Séptimo Sueño de Íñigo

Edeard despertó con una suave resaca. Otra vez. La noche anterior había sido la tercera seguida que había salido con Macsen y Boyd.

Se sentó en la cama y ordenó que se encendiera la luz. El techo alto y curvo empezó a brillar con un resplandor bajo y cremoso. Uno de sus tres ge-chimpancés se apresuró a llevarle un vaso de agua y una pequeña dosis de los polvos compactos que le había dado el aprendiz de la doctora Murusa. Edeard se puso la bolita en la lengua y tomó un sorbo de agua para tragarla. Su mente voló a aquella mañana de años antes, en Witham, cuando Fahin había mezclado su horrendo brebaje para curar la resaca. Seguía siendo lo más eficaz que había tomado jamás. Edeard estaba seguro de que aquellas bolitas eran poco más que placebos que le proporcionaban al aprendiz una pequeña fuente regular de ingresos. Después se terminó el agua a toda prisa. Fahin siempre había dicho que el agua ayudaba a eliminar las toxinas.

El estanque circular que había en el baño del apartamento contaba ya con una serie de pequeños escalones en un extremo para que Edeard pudiera bajar. El joven se hundió hasta el cuello, se acomodó en el asiento y suspiró, satisfecho. Un ge-chimpancé vertió un jabón líquido que produjo un montón de burbujas. Edeard volvió a cerrar los ojos y esperó a que la resaca se mitigara. La temperatura del agua era perfecta, justo la misma que la del cuerpo. Le había llevado un par de semanas de experimentos acertar con ella, el agua de baño en Makkathran era más bien fría para los humanos. También había remodelado el agujero del suelo que servía como váter. La omnipresente caja de madera empleada por todos los hogares de Makkathran había desaparecido, sustituida por un simple pedestal hueco que la habitación había cultivado para él. Era muchísimo más fácil sentarse allí.

Varias pequeñas modificaciones más habían convertido el apartamento en un hogar bastante acogedor. La cama habitual, un cubo demasiado alto, era mucho más baja y su superficie esponjosa superior se había hecho más suave y cómoda. Los huecos tenían estantes. Un rincón profundo que había en la zona de la cocina estaba frío de forma permanente, lo que le permitía mantener la comida fresca durante días, igual que en los grandes palacios de la ciudad.

Ésa era la gran bendición de estar en los apartamentos de los agentes y no en la residencia de la comisaría. Edeard por fin podía elegir otra vez lo que quería comer. La mitad de su primer sueldo se la había gastado en una nueva cocina de hierro. La había instalado él mismo tras adaptar el agujero que el inquilino anterior había abierto en la pared para el humero. Ostentaba un lugar de honor en la cocina, junto con una creciente colección de cazuelas. Incluso había un pequeño lavabo que se podía utilizar para lavar los platos en lugar de dejarlo todo en el estanque del baño como hacía la mayor parte de la gente. A Edeard le gustaba esa innovación lo suficiente como para considerar que podía esculpir otro en el baño sólo para las manos y la cara, aunque así todo el mundo terminaría sabiendo que tenía la habilidad de modificar el material de la ciudad y de esculpirlo con tanta facilidad como en otro tiempo había esculpido los huevos de genistar.

Todo el mundo que visitara el apartamento.

Nadie, entonces.

La noche anterior Macsen se había llevado a una chica del teatro, una de las bailarinas, a casa. Era tan guapa como cualquiera de las hijas de las familias nobles pero con un cuerpo de una fortaleza y flexibilidad increíbles. Edeard lo sabía por la reveladora ropa que vestía cuando bailaba en escena. El joven agente apretó los dientes e intentó no ponerse celoso. Boyd y él habían vuelto solos otra vez, aunque había sido una velada bastante agradable. Edeard disfrutaba yendo a los teatros mucho más que emborrachándose en una taberna. Solía haber varios músicos en el escenario y siempre eran aprendices del gremio, jóvenes y llenos de pasión. Sólo con escuchar algunas de las canciones, tan llenas de desprecio por las autoridades de la ciudad, ya se sentía malvado y desleal con el Gran Consejo. Pero se sabía la letra de muchas de las canciones más populares, varias eran composiciones de Dybal. Había mucho ruido en los teatros, algunos no eran más que almacenes subterráneos. La primera vez que había oído una batería se había quedado de piedra, era como si de algún modo los músicos hubieran dominado los truenos.

Un día irían a ver cantar a Dybal, o eso le había prometido Macsen. Edeard esperaba que fuera pronto.

Las burbujas empezaron a desaparecer del estanque cuando el agua completó el ciclo por las estrechas ranuras que rodeaban el fondo. Edeard gimió y salió del baño. Un ge-chimpancé tenía un albornoz esperándolo. Se lo puso mientras atravesaba la zona de la cocina y después se sentó ante la pequeña mesa. Estaba justo al lado de la ventana con un rosetón de cinco lóbulos que le ofrecía una vista esplendorosa sobre los tejados hasta el centro de la ciudad.

Un ge-chimpancé colocó un vaso de zumo de manzana y mango en la mesa junto con un cuenco de avena mezclado con frutos secos y fruta deshidratada. El zumo estaba bien frío, como a él le gustaba. Los ge-chimpancés sabían que tenían que dejarlo en el rincón frío durante una hora antes de servirlo. Echó leche fría en el cuenco y empezó a comer mientras miraba la ciudad, que empezaba a cobrar vida bajo el amanecer.

Habría sido una buena vida si al menos pudiera dejar de darle vueltas a la criminalidad que plagaba las calles y canales que tenía ante él. La brigada al fin se las había arreglado para conseguir algunas condenas en los tribunales durante las últimas semanas, pero nada importante: algunos ladrones de tiendas adolescentes y un atracador que se pasaba borracho la mayor parte del tiempo. Una vez, el Gremio de Escribanos los había enviado a arrestar a un casero por impago de impuestos. No habían podido hacer mella alguna en las bandas que componían el fondo de los problemas de Makkathran.

—¿Estás listo? —le preguntó Kanseen con lenguaje a distancia cuando Edeard se estaba abotonando la guerrera.

Edeard se puso las botas. Eran nuevas y le habían costado el sueldo de más de tres días, pero merecían la pena.

—Ya voy.

Kanseen lo estaba esperando en el pasaje, junto a la puerta, con una capa encerada en el brazo.

—Va a llover hoy —le anunció a Edeard.

Éste miró el cielo despejado.

—Si tú lo dices.

La agente sonrió cuando empezaron a bajar las incómodas escaleras. Cada mañana, Edeard sentía la tentación de escupirlas, darles una forma algo menos peligrosa y después achacarle el milagro a la Señora.

—Éste será el primer invierno que pasas en la ciudad, ¿no? —preguntó Kanseen.

—Sí. —Edeard no terminaba de imaginarse Makkathran con frío y hielo por todas partes; el largo verano había sido glorioso y cálido. Se había convertido en lo que él consideraba un buen jugador de fútbol y su equipo había terminado tercero en la liguilla del parque de Jeavons. La mayor parte de las tabernas tenían sillas y mesas fuera y habían sido muchas las veladas agradables que habían pasado en la calle. Incluso había habido unos cuantos días en los que había empezado otra vez a hacer esbozos, aunque no le había enseñado a nadie los resultados. Después de ahorrar algo de dinero, Salrana y él por fin habían tomado una góndola para dar un paseo por la ciudad.

—Será divertido —dijo Kanseen—. Se celebran montones de fiestas a medida que se va acercando el nuevo año. Ese día, el alcalde organiza un enorme asado de buey gratuito en el parque Dorado para el almuerzo de año nuevo, salvo que todo el mundo por lo general tiene tal resaca que siempre llega tarde. Y los parques y plazas tienen un aspecto muy limpio y fresco cuando están cubiertos de nieve.

—Suena bien.

—Vas a necesitar un abrigo grueso. Y un sombrero.

—¿Con lo que cobramos?

—Sé de algunas tiendas que venden ropa de calidad a precio razonable.

—Gracias.

—Y no te olvides de conseguir pronto una buena provisión de carbón para la cocina; los edificios nunca terminan de calentarse del todo en pleno invierno y los precios siempre se disparan después de la primera nevada. Que la Señora maldiga a esos mercaderes, es un crimen lo que llegan a cobrar.

—Estás muy contenta esta mañana.

—Mi hermana celebra la ceremonia de nombramiento de su hijo este sábado. Me ha pedido que sea la señalada por la Señora.

—Qué bien. ¿Cómo lo va a llamar?

—Dium, por el tercer alcalde.

—Ah, claro.

—Y no tienes ni la menor idea de quién fue, ¿verdad?

Edeard esbozó una gran sonrisa.

—¡Pues no!

Kanseen se echó a reír.

Así eran las cosas entre ellos en las últimas semanas, se habían convertido en grandes amigos. La turbación que hubiera podido quedar tras la noche de la graduación se había desvanecido mucho tiempo atrás, cosa de la que Edeard se alegraba. No quería que se sintieran incómodos el uno con el otro, pero seguía sin poder olvidar el beso ni lo que habían sentido los dos. Tampoco había tenido valor para sacar el tema y comentar lo que habían hablado. Y Kanseen tampoco había dicho nada.

Eso había dejado a Edeard dándole vueltas a lo que pensaba sobre Salrana, que siempre estaba tan animada y era, en general, encantadora. Se le hacía cada vez más difícil hacer caso omiso de la figura que había adquirido y sospechaba que la jovencita lo sabía. En los últimos tiempos, sus bromas y burlas habían adoptado un matiz diferente.

El resto de la brigada esperaba en el salón principal de la comisaría de Jeavons, sentados alrededor de una mesa y terminándose el desayuno. Al contrario que Edeard, pocos eran los que cocinaban en casa. Macsen lucía unas gafas con unas lentes muy oscuras, no muy distintas de las que solía llevar Dybal.

Kanseen le echó un vistazo y lanzó una carcajada.

—Pero bueno, chicos, ¿habéis salido a los teatros otra vez anoche?

Macsen gruñó y la miró enfadado por encima de la taza de café, solo y fuerte.

Edeard estaba desesperado por preguntarle qué tal le había ido con Nanitte, la bailarina. Debía de haber sido una noche fantástica para dejarlo tan destrozado. Pero, por muy amigos que fuesen, Kanseen no era de las que toleraba muy bien ese tipo de charla «de chicos».

—Tengo noticias para vosotros —siseó Boyd después de mirar al resto de las mesas del salón para asegurarse de que nadie les prestaba atención.

—Adelante —dijo Edeard mientras acercaba una silla. Había algo casi cómico en el comportamiento de Boyd.

—A mi hermano Isoix lo están presionando otra vez. Se acercaron a la tienda ayer por la noche, cuando estaba cerrando, y le dijeron que querían veinte libras para «apagar el fuego». Van a volver esta mañana para recoger el dinero.

A Edeard no le gustó nada. En los últimos meses, ya habían sido tres las veces que Boyd les había hablado de los miembros de alguna banda que iban a acosar a su hermano en la panadería de la familia. Nunca había habido una amenaza concreta, sólo advertencias sobre que uno no debía pasarse de la raya. Para ablandarlo. Bueno, pues ya se había empezado a exigir algo concreto.

—Es muy estúpido por su parte —dijo poco a poco.

—¿A qué te refieres? —preguntó Dinlay.

—Tienen que saber que el hermano de Isoix es agente. ¿Por qué iban a arriesgarse? Hay cientos de tiendas en Jeavons sin ese tipo de contactos.

—Están en una bando —dijo Dinlay—. Son avariciosos e idiotas. Esta vez, demasiado avariciosos y demasiado estúpidos.

—Los que aparezcan no serán importantes —dijo Kanseen—. Matones que se han afiliado a la banda, nada más.

—¿Estás diciendo que no deberíamos ayudarlo? —preguntó Boyd con calor.

—No —dijo Edeard—. Por supuesto que no. Estaremos allí para hacer el arresto, ya lo sabes. Lo que dice Kanseen es que con este simple arresto no se solucionará el problema.

Macsen apoyó un dedo en las gafas y se las bajó un poco para mirar por encima de los lentes.

—Tenemos que empezar por alguna parte —dijo con voz ronca.

—Tal y como lo dices, parece que vamos a ser nosotros los que acabemos con las bandas —dijo Kanseen.

—Alguien tiene que hacerlo. Y no veo al alcalde ni al jefe de los agentes haciéndolo.

—¡Oh, venga ya!

El joven se encogió de hombros y volvió a subirse las gafas. Todos miraron a Edeard.

—Vamos —dijo éste—. Y aseguraos de que todos lleváis vuestros chalecos de droseda. No quiero tener que explicarle ninguna baja al capitán Ronark.

La panadería de la familia de Boyd estaba en el extremo norte de la calle Macoun, no lejos del canal del Círculo Exterior. La calle era estrecha y sinuosa, con edificios barrocos a ambos lados que hacían difícil una observación directa. Al nivel del suelo, las esquinas pronunciadas limitaban la visión lejana de la brigada. La panadería de tres plantas tenía una torre central cuadrada con un tejado de bordes suaves de estilo mansarda. Unas buhardillas altas con forma de medialuna sobresalían sobre un balcón que había en la planta del medio; bajo ella, a la planta baja se llegaba por varios escalones sueltos que subían de la calle y llevaban a un amplio arco de entrada entre dos ventanas saledizas curvas. Cada una estaba repleta de estantes con barras de pan y pasteles. Tres feas chimeneas de metal pertenecientes a los hornos de carbón salían por unos agujeros abiertos en las vigas de la torre y expulsaban un humo fino al aire húmedo.

Edeard desplegó a su brigada con cuidado. La banda querría contar con una ruta de escape rápida, así que Macsen y Dinlay se metieron en una tienda entre la panadería y el canal. Kanseen estaba cubriendo el otro extremo de la calle Macoun; se paseaba entre los puestos de una pequeña arcada con el manto impermeable cubriéndole el uniforme. Edeard se había instalado en el salón del primer piso del edificio de enfrente. Pertenecía a una familia que regentaba una tienda de ropa en la planta baja y eran muy buenos amigos de Isoix. Boyd había regresado a casa para pasar allí el día y estaba ayudando en la panadería, disfrazado con un delantal blanco y una gorra verde. Edeard no sabía muy bien si debía utilizar la ge-águila; al final se conformó con tenerla encaramada en un surco profundo de los canalones de la torre de la panadería, casi invisible desde el suelo. Había espantado a las ruugaviotas pero nadie más se dio cuenta.

—Al menos no tendremos que ir muy lejos para llevarlos a los tribunales de injusticia —señaló Macsen cuando empezaron la vigilancia. Edeard incluso podía ver una de las torres cónicas del Parlamento por la ventana del balcón del salón.

Esperaron dos horas enteras. Entre ellos se dieron la alarma en cinco ocasiones, y sólo para que se demostrara que se equivocaban en cada ocasión.

—Hay tantos ciudadanos que parecen maleantes —declaró Kanseen cuando un par de adolescentes bajaron corriendo por la calle después de llevarse con la tercera mano unas cuantas naranjas del surtido de un colmado—. Y que actúan como tales.

—Hoy estamos todos paranoicos, nada más —le contestó Macsen con lenguaje a distancia—. Vemos lo peor en todo el mundo.

—¿Es el título de una canción? —preguntó Dinlay.

Edeard sonrió al oír las bromas. La verdad era que no estaba nada mal eso de ser líder de brigada. Estaba sentado en un cómodo sillón bebiendo las tazas de té que la mujer del propietario de la tienda no dejaba de subirle; y también le llevaba un buen plato de galletas cada vez. Su buen humor se desvaneció cuando los jóvenes gamberros se perdieron de vista tras una esquina. Un mal presentimiento se alzó en su mente, lo bastante intenso como para que le cosquilleara la piel. No era la primera vez que tenía aquella horrible sensación.

—Oh, mierda —gimoteó.

—¿Edeard? —inquirió Kanseen.

—Está pasando.

—¿Qué está pasando? —preguntó Macsen.

—Están aquí. Está a punto de empezar.

—¿Dónde están? —preguntó Boyd—. ¿Cuáles son?

—No lo sé —dijo Edeard—. Sólo confiad en mí. Por favor, tened mucho cuidado. que tenemos que tener muchísimo cuidado. —Edeard podía percibir la incertidumbre en las mentes de sus compañeros, no estaban acostumbrados a escucharlo decir esas cosas. Le resultó difícil levantarse, su cuerpo estaba reaccionando muy mal. Cuando se apretó contra la ventana del balcón, le costó también concentrarse en la calle que había más abajo.

—Creo que los veo —dijo Boyd.

Dos hombres jóvenes estaban subiendo los escalones que llevaban a la tienda mientras un tercero permanecía fuera. A través de los ojos de Boyd, Edeard y el resto de la brigada los observaron entrar pavoneándose en la tienda.

Isoix se irguió detrás del mostrador.

—Ya os lo he dicho —dijo—. No tengo tanto dinero.

—Sí que lo tienes —dijo el primer hombre. Su mirada no dejaba de posarse, nerviosa, en Boyd, que se encontraba también tras el mostrador, pero al otro extremo de donde estaba Isoix.

Pasa algo, comprendió Edeard. ¿Por qué iba a preocuparse un tipo de una banda del dependiente de una tienda?

Boyd, sabe lo que eres. —Edeard envió el mensaje con el lenguaje a distancia más directo que pudo mientras rezaba para que los de la banda no lo captaran entre el parloteo telepático de fondo que había siempre por Makkathran.

—¿Eh? —gruñó Boyd.

El de la banda lo miró otra vez y después se volvió de nuevo hacia Isoix.

—Dame veinte libras o le prendemos fuego a esto —dijo en voz muy alta.

—No —dijo Edeard. El vello de la nuca se le había puesto de punta—. No, no, no. —¡Aquí pasa algo!

—Eh, vosotros —dijo Boyd. Se apartó el delantal y reveló la placa de agente que llevaba prendida al chaleco. Los dos tipos de la banda se volvieron para mirarlo.

—Soy agente de la ciudad y quedáis arrestados los dos por conducta intimidatoria e intento de extorsión.

—¿Qué os parece eso, malnacidos? —gritó un sonriente y satisfecho Isoix.

—Todo el mundo, cercadlos —ordenó Edeard. Después salió por la estrecha puerta que llevaba al balcón. El tipo de la banda que se había quedado en la calle levantó la vista y sonrió.

—Oh, mierda —gruñó Edeard.

—Es él —anunció el de la banda con un potente lenguaje a distancia. Después echó a correr.

Dentro de la panadería, el primer miembro de la banda sacó un pequeño cuchillo y se lo tiró a Boyd, que se echó hacia atrás. Con la tercera mano consiguió por poco apartar el filo. Isoix cogió un cuchillo más grande y se lo lanzó a los miembros de la banda, que huían por la puerta. El cuchillo salió girando a la calle y estuvo a punto de alcanzar a una mujer que pasaba por allí y que lanzó un chillido.

Edeard saltó por encima de la barandilla del balcón hasta la calle. Aterrizó con mala postura y rodó por el suelo cuando el tobillo no lo sostuvo. Chocó con el hombro contra uno de los escalones que llevaban a la puerta de la tienda de ropa. Chilló al sentir el pinchazo brillante de dolor y se le saltaron las lágrimas.

Su visión lejana captó a Boyd saltando por encima del mostrador de la panadería. Kanseen subía a toda velocidad por la calle Macoun tras dejar abandonado su manto en el suelo, junto a los puestos. Macsen y Dinlay salían de su tienda, llenos de seguridad e impacientes. Los escudos se combinaron cuando se plantaron en medio de la calle y bloquearon el camino. Los tres miembros de la banda subían disparados hacia ellos.

—Dejadlos pasar —ordenó Edeard.

La cara de Macsen manifestó una perplejidad que se parecía mucho a la ira.

—¿Qué?

Edeard se había puesto de pie y había empezado a trotar calle abajo.

—Dejadlos.

—¿No hablarás en serio? —Los tres miembros de la banda estaban a apenas veinte metros de Macsen y Dinlay.

—Es una trampa. Sabían que estábamos aquí.

—Bobadas —envió Dinlay—. Puedo examinarlos sin problemas; tienen un par de cuchillos pequeños entre todos. Eso es todo.

—Habrá más, en alguna parte, esperándonos. Por favor, dejadlos ir, les seguiré el rastro con la ge-águila.

Macsen dudó un momento pero dio un paso hacia un lado de la calle.

—¡No! —siseó Dinlay con fiereza. Después abrió los brazos todo lo que pudo cuando vio a los tres miembros de la banda cargando contra ellos.

—Dinlay, quieto —chilló Edeard. Había echado a correr sin hacer caso del dolor en el tobillo. Kanseen no estaba muy lejos y avanzaba como un caballo de guerra, apretando los dientes con gesto determinado. Boyd apareció bajando a saltos los escalones que salían de la panadería y saliendo tras ellos.

—Alto —proclamó Dinlay en voz muy alta al tiempo que levantaba una mano, como si eso solo pudiera detener a la ciudad entera—. Quedáis arrestados.

—Oh, mierda —gruñó Macsen por lo bajo, y por instinto empezó a moverse hacia Dinlay.

Se reunió con él cuando los tres miembros de la banda chocaron con ellos. Se lanzaron puñetazos, hubo patadas y terceras manos que revolvían y empujaban. Macsen cayó con uno de los miembros de la banda tirado encima de él y chocó con la cabeza contra el asfalto. A Dinlay le dieron un gran empujón contra la pared de una sombrerería y empezó a agitar los brazos como un loco para recuperar el equilibrio. Después, el miembro de la banda que estaba encima de Macsen se levantó como pudo y huyó con sus compañeros. Dinlay empezó a perseguirlo.

—¡Vuelve! —aulló Edeard, frustrado. Alcanzó a Macsen, que estaba esforzándose por ponerse en pie y se sujetaba con la mano la nuca. Un hilillo de sangre le corría por los dedos.

—¿Qué hacemos? —preguntó Macsen con una mueca de dolor.

La visión lejana de Edeard podía seguir a Dinlay con bastante facilidad, su compañero corría hacia el extremo norte de la calle Macoun. Los tres miembros de la banda iban diez metros por delante de él.

—Salvarlo —gruñó, furioso con Dinlay. Envió un pensamiento sencillo y claro a su ge-águila, que emprendió el vuelo de inmediato.

Kanseen fue frenando al acercarse a Edeard y Macsen con la cara roja. Boyd llegaba corriendo tras ella.

—Vamos —dijo Edeard, y echó a correr otra vez. Kanseen le lanzó una mirada de exasperación y aceleró.

—¿Estás bien? —gritó Boyd cuando pasó corriendo junto a Macsen.

—Sí. —Macsen respiró hondo y echó a correr.

La ge-águila pasó como un rayo por la calle Macoun y adelantó enseguida a Edeard y Kanseen. Aceleró a toda velocidad y se alzó muy por encima de los tejados antes de bajar la cabeza para ver a Dinlay, que seguía corriendo con las gafas torcidas. Los tres miembros de la banda ya casi habían llegado al extremo de la calle, que salía justo por debajo del estanque Birmingham, donde un puente de color azul plateado conectaba Jeavons con el punto más bajo del parque Dorado. Como siempre, el estanque Birmingham estaba repleto de góndolas. Media docena de amarraderos flanqueaban el borde junto al cruce con el canal del Círculo Exterior, y en todos había góndolas esperando. La ge-águila bajó en picado hacia los amarraderos mientras Edeard intentaba averiguar cuál de aquellas lustrosas naves negras pertenecía a la banda. Si era una trampa, tenían la huida bien planeada.

Justo antes de que ocurriera, la ge-águila fue consciente de la presencia de otros dos pájaros que estaban cerca y se estaban aproximando todavía más. Giró sobre un ala y levantó la cabeza a tiempo de ver a su atacante precipitándose hacia ella: era otra ge-águila, más grande y con unas garras envueltas en unas púas de hierro afiladas. El impacto la golpeó con un choque salvaje. Varias plumas doradas y de color esmeralda estallaron en el punto de colisión. Las púas se hundieron en el hombro del animal, le atravesaron piel y músculos y le cortaron varias venas. Después, la ge-águila más grande giró para intentar partir el hueso central del ala de su presa. La ge-águila de Edeard se defendió y se retorció para cerrar las mandíbulas sobre el ala posterior de su atacante. Las dos aves se tambalearon y cayeron a toda velocidad. Entonces, la segunda atacante lanzó un golpe y unas garras con cuchillas de hierro desgarraron la carne. Edeard y su ge-águila chillaron a la vez cuando al animal se le rompió el ala. Edeard vio unas garras que intentaban arañarle la cara y se agachó. La mente de su ge-águila se desvaneció de repente de su percepción y lo único que quedó fue una masa que caía. Las otras dos ge-águilas se alejaron a toda prisa del estanque Birmingham. Edeard estaba seguro de haber oído el chapoteo cuando el cuerpo de su ave chocó contra el agua.

—¿Qué ha pasado? —exclamó Kanseen.

—Señora bendita, están esperándonos de verdad. —Edeard bajó su percepción y encontró a Dinlay saliendo del fondo de la calle Macoun—. ¡Para! Dinlay, por el amor de la Señora, te lo ruego. —Hizo un último esfuerzo con sus cansadas piernas y se lanzó a la carrera por los treinta metros finales de la calle.

—Ya los veo —respondió Dinlay muy contento. Le regaló la imagen a la brigada, que vio a los tres miembros de la banda reunidos en uno de los amarraderos y esbozando unas sonrisas bárbaras. Por primera vez surgió una punzada de incertidumbre en la mente de Dinlay, que se detuvo a diez metros de distancia, al borde del estanque. Con todo, los miembros de la banda no hicieron nada salvo esperar.

—No os mováis de ahí —les dijo Dinlay mientras aspiraba grandes bocanadas de aire tras su alocada carrera y agitaba un dedo como un antiguo maestro de escuela enfrentado a una clase díscola. Los bandidos se rieron de él.

Edeard salió corriendo de la calle Macoun. A la izquierda tenía el canal del Círculo Exterior, con el puente de color azul plateado delante, arqueado sobre el lado del estanque que se metía directamente en el parque Dorado. A su derecha terminaban los edificios y daban paso a una alameda curva que rodeaba un lado del estanque Birmingham. Había unos montones muy ordenados de cajas apiladas sobre los varios amarraderos, los tenderos y los ge-monos se afanaban en clasificar sus productos con los gondoleros. Unos altos hasfoles llorones formaban una larga fila entre el borde del estanque y el frontal con forma de medialuna de la alameda, sus hojas con rayas azules y amarillas empezaban a secarse con el fin del verano. Había muchos peatones paseando por la zona.

—Dinlay —gritó Edeard mientras corría tan deprisa como podía hacia su aislado compañero de brigada.

Dinlay se dio la vuelta y con una mano se colocó bien las gafas.

Arminel salió de detrás de uno de los hasfoles, a quince metros de Dinlay. Llevaba un revólver en la mano derecha. Edeard observó sin poder hacer nada que Dinlay al fin se daba cuenta del peligro y empezaba a girarse. Arminel levantó la pistola.

¡No! —le bramó Edeard a su adversario—. Es a mí a quien quieres.

Dinlay abrió la boca para gritar, horrorizado.

Arminel disparó. Estaba sonriendo cuando apretó el gatillo.

El escudo de Dinlay no era lo bastante fuerte como para protegerlo de un disparo y la puntería de Arminel era excelente. La bala golpeó a Dinlay en la cadera, justo por debajo del chaleco de droseda. La mitad de los peatones que había junto al estanque Birmingham gritó al sentir la explosión de dolor que brotaba de Dinlay. Después, el calor infame que liberó la bala al penetrar en la carne se desvaneció a toda prisa. Dinlay bajó la cabeza y miró sin poder creer la sangre que manaba de la herida. Y se desvaneció.

Edeard estuvo a su lado en cuestión de segundos, cayó de rodillas y tropezó con su amigo, que yacía sin fuerzas. Dinlay tenía los ojos muy abiertos, respiraba con jadeos cortos y se agarraba con una mano el agujero de la bala, tenía la piel cubierta de sangre.

—Lo siento —gimió.

Una masa de gritos estalló por la alameda. La gente corría a ponerse a cubierto. Las familias se abrazaban y se ocultaban del pistolero.

En pleno centro de toda la conmoción, Edeard oyó el chasquido del mecanismo del revólver. Amplió el escudo para envolver a Dinlay. La bala se estrelló contra su costado y los tiró a los dos al suelo duro pero el escudo aguantó. Edeard giró la cabeza de repente y le gruñó a un desconcertado Arminel.

—No es tan fácil, hideputa, ¿a que no? —le chilló con tono desafiante. Arminel volvió a disparar. Edeard gruñó por el esfuerzo cuando la bala lo alcanzó en el cuello. El escudo aguantó, pero por poco. Y entonces, otra persona disparó también.

Malnacidos. Sabía que esto era una emboscada.

Por sorprendente que fuera, su escudo siguió aguantando. Si acaso, incluso era más fácil mantenerlo. El corazón le latía con fuerza y la cólera se había llevado todas las demás sensaciones haciendo que fuera sencillo concentrarse en el escudo, ver el poder de su mente y canalizarlo de forma correcta.

Dos disparos de revólver más le golpearon el escudo mientras yacía allí, abrazando a Dinlay con gesto protector. Los disparos los levantaron unos cuantos centímetros del suelo pero eso fue todo.

—Muere, pequeña mierda —gritó Arminel.

Edeard sintió que la tercera mano del hombre le daba un empujón. No tenía, ni de lejos, poder suficiente para atravesar el escudo de Edeard, que se echó a reír. Y después se encontró con que lo empujaba otra tercera mano y una tercera. Los tres miembros de la banda a los que habían perseguido habían unido esfuerzos. Edeard ahogó un grito cuando Dinlay y él empezaron a deslizarse por el suelo.

—Edeard —exclamó Kanseen.

—No te acerques —le ordenó él.

Los miembros de la banda dieron un empellón final. Edeard y Dinlay se vieron empujados por el borde del estanque y cayeron al agua, tres metros más abajo. El impacto le arrancó a Edeard a Dinlay de los brazos. Agitó brazos y piernas por debajo de la superficie para intentar recuperar a su amigo. El agua ocluyó su visión lejana e hizo que le fuera difícil percibir algo. Sólo conseguía distinguir los desdichados pensamientos de Dinlay, que flotaba bajo él, cerca ya del fin. Él también tenía la ropa tan saturada que lo iba empujando al fondo. Era relativamente fácil nadar hacia abajo y seguir el lento descenso de Dinlay hacia el fondo del estanque.

—Edeard —los pensamientos de Dinlay se iban debilitando.

Estaba oscuro y hacía frío. Edeard podía distinguir una masa de sombras, o quizá sólo la estaba percibiendo. Siguió impulsándose hacia abajo, pataleando con unas botas pesadas como el plomo. Los pulmones le ardían y hacían que cada brazada le doliera. Le habría pedido ayuda a la ciudad pero sabía que no había nada que pudiera hacer. El agua se le metía por los orificios de la nariz y lo asustaba.

Su mano agarró algo. Entre la penumbra distinguió unos leves puntos de luz. ¡Los botones pulidos de la guerrera de Dinlay! Tanteó con gesto frenético con los dedos y consiguió aferrarse a algo de tela.

Ahora todo lo que tengo que hacer es llegar a la superficie.

Cuando levantó la cabeza, vio la superficie espejada. Le pareció que quedaba muy lejos. Los pulmones ya no le dolían tanto. Tenía la visión rodeada de motas rojas que latían al unísono con su corazón. Cuando empezó a patalear, las piernas apenas se le movieron. Las botas lo estaban llevando al fondo.

Oh, Señora, socorro.

Algo le golpeó en el hombro. Su visión lejana lo percibió como una fina línea negra.

Edeard —le gritó el lenguaje a distancia combinado de Kanseen, Macsen y Boyd—. Edeard, agárrate a la percha. —Sus amigos estaban muy lejos.

El extremo del palo volvió a golpearlo en el hombro. Edeard lo cogió. De repente se estaba moviendo hacia arriba. No soltar a Dinlay le suponía un esfuerzo enorme. Y entonces el agua empezó a llenarse de luz.

Salió a la superficie cogiendo una inmensa bocanada de aire. Alguien saltó a su lado y sujetó a Dinlay. A su lado vio la plataforma de un amarradero. Unas manos lo agarraron por el uniforme y lo subieron a los tablones, estaba tosiendo y escupiendo agua.

El rostro angustiado de Kanseen se cernió sobre él.

—Oh, Señora. Edeard, ¿te encuentras bien?

Edeard asintió, lo que desencadenó otro ataque de tos. Unas manos lo golpearon con fuerza en la espalda mientras él rodaba de lado y vomitaba un líquido asqueroso y diluido.

Macsen y dos de los gondoleros estaban arrastrando a Dinlay hacia la plataforma, el joven agente seguía sangrando por la herida de la cadera. Boyd estaba en el agua, con la cara muy pálida.

—Dinlay —exclamó con voz débil Edeard.

—Hemos llamado a un médico con lenguaje a distancia —lo tranquilizó Kanseen—. Tú quédate echado y tranquilo.

Pero no fue eso lo que hizo Edeard. Vio que Macsen estaba haciéndole el boca a boca a Dinlay. Era la tercera vez que la fuerza de la anarquía y la destrucción golpeaba su vida: primero la emboscada en el bosque cuando regresaban de Witham, después la muerte de Ashwell. Y ahora eso. Y ya eran demasiadas.

—No —escupió. Otra vez no. No permitiré que pase otra vez. La gente no puede vivir así.

—Edeard, siéntate —le ordenó Kanseen con tono firme.

—¿Dónde está? ¿Dónde está Arminel?

—Déjalo ya.

Edeard se puso en pie como pudo, todavía se tambaleaba un poco pero miró a su alrededor y respiró hondo. La orilla del estanque estaba atestada de personas y todas miraban la plataforma de amarraderos. Edeard se volvió hacia el estanque Birmingham. La mayor parte de las góndolas se había detenido al producirse el drama.

Pero una se movía, se movía muy rápido.

Edeard parpadeó para quitarse el agua salada del estanque de los ojos y envió su visión lejana con una repentina sacudida.

Arminel estaba de pie en el banco central de la góndola. Le dedicó a Edeard un triste encogimiento de hombros, sus pensamientos brillaban con un pesar alegre. Era como si hubiera perdido un partido de fútbol. Nada más y desde luego nada importante. Ya jugaría otro partido otro día, y esa vez el resultado quizá fuera diferente.

La ira de Edeard lo abandonó, se fue desvaneciendo como el agua que le chorreaba de la ropa empapada. Sintió una calma espeluznante.

Uno de los gondoleros miró por encima del hombro de Macsen y dio un paso atrás, asustado.

—¿Edeard? —dijo Kanseen en voz muy baja.

El joven agente no sabía que era posible. Se limitó a hacerlo, no había alternativa. Como la vez anterior, la góndola de Arminel se movía demasiado rápido. Jamás lo alcanzarían, jamás lo llevarían ante la justicia. La tercera mano de Edeard se estiró hacia el agua que había junto a la plataforma de los amarraderos y la estabilizó.

—Voy a terminar con esto —afirmó con tono enérgico—. De un modo u otro.

Edeard se metió en el trozo de agua que estaba controlando. Un grito ahogado de asombro se alzó entre los espectadores que rodeaban la orilla del estanque Birmingham. Edeard esbozó una sonrisa cruel y dio otro paso. Y otro. Fue moviendo la tercera mano con suavidad, manteniendo siempre el borde del trozo estabilizado justo delante de él.

El buen humor de Arminel se hizo pedazos. En la parte de atrás de la góndola, los dos gondoleros dejaron de manejar las pértigas y se quedaron mirando, temerosos, a Edeard, que cruzaba el estanque hacia ellos. Cayó un silencio absoluto mientras él se acercaba con paso resuelto a la nave. Todas las góndolas del estanque Birmingham se quedaron quietas. Gondoleros y pasajeros se quedaban mirando a Edeard, asombrados y temerosos, cuando pasaba a su lado.

—¡Moveos! —le chilló Arminel con furia a los gondoleros—. Sacadnos de aquí.

Pero los hombres no respondieron. Los dos miembros de la banda que estaban sentados en el banco con Arminel levantaron las manos poco a poco y se fueron alejando del delincuente.

Edeard estaba a diez metros de distancia cuando Arminel se llevó una mano a la cintura, al cinturón, donde llevaba metido el revólver. El agente pudo sentir su incertidumbre, su miedo. El animal arrinconado. Ya no quedaban alternativas.

Mientras cubría los últimos metros hasta la góndola, Edeard abrió su mente y habló con lenguaje a distancia con todas sus fuerzas.

—Para que todo el mundo lo sepa. Para que a ningún juez o abogado le quepa ninguna duda sobre este día. —Y les regaló a todos las imágenes.

Makkathran, desde el alcalde en su palacio del Huerto, hasta los marineros del distrito del puerto, todos vieron una góndola con cuatro hombres encogidos de miedo y tapándose los oídos con las manos. El quinto hombre se erguía en la góndola, con el odio en la cara y la mano aferrada al revólver que le sobresalía del cinturón. Todos sintieron moverse la boca de Edeard.

—Muy bien, bandido, tu tiempo en la ciudad se ha terminado. Si crees que no, hazlo lo mejor que sepas.

Arminel levantó el revólver. Makkathran en masa se encogió cuando el cañón se detuvo a poco más de medio metro de los ojos de Edeard.

—Que te jodan —gruñó Arminel. Después apretó el gatillo.

Un solo y unificado grito resonó por toda la ciudad, más tarde se dijo que se había oído hasta en la llanura Iguru. Cuando todos recuperaron el aliento y se dieron cuenta de que seguían vivos, vieron la bala. Flotaba, inmóvil, a quince centímetros de la cara de Edeard.

La boca de Edeard se volvió a mover, esa vez para esbozar una débil sonrisa. La expresión de Arminel se había quedado de piedra.

Las últimas imágenes que les regalaron permitieron a los ciudadanos de Makkathran experimentar el puño que formó Edeard con su tercera mano. Puño que estrelló contra la cara de Arminel. El hueso crujió cuando se partió la nariz del delincuente. Brotó la sangre. Los pies dejaron el banco cuando cayó hacia atrás y aterrizó con un inmenso chapoteo en el agua, que se cerró sobre él.

—Quedáis todos arrestados —anunció Edeard.

Junto al estanque Birmingham estalló la locura cuando la góndola regresó con ritmo seguro al amarradero donde esperaban Kanseen, Boyd y Macsen. Por el lado de Jeavons había una muralla de gente de quince personas de profundidad junto a la orilla. Niños enloquecidos corrían por el puente azul y plateado del parque Dorado, se colgaban de las barandillas, vitoreaban y agitaban las manos. Más de cien agentes esperaban tras el amarradero, la mitad de ellos eran de la familia de Dinlay. La gente seguía saliendo de los distritos circundantes para internarse en la alameda y ver cómo se hacía historia ante sus propios ojos. Los muchachos más atrevidos se estaban subiendo a las copas de los hasfoles para poder ver mejor.

Edeard caminaba con lentitud tras la góndola, rezándole a la Señora para no fastidiarla en el último momento, para que la fuerza de su telequinesia aguantara y no se cayera de forma ignominiosa al agua otra vez. Entre la multitud que rodeaba el estanque vio a Setersis y a Kavine de pie, delante de un gran contingente de tenderos del mercado de Silvarum que encabezaban los aplausos. Una enorme colección de chicas de buena familia muy arregladas lo saludaban con carcajadas agudas y descaradas mientras le enseñaban las enaguas y las pantaletas. Isoix y su familia también estaban allí. Evala, Nicolar y todas las demás costureras agitaban los brazos como locas y chillaban para atraer su atención. Incluso creyó ver a Dybal y Bijulee riendo muy nerviosos entre la multitud, pero para entonces ya estaba muy cansado.

La proa de la góndola tocó el amarradero. Los agentes la estabilizaron. El capitán Ronark se hizo cargo a toda prisa. Chae y varios de los agentes más grandes de la comisaría de Jeavons esposaron a Arminel y a sus cómplices. Se despejó un camino que cruzaba la alameda y trasladaron a los prisioneros a la comisaría.

Edeard al fin subió al amarradero. Las piernas estuvieron a punto de fallarle. Estaba temblando por el esfuerzo. El capitán Ronark se puso en posición de firmes y le hizo un saludo militar. Kanseen le dio un enorme beso, para deleite de la multitud.

—Serás idiota, por la Señora —le susurró al oído—. Estoy muy orgullosa de ti.

Macsen le dio unas palmadas en la espalda y Boyd le dio un enorme abrazo.

—¿Y Dinlay? —preguntó Edeard.

—Los médicos están con él —chilló Macsen por encima del bramido de la multitud—. Se pondrá bien. La bala no alcanzó ningún órgano vital. Aunque tampoco es que tenga nada vital en esa zona.

—Nos hemos cagado de miedo por tu culpa —dijo Boyd mientras se secaba las lágrimas de los ojos—. Menuda hazaña, pero estás chiflado.

—Mira a tu alrededor, Edeard —dijo Kanseen—. Asegúrate de verlo todo porque siempre les hablarás a tus tataranietos de este día.

—Salúdalos, imbécil —le ordenó Macsen. Cogió una mano de Edeard y la sostuvo en alto, la agitó y gritó sin palabras.

Los vítores que estallaron cuando Edeard le dedicó una sonrisa avergonzada a la horda que lo idolatraba eran temibles por su poder. La fuerza mental de tantas personas unidas para venerarlo era abrumadora, rayaba casi en la fuerza física. La sonrisa de Edeard se ensanchó cuando Macsen lo hizo dar la vuelta para que los que estaban en el otro lado de la alameda pudieran verlo.

—Si hoy hubiera elecciones, serías el alcalde —dijo Boyd.

—Escúchalos —dijo Macsen—. Te adoran. Te quieren a ti. ¡A ti! —Y se echó a reír a carcajadas.

Edeard se quedó mirando el puente azul y plateado, estaba convencido de que los críos que se habían colgado de la barandilla se iban a caer de lo inclinados que estaban sobre el agua. Estaban canturreando algo. A cada grito, apuñalaban el aire con el puño.

—¿Qué es eso? —preguntó Edeard—. ¿Qué dicen?

—Es por ti —le gritó Kanseen—. Te están llamando a ti.

Y entonces, Edeard oyó el grito completo y se echó a reír.

—Caminante de las Aguas —coreaba la multitud que lo adoraba—. Caminante de las Aguas. Caminante de las Aguas. Caminante de las Aguas.