8. ¿Te sientes vacío?

MIS redactores confiaban en mí y yo no podía fallar. Convoqué una reunión de urgencia el viernes por la tarde en mi casa para solucionar el problema del dinero. Pero no se pudo celebrar por motivos variados, que más o menos todos tenían un nexo común: la familia.

Así me enteré de que Pablo tenía el encargo de su madre de ir a buscar a su padre por los bares del barrio hasta encontrarle y convencerle de que ya era hora de irse a casa. Esa tarea, cuyo objetivo era que su padre no bebiera mucho, le podía llevar una o dos horas, así que no podía acudir a la reunión. Esto lo contó con tanta naturalidad que hasta me pareció una cosa normal el recado que le encargaba su madre, pero francamente yo ni había visto ni oído cosa igual en toda mi vida. Sería allí seguro donde Pablo habría aprendido su original lista de tacos. Porque la colección original sí que lo era, ¿o no?

María al parecer estaba al cuidado de la abuela y de la hermana pequeña, de las dos a la vez, una porque no estaba muy bien de las piernas y la otra porque todavía no caminaba, y todo porque sus padres llegaban del trabajo muy tarde a casa. La verdad es que me entró una gran admiración por María porque, además de cuidarlas, preparaba la cena, por ejemplo tortillas y ensalada, o calentaba la sopa y echaba los fideos, y ¡preparaba el biberón para su hermana! Yo, que solo sabía meter pizzas en el horno, no comprendía cómo en el colegio, teniendo toda esta sabiduría, la podían criticar por no sacar buenas notas. Si los exámenes fueran de cuidados familiares, sería la primera de la clase y yo, seguramente, el último.

Por lo que me contó, Abdul podía competir perfectamente con María por el sobresaliente, porque además de ser el mayor de cuatro hermanos y tener que cuidarlos, me dijo que hacía para sus padres una larga lista de recados. Él solo. Pero no acababan aquí los compromisos y dificultades de mis redactores para quedar el viernes por la tarde. Yolanda estaba castigada sin salir. El motivo es que le había dicho a su padre que estaba en casa de su madre y a su madre que estaba en casa de su padre, cuando en realidad se había ido de compras caprichosas con una amiga. No sé si se ha entendido lo de su padre y su madre. Lo que pasaba es que sus padres estaban separados, y como cada uno vivía en una casa distinta, parecía que les engañaba a los dos. ¿Por qué la castigaban? Seguramente lo que le había pasado a Yolanda con ese lío de casas era que ni ella recordaba en qué casa estaba, ni a cuál tenía que ir.

Ricardo, con razón, me argumentó que, si iba a la reunión, iba a perder su salario de cinco euros por ayudar a su tío el fontanero, lo que iba en contra de nuestro objetivo. A Shyam no le entendí muy bien qué era lo que le impedía acudir, pero era algo así como que tenía que divertirse en familia.

Camino de mi casa, me acordé de lo que nunca hubiera imaginado. Me acordé del anuncio de mi madre… «¿Te sientes vacío?», y me respondí a mí mismo: «Síííííí… me siento vacío… sin ninguna obligación, sin nadie a quien cuidar, ningún recado que hacer…». Llamé a mis abuelos por el móvil para ver si necesitaban algún tipo de ayuda. Les pareció que yo era encantador por preguntarlo, pero necesitar, realmente no necesitaban nada o, por lo menos, debieron de pensar, nada que yo pudiera solucionar.

Así que me dediqué a resolver lo que estaba más a mi alcance, que era el problema del dinero para la edición de El Trueno Informativo. Entré en mi habitación y miré los estantes y el armario. Estaban llenos de cosas bonitas. Elegí las que me parecieron mejores y, con un poquito de pena, les hice una fotografía con la cámara digital. Había decidido organizar una rifa para sacar dinero.

Ahí estaban objetos que habían sido muy importantes en mi vida: el balón de fútbol firmado por un jugador de mi equipo preferido; la colección completa de cómics; el mejor juego de mesa de todos para mi gusto; las gafas geniales de ver bajo el agua en el mar, y las zapatillas de deporte requetechulas que todavía no había estrenado porque mi abuela se equivocó de número y quedaron para el año siguiente. Eran todos objetos de los que costaba separarse, sin duda… pero no podía presentarme a la redacción con las manos vacías.

Cada fotografía la coloqué diez veces en pequeñito y las imprimí a todo color en un folio desde el ordenador. Me quedaron fenomenal y me puse a rellenar, junto a las fotos, las papeletas de la rifa: «Vale un euro para participar con el número 1 en el magnífico sorteo de este balón estupendo» o «Vale un euro para participar con el número 5 en el sorteo de maravillosas zapatillas de deporte»… Y así una tras otra… que hice diez papeletas para cada rifa y me pasé toda la tarde del viernes y el sábado completo, y no acabé hasta el domingo a mediodía.

Ese domingo teníamos comida familiar y mi rifa fue un gran éxito. Por ejemplo, no sabía que a mi abuela le interesaran unas zapatillas que ella misma había comprado para mí, pero resultó que sí, que me compró ocho papeletas (¿no sería para regalarme otra vez las zapatillas y estaba disimulando?).

También mis tíos se entusiasmaron con la rifa, por no decir mis padres, que, como si les diera pena que desaparecieran de casa los objetos, compraron todo el resto de papeletas que me quedaban. Hice el sorteo y, claro, mi abuela consiguió las zapatillas de deportes. A mi padre le tocó la colección de cómics, que para eso había comprado todas las papeletas. Mi primo se quedó encantado con el juego de mesa y el balón. Mi madre hizo como que le gustaban mucho las gafas de buceo y todos me felicitaron y me animaron con el proyecto del periódico para el colegio. Les gustó hasta el título El Trueno Informativo porque les pareció llamativo, desenfadado, moderno… Yo no les seguía mucho la conversación porque estaba contentísimo. ¡Había conseguido nada más y nada menos que cincuenta euros! Estaba deseando ver la cara de alegría de mis colegas periodistas cuando se lo contara.

Y no me defraudaron. Pablo dijo todos los tacos positivos que sabía. Abdul, «estupendo, tío»; Shyam, como estaba previsto, «gustar», y así, cada uno a su estilo, me felicitaron. Fueron momentos de intensa felicidad que me duraron hasta que mi padre, a la hora de la cena, me informó muy serio de lo que era un concepto absolutamente nuevo para mí y tenía el nombre de «costes de edición».