noviembre de 1867
Al amanecer del día de la venta, la multitud que se había acumulado en la puerta se extendía una milla y media por Tremont Street. Algunos se habían llevado sus propios sillones para dormir.
Los dos socios, Fields y Osgood, observaban desde una ventana en la que se habían hecho instalar barrotes precipitadamente, por miedo a que los compradores escalaran para conseguir entradas. Quedaron estupefactos al ver que no sólo se apiñaban hombro con hombro caballeros de la aristocracia con trabajadores irlandeses, sino que entre la multitud se podía distinguir a varios negros… ¡y que tres mujeres habían ocupado un lugar en la bulliciosa fila! Los hombres que esperaban en el frío polar consideraron este último hecho tan conmovedor que, después de una votación, invitaron a la primera de las mujeres a ocupar el lugar de cabecera en la cola. En honor del cariz predominantemente británico del evento, se sirvió té, aunque parte de él se mezcló con el contenido de unas pequeñas botellas negras.
En la cola se encontraban también los especuladores de entradas, que las compraban por un precio y las revendían con un recargo. Se esperaba a aquellos emprendedores buitres que abundaban en América, pero no tantos. Uno de los revendedores, entre los más agresivos a la hora de obtener y acumular entradas, iba vestido de George Washington, con la peluca, el sombrero y todo.
Mientras se producía la venta, entregaron un telegrama al calvo y cabezón George Dolby, que iba y venía entre la multitud.
–Viene del puerto de Halifax -dijo el señor Dolby después de leerlo en silencio-. Anuncia la llegada del Cuba. ¡Dickens se aproxima a Boston en este mismo instante! ¡El Jefe pisará suelo americano antes del anochecer! – las últimas palabras quedaron sofocadas por los gritos de júbilo.
Eso había pasado hacía horas. Ya era noche entrada en el puerto, hacía un frío cortante y no se veía ni rastro del Cuba. ¡Qué muchedumbre! Los periodistas recorrían los muelles en grupos, dispuestos a describir los primeros pasos del escritor en suelo americano para las ediciones de la mañana. El oficial de aduanas prestó el vapor Hamblin a Fields para que saliera a la bahía. A Osgood y a él se les sumó a bordo Dolby, que había llegado de Londres previamente con varios ayudantes. Los ingleses se ceñían los abrigos para protegerse del gélido aire.
–¡Cuba a la vista! – gritó el vigía.
Navegaron de frente hasta que se pusieron a la altura del navío de mayor tamaño. Mientras se acercaban advirtieron que había encallado en un banco de arena. El grupo solicitó que se bajara la pasarela de desembarco entre las dos naves. En el cielo oscuro estallaban brillantes cohetes en un espectacular despliegue de bienvenida para el novelista.
El vigía, entrecerrando los ojos, le dijo a Dolby en un murmullo:
–Ése no parece un autor para nada. ¡Ése se parece más a un viejo caballero pirata!
A una buena distancia por encima de ellos, Charles Dickens en persona se mostraba en la cubierta del buque con un llamativo chaleco y la leontina del reloj de oro iluminados por el resplandor de la deslumbrante demostración que se veía en el cielo. Ágil y de porte orgulloso, aparentando una mayor altura que su metro setenta y seis, miraba hacia abajo con los brazos extendidos.
Los americanos del navío más pequeño no pudieron reprimir su sorpresa al ver que Dickens llevaba la cabeza descubierta. Después de intercambiar instrucciones a gritos con la tripulación del Cuba, ayudaron a Dickens a cruzar la pasarela hasta su barco, donde saludó estrechando las manos de dos en dos.
El autor pareció complacido y molesto al mismo tiempo cuando le hablaron de la multitud que le esperaba en el puerto.
–Ya veo -dijo Dickens rascándose la imperial barba entrecana-. ¿O sea, que voy a tener que enfrentarme al público inmediatamente?
–El accidente de su barco en el banco de arena, mi estimado Dickens, puede actuar a su favor -dijo Fields-. Hemos arrendado dos carruajes que nos esperan en el Long Wharf para que nos lleven directamente al hotel. Mientras todos los ojos continúen fijos en el Cuba, usted podrá pasar inadvertido y llegar en paz a su hotel, con tiempo suficiente para tomar una cena ligera.
Pero, como suele pasar cuando hay demasiada gente interesada en un secreto, el público descubrió el truco. En el hotel Parker House, el grupo recién llegado tuvo que abrirse paso entre el gentío que se agolpaba y no le dejaba pasar.
–¡Quítense los sombreros! – gritaban los que se encontraban atrás.
El ambiente no se empezó a relajar hasta que el grupo consiguió entrar en el hotel y se sentaron a cenar. Entonces Dickens cayó en la cuenta. No dijo nada, pero su plato de ganso arañó la mesa al alejarlo de sí. El camarero había dejado la puerta del comedor privado ligeramente entreabierta para permitir que el público pudiera echar un vistazo al famoso escritor.
–¡Branagan! – susurró Dolby apurado al joven mayordomo que había traído de Londres, que se levantó, cruzó la estancia y cerró la puerta de golpe. Luego le lanzó una mirada de reproche al camarero y le dijo algo en voz baja. Éste asintió nerviosamente como pidiendo perdón, o tal vez con miedo, porque el tal Branagan era grande y fuerte.
Aquella misma noche, más tarde, Dickens se desmoronó en el salón de la habitación 338, mientras se estaba llenando la bañera.
–Esta gente no ha cambiado lo más mínimo en los últimos veinticinco años -dijo cayendo rápidamente en una actitud sombría-. Siguen haciendo lo mismo que hace todos esos años, ¡convertirme en un objeto novedoso que se mira con curiosidad! Dolby, tenía que haber mantenido mi palabra.
–¿Cuándo no lo ha hecho, jefe? – preguntó su representante indignándose por él.
–Me juré a mí mismo que no volvería a América. Cuando uno viene aquí sólo le pueden pasar cosas malas.
La última vez que Dickens había viajado allí, en 1842, se había convertido en el centro de un debate público al pedir a los editores estadounidenses que adoptaran la ley internacional de derechos de autor para detener la libre reproducción de libros británicos. Calificaron a Dickens de avaricioso y mercenario y le acusaron de venir a su país sólo para incrementar sus riquezas.
El representante intentaba aplacar al jefe contándole con todo lujo de detalles la venta de las entradas y las grandes expectativas que tenían.
–¡Una cola de dos millas desde la ta-taquilla! – Dolby había superado mucho tiempo antes un molesto tartamudeo, pero no dejaba de ser una piedra en el camino de su conversación con la que tenía que tener cuidado de no tropezar. Para dominarlo había desarrollado un extraño hábito: pronunciaba las palabras más prosaicas con la elaboración de un pronunciamiento regio. Efectivo, telegráfico, taquilla sonaban shakesperianas al salir de las prominentes mandíbulas de Dolby-. Fíjese en esto -dijo. Levantó unos cuantos fardos grandes como cojines de sofá.
Dickens sacó la lengua.
–Debe de ser la colada de la familia -dijo.
–Nuestros recibos, ¡sólo de la primera tanda! El señor Kelly y yo empezaremos a enviar el dinero a Coutts, en Londres, mañana por la mañana -Dickens sopesó una bolsa en cada mano mientras Dolby hablaba-. Recuerde, jefe, siete dólares la libra.
Dickens dijo:
–Sabía que podía confiar en que te ocuparías de que la venta de entradas fuera un éxito total, mi buen amigo. Nunca lo he dudado.
–Podrá disfrutar de toda la paz que quiera. ¿Ve esa puerta de allá? Es una escalera privada que da a la parte de atrás del hotel, de manera que no necesita mezclarse con la gente si no lo desea.
–Muy bien, muy bien. Y el baño frío y caliente -comentó Dickens divagando otra vez, impresionado por la bien acondicionada habitación y las flores que había puesto Annie Fields y que ahora tenía debajo de la nariz-. Dolby, ahora ocúpese de convertir esos billetes en oro. Nunca se fíe de la moneda americana.
–¡Nunca lo hago, jefe!
Tras el baño, Dickens se sentó a la mesa. Sacó su estuche de escritura, que contenía una variedad de lápices y plumas. Tenía un pequeño diario de cuero rojo que abrió en una página del final para analizarla. Empuñando uno de los útiles de escritura, buscó el tintero que el hotel le proporcionaba. Humedeció la punta de la pluma hasta que se empapó de negro y se dispuso a redactar un breve mensaje.
–Dolby -dijo Dickens doblando el papel cuando hubo concluido-, haga llegar esto a la oficina de telégrafos, ¿quiere? Es importante.
Dolby abrió la puerta y chasqueó los dedos para llamar a Tom Branagan.
–Del señor Dickens. «Sanos y salvos, aguarda carta llena de esperanza.» ¿Eso es todo? – preguntó el telegrafista estrechando los ojos como para distinguir la apretada caligrafía. Parecía algo decepcionado de no haber recibido un mensaje algo más excitante de transmitir del escritor más famoso del mundo-. Supongo que usted ha venido desde la lejana y querida Inglaterra para subir y bajar pedazos de papel emborronados de tinta.
–Gracias por su colaboración. Buenas noches -respondió Branagan en tono neutro.
Mientras cruzaba el bullicioso bar y subía las escaleras hasta el tercer piso, iba pensando en la discreta conversación que había escuchado entre Dickens y Do1by sobre Nelly Ternan, la joven actriz que residía en Inglaterra, acerca de si debía unírseles en América. Branagan presumía que aquella nota aparentemente insustancial era una fórmula secreta para dar instrucciones a la señorita Ternan, aunque no sabía si significaba que debía ir o no. Pero Branagan también podía adivinarlo.
Las multitudes que esperaban a Dickens desde su llegada sugerían que no sería muy discreto que una actriz de veintiséis años se reuniera con el escritor, un hombre casado padre de ocho hijos adultos cuya madre se había marchado del hogar familiar hacía diez años. Branagan no creía que a Dickens le apeteciera ese exceso de interés en su persona. No, en América nada parecía mantenerse en secreto y aquella decepción había sido lo que se traslucía en el rostro de Dickens durante la cena. A través de la estrecha abertura de aquella puerta Charles Dickens había visto toda la nación como si fuera un inmenso globo ocular clavado en él.
Tom Branagan era uno de los cuatro asistentes del equipo que Dickens se había traído para la gira. Éstos compartían dos habitaciones en el mismo piso que Dickens, cuyas espaciosas dependencias acogían también a George Dolby. Tom compartía la suya con Henry Scott, el ayuda de cámara y sastre del novelista. Henry era la única persona, con la sola excepción de Dolby, a la que se permitía el acceso al camerino de Dickens antes y después de las conferencias. Henry, un hombre melancólico, vestía al escritor y le arreglaba el cabello hasta que éste se ajustara a la perfecta imagen de hombre más joven que se veía en tantos escaparates de tantas librerías: el genio brillante y despreocupado cuyos ojos parecían atravesar el mundo que le circundaba como en las novelas que le habían hecho famoso.
A Henry le gustaba creer que pertenecía a una clase diferente a la de otros asistentes y, cuando no estaba en compañía de Dickens, se mostraba muy reservado. Henry siempre se dirigía al mayordomo irlandés como «Tom Branagan», no utilizando simplemente su nombre o su apellido. Estaba además Richard Kelly, un agente de ventas muy bravucón pero con una constitución delicada, que todavía se estaba recuperando del agitado episodio a bordo del Cuba. George, el especialista en lámparas de gas, ajustaba la iluminación de todos los teatros a las exigencias precisas de Dickens. Las conversaciones con George eran imposibles porque en cuanto veía cualquier disposición de luz, como la del lustroso vestíbulo de mármol del Parker, se paraba y empezaba a murmurar para sí una lista interminable de posibles mejoras.
Tom, con veinte años, era el más joven del grupo. Su padre, que había emigrado de Irlanda a Inglaterra, había trabajado como cochero para Dolby durante diez años en la ciudad de Ross. Hasta que murió de la coz que le propinó un caballo en el pecho y Dolby, en un ataque de humanidad, resolvió contratar a Tom, que necesitaba ayudar a la manutención de su anciana madre y dos hermanas solteras.
El joven estaba bien proporcionado y era sobrio y sensato, las condiciones idóneas para un mayordomo. Tom no tenía un cometido tan específico como ocuparse de la ropa, la luz o los beneficios de Dickens. Un silbido, un chasquido de dedos, un taconazo, todo valía como señal para indicar a Tom que se le requería para hacer algo.
No todo el mundo estaba de acuerdo con la decisión de llevar a Tom a América.
Porque cada uno de los fiables consejeros a los que se había consultado cuando se planificaba el viaje de Dickens había aportado su opinión sobre lo que podía ir mal en América. El mismo Charles Dickens estaba muy preocupado por la Hermandad Feniana, los radicales irlandeses que se extendían por todos los Estados Unidos, en particular en Boston y Nueva York, dedicados a la labor de buscar la ruina a Inglaterra. Aprovecharían cualquier oportunidad para agraviar a un reputado inglés como él en suelo americano. Por su parte, a George Dolby le preocupaba que los revendedores americanos les arruinaran la venta de entradas al comprarlas en gran cantidad. John Forster, que se consideraba a sí mismo uno de los mejores amigos y el consejero más desinteresado de Dickens… Bueno, al señor Forster le preocupaba todo. Le preocupaba que la presencia de Dickens provocara disturbios antiingleses, como los que había habido contra el actor shakesperiano William Macready en Nueva York. Forster también pensaba, en general, que era inoportuno que un hombre de la talla de Dickens, y a los ojos de John Forster no había nadie de mayor estatura, llegara a tal extremo sin otro propósito que el de obtener un beneficio.
Dickens no se paró en barras a la hora de rebatir este particular.
–En mi vida los gastos son de tal calibre -dijo- que me siento arrastrado hacia América como una roca de magnetita, como Darnay en Historia de dos ciudades se siente arrastrado hacia París. América es el terreno ideal para hacer campaña.
Forster frunció el ceño y fruncido lo dejó. ¿Qué beneficios podían obtenerse en América, la tierra de los pobres y los ladrones? Incluso aunque hubiera dinero por ganar, los irlandeses encontrarían un medio de robar todo el dinero de los bancos americanos. Y si los bancos lograban defender el dinero, ellos mismos se arruinarían, ¡como todos los bancos de aquella tierra!
–Dickens no debería ir a América -dijo Forster medio gritando-. Me opongo tajantemente a esa idea como una inaceptable ofensa a la dignidad y no quiero oír hablar más de ello. ¡In-to-le-ra-ble!
Cuando le hablaron a Forster sobre los asistentes que iban a viajar con el novelista, se quedó aún mas sorprendido de que entre ellos hubiera un irlandés. ¿Y si aquel aparentemente inofensivo Paddy era uno de los fenianos con un plan de ataque secreto? Ni Dickens ni Dolby podían asegurar con certeza que Forster se equivocara respecto a Tom Branagan, pero lograron convencerle de que era más un sencillo mayordomo que un revolucionario.
Tom, por su parte, encontró interesante observar que los miembros del público que más querían a Dickens eran los que despertaban mayor preocupación. Tom había ayudado a mantener a los mirones a raya cuando llegaron al Parker House y no le sorprendió su presencia, sino su insistencia. Una mujer joven arrancó un trozo de fleco del grueso chal azul marino y gris que llevaba Dickens; un hombre, emocionado de tocar al novelista, aprovechó la oportunidad para quitarle un mechón de piel de su abrigo. Una señora daba saltos sin parar agitando unas páginas de un manuscrito suyo que le rogaba a Dickens que leyera. Tom les miraba a la cara. ¿Creía cada uno de ellos que Dickens se iba a girar y marcharse con ellos a su casa agarrado de su brazo?
Una cosa sí sabía Tom. Nunca en toda su vida había conocido a un hombre al que las mujeres cedieran el asiento en un transporte público o una sala de espera hasta que conoció a Dickens.
La segunda mañana tras la llegada de Dickens al Parker House se produjo una conmoción en la planta donde estaban las habitaciones del escritor y su personal. Al principio, Tom sólo notó que Henry Scott, su compañero de habitación, tenía la cabeza apoyada en la pared y estaba llorando.
–¿Va todo bien, señor Scott? – le preguntó Tom preocupado.
Henry miró a Tom agradecido de tener un testigo. Abandonando su habitual distanciamiento, se desmoronó en uno de los sillones de terciopelo.
–¿Maleteros? ¡Destrozaequipajes!
Los baúles con la ropa de Dickens que venían del Cuba habían llegado al hotel maltrechos y abollados. Tom se sentó en la alfombra y ayudó a Henry a reorganizar la ropa.
–Gracias, Tom Branagan -dijo Henry apurado-. Es más doloroso de lo que un hombre puede soportar que traten el trabajo de uno de esta manera. ¡País de bestias!
Una vez que los dos hombres recuperaron un poco el orden del vestuario, un nuevo escándalo se oyó al otro lado del corredor. George Dolby gritaba y alborotaba. Estaba de pie en medio del pasillo con Dickens y los demás pasándose un ejemplar del Harper's Weekly. Tom les preguntó si se encontraban bien.
–Véalo usted mismo, Branagan -dijo Dolby pronunciando su nombre con un seco chasquido de lengua que transmitía cierto tono de censura-. ¿Bien? Naturalmente que no.
En la revista se podía ver un dibujo que mostraba en grotesca caricatura las figuras de Dickens y Dolby bloqueando las puertas de una estancia en la que se leía «Parker House» contra hordas de americanos en el otro lado. Un acobardado señor Dickens gritaba: «¡En mi casa no!».
–No creo que el artista estuviera aquí en persona -dijo Tom tras un momento de reflexión-. El dibujo muestra al señor Dickens escondiéndose de los mirones en su habitación, que no era el caso.
–¡Por supuesto que no se estaba escondiendo! – dijo Dolby furioso.
Dickens se acarició la mecha gris metálico de su barba y, empujando hacia afuera la mejilla con la lengua, como hacía en las situaciones incómodas, levantó la mirada del dibujo con aire cansado.
–¿No nos escondíamos? ¿No he venido aquí a hacer precisamente eso, esconderme y salir luego arrastrándome de mi guarida el tiempo justo para recaudar mis beneficios?
El novelista suspiró y entró en la habitación cojeando con su débil pierna derecha, en la que la travesía por mar había reavivado una antigua lesión.
Aquella noche Tom se despertó de madrugada. Sus ojos bailaron en la oscuridad de la habitación buscando el reloj de sobremesa.
–¿Ha oído eso, Scott? – susurró en dirección a Henry.
Henry Scott se rebulló en la cama.
–Un ruido -explicó Tom-. ¿No ha oído un ruido?
Henry tenía la cara hundida en la almohada.
–Duérmase, Tom Branagan.
A Tom le estaba costando dormir en el Parker House; había algo en su opulencia que le desorientaba. Tom no estaba seguro de que hubiera oído un ruido realmente, o al menos un ruido diferente a los habituales en las bulliciosas calles de Boston que les rodeaban, pero necesitaba justificar su inquieto insomnio. El nervioso tictac del reloj le hizo salir de la cama.
Salió al pasillo llevando una vela y sólo con un chaquetón sobre sus calzoncillos largos de franela blanca. Al pasar por delante de la habitación de Dickens vio que tenía la puerta abierta.
Parecía que la hubieran abierto de una patada. El pestillo interior estaba roto.
–Señor Dickens -llamo Tom.
Tom entró en la habitación. Por un instante, un pensamiento extraño cruzó su mente: sería muy inconveniente que alguien viera dormir a Charles Dickens. Pero la cama estaba revuelta y vacía, y no se veía ni rastro del novelista.
Recorrió el dormitorio del escritor buscando alguna señal de lucha y llamó con el puño a la puerta que daba a la habitación de Dolby. Cuando entró, Dolby se estaba poniendo la bata de noche.
–¿Qué pasa, Branagan? ¡Vas a despertar al jefe!
–Señor Dolby -dijo Tom señalando-, Dickens ha desaparecido.
–¿Qué? Dios santo -Dolby empezó a tartamudear, apenas capaz de llamar a la «¡po-policía!».
Y en ese momento Dickens en persona entró en la habitación.
–¿Qué está pasando aquí? – preguntó alarmado. Llegaba por la escalera secreta que conectaba a través de la puerta privada con su habitación.
–¡Jefe! – gritó Dolby yendo hacia el novelista a toda velocidad para abrazarle-. ¡Gracias a Dios! ¿Va todo bien?
–Por supuesto, mi querido Dolby.
Dickens les explicó que el recuerdo de la espantosa caricatura del Harper's, unido al punzante dolor de su pie, habían interrumpido su sueño y había decidido salir a dar una vuelta.
Dolby, anudándose el cinturón de su bata con aire de dignidad, se dirigió a su asistente.
–¿Lo ve, Branagan? Aquí no pasa nada. ¡El Jefe salió por la parte de atrás!
–Pero era la puerta de delante la que estaba abierta, y el pestillo roto -dijo Tom.
Dickens adoptó de repente una expresión de preocupación al comprobar en la puerta lo que le estaban contando.
–Dolby, llame a un empleado del hotel. ¡No, no llame! No quiero que toda la plantilla oiga el timbre. Vaya a buscar a alguien con discreción -Dickens se dirigió rápidamente a su escritorio e intentó abrir el cajón del centro. Pareció aliviado al descubrir que estaba cerrado con llave-. ¿Usted cree que ha entrado alguien aquí, señor Branagan? – preguntó Dickens.
–Señor, me parece muy probable -después de examinar la habitación durante unos instantes, Tom encontró un papel encima de la cama. Dolby regresó a la habitación.
–He mandado abajo a Kelly. ¿Falta algo, jefe?
Dickens había revisado sus pertenencias.
–Nada relevante. Excepto…
–¿Qué ocurre? – preguntó Dolby.
–Bueno, es una cosa muy rara, se van a reír. Pero he notado que ha desaparecido una de las almohadas, Dolby.
–¿Una almohada, jefe? – preguntó el aludido-. Branagan, ¿ha encontrado algo?
–Una carta, señor. La letra es difícil de leer.
Soy su más entusiasta incondicional en todo este país donde reina la vulgaridad. Anticipo con exquisito fervor el momento de tener su próximo libro en mis manos. Su próximo libro será el mejor de todos, lo sé sin lugar a dudas, porque es usted…
Tanto Dolby como Dickens estallaron en una carcajada de alivio, interrumpiendo la lectura de Tom.
–Señor Dickens, señor Dolby, no me parece que esto sea en absoluto cosa de risa. Es verdaderamente preocupante -rogó Tom.
–Señor Branagan, ¡por lo menos no era un soldado de la Hermandad Feniana! – exclamó Dickens.
–No es más que un inofensivo admirador que adora al jefe -dijo Dolby-. Nunca nos libraremos de ellos. Vamos a dejarlo así -añadió.
Tom insistió.
–Alguien ha entrado en la habitación por la fuerza y ha robado algo. ¿Y si el señor Dickens se hubiera encontrado en ella en ese momento? ¿Y si ese «inofensivo admirador» vuelve cuando el señor Dickens esté solo?
–¿Robado? ¿Ha dicho usted «robado»? Una nadería, una simple almohada -dijo Dolby ahora casi divertido con el incidente-. ¿Es que no ha visto el bar del hotel? Caramba, puede uno emborracharse con todo tipo de licor. Es el sitio perfecto para que cualquiera reúna el valor necesario para ese tipo de bromas.
Henry Scott le consiguió otra almohada al jefe y estiró la ropa de su cama. Tom le contó a Richard Kelly la versión abreviada de lo sucedido, pero también el agente de ventas encontró en el relato de los hechos un singular motivo de hilaridad.
–¡Y todo por una almohada dura como una piedra! – se regodeó Richard-. ¡La república de América!
–Señor Dolby, me gustaría quedarme haciendo guardia en la puerta del señor Dickens -dijo Tom volviéndose hacia su patrono.
–¡Ni hablar de eso! Yo le diré lo que tiene que hacer, Branagan -respondió Dolby con un grandilocuente gesto de la mano. Deslizó ésta hasta el extremo del bigote como si empuñara el tirador de una campanilla, pero fue interrumpido antes de que pudiera acabar.
Era Dickens.
–Si el señor Branagan desea enfrentarse a la humanidad en la puerta de mi habitación, yo le doy mis bendiciones.
–Gracias, señor -dijo Tom con una pequeña reverencia a Dickens.
Mientras ocupaba su lugar de vigilancia delante de la puerta, Tom dobló la nota y se la guardó en el bolsillo.
En un momento dado, Tom creyó que había localizado a su hombre. Pilló a un sujeto delgado con rasgos marcados merodeando alrededor de la habitación de Dickens. Resultó ser un revendedor de Nueva York que había tomado unas habitaciones junto a las del escritor con la esperanza de escuchar la hora y el lugar de la siguiente venta de entradas.
Cuando Dolby estaba de viaje por cuestiones de negocios y el señor Fields y el señor Osgood ocupados, Tom le acompañaba en sus largos paseos.
Si se paraba ante un escaparate, Dickens sólo contaba con unos segundos antes de que se agolpara una muchedumbre. Le complacía que las librerías de Boston celebraran su visita llenando las vitrinas con sus retratos fotográficos y pilas altísimas de sus libros que en ocasiones arrinconaban a El ángel guardián, la nueva novela del doctor Oliver Wendell Holmes, y a la recién publicada sensación literaria, el Dante de Longfellow. El novelista también frenaba el paso para ver cómo las tiendas de tabaco más emprendedoras ponían en primera fila el rapé Pickwick, los puros Little Nell y un juego de Navidad de Dickens (para chicos y mayores).
–¡Qué ingenuidad la del Centro del Universo! Eso es un americanismo, fíjese. En este país le llaman centro al eje de la rueda. ¡Puros Little Nell! Recuerde que hay que contárselo a Forster para mi biografía.
Dickens le dejó a Tom su bastón de paseo mientras entraba a echar un vistazo más detallado. En la espera, Tom casi se corta en la mano con un gran tornillo que sobresalía por un lado de la empuñadura.
Cuando Dickens salió fumando felizmente un puro Little Nell, Tom le preguntó si quería que le quitara el tornillo para evitar que se hiciera daño con él sin querer.
–¡Ni se le ocurra, Branagan! Es un tornillo puesto a propósito con el fin de hacerlo más útil. Verá, de vez en cuando acabo paseando por los pantanos -le contó mientras cruzaban la calle-. Los convictos trabajan en los alrededores. En caso de que uno escape, puedo utilizar el puño de este bastón como arma. Venga -dijo adoptando su voz un repentino tono agudo al tiempo que agarraba a Tom del brazo-. Huyamos del señor Pumblechook, que cruza la calle con intención de saludarnos -y luego, con una voz diferente-: No, por ese callejón. Viene el señor Micawber, apartémonos de su camino.
Tom ya estaba acostumbrado a esto. Dickens interpretaba con frecuencia los papeles de Pip, Ralph Nickleby o Dick Swiveller mientras paseaba para ensayar sus lecturas en público. A veces daba su paseo de después del desayuno por Beacon Street, conocida también como la Tierra Nueva, que, en su última visita a Boston, no era más que una desoladora ciénaga. Tras las nevadas alternadas con lluvia, ahora un espeso barro cubría las aceras. En aquel paseo en particular, cuando Dickens y Tom doblaron una esquina, una mujer vestida con traje formal que caminaba unos pasos detrás de ellos se detuvo, dedicando un cuidado extremo al lugar donde ponía el pie. Se inclinó mientras sacaba meticulosamente una hoja de papel de un bolso de tapicería. La presionó contra la grava donde ambos hombres habían pisado unos instantes antes. Después de dejar que se empapara de barro, la recogió. Con una cuchilla recortó el papel sobrante alrededor de la huella que había dejado la bota del novelista. Una huella de Dickens. Una huella de Dickens perfecta.
Mientras tanto, los dos hombres corrían en busca de un cobijo para protegerse de la lluvia sin percatarse del éxtasis que experimentaba aquella mujer al estrechar la inestimable huella.
El equipo de Dickens pasó el día de la primera lectura pública acondicionando el Tremont Temple. Dickens tanteaba el mejor sitio del escenario desde el que leer. Henry Scott se desplazaba a su alrededor de puntillas como una bailarina de ballet disponiendo en la mesa del escritor su agua y sus libros. George Allison orientaba escrupulosamente las lámparas de gas para que arrojaran la cantidad justa de luz en los lugares exactos de la cara de Dickens.
Dolby había elegido aquella sala antes que otros espacios más modernos como el Boston Theater porque la inclinación gradual de la platea hacía que todos los asientos tuvieran buena visibilidad. A Dickens le había gustado la idea.
–¡Exactamente la misma calidad para todos mis oyentes! – dijo.
Le molestaba pensar que los más acaudalados pudieran pagarse un sitio con mejor visibilidad y se negaba a consentir que se subiera el precio de las entradas por encima del democrático único dólar, incluso teniendo en cuenta que, de hacerlo así, habría acabado con las especulaciones. Mientras tanto, encargaron a Tom que inspeccionara las entradas a la sala.
–¿Está todo en orden? – inquirió Dolby.
–¿Dice usted que entrarán aquí cientos de personas, señor Dolby?
–¡La mayor aglomeración de público que se haya reunido nunca en Boston desde que tiraron fardos de té de nuestros barcos al agua! – Dolby se puso nervioso al ver que Tom no sonreía.
–Ésta va a ser la primera aparición en público del señor Dickens aquí. Para serle sincero, señor Dolby, me preocupa que la persona que entró en el hotel le busque también aquí.
–¿De qué estás hablando? – dijo Dolby sacudiendo la cabeza enérgicamente-. ¿Ese fulano? ¿Te refieres a «el gran ladrón americano de almohadas»?
A Tom le dejó pasmado que el representante pudiera haber alejado el incidente de su cabeza de tal manera.
–Es posible, señor, y me temo que, sin saber cuáles eran sus intenciones aquella noche y sin conocer su aspecto…
–¡Basta! ¡Ya has sido bastante sincero! – exclamó Dolby. Se mordió el labio mientras examinaba a su subalterno-. Joven Branagan, para mí es una cuestión de honor conseguir que la gira tenga éxito y que al mismo tiempo sea agradable para el jefe: se trata de no ponerle nervioso y no arriesgarnos a socavar su genio.
Dickens, que estaba de pie ante su escritorio de caoba sobre el escenario para probar el sonido, miró hacia el punto del arrebato de Dolby.
–¡Jefe, desde aquí se le escucha de primera! – dijo-. Me voy al siguiente anfiteatro a ver qué tal se oye -luego, volviéndose de nuevo hacia Tom, dijo en voz baja-: ¿Sabes que cuando murió mi predecesor fue el mismo jefe quien escribió las palabras que grabaron en su lápida?
–No -respondió Tom. ¿Pensaría Dolby que iba a necesitar una lápida en el futuro inmediato?
Por un instante, Tom pensó acercarse directamente al estrado y contarle él mismo al jefe lo que le preocupaba. Tal vez Dolby lo presintiera, porque le dio de inmediato nuevas órdenes.
–Recuerda, Branagan, hay que sentar a la invitada especial antes que a todos los demás. Si hay una cosa que vayas a aprender del jefe durante nuestra estancia en América es la consideración por los demás -le dijo. La invitada especial a la que se refería Dolby había escrito una carta a Dickens unos días antes en la que le explicaba que era paralítica y le preguntaba si sería posible que le abrieran las puertas del Tremont Temple un poco antes. Dickens hizo que se le enviaran unas entradas de regalo y dio órdenes a Dolby para que se le garantizara un acceso cómodo.
Cuando llegó la mujer paralítica, casi llorando de emoción, Tom la llevó en brazos al interior de la sala. Al hacerlo pudo ver los cientos de personas que esperaban fuera del edificio a que se abrieran las puertas. De hecho, el follón de carruajes que se había formado en las calles que rodeaban el teatro casi había paralizado toda la actividad de Boston. Los que no tenían entradas deambulaban por el exterior del edificio mirando con resentimiento a los espectadores que se abrían camino al interior con dificultad, donde por fin Tom y la policía les conducían a sus asientos. En un momento dado se escuchó un ruido inesperado, como una explosión, desde una de las galerías.
Tom corrió hacia el lugar. El ruido lo había causado un hombre al sentarse encima del sombrero de copa de su vecino de asiento, que lo había dejado donde no debía, reventándolo y asustando a todos los asistentes. A continuación se suscitó una discusión entre los dos aristócratas sobre quién había tenido la culpa, luego sobre el precio del sombrero, para desplazarse después sobre cómo el destocado caballero iba a parar, al salir a la calle, a un cochero de punto con la cabeza descubierta como un vagabundo.
Por fin subió Dickens al estrado a las ocho y quince minutos, con un traje oscuro elegido por Henry realzado por una flor blanca y roja en la solapa. Un fragor de aplausos, gritos de bienvenida, un mar ondulante de pañuelos, y Dickens saludó a la izquierda, a la derecha y al frente. El único sonido que pudo apaciguar al público fueron las primeras palabras del novelista:
–Señoras y caballeros, voy a tener el honor y el placer de leer para ustedes una selección de mi obra…
Y así dio comienzo la gira. Dickens elegía largos fragmentos de dos novelas diferentes para cada lectura y ponía en escena una interpretación condensada y dramática de cada una de ellas. Los personajes cobraban vida al darles a todos ellos su propia voz, actitud y alma: era autor, personaje y actor. El autor nunca hacía un punto y aparte, anticipando la siguiente frase en la medida de lo posible. Tampoco reducía la velocidad ni hacía pausas para dar énfasis en momentos de sutil ingenio o significado, confiando plenamente en su público. Tom permaneció de guardia en las puertas todo el tiempo. Las órdenes de Dolby resonaban en su cabeza, aunque no podía dejar de preguntarse cómo sería el intruso del hotel y si se encontraría perdido entre la masa de rostros.
En una de las lecturas, mientras Dickens interpretaba al Magwitch de Grandes esperanzas corriendo por el pantano, Tom estaba observando a la arrebatada concurrencia del Tremont Temple cuando escuchó un ruido. Como un rápido susurro ininteligible… No, como un gato arañando la madera. Intentó identificar la fuente, pero no venía de un solo sitio. Se escuchaba por todas partes. Entre el público había unas cuantas personas que tomaban notas con lápices a toda velocidad… Más rápido de lo que había visto nunca escribir a nadie.
A la mañana siguiente, después de que Tom pusiera en conocimiento de Dolby lo que había visto, el representante le escoltó hasta la oficina de la editorial, en el otro extremo de la calle, y preguntó allí si podían ver al señor Fields.
–¿Tomando notas, dice? – preguntó Fields con las manos en las caderas-. ¿Periodistas, tal vez?
Tom dijo que no creía que lo fueran; a los miembros de la prensa se les habían asignado asientos en las primeras filas siguiendo instrucciones de Dolby, mientras que aquellos hombres y mujeres estaban dispersos por las diferentes plantas y en la zona sin asientos.
Osgood entró en la Sala de los Autores mientras Tom explicaba lo que había visto. Al oír la descripción del joven sacudió la cabeza.
–¿Cómo no lo hemos previsto? ¡Los bucaneros!
–Le ruego que explique lo que quiere decir, señor Osgood -dijo Dolby, que compartía el sofá con Tom.
–Como usted sabe, de cara a estas lecturas el jefe ha condensado sus novelas, y de forma bastante ingeniosa, para que cada una de ellas dure una hora. Verá, señor Dolby, sin duda otras editoriales esperan piratear «nuevas. ediciones», ediciones ilegales, con el fin de minar nuestras ventas autorizadas de sus libros. Me atrevería a asegurar que Harper es uno de los culpables.
–Pero, señor Osgood, ¿a qué se refiere con «los bucaneros»? – preguntó Tom.
Osgood pensó cómo se lo podía explicar al mozo.
–Son una especie de rateros literarios, señor Branagan. Los editores piratas los contratan para tareas como merodear por los muelles en busca de originales que llegan de Inglaterra y conseguirlos por medio de sobornos o incluso del robo. A pesar de que tienen el aspecto de rufianes normales y corrientes, son por definición de comportamiento frío y muy inteligentes. Se dice que con un solo vistazo fugaz a un papel son capaces de identificar a un autor y de calcular el valor de un manuscrito inédito.
–Supongo que no es una hazaña tan extraordinaria -intervino Dolby.
–De un solo vistazo, señor Dolby -continuó Osgood-, a través de un catalejo a una distancia de cincuenta pies. Se dice que cada uno de ellos conoce tres o cuatro idiomas de los países con los autores más populares de nuestros días.
–¿Qué les empuja a trabajar en una dirección tan dañina, si poseen semejantes talentos? – preguntó Dolby.
–Sus esfuerzos son bien recompensados. Aparte de eso, cualquier suposición sobre sus motivos es pura especulación. Se sabe que uno de ellos, una mujer llamada Kitten, trabajó como espía durante la guerra de Secesión y sabía transmitir párrafos enteros de valiosa información a sus colaboradores mediante linternas y banderas. Se dice que otro miembro de su nefanda cofradía aprendió a leer los labios con un sordomudo. Varios de ellos son también expertos en taquigrafía con el fin de registrar las conversaciones que escuchan entre editores y que pagarían de buen grado sus rivales. Y se comenta en voz baja que algunos de los bucaneros son los responsables de los artículos más maliciosos en el terreno de la crítica literaria. Apostaría a que nuestros competidores enviaron a varios bucaneros al teatro con el fin de anotar todo lo que improvisaba el jefe. El Alcalde Harper no se detendría ante nada con tal de superarnos, y su hermano Fletcher, al que llaman el Mayor, le aconseja que ponga en práctica planes todavía más intrigantes.
–Me fijé en que el jefe creaba frases nuevas, frases brillantes, debería decir, durante la lectura del juicio de Pickwick -añadió Dolby asintiendo con la cabeza-. Es como si escribiera un libro nuevo ante nuestros ojos, ¡libro que esos piratas pueden robar ahora en directo y del que pueden beneficiarse! ¿Qué podemos hacer, señor Osgood?
–Para empezar, su socio -dijo Osgood señalando a Tom Branagan- podría echar a todos y cada uno de esos piratas armados con lápices a la calle.
–Sí. Pero es poco probable que consigamos detenerlos a todos, ni siquiera con un joven tan fuerte como él a nuestro lado -señaló Fields-. ¡Y ya han atrapado parte del «nuevo» texto en sus cuadernos!
–Tengo una idea -esta frase resonó tímidamente desde el fondo de la habitación. La había pronunciado un mozo larguirucho que llevaba un rato reparando una grieta de la pared causada por un marco caído.
Fields frunció el ceño ante la interrupción, pero Osgood le hizo al muchacho un gesto con la mano para que se acercara.
–Caballeros, mi nuevo aprendiz, Daniel Sand.
–Si me permiten -dijo Daniel-. Ustedes, señores, tienen algo que los piratas no tienen: me refiero al mismo señor Dickens. Con sus versiones condensadas personalmente, pueden publicar ediciones especiales de inmediato.
–Pero lo que queremos es vender las ediciones del libro que ya hemos imprimido, muchacho -objetó Fields-. Ahí es donde está el dinero.
Osgood sonrió abiertamente.
–Señor Fields, creo que Daniel ha tenido una buena idea. Podemos vender las dos. Las nuevas ediciones especiales, con tapas blandas, serían únicas. Recuerdos para los asistentes a las lecturas y regalos poco costosos para familiares y amigos que no han podido obtener entradas para ver a Dickens. Mientras que las ediciones normales seguirían vendiéndose para las bibliotecas personales. Una idea excelente, Daniel.
Rebecca, que traía a la Sala de los Autores una caja de puros para los hombres, se detuvo junto a la puerta y el rostro se le iluminó de orgullo al escuchar los halagos que dedicaba Osgood a su hermano.
Aquel día, al salir del edificio de la oficina, complacido con la decisión tomada, Dolby compró varios periódicos al muchacho de la esquina.
–Ese Osgood es un hombre genial, Branagan, aunque su sonrisa tiene algo sombrío -le iba diciendo-. ¿No se ha dado cuenta? Sonríe como si no creyera nada de lo que ve. ¡Dios mío! ¡Que me trague la tierra! – exclamó Dolby al hojear uno de los periódicos.
En otro periódico, una caricatura mostraba a un altanero Dickens paseando por las calles de Boston al que seguía un muchacho corriendo. El chico llevaba en la mano una gran letra H, la letra que no se pronunciaba en la mayoría de las palabras cockneys, mientras gritaba: «Oiga, señor, espere, se le ha caído una cosa». No era el primer periódico que se burlaba de sus modestos orígenes cockneys.
–«A tu edad», ¡Dios del cielo! Esto le pondrá de un humor de perros durante seis días. ¡Branagan, no dejes que el jefe lo vea o lo pagarás con tu vida! – Dolby interceptó al siguiente chico de los periódicos y le compró todos los ejemplares que llevaba.
Tras una serie de triunfales lecturas en Boston, todo el grupo se subió a un tren exprés nueve horas hasta Nueva York, donde había estado nevando copiosamente. Unos días después de su llegada, el suelo estaba cubierto por una capa de cuarenta y cinco centímetros, revistiendo los laterales de las calles con un muro blanco. Dolby alquiló un trineo para uso del equipo de Dickens ya que los carruajes no podían desplazarse. Cada vez que Dickens salía del hotel Westminster, recordaba a un antiguo emperador del Viejo Mundo subiendo al trineo rojo, amontonando sobre su regazo pieles de búfalo para mantener el frío a raya.
El New York World, en un artículo sobre el deseo de intimidad de Dickens, citaba el número de su habitación en el hotel. El mismo artículo también señalaba, en un tono bastante crítico, que el escritor no había utilizado ni una sola vez la mostaza que tenía sobre la mesa en su primera cena. El Herald sugería que la escoria de Nueva York rodeara al visitante Homero de los barrios bajos y los callejones para que no pudiera escabullirse sin ser visto, como había intentado hacer en Boston.
Tom llegó al hotel con parte del equipaje que habían enviado más tarde y se encontró a Dickens y a Dolby consolando a una anciana que sollozaba con lágrimas de humillación. El detective del hotel estaba de pie a su lado.
Tom se acercó a Richard Kelly, el agente de ventas.
–¿Qué ha pasado? – preguntó Tom en un susurro.
Kelly le explicó que se trataba de una viuda a la que el dueño del hotel tenía en gran aprecio y que se había acercado a llevar unas flores a la habitación de Dickens. Cuando salía ya del cuarto del escritor se encontró en el pasillo con otra mujer que se lanzó sobre la señora y empezó a aporrearla con los puños. Para cuando los gritos de la víctima atrajeron a Dickens y a un camarero del hotel, la otra mujer ya había desaparecido.
–Imagine, una pobre viuda de cabello blanco…, una admiradora de Su Majestad… ¡Agredida!
–¿Por qué habrá hecho eso la otra mujer?
–¡Porque tenía un poco perdida la cabeza! – concluyó Kelly.
Tom, preocupado por lo que había pasado, se separó de Kelly y volvió al pasillo.
–No lo sé -escuchó decir a la viuda entre sollozos-. Me dijo que tenía muy poca vergüenza por entrar en las habitaciones de Charles Dickens sin carabina, como si fuera su esposa. No dejaba de pegarme, primero con el bolso y luego con los puños. ¡Oh, señor Dickens!
Éste le respondió
–Lamento lo que ha sucedido. Es chocante que constantemente me estén pasando cosas que nadie más en el mundo podría creer.
Para la siguiente campaña de ventas, Do1by desarrolló un plan para combatir a los especuladores. Se haría estampar en todas las entradas un número único antes de su venta, impidiendo los denunciados intentos de falsificación. Con diez mil entradas para la próxima venta de Nueva York, más las ocho mil de Baltimore y las seis mil de Washington, esto supondría varios días de trabajo para Tom, Richard y Marshall Wild, un modesto agente de ventas americano que habían contratado para ayudarles. La tarea de sellado despertaba constantemente a Dickens, de manera que Dolby trasladó el grupo al pasillo, donde tuvieron que sentarse en el suelo. Más tarde, Dolby dio instrucciones a su equipo para que a los primeros compradores de la cola (que solían ser por lo general revendedores o enviados suyos) sólo se les vendieran entradas de las últimas filas del teatro, a fin de que no pudieran hacerse con las mejores localidades.
Por supuesto, los periódicos publicaron reportajes en los que se decía que Dolby, en su caza del revendedor, atropellaba al inocente ciudadano neoyorquino y se señalaba regocijadamente que ningún «Dolby ex machina» iba a resolver el problema. ¡Sin duda ya es hora de que el cabeza de chorlito de Dolby -arengaba el World- regrese a lo más profundo de las tinieblas autóctonas de las que ha salido!
En esta ocasión la venta se iba a llevar a cabo en Brooklyn y en un día desapacible, más frío que los que habían vivido en Boston. Su trineo llegó, después de cruzar el río a bordo de un ferry, a las ocho en punto de la mañana. Do1by se apeó de él con su maletín de entradas, seguido de Tom, Kelly y Wild.
–Dios del cielo -juró para sí en un susurro Dolby cuando vio el espectáculo.
La cola tenía una longitud de tres cuartos de milla. Más tarde, como consecuencia del incidente que estaba a punto de ocurrir, los periódicos declararían que había tres mil personas. Habían elegido la iglesia de Plymouth para la lectura porque era el único edificio con capacidad para la cantidad de público que se esperaba. Tuvieron que desmontar el púlpito para dejar espacio a la iluminación de gas y la mampara.
El personal de taquilla fue zarandeado por la multitud a su paso.
–¡Te lo vamos a comprar todo, Dolby, trineo incluido!
–Así que Charley te ha dejado usar el trineo, ¿eh, Dolby? ¿Cómo se encuentra esta mañana? ¿Nos está escribiendo un libro nuevo?
–¡Déjame que te lleve la valija de las entradas, cabeza de chorlito! ¡Dile a Dickens que se lleve a mi mujer a la madre patria si ya no quiere a la suya!
Ya había policía y detectives allí presentes para intentar contener a la muchedumbre. Uno de los agentes se acercó a Dolby y le dijo algo al oído. Dolby asintió y puso rumbo a la taquilla con el fin de prepararse para la acometida. Durante la noche, el termómetro de Réaumur había caído por debajo de los cero grados. Los hombres que habían formado la cola yacían en colchones de paja, bebían whisky barato, cantaban canciones escandalosas, encendían hogueras. Las pistolas de bolsillo se exhibían para disuadir a los recién llegados que intentaban colarse.
La policía había identificado a un gran número de revendedores conocidos no sólo de Nueva York, sino de Filadelfia, New Haven y Jersey City. Los ayudantes de los revendedores brindaban a la salud de Dickens con bourbon y comían pan con carne que sus jefes les habían proporcionado en bolsitas. En el grupo se incluía el revendedor visto ya anteriormente, vestido de George Washington. Parloteaba sobre la visita de Charles Dickens considerándola el asunto más importante de toda la historia de América. Resultaba una extraña apreciación viniendo de George Washington.
–¡Porque no nos iremos a casa hasta que amanezca, hasta que la luz del día aparezca!
La canción empezó a sonar hacia la mitad de la cola y se extendió por toda la variopinta concurrencia. Un sujeto propuso un brindis por los dos hombres que habían dejado su impronta en la civilización del siglo XIX:
–Por William Dickens y Charles Shakespeare. ¡A ver quién se atreve a negarlo!
Otro hombre salió de la fila y le dio unos golpecitos a Tom en el brazo con su bastón de bambú.
–¡Tú! ¿Qué significa esto?
–¿Cómo dice? – respondió Tom.
–¿Pretende colocarme al lado de dos puñeteros negros?
Tom echó un vistazo a la cola que venía detrás y vio a dos jóvenes con el más leve tono marrón en sus rostros.
–Se sentará usted en la iglesia, señor, exactamente en el lugar que indica su entrada -dijo Tom.
–¡Si me voy a sentar al lado de uno de esos dos, será mejor que me cambie de sitio!
–Estoy convencido de que el señor Dickens no admitiría su objeción -dijo Tom con ecuanimidad y tensando los músculos por si tenía que reducir al hombre-. Puede irse ahora si lo prefiere.
El hombre, echando humo y con aspecto de estar a punto de arrancarse los cabellos, se dio la vuelta y se marchó gritando improperios contra Charles Dickens por hacer lecturas abiertas y contra Abraham Lincoln por liberar a los negros permitiéndoles asistir a ellas. Los dos hombres de la fila se tocaron el ala del sombrero en agradecimiento a Tom.
Mientras tanto, la policía se dedicaba a extinguir hogueras demasiado cercanas a las casas de madera que había a ambos lados de la estrecha calle, provocando una oleada de amenazas y bravatas de la turba. Tom siguió inspeccionando la cola, impactado por la interminable variedad del género humano. Como había pasado en Boston, las clases altas tenían empleados o criados que les guardaban el puesto: en consecuencia, alrededor de las nueve de la mañana, la composición de la fila empezó a cambiar de gorras a sombreros, de mitones a guantes de seda y bastones de paseo.
Tom desvió su atención hacia una mujer que miraba inquisitivamente en dirección a él. Con ojos fríos y claros pero apagados, permanecía fuera de la fila de gente, casi como si estuviera realizando el mismo tipo de inspección que Tom. Llevaba un cuaderno de notas y escribía pensativa con un lápiz corto, con el ceño fruncido de una manera que parecía indicar que ésa era la expresión habitual de su rostro. ¿Sería otra taquígrafa de las que enviaban los editores piratas? La observadora pasó algunas hojas en busca de una limpia. Una de las hojas tenía un borrón de lodo o una especie de huella de barro pegada encima.
–¿Quiere usted ponerse en la cola de las entradas, señora? – le preguntó Tom acercándose a ella y haciendo el gesto de levantarse el sombrero-. Permitimos que las mujeres se pongan en la fila, o puede usted pedir a alguien que le guarde el puesto.
En ese preciso momento, los bulliciosos hombres de la fila volvieron a prorrumpir en canciones.
Cantaremos, bailaremos y estaremos alegres,
y besaremos a las queridas muchachas.
Porque no volveremos a casa hasta que amanezca,
hasta que la luz del día aparezca…
–¡Esos bribones horrendos y tan, tan vulgares! – comentó la mujer en voz alta del astroso grupo. Había extraído una navaja con empuñadura de nácar para sacar punta a la mina del lápiz. Tom observó que, para ser una navaja pequeña, tenía la hoja muy afilada-. No son en absoluto de los que apreciarían a Charles Dickens. He oído cómo esos rufianes necios se citaban unos a otros fragmentos… totalmente equivocados. ¡Uno de ellos atribuía una cita a Nickleby cuando era claramente de Oliver Twist! «Las sorpresas, como las desgracias, rara vez llegan solas.»
Había algo en la mujer que despertaba un vago recuerdo en la memoria de Tom.
–¿Ha asistido a alguna lectura anterior del señor Dickens? – le preguntó.
–¿Que si he asistido a alguna? Acérquese más. ¿Cómo se llama usted, estimado muchacho?
Tom dudó, luego se inclinó hacia la mujer y se lo dijo. Tenía un aplomo masculino, pero sus rasgos, ensombrecidos por el amplio sombrero de plumas negras que estaba de moda, eran hermosos. Calculó que andaría por su cuadragésimo año de vida, pero hacía gala de una seguridad en sí misma digna de una belleza de dieciséis años o de una matrona de setenta.
–¡Por supuesto que he asistido a sus lecturas! – dijo de repente con un tono de voz aún más elevado-. ¡Las adapta para mí, sabe usted! – hizo una pausa y frunció los labios-. Cambia sus libros a medida que los lee y con ello realiza todo tipo de locas improvisaciones para mí. Me refiero a Dickens -dijo tras comprobar la duración del silencio de Tom-. Me atrevería a asegurar que piensa usted que soy muy rara.
–¿Señora?
–¡Ah, sí! – exclamó-. Se está diciendo a sí mismo, aquí tenemos a una de esas americanas vulgares y horrendas. Pues bien, es cierto. No soy una buena chica. La verdad es que soy un íncubo. Y también soy medio inglesa, ¿sabe usted? Pero usted… usted es de la tierra de las patatas, ¿verdad? Sueña con la necesidad y el infortunio y lleva mantequilla en las venas -de repente dio un salto como si le hubiera asustado un trueno. Sacó un reloj de su bolso de tapicería-. ¡Llego espantosamente tarde! En el tiempo que llevamos hablando he faltado a dos citas. Adiós, au revoir.
Tom siguió su ronda cayendo en la cuenta de lo que le había llamado la atención de aquella mujer. No era exactamente la mujer, aunque con seguridad la había visto antes entre la muchedumbre que se formaba siempre alrededor de Dickens. Lo que le había llamado la atención había sido el cuaderno. El papel era exactamente del mismo color melocotón y del mismo tamaño (exactamente el mismo, de eso estaba seguro) que la carta que habían encontrado en la habitación de Dickens y que todavía conservaba. Sacó la carta del bolsillo de la chaqueta. La autora declaraba ser la mayor lectora de Dickens en todo este país donde reina la vulgaridad, unas palabras similares a las que había pronunciado la señora. Tom se giró y vio que se alejaba de la fila.
–Señora -exclamó Tom, y ella empezó a apretar el paso-. Espere. ¡Señora!
Entonces Tom escuchó que alguien le llamaba de lejos. Intentó no hacer caso. Si la mujer era quien él creía que era, aquélla podía ser su oportunidad para quitarse de encima el peso de las preguntas sobre el incidente del hotel. Tom se abrió camino zigzagueando entre la aglomeración sin retirar la mirada de las plumas de su sombrero, que se balanceaban por encima de la marea de gente.
–¡Branagan! – un nuevo grito, más alto, que esta vez no podía ignorar-. ¡Bra-Branagan!
Tom miró por encima de su hombro y descubrió que lo que hasta entonces había sido un pequeño altercado en la fila se había convertido en toda una batalla. Los combatientes se atacaban fieramente unos a otros con leños que habían cogido de las hogueras y pisoteaban a los caídos. En el centro de todo aquello se encontraba un grupo de especuladores y policías de Brooklyn. Los policías blandían las porras contra los palos. El señor George Washington se tambaleaba con la nariz chorreando sangre y mechones arrancados de la peluca blanca colgando de las orejas. Aprovechando que el combate se recrudecía, varios de los compradores más emprendedores, con las caras ensangrentadas, arrastraron sus colchones apresuradamente hasta los primeros puestos de la fila.
Tom se sumergió en el corazón de la pelea, embistió a uno de los atacantes y liberó a un policía. Un hombre, gritando como un salvaje, intentó pegar a Tom en la cabeza con un leño, pero él lo detuvo en el aire, lo rompió con las manos y lanzó al agresor a un banco de nieve. En ese momento, un refuerzo de policías cargó con las porras en ristre, ahuyentando a los alborotadores. Lo que muchos de ellos querían sobre todas las cosas era mantener sus puestos en la fila, y se aferraban a los barrotes de la verja que rodeaba la iglesia como si sus vidas dependieran de ello. Para su asombro, Tom se percató de que varios policías secretos, en vez de ayudar, sacaban provecho de la situación para ponerse en una posición privilegiada de la cola.
El revendedor vestido de George Washington vociferaba su ofendida protesta mientras era arrastrado del cinturón.
–¡Dadle al soez forastero por sus mugrientos panfletos literarios honores que nunca se dieron a nuestros héroes nacionales, a nuestros propios demócratas como el mismísimo George Washington! ¡La guerra literaria entre el Nuevo Mundo y el Viejo Mundo ha empezado!
–Branagan, ¿va to-todo bien. por ahí? – Dolby llegó a su lado corriendo, sin aliento y observando con atención a todos los hombres derribados alrededor de su empleado. Luego miró a Tom con un recién encontrado respeto.
Tom se miraba la palma de la mano, que se había quemado con el leño encendido y necesitaba vendarse de inmediato.
–¿Qué ha pasado? – le preguntó a Dolby.
–¡Un desastre! – exclamó éste. Con un tartamudeo fortalecido por el susto, le explicó que habían empezado la venta de entradas ateniéndose a su nueva política contra los especuladores. Cuando quedó claro que la primera sección de la cola iba a obtener las entradas de las últimas filas, los impulsivos especuladores protestaron y maldijeron a grandes voces, mientras los más sensatos intentaban sobornar a los de atrás para cambiar de sitio con ellos. Los que no eran revendedores también protestaron. Los diversos jaleos fueron creciendo hasta generar un auténtico caos por toda la fila.
–¿Dónde estabas? – le dijo Dolby a Tom acusadoramente-. ¡Querían hacerme pe-pedazos!
Tom miró hacia atrás pero sabía que la mujer del cuaderno habría desaparecido. Ahora ya no tenía sentido sacar de quicio a su superior.
–Le pido perdón, señor Dolby. Estaba revisando las hogueras.
–Deberías haber estado al tanto.
–Lo siento, señor.
Dolby se enderezó el traje y la chalina, aunque siguió teniendo la apariencia de un modelo del desaliño.
–Bueno, sigamos adelante. Todavía tenemos que sacarle a esta caterva dos mil dólares por lo menos, ¡si queda un dólar! ¿No es ése el american way?
Tras una serie de lecturas en Nueva York, el calendario exigía que Dickens, Dolby y el resto del equipo fueran a Boston. Como la nieve había bloqueado el ferrocarril, esperaron hasta el sábado en Nueva York, donde tuvieron que sufrir las columnas de los periódicos que condenaban los acontecimientos de la venta de entradas en Brooklyn y culpaban a un «irlandés irascible» empleado de Dickens de haber comenzado lo que casi se convirtió en un motín. Este hecho fue confirmado por un irreprochable testigo «de peluca, hebillas y sombrero de tres picos», el revendedor vestido de George Washington, que instó a la policía a detener a Tom de inmediato. Entretanto, Dickens había caído en las simas de un resfriado tremendo («los resfriados ingleses son malos, pero no se pueden comparar con los de este país», anunció gravemente), pero a Dolby le preocupaba que fuera algo peor, tal vez la gripe. En aquellas circunstancias, otro extenuante trayecto en tren no sería de gran ayuda. Dickens indicó con un gesto a Henry Scott que sacara una petaca de la bolsa de viaje tan pronto como ocuparon sus asientos.
Henry por su parte rezaba por Dickens antes de cada viaje en tren.
–¿Pasa algo malo, Henry? – le preguntó Tom al ver por primera vez aquel despliegue.
–¡Staplehurst! – respondió él sombríamente.
–¿Staplehurst?
–Sí, nada más que eso. Si Staplehurst no hubiera existido, ni aquel 9 de junio, tal vez el jefe no fuera un hombre tan melancólico.
–A mí me sigue pareciendo bastante alegre -señaló Tom-, para lo que usted califica de hombre melancólico.
–¿Es que no lee los periódicos? ¿Es que no sabe nada de nada, Tom Branagan?
Le contó entonces que aproximadamente dos años antes, el 9 de junio de 1865, Dickens había estado a punto de morir. Un terrible accidente de tren cerca de la aldea de Staplehurst. Los raíles que cubrían un puente habían sido retirados para su reparación sin avisar a los trenes que debían pasar por allí. Dickens y su cuadrilla iban en el «tren de la marea» que venía de Francia y que, al llegar al tramo sin raíles, quedó colgado sobre el puente.
Dickens logró rescatar a Nelly Ternan y a su madre del vagón de primera clase que colgaba en el vacío y después el novelista escaló por el barranco que tenían debajo para salvar a cuantas víctimas le fue posible. A pesar de sus denodados esfuerzos, aquel día murieron diez personas ante la mirada impotente del escritor. Dickens volvió a descolgarse dos veces más hasta el vagón de tren suspendido durante aquel calvario. La primera para ir a buscar brandy para los pacientes que sufrían. Entonces se dio cuenta de que tenía que volver por muy peligroso que fuera. En su abrigo guardaba una nueva entrega de la novela que estaba escribiendo, Nuestro común amigo, cuyas páginas estaban deterioradas pero enteras. Después de aquello, siempre que ponía el pie en el vagón de un tren, en un barco, o incluso en un coche de punto, no podía evitar pensar que éste podría ser nuestro trayecto final en esta tierra. El brandy le ayudaba a templar los nervios en estas ocasiones.
–Staplehurst -repitió Henry, y acabó su relato con una oración silenciosa-. Amén -dijo en voz baja.
–Amén -coreó Tom.
Una estufa calentaba el vagón en el que se instalaron en su viaje de vuelta a Boston, pero era difícil decir si hacía que el compartimento resultara más cómodo o más miserable en combinación con el número de pasajeros y los movimientos secos del tren. La ruta exprés de nueve horas se veía considerablemente retrasada por los ríos de Stonington y New London, ambos en el camino de Connecticut. En cada uno de estos lugares el tren navegaba sobre un ferry para cruzar el río y los viajeros tenían plena libertad de quedarse a bordo del tren o de explorar el barco y comer en su restaurante. Dickens se quedó en el tren durante estas travesías en ferry, incluso cuando un navío de guerra americano que pasaba cerca enarboló una bandera británica y atacó una interpretación del Dios salve a la Reina en su honor. El escritor se limitó a observar por la ventanilla.
Su ánimo parecía particularmente contenido en aquel trayecto, que pasaba concentrado en una parsimoniosa partida de cartas a tres manos con Tom y Henry.
–Recuerdo -dijo Dickens con un inesperado entusiasmo sin dirigirse a nadie en particular- que en mi primera visita a América, sí, ¡entonces fue cuando practiqué por primera vez el arte del mesmerismo! Es extraño apreciar que el ferrocarril parece haberse estancado mientras que la mayoría de las cosas en este país ha cambiado para mejor. Era horrible entonces y sigue siéndolo ahora.
–¿Mesmerismo, Jefe? – preguntó Tom-. ¿Lo ha experimentado usted mismo?
–Ah, Branagan, el espiritualismo no es más que un camelo, pero los insondables lazos entre hombre y hombre son tan reales, y tan peligrosos, como este tren plantado sobre un desvencijado bote.
Dickens describió cómo puso en práctica las lecciones recibidas del afamado espiritualista John Elliotson para mesmerizar a su mujer mientras estaban en Pittsburgh en 1842.
–Admito que sentí cierta alarma al ver que Catherine caía en un profundo sueño magnético durante seis minutos, aunque me sentí lo bastante alentado por el imprevisto éxito como para repetirlo la noche siguiente. Cuando regresé a Inglaterra lo intenté con Georgy, la tía de mis hijos, mi cuñada y mi mejor y más íntima amiga. Georgy, la más dulce de las personas, se volvió casi violenta bajo su influjo -Dickens rió de buena gana al recordarlo, pero pronto se volvió a quedar callado y abatido de nuevo, tal vez por el recuerdo de Catherine. Nunca hablaba de Catherine, la madre de sus ocho hijos, del mismo modo que nunca hablaba realmente de Nelly Ternan y, por supuesto, tampoco consentía que hablara nadie mas-. Bueno, es posible que el señor Scott ya haya oído todo esto con anterioridad -continuó-. ¿Qué le parecería poner a prueba mis habilidades como mesmerizador, señor Branagan?
–¿Conmigo? – preguntó Tom.
–¡Qué divertido, Jefe! – exclamó Henry.
–Vamos, vamos -dijo Dickens con aire eficiente-. Ya he magnetizado a incrédulos antes. ¡Estoy completamente persuadido de que sería capaz de hipnotizar a una sartén! De todas formas, cuando despierte no recordará nada.
Tom suspiró y se dejó ir mientras Dickens pasaba las manos por delante de sus ojos hasta que se le cerraron; luego empezó a desplazar los pulgares en un movimiento transversal por su cara. De repente se quedó observando el rostro de Tom con un extraño brillo en sus ojos. El tren se balanceaba de un lado a otro.
–¿Jefe? – preguntó Henry.
Tom abrió los ojos y se encontró al novelista con las fosas nasales dilatadas y la mirada inquieta. Dickens ya no intentaba hipnotizarle. Las sacudidas del tren habían llevado su pensamiento por otros derroteros.
–Tal vez, Branagan, no sea éste el mejor momento para… -Dickens se agarró con fuerza a los brazos del asiento y se puso pálido. La frente se le perlaba de sudor cada vez que el tren se movía y los labios le temblaban como si fuera él quien estuviera bajo el hechizo. Este estado de animación suspendida duró varios minutos antes de que el novelista volviera a la vida y tomara un largo trago de su petaca. Los tres olvidaron la idea del mesmerismo y volvieron al juego de cartas donde lo habían dejado. Tom no sabia lo que había pasado.
Cuando desembarcaron en la estación, Scott le susurró a Tom como única explicación:
–¿Lo ve usted? ¡Staplehurst!
Éste era el acontecimiento más esperado de la gira. Dickens iba a hacer una lectura de su Cuento de Navidad en Nochebuena en el Tremont Temple de Boston. Se habían vendido más de tres mil dólares en entradas para el acto en menos de dos horas.
–Es -alardeó Dolby con altanería mientras contaban el dinero de las ventas cuando regresaron al Parker- como si el jefe se hubiera inventado las Navidades con el Cuento.
Tom no le había contado a Dolby lo que pensaba en ese momento acerca del intruso del hotel: que se había encontrado cara a cara con el culpable en Brooklyn, que era una mujer y que había hablado con ella. Que casi con total seguridad era la misma mujer que había cometido el peregrino asalto a la pobre viuda en el hotel Westminster. Y no sólo eso, Tom ahora recordaba dónde la había visto antes; había sido la noche de la llegada de Dickens a América, en la densa muchedumbre que se agolpaba a las puertas del hotel, agitando unos papeles que pedía al novelista que leyera. Tom sabia que esas pruebas no eran muy convincentes y le parecía estar escuchando la respuesta de Dolby: ¿Usted cree que esa señora, una señora que no ha visto en su vida, nos ha seguido todo el camino de Boston a Nueva York y vuelta, y cree todo eso a causa de un cuaderno de notas? ¿No habría ninguna otra mujer interesada en las lecturas de Dickens con un cuaderno de notas de ese tamaño, no habría cientos de personas con cientos de cuadernos?
La noche de la llegada de Dickens al Parker House la mujer iba vestida de gitana, con un pañuelo de colores anudado al cuello y una chaqueta azul demasiado entallada. En Brooklyn llevaba un fino vestido de seda, fajín y chal, como una aristócrata. Pero lo que había dejado un recuerdo más imborrable en la memoria de Tom era el calificativo que se había dado a sí misma. Un íncubo. Cuando era un niño había leído los cuentos de hadas de los hijos de otros criados de la casa en la cocina subterránea de la finca de Dolby: íncubos y súcubos, los demonios que visitan a los desprevenidos mortales para atormentarlos. Pero los súcubos eran los demonios femeninos y los íncubos los masculinos. ¿Qué había querido decir?
Muchos especuladores y reporteros les habían seguido de ciudad en ciudad, pero con motivos muy claros. Era el elemento de lo desconocido que rodeaba a esta mujer lo que empezaba a inquietar y preocupar a Tom. Aquella imagen: la cola de las entradas, gente que no quería más que ver a Dickens, y una mujer plantada fuera de la fila, observando suspicazmente a la gente que no consideraba digna de ver al Maestro. La rodeaba un aura deslumbrante, cautivadora y rechazable.
A su vuelta a Boston, el grupo sufrió dos peripecias de poca importancia. Primero, el Jefe no lograba encontrar su diario de bolsillo. Su personal buscó por todas partes y no logró dar con él. Dickens creía recordar que lo había visto por última vez en Nueva York, en su habitación del hotel. Insistió en que no tenía importancia, ya que era el diario de 1867 y el año estaba a punto de expirar. Los quemaba al final de cada año y así se evitaba muchas complicaciones.
¿No se lo habrá llevado ella, pensó Tom. ¿Era eso lo que quería merodeando por los pasillos del hotel Westminster? La segunda peripecia fue George Allison. Se había puesto enfermo dos veces en el curso de unos cuantos días. El médico del Parker House descubrió que las dos veces había sucedido después de comer perdiz en mal estado, ya que en invierno solían envenenarse con bayas cuando el suministro habitual de comida del ave se encontraba enterrado bajo la nieve. El iluminador suplente, un bostoniano nervioso, pasó la tarde del 24 de diciembre con el resto del equipo preparando el teatro para la noche. George le había dado instrucciones muy precisas desde la cama, como si estuviera dictando sus últimas voluntades. El recién llegado estaba tan ávido de agradar a Dickens que se lesionó una pierna subiendo las escaleras del teatro a toda velocidad.
Esto facilitó un ejemplo práctico de Charles Dickens tomando las riendas de una emergencia, lo que hizo con gran presencia de ánimo y deleite. Llevó al lesionado con Tom hasta una farmacia, donde pidió un tipo especial de árnica silvestre.
–¡Caramba, señor Dickens, es usted como un médico de verdad! – exclamó el iluminador agradecido, con las mejillas arreboladas por haber tenido la bendición de lastimarse en semejante compañía.
–Cuando se viaja con tanta frecuencia como yo, muchacho, y con tantos hombres, no te queda otra elección. Tendrías que ver la cantidad de ampollas y líquidos azules y negros que llevo en mi botiquín. Láudano, éter, sal amónica, polvos de Dover, píldoras del doctor Brinton. Confía en tu Jefe. Vivimos rodeados de milagros. Esto te curará el cuerpo y el espíritu.
Aquella noche, cuando se abrieron las puertas para la lectura de Nochebuena, las plateas parecieron llenarse de inmediato. Los dos mil asistentes buscaron sus sitios con tal voracidad que apenas hubo alguno de los acomodadores y la policía de la puerta que quedara con la chaqueta o el sombrero puestos y las guirnaldas decorativas y los ramos de acebo perdieron sus bayas, que acabaron pisoteadas en el suelo.
–¡Menudo guirigay! – le comentó un policía a Tom mientras intentaban mantener el orden-. ¿Ha pasado lo mismo en todas las lecturas o ésta es especial por ser Navidad?
–Creo que las dos cosas -dijo Tom.
–Usted es de Dublín, ¿no?
–Mi familia es de origen irlandés -admitió Tom-, pero yo soy inglés.
–Por su acento sé que es dublinés. No es que le dé mucha importancia a eso, oiga. Tenemos casi cuarenta irlandeses en el cuerpo, oiga. Y dígame -preguntó el agente en plan confidencial-, ¿no será usted el mismo irlandés que provocó los disturbios de la venta de entradas en Brooklyn como he leído?
–Ha leído usted los periódicos equivocados -dijo Tom.
–Se lo digo sin mala intención, amigo. Sólo por charlar. Ahora, mi mujer sí que adora a su señor Dickens. Yo le digo: «Gasta el dinero que tanto cuesta ganar en algo útil, lo que menos necesitamos es otro libro para que se quede en la estantería y ocupe espacio y sirva de comida a las ratas». Pero no me escucha, me dice que yo qué sé, que el único libro que he leído es la Biblia. Es verdá. Es el mejor libro que existe. ¿Es usté casao?
Mientras Tom se giraba para contestar, recorrió con la mirada un grupo de personas que pasaban a su lado y la sorpresa le hizo parpadear: la misma mujer que había perseguido en Nueva York. El íncubo, ataviada una vez más con las vestiduras de mendiga.
–¿No sabe si está casao o no, compadre? – inquirió el policía. Luego se rió para sí-. Claro que, según tengo entendido, el señor Dickens tampoco sabe si lo está. Ese hombre debería avergonzarse, si quiere saber mi opinión. He leído que se enredó con la propia hermana de su mujer. ¡Qué vergüenza!
–¿Ha visto a esa señora que acaba de pasar? – preguntó Tom.
–¿Señora? – respondió el policía-. ¡Acaban de pasar por delante de nosotros mil personas!
El hombre tenía razón; Tom la había perdido entre la turba excitada. Pero había una cosa segura: que la mujer estaba en el teatro y él tenía una hora para encontrarla antes de que las puertas se abrieran en el intermedio.
Tom se puso a recorrer los pasillos en pendiente mientras los asistentes se atropellaban unos a otros para llegar a sus asientos. Una mano se aferró a su brazo, paralizándole: Dolby. El representante iba acompañado de un hombre menudo y bien vestido que inspeccionaba el teatro de arriba abajo.
Tom tuvo que pensar con rapidez. No quería mentir, pero sabía que Dolby no iba a aceptar la verdad. Probablemente le pondría de patitas en la calle sin pensárselo mucho.
–La policía vigila las puertas, señor Dolby. He pensado que podría buscar a algunos de los piratas conocidos que hemos visto en otras ocasiones.
Dolby asintió con entusiasmo.
–Bien hecho, Branagan. El señor Osgood dice que, después de Año Nuevo, las ediciones resumidas dejarán a los filibusteros fuera de combate.
Tom estaba deseando librarse del representante, pero Dolby no se movía. En lugar de eso, agarró el brazo de Tom con una mano y el del otro hombre con la otra.
–Bueno, caballeros, el señor Aldrich nos decía el otro día al señor Osgood y a mí que el gran Dickens, así lo decía, el gran Dickens tiene en el escenario unos ojos que no se parecen a ninguno de los que haya visto en su vida, rápidos y amables, que ven lo que ha hecho el Señor y cuáles son sus intenciones. Ojos como signos de admiración. Por eso, señor Leypoldt -dijo dirigiéndose al otro hombre-, por eso trabajamos tanto. Puede contarles esto a sus lectores que hayan asistido admirados a las lecturas. Gracias a los avances que han experimentado los transportes en los últimos años, ahora el público lector puede conocer a Dickens no sólo como autor sino como hombre, con su voz, sus rasgos y sus expresiones faciales. Han tenido la oportunidad de venir a conocerle como persona como nunca había pasado en toda la historia de la literatura. ¡Para eso trabajamos!
Dolby, resplandeciente de orgullo, continuó con el soliloquio al reportero, pero Tom, que ya no escuchaba, se puso a buscar entre las filas de butacas cualquier pista que le ayudara a localizar la situación e intenciones del íncubo. Para cuando Dolby aflojó la presión en el brazo de Tom, las luces parpadearon y se apagaron, salvo por un dramático borrón plateado en el escenario, en el que apareció Dickens ante la superficie limpia de la mampara en medio de una ensordecedora bienvenida de vítores y varias salvas de aplausos.
–Señoras y señores -dijo Dickens-, esta noche voy a tener el placer de leer para ustedes, en primer lugar, Cuento de Navidad en cuatro partes. Primera parte: el fantasma de Marley. Empecemos por decir que Marley estaba muerto. De eso no cabía la menor duda. Firmaron su certificado de defunción el clérigo, el sacristán, el comisario de entierros y el presidente del duelo. También la firmó Scrooge. ¡Y el nombre de Scrooge era válido para cualquier cosa en la que se comprometiera! El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
Tom tenía la impresión de que su investigación era infructuosa en aquellas galerías oscuras. No le quedaba más alternativa que esperar a que se encendieran las luces en el intermedio. Si la mujer estaba allí con intención de causar algún problema, como había hecho con la viuda en el hotel, Tom estaría alerta. Estaría preparado. Y si intentaba escapar, él advertiría a gritos a los policías que custodiaban la puerta para que la detuvieran. Era imposible que saliera de allí.
Los ojos ágiles de Tom descubrieron un rápido movimiento en uno de los asientos de pasillo. Era otro de aquellos malditos taquígrafos, un lápiz veloz como una centella que brillaba en las manos del innoble Esquire, el bucanero. Sin pararse en tonterías, Tom se plantó a su lado, le quitó el lápiz y lo partió en dos. Esquire protestó ante la injusta agresión a su propiedad. Tom respondió a la protesta dejando caer los dos trozos del lápiz en el sombrero del sujeto, que descansaba en el suelo. Otro de los modélicos piratas sentados a lo largo del pasillo, el ex soldado suplente Melaza, dejó de escribir su taquigrafía y se sujetó el lápiz entre los dientes irregulares para aplaudir el infortunio de su rival. Al pasar a su lado, Tom le dio un golpe a Melaza en la espalda. El lápiz se rompió entre los dientes del bucanero y aterrizó en su regazo.
Mientras tanto, Dickens seguía leyendo.
La escena: Nochebuena. Dickens, en el papel de Scrooge, se volvía en pantomima hacia su pobre empleado y le rugía: Supongo que mañana querrá tener todo el día por ser Navidad, ¿no? Y de repente era el humilde empleado con una radiante sonrisa tímida, que decía: Si le parece conveniente, señor. Sólo es una vez al año, señor.
–¡Branagan!
–¡Una pobre excusa para robarle el dinero a un hombre cada 25 de diciembre!
–¡Branagan!
Tom escuchó el conocido susurro apremiante y localizó a Dolby en la delantera del anfiteatro. Estaba pálido, tan pálido como uno de los fantasmas que poblaban el cuento del Jefe. El representante mimó con la boca unas palabras que Tom no pudo entender y gesticuló. Tom se acercó todavía más al pie del escenario y se quedó con la boca abierta.
Dickens estaba iluminado por un armazón de lámparas de gas suspendido de un resistente cable galvanizado a doce pies de altura. El armazón arrojaba una dramática sombra sobre la mampara roja oscura que tenía detrás el autor. El sustituto del iluminador había colocado sin darse cuenta los cables de cobre directamente sobre las llamas de gas, haciendo que aquéllos se pusieran al rojo vivo. Si el gas fundía los cables, el armazón de hierro caería y podía no sólo herir a Dickens, sino aterrizar sobre el público.
Si se avisaba del peligro, podía cundir el pánico entre la multitud y hacer que saliera corriendo atropelladamente, aumentando así el riesgo de tropezar y tirar piezas del equipamiento, que podría hacer que los cables se rompieran, además de arrollar a mujeres y niños a su paso. Incluso si el armazón de hierro caía sin alcanzar a ningún miembro del público de las primeras filas de la sala, existía la posibilidad de que se declarara un incendio y devorara todo el local en cuestión de minutos. No se podía hacer otra cosa: Dickens tenía que seguir leyendo.
Tom volvió su mirada a Dolby y asintió con un gesto de complicidad. Estando el nuevo iluminador en su lamentable condición, no cabía esperar ninguna ayuda por su parte. Tom se dirigió al fondo del escenario y buscó el cable sobrante. Mientras lo preparaba se escuchó un alboroto en las escaleras que llevaban a uno de los anfiteatros. Tom miró al armazón de hierro y luego otra vez a las escaleras y salió corriendo hacia el lugar del bullicio. ¿Sería ella a punto de cargar sobre Dickens con un cuchillo? Pero fue un hombre el que bajó por las escaleras agitando ambos puños.
El hombre se aferró a la manga de la chaqueta de Tom como si necesitara ayuda desesperadamente.
–¿Quién diantres es ese hombre que está leyendo en el estrado?
–Charles Dickens -replicó Tom.
–¿Pero no es el auténtico Charles Dickens, el hombre cuyos libros llevo años leyendo?
–¡Sí!
–Pues entonces, lo único que puedo decir al respecto es que no sabe del señor Scrooge más de lo que sabe una vaca de plisar una camisa, al menos de mi idea de Scrooge.
–¡Le conozco! ¡Es el espectro de Marley! -Dickens se mordió las uñas como lo hacía Scrooge en el cuento. Se frotó los ojos y miró fijamente a la aparición. Los músculos de su cara se tensaron, su rostro adoptó los rasgos del rostro de un anciano.
Tom corrió hasta el fondo del escenario y subió las escaleras de atrás hasta alcanzar la cúpula que remataba el techo de la sala. Le rodeaban paneles de cristal que ofrecían una visión completa de la ciudad y hasta de las islas del puerto. Filas de respiraderos cuadrados se alineaban alrededor de la cúpula para dejar salir de forma constante el calor y el aire del interior. Tom se echó en el suelo y deslizó la cabeza y la mano entre el entramado de tuberías de gas que separaba la cúpula de la sala. Podía ver a Dolby abajo del todo, instándole a cumplir con su misión.
–¡Piedad! Pavorosa aparición, ¿por qué me atormentas?-preguntaba Scrooge.
Una mujer joven con el pelo rojo brillante y un vestido del mismo color, sentada en la primera fila, levantó la mirada hacia el artefacto de gas y resolló sonoramente. Dickens hizo una pausa, dirigió la mirada a la mujer y, con un imperceptible gesto de la mano, le pidió que conservara la calma. ¡O sea, que el jefe lo había visto! También él sabía que era necesario evitar el pánico; y aquella preciosa chica, que seguramente había hecho grandes esfuerzos durante meses para conseguir un asiento a los pies de su autor favorito de todo el mundo, de repente tenía que confiarle su vida.
Desde un asiento del centro, una mujer chilló. Tom se estremeció al comprender la impotencia de su posición y tener que admitir que estaban a punto de presenciar una escena de pánico colectivo… Pero entonces se dio cuenta de que se trataba de una joven de luto que sufría al escuchar la desdicha del pequeño Tim. Un acomodador acompañó atentamente a la joven madre atormentada hasta la puerta.
Mientras tanto, Tom estiró el brazo hasta el armazón de hierro para bajar la llama de gas. Luego, tras hacer una señal a Dolby para que estuviera preparado en caso de que se cayera algo, Tom sujetó el armazón con una mano mientras enrollaba meticulosamente el cable en otra parte de la estructura de hierro y empezó a asegurar el extremo contrario a un gancho del techo que había quedado allí de alguna actuación anterior. Oleadas de risas le llegaban desde el público. Dickens bebió un trago de agua del vaso que tenía a su lado en la mesa de lectura. Mientras anudaba el cable, con la cabeza y los brazos apenas asomando del techo a la vista del público (le habrían visto de no estar fascinados por Dickens), Tom miró para abajo y la vio de inmediato.
En el fondo del segundo anfiteatro. ¡El íncubo que perseguía! Estaba rebuscando en el interior de su bolso. ¿Y miraba a Tom? ¿Había descubierto que la estaba viendo desde allí arriba?
El corazón se le aceleró.
–¡Venga! ¡Termina ya! – apremió Dolby desde abajo con un susurro ronco de desesperación-. ¡Deprisa, Branagan! ¡Deprisa!
Tom deseaba acabar con aquello más de lo que Dolby podía suponer. Casi había concluido su trabajo cuando cayó en la cuenta: Dickens estaba dando fin a su lectura del Cuento de Navidad. Eso significaba que llegaba el intermedio. Las puertas se abrirían y el íncubo, que posiblemente ya había visto que la había descubierto, tendría libertad para huir.
–Y para el pequeño Tim, que no murió… (atronadora salva de vítores). Y, como el pequeño Tim había señalado, ¡que Dios os bendiga a todos!
Un objeto grande cayó volando al estrado y rodó hacia el orador. Tom dio un respingo. Un ramo de rosas de todos los colores.
Una vez rematada la reparación, Tom hizo un intento de retroceder y notó que se le había quedado el brazo atrapado entre dos tuberías. No podía moverlo. Abajo, Dickens cerraba el libro y el público estallaba en una ovación arrebatada. Dickens saludó y dejó el escenario.
Con una mueca de dolor, Tom tiró con fuerza del brazo cortándoselo en ambos lados con las tuberías al sacarlo. Se levantó, corrió hasta las estrechas escaleras y las bajó a toda velocidad. Hombres y mujeres se levantaron de los asientos como si fueran uno, unos para aplaudir, otros para dirigirse a las puertas a tomar el aire, fumar o estirar las piernas antes de la segunda hora de lectura. Hubo un remolino de color cuando una mujer…, no, no una, sino cuatro o cinco mujeres, saltaron al escenario para hacerse con los pétalos de geranio que habían caído de la solapa de Dickens durante la lectura.
Dolby se acercó a un lado del estrado con una sonrisa de felicitación para Tom y una mano afectuosamente extendida, pero Tom no tenía tiempo que perder. En cuanto llegó a la sala se lanzó en una carrera enloquecida por el pasillo inclinado del teatro, subió al primer piso, llegó al segundo y, casi saltando por encima de dos filas, agarró a la mujer por los hombros como si la abrazara.
–¿Fue usted quien entró en la habitación de Dickens en el Parker House? – interrogó Tom.
Ella rechazó la expresión acusadora en los ojos de Tom con su poderosa mirada. Luego sonrió y, con una voz audible e irreverente, dijo:
–¡Sí que me considera rara!
Tom pudo observar que la bolsa de la mujer estaba repleta de papeles. Sacó unas cuantas hojas. Eran idénticas en forma y tamaño a la nota que había encontrado en la cama de Dickens.
–Fue usted.
Ella le concedió una exigua sonrisa.
–Usted es capaz de ver cosas que otros no ven. Mi marido no. Usted lo entiende. Él me necesita. El Jefe. El Jefe me necesita. Todas esas no están a la altura de la gente de su categoría -lo que más sorprendió a Tom fue aquella palabra informal: el Jefe. El Líder, el Gran Hechicero, el Inimitable, eran los sobrenombres que le daba su público fervoroso. Pero nadie de fuera de su círculo le llamaba el Jefe. ¿Hasta qué punto se había acercado a él?
De repente, los ojos de la mujer se nublaron y le miró con desprecio como si él le acabara de escupir a la cara.
–Es usted el hombre más malvado y desagradable del mundo -ahora fue ella la que, efectivamente, le escupió a la cara con una mueca de asco-. Tengo montones de amigos, todos ellos son más que amables conmigo y nadie que me conoce me olvida nunca. ¡El príncipe de Gales es un gran amigo y protector mío! El Jefe volverá a ser amado -esta última frase la pronunció para ella haciendo una imitación escalofriantemente perfecta del ligero acento irlandés de Tom.
Tom se percató entonces de que en el respaldo de madera de la butaca que quedaba delante de ella había algo grabado. Eran marcas profundas y estaban hechas con una navaja. Palabras y frases, citas de las novelas de Dickens se montaban unas sobre otras formando un galimatías ininteligible. La única palabra que Tom pudo distinguir pasando los dedos por encima de la butaca fue «amado».
Para entonces se había empezado a formar a su alrededor un corro de espectadores. Tom rebuscaba en la bolsa de la mujer la navaja con empuñadura de nácar que le había visto empuñar en Brooklyn, pero se detuvo cuando, en su lugar, dio con una pequeña pistola.
–No es fácil amar a un hombre que posee el fuego de los genios -dijo ella confidencialmente mientras hacía un gesto con la cabeza en dirección a la pistola-. Su voz perdura en mis oídos incluso cuando no quiero oírla. «No te haces una idea de lo que es tener a alguien maravilloso encariñado de ti», dice él, «a no ser que hayas sufrido la depresión y las amarguras de la soledad».
–¿Branagan? – prorrumpió Dolby nadando contracorriente entre la multitud-. Branagan, ¿qué significa esto? La gente está mirando hacia aquí. ¿Quién es esta mujer? ¿Qué está haciendo?, ¡retire eso! ¡Va a provocar un tumulto!
El policía que antes había estado haciendo guardia con Tom en la puerta también se abrió paso entre la gente con dos agentes más a su lado. Inesperadamente, echaron a Tom a un lado.
–¡Retírese! – dijo uno de ellos.
–Agente -se explicó Tom-, esta mujer irrumpió en la habitación de Dickens en el hotel Parker House y aseguraría que fue quien asaltó a la viuda en Nueva York. Quiere hacerle daño… ¡Lleva un arma consigo!
Uno de los policías sacó el arma del bolso. Ella asintió con la cabeza.
–Sí, es mía, agente. Para protegerme. Por si a alguien se le pasara por la cabeza robarme las entradas para la lectura. Y éste no es más que un insolente con muy mala pinta, ¿no es verdad? – dijo mirando a Dolby-. ¿Quién es usted?
–Deben alejar a esta mujer de Dickens de inmediato, agentes -dijo Tom.
–¡Diablos! – dijo el policía boqueando pasmado ante la situación, sin saber cómo reaccionar por un momento-. Lo siento mucho, señora Barton -dijo por fin quitándose el sombrero. Se volvió hacia Tom-: Después de todo no eres más que un dublinés camorrista. Ya lo decían los periódicos al comentar tu intervención en. Brooklyn. ¿Tienes la menor idea de quién es esta señora? – dijo poniendo el énfasis en la palabra como para distinguirla de una simple mujer-. Espero por tu bien que no presente cargos por agresión.
–¡Vamos a ver! – dijo Tom volviendo a cargar contra ella-. ¿Qué importa su nombre?
–Haznos caso, irlandesito, o tendremos que escribir a tu madre para que te lleve a casa a cuidar de los cerdos -el agente se puso delante de la señora para interceptar a Tom-. ¡No te acerques a ella o nos veremos obligados a encerrarte!
–No será necesario, agente, no será necesario en absoluto -dijo Dolby agarrando a Tom de la mano y bajando la voz hasta convertirla en un susurro para ocultar la escena a los periodistas-. Ha sido una simple equivocación por parte de un hombre bienintencionado. Va a regresar al hotel y se va a quedar allí el resto de la lectura.
–¡Señor Dolby! – intentó protestar Tom.
–¡Branagan! – bramó Dolby-. ¡Ahora cállese!
–Hay que ver, todo este escándalo por mí. ¿Me da lo que es mío, señor? – dijo la señora Barton tranquilamente. El agente de policía le entregó su pistola. Ella la aceptó con una espeluznante sonrisa y la guardó en su extraño bolso de tapicería-. Ese Thomas es un chico verdaderamente adorable. Me recuerda un poema de… En fin, no consigo acordarme de quién. Uno de los trágicos. Hay demasiados poetas hoy en día.
Dolby se llevó a Tom Branagan a rastras por los pasillos intentando que el muchacho dejara de mirar desafiante a la mujer.
–Au revoir, Thomas -dijo despidiéndole con la mano-. Como dice el señor Weller, «¡He venido a ocuparme de ti, cariño!».
–¡Que no se acerque a Dickens! – gritó Tom impotente a los policías-. ¡Que no se le acerque!
14
1870
En la antigua ciudad provinciana de Rochester, en sus pintorescas y estrechas callejuelas, Dickens parecía estar por todas partes. Al pasar delante del cementerio que rodeaba la iglesia, en la primera lápida que vieron se leía DORRIT; Osgood conjeturó que allí Dickens debió de pensar por primera vez en la historia de avaricia y encarcelamiento de La pequeña Dorrit. Un cartel sobre la puerta de un almacén en High Street decía BARNABY y en otro lugar, tal vez para completarlo, se leía RUDGE.
Osgood pensó en la popularidad de Dickens. La gente había ido a la iglesia a rezar por la pequeña Nell, había llorado por Paul Dombey como lo haría por su propio hijo, había gritado de júbilo (y cómo habían gritado en el Tremont Temple) cuando el pequeño Tim salvó la vida. Sus libros se convertían en realidad para cualquiera que los leyera, fuera un humilde trabajador del puerto o un patricio de Mayfair. Por eso, incluso aquellos que nunca en su vida habían leído una novela, leían las suyas.
Su carruaje remontó lentamente una empinada colina verde hasta la cima, donde se asentaba un atrayente edificio blanco bañado por un rústico encanto estival. El descolorido rótulo de la casa estaba decorado con el obeso personaje de Shakespeare, el alegre Falstaff, con el príncipe Hal y una escena con Falstaff metido dentro de una cesta de ropa sucia mientras las Alegres Comadres reían. El hostal estaba situado sobre una pradera ondulante justo enfrente de las vallas de madera de la finca de Dickens, conocida por el nombre de Gadshill Place.
El patrón del hostal les recibió en los escalones y su aspecto les dejó inmovilizados por un instante. De constitución sólida, pero no gordo, iba vestido con un atuendo isabelino colorista y amplio, y bien acolchado por añadidura. Su abullonada gorra de terciopelo llevaba las plumas marchitas de un pájaro entero. Les dijo que le llamaran Falstaff o «Sir John» y sostenía una copa de cerveza para brindar a la menor ocasión que se presentara.
–Podrían ustedes arruinarnos con su apetito y seguirían siendo bienvenidos -dijo-. ¡Ése es el lema del Falstaff Inn!
–Me pregunto si todos los hosteleros ingleses van vestidos así -susurró Rebecca mientras el dueño y un muchacho cargaban sus baúles.
–¡Vengan, Sir Falstaff les acompañará a sus habitaciones! – exclamó el alegre hostelero.
A la mañana siguiente John Forster, tras ser advertido de su llegada, se reunió con ellos en la sala de café mientras se recuperaban de la travesía atlántica con huevos, jamón cocido y café. A pesar de que llevaba un costoso traje a medida de estilo londinense, Forster se parecía más a Falstaff que el hostelero, con un cuerpo esférico, los andares lentos y cara de niño mimado. Pero, al contrario que en el caso del hostelero, este Falstaff no transmitía ninguna alegría.
–Y ésta debe de ser la señora Osgood -tanteó Forster extendiendo su mano.
Osgood se apresuró a corregirle, explicando su posición de asistente.
–Ah, ya -respondió Forster secamente, retirándole la mano con premura y sentándose a la mesa-. O sea, que lleva luto por su marido -comentó intuitivamente del atuendo negro.
–Lo cierto es que es por mi hermano, señor. Por mi hermano Daniel.
Forster frunció el ceño consternado, no por la posible turbación de la joven dama, sino por haberse equivocado dos veces seguidas.
–¡Supongo que hay que agradecer a América que se pueda llevar como compañeras de viaje a ruborosas jovencitas en calidad de asistentes! Es una buena cosa.
En ese momento uno de los camareros se acercó a Forster y le habló al oído:
–Eso está en contra de las normas de la sala de café, señor.
Forster se sacó de la boca el puro que estaba medio fumando y medio mordisqueando y lo miró como si no lo hubiera visto en toda su vida. Luego se puso de pie y vociferó:
–¡Márchese de aquí, bribón! ¡Cómo se atreve, señor, a entrometerse en mis asuntos! ¡Desaparezca y traiga a este caballero y esta dama unos bizcochos para el desayuno!
El camarero salió disparado y él volvió a tomar asiento.
–Yo no tomaré bizcochos, señor Osgood, porque ya he desayunado, muchas gracias -dijo Forster sin que nadie se los hubiera ofrecido-. Me levanto todas las mañanas a las cinco, antes incluso que mi criado, porque tomar la primera comida temprano ayuda a las labores de la digestión y mantiene las enfermedades a raya. Y ahora, pasemos al pequeño asunto que le interesa, ¿no le parece?
Después de que Osgood le explicara su deseo de examinar las pertenencias personales de Dickens, Forster comunicó cortésmente que volvería a Gadshill y comentaría el asunto con sus residentes. Al poco rato cruzó la carretera y entró en la finca de Dickens. Al cabo de una hora Osgood y Rebecca recibieron una nota en papel con orla negra de luto en la que se les decía que serían bien recibidos cuando les pareciera conveniente.
–Tal vez yo debería quedarme aquí, en el hostal -sugirió Rebecca mientras terminaba de escribir la nota de respuesta en la que aceptaba la oferta-. El señor Forster parece, bueno, poco cordial conmigo.
Osgood no quería hacer que se sintiera cohibida, aunque tenía razón.
–Es poco cordial en general. Recuerde que era uno de los mejores amigos de Dickens. Su ánimo no puede estar muy entero después de semejante pérdida -dijo-. Vamos, señorita Sand. Con un poco de suerte podremos confirmar la información que tenemos y disponer de algo de tiempo libre para hacer algo muy inglés por Londres antes de partir.
Por fuera la casa de ladrillo rojo de Dickens era austera, pero sin dejar de ser acogedora. Unos escalones de piedra llevaban a un pórtico espacioso donde se habría reunido el numeroso clan en otros tiempos. Robles imponentes marcaban los límites de la propiedad, en la que los niños jugaban y corrían, separándola de los bosques que había más allá de jardines y campos de críquet ahora vacíos en los que el dueño de la casa había permitido celebrar partidos a sus conciudadanos.
Pasear por esos campos producía la sensación de estar recorriendo las leyendas de la vida del novelista. Charles Dickens había escrito sobre la primera vez que vio la casa cuando era un chiquillo, pero lo bastante mayor para darse cuenta de lo pobre que era su propia familia. Antes de que sus problemas de deudas le encerraran en la cárcel, John Dickens llevaba a su extraño hijo a que viera Gadshill desde la calle. Si eres perseverante y trabajas mucho, y no descuidas tus estudios, puede que algún día llegues a vivir en ella, le decía al chico, a pesar de que el padre mismo nunca perseveró ni trabajó mucho.
Dos grandes perros terranova, un mastín y un San Bernardo salieron corriendo de detrás de la casa. Un soplo de decepción pareció recorrer los cuerpos de todos los animales al ver a Osgood y Rebecca. Uno de los canes en particular, el más grande de todos, inclinó su hermosa cabeza lentamente con un aire desolado que rompía el corazón. El jardinero jefe los llamó y los perros regresaron en tropel al patio de establos y entraron cansinamente de puntillas en el fresco túnel que conducía al otro lado de la carretera.
Mucha menos vitalidad les aguardaba en el interior de Gadshill. La casa, de hecho, estaba siendo despojada de todo ante sus ojos. Una cuadrilla de trabajadores retiraba cuadros y esculturas de las paredes y mesas; otros intrusos de rostro sombrío con chalecos de seda y trajes de lino examinaban el mobiliario y toqueteaban cada uno de los objetos y accesorios. La atmósfera quedaba completada por una melancólica interpretación de Chopin al piano que flotaba en el aire.
Un trabajador cargaba un retrato oval de una niña mientras Forster acompañaba a Osgood y Rebecca a través del vestíbulo de entrada hasta el umbral del salón.
–No pueden ustedes visitar Gadshill -anunció inesperadamente acompañándose de un ceño fruncido que era todavía menos cordial que su comportamiento durante el desayuno.
–¿Qué quiere decir, señor Forster? – preguntó Osgood.
–¿Es que no lo ve con sus propios ojos? Gadshill ya no existe… tal como era. Una maldita subasta de sus pertenencias tendrá lugar la semana que viene y están desmantelando todo lo que está a la vista -explicó Forster agitando los brazos furiosamente. Luego se volvió y lanzó una mirada furibunda al mejor vestido de los invasores-. Esos otros hombres que disponen los restos del lugar con artificial afabilidad son los representantes de otra empresa de subastas diferente que venderá la casa en la que usted se encuentra al mejor postor. ¡In-to-le-ra-ble sin paliativos! – cada palabra del albacea parecía como si hubiera sido memorizada de antemano y ahora las recitara ante una comisión investigadora encargada de expulsar a un viejo enemigo de la administración pública.
–¿Tienen que vender absolutamente todo lo que hay en la casa, señor Forster? – preguntó Rebecca con genuina tristeza.
–¡No me lo diga a mí, señorita! Absolutamente todo, hasta el último clavo de la puerta -gritó Forster acusador, como si Rebecca acabara de decretar el destino de la casa-. La familia Dickens es muy extensa -su voz se apagó hasta ser un susurro sonoro-, y sus múltiples hijos, que no se parecen a él en otro aspecto que en el nombre, llevan vidas dispendiosas y desaprovechadas. De sus dos hijas, una está casada con un pintor inválido hermano de Wilkie Collins, y no sé qué es peor, si que sea pintor, que sea inválido o que sea pariente de Wilkie Collins. La otra chica, a pesar de ser bastante guapa, nunca se ha casado. No, sin los ingresos de futuros libros Gadshill no puede seguir como antes -miró por la ventana a los prados que les rodeaban y esperó a que Osgood y Rebecca hicieran lo mismo antes de seguir hablando-. Esta tierra será recordada por tres cosas. La primera, por los robos a los caminantes perpetrados por Falstaff con el príncipe Harry y los vagabundos de la región. La segunda, por los peregrinos de Chaucer que pasaban por aquí camino de Canterbury. Y la tercera, por el novelista más popular que haya existido. De la primera, el bufón de su hostelero ya ha hecho mofa por dinero. Yo siempre le llamaré William, el verdadero nombre de ese sujeto, aunque sólo sea para fastidiarle. Esperemos que no llegue el día en que algún hostelero sin escrúpulos se vista como uno de los personajes de Dickens o haré que me arranque los ojos de inmediato el viejo cuervo que el señor Dickens solía tener como mascota.
Osgood consideró que era el momento oportuno para interponer una pregunta, pero Forster le puso una mano imperial en el hombro y le obligó a desplazarse.
–Fíjese en la acuarela que en este momento saca del comedor ese obrero. Eso, señor Osgood y señorita Sand (se llama así, ¿verdad, querida?), es una pintura del vapor Britannia en el que el señor Dickens realizó su primer viaje a América, el 4 de enero de 1842. Ese episodio se relatará en el capítulo decimonoveno de mi libro La vida de Dickens. ¡Levanten mas eso, hombres, tengan cuidado de que la esquina del marco no estropee la pared!
Osgood percibió cierta dureza, cierta recriminación en la palabra América.
–Espero que esté de acuerdo en que la segunda gira por América del señor Dickens -señaló Osgood- fue un auténtico éxito.
Forster rió sombríamente y se retorció las manos como si estuviera escurriendo ropa mojada.
–¡Monstruosa idea! ¡Su gira dejó a Dickens enfermo, cojo de un pie y privado de toda la vitalidad con la que partió de nuestras costas! Me opuse rotundamente a su partida, como le dije a ese gorila ávido de oro que es Dolby. Si los lectores americanos no hubieran adquirido los libros del señor Dickens sin pagar los derechos de autor durante tantos años, si nos hubieran hecho participes de sus leyes de propiedad intelectual, no habría necesitado ese ingreso extra. ¡Pensar que todos los que daban brincos a su alrededor le llamaban «Jefe», como si fuera un indio salvaje…!
–Recuerdo que a Charles le gustaba que le llamaran jefe -interrumpió una voz femenina-. Con todos los motivos que tenemos para ponernos tristes, podemos al menos alegrarnos de que tuviera vigor suficiente para viajar.
La voz de las alturas correspondía a una mujer elegante y esbelta, recién rebasados los cuarenta años, que bajaba las escaleras.
–Les presento a la señorita Georgina Hogarth -farfulló indiferente Forster a sus visitantes-. Mi colega albacea de la casa y todas sus posesiones.
–Por favor, llámenme Georgy. Todos me llaman así en Gadshill -dijo en un tono relajante que se impuso a la estridencia de Forster.
Osgood supo por su nombre que era la cuñada de Dickens. Aun después de que Catherine, la mujer de Dickens, se fuera de Gadshill, la tía Georgy siguió siendo la confidente y ama de llaves del escritor, y una madre para sus dos sobrinas y sus seis sobrinos. La separación entre Dickens y Catherine nunca fue un divorcio oficial; el cronista de la armonía doméstica no podía permitirse una mancha permanente como ésa en su imagen pública. Las novelas de Dickens ensalzaban la familia y los ideales de lealtad y perdón. Su público esperaba que él fuera un ejemplo de ese comportamiento.
Dickens y Georgy se hicieron tan inseparables que otros miembros de la familia Hogarth, furiosos por que hubiera tomado partido por Charles, supuestamente difundieron perversas calumnias sobre que él la había seducido. El hecho de que la encantadora Georgy nunca se casara no contribuyó a aplacar las murmuraciones.
Osgood recordaba que la revista Harper's había disfrutado de una venta extraordinaria al importar los rumores sobre Dickens y Georgy a América. Para hacer que el asunto sea aún más escandaloso, una joven dama, la hermana de la señora Dickens, ha asumido las «labores del hogar» de Dickens, había comentado la revista, cuando Catherine se había marchado hacía ya más de diez años. Todo este asunto repugna enormemente a nuestras ideas sobre la permanencia del matrimonio.
–Gracias a los dos. Me doy perfecta cuenta de que están ya bastante ocupados sin nuestra visita -dijo Osgood.
–A decir verdad, señor Osgood, desearíamos tener más invitados que no fueran horrendos subastadores o agentes inmobiliarios subiendo y bajando por toda la casa -la tía Georgy lucía una sonrisa radiante que evocaba en la mente la imagen del bullicioso hogar que debió de ser-. ¿Pasamos?
En el salón se encontraba sentada una joven y atractiva mujer con aspecto de matrona, aproximadamente de la edad de Osgood, acariciando las teclas del piano de palo de rosa. Llevaba un vestido de luto a la moda bajo el peso de unas aparatosas joyas de luto y tocaba con un aire abstraído. Osgood, momentáneamente distraído por la música y su ejecutante, explicó a sus anfitriones la misión que les llevaba allí.
–Nuestra empresa tiene intención de publicar El misterio de Edwin Drood en América. Pero en nuestro país estamos rodeados de piratas literarios que utilizan la impunidad que les ofrece el fallecimiento del señor Dickens para saquear el texto en su beneficio.
–¡Típico de América! – salmodió Forster-. La avaricia abunda en la tierra del yankee-doodle.
–Tampoco escasea aquí, señor Forster -regañó Georgy al amigo de Dickens.
–Debido a la peculiaridad de nuestras leyes -continuó Osgood-, nos encontraremos en una situación comprometida si los piratas ponen en circulación sus copias baratas. Habíamos depositado todas las esperanzas de éxito para nuestra empresa, y naturalmente para los derechos del señor Dickens, basándonos en nuestros ideales morales, no en las leyes. Ahora todo eso pasaría a usted y a su familia -dijo dirigiéndose a Georgy-. Pero eso nunca llegará a suceder si los deseos de Dickens de que seamos sus editores exclusivos se desvanecen con su muerte.
En este punto de la entrevista, una difusa mancha blanquecina, que al fijarse mejor resultó ser una perra Pomerania, cruzó la habitación y aterrizó a los pies de Osgood. Le dedicó un ladrido agudo al editor, pero cuando éste le acercó una mano, el perro sacudió el hocico y le ladró en tono recriminatorio. La mujer que tocaba el piano dejó de hacerlo con una nota discordante y, levantándose las amplias faldas, se acercó a su lado apresurada. La virtuosa se retiró el velo negro mostrando la cara para presentarse como Mamie Dickens, la primera hija del novelista, la que Forster había calificado de hermosa y soltera.
–Pido disculpas por su comportamiento, señor Osgood -dijo Mamie tímidamente-. Ésta es la señora Bouncer, es una criatura encantadora, pero cuando se enfada se pone como el perro de Mefistófeles. Como toda joven inglesa realmente bien educada, nunca tolera que un hombre le acerque una mano. En cambio, le gusta que los hombres la acaricien con el pie.
La señora Bouncer daba vueltas y vueltas alrededor de Osgood acompañándose de un ladrido asmático. Osgood intercambió una mirada fugaz con Rebecca, quien parecía estar a punto de romper a reír pero se reprimía. Osgood se desató un zapato y, cuando la señora Bouncer saltó de inmediato sobre él, le rascó la barriga con el pie.
–¡Oh, qué encanto! – exclamó Mamie mordiéndose el labio inferior emocionada-. Eso era lo que más echaba de menos. Oh, ¿también tienen que llevarse eso? – dijo volviéndose desazonada. Un trabajador estaba envolviendo una fuente de pie de color rosa que había retirado de la repisa de la chimenea-. Cuando era pequeña me fascinaba. ¿Puedo detener a ese horrible operario, tía? – susurró.
–Lo siento mucho, Mamie. Ya sabes que sólo podemos quedarnos con lo estrictamente necesario.
Osgood le dirigió a Mamie una mirada de conmiseración. Rebecca observó cómo miraba Osgood a la patética señorita Dickens. Durante unos instantes los tres quedaron tan abstraídos e imprecisos como las figuras de un esbozo.
–Teníamos la esperanza -dijo Osgood regresando a su asunto- de que tal vez aquí se hubieran encontrado más páginas de El misterio de Edwin Drood aparte de las seis entregas que el señor Forster nos ha enviado a Boston.
Georgy sacudió la cabeza tristemente.
–Me temo que no las hay. La tinta de las últimas hojas de papel de la sexta entrega todavía se estaba secando en su escritorio cuando sufrió el colapso. Lo vi con mis propios ojos.
–¿Quizá haya memorandos o fragmentos? O correspondencia personal sobre cómo pensaba continuar la novela que pudiera satisfacer la curiosidad natural de los lectores.
–Podía haber sido así -respondió Georgy-. Pero el señor Dickens quemaba toda su correspondencia privada periódicamente y les pedía a sus amigos que hicieran lo mismo. Le daba espanto la utilización inadecuada que con frecuencia se da a las cartas de las personas célebres. Todavía recuerdo una vez, hace años, que hizo una hoguera y los niños asaron cebollas en las cenizas de cartas de grandes nombres como Tennyson, Thackeray o Carlyle.
–Dígame, señor Osgood -interrumpió Forster con una extraña expresión de desprecio-, ¿de qué le servirían las notas sobre el libro, suponiendo que existieran, sin Charles Dickens que escribiera los capítulos en sí?
–¡Me servirían de mucho, señor Forster! – respondió Osgood atajando expertamente el tono negativo de Forster-. Si pudiéramos publicar una edición especial que revelara en exclusiva a los lectores americanos cómo iba a acabar de verdad el misterio podríamos tomar la delantera en esta competición fraudulenta. Pero no podemos permanecer en Inglaterra en busca de respuestas más que un tiempo limitado, o todo habrá sido inútil. Los piratas pondrán sus zarpas en el resto de los capítulos que se conocen, imprimirán el libro y lo venderán por todas partes.
–¿Qué quiere decir, Osgood? – Forster se inclinó hacia adelante con una mueca de desconfianza. Agarró los brazos del sillón con sus manos desmesuradas como si, a falta de esa contención, se fueran a lanzar al cuello de Osgood-. ¡Increíble! ¿Qué quiere decir con «cómo iba a acabar de verdad»?
Osgood y Rebecca intercambiaron miradas sorprendidas ante la reacción del albacea.
–Me refiero, señor mío, a cómo se iba a resolver finalmente el misterio de la novela.
–Vaya, ¡a mí no hace falta que me lo diga! ¡Eso ha quedado bastante claro, creo yo! John Jasper, el desvergonzado villano del libro que lleva una vida secreta de depravación, ha matado cruelmente a su sobrino Edwin Drood. ¿Es que no resulta eso de lo más evidente para cualquier persona que tenga dos ojos?
–Ciertamente, así lo parece al final de la sexta entrega, sí -admitió Osgood-. Sin embargo, nuestro socio principal, el señor Fields, ha señalado que tal vez el señor Dickens guardara en la manga alguna otra sorpresa para sus lectores en las seis partes siguientes. El señor Dickens decía en una carta dirigida a nuestras oficinas que el libro iba a ser «peculiar y novedoso».
Forster negó con la cabeza.
–Jasper iba a confesar su crimen, eso era lo «peculiar y novedoso». Hombre, el propio Dickens me lo dijo.
–¿Se lo dijo el señor Dickens? – preguntó Osgood.
Forster cruzó los brazos sobre el pecho y frunció los gruesos labios en un gesto de desagrado.
–Es posible que no haya dejado mi relación con el señor Dickens lo bastante clara para usted, señor Osgood. Las crónicas de nuestra amistad tal vez no fueran tan comentadas al otro lado del océano como lo son aquí. No peco de presuntuoso si digo que el señor Dickens y yo éramos íntimos amigos y, aunque me temo que no era igualmente receptivo a los consejos que afectaban a asuntos de la conducta personal, me confiaba prácticamente todos los detalles de sus libros.
–Bueno, a mí no me dijo nada de cómo pensaba terminar el libro, a pesar de habérselo preguntado unos días antes de su muerte -intervino Georgy mirando a Forster con suspicacia.
–¿Usted también se lo preguntó, tía Georgy? – quiso saber Rebecca.
–Sí, querida. Después de escuchar la lectura en voz alta que nos hizo de las seis entregas, le dije: «Charles, ¡espero que no hayas matado realmente al pobre Edwin Drood!». Él me respondió: «Georgy, he titulado mi libro el misterio, no la historia de Edwin Drood», pero no quiso decirme más.
–¡Monstruoso! – exclamó Forster, su ancha frente ahora arrugada y retorcida-. ¡Me tiro de los pelos! ¡Es ridículo! ¡Podría significar cualquier cosa, señorita Hogarth! ¿No es cierto?
Georgy ignoró sus objeciones.
–Señor Osgood, señorita Sand. Si desean ver con sus propios ojos los papeles de su escritorio, gozan de absoluta libertad para hacerlo. En los meses de verano le gustaba escribir en el chalet suizo. Allí era donde estaba trabajando el último día antes de entrar en la casa y desplomarse. Hay un segundo escritorio en su biblioteca. No he tenido fuerza para hacer nada más que mantener sus escritorios y cajones en orden.
–Gracias, tía Georgy -dijo Osgood.
–Si encuentran algo que pueda servir de ayuda, nos alegraremos con ustedes -dijo Georgy.
Forster volvió a cruzar sus rollizos brazos al escuchar esas palabras.
Osgood y Rebecca, conducidos por un jardinero, cruzaron al otro lado de la carretera por el túnel de ladrillo en el que descansaban los cuatro perros. Un chalet apartado hecho de madera al estilo suizo se alzaba oculto entre los arbustos y los árboles. En aquel pequeño santuario de madera subieron una escalera de caracol hasta el piso superior.
La apartada calma del chalet de Dickens permanecía al margen de los preparativos para la subasta. En las paredes de aquel estudio de verano había cinco espejos altos que reflejaban los árboles y los campos de maíz hasta el lejano río y sus velas distantes. Las sombras de las nubes parecían flotar por la habitación.
–Ya veo por qué al señor Dickens le gustaba este sitio para escribir, lejos de todo lo demás -comentó Rebecca al entrar.
Junto a una ventana abierta había un caro telescopio. Osgood arrimó un ojo a su lente. En medio de los prados, junto a los campos de lúpulo, se veía a un hombre alto con el pelo revuelto que parecía estar mirando hacia aquella ventana. Osgood desplazó el telescopio hacia la colina y localizó el Falstaff Inn y pudo ver a su propietario en los establos. Mientras peinaba las crines de uno de los caballos, el hospedero se frotaba los ojos como poseído de una melancolía soñadora. Al parecer, la desolación por la muerte de Dickens había alcanzado todos los rincones de Gadshill.
La fecha en el escritorio seguía siendo la del 8 de junio, el último día que Dickens se había sentado a escribir. Amontonados en el escritorio también se veían varias plumas y tinteros, una pizarra de memorandos, unas cuantas baratijas, entre las que se incluían dos ranas de bronce, y un manojo de papeles de color azul cubiertos de caligrafía en tinta del mismo color.
–Aquí están -dijo Osgood sobrecogido al ver este último elemento y sentándose en la silla polvorienta-. Las primeras seis entregas de El misterio de Edwin Drood de su propia mano con correcciones del impresor en los márgenes.
Recorrió delicadamente con los dedos los bordes de las páginas. La caligrafía de Dickens, no siempre clara, era fuerte y dinámica. No parecía escrita para ser leída por nadie más que el escritor, y que se fastidiaran impresores y cajistas. Por lo general, cuando Osgood visitaba el lugar de trabajo de uno de sus autores no solía ser un gran descubrimiento, era como visitar las sucias naves de una fábrica. De hecho, había llegado a ser algo demasiado común que al conocer a un autor que hasta entonces había tenido en gran estima, el resultado era la decepción ante la mediocridad de la persona que había detrás de las palabras. Pero con Dickens siempre había una sensación de magia, como si Osgood no fuera un editor experimentado de Boston y volviera a ser el colegial de Maine o aquel aprendiz en su primer día de trabajo en Old Corner con su delantal de hule manchado de tinta. Hasta el día de hoy, incluso con Dickens ya desaparecido, seguía pareciéndole excitante ser el editor de Dickens.
–¿Está usted lista? – preguntó Osgood aspirando el olor de todo aquello-. Empecemos, señorita Sand.
A lo largo de los días siguientes, la dedicación de los investigadores se vio rota por breves treguas e interrupciones ocasionales del mundo exterior. La más importante de ellas ocurrió cuando retomaban el trabajo la mañana siguiente. Para entonces ya habían encontrado unas cuantas joyas entre el inmenso despliegue de material. Osgood descubrió una página de las primeras notas de Dickens en la que había escrito una lista de títulos antes de decidirse por El misterio de Edwin Drood: Desaparición y búsqueda, Un objeto en la vida, ¿Muerto o vivo? Se los estaba dictando a Rebecca cuando se detuvo en medio de una frase.
–¿Señor Osgood?
–Disculpe, señorita Sand. Se me han ido los ojos hacia eso. Una cosa bastante grotesca, ¿no le parece?
Sobre la chimenea descansaba una figurita de escayola de color amarillo claro. Representaba a un hombre oriental con un fez inclinado que fumaba una pipa sentado en un sofá con las piernas cruzadas. Osgood la levantó y la separó a la distancia del brazo para examinarla. Pesaba más de lo que parecía.
En ese momento un hombre subió corriendo las escaleras del chalet y entró en el estudio. El intruso llevaba un traje raído y el pelo desordenado y sin sombrero, rematando un rostro tostado por el sol. Era el mismo hombre que el editor había visto por el telescopio caminando por los campos de lúpulo el día anterior. Tenía la boca abierta como en un gesto de terror inesperado y agarró el brazo de Osgood.
–¿Necesita ayuda, señor? – le preguntó Osgood.
El hombre estudió al editor con mirada escrutadora. Alargó la otra mano hacia Osgood y la dejó extendida. Cautelosamente, Osgood ofreció la suya para que la estrechara. El desconocido la agarró con ambas manos y la estrechó con fuerza. Rebecca ahogó un grito.
–¡Sí, ya lo veo! Es usted. Es usted. ¡Está preparado! – dijo atropelladamente el hombre, mientras un criado de Gadshill entraba como una tromba.
–Vámonos -el bigotudo criado se llevó al invasor tirándole de la oreja como si fuera un niño travieso-. Vamos, compañero. Acaba ya con ese comportamiento salvaje. Hay mucho trabajo que hacer. Lo siento mucho, señor, señorita. Yo me ocuparé de que no les moleste más.
Aquella misma tarde Osgood tomó el tren a Londres mientras Rebecca continuaba con su investigación. Utilizando el mapa de su guía, localizó las oficinas de Chapman Hall, los editores ingleses de Dickens. El día de su llegada, Osgood les había mandado un mensajero con su tarjeta y una nota en la que pedía una entrevista, pero todavía estaba aguardando una respuesta. Osgood no podía permitirse el lujo de esperar si quería que su estancia en Inglaterra diera resultados a tiempo.
Pero tuvo que esperar más todavía en las animadas oficinas de la editorial en Piccadilly. Era el día de las revistas, cuando todos los editores, impresores, encuadernadores y libreros de Londres se apuraban para hacer llegar sus últimos folletines y publicaciones periódicas a los lectores. En el caso de Chapman Hall, esto significaba la nueva entrega de El misterio de Edwin Drood. Los chicos de reparto llenaban sus sacas con los cuadernillos de portada verde de la entrega para repartirla por kioscos y puestos de libros de toda la ciudad y hasta de los pueblos más lejanos, gritándose instrucciones unos a otros. El primer día del mes siguiente, el próximo día de las revistas, se distribuiría y vendería al ávido público el último capítulo en manos de los editores… Y los piratas de América tendrían todo lo que necesitaban.
Mientras contemplaba aquel desbarajuste de oficinistas y mensajeros, Osgood reparó en que la sola mención del nombre del señor Chapman provocaba un alud de reverencias y miradas huidizas entre los trabajadores de la casa. Llevaba esperando una hora sentado en la antesala cuando hizo su aparición Chapman, de anchos hombros e indumentaria de sport.
–Lo siento terriblemente, muchacho -dijo después de que Osgood se hubiera presentado-. Tengo que irme corriendo al campo para ir de caza con una gente importantísima… Unos aburridos de espanto, la verdad, pero importantísimos. ¿Puede pasar a vernos en otro momento?
Osgood echó una nueva y prolongada mirada a la oficina de Chapman y su plantilla antes de emprender su regreso a Rochester con una creciente sensación de inutilidad. Después de alquilar una calesa en la estación de Higham, Osgood se encontró con que la fiel Rebecca continuaba inmersa en el trabajo en el chalet de Gadshill.
Al cabo de otras dos horas, los hombres de la casa de subastas Christie's llegaron para acabar por fin con la tranquilidad del chalet. Los trabajadores se apoderaron de la figurita oriental y de otros objetos vendibles del interior del sanctasanctórum de Dickens. Iban acompañados por una eficiente tía Georgy, que les daba instrucciones.
Georgy sacudía la cabeza con un gesto de digna frustración mientras los hombres hacían su labor.
–Supongo que es inútil intentar fingir que las cosas no han cambiado para siempre. ¡Qué vacío me parece ahora el mundo!
–¿Adónde irá cuando se venda Gadshill, tía Georgy? – preguntó Rebecca.
–Mamie y yo vamos a buscar una casita en Londres, a pesar de que se me ponen los pelos de punta al pensar en los largos y duros inviernos de la ciudad.
–Creo que usted y el señor Dickens serán siempre parte de esta tierra, pase lo que pase -dijo Osgood-. Dondequiera que vayan.
Georgy miró a Osgood fijamente.
–Debo confesar que mi papel como albacea es algo nuevo para mí. No en el sentido de intervenir en las trayectorias de los niños, que ha sido la dedicación de mi vida, sino en lo que se refiere a leer documentos y contratos.
–Puedo imaginar la tensión -dijo Osgood.
–He tenido que aprender demasiado deprisa que es raro encontrar un hombre de negocios que pueda presumir de honesto. Perdóneme, pero me pregunto si podría abusar de usted mientras se encuentra en Rochester. ¿Sería tan amable de repasar el testamento del señor Dickens si le dejo una copia en el Falstaff?
–Será para mí un honor y un placer -dijo Osgood levantándose y haciendo una reverencia- poder compensar su amabilidad.
–Gracias. Me tranquilizará dedicar una hora a aclarar dudas con alguien… Con alguien que no sea el señor Forster, para ser totalmente sincera. Para empezar, ¡me siento tan inmadura a su lado! Como si no tuviera fuerza de voluntad propia cuando está cerca de mí.
Se quedaron callados al oír unas sonoras pisadas que subían las escaleras. Acto seguido apareció la figura corpulenta de Forster, que recordó a voces a los obreros el valor de lo que estaban transportando en sus inexpertas manos.
–Criaturas inútiles -sentenció Forster volviéndose hacia el escritorio, donde sus ojos cayeron sobre el rimero de papeles azules. Se frotó las manos una contra otra-. ¡Ah, ahí está! Verá usted, señor Osgood. Todos los manuscritos del libro del señor Dickens me fueron legados en su testamento para que yo me hiciera cargo de ellos.
Forster, con manos delicadas y temblorosas, agarró el manuscrito de Drood por los lados y lo recogió. Su veneración era conmovedora, si bien excesiva.
–Son las últimas que quedan en la casa, creo -consultó a la tía Georgy.
–Es el último manuscrito que queda aquí -dijo Georgy suspirando-. El último que queda en todas partes.
Con el manuscrito a buen recaudo en su maletín, los ojos de Forster se dirigieron hacia una pluma en particular. Era una larga pluma de ganso, blanca y flexible, con la punta manchada de tinta azul seca.
–Es ésa, ¿verdad? – preguntó.
Georgy asintió con la cabeza.
Rebecca preguntó de qué se trataba.
–Ésa es la pluma con la que escribió El misterio de Edwin Drood, señorita Sand -respondió Georgy-. A Charles le gustaba usar una sola pluma para cada libro, de esa manera le confería una cierta pureza. No quería que el espíritu de la pluma se mezclara con facturas insignificantes y cheques diversos. Con ésta acabó la sexta entrega de la novela inmediatamente antes de entrar en la casa.
Osgood preguntó si podía verla. La levantó de la mesa y le dio vueltas en la mano, luego la empuñó como si ella sola fuera capaz de terminar las últimas seis entregas de Drood.
–¿Puedo -empezó a decir Forster pasándose la lengua por los labios agrietados y carnosos- guardarla en mi despacho?
Georgy carraspeó con intención.
–Sólo por ahora -aclaró Forster carraspeando a su vez como en respuesta al gesto de ella-. Hasta que usted decida lo que quiere hacer con ella, señorita Hogarth. Luego podrá… Bueno, ¡podrá tirarla al Támesis si es ése su gusto!
–Quédesela por el momento -concedió Georgy, instante en el que Forster le arrancó la pluma de las manos a Osgood, la metió en el maletín y corrió escaleras abajo sin despedirse de nadie.
–Creo que debería venir conmigo a Londres esta mañana, señorita Sand. Si el señor Chapman accede a recibirme, me gustaría que tomara usted notas.
Rebecca titubeó.
–¡Será la primera vez que vaya a Londres! – exclamó. Luego contuvo su entusiasmo con su habitual formalidad-. Voy por mi estuche de lápices.
–Buena idea -dijo Osgood-. Estoy convencido de que a sus ojos les vendrá bien un descanso de todos esos papeles de Dickens.
Al llegar a la estación de Charing Cross, en el Strand, Osgood y Rebecca caminaron a la sombra de teatros y tiendas entre un número sorprendente de artistas callejeros y puestos de venta ambulante en cada esquina que hacían parecer a Boston silenciosa en comparación. Los ojos de Rebecca bailaban de un sitio a otro. Los mercachifles ofrecían a gritos reparación de calzado, herramientas, fruta, cachorros, pájaros…, cualquier cosa que se pudiera vender por un puñado de chelines. La variedad de acentos y dialectos sonaba al oído americano como si las promociones orales de cada uno de los vendedores ingleses estuvieran hechas en un idioma diferente.
–¿No nota algo extraño en los vendedores? – le preguntó Osgood a Rebecca.
–El atronador ruido que hacen -respondió ella-. Es algo asombroso.
Mientras hablaban, pasaron delante de un espectáculo de Punch y Judy. Los títeres de madera daban brincos por el diminuto escenario, Judy pegando a Punch en la cabeza con una cachiporra.
–¡Yo te daré tu merecido por tirar al niño por la ventana! – le gritaba la marioneta Judy a su esposo marioneta.
–Fíjese mejor -dijo Osgood-. Hay algo más extraño que el ruido, señorita Sand, ¡y es que los hombres de negocios londinenses no parecen notar el ruido en absoluto! Para vivir en Londres uno debe poseer una capacidad de concentración de hierro. Así es como sigue siendo la ciudad más rica del mundo. Ya hemos llegado -dijo Osgood señalando a un elegante edificio de ladrillo que lucía un letrero de CHAPMAN HALL en las ventanas.
En esta ocasión, cuando Chapman entró en el recibidor, se detuvo y retrocedió unos cuantos pasos cortos al ver a los visitantes que esperaban en el sofá. El editor de piel rubicunda, con su fornido porte y brillante pelo oscuro peinado con una llamativa raya que le partía la magnífica cabeza, daba mucho más la imagen de un hombre deportista y ocioso que la de un hombre dedicado a los libros.
–Eh, tenemos visita por lo que veo -dijo Chapman, aunque su mirada no se posaba en ambos visitantes, sino en la figura esbelta de Rebecca. Finalmente se resignó a admitir también la presencia del caballero.
–Frederic Chapman -se anunció a sí mismo extendiendo una mano.
–James Osgood. Nos conocimos ayer -le recordó Osgood.
Chapman miró al forastero entrecerrando los ojos.
–Recuerdo su cara claramente. El editor americano. Y esta mujercita es…
–Mi asistente, la señorita Sand -la presentó Osgood.
Él tomó delicadamente la mano de la mujer en la suya.
–Sea usted muy bienvenida a nuestra humilde empresa, querida mía. Bueno, entrará con nosotros en mi despacho para la entrevista con el señor Osgood, ¿verdad?
Osgood y Rebecca siguieron a un empleado que seguía a Chapman en procesión hasta su despacho privado. En la estancia había expuestos algunos libros caros, pero era mayor el número de animales muertos y disecados: un conejo, un zorro, un ciervo. Aquellos horripilantes objetos despedían un olor rancio y desolador y la mirada de todos ellos parecía seguir a Chapman dondequiera que fuera con muda fidelidad. El despacho tenía un amplio mirador; sin embargo, en vez de abrirse a las calles de Londres, daba a las oficinas y las dependencias de Chapman Hall. Periódicamente, Chapman volvía la cabeza para ver si sus empleados continuaban concentrados en el trabajo. Uno de los agobiados trabajadores llevó a la reunión una botella de oporto acompañándose de una reverencia que parecía más un incontrolable temblor de rodillas.
–Ah, excelente. Supongo que usted y el señor Fields tendrán una bodega en Boston -comentó mientras llenaba dos copas.
–Nuestro sótano está lleno de listas de suscripción y de material de embalaje.
–Nosotros tenemos una muy grande. Y también una despensa para piezas de caza. Estamos pensando en añadir una sala de billar. La próxima vez jugaremos una partida. Siempre es un placer ver a un colega del otro lado del charco.
–Señor Chapman, supongo que ya habrá investigado concienzudamente lo que todavía pueda quedar de El misterio de Edwin Drood. Nos beneficiaría mucho que usted compartiera con nosotros cualquier tipo de información que pueda haber recibido.
–¿Investigar? ¿Por qué habla usted, señor Osgood, como uno de esos detectives de las novelas nuevas? Me hacen gracia sus conceptos americanos.
–No es mi intención -replicó Osgood con seriedad.
–¿No? – preguntó Chapman decepcionado-. Pero ¿qué es lo que hay que investigar?
Osgood, estupefacto, dijo:
–Si el señor Dickens dejó alguna clave, alguna indicación de hacia dónde iba su historia.
Chapman le interrumpió con una carcajada franca y sincera, certificando así la mencionada gracia.
–Mire, Osgood, viejo amigo -dijo-, es usted realmente divertido al estilo americano, ¿no es verdad? Bueno, yo estoy perfectamente satisfecho con lo que tengo de Drood, seis magníficas entregas.
–Son soberbias, estoy de acuerdo. Pero si estoy en lo cierto, usted pagó una buena cifra por el libro -señaló Osgood incrédulo.
–¡Siete mil quinientas libras! La cifra más alta jamás pagada a un autor por una novela nueva -esta frase la pronunció fanfarronamente en dirección a Rebecca.
–Yo habría dicho que su empresa estaría dispuesta a hacer cualquier cosa para proteger su inversión -dijo Osgood.
–Le voy a decir cómo lo veo yo. Cada lector que compre el libro y encuentre que está inacabado, le dedicará un tiempo a adivinar cómo sería el final. Y aconsejará a sus amigos que compren un ejemplar y hagan lo mismo, para que así puedan discutirlo.
–En América, el hecho de que no esté terminada animará a todos los filibusteros, como les llaman -explicó Osgood.
–Ese bellaco del Mayor Harper y los de su calaña -dijo Chapman volcando su copa y bebiendo su oporto con una presteza depredadora mientras contemplaba su colección de cabezas de animales. Sus ojos de cazador, siempre inquietos, se posaron de nuevo en Osgood-. Eso es lo que le preocupa, ¿verdad? – continuó por fin. Se inclinó hacia Rebecca, no exactamente arisco, para desazón de Osgood, pero sí mostrando una absoluta falta de interés por la hermosa asistente sentada enfrente de él-. Eh, supongo que su patrono luchó valientemente en su guerra de Secesión, ¿verdad? Qué suerte. Aquí no hemos tenido últimamente ninguna guerra de la que podamos hablar. Algunas pequeñas, pero nada que merezca la pena comentarse. Ninguna que le sirva a uno para demostrar al mundo su hombría e impresionar a las mujeres.
–Me hago cargo, señor Chapman -respondió Rebecca negándose a amedrentarse ante la intensidad de su atención.
–Recuérdeme en qué batallas luchó usted, viejo amigo -inquirió Chapman dirigiéndose a Osgood.
–En realidad -dijo Osgood-, sufrí los efectos adversos del reuma cuando era joven, señor Chapman.
–¡Qué pena!
–Ahora estoy mejor. Sin embargo, me impidió cualquier intención de alistarme como soldado.
–Aun así, el señor Osgood ayudó a publicar aquellos libros y poemas -intervino Rebecca- que contribuyeron al entusiasmo y el compromiso de la Unión para perseverar en su causa.
–¡Qué pena que no haya combatido como soldado! – respondió Chapman-. Cuenta usted con mi comprensión, Osgood.
–Gracias, señor Chapman. Respecto a Drood -dijo Osgood con la intención de cambiar el derrotero de su persuasión-, piense en el interés de comprender mejor la última obra de Dickens. Por el bien de la literatura.
Por el guiño de sus ojos y el gesto de su boca, parecía que Chapman estaba a punto de sufrir otro ataque de risa. Sin embargo, su impresionante estructura se desplazó hacia la ventana y puso la yema de un dedo sobre el cristal.
–Vaya, habla usted como uno de los empleados más jóvenes de ahí fuera. La mayor parte del tiempo no soy capaz de distinguirlos, son muy parecidos, ¿no le parece, señorita Sand?
–No sabría decirle, señor Chapman -señaló Rebecca-. Parecen estar entregados a su trabajo.
–¡Tú! – la poderosa frente de Chapman se arrugó y se asomó al exterior donde unos cuantos empleados embalaban un envío de libros en cajas.
Uno de ellos entró nerviosamente en el despacho. Todos los demás interrumpieron lo que estaban haciendo y se dispusieron a ver el destino que esperaba a su compañero.
–Bueno, empleado, ¿no puedes embalar esas cajas más rápido? – inquirió Chapman.
–Señor -respondió el empleado-, lo siento mucho, es el olor lo que nos impide ir más deprisa.
–¡El olor! – repitió Chapman con una indignación que sugería que se le había acusado de emitirlo personalmente. Soltó una ristra de furiosas palabrotas sobre la incompetencia del empleado. Cuando el editor terminó, el empleado explicó tímidamente que la última aportación de Chapman a la despensa, una pata de venado, desprendía un hedor infecto a causa del calor estival.
Chapman, tras levantar la nariz para comprobarlo, cedió y asintió con la cabeza.
–Muy bien. Ponga ese venado en una carreta y me lo llevaré a casa para la cena -ordenó.
Chapman había interrumpido sus insultos encendiendo un puro mientras el empleado esperaba que le dejara retirarse. Cuando Chapman volvió a dirigir la mirada al joven le contempló como si no supiera de dónde había salido.
–¡No tiene muy buen aspecto! – le notificó Chapman al joven.
–¿Cómo dice?
–Un aspecto nada bueno. Pálido, incluso. Bueno, ¿puede tomar una copa de oporto?
–Eso creo.
–Bien. Dígales a los del sótano que le manden un par de botellas -el empleado salió disparado-. Esta oficina funciona como un reloj -dijo Chapman a los invitados con un impaciente sarcasmo-. En fin, estaba usted… estaba usted hablando de literatura -levantó un puñado de papeles-. ¿Ve este libro de poesía? Muy bonito. Esto es lo que llaman literatura. Y yo lo voy a guardar en el armario para quemarlo en mi chimenea el próximo invierno. ¿Por qué? Porque la poesía no vende. Nunca se ha vendido. No vale de nada, ¿sabe, señorita Sand?
–Bueno, señor Chapman, yo adoro las novelas -dijo Rebecca enderezándose en su silla y mirando fijamente a su anfitrión-. Pero en nuestros momentos más tristes o más alegres, ¿qué haríamos sin la poesía para que nos hable?
Chapman se sirvió otra copa de oporto.
–Cinco libras es demasiado para cualquier poema, sobre todo teniendo en cuenta que todos los poetas están siempre en apuros. Cinco libras seria suficiente para pagar lo mejor que pueda hacer cualquiera de ellos. No, no, son las aventuras, las expediciones al aire libre, lo que la gente quiere leer hoy en día, con el lamentable estado del negocio. Ouida, Edmund Yates, Hawley Smart, sus novelas americanas de whisky e indios, ésa es la nueva literatura que la gente recordará. Dios bendiga a Dickens con sus causas sociales y su solidaridad, pero debemos olvidar el pasado y mirar adelante. Sí, no podemos mirar atrás.
Fuera de las oficinas, en las profundas sombras del callejón, el insignificante empleado que había sido reprendido por Chapman, con la cabeza aturdida por el oporto, se subió a la trasera de un furgón. Intentó arrastrar la inmensa y apestosa pata de venado con una cuerda. Luchaba y resollaba hasta que una mano más fuerte la levantó sin esfuerzo del suelo.
–Gracias, señor -dijo-. Maldito sea este venado. Maldito sea todo el venado del mundo.
El hombre que le había ayudado estaba abrigado por las sombras. Lanzó entonces una moneda al aire que el empleado atrapó torpemente con ambas manos contra el pecho.
–Vaya, ¿no debería ser yo quien le pagara, señor?
–¿Ha escuchado lo que le ha dicho su patrono al señor Osgood? – preguntó el desconocido.
–¿Ese americano? – el empleado lo pensó y luego asintió.
–Entonces hay más de éstas para usted. Venga -alargó la mano para ayudarle a bajar del furgón, pero, surgiendo entre las tinieblas, quedó claro que no era una mano. Era una cabeza de bestia en oro que remataba la empuñadura de un bastón. Sus refulgentes ojos negros brillaban como agujeros que perforaban la oscuridad.
–Vamos. No le morderá -insistió el oscuro desconocido.
–Pero ¿por qué quiere saber cosas del señor Osgood? – preguntó el empleado mientras se agarraba al bastón y descendía del furgón.
–Digamos que estoy aprendiendo el oficio de los libros.
Entre las estanterías, las paredes se decoraban con famosas ilustraciones de Cruikshank, «Phiz», Fildes y otros artistas que habían adornado las novelas de Dickens. Oliver Twist se tambalea al recibir en el brazo la bala de la pistola aún humeante de Giles, que se esconde detrás de la esquina… De la misma novela, Bill Sikes se prepara para asesinar a la pobre Nancy… En una tenebrosa celda de la Bastilla en Historia de dos ciudades se hacinan la muerte y la fatalidad… En una mesa retirada, la honesta Rosa confiesa a su buen tutor, el señor Grewgious, que sospecha que el tío de Edwin Drood, John Jasper, ha cometido una terrible maldad…
Encontraron múltiples libros sobre el tema del mesmerismo y Rebecca se fijó en que Dickens había escrito notas en los márgenes de algunos de ellos. Uno se titulaba, misteriosamente, Huellas en las fronteras de otro mundo.
–Leía estos libros minuciosamente -dijo Rebecca tocando las tantas veces manoseadas páginas con respeto y delicadeza.
–¿De qué trata? – preguntó Osgood mientras repasaba las columnas de libros.
–No estoy segura -respondió Rebecca-. Cuestiones referentes a lo sobrenatural.
Leyó un fragmento. El investigador puede avanzar a tientas y tropezar, como si viera a través de un cristal oscuro. La muerte, que a tantos millones ha liberado de su desdicha, aclarará sus dudas y resolverá sus dificultades. La muerte, la que esclarece las adivinanzas, descorrerá las cortinas y dejará pasar la luz que todo lo explica. Aquello que es esta fase de la existencia apenas comienza, proseguirá mejorado en otra.
–Me suena a camelo -señaló Osgood-. Veamos qué más tenia.
En otra de las estanterías intentó sacar unos libros hasta que cayó en la cuenta de que no eran libros de verdad.
–El señor Dickens se mandó hacer esos falsos lomos de libros -dijo un criado que acababa de entrar en la habitación; el mismo hombre del mostacho que había despachado con firmeza al intruso del chalet. Dejó sobre la mesa una bandeja de pastas con una inclinación y luego se acercó a Osgood-. Verá, señor Osgood, es una puerta oculta para que el señor Dickens pudiera acceder cómodamente a la biblioteca desde la otra habitación. ¡Tan ingenioso en su casa como en su escritura! – el criado empujó la estantería tapizada de libros falsos y descubrió la sala de billar, donde, en otros tiempos, juegos y cigarros puros esperaban a los invitados masculinos de Gadshill.
–¡Ingenioso! – admitió Osgood encantado con el artefacto. Leyó con una sonrisa los títulos de los libros falsos que Dickens había elegido. Sus favoritos eran Una historia del pleito civil breve en veintiún volúmenes, Cinco minutos en China en tres volúmenes, cuatro volúmenes de La revista de la pólvora y Vidas de gatos, un juego de nueve volúmenes que le recordó al perezoso señor Puss hecho un cálido ovillo sobre algún cojín de su casa de Boston.
–¡Me encantaría tener la oportunidad de publicar alguno de estos libros! – dijo Osgood.
–¡Señor Osgood! Creo que ya tiene bastante de que ocuparse en el 124 de Tremont Street -dijo el criado con complicidad.
–¿Cómo sabe…? – empezó a preguntar Osgood al escuchar la dirección de su oficina de Boston. Se volvió para observar más atentamente al criado-. Vaya, ¿es usted, querido Henry Scott? ¡Es usted, Scott! – estudió la cara familiar, tan alterada por los dos años de dificultades y el largo y poblado bigote retorcido, esmeradamente peinado hacia arriba en los extremos. Una gran diferencia en su apariencia la marcaba la librea de Gadshill, un amplio sobretodo blanco con esclavina y botas de montar.
–Si, señor Osgood -dijo-. Tal vez usted recuerde, señorita Sand, que acompañé al señor Dickens y al señor Dolby en sus viajes por América, como ayuda de cámara del jefe y, me atrevería a decir, su hombre de máxima confianza. ¡Recordará que fue cuando pasó todo aquello con Tom Branagan! Pues bien, cuando estábamos justo a punto de iniciar la gira, Scotland Yard descubrió que el hombre de confianza del jefe aquí en la casa, su criado, había estado robando dinero de la caja de caudales. ¡Un hombre que llevaba veinticinco años trabajando para el jefe y al que pagaba generosamente! Me alegro de decir que el jefe tuvo la consideración hacia mí de ofrecerme el trabajo con un puesto para mi mujer cuando regresamos de América. Cinco años justos.
–¿Perdón?
–Su muerte, señor Osgood. Sucedió exactamente cinco años después del accidente de tren en Staplehurst. Cuando se puso enfermo repasé su agenda y no pude evitar pensar en un mal viento que no trae nada bueno.
Cuando Henry se inclinaba para retirarse, Osgood le pidió que se quedara.
–Señor Scott, ¿qué me puede contar de lo que pasó ayer en el chalet con aquel hombre?
–Una vez más, le repito que siento mucho lo sucedido -dijo Scott añadiendo una nueva reverencia aún más profunda-. Supongo que, como dice el refrán, una bestia indómita necesita una mano sobria que la conduzca. Si el pobre Jefe hubiera estado presente en cuerpo o en espíritu, o en un estado intermedio, no habría importunado tanto a sus invitados. Y si hay un hombre lo bastante sensato para volver a nosotros en espíritu, ¡ése es el Jefe! ¿No le parece, señorita Sand?
Rebecca tenía algo tan íntegro en su persona que hacia que todos los hombres buscaran en ella aprobación a sus ideas.
–De hecho, ahora mismo estaba mirando sus lecturas sobre temas de espiritismo, señor Scott -dijo Rebecca.
–Siento curiosidad por saber lo que inquietaba a aquel hombre -interrumpió Osgood.
–¡Ah, puede usted nombrar cualquier cosa y seguramente podría considerarse inquietante para ese gandul quemado por el sol! – Henry les explicó que Dickens a veces aplicaba terapia de hipnosis a individuos enfermos o perturbados. Hacía que se tumbaran en el suelo o en el sofá y les inducía a un sueño magnético hasta que despertaban temblorosos y fríos. Había una mujer ciega que atribuía su recuperación de la vista al tratamiento magnético de Dickens-. Sin embargo, este hombre fue un caso especial -apuntó Henry.
Los médicos de Londres le habían diagnosticado unos meses antes a aquel hombre, un pobre granjero, una enfermedad incurable. Habiendo oído hablar de las habilidades especiales de Dickens se plantó en la puerta del novelista suplicando un tratamiento moral y espiritual a través del mesmerismo. Dickens llevaba algunos años menos activo en este terreno, pero accedió y empezó a tratar al hombre con terapia magnética.
–¿Dio resultado, señor Scott? – preguntó Rebecca.
–Bueno, tal vez le diera resultado a él, señorita Sand… Pero en el sentido contrario -dijo Henry.
–¿Qué quiere decir? – preguntó Osgood.
–Uno de los cocineros me dijo que la enfermedad del granjero había mejorado, pero que sus condiciones mentales habían ido debilitándose a lo largo de las sesiones de mesmerismo. Ahora ese pobre vagabundo sigue merodeando por aquí, lo mismo que esos perros inútiles de los establos, como si el Jefe estuviera escondido en el bosque con los ladrones de Falstaff y los peregrinos de Chaucer, y estuviera a punto de volver -Henry, inconscientemente, dijo esto con un tono más comprensivo con el vagabundo de lo que él mismo se dio cuenta.
Con los ojos rojos de leer y copiar, Osgood y Rebecca decidieron regresar al hostal al acabar el día. Forster les esperaba en el porche de Gadshill.
–¿Van a hacer más expediciones mañana por la mañana? – preguntó el albacea como si realmente le interesara y no estuviera sólo curioseando.
–Al cabo de tres días, no hemos podido encontrar mucho más que una lista de títulos, algunas notas sobre el libro escritas deprisa y algunas páginas desechadas, señor Forster -admitió Osgood-. Me temo que hemos acabado con el material que tienen aquí.
Forster asintió con una satisfacción apenas disimulada; luego, fingió apresuradamente una expresión de decepción.
–Supongo que regresarán a Boston.
–Todavía no -respondió Osgood.
–¿Oh? – dijo Forster.
–Si no podemos encontrar nada en las habitaciones de Dickens, tal vez haya algo fuera de ellas…, en algún sitio.
Las pupilas de Forster se dilataron con interés y cogió una hoja de papel y una pluma.