9. Mis problemas familiares
EL asunto ese de los «costes de edición» resultó que se trataba simplemente de calcular el precio que costaba imprimir nuestro periódico. Mi padre me explicó cómo se hacía. En primer lugar había que decidir el número de páginas que iba a tener el periódico. Yo le dije improvisando:
—Creo que veinte páginas estaría muy bien.
—Pues ahora —me contestó— multiplicas el número de páginas por el precio de cada fotocopia. Así sabrás lo que te cuesta cada ejemplar.
Cuando lo hube calculado, me dijo que multiplicara esa cifra por el número de ejemplares que queríamos repartir.
—Quinientos —contesté yo, así por decir algo, y me puse a multiplicar.
¡Qué barbaridad, cuantísimo dinero hacía falta! ¡Iba a tener que rifar hasta las sábanas de mi habitación! Con lo que había sacado de mis juguetes no tenía ni para empezar.
Sofocado, empecé a hacer cálculos y cálculos. Rebajé el número de páginas de cada ejemplar. Luego pensé que dónde íbamos con quinientos ejemplares, ¡qué exageración!
En definitiva y como resumen, después de muchos cálculos, el periódico se quedó con solo ocho páginas y el número de periódicos que íbamos a repartir era de cien ejemplares para toda la escuela. Pero a pesar de las rebajas, todavía faltaba mucho y no vi otra alternativa que ponernos a buscar algún trabajillo que nos permitiera conseguir el dinero de los dichosos «costes de edición». Había una parte del periodismo, en concreto esta, que me parecía francamente desagradable.
Estuvimos todos durante dos semanas trabajando en las más diversas tareas, todos menos Shyam. Sus padres se lo prohibieron bajo el argumento de que uno de los grandes avances de nuestra civilización había sido prohibir el trabajo infantil. Los veinte euros que nos habíamos propuesto aportar cada uno se los dieron directamente.
El resto nos pusimos a buscar trabajos que nos permitieran hacer esa recaudación.
Sí, yo también. Y no porque no tuviera veinte euros o no me los fueran a dar mis padres si se los pedía, sino por solidaridad con el resto. Y además ya estaba harto de las miraditas que me lanzaban a veces como diciendo: «Claro, para ti es fácil porque como eres niño de papá…». Yo también quería ganármelos con el sudor de mi frente. Se lo dije a mis padres y les propuse hacer tareas en casa y que a cambio me dieran algo de dinero. Me miraron así como admirados y sonrientes, y me dijeron:
—Bueno, puedes sacar la basura.
Y lo hice rápidamente. Cogí la basura, bajé por las escaleras, la eché en el cubo grande de la comunidad y subí.
Encima de la mesa de la cocina donde íbamos a cenar me encontré con el dinero. Tenían razón mis nuevos fichajes con lo de que era hijo de papá. ¡Ya había ganado los veinte euros!
Tuve que devolverlos y tener una conversación muy seria con mis padres sobre los niños mimados a los que no me quería parecer. Ahora quería ganarme el dinero como mis amigos, esforzándome. Entre los tres establecimos el precio de diferentes tareas que podría hacer yo en casa.
Así que los veinte euros los conseguí después de bajar la basura todos los días, aspirar el coche de mi padre y dejarlo bien limpio por dentro, comprar el pan para la cena, preparar todas las mañanas las tazas del desayuno para los tres y hacerme la cama nada más levantarme. ¡Creo que me los había ganado!
Mi madre le cogió el gusto y desde entonces no solo no cobraba por mi trabajo, sino que si fallaba algún día me reñían.
¡Me encantaba ser yo también un niño con problemas familiares!