufrido hasta ahora.

–Le garantizo que no hemos sufrido ningún asunto desagradable, señor.

Pennock le miró fijamente.

–Lo está sufriendo en este preciso instante, señor Dolby.

Éste recorrió todo el bar con la mirada, como si quisiera buscar ayuda. En lugar de eso, lo que vio fue a un hombre con gorra de piel de foca y chaquetón marinero, en cuyo chaleco desabrochado se veía la esquina de otra placa del Ministerio de Hacienda. A Dolby no le agradaba la idea de que aquellos hombres le hubieran estado vigilando mientras sacaba el dinero de las taquillas y todavía le molestaba más que fueran superiores en número. Pensó que ojalá Tom, por lo menos, estuviera allí con él. No es que Dolby creyera que los agentes del Gobierno fueran a atacarle, pero pensaba que la presencia de Tom, más joven y fuerte, le habría ayudado a demostrar más confianza en sí mismo.

–Incluso aunque tenga usted razón en la afirmación que plantea, señor Pennock… -empezó a responder Dolby.

–La tengo -interrumpió Pennock con tono neutro-. Tiene que pagar diez mil, en oro o billetes de banco, o ustedes, cada uno de ustedes incluido su adorado patrón, se verán encerrados como rehenes antes de que su barco se aleje de la costa.

–Aunque yo aceptara el cinco por ciento como justa reclamación -dijo Dolby esforzándose por no parecer airado-, incluso en ese caso, ya he enviado los recibos de nuestras ventas a Inglaterra. El dinero ha sido ingresado en el banco. No podría pagarle aunque quisiera.

–Hay soluciones alternativas -Pennock hizo un gesto con la mano al hombre de la gorra de foca, que se acercó a ellos-. Señor Dolby, no es usted el único empresario teatral con el que tengo asuntos pendientes. Creo que el señor Dickens es un hombre al que le gustan las cosas en orden. Sugiero que envíe los pagos antes de las últimas lecturas en Nueva York o meterá al señor Dickens en un atolladero del que no podrá salir fácilmente y que hará que se arrepienta de haber puesto un pie en suelo americano. Buenas noches.

A la mañana siguiente, mientras Dickens disfrutaba en casa de los Fields de su habitual desayuno compuesto por una loncha de bacon y un huevo con té, Osgood le preguntó si había algo más que al novelista le gustaría ver de Boston y que hubieran pasado por alto. Cuando Osgood repitió la pregunta insistentemente, Dickens le dijo que sentía curiosidad por ver la localización del extraordinario asesinato de George Parkman en la facultad de Medicina. El doctor Oliver Wendell Holmes, que se había unido a ellos para desayunar y que hasta ese momento se había dedicado a aburrir a Dickens con su incesante charla, resultó que daba clases en ella y le ofreció de inmediato una expedición a dicho lugar.

–Ahora tenga cuidado, cuidado, señor Dickens… -le advirtió el doctor Holmes. Habían llegado al emplazamiento y se encontraban descendiendo a una cámara subterránea debajo de la facultad-. Hay que bajar otros dos escalones.

Los dos hombres alzaron los candiles. Alrededor de ellos, en la oscura cámara, estantes y brillantes frascos clínicos que contenían fragmentos anatómicos. Dickens levantó uno para observarlo a la luz.

–Trozos de cruda mortalidad -comentó-. ¡Como los cuarenta ladrones de Alí Babá después de morir escaldados!

–¡Todo esto es terriblemente morboso! – dijo Holmes mientras Dickens volvía a colocar el frasco en la estantería junto a los demás-. Nuestro señor Fields diría que esto no es un tema para después del desayuno. ¡Es terrible!

–¿No fue idea mía que me trajera aquí, doctor Holmes? No podía irme de Boston sin verlo.

–Tal vez fuera idea suya, señor Dickens -admitió Holmes-. Pero no debe culparse. Hacerlo nunca ha servido de nada. Mi Wendy, Wendell Junior, me miraría con desprecio por perder el tiempo en este tipo de «trivialidades» cuando se pueden dedicar todas las horas del día a la empecinada consecución del dólar.

Dickens rió.

–Considérese afortunado, mi querido doctor Holmes. ¡Hasta que Babbage no acabe su máquina calculadora será imposible sumar los billetes que me expolian mis hijos todos los días! Creo que ha caído sobre ellos la maldición de la desidia. Le aseguro que hay algunos días en que tengo los pelos de punta de tal manera que no puedo ni ponerme el sombrero. Usted tiene la bendición de no saber lo que es mirar alrededor de la mesa y ver en cada uno de los asientos que la rodean una expresión de inadaptación que recuerda espantosamente a la del propio padre. Bueno, éste es el punto, ¿no es verdad?

Holmes asintió.

–Estar en un lugar tan siniestro le produce a uno la sensación de que le corre por la espalda agua fría y caliente alternativamente.

Aquí mismo, ocultos a la vista de ojos ajenos, lo impensable… -dijo Holmes.

El doctor Holmes, poeta y profesor de la facultad de Medicina, degustaba la oportunidad de convertirse en narrador. Fue en el laboratorio subterráneo, contó Holmes, donde se cometió el crimen un gélido día de noviembre. Aquella tarde de 1849 George Parkman, un hombre alto y delgaducho, entró en las dependencias de la facultad de Medicina para visitar a John Webster, profesor de química y colega de Holmes. Aquélla fue la última vez que se vio a Parkman vivo.

El bedel de la facultad, Littlefield, se hallaba presente cuando Parkman entró en el edificio. Littlefield había oído cómo Parkman le susurraba severamente a Webster «Pues algo hay que hacer», como si hubiera habido algún tipo de discusión entre los dos hombres. Littlefield subió al laboratorio del doctor Holmes para ayudarle a limpiar después de una clase y no volvió a pensar en Parkman el resto de la tarde.

–Al cabo de varios días sin saber nada de él, la familia de Parkman estaba preocupada, como podrá usted imaginar, mi querido Dickens. Cuando se supo que éste había sido el último sitio donde se le había visto, el bedel Littlefield, un desconocido para la mayor parte de nuestra sociedad, se convirtió en objetivo de muchas miradas suspicaces, ¡incluida la mía!

Era un tranquilo miércoles, la semana de Acción de Gracias, cuando Littlefield descubrió que Webster estaba en su laboratorio con las puertas cerradas. El bedel, decidido a defender su buen nombre, tenía sus propias sospechas y se dedicó a espiar por la cerradura mientras el profesor iba de un lado a otro en frenética actividad. Cuando Littlefield pasó la mano por el muro de ladrillo casi soltó un grito. Estaba ardiendo.

El bedel esperó a que Webster se marchara esa noche. Luego hizo un agujero desde el sótano hasta la cámara en la que se encontraban Holmes y Dickens en aquel preciso instante. Cuando Littlefield se coló en la cámara, lo vio. Un cuerpo humano, o parte de él, colgado de un gancho. Horas más tarde la policía continuaba la búsqueda y encontraba en el horno los huesos calcinados de un cuerpo descuartizado.

–Desde entonces, nadie de la facultad ha vuelto a utilizar este laboratorio, a pesar de que estamos desesperadamente faltos de espacio y han pasado ya quince años o más desde que el cuerpo fue incinerado. Ya ve usted que la superstición cala hondo incluso entre los hombres de ciencia… No, especialmente entre los hombres de ciencia.

Dickens escuchó la historia del doctor atentamente.

–Y sin embargo, si hay un lugar en todo Boston que tiene toda la impunidad para estar repleto de huesos, ése es la facultad de Medicina -comentó.

–¡Eso alegó el abogado de la defensa! Aquí hay huesos y cuerpos por todas partes. Pero fueron los dientes postizos -dijo Holmes-. Eso fue lo que traicionó al pobre Webster. El dentista que se los había hecho a Parkman dijo que sería capaz de reconocerlos en cualquier parte. La mandíbula rota con los dientes postizos que se encontró en este horno dio el testimonio más irrefutable que se haya visto nunca en un tribunal.

–Constantemente se desenmascara a los criminales más listos gracias a algún pequeño defecto en sus cálculos -señaló Dickens.

–Pobre Webster. ¡Ver a un hombre inmediatamente antes de que le ahorquen es como ver un fantasma!

–Sin duda, sin duda -reflexionó Dickens-. Con frecuencia he pensado en lo restringida que debe de verse la conversación con un hombre que van a colgar en media hora. Si está lloviendo, no podrías decir: «¡Mañana tendremos buen tiempo!», porque no significaría nada para él. Por mi parte, ¡creo que limitaría mis comentarios a los tiempos de Julio César y el rey Alfredo!

Dickens tuvo un acceso de tos mientras los dos hombres reían y se arrebujó más estrechamente en su deteriorado abrigo. Tras meses de asaltos de sus admiradores americanos que se llevaban recuerdos arrancados de su prenda de piel, tenía el aspecto de un pobre animal tiñoso.

–¡Bueno, señor Dickens, ya es suficiente! – dijo amablemente el doctor Holmes. Desde que el autor había pisado tierra americana, los rumores de sus enfermedades habían corrido y su debilidad era para él un asunto privado. Resultaba evidente que Dickens se encontraba más débil en cada lectura que ofrecía y cojeaba cada día más-. Sí, ¡sin lugar a dudas! – exclamó Holmes-. Fields se enojará conmigo si no le restituyo a sus reconfortantes cuidados para que descanse hasta su próxima lectura.

–Casi se puede oler -murmuró Dickens.

–¿Cómo dice, mi querido Dickens?

–La carne quemada en el aire. Quedémonos sólo unos instantes más.

24

A medida que la órbita de la gira se alejaba más de Nueva York y Boston, y llegaba a Filadelfia, Baltimore, Washington, Hartford y Providence, George Dolby y sus sufridos agentes de ventas viajaban con frecuencia por delante del resto del equipo para organizar las ventas y allanar el camino. En todo ese tiempo, Tom nunca protestó contra las restricciones impuestas a sus deberes. Estaba más preocupado por el hecho de que se hubiera permitido que Louisa Parr Barton se fuera sin hacerle un interrogatorio o un concienzudo registro de su bolso. Por lo menos, que Dickens viajara a ciudades más pequeñas se lo pondría más difícil a la mujer íncubo, ya que parecía una criatura de ciudad. Mientras realizaba sus tareas, acarrear los equipajes entre las estaciones de ferrocarril y los hoteles, Tom mantenía los ojos muy abiertos, que era más de lo que estaban haciendo todos los otros. Su padre le había enseñado en Ross que lo importante no eran las tareas que a uno le han encomendado, sino cómo las cumplía.

En Syracuse su alojamiento era un lugar sombrío que parecía haber sido construido el día anterior, como pasaba con toda la ciudad, y para desayunar les sirvieron algo que tenía el aspecto de un cerdo viejo. Henry Scott se sentó en el salón y rompió a llorar mientras George intentaba reclutar un batallón de emergencia para limpiar el pasillo del piso en el que se alojaba.

Entre Rochester y Albany, el país entero parecía estar bajo el agua a causa de la furiosa tormenta que había arrastrado la nieve y el hielo de la noche a la mañana. Tuvieron que quedarse toda la noche en una región desolada que llevaba el nombre de Utica. Hasta los postes de telégrafo se habían derrumbado y flotaban como mástiles de un barco naufragado, imposibilitando por completo cualquier clase de comunicación con el teatro de la siguiente lectura.

Cuando se encontraron a una distancia prudencial de Albany, recorrieron la extensión inundada que les separaba de su hotel a bordo de un barco de palas. Puentes rotos y vallas se cruzaban en su camino junto a bloques de hielo. Entretanto el bote navegaba contra la corriente, Tom se preocupaba por Dickens. Durante su viaje a través de los Estados Unidos Tom había presenciado en múltiples ocasiones la repetición de los repentinos ataques de pánico de Dickens mientras se encontraban en el vagón de un tren o en un ferry, o en algo que el escritor no tenía la capacidad de detener en caso de emergencia. Con la costumbre, los ataques ya no les sobresaltaban, pero seguían creando una angustiosa imagen de terror interno. No era raro que Dickens le dijera «Más despacio, por favor» al conductor del carruaje una y otra vez hasta que se desplazaban a la velocidad de un paseo a pie.

Flotando sobre la aparentemente interminable extensión de agua, Dickens sacó su reloj cronómetro para ver si eran capaces de mantener el horario previsto. Era posible que el público con entrada no pudiera llegar al teatro, pero para Dickens eso no era lo importante; para él, la puntualidad era una cuestión de principios y de autodominio. Sacudió el reloj.

–Es algo extraordinario, señores -dijo-. Mi reloj siempre ha llevado la hora a la perfección y se podía confiar en él a ciegas, pero desde el momento de mi des gracia en el tren, hace tres años, no ha vuelto a funcionar correctamente. El recuerdo de Staplehurst sigue aumentando, en lugar de suavizarse. Persiste una vaga sensación de pánico que no tengo el poder de controlar, que llega y pasa, pero no puedo evitar que aparezca. Un momento, ¿qué es eso? – preguntó Dickens al guía, un maestro de obra. Delante de ellos, un tren entero flotaba en el agua.

–Un tren de mercancías atrapado por la inundación. Vacas y ovejas. Los hombres pudieron salir, pero supongo que el ganado deberá perecer. Empezarán a comerse unos a otros en un par de días, supongo yo.

Dickens se volvió hacia él con una mirada feroz.

–Eso es lo que hacen los animales estúpidos cuando se mueren de hambre, señor Dickens -continuó el maestro nervioso.

Dickens se quedó mirando fijamente al tren abandonado que se balanceaba arriba y abajo en las inmundas aguas. Cuando pasaron a su lado escucharon gritos y gemidos de su interior; sonaba como una catástrofe humana.

–No morirán -dijo Dickens con calma y luego se desplazó a la proa del pequeño barco-. Ni uno solo de ellos. Vuelva atrás. Hacia allí.

–Pero, señor, mis órdenes estrictas son llevarle a tiempo a Albany para… -intentó protestar el guía.

–Usted no ha dicho nada, ¿verdad? – le preguntó Dickens echando fuego por los ojos.

–Supongo que no, señor -respondió después de comprobar lo que le decían las miradas del resto del equipo a bordo.

–En Albany pueden esperarnos -dijo el escritor-. ¡Que todo el mundo reme en dirección al tren, y sin escatimar esfuerzos! ¡Hoy vamos a emular a Noé!

Tras un esfuerzo de varias horas, lograron liberar a las ovejas y las vacas para que nadaran hasta la tierra y llevaron a los animales más débiles hasta una buena distancia de la orilla para que estuvieran a salvo hasta que les llevaran comida. Todo el tiempo, a pesar de que se puso a nevar y granizar, Dickens animó y espoleó a hombres y bestias con tal entusiasmo que hasta el guía arrimó el hombro en el rescate de un escuálido ternero.

Entre infortunios llegaron a Albany. En el hotel, Dickens se sentó enfrente de la chimenea acercando el sombrero al calor del fuego. Era casi un trozo de hielo sólido, lo mismo que su barba. Intentó soltarse la chalina pero estaba congelada y pegada al cuello de la camisa.

Al empezar el año nuevo, la mayor parte de los componentes de la plantilla se encontraban horriblemente enfermos. Tom era uno de los pocos que conservaban una buena salud y Dickens cada vez dependía más de él, ya que la salud del escritor continuaba oscilando entre la efusividad y la fragilidad. En una de las lecturas, los asistentes que habían acudido a escuchar Nickleby y La fiesta del señor Bob Sawyer recibieron el siguiente aviso: «El señor Dickens ruega su indulgencia por un severo resfriado, pero espera que sus efectos no sean perceptibles al cabo de unos minutos de lectura». La primera cláusula la habían redactado Dolby y un médico; la segunda, el Jefe. Aparte de sus pequeños desayunos, Dickens empezó a limitarse a comer un huevo batido con jerez antes de cada lectura y otro en el intermedio, que Henry tenía preparado y listo en su camerino.

Para entonces, Osgood había terminado de poner en práctica la idea de su aprendiz Daniel de hacer versiones «especiales» condensadas de las lecturas, delgados volúmenes que Fields, Osgood Co. vendía por veinticinco centavos en la entrada de los teatros.

–Ya no necesitamos espantar a los bucaneros de nuestras lecturas, señor Branagan -le dijo Osgood cuando Fields y él fueron a la estación para despedir al grupo-. La idea del señor Sand ha funcionado exactamente como lo planeamos.

–¡Ese chico está en camino de ascender a oficial en nada de tiempo! – dijo Fields felicitando a Osgood por la innovación-. No se parece a ninguno de los aprendices que yo pueda recordar.

De camino a Filadelfia, Tom se vio obligado a jugar a las cartas con el Jefe mientras Henry Scott dormitaba con las piernas fuertemente entrelazadas para que su bota no estuviera disponible cuando algún grosero americano escupiera el tabaco. Dickens, como siempre que estaban en un tren, tenía la petaca abierta a su lado. Cada pocos minutos, a Henry se le caía la cabeza a un lado y luego la levantaba con gran dignidad, como si hubiera estado bien despierto todo el rato.

–A nadie le gusta dormir en público de esa manera -le dijo Dickens a Tom-. Por lo general, yo nunca lo hago. Una partida de cartas es una buena manera de mantenerte activo y despierto. El coraje te mantiene despejado.

Dickens, que tal vez encontraba a Tom demasiado callado, parecía conformarse con hablar por los dos mientras jugaban.

–Es imposible decir todo lo que ha cambiado este país. La última vez que fui a Filadelfia, hace veinticinco años, recuerdo que prácticamente toda la ciudad se presentó en el hotel con la intención de entrevistarse conmigo. Hasta el último mono, y Edgar… Edgar Allan Poe, quiero decir. Nunca hubo ni rey ni emperador en la Tierra tan acosado por las multitudes como lo fui yo en Filadelfia.

–¿Ha dicho Edgar Allan Poe, Jefe? – preguntó Henry, cuya cabeza al desplomarse había vuelto bruscamente a la consciencia. El ayuda de cámara quedaba profunda mente impresionado cada vez que se mencionaba el nombre de cualquier persona famosa, sobre todo si había muerto-. Poe escribía cuentos siniestros y fantasmagóricos -dijo Henry a Tom como aparte didáctico-. Luego se murió.

–También era poeta -dijo Dickens-, como solía recordarme a menudo. Le hablé un poco de nuestro querido cuervo Grip, que murió tras comerse parte de nuestras escaleras de madera. También hablamos de la penosa situación de las leyes de derechos para los autores que no recibían un céntimo mientras los editores piratas se enriquecían con ediciones espurias. Poe escribía entonces cuentos de «raciocinación», o sea, de misterio, igual que yo. También hablé con Poe…, sí, lo recuerdo a la perfección, como si hubiera sido ayer…, del Caleb Williams de William Godwin, una obra que ambos admirábamos.

–Yo leí esa novela en un solo día -dijo alegremente Henry.

Dickens continuó.

–Le dije a Poe que conocía la peculiar forma en que se había redactado, que Godwin había escrito primero la captura de Caleb. Sólo entonces se planteó cómo se había llegado a eso y escribió la primera mitad del libro después. Poe me dijo que también él escribía sus historias de raciocinación hacia atrás. Deseaba más que nada que llegara a considerarle un espíritu afín y así intentara conseguirle editor en Inglaterra, lo que luego hice, aunque no lo logré, con Fred Chapman. En aquel momento nadie había oído hablar de Poe y publicar escritores americanos era una aventura arriesgada. Él estaba convencido de que los europeos le apreciarían más que los americanos. Después de eso, el pobre Poe se enfadó conmigo, miserable criatura -Dickens pareció arrepentirse inmediatamente de haber dicho aquello-. Era un hombre desilusionado, que vivía muy pobre. Puede que haya sido mi estado de ánimo, o el nerviosismo, o no sé qué otra cosa, lo que me haya hecho pensar en él ahora.

A las dos lecturas de Filadelfia les siguieron cuatro en Washington y otras dos en Baltimore. A la primera de Washington asistieron congresistas y los embajadores de casi todos los países, al igual que un perro perdido que se le coló a la policía de la puerta y se puso a aullar durante la lectura. El presidente Johnson asistió a todas las lecturas de Washington e invitó a Dickens y Dolby a la Casa Blanca el día del cumpleaños del escritor, aunque la enfermedad de Dickens había empeorado. Después de aquella visita Dickens estaba persuadido de que Andrew Johnson saldría bien parado a pesar de los rumores de fracaso por intentar la reconciliación con los estados del sur a través de un Congreso hostil.

–He ahí a un hombre que tendrán que matar si quieren quitárselo de en medio -le comentó Dickens a Dolby más tarde.

Dolby abandonó pronto Washington para dirigirse a Providence a organizar la venta de entradas, mientras los demás se iban a Baltimore antes de regresar a Filadelfia. Durante uno de los trayectos más largos en tren, con todo el grupo agotado, Dickens se despertó de un profundo y agitado sueño.

–¿Por qué sonríes, muchacho? – le preguntó a Tom, que estaba sentado frente a él.

–Se ha quedado dormido -dijo Tom sin perder su amable sonrisa.

Dickens lo pensó un momento.

–¡Sí, señor! Y supongo que me vas a decir que tú no has cerrado los ojos.

En Baltimore, seguramente instigado por las duras palabras que había pronunciado en el tren a Filadelfia, Dickens localizó a Maria Clemm, la suegra de Edgar Allan Poe, que vivía de la caridad del estado.

–Él murió en este mismo edificio -le dijo la anciana cuando la llevaron al patio de la Casa de Misericordia donde el escritor la esperaba acompañado de Tom-. Entonces era un hospital. ¿Era usted amigo de Eddie? ¿Sabe usted lo que pasó? – preguntó con aire ausente. El celador ya le había explicado quién era, pero ella lo había olvidado.

–Soy un hermano escritor. Todo autor, mi querida señora Clemm, todo poeta y todo editor han sabido de su desesperación -dijo Dickens con mucha delicadeza. Le suplicó que aceptara 150 dólares para sus cuidados.

Dolby volvió a reunirse con el resto del grupo en Filadelfia la noche de la última lectura en esta ciudad. El representante había dejado de dirigir intencionadas miradas de furia a Tom por la debacle de Nochebuena; a cambio, simplemente le ignoraba. En ese momento Dolby ya tenía bastantes preocupaciones. El anuncio de prensa que notificaba la lectura de Hartford decía equivocadamente que el acto duraría dos minutos y que los asistentes debían llegar por lo menos diez horas antes a ocupar sus localidades.

Dickens se limitó a reír, pero le sorprendió ver a Dolby tan furioso por el anuncio.

–Mi querido Dolby -dijo Dickens ofreciéndole una silla con un gesto-. Hoy parece encontrarse fuera de sus casillas. No se tome demasiado en serio a la prensa. Caramba, si dependiendo de qué periódico se lea mis ojos son azules, rojos y grises, y al día siguiente se asegura que soy francmasón. Fíjese que yo solía sufrir intensamente al leer las críticas sobre mis libros, antes de hacer un solemne pacto conmigo mismo de no volver a leerlas, simplemente, y nunca he roto esa norma. Sin lugar a dudas, soy mucho más feliz desde entonces, y desde luego no he perdido sabiduría.

El representante sacudió la cabeza sombríamente y tomó asiento.

–Los periódicos pueden hacer conmigo lo que quieran, Jefe. ¡Que me llamen cabeza de chorlito y todo lo demás! No quería preocuparle, pero recibí la visita de un recaudador de impuestos que nos reclama el cinco por ciento de todo lo recaudado en América.

–¡El cinco por ciento! – exclamó Dickens-. ¿Puede hacer eso?

–¡No! Pero amenaza con confiscar las entradas y todas nuestras propiedades y encerrarnos en prisión si intentamos salir del país. He escrito algunas cartas a abogados de Nueva York, pero están tardando mucho en responder.

–¡Lo que hay que oír! – Dickens intentó mantener el espíritu en alto-. Bueno, hicimos amigos en Washington, ¿no?

–¡Prácticamente la totalidad de la clase política asistió a sus lecturas!

–Apostaría a que estarán encantados de utilizar su influencia para librarnos de esta monserga, ¿no le parece? Viaje usted otra vez allí.

Como le había sido ordenado, Do1by volvió a Washington durante un día. Cenó con el delegado de la Agencia Tributaria del Gobierno Federal, quien confirmó que las lecturas de Dickens se consideraban ocasionales y, como tal, exentas.

–Siempre tendremos recaudadores sin escrúpulos, algún elemento perturbador aquí y allá por el departamento -le dijo el delegado a Do1by en tono de disculpa mientras escribía una carta en la mesa-. Caramba, si hasta el Congreso tuvo que investigar la tendencia de algunos de nuestros hombres a hacer…, en fin, proposiciones poco caballerosas a las nuevas auxiliares femeninas del Tesoro. Llévese esta carta mía, señor Dolby. Ella debería acabar con el abuso. Verá, muchos de los recaudadores de los estados del este son irlandeses y sufren de una gran anglofobia. Tenemos la esperanza de aclararles las cosas con visitas como la suya de nuestros primos ingleses.

Do1by regresó inmediatamente a Boston para asistir a la cena del sábado que habían organizado en honor de Dickens y él los Fields, donde se sintieron como si hubieran vuelto a casa en comparación con sus recientes vidas errantes.

Antes de la comida dieron un largo paseo por Boston. El afable señor Osgood les fue enseñando lugares de interés. Estaban construyendo mucho. El edificio Sears, que en aquel momento era un amasijo de pilares de piedra, polvo y andamios, se decía que iba a ser un gran palacio de oficinas y tiendas con siete pisos de altura.

–Allí -dijo Osgood señalándolo- se instalará el primer ascensor de vapor de Boston cuando se termine el edificio. Fíjense, dicen que aquí es donde irá.

En el centro de cada planta del edificio en construcción se había dejado un hueco y en el fondo del todo se veía un cuarto de máquinas con una bomba de vapor conectada a una serie de tuberías que se extendían hasta lo más alto del edificio. Junto a éste, tumbada sobre un costado, había una cabina de ascensor profusamente decorada, como un pequeño salón.

–Dicen que dentro de poco -comentó Osgood- nadie usará las escaleras y preservaremos las vidas de las cincuenta personas que mueren al año al caer por los huecos. Sólo me pregunto si en Boston no estarán cambiando las cosas demasiado deprisa para comprenderlas. Nos moveremos todos arriba y abajo gracias al vapor.

–Cualquier político con eso en su programa tiene asegurado mi voto -dijo Dolby, que era abiertamente contrario a caminar tanto como le exigían Boston y Dickens.

A la cena que aquella noche ofrecieron los Fields se sumó también Ralph Waldo Emerson, que había venido desde Concord. Al contrario que la mayoría de los representantes literarios de Cambridge (Longfellow, Lowell, Holmes), Emerson sólo parecía estar ligeramente interesado en Dickens como hombre y menos todavía en Dickens como escritor. Sin embargo, el sabio de Concord no pudo contener la risa ante la interpretación de Dickens de una antigua balada irlandesa (Chrush ke lan ne chouskin!) con la que el escritor deleitó al grupo mientras tomaban el ponche que Dickens había preparado para el grupo; la risa de Emerson, en contra de su filosofía, parecía dolerle.

Hubo otras cuantas caras sombrías en la cena que, como una fuerza imperceptible, extendieron un nubarrón oscuro sobre la frivolidad. Esas caras pertenecían a políticos de alto nivel de Massachussets que insistían en que, tras la irreflexiva destitución del secretario de Guerra por parte del presidente Johnson, la moción de censura era poco menos que inevitable. Los líderes del Congreso se pasaron la noche haciendo reuniones secretas. El caos flotaba en el aire.

25

La crisis política nacional que se presagiaba en la cena llegó aquel mismo lunes: se presentó una moción de censura contra Andrew Johnson por crímenes y faltas graves derivados de su desafío al Congreso durante la reconstrucción de la Unión, y el público entró en un estado de exaltación. Aquel día las colas de las taquillas estuvieron escasamente pobladas, ¡incluso habían desaparecido la mayoría de los revendedores! Observando la dispersión del público y considerando el estado de salud de Dickens, Dolby canceló la siguiente tanda de lecturas de Boston.

La cuadrilla hizo todo lo que pudo por distraer a Dickens durante aquel período de calma. Dolby y Osgood se desafiaron a una competición de marcha ideada por Dickens, lo que también le dio una excusa válida para ofrecer una gran cena.

–¡Ese Osgood! – le comentaba Dolby a Henry, que le ayudaba a prepararse para la competición probándole unos calcetines sin costuras-. Apenas pesa sesenta y siete kilos y, ¡maldita sea mi suerte!, me atrevería a asegurar que se mueve más rápido que yo con cualquier tiempo, incluso con nieve y hielo. Con esa sonrisa reumática todo el rato. Fíjate en lo que te digo, es más rápido y más fuerte de lo que parece…, corriendo y en cualquier otra cosa. Maldito sea ese Johnson por su moción de censura.

Pronto Dolby y Osgood salieron de la ciudad para abordar los cambios de programa. Tom y Henry Scott se quedaron en el hotel Parker House con Dickens. Comparados con el resto del tiempo que habían pasado en América, aquellos días en el Parker sin lecturas les parecían ridículamente lentos. El clima y su salud retenían al novelista en sus habitaciones casi todo el tiempo. Se encontraba debilitado por los estornudos y la tos y, sobre todo, por la nostalgia de Gadshill.

Cuando no estaba sentado a su mesa, escribiendo, Dickens hablaba con cualquiera que tuviera al lado, camarero, empleado o huésped del hotel. Tom estaba encargado de llevar a la habitación de Dickens los últimos informes telegráficos que enviaran Dolby y Osgood. En una ocasión Dickens recibió una carta de casa que le sumió en un estado de melancolía. Cuando Tom entró para llevarse el correo antes de la última recogida del día, Dickens seguía con la mirada- fija en la carta.

–¡John Thompson, no puede ser! – exclamó Dickens.

–¿Jefe?

–Thompson es uno de mis hombres de Gadshill. La policía ha descubierto que me estaba robando dinero de la caja del despacho. ¡Al cabo de todos estos años! Caramba, si hasta le confiaba mis niños… Me refiero a mis manuscritos, él los llevaba de acá para allá. ¡Sólo Dios sabe qué voy a hacer con ese miserable, o por él!

–Lo siento mucho, Jefe.

–Dígame -inquirió el Jefe-, mi querido Branagan, ¿lee usted mis libros?

Tom se quedó sorprendido. Por lo general, Dickens hablaba cerca de él, pero no a él directamente. También recordó las palabras de Dolby sobre su misión de mantener contento a Dickens.

Dickens rió ante su titubeo.

–¡Oh, puede usted decir la verdad, señor Branagan! Un puñetero admirador de Dickens más y el peso no me permitirá moverme. Nada aterroriza más a un escritor que hablar por primera vez con su lector.

–No suelo leer novelas muy a menudo, señor.

–¿Señor? Sólo quiero que me llamen «señor» los desconocidos y, a decir verdad, prefiero que los desconocidos no me llamen nada de nada. ¿Sabe por qué me llaman Jefe?

–No.

–Dolby no se sentía cómodo llamándome Charles o Dickens. Bueno, al menos había conseguido convencerle de que me llamara Boz… -Dickens siguió la historia contando cómo una tarde, durante una gira de lecturas en Chester, Dolby entró en la habitación y se encontró a Dickens sentado delante del fuego con un fez turco y una gruesa bufanda alrededor del cuello porque el aire frío se colaba en sus dependencias del hotel Queen's.

«¿Cómo se encuentra?», le había preguntado Dolby preocupado.

A esto, Dickens había gruñido: «Como algo rico de comer guardado en una despensa fría. ¿Qué le parezco?».

«Un viejo jefe -había contestado Dolby-, pero sin pipa».

–De ahí viene. Respeto a Dolby más de lo que puedo expresar con palabras, porque superó el mismo defecto del habla que mi chico de India (o sea, mi tercer hijo, Frank, que ahora se encuentra en Bengala con la policía) sufrió de pequeño por una severa ansia de aplicación. Bueno, ¿así que nada de novelas, dice usted?

Tom había olvidado ya el tema original.

–Las novelas y los cuentos fingen.

–¿Que mienten, es lo que quiere decir?

–Sí -respondió Tom-. Fingen ser lo que no son.

–Es cierto que los libros mienten, señor Branagan. Sin duda. Pero la cosa no acaba ahí. Las novelas están llenas de mentiras, pero ocultas entre ellas hay todavía más verdades; sin lo que usted califica de mentiras las páginas serían demasiado frágiles para la verdad, ¿comprende? El escritor del libro siempre se incluye en él, su auténtico ser, pero hay que tener mucho cuidado de no confundirle con el vecino de al lado.

–Pero no deja de ser sólo imaginación, ¿no es cierto?

–Déjeme que le enseñe una cosa. Supongamos que esta copa de vino que hay encima de la mesa es un personaje -Tom aceptó la suposición con un cabeceo-. Bien. Ahora, imagine que es un hombre, incúlquele ciertas cualidades y pronto una fina y sutil red de pensamientos se crea y crece a su alrededor hasta que asume forma y belleza y se impregna profundamente de vida. A partir de ahí, la escritura fluye sola hasta que esa palabra en mayúsculas, escrita por fin con pena, me mira fijamente: FIN. Pero si no ataco mientras el hierro está todavía bien caliente (y con el hierro me refiero a mí mismo), me vuelvo a perder.

Tom no estaba seguro de haberlo entendido del todo, pero le dijo a Dickens que sabía a lo que se refería.

–¿Ah, sí? – preguntó Dickens-. Ha sido un cambio de postura muy rápido, Branagan. Creo que es usted un hombre de buen criterio. La próxima vez prefiero que sea sincero conmigo. Lo preferiré siempre, por mucho que el apreciado Dolby le diga otra cosa.

Tomando al pie de la letra la orden de Dickens de ser sincero, los pensamientos de Tom volvieron a lo que le preocupaba de verdad desde que se habían cancelado las lecturas. Si, como Tom sospechaba, la señora Barton había asistido a todas las lecturas de Dickens en Boston, debía de estar decepcionada, y mucho, por las cancelaciones. Se habría sentido insultada personalmente. Cualquier otra persona del país habría estado demasiado desazonada por la moción de censura contra el presidente para darse cuenta, pero ella no; tal vez ella ni siquiera supiera que existía la moción.

Aquella noche, a Tom le despertaron los habituales camiones de bomberos que alborotaban en la calle. Estaba soñando cuando los ruidos interrumpieron su descanso.

Sacudió la cabeza al tiempo que se sentaba en la cama con sus viejos calzones de franela dados de sí. El sueño había sido muy raro. El escenario era un terrible accidente de tren como el de Staplehurst en el que casi había perdido la vida Dickens. Sólo que, en aquella visión, Tom se encontraba en el lugar del novelista y descendía de farallón en farallón de las rocas hasta el ensangrentado barranco donde gritaba la gente. También ovejas y vacas pasaban ante su cara mientras intentaba arrastrar a las víctimas hacia la ribera del río, pero todos, humanos y animales, estaban ya muertos. Sobre ellos, el primer vagón del tren colgaba sobre el puente roto, esparciendo páginas de todos los libros de Dickens sobre el río.

Tom pensó en el aterrador sueño mientras se salpicaba la cara con agua del lavamanos y se frotaba los ojos. Sintió en su rostro las yemas de los dedos entumecidas y en carne viva. En ese momento tuvo una apremiante premonición. Puesto que al día siguiente salían de Boston, si Louisa Barton iba a actuar lo haría esa noche. Si no se encontraba ya en el Parker House, pronto se presentaría. Tom sabía que era así.

Tal vez estuviera envalentonado por el hecho de que ni Dolby ni Osgood se encontraban allí para reprenderle. Tom se vistió a toda prisa y recorrió el pasillo hasta la habitación de Dickens, donde un camarero del hotel hacía guardia junto a la puerta.

–¿Qué pasa ahora? – preguntó el camarero, saliendo con un sobresalto de un sueño superficial. Se quitó la mano de Tom del hombro-. Esta noche estoy hecho polvo, chaval.

–Tengo que hablar con el señor Dickens.

–¡Dudo mucho que él quiera tener una audiencia con nadie a estas horas! ¡Y menos aún con un mozo irlandés! Vuelve por la mañana.

–Has bebido demasiado en el bar -Tom esperó sin retirar los ojos del camarero.

–Muy bien -dijo el camarero enfurruñado. Llamó a la puerta de la habitación y anunció que había una visita. ¿Le permitía entrar el señor Dickens?

–¡Antes muerto que permitirlo! – fue la respuesta del novelista desde el otro lado de la puerta.

El camarero sonrió triunfante. Tom se quedó unos instantes más allí de pie y luego, vencido, empezó a alejarse. Justo antes de abrir la puerta de su habitación escuchó ruidos de pelea (una voz estrangulada, el grito de auxilio de una mujer) que salían de la habitación de Dickens. El camarero de la puerta parecía inmovilizado por el miedo. Tom volvió corriendo y entró como una exhalación en la habitación del escritor.

Allí estaba Dickens, con su bata de terciopelo, de pie ante un espejo inmenso, con la cara espantosamente contraída y las manos estrujando una manta como si fuera el cuello de un agresor.

–¡Branagan! Entre -dijo alegremente.

–Jefe, me había parecido oír… -empezó a decir Tom dudando de sus propios sentidos.

–Ah, sí -dijo Dickens riendo primero y tosiendo después-. Estaba ensayando una nueva forma de lectura que he ideado, muy diferente a las anteriores. He adaptado y recortado el texto cuidadosamente. Cierre la puerta, si hace el favor, y le haré una demostración.

La lectura de Oliver Twist, una de las primeras novelas de su carrera, contaba la historia de Bill Sikes, el criminal que golpea y mata a su amante Nancy por traicionarle y ayudar al huérfano Oliver en su causa. Dickens lo interpretó paso a paso con la energía y violencia que desencadenaba la inevitabilidad de la muerte. Tom sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y le pareció presenciar la muerte de la honesta prostituta ante sus propios ojos.

Cuando acabó, Dickens se derrumbó en un sillón y giró la cabeza en círculos a derecha e izquierda.

–Todavía no lo ha visto nadie -le dijo excitado cuando recuperó el aliento-. Se lo conté a Osgood, Fields y Dolby en la cena. Lo he estado ensayando en secreto, pero consigo un resultado tan horrible que me da miedo probarlo ante el público.

–Ha sido aterrador, Jefe. Si una sola de las mujeres del público grita, podría desencadenarse un brote de histeria.

–Lo sé.

–Supongo que no puede dormir bien con esa idea en la cabeza -aventuró Tom.

–¡No puedo dormir de ninguna manera! Llevo ya tres horas tosiendo sin parar y no he pegado ojo. El láudano es lo único que me ayuda, pero esta noche hasta los somníferos me fallan. Lo he intentado con alopatía, homeopatía, cosas frías, cosas calientes, cosas dulces, cosas amargas, estimulantes, narcóticos.

Dickens sacó la mezcla de opio hecha con las diversas ampollas que llevaba en el maletín de viaje y tomó otra amarga cucharada. Su energía anterior le había abandonado del mismo modo que a un actor cuando cae el telón tras una escena intensa. Daba la impresión de que se había apoderado de él una mezcla de extenuación y narcóticos.

–Espero volver a empuñar la espada pronto -dijo Dickens con aire cansado-. Me siento tan inquieto, Branagan, como si me encontrara encerrado entre barrotes en el parque zoológico. Si tuviera melena para derrochar, perdería parte de ella frotándola contra las paredes de mi jaula.

–Jefe, usted me dijo antes que le fuera sincero -dijo Tom.

–¿Ah, sí? – dijo Dickens chasqueando la lengua-. ¿Cuál es su opinión? ¿Interpreto la escena nueva o no? Pensaba que era una de las mejores que he escrito. Pero quizá sea demasiado fuerte para la sensibilidad de este país.

Tom levantó la voz para hacerse oír por encima de los constantes accesos de tos de su interlocutor.

–Señor Dickens, no me refiero a eso. Me preocupa Louisa Barton, la mujer que entró en su habitación en aquella ocasión y ha asistido a sus lecturas regularmente, que nos siguió a Nueva York, que atacó a aquella viuda y posiblemente robó su diario. Estoy convencido de que esa mujer va a venir a buscarle esta noche.

–¿Incluso con ese Argos de cien ojos apostado a mi puerta? – preguntó Dickens con tono sarcástico-. Deduzco, señor Branagan, que tiene usted una buena razón para creer eso.

–La última tanda de lecturas de Boston se ha cancelado; estoy seguro de que habría asistido y no sé qué consecuencias tendrá en su estado mental no poder hacerlo. Ésta es la última noche… Intentará algo para salirle al paso y conseguir lo que quería de usted.

–¿Qué es…?

La confianza de Tom se tambaleó.

–No lo sé.

–¿Ha terminado usted? – preguntó Dickens airado.

–He dicho lo que sentía.

–¡Uno de estos días ese exceso de celo suyo le va a llevar a la ruina! – dijo Dickens, que soltó un sonoro suspiro y se sentó ante su escritorio. Tom sabía que sus palabras no habían sido suficientemente persuasivas, ni siquiera para sus propios oídos, pero le sorprendía el furor de Dickens. Se dispuso a salir de la habitación.

–Espere. Muy bien, Branagan.

–¿Jefe? – preguntó Tom. Se dio la vuelta y vio que Dickens se secaba una lágrima de los ojos.

–Perdóneme. Sé que tiene razón. Verá, antes de irnos de Inglaterra recibí una serie de cartas que me advertían del peligro de viajar a América. Sentimientos anti-Dickens, sentimientos antiingleses, el comportamiento incívico de Nueva York y no sé cuántas cosas más. Como ya había decidido venir, resolví que, por mi alma, no diría ni una sola palabra a nadie, ni siquiera a Dolby, y menos aún a ese mojigato de Forster, ¡que creía que mi alma se iba a evaporar en el mismo momento en que se despedía de mí!

–Entonces ¿cree que las medidas que le insté a tomar a Dolby eran necesarias?

–Por eso estuve de acuerdo con que vigilara mi puerta aquella noche. Imagínese, ¡un hombre que necesita un guardaespaldas para defenderle de fantasmas, duendes y espíritus! Me pregunto si a Milton le visitaban ángeles o diablos cuando escribía… ¿Y quién se me aparece a mí?

»Sé que ha pasado malos ratos para entenderlo, mi querido Branagan -continuó Dickens-. Usted ha visto con sus propios ojos cómo las muchedumbres me asedian, asaltan, machacan, golpean y zarandean. Nunca en toda mi vida me había reconocido menos a mí mismo que en estos Estados Unidos de América. Muchacho, si le recibí con poco entusiasmo cuando llamó a la puerta, le aseguro que me arrepiento. Un carácter sobre el que no tengo un control absoluto se apodera de mí cuando ensayo una lectura. Ahora, ¿qué es lo que sugiere que hagamos? Si hay que poner en marcha algo, lo haré de inmediato.

Tom todavía no había trazado un plan. Pero pensó a toda prisa.

–Jefe, lo que yo querría es atrapar a esa señora con las manos en la masa para que no pueda molestarle más.

–¡Ojalá! Entonces ¿qué cree que podemos hacer? – preguntó impaciente el novelista-. Es mejor morir haciendo, Branagan, que esperando. Siempre he creído que algún día moriría con las botas puestas.

La propuesta que improvisó Tom fue la siguiente: él ocuparía el lugar de Dickens en la cama. El escritor pasaría sigilosamente a la suite adyacente, generalmente ocupada por Dolby. Si la intrusa irrumpía en su cuarto como había hecho la primera semana que estuvieron en Boston con la idea de ver al novelista, se encontraría con Tom esperándola. Y si la señora Barton no aparecía, podrían celebrar la inmunidad del jefe cuando se marcharan de la ciudad.

Dickens consideró el plan y no tardó en aceptarlo. Primero recogió algunas de sus pertenencias personales de la cómoda y de los cajones del escritorio y las guardó en un maletín de piel.

–¿Cree usted en el significado de los sueños, Branagan? – le preguntó el escritor mientras recogía.

Tom pensó en el extraño sueño de Staplehurst.

–¿Pregunta si creo que nos advierten de lo que está por venir?

–Exacto, exacto. O lo que acaba de pasar. Una vez soñé con mi buen amigo Jerrold, el dramaturgo. En el sueño me entregaba algo que había escrito, aunque no de su propia mano, y me pedía nervioso que lo leyera por mi propia seguridad. ¡Lo miraba pero no podía entender nada de lo que ponía! Desperté totalmente perplejo y recordando todo el sueño tan claro como si lo estuviera viendo. Al día siguiente, para mi asombro, me enteré de que Jerrold había muerto.

Tom buscó una respuesta. Dickens inclinó la cabeza levemente, como si acabara de terminar otra de sus dramáticas lecturas. Tom se preocupó por el efecto que la fascinación por los sueños pudiera tener en su salud y bienestar.

–He llegado a tomarle cariño, Tom. No deje de rezar sus oraciones, como probablemente haga. Yo nunca he dejado de hacerlo y sé la serenidad que aporta. Si vivo para publicar más libros me gustaría que los leyera tanto si cree que pueden tener algo que ver con su vida como si no. ¿Lo hará?

–Sí -dijo Tom.

–Bien, será un lector del que me sienta orgulloso.

Cuando acabó de recoger sus cosas, Dickens entró en las habitaciones de Dolby y cerró la puerta tras de sí. Tom esperó con el corazón al galope. Con cada crujido, roce o murmullo de las paredes del hotel, Tom se imaginaba la entrada de la intrusa en la habitación y la consiguiente captura. Tampoco podía evitar imaginar la furia de Dolby si el representante llegara a regresar antes de tiempo a Boston por casualidad. Se imaginó a Dolby contándoselo todo al extremadamente correcto señor Osgood y éste, de manera predecible, a su socio el señor Fields, y a un furioso Fields haciendo venir a la policía una vez más, pero en esta ocasión para encerrar a Tom.

La noche pasaba sin novedades y Tom empezó a pensar que se había equivocado y que Louisa Barton no iba a hacer acto de presencia. Ya había asustado bastante al agotado novelista por aquella noche. Golpeó suavemente en la puerta que comunicaba con las habitaciones de Dolby, donde Dickens estaba durmiendo.

–Jefe -dijo Tom en un susurro. Abrió la puerta ligeramente-. Jefe, creo que ya hemos hecho la prueba bastante rato. ¿Quiere volver a su cama?

Dentro no había nadie. Alguien había dormido en la cama, pero las sábanas apenas estaban revueltas. No era improbable que hubiera salido a dar otro paseo. A no ser que Louisa Barton se hubiera presentado, como Tom sospechaba.

Tom salió al pasillo para preguntarle al camarero que estaba haciendo guardia en la puerta de Dickens, pero tampoco se veía al camarero por ninguna parte. Bajó las escaleras, buscó a un vigilante de noche y le pidió que localizara al camarero, que salió del bar con una copa de brandy en la mano.

–¿Qué está usted haciendo en el bar? – le dijo Tom.

El camarero observó a Tom con gesto ofendido.

–¿Ahora es usted de la liga antialcohólica?

–Son las tres de la mañana. ¿Por qué no está haciendo guardia en la habitación del señor Dickens?

–Porque no hay nada que guardar, por eso. El señor Dickens ha salido.

–¿Cuándo? – preguntó Tom.

–Hace menos de media hora. Dijo que quería salir a hacer un poco de ejercicio. Bajó por las escaleras de atrás.

Tom se dio cuenta en ese instante de lo tonto que había sido. ¡En ningún momento había logrado persuadir a Dickens del peligro que suponía la intrusa! Ahora, la voz airada de Dolby resonaba a gritos en la cabeza de Tom repitiendo una sola cosa: ¡Has perdido al jefe, has perdido a Dickens!

Fuera Tom encontró a un conserje del hotel que había visto a Dickens salir por la puerta de atrás, parar un coche de alquiler y alejarse de allí. El conserje decía que el vehículo había partido en dirección norte con Dickens dentro. Tom empezó a caminar hacia el río buscando cualquier señal del novelista o del coche de alquiler. Las calles estaban prácticamente desiertas a tan temprana hora. Una carreta destartalada pasó a su lado cargada de pan. Tom se subió en el carro abierto del panadero, donde se acurrucó de manera que las pilas de barras le ocultaran de la visión del conductor. Tras volver al suelo de un salto e inspeccionar los alrededores, Tom dio por inútil su búsqueda.

Entonces oyó un sonido inesperado en la calma de la madrugada… Un gemido. Los ruidos salían a unos pasos de la ribera. Tom siguió los sonidos y encontró a un hombre pelirrojo tirado boca abajo en la orilla pedregosa y helada. Probablemente un borracho del barrio que había perdido el equilibrio. Tom arrastró al hombre a terreno mas seguro y comprobó que le habían dado una paliza, que le habían rasgado la ropa, posiblemente al asaltarle. Tenía la cabeza descubierta y no se veía ningún sombrero cerca.

–¿Qué ha pasado? – le preguntó Tom aflojándole el cuello de la camisa.

El hombre gimió otra vez, intentando decir una palabra.

–¡Coche!

–Voy a buscar ayuda.

Antes de que Tom pudiera moverse, el hombre le agarró por el cuello, decidido a hacerse entender. Entre respiraciones entrecortadas y mareos, consiguió comunicar que iba conduciendo su coche cuando vio a una mujer que pedía auxilio con gestos. Se agarraba el tobillo como si le doliera terriblemente. Cuando el hombre se bajó del pescante del conductor y fue hacia ella, la mujer salió corriendo, le quitó el sombrero y saltó al asiento del conductor, haciéndose con las riendas. Él volvió hacia el carruaje, pero la mujer fustigó a los caballos violentamente y le arrolló. Luego, ella descendió y empujó al aturdido hombre hasta la orilla.

Entre el hielo y el barro negro Tom pudo ver que el hombre llevaba el uniforme de los cocheros de alquiler.

–¿Llevaba a algún pasajero en el coche? – preguntó.

El conductor asintió.

–¿Quién? ¿Era Charles Dickens?

El conductor tuvo un acceso de tos y escupió sangre.

–¿Puede levantarse? – al ver que el intento era inútil, Tom puso un brazo alrededor del cuello del hombre, que estaba medio congelado, y el otro debajo de las piernas y lo levantó con un fuerte impulso. Le llevó a la calle.

En ese momento, una berlina pasaba zumbando en dirección al hotel. Tom intentó detenerla con gestos de auxilio, pero el vehículo se inclinó peligrosamente y pasó a velocidad de vértigo, muy por encima del límite permitido de trote lento. Pasó demasiado deprisa para que Tom viera nada más que el sombrero del conductor y observara que no llevaba pasajero alguno. Pero el cochero que Tom sostenía en sus brazos estiró una mano al ver el vehículo.

–Quédese tranquilo, amigo -dijo Tom. Tensando las piernas para llevar su carga un trecho mas por la carretera, Tom encontró al conductor de un carromato que daba de beber a sus dos caballos cubiertos con mantas en un poste de amarre.

–Este hombre necesita ayuda inmediatamente. Llévele a un hospital -ordenó Tom dejando su carga con cuidado. Luego empezó a desatar uno de los caballos del cochero diciendo-: Necesito que me lo preste.

El sorprendido cochero estaba demasiado boquiabierto para oponerse y Tom se subió en el caballo desensillado y lo espoleó para lanzarlo al galope.

No tardó mucho en estar tras los pasos del veloz carruaje que había pasado por su lado. Cuando se puso a la altura de la trasera del vehículo respiró profundamente y saltó del caballo, aferrándose a la capota del vehículo. Descolgando una mano desde el techo del carruaje, Tom dio un volatín, abrió el pestillo y saltó al interior. El carruaje no estaba vacío. Dickens se encontraba en el suelo.

El Jefe estaba tirado, fuera del campo de visión de la ventana. Su cabeza descansaba en una almohada. ¡La almohada robada en el hotel Parker!

Este momento ha sido cuidadosamente planeado.

Allí estaba el bolso de tela de tapicería de Louisa Barton lleno de manojos de páginas manuscritas. Tom sacó la página del título. Un nuevo libro de Job por Charles John Huffam Dickens, se leía en una apretada caligrafía. Además, dentro de la bolsa había zapatillas, rulos, un espejo, brillantina y una cuerda.

–Jefe, soy Tom Branagan. ¿Está usted herido? – susurró Tom sacudiéndole.

–Despacio, despacio, por favor -murmuró Dickens en respuesta.

Tom se dio cuenta de que Dickens no estaba atado ni físicamente inmovilizado. Pero el letargo excesivo que sufría el escritor era el mismo que le asaltaba cada vez que se encontraba en cualquier transporte.

En ese momento, los caballos frenaron bruscamente haciendo que el carruaje se levantara por el aire. Dickens intentó decir algo, pero Tom le indicó con gestos que permaneciera en silencio. El novelista estaba semiinconsciente y confuso; además, Tom no estaba armado pero sabía que Louisa Barton podía estarlo. Si la secuestradora le veía allí podía volverse loca.

El carruaje tenía dos filas de asientos enfrentados y espacio debajo de cada una de ellas para poner el equipaje. Al oír que el conductor se bajaba del pescante, Tom se echó en el suelo y rodó hasta colocarse debajo de uno de los asientos, en el espacio del equipaje. Agarró el bastón de Dickens y lo pegó a su cuerpo donde no podía verse.

–Vamos allá -dijo Louisa teatralmente mientras abría la puerta. Su abundante melena estaba medio embutida en el sombrero que le había robado al conductor, que se quitó y tiró a un lado.

–Jefe, ahora va a tener que despertarse. Necesitará estar animado, animado y lleno de energía como está siempre, para demostrar de lo que es capaz. ¡Esta lectura superará a todas las que ha dado para esos espectadores necios, necios, necios!

Con considerable fuerza, la mujer levantó a Dickens por debajo de los brazos y lo sacó por la puerta lateral. Mientras, Tom rodó hasta el otro lado del carruaje y abrió aquella puerta para poder observarles. Se hallaban bajo la impresionante sombra del Tremont Temple.

La asaltante conducía a Dickens dulcemente hacia el teatro con una mano y sujetaba la navaja de cachas de nácar en la otra. Llevaba puesto un fajín rosa sobre un deslumbrante vestido rojo fuego, con geranios muertos cayendo de la revuelta cabellera.

Tom esperó hasta que hubieron entrado en el teatro y entonces subió las escaleras que llevaban al vestíbulo principal. Conocía el teatro de arriba abajo por las lecturas y sabía que dentro tendría mejores oportunidades de separar a Dickens de la mujer el tiempo suficiente para liberarle. Se planteó la idea de ir a buscar a un policía, pero seguramente se resistirían a creer su historia; en particular que la agresora fuera una mujer de clase alta de la ciudad de Boston llamada Louisa Parr Barton.

Tom entró por la puerta lateral que en otras ocasiones había vigilado para evitar que la gente intentara colarse a las lecturas. Ahora era él quien se colaba. Subió en silencio las escaleras del anfiteatro y se asomó por encima de la barandilla para contemplar la escena. Louisa había colocado a Dickens, que había despertado pero seguía sumido en un estado de confusión, en el estrado, delante del atril. Ella estaba sentada a sus pies en el estrado con su ampuloso vestido ahuecado alrededor, como la imagen fantasmagórica de una niña de colegio. La navaja colgaba en su mano.

Sus intenciones eran tan claras como peregrinas: Dickens iba a tener que hacer una lectura del manuscrito de la mujer. Pobre Jefe. Las arrugas de su cara parecían haberse profundizado desde su llegada a América; sin la iluminación de George y el sombrero de moda elegido por Henry, su cabello desgreñado le caía sobre las mejillas de la cabeza medio calva. Era la sombra de sí mismo.

Dickens hurgó entre los papeles del manuscrito y empezó a leer:

–Mataron a los criados con los filos de sus espadas, yo sólo he escapado para contar a la gente sencilla que Dios ha descendido sobre nuestra ciudad -Louisa parecía en trance escuchando las palabras que salían de la boca de su ídolo.

Tom se asomó ligeramente por encima de la barandilla de hierro. Dejó que Dickens le viera y éste, sin revelar la presencia de Tom, hizo un gesto de asentimiento. Dickens levantó la voz y empezó a leer el extraño y discordante texto de la mujer más alto, permitiendo que Tom bajara las escaleras y recorriera el pasillo lateral del auditorio sin que se le oyera.

Pero llegó un momento en que no podía seguir avanzando sin arriesgarse a ser descubierto. Dickens, que se había dado cuenta del dilema de Tom, dejó de lado las páginas de la mujer y empezó a declamar en un tono ampuloso:

-¡Déjalo! Hay luz suficiente para lo que tengo que hacer…

¡Era Bill Sikes en la escena del asesinato de Oliver Twist! Dickens apretaba los dientes con furia, transformándose por completo en un asesino salvaje, y miraba directamente a Louisa Barton. Alargaba la mano hacia ella como si fuera a agarrarla de la muñeca.

Ella temblaba con un estremecimiento de temor. Su rostro estaba teñido de un rojo intenso.

-Esta noche te han vigilado, mujer diabólica. ¡Cada palabra que has pronunciado ha sido escuchada!

La dramática interpretación tenía hipnotizada a Louisa y Tom logró desplazarse hasta el costado del estrado sin ser visto. Pudo ver que la mujer apretaba la navaja con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. Tom podría atacarla por sorpresa entrando en el escenario por el camerino, pero, si tenía que luchar con ella, le preocupaba la proximidad de Dickens al arma que ella empuñaba.

Mientras decidía cuál era su mejor posibilidad, Louisa pareció presentir que algo iba mal. Volvió de golpe la cabeza hacia atrás.

–¡Vaya, tú! – gritó con violencia, como contagiada del veneno de Bill Sikes. Le atrapó con su hipnótica mirada de odio y cortó el aire con la navaja-. ¡No puedes estar aquí!

Antes de que Tom pudiera moverse, la mujer se levantó de un salto y puso la navaja contra la carne suave del cuello de Dickens.

–¡Siga leyendo! – le ordenó.

Cada palabra que has pronunciado… -Dickens repitió tembloroso la amenaza de Sikes.

–Sí, eso es, siga adelante… -le dijo a Dickens y luego se volvió a Tom-. ¡Y tú vete!

Tom, con los ojos clavados en la hoja de la navaja, retrocedió por el pasillo central.

–Ya me voy, señora Barton -dijo Tom-. Mire, me voy.

Entonces se le ocurrió otra idea y se dejó caer en una de las butacas con un sonoro golpe. Tom se acomodó en el asiento y se recostó.

La mujer volvió a desviar la mirada de Dickens a Tom, pero luego, como si decidiera que no quería volver a separarse del escritor, dijo:

–Usted me guarda rencor porque nunca nos hemos llevado bien. ¡De acuerdo, quédese! ¡No entendería lo que está a punto de presenciar!

Tom puso las botas encima del respaldo de la butaca que tenía delante.

–Yo creo que sí.

Entonces se hizo la luz y la mujer abrió la boca de par en par.

–Por eso se ha sentado… ¡Ese asiento es mío!

Tom se hundía más y más en el asiento desde el que ella había presenciado la lectura de Nochebuena, en el que había grabado una serie de palabras sobre Dickens. Espoleada por la ira, la mujer corrió por el pasillo en dirección a él, navaja en ristre.

–¡Corra, Jefe! ¡Rápido! – gritó Tom a Dickens.

–¡No! – exclamó Dickens.

–¡Jefe, corra! – repitió Tom, pero, para su asombro, Dickens no se movió-. ¡Busque a la policía!

Ante su apremio, Dickens afortunadamente pareció reaccionar. Primero lanzó las páginas del manuscrito de Louisa por el aire y luego salió a toda velocidad del teatro.

–¡No! – gritó ella al ver las hojas de su libro volando en todas direcciones. Tom aprovechó ese momento de distracción para golpearle en la mano con la empuñadura del bastón de Dickens, acertando con el tornillo saliente justamente en los nudillos, donde le produjo un profundo corte. La navaja salió despedida por el aire. Tom retrocedió tambaleándose cuando la mujer sacó una pistola de su bolsillo, pero acto seguido se abalanzó sobre ella y se la arrancó de las manos. Los dos se lanzaron a donde había caído y lucharon por hacerse con ella. Tom tomó impulso con el puño, pero, incluso en la exaltación de la pelea, supo que no era capaz de pegar a una mujer. Ella liberó una de sus manos y estrelló el puño contra su mandíbula una y otra vez con una fuerza sorprendente.

–Hay una actriz -le dijo Tom defendiéndose de los golpes con el brazo. Al mismo tiempo que hablaba no podía evitar tener la sensación de que estaba traicionando al jefe. Inconscientemente, siguió hablando en un susurro-. Hay una joven actriz en Inglaterra de la que el Jefe está enamorado. Por eso se separaron su mujer y él. No por usted.

–¡No, se lo ha inventado todo! – aulló Louisa.

–Me lo dijo el jefe en persona. Ha venido aquí para ganar dinero suficiente con el que comprarle todo lo que ella quiera… ¡Para comprarle las joyas de la Corona, la Torre de Londres y Buckingham Palace si es lo que ella desea!

–¡No, ha venido por mí!

Pero las emponzoñadas palabras habían hecho su labor. La cara de la mujer se desfiguró confusa, empezó a sollozar y aflojó las manos. Tom la tomó en sus brazos. Al cabo de un rato Dickens regresó con varios policías y ciudadanos que habían oído su llamada.

Al ver a Dickens de nuevo fue como si la vida regresara a Louisa. Se puso a cantar en voz baja para sí, como una niña pequeña. Con un movimiento inesperado, se separó del abrazo de Tom y se sacó una cuchilla de dentro de un zapato.

–¡No! – gritó Tom-. ¡Jefe, cuidado! – de un salto se puso delante de Dickens.

Ella se clavó la cuchilla en su propio cuello y comenzó a cortarlo de derecha a izquierda, desplomándose en un charco de su propia sangre.

Uno de los policías salió corriendo a buscar un médico y otro se arrodilló junto a la mujer e intentó contener el terrible corte del cuello con el fajín del vestido. Dickens, que observaba en estado de shock, cayó a su lado y le quitó la cuchilla de la mano. Ella intentaba hablar otra vez, pero sólo regurgitaba sangre. Sus brazos se agitaron desmañadamente hasta que puso una mano sobre las de Dickens, quedando al momento tranquila y quieta.

–Jefe… Nuestro próximo libro… ¿Qué? – dijo arrojando brillantes hilos de sangre que le corrieron por la barbilla, incapaz de seguir.

Dickens se inclinó hacia el oído de la mujer y le susurró algo. Tom no pudo escuchar lo que le dijo pero una sonrisa extraña y cómplice se dibujó en el rostro de Louisa Barton y, mientras la vida se le escapaba, soltó una risita ronca. Dickens, abatido, se retiró y dejó que la policía y el recién llegado doctor se ocuparan de ella.

Tom le preguntó al aturdido Dickens:

–Jefe, ¿qué es lo que le ha dicho?

Dickens casi se arrojó de bruces en brazos de su protector debido al agotamiento y el alivio, apoyando todo el cuerpo en él.

–Eso no tiene importancia. Uno de nuestros demonios ha encontrado la paz, Branagan.

26

La prensa de Nueva York había decidido organizar una cena en honor del novelista antes de su partida, que se celebraría en el famoso restaurante Delmonico's. Una vez más estaba sufriendo una grave inflamación en el pie derecho (erisipela, de acuerdo con un médico local) y sólo pudo salir a la calle tras la aplicación de unas lociones especiales de las mejores farmacias y de unos dolorosos vendajes, ocultos bajo un calcetín especial de seda negra confeccionado por Henry Scott. Dickens decía apretando los dientes que no quería que los periodistas telegrafiaran a Inglaterra con una relación de sus enfermedades.

–Ha habido puntos de discrepancia, y probablemente siempre los seguirá habiendo, entre los dos grandes pueblos -dijo Dickens después de múltiples brindis a su salud que se hicieron en la mesa-. Pero si sé algo de los ingleses, y me atribuyen saber un poco, si sé algo de mis compatriotas, caballeros, es que el corazón se conmueve con el ondear de sus estrellas y sus barras como no se conmueve con la visión de ninguna otra bandera salvo la suya propia. Me despido de ustedes y les recordaré a menudo como ahora les estoy viendo, tanto junto al fuego de invierno en Gadshill como en el verde verano inglés. En palabras de la Peggotty de Copperfield, «Mi vida futura está al otro lado del mar». Dios les bendiga y que Dios bendiga la tierra en la que les dejo -Dickens hizo una pausa con una lágrima en los ojos- para siempre.

Los doscientos periodistas, habiendo dado ya buena cuenta de su menú literario, compuesto por timbales á la Dickens, agneau farci á la Walter Scott y côtelettes á la Fenimore Cooper, se pusieron de pie y le vitorearon. La orquesta del restaurante interpretó el Dios salve a la Reina.

–Me dan ganas de levantar una estatua a su resistencia, mi estimado Dickens -le dijo Fields en voz baja al autor mientras agitaba una mano y le ayudaba a ponerse en marcha.

–No -dijo el jefe en tono sombrío-, no lo haga. Mejor derribe una de las antiguas.

Después de enterarse de su heroico comportamiento en Boston, Dolby felicitó efusivamente a Tom, casi pidiéndole disculpas por haber dudado de él. Le insistió en que buscara a los cómplices de Louisa.

–No los tenía -aseguró Tom.

–¡Imposible! Esa damita… -respondió Dolby todavía estupefacto con toda aquella situación.

–Señor Dolby, la obsesión de una mujer resuelta puede ser más peligrosa que diez hombres.

La última noche que pasaron en América Dolby le confió a Tom una preocupación aún sin resolver: las amenazas del recaudador de impuestos que le había asaltado en el hotel. Dolby le pidió a Tom que le ayudara a estar al tanto de cualquier problema.

La advertencia del recaudador, fuera o no una fanfarronada, se le había quedado al representante en la cabeza. Tiene que pagar, le había dicho el agente Pennock, o ustedes, cada uno de ustedes incluido su adorado Boz, se verán encerrados como rehenes antes de que su barco se aleje de la costa. ¿Sobreviviría el novelista, con su frágil salud, a un período de reclusión si llegaba el caso? ¿A un lugar sórdido como la prisión por deudas que había visto soportar a su padre en Marshalsea en su juventud?

–Voy a llevar encima la carta del delegado de la Agencia Tributaria todo el tiempo, por si acaso -dijo Dolby.

–No creo que deba haber ningún problema -respondió Tom.

–Espero que no -dijo Dolby-. Pero parece que hay muchos americanos que prefieren no reconocer la autoridad.

Sólo cuando subieron a bordo del Russia a la mañana siguiente sin ningún incidente, Dolby sonrió por fin por primera vez en lo que parecían haber sido semanas. Los mozos cargaron en el barco no sólo el equipaje, sino los múltiples retratos, ramos de flores, libros, puros y vinos de regalo.

Mientras el barco estaba todavía anclado en el puerto recibiendo a los pasajeros, se sentaron a almorzar un poco de sopa caliente en el salón de a bordo. Pero antes de que hubieran probado el primer bocado, escucharon un alboroto en cubierta. Dolby observó que varios pasajeros señalaban a una lancha de la policía que se dirigía hacia ellos.

Mientras se abría camino escaleras abajo para investigar, Dolby se dio de bruces con dos hombres con trajes oscuros y gorras de piel de foca a bordo, a pesar de que la lancha de la policía todavía no les había alcanzado. Ambos desabotonaron sus chaquetas y mostraron unas placas de latón brillante del Ministerio de Hacienda. Dolby, conteniendo la respiración, sacó la carta de protección del delegado de la Agencia Tributaria.

El agente que le había visitado con anterioridad, Simon Pennock, surgió para hacerse con la carta y leerla. Levantó la mirada lentamente y la clavó en los ojos de Dolby. Luego rompió la carta y pisoteó los fragmentos en el suelo con la punta de su bota.

–Esto es lo que pienso de la carta.

–¡Señor! – exclamó Dolby-. Ésa es la palabra oficial del jefe de su departamento. ¡Su superior! Él me ha asegurado que ni el señor Dickens ni yo estamos sujetos a impuestos en este país.

Pennock sonrió con una perversa mueca desdeñosa.

–Permítame que aclare la situación para que lo comprendan sus anquilosados cerebros británicos. No nos importa un puñetero bledo la opinión del jefe de nuestro departamento, como usted le llama. Con el presidente bajo la amenaza de la moción de censura, no hay gobierno ni departamento. No hay más que justicia e injusticia y nosotros nos presentamos ante usted como jueces.

–¡El señor Dickens sería la última persona del mundo en eludir lo que se le exige si fuera justo! – Dolby decidió probar una última técnica-. ¿Es la sangre irlandesa lo que le hace odiar al señor Dickens, señor Pennock?

–No hay ni una sola gota de ella en este cuerpo, señor -dijo el recaudador.

–Entonces ¿por qué nos acosa de esta manera? ¿Es la vil codicia lo que le ha trastornado hasta este punto?

–¿Quiere usted codicia? – preguntó Pennock-. No mire más allá de su jefe, señor. Que viene aquí en busca de dinero y deificación y no quiere dar nada, ni siquiera amistad, a cambio. ¡Tal vez el señor Dickens debería haber tenido más cuidado a la hora de ser cortés con los ciudadanos de este país!

–¿Cortés? Ese hombre ha agotado sus energías, se ha puesto enfermo p-p-p… -Dolby luchaba con las palabras-, por aportar alegría a los americanos. ¿Q-q-qué quiere decir con eso?

–¡Pare su lengua si es demasiado servil para hablar, Dolby! Mi querido hermano es un respetado caballero de Boston, uno de los venerables concejales de la ciudad. Lleva veinte años leyendo todos los libros del señor Dickens. Sin embargo, cuando dejó su tarjeta en el hotel Parker House con una carta de presentación tras la llegada del señor Dickens, la respuesta que obtuvo fue una nota en la que declinaba (ni siquiera de su puño y letra, qué va, no tenía tiempo para eso), porque su sultán estaba demasiado ocupado descansando. ¡Yo no llamaría cortesía a eso! ¡Yo lo llamo insulto! ¡Que su Boz beba ahora los amargos posos de la copa que sirve a los demás! – con esto, conminó a sus hombres a subir las escaleras.

–¡Alto! – dijo a los dos hombres Tom, que entraba por arriba-. Expongan sus intenciones.

–¡Posiblemente nada que a ti te importe, irlandés! – dijo el que tenía más aspecto de matón.

–Quieren arrestarnos al señor Dickens y a mí -le informó un tembloroso Dolby a Tom.

Tom, sin dudarlo, se plantó delante de Dolby y se dirigió a los hombres de Hacienda.

–Llévenme a mí en su lugar y dejen que ellos se vayan. Yo me quedaré aquí hasta que se aclaren las cosas.

El agente con pinta de matón empujó con fuerza a Tom en el pecho haciéndole perder el equilibrio. Agarrándose a la barandilla en el último momento, evitó partirse el cráneo.

Pennock sacó una pistola del bolsillo.

–Nos vamos a ocupar de Dolby primero y de Dickens después.

No había escapatoria posible; aquellos agentes sin escrúpulos iban en serio. De repente se escucharon detrás de Dolby los pasos sonoros de unas botas pesadas. Cuatro detectives de la lancha de policía, que acababa de llegar, aparecieron con las chaquetas también desabrochadas para exhibir sus placas. Rodearon a Dolby y exigieron saber qué querían los cobradores de impuestos.

–¡Hola! Somos del Ministerio de Hacienda -respondió uno de los inspectores.

–¿Ministerio de Hacienda? Demasiado tarde. La policía de Nueva York está aquí y nosotros les detenemos a los dos por lo que deben a la ciudad de Nueva York -dos de los detectives agarraron a Dolby del brazo. Otro retuvo a Tom Branagan. Mientras se formaba un griterío confuso por cuál de las detenciones tenía prioridad sobre la otra, sonó por encima de las voces la campana que avisaba a aquellos que debían regresar a la orilla que abordaran el ferry.

–Tenemos la lancha de la policía a un lado del barco -dijo uno de los detectives-. Puesto que, según parece, subieron a bordo en el muelle, yo de ustedes desembarcaría con los demás antes de que no tengan quien los lleve a tierra; a no ser, amigos, que quieran conocer Liverpool a fondo.

Pennock y sus frustrados agentes se rindieron y, tras regresar a toda prisa a la cubierta, abordaron el último ferry que se llevaba a los visitantes y criados de los pasajeros. Cuando se fueron, los detectives hablaron entre ellos:

–¿Les ponemos los grilletes ahora mismo o en la lancha?

–Primero vamos a acorralar a Dickens para que no escape.

–Entonces, prepara la porra.

–¡Imaginad! ¡El partido que le habrían sacado los chicos de la prensa si ven al Inimitable Dickens encadenado!

De repente, los cuatro hombres rompieron a reír. Dolby, sorprendido por este cambio de actitud, se quedó mirándoles asombrado.

Uno de los detectives se quitó la gorra y sonrió.

–Lo sentimos mucho, señor. Nuestro jefe de policía es un gran admirador de su señor Dickens. Cuando se enteró del plan del recaudador de impuestos, nos envió para que les espantáramos. Ahora será mejor que regresemos a nuestra lancha y les dejemos que continúen su viaje. Pero ¿tal vez el querido Boz sea tan amable de proporcionarnos un par de autógrafos para nuestro jefe?

Dolby y Tom se miraron sin salir de su asombro. Antes de que volvieran a la lancha policial, los agentes llevaban los brazos cargados de autógrafos. Los cañones de un remolcador cercano dispararon una salva de despedida. Después de interminables vítores y adioses desde el ferry y desde la orilla, Dickens, de pie junto a la barandilla, puso su sombrero en la empuñadura del bastón y, levantándolo por el aire, saludó a la multitud.

Tom permaneció muy cerca de él en la cubierta, por si acaso le fallaba el equilibrio. Desde su privilegiado punto de vista, pudo ver que a Dickens se le llenaban los ojos de lágrimas.

–Puede que vuelva usted a América alguna vez, Jefe -sugirió Tom.

–Probablemente -convino Dickens-. No obstante, tal vez ya haya dejado demasiado de mí en esta tierra.

QUINTA ENTREGA

27

Londres, Inglaterra, 16 de julio de

1870

Los cinco días posteriores al ataque que Osgood había sufrido en el fumadero de opio, Rebecca cuidó de su patrono en el Falstaff Inn, donde estuvo dormido casi todo el tiempo. El médico rural de Rochester le hacía frecuentes visitas. Datchery también había ido a verle, con aire preocupado y lloroso ante el estado de Osgood. En los momentos en que intentaba andar, el editor trataba de respirar, pero la tos le vencía.

–No escupe sangre al toser -hizo notar el doctor Steele a Rebecca un día después del ataque-. Lo más probable es que las fracturas estén en la superficie de las costillas y los pulmones no hayan sufrido daños. No soy partidario de aplicar purgantes o sanguijuelas en estos casos si no hay inflamación.

–Gracias a Dios -dijo Rebecca.

–Hay que lavarle con agua fría con regularidad. Usted parece haber tenido alguna experiencia previa como enfermera, señorita.

–¿Se recuperará del todo, doctor? – preguntó Rebecca con interés.

–El cloroformo y el brandy deberían limpiarle el cuerpo, eso se lo aseguro, señorita. Si tiene suerte.

Osgood seguía sin ser capaz de describir lo que había ocurrido en el fumadero de opio aquella madrugada que había acabado con dos de los adictos muertos y mutilados, ni siquiera cuando tenía la cabeza más clara. Rebecca estaba sentada al escritorio redactando una carta a Fields para ponerle al tanto de las últimas novedades y Datchery medio dormido en el sillón cuando Osgood despertó otra vez.

–¡Era Herman! – gimió Osgood igual que había hecho cuando le encontró el cazador de las cloacas. Tenía las costillas envueltas en un ancho vendaje que le daba dos vueltas al cuerpo, constriñendo sus movimientos y respiración. Los mordiscos de las ratas de la cloaca se le habían inflamado por toda la cara y el cuello, formando gigantescos habones enrojecidos.

–¿Está totalmente seguro de que era él, señor Osgood? – preguntó Rebecca acercándose a un lado de su cama.

Osgood se asió la frente con las dos manos.

–No, no estoy nada seguro, señorita Sand. ¡Después de todo, sabemos que no puede haber sobrevivido al océano! ¿Y quién le habría impedido hacerme algo peor si estaba allí para acabar conmigo? Debió de ser una visión provocada por el opio, como las serpientes y las voces. Había caído bajo su influjo.

–Averiguaremos lo que ha ocurrido, ¡eso se lo prometo! – exclamó Datchery-. Querido Ripley, querida señorita Sand, ¡se lo prometo a los dos sin sombra de duda! – tomó una de las manos de Osgood e intentó hacer lo mismo con Rebecca, pero ella se retiró desconfiada-. Dicen que te vas a poner fuerte como un toro en breve, viejo amigo. ¡Sólo dime que vas a vivir un día más y me pondré a dar brincos de alegría!

A pesar de que seguía teniendo la cabeza vendada, las lesiones de Datchery habían sido mucho más superficiales que las de Osgood. No había visto nada de lo que había ocurrido después de que le atacaran, y antes de que le dejaran sin conocimiento no se había percatado de la presencia de Herman. Como a Osgood, alguien le había arrastrado inconsciente hasta la calle. Rebecca no quería tener nada que ver con el hombre que era, responsable de haber llevado a Osgood a un lugar tan despreciable, y eso ya había provocado antes varias discusiones que se habían convertido en penosos recuerdos.

Datchery dijo:

–Señorita Rebecca, quiero ayudarles. Y usted sabe que puedo hacerlo. Permita que esa idea madure en su cabeza.

–Creo que ya nos ha ayudado suficiente -dijo ella-. Y si tiene usted la amabilidad, puede referirse a mi patrono como señor Osgood.

Datchery se mordió el labio con frustración. Luego se volvió hacia el paciente que yacía en la cama y de nuevo a Rebecca.

–Quizá deba decir algunas cosas que pueden ayudar a que usted confíe en mí, como tan rápidamente ha aprendido a hacer su patrono.

–Ah, el señor Datchery, ¿verdad? – era el doctor Steele que entraba en la habitación-. ¿Puedo hablar con usted en privado?

Datchery contempló el pálido rostro de Osgood sobre las sábanas, asintió y salió de la habitación. Para gran alivio de Rebecca, el visitante no regresó en toda la tarde.

La siguiente vez que despertó Osgood preguntó por el traje de chaqueta que llevaba la noche de la agresión y que ahora estaba colgado en el armario. Rebuscó en los bolsillos y extrajo el panfleto verde que había recuperado del mugriento suelo.

¡Edwin Drood! Mire.

Allí estaba. La portada era un mosaico de escenas ilustradas de la novela de Dickens. El panfleto era en realidad la quinta entrega publicada de El misterio de Edwin Drood. El doctor Steele, que volvía en ese momento para hacerle otra revisión, se acercó a la cama al ver que Osgood se había movido. Aquel doctor, un hombre enjuto y concienzudo, se había convertido en un tirano de los cuidados con Osgood. Ordenó que la luz sólo entrara por la ventana filtrada por las contraventanas y a breves intervalos.

–Le he pedido al señor Datchery que deje en paz al señor Osgood -le explicó el médico a Rebecca-. Parece que no hace otra cosa que alterarle, se lo aseguro.

–Eso creo yo -dijo Rebecca con firmeza.

Luego, el médico desaconsejó a Osgood la lectura del panfleto, que, al parecer, también le alteraba. Rebecca consintió en retirarle el cuadernillo al paciente, pero se quedó reflexionando sobre la extraña coincidencia que suponía la presencia de ese objeto en aquel lugar. ¿Las desventuras de Osgood en los bajos fondos se habían debido realmente a los peligros habituales de la zona o tenían alguna conexión con la misión que les había llevado a Inglaterra? Abrió el folleto y observó que las páginas parecían haber sido leídas, quizá muchas veces. Guardó la entrega en un cajón.

–No lo entiendo -suspiró Osgood mientras el médico le retiraba la ropa y colocaba nuevas vendas-. No entiendo cómo pueden haber tenido un efecto semejante en mí los opiáceos que respiré.

–Ah, tiene usted mucha razón -dijo el doctor Steele de manera concluyente-. Por sí solos, los vapores no pueden hacer tanto daño. Espero que la dama presente no se sienta excesivamente violenta -dijo con cautela, y esperó a que ella se diera la vuelta. Cuando vio que no lo hacía, levantó la manga de franela de Osgood y reveló lo que había encontrado en su reconocimiento.

–No comprendo -protestó Rebecca.

–Mire ahí -dijo el doctor Steele-. Una sola marca de pinchazo en el brazo del señor Osgood… de una aguja hipodérmica. ¿Lo ve?

El médico continuó hablando con un interés distante.

–Alguien introdujo en su organismo una dosis masiva del narcótico, señor. Ésa es la razón de que haya necesitado tanto tiempo para expulsarla de su cuerpo.

Rebecca notó que estaba temblando. Osgood se sentó erguido en la cama. Ambos se sorprendieron mutuamente en un momento de conmoción sin reservas. Habían viajado al otro extremo del mundo en parte intentando dejar atrás la tragedia de Daniel y ahora se encontraban con la misma inyección venenosa marcada en la piel de Osgood como la había sufrido Daniel. Todo parecía converger en una única línea de acción siniestra, aunque por qué y dónde había comenzado todo aquello era en aquel momento más misterioso que nunca.

Rebecca sabía que si el doctor Steele consideraba que cualquier conversación era demasiado inquietante para el paciente, intervendría para detenerla. Así que esperó, aparentando con toda su habilidad que la marca del pinchazo era la visión menos interesante que había presenciado en su vida. El médico no tardó en pasar a la habitación contigua para dar instrucciones muy prolijas a un recadero a fin de que obtuviera más ampollas de medicina en la farmacia del pueblo.

–Señor Osgood, ¿es lo mismo que vio usted en… en el cuerpo de Daniel? – preguntó Rebecca hablando en el susurro más tranquilo que logró producir para que el médico no les escuchara desde el otro lado de la puerta-. No debe ocultarme nada. Lo es, ¿verdad?

–Sí -susurró Osgood a su vez.

–¿Qué puede significar?

–Nos hemos enfrentado al mismo adversario que la mañana en que murió Daniel.

–Pero ¿quién?

–No lo sé -luego Osgood susurró medio desconsolado y medio triunfante-: No fue Daniel quien se inyectó el opio a sí mismo. Ahora lo sabemos con certeza. ¡Fue envenenado, señorita Sand, exactamente igual que lo he sido yo!

–¿Cree usted eso?

–¡Tiene que ser así! ¡Ni siquiera el propio Dickens sería capaz de atribuir este descubrimiento a la coincidencia! Esto cambia las cosas por completo. Debemos buscar una visión más clara de todo el asunto: de Daniel, de los fumadores de opio, de Drood. Señorita Sand -añadió con una inesperada urgencia-. ¡Señorita Sand, traiga papel!

Rebecca le llevó papel timbrado del hotel, un lápiz de plomo y un libro en el que apoyarse.

Osgood escribió en el papel, tachando las palabras y volviendo a intentarlo hasta que llegó a una conclusión:

Es Dios.

Esdios.

Esdeos. Es de Osgood.

Daniel Sand no profirió una expresión de paz religiosa, pero, a pesar de ello, sus palabras tenían un hermoso significado.

–Mire -dijo-, Bendall estaba equivocado, Daniel no exclamó una última palabra antes de morir. Daniel no quería que me enfadara, ni siquiera en su último aliento. No falló a la empresa en absoluto.

Cuando el doctor Steele regresó a terminar el examen médico, la oscuridad de la habitación ocultó las lágrimas ardientes que anegaban los ojos de Rebecca.

La cálida madrugada de la agresión no había sido sólo la integridad física de Osgood lo que había estado en peligro, sino también su situación legal. Cuando recuperó parcialmente la consciencia por primera vez se encontró a sí mismo arrastrado a lo largo de los túneles del alcantarillado por dos hurgadores, los cazadores de las cloacas, que le llevaron a una comisaría de policía. Allí no pudo explicar a los agentes cómo había llegado hasta el alcantarillado.

Mas aún, el aspecto de Osgood en aquel momento, su ropa mojada y astrosa, su habla y sus sentidos embotados y el olor acre del humo de narcóticos y la inmundicia, le convertían en blanco de los reproches de los agentes como si fuera un molesto hurgador más. Cuando contó lo que había pasado, enviaron a otros agentes a las sórdidas dependencias que les describió, donde encontraron los cadáveres de un marinero láscar y un bengalí conocido como Booboo por los residentes de la zona.

–Esto no es bueno para nosotros -le dijo el sargento de guardia a Osgood-. Y tampoco para usted, señor. Su historia no está nada clara.

–¡Porque no sé lo que me pasó, señor! – protestó Osgood.

–Entonces ¿quién va a saberlo? – inquirió el sargento.

Sólo la aparición de un respetado hombre de negocios, Marcus Wakefield, le salvó de ser acusado de afrenta pública. El señor Wakefield había sido advertido de la existencia de un americano desconocido que habían llevado a la comisaría porque habían hallado su tarjeta de visita en el traje que llevaba Osgood cuando le encontraron.

–¿Conoce usted a este pobre desgraciado, señor? – le preguntó el sargento con escepticismo-. O tal vez robó su tarjeta de sus pertenencias.

Osgood estaba echado en un banco debatiéndose entre el dolor y el delirio.

Wakefield golpeó la mesa con un puño.

–¡Esto es un escándalo! Tienen que soltarle de inmediato, caballeros. He cruzado el océano con él. Su nombre es Osgood. James Osgood. No es nada parecido a un vagabundo, sino un respetado editor de Boston que ocupaba un camarote en primera clase del navío. Han detenido ustedes a un caballero. Tenía entendido que se alojaba en un lugar cercano a Rochester por motivos de negocios.

El sargento miró a Osgood de arriba abajo.

–¡Nunca he conocido a un editor que se vistiera así y que, si se me permite decirlo, apestara como éste, señor! Tendremos que escribir un informe.

–Escriba su informe y déjenle en libertad.

Wakefield utilizó su influencia para aligerar la puesta en libertad de Osgood y después envió un mensaje a Rebecca para que fuera a buscarles a la estación de Higham, donde Wakefield la esperaba con Osgood con el fin de trasladar al doliente al Falstaff Inn para su restablecimiento. Cuando se encontraron en la estación, Wakefield solicitó hablar con Rebecca a solas.

–¿Podemos dar un paseo juntos, querida? – preguntó Wakefield.

Rebecca le ofreció un brazo a su visitante mientras atravesaban la estación.

–Querida mía, les acompañaría hasta el Falstaff, pero me temo que tengo que regresar a Londres de inmediato a atender mis negocios -dijo en tono de disculpa.

–Ha sido usted muy amable al traerle hasta Kent, señor Wakefield -respondió ella.

Él se encogió de hombros.

–Le confieso que, a pesar de que estoy terriblemente alarmado por el sorprendente estado en que he hallado al señor Osgood y por estas circunstancias, me regocijo en el placer de estar de nuevo en su compañía. Y usted, ¿se encuentra bien, querida mía?

–Tan bien como puedo estar, señor Wakefield -replicó Rebecca cortésmente-. No dejo de pensar que ojalá no hubiera permitido al señor Osgood ir a un lugar como ése con el horrible señor Datchery.

–Mucho me temo que la delicada mujer, por más que deba intentarlo, no puede impedir al sexo menos cauteloso nuestros imprudentes propósitos, señorita Sand -dijo Wakefield con una sonrisa-. Al parecer, el señor Osgood ha descubierto, demasiado tarde para su salud, que en Londres no todo es una fiesta. Muchas veces las mujeres aciertan con su intuición. El señor Osgood me envió una nota donde hablaba de no sé qué figura de escayola que fue a ver en la casa de subastas Christie's y que sospechaba que había desaparecido. Le pregunté sobre ella a uno de mis socios; según me dijo, la figura que interesaba a su patrono se le cayó a una empleada de la casa de subastas en un descuido y, avergonzados, no quisieron que se supiera. Espero que usted le insista en que abandone estas absurdas actividades en lugares tan sórdidos, sean éstas las que hayan sido.

Rebecca sacudió la cabeza.

–No sé si habrá nadie en el mundo que ahora pueda hacerle cambiar de idea. Tal vez ni siquiera el señor Fields.

Wakefield suspiró preocupado, pero con un toque de admiración.

–Es un hombre de recursos, eso es evidente, y confieso que es como si me mirara en un espejo. ¡No sabía que ser editor llevaba consigo semejante espíritu de aventura! Le sugiero que le mantenga bajo vigilancia estricta a partir de ahora, señorita Sand. Tengo amigos por toda la ciudad. Mande a buscarme si surge la menor complicación. Como hombre de negocios, me temo que sé demasiado bien que cualquiera que sea la llama de ambición que arde en el corazón del señor Osgood, no se extinguirá a menos que alcance su objetivo.

–Gracias de parte de los dos -dijo ella insegura, ya que la entrevista parecía llegar a su fin.

Wakefield tomó la mano de Rebecca y posó los labios lentamente en ella.

–Espero que no le parezca demasiado atrevido, querida mía -dijo-. Es usted verdaderamente un dechado de virtudes, un tipo excepcional de mujer que no se encuentra muy a menudo entre los engreídos pavos reales londinenses. El señor Osgood es muy afortunado por contar con su lealtad.

Invadida por una peculiar sensación de vulnerabilidad y pudor, se encontró incapaz de pronunciar palabra.

–El señor Osgood me dijo que había estado casada -continuó Wakefield en tono amable-. Pero las leyes son diferentes en Inglaterra. Si usted quisiera, no tendría que volver a pensar en eso.

–¿El señor Osgood le dijo que estaba divorciada? – preguntó Rebecca sorprendida.

–Sí, cuando estábamos a bordo del Samaria -dijo. Al observar la confusión de la mujer, añadió-: Su intención no era otra que protegerla a usted, señorita Sand. Creo que advirtió mi inmediato y sincero afecto por usted y quiso prevenir cualquier equívoco. ¿Mi interés por su vida es tan sorprendente, querida amiga, como parece reflejar la expresión de su rostro?

Los cascabeles del carruaje que se disponía a trasladar al paciente a Falstaff repicaron.

–Tengo que ir a ayudarle, señor Wakefield -dijo Rebecca.

El editor despertaba cada día con un poco más de energía física y una inquietud mental más pronunciada. Las fracturas de las costillas, aunque le seguían doliendo, mejoraban poco a poco. El doctor Steele le había dado a Osgood instrucciones precisas para que no se quitara los vendajes del torso y limitara la respiración profunda y cualquier esfuerzo, a riesgo de causarse graves lesiones permanentes en los pulmones. Una mañana, mientras recogía el desayuno de Osgood, el dueño del hostal colocó un jarrón de flores frescas en un aguamanil.

–Es muy amable por su parte, señor Falstaff -dijo Rebecca, que estaba sentada al lado de Osgood y le refrescaba la frente.

–Mis sinceras disculpas si perturbo con asuntos triviales la salud del paciente -dijo el hospedero con aire vacilante-. Me temo que necesito su firma en algunos papeles, señor Osgood, para prolongar su estancia más allá de lo establecido en nuestro acuerdo original, dadas las circunstancias.

–Por supuesto -dijo Osgood.

Al comprobar la factura de recargos que había dejado sobre la almohada, Osgood se detuvo de golpe. Sobre el membrete del impreso constaba el nombre auténtico de Sir John Falstaff: William Stocker Trood. Trood; Osgood repitió el nombre sin emitir sonido.

–¿Hay algún problema, mi estimado señor Osgood? – preguntó el propietario.

–Me estaba fijando en el parecido de su apellido con el del título de la última obra del señor Dickens.

–¡Ah, pobre señor Dickens! ¡No puedo ni explicar lo mucho que le echamos de menos por aquí! Tengo que confesarle, señor Osgood, que esto es… -el hostelero se detuvo en este punto y tiró de su viejo chaleco deforme y su chalina-. Quiero decir, estos ropajes y mi intento de parecerme al corpulento caballero. Todo es por su causa.

–¿De Dickens?

Él asintió.

–Durante años y años la gente venía a Rochester desde todas partes del mundo para echar un vistazo a la casa del señor Dickens y ¡puede que también al hombre en cuestión! Los americanos venían aquí y dejaban su tarjeta de visita con la esperanza de que les invitaran a Gadshill, surtiéndose de pan y vino en nuestro hogar mientras lo hacían. En otras ocasiones, la familia Dickens tenía demasiados invitados y utilizaban nuestras instalaciones para contar con un alojamiento adicional. La situación de nuestro modesto negocio ha supuesto que podamos cargar unas tarifas decentes por nuestras camas y comidas. Ahora que ha desaparecido y que la familia se va, bueno, voy a tener que inventarme otros modos de atraer a los viajeros. Como dice mi hermana, ¡que Dios nos proteja si tenemos que fundar nuestros humildes ingresos en mi imitación de Falstaff «Lo más importante del valor es la discreción y esa parte me ha salvado la vida.» He procurado memorizar algunas frases, pero se dará cuenta de que en mí no hay nada de teatral.

Tras terminar con sus asuntos, el dueño del Falstaff Inn hizo una reverencia y salió de la habitación.

–¿Señor Osgood? ¿Qué tiene? ¿Qué le ocurre? – preguntó Rebecca al ver que el color abandonaba su rostro de repente.

–Su hijo, su hijo murió… -murmuró Osgood antes de que su voz se apagara.

–¿Qué? – preguntó Rebecca confusa y preocupada por el estado mental del hombre-. ¿El hijo de quién?

Destellos de las conexiones entre aquella pequeña ciudad de Rochester y los libros de Dickens desfilaban por la cabeza de Osgood. Dickens había tomado nombres, personajes y situaciones de la vida diaria que se veía desde la ventana de su estudio. Las novelas de Rudge y Dorrit contenían indicios de las vidas que transcurrían en los caminos de Rochester, ¿y la vida de Edwin Drood? Osgood habló más para sí que para Rebecca.

–Se puso triste al ver la amapola de opio en la mesa de abajo y dijo que el opio había sido el causante de la muerte de su hijo… Pero nunca pensé que…

De repente, el editor saltó de la cama, con las rodillas tambaleantes al esforzarse sus piernas por mantener el equilibrio. Con un brazo rodeando su torso, luchó por arrastrar su maltrecho cuerpo hasta el pasillo.

–¡Señor Trood! ¡Su hijo!

El rostro del hostelero se volvió de un blanco níveo, esfumado de nuevo su autodesignado personaje de alegre anfitrión.

–Tal vez ya hayamos hablado suficiente por hoy -dijo ásperamente. Notó que Osgood esperaba algo más. Deslizó la mirada escaleras arriba y abajo-. No puedo hablar de eso aquí. ¿Se encuentra usted lo bastante bien como para venir a la ciudad, señor Osgood? Si camina conmigo, prometo contarle una historia.

Osgood insistió:

–Su hijo, señor, ¿cómo se llamaba su hijo?

El hostelero aspiró una gran bocanada de aire para recuperar la voz.

–Se llamaba Edward. Edward Trood -dijo-. Tendría más o menos su edad, de no haber desaparecido.

28

La última desaparición de Edward Trood antes de su muerte no despertó una gran preocupación porque no era la primera vez.

Edward había tenido una juventud difícil. Siempre fue pequeño para su edad y nació con el pie derecho deforme. Los otros chicos del pueblo lo atormentaban sin ninguna piedad. Luego empezaron los robos. Al principio eran pequeñas cantidades, algo de comida de los armarios, prendas de ropa. En parte, según pudieron deducir sus padres, eran regalos para los compañeros bajo amenazas de un castigo violento. Pero de vez en cuando descubrían un objeto desaparecido (un candelabro de la familia, por ejemplo) enterrado en el jardín, como si en la febril imaginación del muchacho inválido fuera a germinar y crecer.

Era todavía peor que aquello. Peor porque el muchacho era por todas las señales externas un buen chico. En presencia de extraños, incluso la mayoría de las veces en presencia de la familia, Eddie era educado, acostumbrado a mostrar buenos modales y un aspecto decoroso. Era realmente cordial y amistoso cuando estaba de buenas.

Cuando William y su mujer le pedían consejo sobre su hijo al clérigo de la ciudad, siempre se encontraban con una carcajada como respuesta. ¿Eddie? ¿Qué problemas podía darles el pequeño, complaciente, educado y correcto Eddie Trood? Los padres intentaron obligarse a adoptar esa misma actitud. ¿Nuestro Eddie? Travesuras de chiquillos, eso era todo lo que le pasaba. Había largos períodos de calma en los que Edward, un buen estudiante según sus profesores (algunos decían que excepcional), se portaba bien en casa y en la escuela y conseguía evitar meterse en líos con sus torturadores.

Pero luego volvió a robar, esta vez en el pequeño hotel donde William y su mujer trabajaban ocupándose de la cocina y el mantenimiento. Edward forzó el cajón cerrado del viejo dueño y se llevó una bolsa que contenía varias libras. ¡Y el verdadero horror fue que cometió el robo ante los ojos de su madre! Pasó a su lado como si no la distinguiera de una criada.

Aquella noche Eddie volvió a presentarse en casa con una actitud huraña, pero sin remordimientos.

–A mi pobre esposa apenas le salían las palabras -contó William Trood hablando en un suspiro grave y débil como el de un moribundo obligado a repetir la historia. Osgood y Rebecca estaban sentados a su lado en un banco de la vacía pero sublime catedral de Rochester, llena de una luz y de una atmósfera antigua, donde el hostelero había insistido en ir a hablar. Se había negado a decir una sola palabra más en el Falstaff, como si allí hubiera demasiados fantasmas escuchando. En la catedral se podía contar la historia bajo la protección de Dios.

»Yo le dije: "Edward, hijo mío. Eddie. No habrás hecho lo que tu madre cree que has hecho; tú no lo harías, ¿verdad?". Y él me miró de frente, me miró a los ojos, señor Osgood, así…

Pasó otro minuto antes de que Trood pudiera seguir la línea de sus pensamientos, para contar que Edward admitió haber cometido aquella acción.

–No vi nada malo en ello -añadió Edward. Acto seguido los ojos del chico se humedecieron y cayó al suelo llorando y pataleando. Las lágrimas paralizaron a William por un momento.

Pero William Trood sabía que no tenía elección. Desterró al muchacho de quince años de su casa y de su familia.

Las depresiones debilitaron por completo a la mujer de William y no tardaron en conducirla a la tumba. Llevaba años enferma, pero William culpó del desenlace final a la perniciosa influencia de su hijo. La hermana soltera de William, Elizabeth, se mudó a la casa para ayudarle a llevar el Falstaff. Al enterarse de las andanzas de su sobrino, lo primero que dijo Elizabeth fue: «¡Como Nathan!».

Eso fue lo último que dijo del asunto. Elizabeth prohibió que se mencionara a Nathan Trood bajo el techo del Falstaff Inn.

Nathan Trood era el hermano mayor de William. Durante sus años de juventud, Nathan había hecho gala de todos los desmanes de su futuro sobrino Eddie, sin ninguno de sus aspectos tristes y compasivos, sin la excusa de ser un lisiado. Huraño, perezoso, burlón, desagradable, así era Nathan Trood desde el momento en que tuvo edad para hablar, y edad para hablar significaba en su caso edad para mentir. El padre de William, que había llevado a su familia de Escocia a Kent, solía decir que Nathan no era más que una sombra desagradable de un chico de verdad, una criatura desabrida con la nariz roja encendida de llorar demasiado que no podía parar ni cuando se le daba una dosis de los polvos más fuertes. Edward sólo había visto una vez de niño a su tío Nathan. Nathan, que vivía en Londres desde que huyera de joven, se presentó sin ser invitado en la celebración del sexto cumpleaños de Edward, una sencilla reunión con algunos amigos del pueblo y dos pasteles hechos para la ocasión.

Aquél fue el momento: Nathan mostrando los dientes amarillos y podridos mientras pellizcaba las mejillas al chaval y le revolvía el pelo. En lo más profundo de su alma William culpaba a aquel preciso momento de haber transformado a Eddie para siempre, como si una especie de polvos mágicos mezclados con la muerte hubieran pasado del aliento del hombre al corazón del muchacho. Nathan, que tanto tiempo llevaba desaparecido a todos los efectos, se había transformado en un hombre aún más maligno de lo que había sido de joven. Se decía que frecuentemente visitaba en Londres establecimientos mal iluminados llenos de fumadores de opio llegados de China y otras tierras idólatras. Se codeaba con granujas, prostitutas, contrabandistas, ladrones y pordioseros y entre ellos encontraba sus ingresos y sus formas de placer.

Tras guardar luto por la muerte de su mujer y las traiciones de su hijo, William hizo todo lo que pudo por olvidar al proscrito Edward. Pero ¿cómo olvida un hombre a su único hijo? Es una tarea imposible; sólo intentarlo era ya demasiado doloroso y dejaba a William inmerso en una nube de sentimientos y recriminaciones contra sí mismo. Todo Rochester murmuraba sobre la desaparición del lisiado. William lo sabía. Los habitantes del condado de Kent se transmitían las historias de los fracasos ajenos como se cantan los villancicos de casa en casa en Navidades. Entonces William escuchó algo nuevo entre los murmullos: Edward, después de ser expulsado de su casa, había buscado refugio con Nathan, que había acogido de buen grado a su sobrino errante, a quien llevaba sin ver por lo menos diez años. La venganza que Nathan ansiaba tomarse contra una familia que nunca le había aceptado se había hecho realidad.

Con el tiempo empezó a decirse que había tratado a Edward como si fuera su propio hijo. Le llevaba a conocer a sus amigos y compinches. El sufrimiento físico que le provocaba el pie deforme se veía aliviado por el consumo habitual de opio en el que Nathan le introdujo.

No se puede decir que la relación entre tío y sobrino fuera totalmente armoniosa. Lo cierto es que Edward (William lo supo mucho después, cuando todo había acabado) se portaba en general bastante bien con su tío, renunciando a todas sus tendencias a la rebeldía que había cultivado en Rochester, tal vez porque sabía que las consecuencias con Nathan serían más rigurosas. Pero los instintos generosos de Nathan hacia su sobrino sólo aparecían en ocasiones, siendo reemplazados regularmente por rapapolvos, amenazas e insultos degradantes. Corrían rumores persistentes de que existía una dama de Londres que había enardecido el corazón de Edward y que las perspectivas de felicidad del joven habían provocado la ira de Nathan. Fuera lo que fuese lo que causara el distanciamiento entre ambos, Edward no tardó mucho en desaparecer. Tras múltiples pesquisas por parte de algunos de sus nuevos amigos, se descubrió que había huido al extranjero sin decírselo absolutamente a nadie. Se decía que en el curso de aquellas aventuras, como muchos chicos ingleses de su edad, navegó por Hong Kong y otros puertos exóticos. Cuando, ocho meses después, regresó a Londres, su tío le dio una calurosa bienvenida al hogar.

No obstante, el joven marinero y su tío cayeron en una peligrosa rutina de permanente desidia y consumo de opio. Nathan parecía, por su aspecto demacrado y los cambios de estado de ánimo entre la apatía y los arrebatos violentos, haberse vuelto definitivamente más insatisfecho en el último año. Ni siquiera sus miserables vecinos querían tener nada que ver con él. Entonces, Edward volvió a desaparecer.

–¿A quién le podría sorprender cuando hacía menos de un año que se había ido voluntariamente para hacerse al mar? – preguntó William-. Más tarde me contaron que nadie de su entorno se preocupó lo más mínimo. Ni siquiera su tío Nathan. Su tío Nathan el que menos.

De hecho, habían empezado a propagarse nuevos chismes (porque éstos también se dan en Londres, sólo que con un tono más cruel que en Rochester). Se decía que Nathan y Edward habían tenido una pelea brutal por un negocio de opio que afectaba a los amigos de Nathan. Los rumores contaban que Nathan había asesinado a Edward, o había pagado a alguien para que lo matara, y que con la ayuda de sus viles secuaces se habían desembarazado del cuerpo del joven donde nunca pudiera ser encontrado. Fuera lo que fuera lo que hubiese pasado en esta ocasión, lo cierto es que Edward nunca volvió a aparecer.

Nathan, cada vez más enfermo, no tardó en fallecer en la miseria y asfixiado por las deudas. Como familiar más cercano, avisaron a William, quien tuvo que ocuparse de la pequeña casa en un sórdido barrio de Londres. Aquella casa era la imagen del desbarajuste; para sorpresa de William, Nathan, que se había deshecho de su familia tanto tiempo atrás, al parecer nunca se había vuelto a deshacer de nada más. Ratas y otras sabandijas dominaban el lugar. Con la esperanza de vender la vieja casa para quitarse un peso de encima, William contrató a un obrero que le ayudara a hacer algunas reparaciones y cambios en la estructura.

Estaban tirando los restos podridos de una pared cuando ocurrió. Un trozo de lienzo se desmoronó desde arriba y el esqueleto entero de un ser humano les cayó encima. El esqueleto, William lo supo en seguida, era el de su hijo Edward Trood. Los rumores estaban en lo cierto.

–Imaginen si pueden, señor Osgood y señorita Sand, ¡que los huesos de tu propio hijo te caigan encima de la cabeza! No existe horror comparable a ése, el último abrazo que le di a mi chico. A pesar de que nos habíamos separado enfurecidos el uno con el otro, confieso que a medida que iban pasando los años había ido imaginando más y más volver a ver a mi hijo Eddie sentado a mi lado junto al fuego. En mi imaginación había querido creer que seguía navegando por el mar… A veces sigo haciéndolo y me rindo a las lágrimas cuando nadie me ve.

Una vez más intentó recobrar el aliento que se le escapaba a chorros.

–Oh, señor Trood -dijo Rebecca compasiva-, tiene todo el derecho a estar afligido. Perdí a mi hermano sin poder despedirme de él y ahora debo decirle adiós todos los días.

Perdiendo toda esperanza de mantener una actitud contenida frente a sus inquilinos, el agradecido hostelero se echó a llorar en el hombro de Rebecca. Cuando se hubo recuperado, llevó a sus huéspedes a la parte de atrás de la catedral.

–¿Qué dijo la policía cuando encontró sus huesos? – quiso saber Osgood.

Trood se detuvo junto al panteón de su familia en el camposanto que rodeaba la iglesia.

–Señor Osgood, no les llamé. Y tampoco me arrepiento de esa decisión.

–Pero ¿por qué?

El hostelero se sentó en el suelo como un niño, colocando una mano temblorosa sobre la humilde lápida de su mujer y la otra en la de su hijo.

–Había perdido a mi chico. ¿Iba a tener que ver ahora a mi difunto hermano, por mucho que le despreciara, arrastrado por las columnas de los periódicos como su asesino? No habría sido capaz de soportarlo. No habría sido capaz de seguir viviendo con el apellido Trood. Quizá por eso haya preferido convertirme en una sola cosa con mi hostal y la imagen del desafortunado Sir Falstaff. Hay razones por las que los asesinatos no siempre se descubren, y no siempre es una cuestión de astucia. La razón puede ser la fatiga que domina a aquellos que han quedado insensibilizados por dentro. Enterré aquí a Eddie discretamente y le dije a la gente que había tenido un accidente en el mar. El obrero que trabajaba conmigo en la casa de mi hermano juró que mantendría las circunstancias del descubrimiento en secreto, aunque era consciente de hasta qué punto podía confiar en su promesa. Surgieron leyendas y fábulas, algunas contadas con mas contenido de verdad que otras. No quería escuchar aquellas historias, pero tenía que hacerlo. Una decía que Eddie, tal como le he dicho ya, se había encontrado envuelto en una operación de contrabando de opio y le habían asesinado en el transcurso de ella. El horrible final de Eddie a manos de Nathan u otros adictos se convirtió en tema de conversación que los cotillas de Rochester resucitaban una y otra vez.

–¿Y el señor Dickens? – preguntó impaciente Osgood.

–¿Qué quiere decir? – le preguntó a su vez el hostelero sin comprender.

–Bueno, su último libro, el que dejó sin terminar… Seguro que cuando usted vio el argumento, aunque la serie haya quedado incompleta… -Osgood no sabía cómo terminar la frase.

–Se refiere al nombre -interrumpió el dueño del Falstaff.

El misterio de Edwin Drood. Sí, el nombre, el argumento de la historia… ¿no le llamó la atención?

–El señor Dickens era un hombre de genio. En sus novelas con frecuencia empleaba para sus propósitos nombres y anécdotas que había escuchado por ahí. Vaya, en el otro lado de la carretera está la vieja mansión de ladrillo rojo donde «la señorita Havisham» vivía con su patético vestido de novia tal como la imaginó en sus páginas; y en otros sitios se pueden degustar la carne y la cerveza donde Richard Watts hizo otro tanto en la imaginación del señor Dickens. Yo, por mi parte, he estado demasiado ocupado intentando salvar el hostal para leer más que un par de entregas publicadas de su última obra. Había pensado leerlo entero cuando se publicara completo en forma de libro. Es decir, antes de que el genial señor Dickens muriera el mes pasado. Y cuando falleció y el estado de nuestro hostal se vio amenazado por su desaparición, no tenía tiempo que perder. La verdad, tengo muy pocas ganas de conocer historias sensacionalistas sobre la tragedia de mi hijo aparte de la que guardo en mi interior. Tuve su calavera en mis manos, señor Osgood. Estaba rota por arriba. ¡No necesito leer otra historia sobre la muerte de mi chico que la que estaba escrita en sus huesos!

Cuando regresaron al Falstaff Osgood hizo de inmediato los preparativos necesarios para viajar a Londres con Rebecca a fin de continuar las averiguaciones sobre el insólito relato de Edward Trood. Lo hizo con la oposición rotunda del doctor Steele, que Osgood creyó que le iba a poner una camisa de fuerza para impedir su marcha. Steele advirtió a su paciente de que los brotes reumáticos que le habían molestado desde su juventud podrían reproducirse si no esperaba a encontrarse totalmente restablecido. Pero Osgood no estaba dispuesto a dejarse convencer. El editor dejó dicho en el Falstaff que le remitieran toda la correspondencia a su nombre al hotel St. James, Piccadilly, y que si Datchery aparecía preguntando por él, le mandaran allí inmediatamente.

Al sacar algunas de sus pertenencias al pasillo del hostal Osgood se vio plantado delante de un espejo por primera vez que pudiera recordar desde el asalto. Al ver su reflejo se llevó involuntariamente las dos manos a la cara y las bajó por las mejillas hasta el cuello como si quisiera sujetarse la cabeza en su sitio. Parpadeó. ¿Adónde había ido a parar su aspecto juvenil, el aire inocente que siempre había maldecido y apreciado? Su lugar lo ocupaba un semblante de una palidez fantasmagórica, casi demacrado, con una compleja red de arrugas de fatiga, grietas y sombras oscuras alrededor de los ojos. El pelo estaba frágil y lacio. O bien había cruzado un atajo a una prematura máscara de la muerte, o bien había pasado de una dulce adolescencia a una endurecida madurez; no era capaz de decir cuál de las dos cosas. Con todo, había un elemento estimulante en su aspecto. Ya no pasaría inadvertido ni sería intercambiable con otros jóvenes delfines del mundo de los negocios de Boston. Por muy maltrecho que se le viera, aquél era James R. Osgood, no cabía la menor duda de ello.

Sólo entonces se dio cuenta, confirmando sus sospechas al volver a entrar en su habitación, de que el espejo que antes estaba allí había sido retirado. Se preguntó si habría sido el dictatorial doctor Steele o Rebecca, motivado por el control en el caso del primero y por el afecto en el de esta última. Reflexionó durante unos instantes mientras permanecía en el umbral de su cuarto y decidió no preguntárselo a Rebecca.

–¿Qué hay de su regalo, señor Osgood? – era Rebecca, que sostenía la fuente de pie de cristal rosa de la subasta.

–Tal vez debiéramos dejársela al señor Trood para que se la entregue a la señorita Dickens -respondió Osgood.

–Sería mejor entregársela en persona. Tenemos una hora antes de que salga el próximo tren a Londres.

–A usted no le… -dijo Osgood-. Quiero decir, ¿no pondría usted objeción a que vayamos a ver a la señorita Dickens?

Rebecca negó con la cabeza.

–Creo que es una gran idea, señor Osgood.

Cruzaron la carretera en dirección a Gadshill pero encontraron la casa todavía más desolada de lo que ya estaba. La puerta principal estaba abierta y no había nadie que recibiera a las visitas. Prácticamente todos los objetos habían desaparecido desde la subasta de Christie's. Montones de maletas llenaban el pasillo principal y la biblioteca. Al principio Osgood y Rebecca ni siquiera vieron a Henry Scott, que se encontraba arrebujado en un rincón de la biblioteca emparedado entre dos baúles de ropa, llorando. Su elegante librea blanca estaba recorrida por manchas de lágrimas.

–Oh, señor Scott, ¿se encuentra bien? – preguntó Rebecca arrodillándose a su lado y poniéndole una mano en el hombro.

Henry intentó inútilmente hablar entre los sollozos para comunicarles en sílabas rotas como un salvaje de ultramar que tenían que abandonar Gadshill por la mañana. Al poco rato, una mujer cubierta con un largo velo negro y un vaporoso vestido negro con chaqueta corta ribeteada de volantes y un gran polisón detrás (de luto al estilo de la reina Victoria por su Albert) descendió las escaleras.

–Otros asuntos me han impedido regalarle esto antes, señorita Dickens -le dijo Osgood tendiéndole la fuente.

–Leímos en el Telegraph que se había vendido por siete libras y pico, ¡pero no decía a quién! – exclamó Mamie Dickens asombrada.

–No me parecía oportuno que lo tuviera nadie más que usted.

–¡Es extraordinariamente amable por parte de ustedes dos! – se levantó el velo y se secó los ojos-. ¡Oh, cómo se reiría mi hermana de mí si me viera llorar por un insignificante jarrón! Mañana me iré de Gadshill, pero esto vendrá conmigo a cualquier parte del mundo donde vaya -dejó la fuente en su antiguo lugar de la chimenea y tomó una mano de Osgood y otra de Rebecca.

–Considero a mi padre dijo con suavidad- en lo más profundo de mi corazón como un hombre diferente al resto de los hombres, como un hombre diferente al resto de los seres humanos. Ojalá nunca me casara y así no tendría que cambiar mi nombre. Para ser siempre una Dickens. ¿Le parece que es demasiado raro, señorita Sand?

–Tiene usted mucha suerte de haber sido querida por un hombre a quien todo el mundo admira.

–Adiós y que Dios les bendiga a ambos -dijo Mamie estrechando las manos de sus visitantes una vez más.

La tía Georgy entró acompañada de una visita inesperada que hizo una fría reverencia a los presentes.

–¡Doctor Steele! – dijo Osgood-. Me temo que no va a poder convencerme de que me quede en Rochester.

–No he venido aquí por eso -dijo el médico fríamente.

–Espero que no haya nadie enfermo, ¿verdad, tía Georgy? – preguntó Osgood.

–Yo le hacía ya de camino a Londres, señor Osgood -dijo el doctor Steele con tono reprobatorio.

–El doctor Steele ha venido a zanjar nuestras facturas antes de que nos marchemos -dijo la tía Georgy-. Me temo que no he tenido tiempo desde que… desde que el buen doctor hizo todo lo que estaba en su mano para reanimar al pobre Charles -con estas palabras, la gobernanta de la casa echó una mirada hacia el comedor-. Desgraciadamente, todavía no hemos recibido los fondos de la subasta. Le agradezco al doctor Steele su paciencia.

–A su servicio -dijo el médico inclinándose, aunque no exactamente sugiriendo paciencia.

–¿Trató usted al señor Dickens después de que se desplomara?

–Puede estar bien seguro de que así lo hice, señor Osgood -dijo el doctor-. Veo que además de desobedecer mis instrucciones hacia su propia salud, ha acrecentado el dolor de la señorita Dickens. Tal vez lo más conveniente sería que ustedes dos abandonaran Gadshill.

Mamie se había sentado en un rincón tranquilo con la fuente para que nadie la viera llorando.

–Doctor Steele, quizá… -empezó a discutir sus órdenes la tía Georgy.

Pero el imperioso galeno le lanzó con ojos de acero una mirada que combinaba la estricta prescripción médica con el reproche de un cobrador de una factura impaga da. Hasta la voz voluntariosa de Georgina Hogarth quedó en silencio.

–Adiós, entonces, señor Osgood -dijo Steele vengándose por la desobediencia del paciente.

–Adiós -respondió Osgood.

–Espere -era Henry, de pie y con los ojos secos-. Hace bastante tiempo que no veo a la señorita Dickens sonreír de esa manera. Si llora es por la alegría de la pequeña muestra de recuerdos que usted y la señorita Sand le han devuelto. Venga, señor Osgood, permítame que le muestre dos cosas antes de que se vaya, si tiene usted un momento -estas palabras del criado estaban dedicadas claramente al doctor Steele, pero se las dijo a Osgood.

Osgood y Rebecca salieron de la estancia detrás de Henry bajo la mirada enfurecida del doctor Steele.

–Desde el 9 de junio se ha permitido a muy poca gente entrar en este lugar -dijo Henry cruzando el umbral del comedor con los ojos cerrados-. Aquí fue donde falleció -se trataba de un sofá de terciopelo verde cuyo respaldo trazaba una estilizada curva.

–¿Se encontraba usted en esta habitación, señor Scott? – preguntó Osgood.

Henry asintió con un gesto de cabeza.

–Sí, y no me da miedo hablar de ello. El dolor contenido revienta el corazón, como suele decirse -sus ojos se fueron abriendo a medida que describía la escena de la muerte de Dickens-. El Jefe cayó al suelo de la sala cuando fue a sentarse a comer después de trabajar todo el día en El misterio de Edwin Drood. Se enviaron mensajeros a toda prisa al pueblo en busca del doctor Steele mientras yo ayudaba a bajar un sofá de la planta superior al comedor y echaba una mano a la tía Georgy para levantarle. Él balbucía.

–Señor Scott -interrumpió Osgood-. ¿Escuchó usted algo de lo que dijo el señor Dickens en ese momento?

–No. No se le entendía absolutamente nada. Bueno, salvo una palabra que pude oír.

–¿Cuál fue? – preguntó Osgood.

–Un nombre. Forster. El pobre Jefe llamaba a John Forster para que estuviera a su lado. Ése debió de ser el momento de mayor orgullo del señor Forster. Estoy seguro de que habría sido el mío de haber sido mi nombre el que pronunciaran sus labios.

Al ver que Dickens estaba cada vez peor, la tía Georgy le pidió a Henry que empezara a calentar ladrillos en el horno.

–Cuando regresé a esta habitación, los siniestros médicos habían cortado la chaqueta y la camisa del jefe. ¡Había que verlo! Para entonces la estancia se había llenado de gente; la señorita Dickens y la señora Collins habían venido corriendo dejando una cena a la que asistían en Londres. Las horas pasaban y él continuaba en un sueño inconsciente. ¡Cuánto deseaba yo que me encargaran que volviera a calentar ladrillos o cualquier otro recado por el estilo! Fui a ver los geranios rojos del invernadero y barrí las baldosas que les rodeaban. Eran los favoritos de Dickens y quería que todo estuviera bien limpio para cuando despertara el Jefe. Desde la ventana abierta se podía ver el invernadero y oler su dulce fragancia.

En medio de todo aquello, hizo su entrada una joven rubia y hermosa rigurosamente tapada, una mujer cuya existencia todos conocían, aun a pesar de que no debían. Pero el señor de la casa tampoco se movió ante la mirada sobrecogida de sus ojos azules. Aquella misma inmovilidad se prolongó toda la noche. Un médico de Londres todavía más sombrío se unió a los otros en el comedor. Pálido y agitado, el médico de Londres diagnosticó una hemorragia cerebral.

–El pobre Jefe nunca volvería a moverse de ese sofá.

Con un gesto apesadumbrado, Henry aseguró que no podía contar nada más.

–Gracias, señor Scott -dijo Osgood-. Sé que debe de ser muy doloroso recordarlo.

–Por el contrario. Es para mí un gran honor haber estado presente.

El tren que les llevaba a Londres no iba a la velocidad que hubieran deseado los dos viajeros. Unas horas después de su llegada a la capital, Datchery había recibido el mensaje del dueño del Falstaff y se reunía con ellos en el hotel de Piccadilly. Osgood no podía acudir a Scotland Yard sin traicionar la confianza de William Trood, pero el excéntrico Datchery, hipnotizado o no, podía investigar sin problemas. Osgood vertió toda la información sobre Edward Trood y sus contactos con los traficantes de opio amigos de su tío.

–¡Extraordinario! – espetó Datchery paseando su espigado y largo esqueleto de un lado a otro de la habitación. Parecía estar a punto de romper a reír-. Vaya, Ripley, ¡estoy convencido de que ha dado un giro a la investigación!

Osgood chasqueó los dedos.

–Si eso es cierto, ahora todo encaja, mi querido Datchery, ¿no es verdad? Cuando Dickens dijo que iba a ser algo «peculiar y novedoso» se refería a esto: estaba abriendo el caso de un auténtico asesinato sin resolver. Era diferente a cuanto había hecho antes, diferente a lo que había escrito Wilkie Collins o cualquier otro novelista. Piense en cómo empieza uno de los primeros capítulos de Drood.

Osgood había leído las entregas tantas veces que podía recitarlas de memoria, pero sacó la primera entrega de su maletín para mostrársela a Datchery.

Por motivos que la misma narración irá desvelando por sí misma a medida que avanza -leyó desde la primera frase del capítulo 3-, es necesario dar un nombre ficticio a la ciudad de la vieja catedral. Que figure en estas páginas como Cloisterham.

–¡Por supuesto! – exclamó Datchery.

–La razón por la que Rochester aparece bajo el nombre de Cloisterham -explicó Osgood- es que estaba a punto de desvelar un crimen real y señalar a un criminal de verdad.

Datchery asintió con vigorosos cabezazos.

–Y cuando se empezó a publicar en serie El misterio de Edwin Drood, todas las miradas estaban posadas en la novela y todos los ojos pertenecientes al mundillo de esos contrabandistas y traficantes de opio podían descubrir en ella la historia del pobre Edward Trood. Piénselo: Nathan Trood ha muerto, pero si tuvo ayuda en el asesinato de su sobrino, alguien temería ser descubierto.

–Sólo que William nunca alertó a la policía. El asesino de Edward habrá vivido tranquilo todos estos años -comentó Osgood.

–Efectivamente. ¡Pero si la novela de Dickens revelaba nuevas pistas, podría llevar a la policía a descubrir hechos del caso real y a los otros asesinos de Edward Trood! – Datchery se interrumpió a sí mismo levantando una mano para pedir silencio. Señaló a la puerta, donde se oía un ligero sonido de roce.

–¿Señorita Rebecca? – susurró Datchery.

–No, no creo que pueda ser ella… La señorita Sand ha salido a hacer los trámites para solicitar un crédito a nuestro banco de Londres para prolongar nuestra estancia -dijo Osgood en voz baja-. El dinero que trajimos se ha evaporado. Estará fuera por lo menos otra hora más.

Datchery le hizo un ademán a Osgood para que se retirara a un lado y le dijo con gestos que alguien les estaba espiando. Luego agarró un atizador de hierro de la chimenea. Atravesó con paso firme toda la longitud de la bien amueblada habitación y abrió la puerta despacio. Una mano poderosa salió disparada y atrapó a Datchery por la muñeca, retorciéndosela hasta que el atizador cayó al suelo.

–¡Dios santo! – gritó Datchery trastabillando hacia atrás. Alcanzado por un certero puñetazo en la mandíbula, se tambaleó y cayó.

–¡Auxilio! ¡Pida auxilio! – gimió Datchery mientras intentaba retirarse a rastras.

–No es necesario, señor Osgood -dijo el agresor.

Osgood se había aproximado al tirador de la campana de servicio, pero, al oír que se dirigía a él por su nombre, se detuvo y observó con asombro al recién llegado.

El joven que se acercaba a él se quitó la capa y el gorro para descubrir la figura de Tom Branagan. ¡Tom Branagan! ¡Un hombre al que Osgood no había visto desde hacía más de dos años (desde el fin de la gira americana de Dickens) ahora irrumpía en su habitación con una violencia injustificable!

Branagan, que ya no se parecía al chaval que era cuando estuvo en América, sino a un hombre de constitución vigorosa, arrancó los cordones de las cortinas y comenzó a atarle las manos a Datchery.

–¡Señor Branagan! – exclamó Osgood-. ¿Qué está pasando aquí?

–¿Qué quiere de mí? – gimoteó Datchery lastimero.

Branagan, con los ojos ensombrecidos por la furia, se plantó sobre Datchery y le mantuvo inmovilizado apretando con el tacón de la bota el centro de su cuello.

–En nombre de Charles Dickens, ha llegado el momento de las respuestas.