Cuarto Sueño de Íñigo
Después de desmontar el campamento justo antes del amanecer, la caravana se pasó en el camino tres horas antes de coronar por fin el último risco; la llanura costera apareció entonces ante ellos. Edeard la contempló con una sonrisa y un estallido de adrenalina de entusiasmo. Tras casi un año de viajes, al fin estaba contemplando su futuro. Montada en un ge-caballo a su lado, Salrana chilló de felicidad y batió palmas. Varios cerdos que viajaban en la parte de atrás de la carreta de O’lrany gruñeron ante el repentino ruido.
Edeard le ordenó a su ge-caballo que parara. La caravana continuó avanzando sin detenerse, carreta tras carreta rodando por el camino de piedra. Delante del joven, las estribaciones de las montañas Donsori se precipitaban de forma abrupta hacia la asombrosa llanura Iguru, kilómetros y kilómetros de tierra que surgía ante sus ojos: una extensión llana de ricas tierras agrícolas, casi todas cultivadas, con la superficie marcada por enormes campos regulares repletos de verdes cosechas. Una inmensa red de zanjas se alimentaba de ríos anchos y poco profundos delimitados por diques protectores de tierra. Los bosques tendían a ocupar las pendientes bajas de los extraños conitos volcánicos que interrumpían la uniformidad de la llanura. Que Edeard pudiera ver, no había un patrón visible en los escarpados montículos, sino que salpicaban el terreno al azar.
Se trataba de una geografía extraña, muy diferente del terreno accidentado que la rodeaba. Edeard se encogió de hombros ante el extraño aspecto de todo y guiñó los ojos para contemplar el horizonte oriental. En parte imaginación, en parte calima, el mar Lyot era visible apenas como una línea gris.
Lo que no hacía falta imaginar era la ciudad. Makkathran dominaba el horizonte como una perla bañada por el sol. Al principio, a Edeard le decepcionó lo pequeña que era, pero después comenzó a comprender la distancia que los separaba.
—No está nada mal, ¿eh? —dijo Barkus cuando llegó con su anciano ge-caballo junto a Edeard.
—No, señor —dijo el joven. Cualquier otro comentario parecía superfluo—. ¿A qué distancia estamos?
—Nos llevará por lo menos otro medio día bajar hasta la llanura, este último trozo de camino que baja por las montañas es complicado. Acamparemos en Clipsham, el primer pueblo de un [amaño decente que hay en la Iguru. Después nos llevará casi otro día entero llegar a Makkathran en sí. —Asintió con gesto afable y azuzó a su ge-caballo para que continuara.
A casi dos días, Edeard se quedó mirando, hechizado, la capital, supuestamente la única ciudad de verdad que había en Querencia. La caravana había visitado algunos pueblos fabulosos durante el viaje, grandes conurbaciones con poblaciones adineradas; varios tenían parques más grandes que todo Ashwell. En su momento le habían parecido magníficos, seguro que no podía haber nada más grande. Ah, Señora, menudo paleto soy.
—¿Te tienen que entrar dudas justo aquí? —preguntó Salrana—. Son pensamientos muy melancólicos los que cultivas en esa cabeza.
—Sólo estoy recibiendo una lección de humildad —le dijo Edeard a su amiga.
Los pensamientos de la jovencita chispearon de júbilo y esbozó una sonrisa burlona.
—¿Pensando en Franlee?
—Ya hace meses que no —le respondió él con gran dignidad.
Salrana lanzó una carcajada maliciosa.
Edeard había conocido a Franlee en Plax, una capital de provincia al otro lado de las montañas Ulfsen. Una serie de infortunios en el camino, incluyendo ruedas rotas y animales enfermos, además de unas tormentas de otoño muy tempranas, hicieron que la caravana tardara más de lo acostumbrado en llegar a Plax. El resultado fue que se quedaron encerrados por la nieve más de seis semanas. Había sido entonces cuando había conocido a Franlee, una aprendiz del Gremio de Moldeado de Huevos y su primera aventura amorosa auténtica. Se habían pasado buena parte de aquellas frías y desagradables semanas juntos, ya fuera en la cama o explorando las tabernas más baratas de la ciudad. El maestro del Gremio de Moldeado de Huevos había reconocido el talento de Edeard y le había ofrecido el puesto de aprendiz veterano y la promesa de convertirlo en oficial en un año. El joven había estado a muy poco de quedarse.
Pero al final, la última promesa que le había hecho a Akeem se había impuesto con más fuerza. La partida había sido muy dolorosa y se había mostrado hosco y reservado durante semanas enteras a medida que las carretas avanzaban, lentas y pesadas, por los nevados valles de Ulfsen. Era un sufrimiento convivir con él, se había quejado el resto de la caravana. Hizo falta el resto del verano y poner las Ulfsen entre él y Plax para que se recuperara. Eso y Roseillin, en una de las aldeas de la montaña. Y Dalice. Y… bueno, varias chicas más entre un sitio y otro.
—Mira eso —dijo con impaciencia—. Hicimos lo que debíamos.
Salrana alzó la cabeza y entrecerró los ojos para defenderse de la luz brillante de la mañana.
—Olvídate de la ciudad —le dijo—. Jamás había visto tanto cielo.
Cuando Edeard levantó la cabeza, comprendió a qué se refería su amiga. Estaban en una atalaya que les proporcionaba una vista de la infinidad azul que coronaba la llanura. Unas nubes pequeñas y brillantes surcaban el cielo a toda velocidad sobre sus cabezas, unos jirones tan tenues que eran casi zafiros en sí mismos. Parecían retorcerse al trazar largos arcos sobre la Iguru antes de chocar contra las corrientes termales de las montañas, donde se expandían y oscurecían. Sobre la ciudad el viento siempre sopla del mar, recordó que decía Akeem, y cuando se da la vuelta, ten mucho cuidado.
—¿Qué es ese olor? —preguntó, confundido. El aire era fresco, penetrante casi, pero impregnado de algo al mismo tiempo.
Se oyó una carcajada en la carreta que pasó rodando junto a ellos.
—¡Serás paleto, aldeano! —se mofó Olcus, el conductor—. Ése es el olor del mar.
Edeard bajó la mirada y volvió a recorrer el horizonte. Jamás había visto el mar. Lo cierto era que desde aquella distancia no parecía gran cosa: una línea emborronada de color azul grisáceo. Supuso que se haría más interesante e impresionante a medida que se acercaran.
—Gracias, viejo —le respondió y lo acompañó de un rápido gesto. A aquellas alturas ya se llevaba bien con casi todas las familias que componían la caravana. Abandonarlos en Makkathran iba a ser casi tan duro como dejar Plax.
—Vamos —dijo Salrana. La joven azuzó a su ge-caballo. Después de un momento Edeard siguió su ejemplo.
—Estuve hablando con Magrith en el desayuno —dijo Salrana—. Me dijo que este camino es el mismo por el que viajó Rah cuando sacó a sus compañeros de nave del apuro que siguió a su aterrizaje en Querencia. Habría visto la ciudad por primera vez desde este mismo punto.
—Me pregunto qué pensó de la Iguru —murmuró Edeard.
—Hay momentos en los que de verdad no te entiendo, Edeard. Hemos llegado a Makkathran, cosa en la que yo sólo creía a medias. Nosotros dos, unos aldeanos de Ashwell nada menos, y estamos aquí, en el centro de todo nuestro mundo. Y lo único que haces es hablar de los estúpidos cultivos de las afueras.
—Lo siento. Es que… este sitio es muy extraño, eso es todo. Mira a tu alrededor, las montañas terminan así, de golpe, como si algo las hubiera partido.
—Estoy segura de que hay un gremio de geografía si tanto te interesa —se mofó la jovencita.
—Bueno, es una idea —dijo él con un repentino interés aparente—. ¿Crees que sería difícil entrar en él?
—¡Oh! —chilló Salrana, exasperada. La tercera mano de la chica lo rodeó de golpe e intentó tirarlo de la silla. Él le devolvió el empujón y la hizo encorvarse y aferrarse con más fuerza a las riendas—. ¡Edeard! Ten cuidado.
—Perdona. —Era un chiste constante en la caravana que Edeard no era del todo consciente de su fuerza. El joven sacudió la cabeza y se concentró en la falange de genistares que caminaban junto a la caravana para asegurarse de que los ge-caballos tiraban de las carretas en línea recta, que los ge-lobos no se alejaban y que las ge-águilas subían y bajaban en espiral. La superficie del camino era excelente, recubierta de grandes losas y bien mantenida, era casi como el empedrado de un pueblo. Claro que era el camino principal que atravesaba las montañas y llevaba directamente a la capital. Tanto con los ojos como con la visión lejana, percibió varias carretas y pequeños convoyes que serpenteaban subiendo y bajando el amplio y sinuoso camino que tenían por delante. También vio a un grupo de hombres a caballo acompañados por ge-lobos que iban avanzando sin prisas camino arriba. Llegarían a la cabeza de la caravana al mediodía, más o menos, calculó.
Con todos los sentidos bien abiertos, Edeard fue siendo consciente poco a poco de las emanaciones de la ciudad. Era un borboteo tranquilo de fondo, parecido al aura de cualquier asentamiento humano, salvo que en esa ocasión estaba demasiado lejos como para poder percibir la población de Makkathran, por mucho talento que tuviera o muy receptivo que fuera. Además, aquello tenía un tempo diferente al de las mentes humanas; era más lento y mucho más satisfecho. Era la esencia de una perezosa tarde de verano destilada en un solo y largo sonido armónico, agradable y relajante. Bostezó.
—¡Edeard! —exclamó Salrana.
Edeard parpadeó, la preocupación de la mente femenina lo puso en alerta. Su ge-caballo deambulaba demasiado cerca del borde del camino, aunque no era que fuera peligroso. No había ninguna pendiente escarpada hasta más adelante, en la colina, donde comenzaban los fuertes desniveles, allí sólo había un terreno irregular y la cima curva. Un par de instrucciones rápidas a la mente del ge-caballo corrigió la dirección.
—Vamos a intentar llegar ilesos —dijo Salrana con tono mordaz—. Por la Señora, sigues montando fatal.
Edeard estaba demasiado preocupado como para intentar corregir a su amiga con sus habituales bromas. Ya no podía percibir los pensamientos torpes y pesados de la ciudad, había demasiada adrenalina recorriéndole las venas. Ya tenía la ciudad a la vista y estaba empezando a emocionarse de verdad. Al menos ya habían dejado atrás de una vez por todas su espantoso pasado.
Era mediodía cuando la caravana fue deteniéndose poco a poco entre el quejido de la madera y los frenos de metal, los bufidos de los animales y los gruñidos callados de los humanos. Hacían fila a lo largo de casi un kilómetro que se curvaba alrededor de uno de los trozos en pendiente más largos, lo que hacía difícil que cualquier otro intentara usarlo. El capitán de la patrulla de la milicia que los obligó a parar se disculpaba en cierto sentido pero, de todos modos, insistía.
Edeard estaba a sólo un par de carretas de la parte delantera cuando oyó hablar a Barkus.
—¿Hay algún problema, señor? Éste es nuestro viaje anual, somos muy conocidos entre las autoridades civiles.
—Yo mismo lo conozco, Barkus —dijo el capitán mientras observaba los ge-lobos de la caravana. Montaba un caballo terrestre de color negro como la noche y tenía un aspecto espléndido vestido con una guerrera de gala azul y escarlata con botones de latón pulido que resplandecían en la casaca. Edeard usó su visión lejana para examinar el revólver que llevaba el hombre en la pistolera blanca de cuero. Era muy parecido al que había pertenecido a la familia de Genril. El resto de los milicianos iban armados de forma similar; desde luego no llevaban nada parecido al arma de disparo rápido de los bandidos. Edeard no sabía si eso era bueno. Claro que si la ciudad poseía tales armas, seguramente no las irían mostrando en una patrulla de rutina.
—Sin embargo, no recuerdo que tuviera tantos ge-lobos antes —dijo el capitán.
—Pasamos por la provincia de Rulan el año pasado. Una aldea fue saqueada por bandidos; hubo incursiones y varias granjas sufrieron pérdidas. No se puede tener demasiado cuidado.
—Malditos salvajes —escupió el capitán—. Supongo que serían dos tribus luchando por alguna puta. No sé por qué se aventura hasta allí, Barkus. En mi opinión, son todos bandidos y gente de mal vivir.
Edeard se fue irguiendo poco a poco y clavó los ojos en el capitán. Después reforzó el escudo a su alrededor.
—No hagas nada —le disparó Barkus en un susurro con lenguaje a distancia.
—Edeard —le siseó Salrana con discreción. El joven podía sentir la rabia en los pensamientos de su amiga, una rabia apenas contenida. A su alrededor, las mentes de sus amigos irradiaban consternación y comprensión.
—Pero lucrativos —continuó Barkus sin inmutarse—. Ahí fuera podemos comprar muy barato.
El capitán se echó a reír sin ser consciente de la tormenta emocional que se estaba formando a su alrededor.
—Por todo lo cual, amigos míos, en la ciudad les pagarán buenos dineros, supongo.
—Ésa es la esencia del oficio —dijo Barkus—. Después de todo, tiene razón, corremos un riesgo considerable en estos viajes.
—Bueno, que tenga buena suerte, Barkus. Pero soy el responsable de la seguridad de Makkathran así que debo pedirle que mantenga a sus bestias atadas con correa en el interior de las murallas de la ciudad, no estarán acostumbradas a la civilización. No queremos que se produzca ningún desgraciado accidente.
—Por supuesto.
—Quizá quiera acostumbrarlos a la idea en cuanto llegue a la llanura.
—Me ocuparé de ello.
—Bien. Y nada de comerciar con los habitantes del distrito de Sampalok, ¿eh?
—Desde luego que no.
El capitán y sus hombres se dieron la vuelta y cabalgaron camino abajo, con su propia manada de ge-lobos siguiéndolos a poca distancia.
Barkus se ocupó de que la caravana se volviera a poner en camino y después azuzó a su ge-caballo para volver con Edeard y Salrana.
—Siento que tuvierais que oír eso —dijo.
—En la ciudad no son todos así, ¿verdad? —preguntó Salrana, nerviosa.
—Por la dulce Señora, no. Los oficiales de la milicia suelen ser los hijos menores de alguna antigua familia, pequeños idiotas que no saben nada de la vida. Su cuna les proporciona una gran cantidad de arrogancia pero muy poco dinero. La milicia les permite mantener la ilusión de que conservan su estatus, aunque lo único que pueden hacer en realidad es buscar una esposa rica. Por suerte, no pueden hacer ningún daño mientras patrullan por aquí.
Edeard casi se escandalizó ante semejante idea.
—Si necesitan dinero, ¿por qué no se unen a un gremio y desarrollan su talento psíquico o fundan un nuevo negocio?
Para sorpresa de Edeard, Barkus lanzó una carcajada.
—Oh, Edeard, a pesar de todo lo que has viajado con nosotros, todavía tienes mucho camino por recorrer. ¡El hijo de un noble ganándose la vida! —Se rió otra vez antes de ordenarle a su ge-caballo que regresara a la siguiente carreta.
Después de Clipsham, Edeard hubiera querido coger un caballo y atravesar la Iguru al galope hasta llegar a Makkathran. Seguro que no le llevaba más de unas cuantas horas. Sin embargo, se las arregló para contener su impaciencia y, como un buen chico, recorrer con paso pesado la llanura junto a las carretas y ayudar a tranquilizar a los ge-lobos, que no estaban acostumbrados a ir atados.
Hacía calor en la llanura, un viento suave y constante traía un aire húmedo del mar que Edeard encontraba extrañamente tonificante. Allí el invierno era mucho más corto de lo que él estaba acostumbrado en la provincia de Rulan, le explicó Barkus, aunque esos meses podían ver escarchas muy intensas y varias ventiscas de nieve. En contraste, el verano en la ciudad era muy cálido y duraba más de cinco meses. La mayor parte de las familias de alta alcurnia poseía villas en las montañas Donsori, donde pasaban los meses más bochornosos de la estación cálida.
La tierra de cultivo de la Iguru reflejaba el clima, con una vegetación exuberante que cubría cada campo. El camino estaba bordeado por palmeras altas y delgadas envueltas en cintas de musgo de color cobalto y de las que brotaban matas de hojas de color escarlata y esmeralda justo en la cima. Los cultivos eran diferentes de aquéllos a los que estaba acostumbrado Edeard. Había pocos campos de cereales pero muchos huertos de cítricos y plantaciones de frutas, con acre tras acre dedicados a parras y arbustos frutales. Se estaban quemando algunos campos de caña que enviaban negros penachos de humo que se agitaban en el cielo despejado. Bajo ellos, el suelo era volcánico, lo que contribuía en gran medida a aquel tono verde sano de la vegetación, tanto como la lluvia regular y el cielo empapado de sol. Ejércitos enteros de ge-chimpancés se afanaban sobre la tierra y atendían las plantas con supervisores cabalgando entre ellos. Las granjas eran magníficos edificios blanqueados con tejados de azulejos rojos de arcilla, tan grandes como los complejos de los gremios en Ashwell.
A pesar de las horas que se pasaron avanzando esa mañana, el panorama a ambos lados del camino recto siguió siendo desconcertantemente parecido. Sólo los conos volcánicos ofrecían hitos con los que medir su progreso. Edeard vio venas de arroyos plateados que bajaban por las laderas antes de desvanecerse en las densas estribaciones de árboles de color jade oscuro. Pero no había calderas en la cima, se alzaban hasta convertirse en simples crestas redondeadas.
En muchas de ellas se habían construido cabañas en estrechas cornisas, construcciones compactas pero sofisticadas que, según las explicaciones de sus amigos, eran poco más que pabellones en los que los ricos de la ciudad pasaban días ociosos disfrutando de las fabulosas vistas; era habitual instalar a una de sus amantes favoritas en ellos.
El tráfico comenzó a aumentar según se acercaban a Makkathran. Los caballos terrestres eran más comunes que los ge-caballos y sus jinetes vestían costosas ropas. En las carretas se apilaban productos de las granjas y fincas de la llanura y avanzaban con paso pesado rumbo a los mercados y los almacenes de los mercaderes. Pasaron junto a ellos con estrépito carruajes lujosos con las ventanillas cubiertas por cortinas. A Edeard le sorprendió encontrarlos protegidos de la visión lejana casual por una variante suave de su propia habilidad para ocultarse; sus lacayos irradiaban una cólera hosca que disuadía a todos de fisgonear.
El acceso final a las murallas de la ciudad acogía una variedad asombrosa de árboles. Antiguos troncos negros y grises vigilaban el camino a ambos lados y enviaban ramas nudosas por encima de todos para formar arcos entrelazados que tenían siglos de antigüedad. Al principio, Edeard creyó que se había producido algún tipo de terremoto en los últimos tiempos. Todos los árboles, fuera cual fuera su edad y tamaño, se inclinaban hacia un lado y sus ramas se torcían en la misma dirección. Después cayó en la cuenta de que el viento constante les había dado forma al empujar las ramas en dirección contraria a la de la costa.
Durante el último medio kilómetro, el suelo era una simple vega llana, hogar de rebaños de ovejas. Cuando dejaron el refugio de los árboles, a Edeard se le concedió la primera visión de la ciudad desde que habían bajado de las estribaciones. Tenían delante la pared de cristal, que se alzaba en vertical del suelo de hierba a una altura de treinta metros. Aunque era transparente, tenía un tono dorado que distorsionaba la silueta de los edificios del interior y hacía imposible hacerse una impresión real de lo que había dentro. Formaba un círculo perfecto alrededor de la ciudad, con la misma altura en todas partes salvo el puerto, en el lado este, donde se hundía para permitir que el mar bañara los muelles. Las suaves mareas de Querencia no tenían ningún efecto visible sobre ella; el obstinado cristal era tan inmune a las fuerzas de la erosión como a todas las demás formas de asalto. Ni las balas ni los picos podían astillarla; la cola no se pegaba a ella. Como barrera defensiva, era casi perfecta.
Su única susceptibilidad conocida era la telequinesia, que podía desgastar su fuerza de forma gradual. Así había sido como Rah había abierto la ciudad a su pueblo. Poderoso especialista en telequinesia, Rah había ido cortando de forma sistemática el cristal y había dado forma a tres puertas. Según la leyenda, tallar cada una le había llevado dos años. Sus seguidores habían fijado los enormes segmentos que habían separado con gigantescos goznes de metal y los habían transformado en unas verjas que encajaban a la perfección. En los dos milenios transcurridos desde entonces, sólo se habían cerrado ocho veces. Durante los últimos setecientos años habían permanecido abiertas.
La caravana entró por la puerta norte. Tenía siete metros de anchura en la base y se arqueaba diez metros sobre la cabeza de Edeard, el corredor que entraba en la ciudad tenía tres metros de largo. La verja estaba retirada y apoyada en la pared del interior. A Edeard le costó creer que aquella cosa tan enorme pudiera moverse; los goznes parecían unos artilugios extraordinariamente primitivos, todo bisagras bulbosas de hierro y vigas tachonadas por remaches. Y, sin embargo, no se habían corroído y los ejes se mantenían engrasados.
Justo en el interior, a la izquierda del camino, había una amplia extensión de praderas, llamada el foso Alto, que seguía toda la curva de la muralla hasta el distrito de la Cola Superior que había junto al puerto. Como se prohibía la entrada de los caballos en los distritos principales, muchas familias tenían establos allí, sencillos edificios de madera a los que se les habían ido añadiendo más a lo largo de los siglos. Había también estacadas para el ganado y corrales para la gente de paso, incluso un par de mercados baratos. Al otro lado del camino, la parecida medialuna del foso Bajo rodeaba la muralla hasta la puerta Principal. Alrededor del borde interior de los fosos estaba el canal de la Curva Norte, bordeado con el mismo material blanquecino con el que se había levantado la mayoría de la ciudad; parecía mármol helado pero era más fuerte que cualquier metal que los humanos pudieran forjar en Querencia.
Edeard se quedó mirando encantado las góndolas que se deslizaban por el canal. No era la primera vez que veía botes, Thorpe del Agua los tenía en abundancia, al igual que muchos otros pueblos. Pero aquéllos eran primos burdos y rutinarios comparados con aquellas elegantes naves negras. Tenían quillas poco profundas con proas altas que surgían del agua talladas con elegantes figuras. Los bancos tapizados de la parte central estaban protegidos del cálido sol por toldos blancos y el gondolero se colocaba en una plataforma en la popa manipulando una larga percha con sencilla elegancia. Cada góndola acogía al menos un par de ge-gatos. Edeard sonrió contento al ver las formas tradicionales de los genistares, que salían y entraban sin parar del agua salada. Al contrario que las hinchadas criaturas que él había moldeado en Ashwell, aquéllas eran criaturas acuáticas y aerodinámicas, con pies palmeados y colas largas y sinuosas. La superficie del canal estaba repleta de ondas que dibujaban los animales al perseguir de forma continua a ágiles fil-ratas y mordisquear las briznas de algas trilan para mantener el canal limpio.
—Oh, por la gran Señora —jadeó Salrana, que miraba la ciudad con la boca abierta.
—Hicimos lo que debíamos —dijo Edeard con tono tajante—. Sí, desde luego que sí. —Una vez dentro de la muralla de cristal, la verdadera aura de la ciudad lo bañó por completo. Jamás había sentido antes tal vitalidad, ese impacto emocional estimulante que sólo podía proceder de tantas personas llevando sus agitadas vidas en íntima proximidad. La individualidad era imposible de distinguir pero la sensación colectiva era una central de animación. Se sintió más animado con sólo poder absorber todo lo que veía y oía.
La caravana se desvió del camino y Barkus mantuvo una conversación rápida con un Maestro de Viajes de la ciudad, que les asignó tres corrales en el foso Alto donde podrían montar sus puestos para comerciar. Las carretas traquetearon por la estrecha pista hasta su destino final.
Edeard y Salrana se acercaron con sus ge-caballos a la carreta de Barkus. Fue un acto que no pudieron evitar asociar con aquel momento, allá en Thorpe del Agua, cuando habían acudido al jefe de la caravana en busca de ayuda. La familia del anciano estaba en aquel entonces montando los toldos a ambos lados de la antiquísima carreta. Por aquel entonces no se conocían, eran completos extraños, curiosos y suspicaces. Edeard ya los conocía a todos y los consideraba sus amigos, lo que hacía las cosas mucho más difíciles. Los pensamientos de Salrana eran apagados y hoscos cuando Barkus se giró para mirarlos.
El anciano jefe de la caravana observó los fardos que acarreaban.
—¿Entonces os vais a quedar de verdad?
—Sí, señor.
El hombre los abrazó a los dos. Salrana tuvo que limpiarse las lágrimas de los ojos. Edeard luchaba por asegurarse de no tener que hacer lo mismo.
—¿Tenéis suficiente dinero?
—Sí, señor, no necesitamos nada. —Edeard se dio unos golpecitos en el bolsillo interior de los pantalones. Durante el camino había vendido suficientes ge-arañas para pagar semanas en una taberna bien amueblada y volvía a ir vestido de modo respetable.
—Si no funciona, nosotros estaremos aquí una semana. Podéis veniros con nosotros, los dos. Siempre tendréis un hogar en el camino con nosotros.
—Jamás olvidaré su amabilidad —dijo Edeard.
—Yo tampoco —añadió Salrana.
—Adelante, entonces, id ya.
Edeard pudo ver en los pensamientos agitados del anciano que aquello era igual de doloroso para él. Cogió el brazo de Barkus y se lo apretó con fuerza antes de darse la vuelta. Salrana rodeó con los brazos el cuello del jefe de caravanas y lo besó con gratitud.
El camino que los había llevado a la ciudad terminaba justo antes del canal de la Curva Norte. Caminaron junto al agua durante un rato hasta que encontraron un puente para cruzarlo. Estaba hecho de una variedad dura y ocre del material omnipresente en toda la ciudad, era un sencillo arco bajo al que habían añadido barandillas de madera a ambos lados. Había tantas personas utilizándolo, yendo y viniendo contra él, que Edeard tuvo que sujetar con fuerza su bandolera. Pero se dio cuenta de que no había animales, ni siquiera ge-chimpancés. El puente los llevó al distrito Hongo, que estaba compuesto por pequeños edificios que parecían cajas de dos o tres pisos de altura con altos tejados abovedados de crucería y paredes que con frecuencia se inclinaban alejadas de la perpendicular. Las ventanas no seguían ningún patrón concreto: había ranuras sesgadas, medialunas, lágrimas, círculos, óvalos, pero nunca cuadrados; todas tenían unos gruesos cristales transparentes que crecían, se moldeaban y reponían solos del mismo modo lento que las propias estructuras. Las entradas eran simples rectángulos u óvalos arqueados que atravesaban las paredes de la planta baja; los humanos habían añadido las puertas de madera y habían sujetado los goznes a la estructura con clavos clavados con telequinesia. A lo largo de los años, el material de la ciudad iba expulsando los clavos poco a poco para reparar los agujeros que se habían perforado, lo que requería que se volvieran a sujetar más o menos cada década. La renovación constante y formal del tejido de la ciudad hacía que el lugar entero pareciera recién hecho, como si lo acabaran de completar.
El hueco que quedaba entre los edificios era estrecho. A veces, junto a una esquina sesgada, apenas quedaba poco más de medio metro entre las paredes, lo que obligaba a Edeard a ponerse de lado para colarse; otros pasajes eran calles amplias que permitían que varias personas pasaran a la vez. Se encontraron con placitas y patios, todos los cuales contaban con fuentes de agua potable que burbujeaba a través de la cima de una gruesa columna.
—¿Es que no trabaja nadie? —preguntó Salrana, desconcertada después de que los hubieran empujado y agitado a conciencia durante diez minutos mientras atravesaban las calles estrechas—. La ciudad entera debe de estar en la calle.
Edeard se limitó a encogerse de hombros. El distrito era un laberinto confuso. Fue también donde descubrió que el material de la ciudad era casi opaco a la visión lejana. Sólo podía percibir formas muy oscuras al otro lado de las paredes, y desde luego no podía captar nada al otro lado del edificio. No estaba acostumbrado a que redujeran tanto su percepción, lo inquietaba un poco. Al final, llamó a su ge-águila y la envió a las alturas, sobre los tejados, para que les trazara un mapa.
Quería llegar al distrito Tosella, donde el Gremio de Moldeado de Huevos tenía su Torre Azul. Era el distrito que estaba al este de Hongo, separado de él por el canal Oculto. A pesar de estar tan cerca, les llevó cuarenta minutos atravesar Hongo antes de cruzar el estrecho canal por un pequeño puente de madera.
Los edificios de Tosella tenían una magnitud mucho mayor que los que habían visto hasta entonces. Eran largas mansiones rectangulares con altas ventanas muy estrechas apiladas unas encima de otras hasta alcanzar los seis pisos y coronadas por cúpulas redondas concéntricas que se cruzaban como olas congeladas en pleno torbellino. El suelo que había justo junto a las paredes estaba vallado por columnas altas y delgadas que separaban el asfalto público de los mosaicos de emblemas hechos de resplandecientes motas de colores primarios. Las plantas bajas eran claustros arqueados que rodeaban patios centrales donde crecían unos jardines muy bien cuidados en largas artesas bajo la luz teñida y fresca que atravesaba los altos tragaluces del tejado. Por primera vez en la ciudad, Edeard percibió las mentes de genistares. El piso bajo de una de las mansiones había sido transformado en establos para ellos. Incluso vislumbró aprendices y oficiales escabullándose por los patios, sus pensamientos eran nerviosos y apagados al intentar congraciarse con sus maestros. Edeard tuvo que sonreír al recordar algunas de las historias más extravagantes de Akeem sobre la vida de un aprendiz en Makkathran.
—Sé que todo el mundo pregunta lo mismo —dijo Salrana cuando se entretuvieron junto a una de las enormes mansiones para admirar las sutiles sombras del arco iris que se refractaban en la fachada, blanca como la nieve—. Pero me pregunto quién construyó este lugar.
—Yo creía que habían sido los Primera Vida. ¿No es eso lo que dijo la Señora?
—La verdad es que no lo dice en ninguna de sus enseñanzas. Lo único que dice es que la ciudad la dejaron Los Que Vinieron Antes.
—Entonces no podían ser humanos.
—¿Qué te hace decir eso?
—Oh, podemos usarla sin problemas; el concepto de refugio es universal, supongo. Pero no terminamos de encajar en nada. Para empezar, no había verjas hasta que llegó Rah.
—Así que los constructores entraban y salían navegando por el mar; eso desde luego cuadra con todos los canales —respondió la joven con una sonrisa.
—No. —Edeard no podía ponerse a la altura del humor ligero de su amiga. Su mirada barrió la mansión entera. La raíz de la arquitectura se basa en los conceptos que tiene una especie concreta, desde la funcionalidad más básica a la estética, y Makkathran no encajaba con la sensibilidad humana. Él allí se sentía fuera de lugar—. Los humanos no construimos este sitio, nos limitamos a adaptarnos a él.
—Sólo llevamos una hora aquí y tú ya lo sabes todo.
—Perdón. —Edeard esbozó una gran sonrisa—. Pero tienes que admitir que es intrigante.
—Dicen que el distrito Aguilera es el más raro de todos. Allí es donde la Pitia tiene su iglesia, que es el único edificio elaborado para los humanos. La ciudad se lo concedió a la Señora para que su rebaño pueda estar cerca de las torres cuando los Señores del Cielo regresen al fin.
—¿Las torres?
—Sí. Allí fue donde los Señores del Cielo se posaron la última vez que estuvieron aquí, el día que se llevaron el espíritu de Rah a su lugar de descanso en el mar de Odín.
—Oh. Oye, espera. ¿Quieres decir que los humanos diseñaron la iglesia de la Señora?
Salrana lanzó un suspiro burlón.
—¿Ves? Si te hubieras molestado en aparecer por la iglesia alguna vez, lo sabrías. Está justo ahí, en las escrituras de la Señora.
Edeard le lanzó a la mansión otra mirada suspicaz.
—Eso es como moldear genistares, pero con edificios. Me pregunto si los constructores de la ciudad fueron los que trajeron los modelos tipo a Querencia.
—Si el gremio de geografía te rechaza, siempre podrías solicitar un puesto en el gremio de historia.
—¡Descarada! —Edeard le lanzó un amago de golpe.
Salrana se apartó bailando y riendo, y después le sacó la lengua. Varios peatones la miraron con curiosidad, no estaban acostumbrados a ver a una novicia de la Señora comportarse de tal modo. La jovencita adoptó una expresión contrita y se llevó las manos a la espalda con aire tímido, con los ojos y la mente todavía chispeando de júbilo.
—Vamos —dijo Edeard—. Cuanto antes lleguemos a la Torre Azul, antes podremos encerrarte en la residencia de novicias, que es tu sitio, donde no corras peligro ni puedas causar ningún problema.
—¿Recuerdas nuestra promesa? Yo voy a ser Pitia y tú vas a ser alcalde.
—Claro. —Edeard sonrió con ganas—. Puede que nos lleve un par de años pero lo ignoraremos.
La sonrisa de la joven se desvaneció y sus pensamientos se hicieron más serios.
—Edeard, tú no me olvidarás, ¿verdad?
—Eh, claro que no.
—Hablo en serio, Edeard. Prométemelo. Prométeme que seguiremos hablando cada día, aunque sólo sea un saludo con lenguaje a distancia.
Edeard levantó una mano con la palma hacia su amiga.
—Te juro por la Señora que no me olvidaré de ti. Eso sería imposible.
—Gracias. —La sonrisa maliciosa de la chica regresó—. ¿Quieres besarme otra vez antes de que nos encierren en residencias separadas cada noche?
Edeard gimió, desesperado.
—Quizá debería limitarme a irme con la caravana.
Le tocó entonces a Salrana intentar darle un golpe a él.
La Torre Azul estaba en medio del distrito Tosella y se alzaba como mínimo al doble de altura que la mansión más grande que habían visto hasta entonces. En las paredes, el material de la ciudad se había sombreado hasta adquirir un tono azul oscuro que parecía empapar la luz del sol, como si la fachada poseyera su propio nimbo de sombra. De pie, junto a la base, entre arbotantes que parecían antiguas raíces de algún árbol, Edeard se sintió intimidado por el corazón de su gremio. Semejante estructura jamás había estado pensada para albergar una profesión que existía para aligerar la carga de las vidas de las personas. Se parecía más a una fortaleza en la que moraran bandidos.
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —preguntó Salrana, con aire indeciso. La jovencita estaba tan amedrentada como él por aquella imponente estructura.
—Eh, sí. Estoy seguro. —Edeard pensó que ojalá la vacilación de sus pensamientos no fuera tan flagrante.
Entraron por una amplia puerta cuyo parecido con una boca gigante era tan obvio como incómodo. Dentro, las paredes y el suelo cambiaron al tono rojo más oscuro posible con un brillo en la superficie que hacía juego con la madera pulida. Los fuertes rayos de luz que penetraban por las altas ventanas ojivales atravesaban la penumbra del amplio vestíbulo de entrada.
Edeard no sabía adónde ir. No parecía haber ningún tipo de funcionario que dirigiera a los visitantes a la sala apropiada. Su determinación se iba desvaneciendo a toda prisa y lo dejaba inmóvil y encallado en medio de aquel gran espacio abierto.
—Por alguna razón, no creo que sea aquí donde los aprendices tienen sus residencias —dijo Salrana con la boca torcida. Había varios grupos de hombres en el vestíbulo, todos hablando en voz baja. Vestían ropas de buena calidad bajo túnicas sueltas ribeteadas de piel con el emblema del gremio, un huevo en un círculo retorcido, bordado con hilo dorado en el cuello de la túnica. Los hombres arrojaron a Salrana y Edeard miradas de desaprobación, seguidas por un número sorprendente de personas que centraron su visión lejana en la joven pareja.
La visión lejana de Edeard lo alertó de la existencia de tres guardias armados con revólveres que cruzaban con paso firme el vestíbulo de entrada. Vestían unas chaquetas de droseda ligera sobre las túnicas de algodón de un blanco inmaculado. El emblema del gremio destacaba en los cascos que llevaban.
El sargento miró furioso a Edeard pero fue un poco menos hostil con Salrana cuando vio el vestido de novicia de la joven.
—Vosotros dos —gruñó—. ¿Qué asunto os trae aquí?
Pues menuda bienvenida más cálida que le dan a un compañero de gremio que llega de lejos, pensó Edeard con aire arisco. Después se dio cuenta de que aquella guardia no lo intimidaba en absoluto; después de los bandidos, el sargento y su pequeño pelotón parecían un tanto ridículos.
—Soy oficial del gremio —dijo Edeard, y él mismo se sorprendió de lo serena y autoritaria que era su voz—. He venido de la provincia de Rulan para completar mi educación.
El sargento daba la sensación de acabar de morder una fruta podrida.
—Eres muy joven para hacerte llamar oficial. ¿Dónde está tu insignia?
—Ha sido un viaje muy largo —dijo Edeard, de repente no quería explicarle lo que le había pasado a su aldea a alguien que jamás entendería la vida más allá de la ciudad—. La perdí.
—Ya veo. ¿Y tu carta?
—¿Carta?
El sargento habló con lentitud, el desdén coloreaba sus pensamientos.
—¿Tu carta de presentación al gremio de parte de tu maestro?
—No tengo ninguna.
—¿Estás intentando tomarme el puñetero pelo, hijito? Y disculpe, señorita —le dijo de mala gana a Salrana—. Vete ahora antes de que te lleve ante los tribunales de justicia por allanamiento y robo.
—No he cometido ningún robo —protestó Edeard en voz muy alta—. Mi maestro era Akeem, murió antes de poder escribir una carta de presentación.
—La única razón para entrar sin permiso aquí es para robarnos algo, paleto de mierda —le soltó de repente el sargento—. Ahora sí que me has cabreado de verdad, le has metido en un lío, muchacho. —Estiró la mano para coger a Edeard y parpadeó, sorprendido, cuando la mano le resbaló por un escudo telequinético extremadamente potente—. Ah, tú te lo has buscado. —Intentó agarrarlo con la tercera mano.
A Edeard no le costó nada rechazarlo y después levantó al sargento del suelo. El hombre aulló, conmocionado, y empezó a patalear.
—Acabad con esta mierdecilla —les gritó a sus hombres. Las terceras manos de éstos se cerraron alrededor de Edeard pero fue en vano. Fueron a coger sus pistolas y se encontraron con que sólo podían mover los brazos con lentitud a través de un aire muy denso.
—¡Edeard! —chilló Salrana.
Edeard no terminaba de entender cómo se habían vuelto locas las cosas tan rápido.
—Ya es suficiente —ordenó una voz de barítono.
La visión lejana de Edeard le mostró a un hombre anciano que cruzaba el vestíbulo hacia ellos. Unas túnicas largas flotaban tras él. Vestía unos pantalones de color ocre con un corte alto para que el vientre prominente no le colgara y una camisa suelta que contribuía a disimular la oronda figura, pero su peso era evidente en los dedos regordetes, el cuello grueso y la papada. Sin embargo, se movía con la vitalidad de un hombre mucho más joven. Incluso sin percibir sus reglamentados pensamientos, era obvio que era un hombre de una autoridad considerable.
—Bájalo —le ordenó a Edeard.
—Sí, señor —dijo Edeard con tono sumiso. Sabía que aquél era un maestro de igual categoría que Akeem—. Le pido disculpas. Me dejaron poca elec…
—Guarda silencio. —El hombre se volvió hacia el sargento, que se estaba colocando la ropa sin entablar contacto visual con nadie—. Y usted, sargento, tiene que mantener a raya ese mal genio. No estoy dispuesto a dejar que proteja la Torre Azul un paranoico de medio pelo. Tendrá que aprender a tener una actitud más racional o verá pasar sus días protegiendo una finca del gremio al otro lado de las montañas Donsori. ¿Me he explicado con claridad?
—Señor.
—Váyase ya mientras determino si este chico representa una amenaza para el gremio.
El sargento se llevó a sus hombres pero no antes de conseguir lanzarle una última mirada a Edeard que prometía una cruel venganza.
—¿Tu nombre, muchacho?
—Edeard, señor.
—Y yo soy Topar, maestro del Consejo del gremio y asistente del gran maestro Finitan. Eso debería darte una idea de lo hondo que te acabas de meter en una mierda tipo. Novicia de mi Señora, ¿me permite preguntarle su nombre?
—Salrana.
—Ya veo. Y deduzco que los dos acabáis casi de llegar a Makkathran. ¿No es así?
—Sí, señor —dijo Edeard—. Siento mucho lo de…
Topar agitó una mano irritada.
—Debería estar molesto pero el nombre de Akeem lleva sin oírse en nuestra augusta torre un tiempo considerable. Estoy intrigado. ¿Te he oído decir que está muerto?
—Sí, señor. Me temo que así es.
Por un momento, el entusiasmo se desvaneció del porte de Topar.
—Una pena. Sí, una gran pena.
—¿Lo conocía usted, señor?
—Yo no, no. Pero te llevaré con alguien que lo conoció. Querrá saber los detalles, estoy seguro. Sígueme.
Los llevó a un pasaje abovedado que había al fondo del vestíbulo y empezó a subir las amplias escaleras que escondía. Mientras subía, Edeard tuvo la certeza de que tenía razón al pensar que los que habían creado la ciudad no eran humanos. Las escaleras eran incómodas, más parecidas a una ladera de ondas solidificadas. Se curvaban lo suficiente para proporcionar un asidero incierto, pero los espacios que quedaban eran incómodos para las piernas humanas. Edeard no tardó en empezar a sudar mientras seguían subiendo sin parar de dibujar círculos, los músculos de sus pantorrillas no estaban acostumbrados a un ejercicio tan arduo.
En un momento dado, cuando debían de estar a unos cuatro o cinco pisos del vestíbulo, Topar se dio la vuelta para dedicarles una sonrisa burlona a los dos jóvenes. El maestro gruñó como si le satisficieran los apuros de los otros dos.
—Imaginaos lo orondo que estaría si no tuviera que salvar estas escaleras cinco veces al día, eh. —Lanzó una risita y continuó subiendo.
Edeard jadeaba, agotado, cuando al fin se detuvieron en una especie de gran antesala. No tenía ni idea de a qué altura habían trepado pero la cima de la torre seguro que estaba a menos de un metro. Esa altura podría explicar lo mareado que empezaba a sentirse.
—Esperad aquí —dijo Topar antes de atravesar una puerta de madera enmarcada por gruesas filigranas de hierro.
Las paredes de la antesala seguían siendo rojas pero más claras que las de los pisos inferiores. Sobre ellos, el techo brillaba con un pálido fulgor ámbar que le daba a la piel de Edeard un desagradable tono gris. El joven dejó caer la bolsa en el suelo y se hundió en un gran sillón de varillas de madera curvadas. Salrana se sentó en otro a su lado, tenía un aspecto de lo más perplejo.
—¿Estamos metidos en un lío o no? —preguntó.
—Creo que ya me da igual. Ese cerdo de sargento. Sabía que éramos inofensivos.
Salrana sonrió.
—Tú no.
Edeard estaba demasiado cansado para discutir. Su visión lejana estaba prácticamente bloqueada por las paredes de la torre, pero pudo percibir dos mentes detrás de la puerta de madera. No había mucho que discernir sobre su composición emocional; claro que, mientras caminaba por los distritos, había notado lo hábil que era la gente de la ciudad a la hora de proteger sus sentimientos.
Topar abrió la puerta.
—Ya puedes entrar, Edeard. Novicia Salrana, si tuviera la amabilidad de permitirnos unos momentos más. En unos instantes vendrá alguien para ocuparse de usted. Incluso antes de entrar en la habitación, Edeard ya supuso que lo llevaban ante la presencia del gran maestro Finitan. Al entrar, estuvo a punto de desmayarse al sentir una visión lejana que lo barría como una ráfaga de aire frío. El vello de los brazos se le puso de punta. Se le ocurrió entonces que si había alguien capaz de ver a través de un manto psíquico que lo ocultara, sería ese hombre.
El gran maestro Finitan estaba sentado en una silla de respaldo alto tras un gran escritorio de roble, delante de la puerta. Su oficina debía de ocupar casi una cuarta parte de la torre en aquel nivel. Era enorme pero estaba casi vacía, no había más muebles que el escritorio y una silla. Dos de las paredes estaban cubiertas por librerías que contenían cientos de tomos encuadernados en cuero. Tras él, la pared era en su mayor parte un ventanal de cristal con finos nervios secundarios que proporcionaban una visión despejada de todo Makkathran. Edeard se quedó con la boca abierta. Tuvo que contenerse para no echar a correr a la ventana y quedarse mirando como un niño hechizado. Por lo que podía ver con ese ángulo, los tejados ondulados ocupaban kilómetros enteros y los canales los atravesaban como arterias de color gris azulado. Al verla, Edeard supo con certeza que la ciudad estaba viva. Allí, los humanos no eran más que bacterias extrañas que vivían en un cuerpo que nunca podrían comprender del todo.
—Menuda vista, ¿verdad? —dijo el gran maestro Finitan con suavidad. En muchos aspectos aquel hombre era todo lo contrario de Topar: alto y delgado, con una densa mata de pelo que le caía hasta los hombros y que sólo estaba comenzando a encanecer. Sin embargo, su edad era evidente en las líneas que le arrugaban la cara. A pesar de todo, sus pensamientos eran serenos, era curioso y afable más que desdeñoso. Edeard volvió a mirar al gran maestro.
—Sí, señor. Esto, quiero pedirle disculpas de nuevo por lo que pasó abaj…
El gran maestro se llevó un dedo a los labios y Edeard se calló.
—No quiero oír hablar más de eso —dijo Finitan—. Has venido desde muy lejos, ¿sí?
—La provincia de Rulan, señor.
Finitan y Topar intercambiaron una mirada y sonrieron al compartir un chiste privado.
—Desde muy lejos —dijo Finitan con aire sabio—. ¿Un poco de té? —Su mente envió unas instrucciones rápidas con lenguaje a distancia.
Edeard se volvió y vio que se abría una puerta en la base de una de las paredes de librerías, una puerta que era demasiado pequeña para un hombre, medía apenas un metro veinte. Salieron corriendo unos ge-chimpancés que traían un par de sillas y una bandeja. Las sillas las colocaron delante del escritorio del gran maestro mientras que la bandeja, con su juego de té de plata, la colocaron sobre el escritorio, junto a un soporte que contenía un huevo de genistar.
—Siéntate, muchacho —dijo Finitan—. Bien, tengo entendido que afirmas que nuestro colega Akeem está muerto. ¿Cuándo ocurrió? —Hace casi un año, señor.
—Son unos pensamientos muy oscuros los que acompañan en tu mente a ese recuerdo. Por favor, cuéntanos la historia en su totalidad. Creo que tengo edad suficiente para soportar toda la verdad.
Avergonzado al ver que su mente era tan transparente, Edeard respiró hondo y empezó.
Tanto el gran maestro como Topar se quedaron callados cuando terminó. Al final, Finitan apoyó la barbilla en la torre que había hecho con los dedos.
—Ah, mi pobre y querido Akeem, que su vida terminara así es una tragedia imperdonable. Una aldea entera masacrada por bandidos. Me parece extraordinario.
—Ocurrió —dijo Edeard con un destello de rabia.
—No estoy cuestionando tu historia, muchacho. El concepto entero me parece profundamente perturbador; que haya una especie de sociedad ahí fuera, en los montes, y que sea diferente de la nuestra y tan hostil como implacable.
—Son animales —rezongó Edeard.
—No. Ésa es tu reacción instintiva, y muy sana que es, desde luego. Pero organizar semejante incursión es todo un logro. —El gran maestro se echó hacia atrás y bebió un poco de té—. ¿Podría haber de verdad una civilización rival en algún lugar de ahí fuera, más allá de nuestros mapas? Tienen técnicas para ocultarse y armas sofisticadas. Yo siempre había creído que tales cosas sólo eran competencia de esta ciudad.
—¿Aquí tienen armas de fuego de repetición? —preguntó Edeard. En todos sus viajes, nadie había oído hablar jamás de tal cosa. Un año de negativas constantes lo habían hecho dudar de los recuerdos que tenía de aquella terrible noche.
Finitan y Topar intercambiaron otra mirada.
—No. Y eso es más preocupante que saber ocultarse. Pero es maravilloso que Akeem conociera una técnica que se supone que sólo practican los maestros gremiales.
—Él era maestro, señor.
—Por supuesto. Me refiero a los que nos sentamos en el Consejo. Por desgracia, Akeem nunca llegó a ese nivel. Cuestión de política, por supuesto. Me temo que debo decir, joven Edeard, que vas a aprender que la vida aquí, en la ciudad, es todo política.
—Sí, señor. ¿Conocía usted a Akeem, señor?
Finitan sonrió.
—¿Todavía no lo has desentrañado, muchacho? Vaya, vaya, pensé que eras más rápido. Tú y yo compartimos un vínculo, pues Akeem fue mi maestro aquí cuando yo era un humilde aprendiz.
—Oh.
—Lo que significa que me planteas un problema muy desagradable.
—¿Ah, sí? —dijo Edeard, nervioso.
—No tienes una carta formal de confirmación de tu maestro. Y lo que es peor, desaparecida tu aldea, ni siquiera podemos confirmar que el gremio te admitió en su seno.
Edeard sonrió con timidez.
—Pero sé cómo esculpir un huevo. —Su visión lejana barrió el huevo que había sobre el escritorio del gran maestro y reveló las sombras plegadas del embrión—. Ha esculpido un ge-perro. No reconozco algunos de los rasgos, no se ha adaptado a la forma tradicional, pero es un perro. Le faltan dos días para que rompa el huevo, diría yo.
Topar asintió con gesto de reconocimiento.
—Impresionante.
—Akeem era el mejor maestro —dijo Edeard con calor.
El suspiro de Finitan fue más pesado que el anterior.
—Es obvio que has recibido adiestramiento dentro del gremio y está claro que tienes talento además de fuerza. Y ése es el problema.
—No lo entiendo, señor.
—¿Dices que Akeem te hizo oficial?
—Sí, señor.
—No puedo aceptarte en el gremio a ese nivel. Sé que eso te parece de una dureza intolerable, Edeard, pero hay unos trámites que hasta yo debo respetar.
Edeard era consciente de que le ardían las mejillas. No estaba rabioso, pero lo único que se le ocurría era lo mezquino que había sido el maestro del gremio en Thorpe del Agua. Seguro que el gran maestro, el líder de todo el Gremio de Moldeado de Huevos, no podía ser tan cicatero, lo que él decía era ley para el gremio.
—Entiendo.
—Lo dudo, pero comprendo muy bien la exasperación que debes de sentir. Será un placer aceptarte en este gremio, en Makkathran, Edeard, pero debe ser como aprendiz subalterno. No puedo hacer excepciones, sobre todo en tu caso.
—¿A qué se refiere?
—Reconocer tu estatus de oficial sin una carta formal de tu maestro me dejará expuesto a una acusación de favoritismo por parte de otros miembros del Consejo del gremio.
—Política —dijo Topar.
—Entiendo —susurró Edeard. Tenía miedo de estallar en lágrimas delante de ellos. Llegar a Makkathran, encontrarse en presencia del gran maestro y que te dijeran que todo lo que habías logrado no valía nada porque te faltaba un trozo de papel…— Discúlpenme, pero eso es una estupidez, señor —dijo con tono hosco.
—Es mucho peor que eso. Pero te agradezco que lo digas con tanta educación, muchacho.
Edeard sonrió y se sonó.
—¿Cuánto tiempo me llevaría llegar otra vez al estatus de oficial?
—Aquí, en la Torre Azul, y suponiendo que tengas el talento apropiado, siete años. Nombrarte oficial a tu edad fue… ambicioso, incluso para Akeem, pero al mismo tiempo, muy típico de él.
—Siete años —repitió Edeard, aturdido. Siete años de repetir cada lección y don de conocimiento que ya había recibido, siete años conteniéndose, siete años obedeciendo a oficiales menos capacitados que él. ¡Siete años!
—Sé lo que estás pensando y ni siquiera estoy usando visión lejana —dijo Finitan con suavidad—. Es terrible pedirte que te sometas a eso.
—No sé si puedo —dijo Edeard—. Cuando llegué aquí, creí que lo único que quería era formar parte del gremio, pero ahora… Tantos trámites. Akeem siempre dijo que me resultarían difíciles. Creí que estaba bromeando.
—Escúchame, Edeard —dijo Finitan—, porque estoy a punto de decir algo que raya en lo sacrílego.
—¿Señor?
—La jerarquía que tenemos en los gremios, no sólo la nuestra sino en todos los gremios, existe para aquéllos que quieren progresar dentro de nuestro sistema político. El talento en el campo que hayas elegido juega su parte pero siempre es cuestión de dinero y política. Así son las cosas aquí, en la capital. Si no has nacido en una familia de alcurnia y tienes ambición, entonces te metes en un gremio y luchas por llegar a la cima. Bien, considera esto con mucho cuidado porque es una elección que decidirá el resto de tu vida: ¿Es el Gremio de Moldeado de Huevos lo que quieres de verdad? Es lo que yo quería y he logrado mi objetivo. Soy gran maestro. Pero mira las batallas que tengo que librar a todos los niveles. Estoy rodeado de tantas personas que buscan lo mismo, que aspiran a sentarse en este despacho, que no puedo hacer una excepción con alguien con tanto talento como tú porque hace cien años tuve un maestro que después te enseñó a ti. ¿Es eso cordura, Edeard? ¿Es la vida que quieres para ti? ¿Tener que tener en cuenta una docena de tales consideraciones cada día, no poder cometer ningún error, continuar una tradición por muy árida e indigna que sea porque es lo que te sostiene? ¿No poder cambiar, aunque el cambio era lo único sobre todas las cosas que antes te impulsaba? Eso es lo que soy yo, Edeard; eso es lo que es Topar. A mí me desespera a veces la impotencia que me domina, estoy atrapado en el mismo sistema que un día quise alterar y mejorar.
—Pero señor, si usted no puede hacer cambios, ¿quién puede?
—Nadie, Edeard. Ahora no, no en estos tiempos. Nuestra sociedad ya está madura. El cambio es inestabilidad. Por eso todas las instituciones que tenemos se resisten al cambio. Mantener el statu quo es nuestro único objetivo en la vida.
—Pero eso es un error.
—Sí, así es. Pero ¿qué quieres hacer tú? ¿Quieres pasarte siete años matándote a trabajar para convertirte en oficial, para dar ese primer paso real que te permitirá llegar al estatus de maestro, momento en el que tu talento deja de ser relevante y la política comienza en serio? Consigues aliados y haces enemigos en cada consejo en el que te sientas para lograr un mayor poder y control. Pero sólo es poder y control sobre los consejos. En último caso, no cuenta mucho.
—¿Me está diciendo que debería volver y unirme a la caravana?
—No. Mi ofrecimiento de admitirte en el gremio es sincero, y seguirá abierto mientras yo sea gran maestro. ¿Quién sabe? Quizá puedas marcar la diferencia si llegas a este despacho. Pero debería decirte ahora que nadie de menos de cien años se ha sentado aquí jamás.
—No sé —dijo Edeard con impotencia.
—Hay una alternativa. Tú ya sabes esculpir huevos. Al unirte al gremio estarías reconociendo que quieres orientar tu vida a lograr un objetivo político. Sin embargo, el cuerpo de agentes de la ciudad siempre está buscando reclutas. Es una profesión noble. El cargo que ostento en el Consejo Superior me permite proponerte para que entres en sus filas. Estarían encantados de aceptar a alguien con una tercera mano tan fuerte. Y esta ciudad necesita con desesperación hombres con carácter suficiente para imponer la ley. Sin eso, nos quedaremos todos en nada.
—¿Agente? —Ni siquiera estaba seguro de qué era un agente.
—Hasta en una ciudad tan sofisticada como Makkathran se cometen delitos, Edeard. La gente decente, sobre todo los de los distritos más pobres, viven temiendo a las bandas que recorren las calles por la noche. Los mercaderes sufren robos y aumentan los precios para cubrirlos, lo que perjudica a todo el mundo. Estarías ayudando a las personas de forma directa e inmediata. Al contrario que en los otros gremios, los aprendices de agente no están metidos en algún sitio lejos de todos, trabajando para facilitarle la vida al maestro. La jerarquía de los agentes es mucho menos compleja que la de cualquier gremio normal. La perspectiva de progreso es buena. Eres listo y fuerte. No te engañaré diciéndote que es una vida fácil porque no lo es. Pero tú ya has estado en una verdadera lucha a vida o muerte, que es mucho más de lo que han hecho los demás reclutas. Debería irte bien.
—No estoy seguro.
—Pues claro que no. No esperaba que me dieras una respuesta ahora mismo. Necesitas tiempo para pensar en tu futuro. Lo que decidas ahora determina el resto de tu vida. ¿Por qué no acompañas a tu amiga a su iglesia y luego echas un buen vistazo por ahí? Familiarízate con la ciudad antes de decidir. Si quieres intentarlo con los agentes, habla aquí con Topar con lenguaje a distancia y lo arreglaremos para que te admitan.
—Gracias, señor.
—No hay de qué. Y, Edeard…
—¿Señor?
—Me alegro de que Akeem tuviera un alumno tan dotado al final. No debió de ser fácil para él en Ashwell; debiste de haber ayudado a enriquecer su vida de forma considerable.
—Gracias. —Edeard se levantó de la silla, sabía que se le había acabado el tiempo—. ¿Señor? ¿Por qué dejó Akeem la Torre Azul?
Finitan sonrió con afecto.
—Era como tú, muchacho. Quería marcar la diferencia, ayudar a la gente. Aquí no podía hacer mucho. Fuera de nuestra muralla de cristal, en Ashwell, sospecho que tuvo un profundo efecto en las vidas de los aldeanos.
—Sí, señor. Lo tuvo.
—¿Qué ha pasado ahí dentro? —quiso saber Salrana cuando Edeard reapareció en la antesala—. No pareces muy contento.
—No lo estoy —admitió él antes de coger su bolsa—. Vamos. Tenemos que llevarte a la iglesia antes de que caiga la noche. Te contaré lo que pasó por el camino.
—No puedes rendirte —dijo Salrana mientras cruzaban un puente sobre el canal de la Arboleda para entrar en el distrito Aguilera, la voz de la joven era suplicante—. No después de todo lo que hemos pasado.
—Pero Finitan tenía razón. ¿Qué sentido tiene? Ya sé moldear huevos tan bien como cualquiera. Si me uno al gremio, lo haré para escalar puestos en la jerarquía, nada más. ¿Y qué queda incluso si llego a gran maestro? Sentarme en la cima de una torre y organizar el gremio mientras todos los demás del Consejo esperan a que cometa un error. Tendría un millón de enemigos y ningún amigo, y no cambiará nada. No voy a ayudar a nadie. Acuérdate de Ashwell, ¿cómo era antes de que la gente aceptara que los genistares podían mejorar su vida? Bueno, Makkathran está a mil años de eso. No se pueden moldear mejores genistares, no puedes aumentar la cantidad que ya se utiliza.
—Entonces, cuando te conviertas en gran maestro, debes llevarles los genistares a las personas que viven junto a las tierras salvajes. El Gremio de Moldeado de Huevos todavía puede cambiar la vida de los que viven más allá de la llanura Iguru. Ya has visto cómo es la vida en las provincias remotas. Mejórala, Edeard; haz de su vida algo tan fácil como lo es para todos los que viven aquí.
—Es demasiado —dijo Edeard—. No puedo hacerlo, Salrana. Sobre todo, no soporto pasarme siete años como aprendiz otra vez. No puedo. He asimilado las enseñanzas del gremio; he estado en los caminos un año entero, defendiéndome solo. Cualquier posición inferior a la de oficial sería un enorme paso atrás para mí, lo siento. —Ya veía a Akeem sacudir la cabeza con aquel gesto cansado tan propio de él. La sensación de culpa era abrumadora.
La novicia le acarició la mejilla, lo que provocó miradas asombradas en los que pasaban a su lado.
—No me voy a rendir contigo. Y desde luego no pienso dejar que renuncies a tu sueño. No después de todo lo que hemos pasado.
—No sé qué haría sin ti.
—No hay de qué —dijo la chica con aire alegre.
Edeard levantó la cabeza y contempló las extrañas agujas retorcidas que sobresalían del suelo como estalagmitas gigantescas. Hasta la más pequeña era más alta que la Torre Azul. No había ventanas ni balcones, sólo una única entrada al nivel del suelo que llevaba a una escalera de caracol central. Justo en la punta, se ensanchaba y convertía en amplias plataformas que parecían muy inestables, como si fueran a partirse en cualquier momento.
Después del bullicio alocado de los otros distritos por los que habían pasado, Aguilera estaba casi desierto en comparación. Con la noche a punto de caer, los devotos se dirigían a la iglesia central de la Señora Empírea para el servicio vespertino de oración y acción de gracias. La luz comenzaba a brillar por las grietas de las torres arrugadas que los rodeaban y bañaba el suelo duro con una iluminación pálida de color mandarina. Edeard lo contempló con curiosidad y se dio cuenta de que era el mismo fulgor que había iluminado su camino por las escaleras de la Torre Azul; de algún modo, el material de la ciudad lo emitía sin calor.
—¿Dónde irás esta noche? —preguntó Salrana.
—No lo sé. Encontraré una taberna barata que alquile habitaciones, supongo.
—Oh, Edeard, estarás tan solo allí. ¿Por qué no vuelves a la caravana? Allí cualquiera estaría encantado de prestarte un catre.
—No —dijo él con firmeza—. No pienso volver.
Salrana apretó los dientes, afligida.
—Ese orgullo tuyo acabará contigo.
Edeard sonrió.
—Es probable.
La iglesia central de la Señora era impresionante: una gran cúpula blanca como las nubes con el tercio superior hecho del mismo cristal que la muralla de la ciudad. Tres alas irradiaban del centro bordeadas de balcones.
—Ya estoy aquí —dijo Salrana, maravillada. Las lágrimas refulgían en sus ojos y su mente resplandecía de felicidad—. La propia Señora vivió aquí los últimos años de su vida. ¿Sientes lo sacrosanto que es este suelo? Es real, Edeard; el mensaje de la Señora al mundo es real.
—Lo sé —dijo él.
La puerta principal que llevaba a la iglesia estaba abierta de par en par, brillaba un amplio abanico de luz rosa y dorada que caía en la ancha plaza del exterior. Varias madres vestidas con espléndidas túnicas blancas y plateadas esperaban en el umbral para dar una bienvenida personal a su congregación. Salrana irguió los hombros y se acercó a la primera. Se produjo una larga conversación que Edeard hizo todo lo que pudo para no escuchar a escondidas. Culminó con la madre abrazando a Salrana. Otras dos madres se acercaron corriendo cuando la primera las llamó con lenguaje a distancia. Todas empezaron a charlar muy nerviosas alrededor de una Salrana abrumada de repente.
Salrana se giró y le tendió un brazo a Edeard.
—Me aceptan —dijo con el rostro teñido de alegría.
—Eso está bien —apreció él en voz baja.
—Vamos, niña —dijo la primera madre, y rodeó con un brazo protector a Salrana—. Joven.
—Sí, madre.
—Le agradecemos que ayudara a nuestra alma perdida. Que la Señora le bendiga por todo lo que ha hecho.
Edeard no sabía qué decir, así que se limitó a hundir la cabeza sin mucha gracia.
—¿Quiere quedarse al servicio?
—Yo, bueno, tengo que irme a mi alojamiento, gracias. —Se apartó, se dio la vuelta y cruzó a toda prisa la plaza.
—No te olvides —lo riñó la voz de Salrana con lenguaje a distancia—. Habla conmigo mañana a primera hora. Quiero saber que estás bien.
—Lo haré.
Incluso con la fría luz naranja que arrojaban las torres retorcidas, a Edeard le inquietó atravesar el distrito vacío. Las oscuras secciones superiores de las torres eran siluetas blancas contra el refulgente cielo nocturno. Su mente se concentró con firmeza en la cálida aura de las mentes humanas que brillaban al otro lado del canal de la Arboleda. Antes de llegar al puente, tomó una decisión. Su visión lejana se esforzó por llegar a la Torre Azul. Las chispas de las mentes eran muy difíciles de distinguir entre las paredes, pero perseveró y al final encontró una que reconoció.
—Discúlpeme, señor —le dijo con lenguaje a distancia a Topar.
Se produjo un pequeño estallido de sorpresa en el hombre, un estallido que pronto contuvo.
—¿Dónde estás, Edeard?
—En Aguilera, señor.
—¿Y me has encontrado con tu visión lejana a pesar de las paredes de la Torre Azul?
—Eh, sí, señor.
—Cómo no. Bueno, ¿y qué puedo hacer por ti?
—Sé que es probable que esto le parezca muy repentino, señor, pero he estado pensando lo que me dijo el gran maestro. Me gustaría unirme al cuerpo de agentes. Aquí no hay nada más para mí.
—Sí, eso te prometimos, ¿no? Muy bien. Preséntate en la comisaría principal, en el distrito Jeavons. Para cuando llegues allí, te estarán esperando. Tu carta de recomendación estará con el capitán por la mañana.
—Sí, señor. Por favor, dele las gracias al gran maestro de mi parte, señor. No le decepcionaré.
—Por alguna razón, Edeard, no creo que lo hagas. Un pequeño consejo de un ciudadano que ha vivido toda su vida en Makkathran.
—¿Señor?
—No dejes que tus compañeros se den cuenta de lo fuerte que eres, al principio no. Podría llamar la atención de las personas equivocadas. Política, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo, señor.
—¡Arriba, mierdecillas!
Edeard gimió, cansadísimo, y parpadeó para defenderse de la luz naranja que llenaba el dormitorio. Sus pensamientos eran un torbellino confuso antes de que la realidad se inmiscuyera al fin en el sueño que iba desapareciendo.
—Vamos. ¡Arriba! No tengo tiempo para meceros, patéticos gilipollas. Si ni siquiera sois capaces de levantaros por la mañana, ¿de qué servís? De nada. Cosa que no me sorprende en absoluto. Quiero que todos y cada uno estéis vestidos y en el paraninfo pequeño dentro de cinco minutos. El que no pueda llegar antes de que yo cierre las puertas, puede irse a la mierda, a casita con vuestras mamás. Y ahora, moveos.
—¿Quée…? —consiguió decir Edeard. Alguien pasó junto a su cama y le dio un golpe en los pies con una porra—. ¡Ahh!
—Si crees que eso dolió, espera a que empiece con tus sentimientos, aldeano.
Edeard se apresuró a apartar la manta y salió de la cama. Había seis camas en la residencia y sólo dos estaban vacías. Había conocido a los otros reclutas la noche anterior, en una sesión rápida antes de que Chae, el sargento de adiestramiento de su brigada, entrara con paso firme y les ladrara que cerraran el pico y durmieran un poco «porque empezáis muy temprano por la mañana».
Mientras luchaba por ponerse la camisa, Edeard sospechó que había sido Chae el que acababa de despertarlos. La voz le resultaba conocida.
—Tiene que estar de broma —dijo Boyd, un muchacho alto con el pelo rubio y lacio y unas orejas grandes. Cuarto hijo varón de un panadero del distrito Jeavons, Boyd tenía veintipocos años y, al ver que su hermano mayor iba asumiendo cada vez más el control de la panadería, al final había tenido que admitir que no iba a heredar parte alguna del negocio familiar. Sus hermanas estaban casadas y sus otros hermanos habían dejado el distrito para labrarse su propio camino. Boyd carecía de la vena empresarial de sus hermanos así que decidió que el único camino que le quedaba era los gremios o alistarse en la milicia o en el cuerpo de agentes.
No tenía dinero para comprar un puesto en la milicia y sus talentos psíquicos eran limitados.
—Ah, no, nada de bromas —dijo Macsen mientras se ponía a toda prisa los pantalones. Su historia era parecida a la de Boyd; era el hijo que el patriarca de una familia de alcurnia había tenido con su amante y jamás lo había reconocido. Por lo general, un padre así compraba con discreción a su retoño ilegítimo un nombramiento menor en la milicia, o le facilitaba el camino para que entrara en un gremio profesional, como el de abogados o escribanos. Por desgracia, este patriarca concreto había decidido hacer un viaje en uno de sus barcos mercantes que se dirigía al sur por la costa, donde estalló una de las poco frecuentes tormentas del mar Lyot. Su esposa y su hijo mayor echaron a Macsen y a su madre de la casita que ocupaban en la Iguru incluso antes de que se celebrara el funeral.
Edeard metió los pies en las botas.
—Será mejor que hagamos lo que dice, al menos hasta que averigüemos si los oficiales hablan en serio —dijo. Miró la taquilla que tenía junto al catre, donde estaba su bolsa, y se preguntó por un instante si sus pertenencias estarían a salvo. Aunque no era que dentro hubiera mucho de valor. Y además, esto es una comisaría.
—Desde luego que Chae habla en serio —dijo Dinlay. El último compañero de residencia era también un hijo menor pero su padre era agente. Por tanto, Dinlay era el único que tenía uniforme y ya se estaba abrochando los botones plateados de la pechera de su guerrera de color azul oscuro. Los pequeños círculos de metal habían sido pulidos hasta brillar, al igual que las botas negras que le llegaban por el tobillo. Llevaba los pantalones planchados y con la raya bien marcada. No era un uniforme nuevo pero había que mirar mucho para darse cuenta de que era usado. Dinlay les había dicho la noche anterior que había pertenecido a su padre cuando era agente en prácticas. De los cuatro, él parecía ser el único al que le entusiasmaba su nueva profesión. Utilizó un susurro con lenguaje a distancia para decirles—: Mi padre dijo que el sargento Chae bebe mucho. Lo enviaron a esta comisaría porque en esta ciudad la ha cagado por todas partes.
—¿Y le encargan que adiestre a los reclutas? —exclamó Macsen.
Dinlay hizo una mueca y miró incómodo a su alrededor.
—No hables tan alto. No le gusta que le recuerden que ha echado su carrera por la borda.
Boyd lanzó una risita.
—Carrera. En el cuerpo de agentes. Tienes mucha gracia.
Dinlay le lanzó una mirada colérica antes de ponerse las gafas con la montura de alambre. Había algo en él que a Edeard le recordaba a Fahin: no sólo que fuera corto de vista sino verlo tan dedicado a lo que había elegido en la vida, aunque, al mismo tiempo, fuera obvio que no tenía madera para ello.
Edeard se estremeció a pesar de haberse puesto un grueso jersey de lana. Hacía mucho tiempo que no pensaba en Fahin, y el inquietante y extraño sueño que había tenido dejaba el recuerdo de esqueletos resucitados persistiendo como un mal sabor de boca. Era una desafortunada combinación con la que debía comenzar su primera mañana con los agentes.
Y no era que ya hubiera llegado la mañana, observó mientras se precipitaban polla escalera central de la comisaría hasta el paraninfo pequeño donde pasarían los siguientes seis meses aprendiendo su nuevo oficio. La nebulosa reluciente del cielo nocturno de Querencia todavía se veía entre la cortina plumosa de nubes que llegaban del mar. Todavía faltaba al menos una hora para el amanecer.
Edeard seguía sin acostumbrarse al modo en que los edificios de Makkathran bloqueaban su visión lejana, así que cuando llegaron al salón le sorprendió ver que otra agente en prácticas ya estaba allí con el sargento Chae. La joven tenía más o menos su edad, quizá fuera algo mayor, con el pelo moreno más corto de lo que él había visto jamás en una chica. Tenía un rostro redondeado con mejillas regordetas y lo que parecía un ceño permanente. Incluso para lo que era costumbre en Makkathran, los pensamientos de la joven estaban muy velados y no ofrecían ni una sola insinuación de sus verdaderos sentimientos. Edeard intentó no ser muy descarado cuando la miró de arriba abajo, pero cuando sus ojos subieron por las piernas femeninas (largas pero con unos muslos quizá demasiado rellenos) hasta el pecho, se dio cuenta de repente de que la chica lo estaba mirando. La joven alzó una ceja con una mirada interrogante y desdeñosa. Las mejillas de Edeard enrojecieron y se dio la vuelta.
Chae se encontraba en el extremo de la sala, bajo uno de los trozos circulares iluminados del techo. Por suerte, su cólera parecía haberse desvanecido.
—Muy bien, chicos y chicas: casi en punto. Bien, os lo creáis o no, este madrugón no tiene el propósito exclusivo de amargaros la vida, ya tendré oportunidades de sobra para eso en los próximos meses. No. Hoy quiero que empecemos a conocernos. Lo que significa que comenzaremos con unas pruebas muy sencillas para descubrir el nivel (o carencia del mismo) de vuestras habilidades psíquicas. De este modo podremos combinaros y formar una brigada que llevará a cabo su trabajo mucho mejor que la suma de sus partes. Y, creedme, tendréis que trabajar juntos. Ahí fuera hay bandas que estarán encantadas de haceros pedazos y daros como alimento a las fil-ratas si intentáis interrumpir sus actividades.
Edeard no estaba muy seguro de creerse todo aquello y esperaba que las dudas no se le notaran en sus pensamientos. Se concentró en intentar lograr la misma pasividad de la que hacían alarde todos los demás.
—Agente Kanseen, ¿quiere empezar, por favor? —dijo Chae. Señaló con un gesto el banco que tenía delante. Había cinco bolas de metal sobre la antigua madera, la más pequeña era del tamaño de un puño humano mientras que las otras se iban haciendo cada vez más grandes. Una sexta bola descansaba en el suelo, con sus buenos cuarenta y cinco centímetros de diámetro.
—¿Cuál? —preguntó Kanseen.
—Sólo muéstrame lo que sabes hacer, jovencita —dijo Chae. Había una fuerte nota de desdén en su voz—. De ese modo podré valorar qué tareas puedo asignarte, si es que hay alguna.
La cara de Kanseen se endureció con un ceño de desaprobación más pronunciado todavía. La joven se quedó mirando con rabia la cuarta bola, que se alzó poco a poco en el aire.
Macsen lanzó un silbido de admiración y aplaudió. Los otros agentes en prácticas esbozaron sonrisas de elogio. Edeard se tomó un momento y se unió en el reconocimiento del mérito de su compañera. Supuso que alguien le había dado el mismo consejo sobre no revelar toda su fuerza.
—¿Eso es todo? —preguntó Chae.
—Señor —gruñó Kanseen.
—De acuerdo, gracias. Boyd, veamos de qué estás hecho.
Un sonriente Boyd se adelantó. La cuarta bola tembló y se alzó un par de pulgadas sobre la madera. La frente de Boyd brillaba de transpiración.
Macsen se las arregló para levantar la quinta bola. Dinlay esbozó una sonrisa llena de seguridad y levantó la quinta y la segunda bola, lo que suscitó un gran aplauso. Hasta Kanseen se unió.
—De acuerdo, Edeard, demuéstrales que el campo es mucho mejor que la ciudad.
Edeard asintió poco a poco y se adelantó. Los otros lo miraban con impaciencia. Sintió la tentación de lanzarle la sexta bola al sargento pero todavía tenía presente la advertencia de Topar.
Su tercera mano se cerró alrededor de la quinta bola y la mandó cabeceando por el aire hasta que estuvo a medio camino del techo. Los otros lo vitorearon. Levantó la segunda bola y después hizo alarde de esforzarse para levantar la tercera, que permitió que flotara a unos escasos centímetros de la madera.
La primera bola salió disparada de la mesa y se lanzó contra Edeard. Éste endureció su escudo y la desvió sin mayor dificultad. Al mismo tiempo dejó caer las tres bolas que sujetaba en el aire.
Todos los agentes en prácticas se quedaron callados y los miraron a Chae y a él.
—Muy bien, Edeard —dijo Chae con lentitud—. Has estado a punto de convencerme. Demasiado tiempo entre el golpe y la caída, sin embargo. Trabaja eso.
Edeard le lanzó al sargento una mirada hosca.
Chae se inclinó hacia él y le susurró algo en un aparte.
—Tengo amigos en la guardia del Gremio de Moldeado de Huevos, muchacho.
Edeard se puso rojo.
—Los agentes deberían ser, sobre todo y ante todo, honestos —continuó Chae—. Especialmente con sus compañeros de brigada. En último caso, es muy posible que vuestras vidas dependan de ellos. Bien, ¿quieres probar otra vez?
Edeard levantó la sexta bola y oyó a Boyd lanzar un grito ahogado de sorpresa.
—Gracias, Edeard —dijo Chae—. Bueno, ahora visión lejana. He colocado varios indicadores por el distrito. Veamos quién puede encontrar qué.
Edeard posó la sexta bola en el suelo con delicadeza. Se preguntó qué habría dicho Chae si hubiera sabido cuánto peso más podía levantar en realidad.
Las pruebas psíquicas continuaron durante otra hora para medir sus varios talentos, hasta que Chae declaró que ya estaba harto de todos ellos. Edeard encontró los resultados interesantes. Kanseen tenía una visión lejana casi tan buena como la suya, mientras que Dinlay podría con toda probabilidad utilizar el lenguaje a distancia hasta casi la mitad de la llanura Iguru, una capacidad de la que estaba muy orgulloso. El escudo de Macsen parecía muchísimo más fuerte que su tercera mano: nada de lo que Chae le lanzaba podía atravesarlo. Boyd no tenía, en general, nada excepcional. Lo que dejó a Edeard preguntándose si era que él estaba por encima de la media o si eran sus compañeros los que estaban muy por debajo. La habilidad psíquica del sargento Chae era, desde luego, bastante poderosa.
Chae les dijo que fueran a desayunar y que después se presentaran para probarse el uniforme.
—Si alguno de vosotros tiene dinero, os aconsejaría que os lo gastarais en la guerrera. A los que no tengan dinero se os descontará el coste de vuestra paga durante los próximos seis meses y os aseguró que no os quedará tanto al final de la semana.
Los jóvenes se dirigieron en tropel al paraninfo principal de la comisaría, un largo aposento con un techo arqueado y una gran cristalera en el otro extremo. Algunos de los bancos ya estaban ocupados. Un sargento les dijo que el banco del otro extremo sería el suyo durante el tiempo que durase su periodo de prácticas. El resto de los agentes no les hizo ningún caso.
Varios ge-monos salieron apresurados de la cocina con la vajilla. A los animales se les daba bien recibir órdenes, como descubrió Edeard cuando le dio instrucciones a uno para que le llevara té y huevos revueltos. Al menos podían comer en la comisaría. Se preguntó si debería intentar comunicarse con Salrana con lenguaje a distancia. El sol comenzaba a salir en el exterior.
—Jamás he visto a nadie levantar tanto —dijo Boyd—. Tienes mucho talento, Edeard.
Edeard se encogió de hombros.
—Me pido ponerme justo detrás de él cuando empiece a volar la mierda —dijo Macsen—. Y las balas.
—Pues a mí me parece que sois todos muy capaces de defenderos solos si nos arrinconan —dijo Edeard.
—No es que tengamos mucha alternativa, ¿verdad? —dijo Macsen—. Sin habilidad suficiente para entrar en un gremio ni dinero bastante para comprar un nombramiento en la milicia. Así que aquí estamos, en el culo de la vida y eso que sólo estamos empezando. A partir de ahora, lo único que nos queda es una larga caída a las cloacas, mis queridos compañeros de fracaso.
—No le hagas caso —dijo Dinlay—. Sólo está amargado por el modo en que lo trató la familia de su padre.
—No tan amargado como va a estar esa familia cuando termine con ellos —dijo Macsen con un calor inesperado.
—¿Hay planes para la venganza? —preguntó Kanseen.
—No tengo nada que planear. Esos mierdas arrogantes infringen la ley una docena de veces al día y algún día tendré la influencia suficiente para encerrar a todos esos cabrones y provocar su ruina.
—Vaya, eso es lo que me gusta ver: ambición.
—¿Cómo es que no entraste en un gremio, Edeard? —preguntó Macsen—. Tú tienes más talento psíquico que todos nosotros juntos.
—No quiero que me anden mangoneando durante los próximos siete años —se limitó a decirles él.
—Que la Señora nos bendiga —dijo Dinlay—. Aquí sólo tenemos que apretar los dientes seis meses y lo habremos conseguido.
—Una definición muy curiosa del concepto de lograrlo —dijo Kanseen con desdén mientras un ge-mono le traía una bandeja con un cuenco con gachas de avena y un vaso alto de leche—. Que nos permitan salir a las calles a nosotros solos para que nos tiranicen las bandas y nos den palizas cuando intentemos detener las riñas de taberna.
—¿Entonces por qué estás tú aquí? —preguntó Macsen.
La joven tomó un largo trago de leche.
—¿Tú me ves siendo la dulce mujercita de algún patán de mercader?
—No todos los mercaderes son unos patanes —dijo Boyd, a la defensiva.
Macsen ni lo miró.
—Has hecho bien —le dijo a Kanseen.
La agente giró la cabeza con lentitud y se lo quedó mirando.
—No me interesa, gracias.
Edeard sonrió y Dinlay y Boyd se echaron a reír.
—A mí tampoco —insistió Macsen, pero ya había perdido su momento y no sonó muy convencido.
—¿Y Chae tiene razón sobre lo de comprar el uniforme? —preguntó Edeard. Era consciente de que quizá tuviera más dineros en el bolsillo que los demás.
—Depende —dijo Dinlay—. Si tienes claro que vas a ser agente, entonces no importa cómo pagues. Pero si no estás seguro, entonces es mejor que les digas que te lo quiten de tu sueldo. De ese modo, cuando lo dejes en un par de semanas, devuelves el uniforme y no habrás perdido nada de tu propio dinero.
—Oh, vamos, no te engañes —dijo Macsen—. Si estamos aquí, no es porque no estemos seguros, es porque estamos desesperados, así de simple.
—Habla por ti —dijo Dinlay—. Ésta es la profesión de mi familia.
—Entonces me disculpo. Yo no tengo el lujo de disponer de alternativas.
—Podrías haberte unido a las bandas —dijo Kanseen con tono ligero—. La paga seguramente será mejor.
Macsen le dirigió un gesto rápido con la mano.
—¿Tan grave es la situación? —preguntó Edeard—. Me refiero a las bandas. Jamás había oído hablar de ellas hasta que llegué a la ciudad.
—Señora, cómo se nota que acabas de llegar del campo, ¿eh? —dijo Macsen—. ¿Cuándo llegaste aquí?
—Ayer.
—¡Ayer! —Lo dijo en voz tan alta que varios agentes miraron su mesa con curiosidad.
—Ayer —dijo Edeard con firmeza.
—Vale, bueno, pues ya es demasiado tarde. Las bandas dominan algunos de los distritos pero no otros; la mayor parte tiene su base en Sampalok. Si eres rico, no suponen un gran problema, pero si eres pobre, entonces te lo ponen más difícil. Se especializan en protección. Piensa en ellos como un sistema de impuestos alternativo al Gran Consejo.
—Pero con violencia —dijo Dinlay—. Son una escoria asesina y habría que borrarlos de la faz de este planeta.
—Pero antes debe hallarlos culpables un tribunal de justicia —dijo Macsen con una sonrisa.
—Son un auténtico problema y está empeorando —dijo Boyd—. Mi hermano tiene que pagarles para que dejen la panadería en paz, y sólo está a diez minutos de esta comisaría, lo que lo sitúa tan lejos de Sampalok como es posible. Esto antes era un distrito seguro, mi familia nunca tuvo este tipo de problemas.
—¿Por qué no los denuncia a los agentes? —dijo Edeard.
Macsen lanzó un bufido despectivo.
—Echa un vistazo a tu alrededor, Edeard. ¿Nos pedirías que te protegiéramos de una banda organizada que cree que es muy gracioso tirar a unos niños o a tu madre al canal con una roca atada al cuello? ¿Piensas plantarte junto a una panadería veinticuatro horas al día durante diez años sólo para salvarlos? ¿Crees que Chae te dejaría? Y si lo hiciera, ¿qué hay de todos los demás habitantes del distrito? No. En Makkathran ya son un hecho consumado. Lo mejor que pueden hacer los agentes es mantener una tregua precaria y evitar que caigamos en una anarquía absoluta.
—Tan joven y ya tan cínico —dijo Kanseen—. No les hagas caso, Edeard. No es para tanto.
—Espero que no —dijo el joven con voz apagada. Quizá todavía estuviera sufriendo los efectos del choque que suponía la vida en la ciudad, pero tenía la incómoda sensación de que el gran maestro Finitan no había sido del todo honesto con él sobre la vida en Makkathran.