Capítulo 2

Justine Burnelli examinó su cuerpo de cerca antes de ponérselo. Después de todo, habían pasado más de dos siglos desde la última vez que lo había usado. Durante esos años lo había guardado en una jaula de materia exótica que generaba una zona de suspensión temporal de modo que dentro apenas había pasado un segundo.

La jaula parecía una simple esfera de luz violeta en las instalaciones de recepción que tenía ANA en Nueva York, un edificio que se extendía ciento cincuenta pisos por debajo de las calles de Manhattan. Su jaula se encontraba en el piso noventa y cinco, junto con varios miles de burbujas radiantes idénticas. ANA, por lo general, mantenía un cuerpo durante cinco años después de que la personalidad se descargara y lo abandonara, por si había problemas de compatibilidad. Dificultades que no solían ser lo habitual, sólo uno de cada once millones rechazaba la vida dentro de ANA y regresaba al reino físico. Al término de esos cinco años, la conservación del cuerpo se interrumpía. Después de todo, si una personalidad quería dejar ANA después de ese tiempo, siempre se podía cultivar un simple clon, un proceso no muy diferente de la antigua técnica con la que se revivía a alguien y que seguía estando disponible en los mundos externos.

Con todo, ANA:Gobernación consideraba útil tener representantes físicos paseándose por la Federación Mayor en ciertas circunstancias. Justine era una de esas representantes. En parte era culpa suya. Tenía más de ochocientos años cuando la Tierra había construido su depósito para la Actividad Neuronal Avanzada, el universo virtual definitivo donde se suponía que todo el mundo era igual al final. Después de vivir tantos años, Justine era reacia a ver su cuerpo «interrumpido», del mismo modo que nunca había terminado de admitir que la revida era una auténtica continuación de la vida. Para ella, los clones alimentados a la fuerza con los recuerdos de una persona muerta no eran la misma persona, por mucho que no hubiera ninguna diferencia discernible. Era demasiado difícil desprenderse de esa educación de principios del siglo XXI que le habían dado, incluso para alguien tan maduro y controlado como ella había terminado siendo.

La bruma violeta fue desapareciendo y reveló a una chica rubia de veintitantos años biológicos. Bastante atractiva, observó Justine con una pequeña punzada de orgullo, y muy pocos de esos rasgos eran producto de la manipulación genética a lo largo de los siglos. La cara que estaba mirando seguía siendo reconocible como la de aquella chica juerguista y malcriada de principios del siglo XXI que se había pasado una década en los canales de cotilleos, cuando se había dedicado a salir con todos los vástagos de la buena sociedad de la Costa Este y una cantidad respetable de actores de culebrón. Cierto era, la nariz se la habían reducido y era un poquito más puntiaguda. Puestos a verla con mirada crítica, quizá fuera demasiado cursi, sobre todo con unos pómulos que parecían haber sido hechos con huesos de ave, de lo marcados pero delicados que los tenía. Los ojos se los habían modificado para alcanzar un color azul pálido que hacía juego con una piel blanca nórdica que cuando se bronceaba era del color dorado de la miel, y con un cabello que era espeso y muy rubio y que le caía por debajo de los hombros. Su altura era mayor de lo que habrían recordado sus amigos del siglo XXI, Justine había añadido con discreción diez centímetros durante varios tratamientos de rejuvenecimiento. A pesar de la tentación, no había adquirido toda esa longitud sólo en las piernas, se había asegurado de que su torso era proporcionado, con un agradable abdomen plano que era fácil de mantener gracias a un sistema digestivo ligeramente acelerado. Por fortuna, nunca le había atraído tener unos pechos ridículos, bueno, salvo aquella vez cuando estaba rejuveneciendo para su duocentésimo cumpleaños y lo hizo para averiguar qué se sentía al tener un escote como el Gran Cañón. Y sí, los hombres se quedaban mirando con la boca abierta y le entraban con frases más estúpidas todavía, pero, dado que ella siempre había podido tener a quien había querido, no había ninguna ventaja real y en realidad tampoco era ella, así que se deshizo de ellos en la siguiente sesión de rejuvenecimiento.

Así que allí estaba, en carne y hueso y todavía en plena forma, sólo le faltaba una mente. Cuando el programa de monitorización confirmó la revisión visual, Justine volvió a verter su conciencia en su cerebro. La reducción de memoria fue espectacular, así como la pérdida de todas las rutinas de pensamiento avanzadas incluidas en su verdadera personalidad de los últimos tiempos. Su antigua estructura neuronal biológica sencillamente no poseía la capacidad suficiente para albergar aquello en lo que ella se había convertido en ANA. Era como si te hicieran una lobotomía; de hecho, sentías que tu mente se encogía hasta tener las facultades de un insecto primitivo. Pero es sólo temporal, se dijo… con mucha lentitud.

Justine respiró por primera vez en doscientos años, su pecho cogió aire como si se despertara de una pesadilla. El corazón se le disparó. Por un momento no hizo nada (de hecho, no recordaba qué tenía que hacer) y después los viejos y fiables reflejos automáticos se pusieron en marcha. Cogió otra bocanada de aire, se sobrepuso al ataque de pánico y anuló los viejos instintos de neandertal con pura racionalidad. Volvió a respirar con normalidad. Las exoimágenes parpadearon en su visión periférica y sacaron filas de símbolos estándar de sus enriquecimientos. Justine abrió los ojos. Largas hileras de burbujas violetas se extendieron en todas direcciones a su alrededor, como una extraña escultura artística. Por alguna razón, su mente carnal estaba convencida de que podía ver formas de personas dentro. Eso era ridículo. Era obvio que dentro de ANA se había permitido desechar el recuerdo de lo falible que era un cerebro humano, falible y susceptible al efecto de las hormonas.

Una lenta sonrisa reveló unos dientes blancos y perfectos. Al menos podré tener relaciones sexuales de verdad antes de volverme a descargar.

Justine abandonó las instalaciones de recepción de Nueva York y se teletransportó al centro de la mansión del Tulipán. Los campos estabilizadores habían mantenido el antiguo hogar de la familia Burnelli a lo largo de los siglos, y los materiales del edificio continuaban en condiciones prístinas. Justine esbozó una sonrisa de alegría cuando lo vio con sus propios ojos. Si tenía que ser honesta consigo misma, era una especie de monstruosidad, una mansión distribuida por cuatro pétalos cuyos tejados de color escarlata y negro se curvaban hacia un estambre, una torre central que tenía una antena en la cumbre hecha de una corona de piedra tallada recubierta de pan de oro. Era tan chillón como sorprendente y, a lo largo de las décadas, se iba poniendo y pasando de moda. El padre de Justine, Gore Burnelli, había comprado la finca en el condado de Rye, justo a las afueras de Nueva York, y la había convertido en la base de las ingentes actividades comerciales y financieras de la familia en pleno siglo XXI. Había continuado siendo su centro de operaciones con el establecimiento de la Federación y su expansión por el universo hasta que la uniformidad social y económica de aquella cultura quedó destruida por la bionónica, ANA y la separación de las culturas superiores y avanzadas. La familia todavía tenía un prodigioso imperio comercial que se extendía por los mundos externos pero era gestionado por una corporación dirigida por miles de Burnelli, ninguno de los cuales tenía más de trescientos años. Gore y la camarilla original de parientes cercanos, incluyendo a Justine, que lo habían orquestado todo, ya hacía mucho tiempo que se habían descargado a ANA, aunque Gore jamás había entregado de modo formal y legal la propiedad del imperio a sus impacientes sucesores. Era, les aseguraba el magnate, un simple capricho en beneficio de la familia; así se aseguraba que la empresa entera no pudiera dispersarse y le otorgaba a la familia la cohesión de la que tantas otras carecían. Salvo que Justine sabía de sobra que incluso en su estado iluminado, expandido y casi omnipotente en el interior de ANA, Gore no tenía ninguna intención de entregar algo que se había pasado siglos construyendo. Un capricho, ya, y una mierda.

Justine se había materializado en medio del salón de baile de la mansión. Sus pies descalzos pisaban un suelo de roble pulido que era casi tan brillante como los enormes espejos ribeteados de oro de la pared. Un centenar de reflejos de su cuerpo desnudo le sonrieron avergonzados. Unos cortinajes de terciopelo de color violeta profundo se curvaban alrededor de altos ventanales que se abrían a una veranda en la que abundaba la glicina. Fuera, un sol bajo y brillante de febrero atravesaba los extensos terrenos boscosos con sus gigantescas filas de rododendros. Allí se habían celebrado unas fiestas fabulosas, recordó la mujer, con fama, riqueza, glamour, poder, mala reputación y belleza mezclándose de un modo que habría hecho ponerse verde de envidia a Jane Austen.

Las puertas estaban abiertas y conducían al amplio pasillo. Justine las atravesó, iba asimilando todas aquellas imágenes con las que volvía a familiarizarse con una alegre y cálida sensación de reconocimiento. Los huecos estaban llenos de muebles que ya eran antigüedades antes de que Ozzie y Nigel construyeran su primer generador de agujeros de gusano; en cuanto a las obras de arte, con lo que valía una sola de aquellas pinturas se podía comprar un continente pequeño en un mundo externo.

Subió sin ruido la escalera que atravesaba, con una curva, el vestíbulo de entrada y bajó por el pétalo del norte hasta su antiguo dormitorio. Todo estaba tal y como ella lo había dejado, mantenido durante siglos por los campos estabilizadores y doncellas robot; era una ilusión reconfortante que ella o cualquier otro Burnelli pudiera entrar en un momento dado y recibir una bienvenida perfecta a su hogar ancestral. La cama estaba recién hecha, con sábanas sacadas del campo estabilizador y aireadas en cuanto ANA y ella habían acordado la recepción. Habían sacado también varias prendas de ropa. Justine hizo caso omiso del moderno traje toga y se decidió por un vestido clásico de tema indio y color esmeralda con unas botas negras.

—Muy neutral.

Justine se sobresaltó al oír aquella voz. La irritación suplantó de inmediato a la turbación. Se giró y miró furiosa al sólido que estaba en la puerta.

—Papá, me da igual lo mucho que afirmes haber dejado atrás el estado físico, no se entra en el dormitorio de una chica sin llamar. Sobre todo en el mío.

La imagen de Gore Burnelli no dio grandes muestras de arrepentimiento. Se limitó a mirarla con interés cuando su hija se sentó en la cama y se ató las botas. Gore había elegido la representación de su yo del siglo XXIV, que sin duda representaba la imagen por la que era más conocido: un cuerpo cuya piel se había convertido en oro. Lo cubría con un jersey negro de pico y pantalones negros. La superficie de reflejos perfectos hacía difícil determinar sus rasgos, pero sin el lustre dorado habría sido un atractivo hombre de veinticinco años con el cabello rubio cortado al rape. Su rostro, que en el momento en que se había sometido al procedimiento no era más que un montón de tatuajes de circuitos orgánicos fundidos, era mucho más desconcertante gracias a unos ojos grises orgánicos perfectos que se asomaban entre el brillo dorado. Que Gore se asomara al mundo desde detrás de una máscara de mejoras era una especie de metáfora. Siempre había sido pionero de las rutinas mentales mejoradas y había sido uno de los fundadores de ANA.

—Como si importara mucho —gruñó.

—La educación siempre es relevante —le soltó su hija de repente. Su aparente falta de destreza con las manos no parecía haber contribuido a mejorar el genio de la mujer. Le estaba costando atarse los cordones de las botas.

—Eras una buena elección para recibir al embajador.

Justine por fin consiguió terminar el lazo y levantó una ceja con aire burlón.

—¿Estás celoso, papá?

—¿De convertirme otra vez en una especie de versión turbo de un mono? Ya, claro. Pensar a un nivel y velocidad tan reducidos me produce dolor de cabeza.

—¡Turbo mono! Has estado a punto de decir «animal», ¿verdad?

—Ser de carne y hueso es cosa de animales.

—¿Se puede saber a cuántas facciones apoyas?

—Soy conservador, todo el mundo lo sabe. Quizá unas cuantas contribuciones a las campañas de los exteriores.

—Hmm. —Justine le lanzó una mirada suspicaz. Incluso en forma corpórea, su hija conocía los rumores que decían que ANA daba una dispensa especial a algunas de sus personalidades internas. ANA:Gobernación lo negaba, por supuesto, pero si alguien podía conseguir ser más igual que otros, ese alguien sería Gore, que llevaba allí desde el comienzo y era uno de los padres fundadores.

—Está a punto de llegar el embajador —dijo Gore.

Justine comprobó sus exoimágenes y empezó a reordenar sus rutinas secundarias de pensamiento. Los racimos macrocelulares y la bionónica de su cuerpo tenían una antigüedad de varios siglos y estaban anticuados, pero le bastaban y sobraban para las sencillas tareas que requería ese día. Llamó a Kazimir.

—Estoy lista —le dijo.

Cuando salió de su habitación experimentó un breve escalofrío que la hizo volver la vista por encima del hombro. Ésa es la cama donde hicimos el amor. La última vez que lo vi vivo. Kazimir McFoster era un recuerdo que Justine nunca había almacenado y que nunca había permitido que se debilitara. Había habido otros desde entonces, muchos otros, tanto en carne y hueso como en ANA; todas ellas habían sido relaciones maravillosas e intensas, pero ninguna había tenido jamás la sensibilidad y profundidad de su querido Kazimir, cuya muerte había sido responsabilidad de Justine.

Gore no dijo nada mientras su sólido la seguía por la majestuosa escalera hasta el vestíbulo de entrada. Justine sospechaba que su padre sospechaba.

Kazimir se teletransportó al vestíbulo de mármol y apareció en pleno centro del gran emblema de los Burnelli. Iba vestido con su túnica de almirante. Justine jamás lo había visto ponerse otra cosa en seiscientos años. Kazimir esbozó una sonrisa de auténtica bienvenida y le dio un suave abrazo mientras le rozaba la mejilla con los labios.

—Madre. Estás maravillosa, como siempre.

Justine suspiró. Su hijo se parecía tanto a su padre.

—Gracias, cariño.

—Abuelo. —Kazimir le dedicó a Gore una inclinación superficial.

—Todavía te refugias en ese viejo receptáculo, ¿eh? —dijo Gore—. ¿Cuándo te vas a reunir con nosotros aquí, en la civilización?

—Hoy no, gracias, abuelo.

—Papá, déjalo ya —le advirtió Justine.

—En mi opinión, es espeluznante, maldita sea —rezongó Gore—. Nadie se queda en su cuerpo mil años. ¿Qué te queda ahí fuera?

—La vida. Personas. Amigos. Responsabilidades de verdad. La sensación de asombro.

—De eso tenemos toneladas aquí dentro.

—Y mientras vosotros miráis hacia dentro, el universo continúa a vuestro alrededor.

—Eh, que somos muy conscientes de los acontecimientos extrínsecos.

—Que es por lo que hoy estamos celebrando esta encantadora reunión familiar. —Kazimir esbozó una pequeña sonrisa victoriosa.

Justine ya había dejado de escucharlos, siempre tenían la misma discusión, como si fuese un ritual más para saludarse.

—¿Vamos, chicos?

Las puertas de la mansión se abrieron y Justine salió al amplio pórtico sin esperar a los otros dos. Fuera hacía frío, la escarcha todavía cubría los huecos más profundos del césped, donde prevalecían las largas sombras. Unas cuantas nubes se escabullían por el límpido cielo azul. Entre ellas se abría camino la nave del imperio Ociseno, que llegaba deslizándose desde el sureste. Más o menos triangular, tenía casi doscientos metros de largo y no había nada remotamente aerodinámico en ella. El fuselaje era de un metal oscuro moteado por trozos de color aguamarina que parecían líquenes. Su superficie arrugada estaba repleta de cráteres y muescas de las que brotaban husos negros en el centro, con largas cajas que daba la sensación de que habían sido soldadas al azar. Un racimo de afilados radiadores de tubos surgía de la parte trasera y resplandecían de un color rojo brillante.

Gore lanzó una risita desdeñosa.

—Menuda monstruosidad. Se diría que podrían hacer algo mejor ahora que les hemos dado la regravedad.

—A nosotros nos llevó quinientos años pasar de los hermanos Wright, en Kitty Hawk, al Segunda Oportunidad —señaló Justine.

Gore levantó la cabeza y se quedó mirando la nave alienígena que había frenado hasta detenerse sobre los terrenos de la mansión.

—¿Crees que veremos chorros de hielo seco brotándole de alguna parte cuando aterrice? O quizá hayan montado un arma láser gigante que volará la Casa Blanca en un millón de pedazos.

—Papá, cállate.

La nave descendió y dos filas de escotillas se abrieron en su vientre.

—No me jodas, ¿es que ni siquiera han oído hablar del malmetal? —se quejó Gore.

Unas patas de aterrizaje largas y gruesas se extendieron como un telescopio. El movimiento iba acompañado de un agudo siseo producido por el gas a alta presión al descargarse a través de unas rejillas situadas en las bodegas inferiores.

Justine tuvo que morderse el labio inferior para evitar echarse a reír como una adolescente. La nave estelar era ridícula, la clase de artilugio que Isambard Brunel habría construido para la reina Victoria.

La nave se posó en el césped y sus almohadillas de aterrizaje se hundieron en la hierba y el suelo blando. Varios de los radiadores de tubos se colaron entre los abedules y su calor prendió la madera. Las ramas quemadas cayeron al suelo.

—Guau, menudo daño que provoca. ¿Cómo sobrevivirá nuestro mundo? Rápido, niños, vosotros huid a los bosques mientras yo los contengo con una pistola.

—¡Papá! Y cancela tu sólido; ya sabes lo que piensa el Imperio de las personalidades de ANA.

—Estúpidos y encima supersticiosos.

El sólido de Gore se desvaneció y Justine observó que su icono aparecía en su exoimagen.

—Y ahora, compórtate —le dijo a su padre.

—Esa nave está soltando radiaciones por todas partes —comentó Gore—. Ni siquiera han protegido su reactor de fusión como es debido. Y además, ¿quién usa deuterio?

Justine revisó los datos de los sensores y examinó los puntos calientes de la nave.

—No se puede decir que sea un nivel de emisión nocivo.

—Los ocisenos no son tan susceptibles a la radioactividad como los humanos —dijo Kazimir—. En parte por eso pudieron industrializar el espacio en su sistema natal con lo que equivale a nuestra tecnología de mediados del siglo XXI.

No necesitaban luda la protección que habríamos necesitado nosotros, es así de simple.

En medio del fuselaje de la nave se desenrolló la puerta de una cámara de aire compuesta por varios segmentos. El embajador del imperio Ociseno salió flotando, sentado encima de un trineo de regravedad semiesférico. Físicamente hablando, el alienígena no era muy impresionante: un torso pequeño con forma de barril envuelto en capas de piel flácida que formaban pliegues superpuestos. Los cuatro ojos que tenía estaban en unos tallos serpentinos que surgían curvándose de un penacho; también tenía cuatro miembros doblados contra la parte inferior del cuerpo. Contaba con sistemas cibernéticos incrustados que amplificaban su fuerza y le proporcionaban un buen número de accesorios manipuladores que iban desde delicadas pinzas hasta grandes tenazas, como las de un cangrejo con un sistema hidráulico. Varias abrazaderas de apoyo más le recorrían el cuerpo y se asemejaban a una jaula de vértebras cromadas que terminaban en una especie de collarín justo por debajo de la base de los tallos oculares. En varias secciones de carne crecían trozos de lo que parecía musgo de color cobre del que brotaban pequeños tallos gomosos cubiertos de flores diminutas de color zafiro.

Justine hizo una reverencia formal cuando el trineo se detuvo delante de ella y quedó flotando a medio metro del suelo, lo que situaba los tallos oculares del embajador por encima de ella. Incluso con la unidad de regravedad y el apoyo físico, era obvio que el embajador procedía de un mundo con gravedad baja. La criatura se combaba contra el metal y las estructuras compuestas que lo sostenían. Dos de los tallos oculares se giraron para alinearse con ella.

—Embajador, gracias por visitarnos —dijo Justine.

—Para nos es un placer hacer la visita —respondió el embajador, su voz era un borboteo de susurros que salía de una fina agalla de vocalización situada entre los tallos oculares. Traducida al inglés, los procesadores del trineo utilizaban un altavoz que había en el borde para transmitirle la respuesta a Justine en voz más alta.

—Mi hogar le da la bienvenida —dijo Justine al recordar el protocolo.

Otro de los tallos oculares del embajador se curvó para mirar a Kazimir.

—Usted es el comandante de la Marina humana.

—Así es —dijo Kazimir—. Estoy aquí como solicitó.

—Muchos de mis primos ancestrales de nido lucharon en el asalto de Fandola. —Finas gotas de saliva recorrían la agalla del embajador, saliva que luego era absorbida por unos agujeros de drenaje del collarín.

—Estoy seguro de que lucharon con honor.

—Al diablo el honor. Habríamos conseguido la victoria sobre las alimañas hancher si ustedes no hubieran intervenido ese día.

—Somos amigos de los hancher. Su ataque no fue muy acertado; les advertí de que no abandonaríamos a nuestros amigos. No es como hacemos nosotros las cosas.

El cuarto tallo ocular se volvió hacia Kazimir.

—¿Usted en persona advirtió al Imperio, comandante de la Marina?

—Así es.

—Vive usted mucho tiempo. Ya no es usted un ser natural.

—¿Para eso ha venido, embajador, para insultarme?

—Exagera usted. Yo sólo establezco lo obvio.

—No nos ocultamos de lo obvio —dijo Justine—. Pero hoy no estamos aquí para mortificarnos con lo que ha sido. Por favor, entre, embajador.

—Es usted muy amable.

Justine entró en el vestíbulo con el trineo del embajador deslizándose tras ella. De algún modo, el artilugio se las arregló para mantener una distancia que no era tan escasa como para ser descaradamente descortés, pero sí lo bastante como para ser desconcertante.

El icono de Kazimir parpadeó junto al de Gore en la visión periférica de Justine.

—¿Sabes? —dijo su hijo—, los ocisenos sólo empezaron a pintar sus trineos de negro cuando averiguaron que a los humanos los altera la oscuridad.

—Si eso es lo mejor que se les ocurre, es asombroso que su especie haya sobrevivido a la era de la fisión —respondió Justine.

—No deberíamos apresurarnos a burlarnos de ellos —respondió Gore—. Por mucho que los desdeñemos, lo cierto es que tienen un imperio y habrían borrado a los hancher de la faz del universo si no hubiéramos intervenido.

—No me parece que eso sea indicación alguna de su superioridad —les dijo Justine a los dos—. Y desde luego no representan ninguna amenaza para nosotros; su nivel tecnológico está muy por debajo de la cultura superior, por no hablar ya de ANA.

—Sí, pero ahora mismo sólo tienen una política: adquirir mejor tecnología, sobre todo tecnología armamentística. Un porcentaje considerable del presupuesto de expansión del emperador se destina a construir naves de exploración de largo alcance con la esperanza de encontrarse con un mundo cuyos habitantes hayan pasado al estado posfísico y ellos puedan apropiarse de todo lo que haya quedado.

—Esperemos que nunca encuentren un inmotil primo.

—Han hecho diecisiete intentos de llegar al Par Dyson —le dijo Kazimir—. Y en estos momentos tienen cuarenta y dos naves buscando una civilización inmotil más allá de la región del espacio que aislamos.

—Eso no lo sabía. ¿Hay algún riesgo de que encuentren un planeta primo perdido?

—Si nosotros no encontramos ninguno, no creo que ellos lo hagan tampoco.

Justine llevó al pequeño grupo a la sala McLeod y se sentó en la cabecera de una gran mesa de roble que recorría todo el centro. Kazimir ocupó una silla al lado de la de su madre mientras que el embajador flotaba al otro extremo. Los tallos oculares giraron poco a poco, como si tuviera problemas con lo que veía al ir examinando las paredes. La decoración de la sala era de inspiración escocesa y rodeaba al alienígena de cortinajes con cuadros escoceses, antiguas espadas celtas de ceremonia y solemnes maniquíes de mármol ataviados con los tartanes de un clan. En unas vitrinas de cristal había expuestas varias gaitas. Un fabuloso par de cuernos colgaba sobre la chimenea de piedra que se había importado de un castillo de las Highlands escocesas.

—Embajador —dijo Justine con tono formal—. Yo represento al gobierno humano de la Tierra. Soy un ser físico, como solicitó, y tengo la autoridad necesaria para negociar en nombre del gobierno con el imperio Ociseno. ¿Qué es lo que desea comentar?

Tres de los ojos del embajador se curvaron para mirarla.

—Si bien no aprobamos que las criaturas vivas se subordinen a los aparatos mecánicos, consideramos que su ordenador planetario es el verdadero gobernante de la Federación. Por eso he solicitado este encuentro directo en lugar de una reunión con el Senado, como siempre.

Justine no estaba por la labor de empezar a discutir de estructuras políticas con un alienígena que lo veía todo en blanco y negro.

—ANA tiene una influencia considerable más allá de este planeta. Eso es cierto.

—Entonces deben trabajar con el Imperio para evitar un peligro muy real.

—¿Qué peligro es ése, embajador? —Como si no lo supiéramos ya.

—Una organización humana amenaza con enviar naves al Vacío.

—Sí, nuestro movimiento Sueño Vivo quiere enviar allí a sus seguidores en una Peregrinación.

—Tras una larga exposición a su especie, estoy familiarizado con los estados emocionales humanos; así que siento curiosidad, me pregunto por qué no reacciona a este acontecimiento con ningún tipo de inquietud o preocupación. Es a través de los humanos como conocemos el Vado; por tanto saben el efecto que se propone desencadenar su Sueño Vivo.

—No se proponen nada; sólo desean vivir la vida de su ídolo.

—Está negando de forma deliberada las implicaciones. Su entrada en el Vacío provocará una fase de aniquilación masiva del espacio circundante. La galaxia quedará arruinada. Nuestro Imperio será consumido. Nos matarán a nosotros y a un sinfín de especies más.

—Eso no ocurrirá —dijo Justine.

—Nos tranquiliza saber que su intención es detener al Sueño Vivo.

—Eso no es lo que he dicho. No creemos que su Peregrinación vaya a provocar una fase de aniquilación del tamaño que sea. Lo cierto es que no poseen la capacidad de atravesar el horizonte eventual que protege el Vacío. Hasta los raiel tienen problemas para hacerlo y Sueño Vivo no tiene acceso a una nave raiel.

—¿Entonces por qué están lanzando esa Peregrinación?

—Es un simple gesto político, nada más. Ni el imperio Ociseno ni ninguna otra especie de la galaxia tiene nada de lo que preocuparse.

—¿Garantiza usted que su grupo Sueño Vivo no puede atravesar el horizonte eventual? Otros humanos han cruzado al Vacío. Ellos son la causa de este deseo de peregrinar, ¿no es cierto?

—No hay nada seguro, embajador, ya lo sabe. Pero la probabilidad…

—Si no puede garantizarlo, entonces debe impedir que las naves despeguen.

—La Federación Mayor es una institución democrática, y lo que complica este caso es que Sueño Vivo es un movimiento transestelar y a la vez el gobierno legítimo de Ellezelin. La constitución de la Federación está diseñada de forma explícita para proteger el derecho de todos sus miembros a la autodeterminación, a nivel individual y gubernamental. En otras palabras, en realidad no tenemos ningún derecho legal a impedirles que se embarquen en su Peregrinación.

—Estoy familiarizado con los abogados humanos. Todo se puede deshacer; no hay nada definitivo. Juegan ustedes con las palabras, no con la realidad. El Imperio reconoce sólo el poder y la capacidad. Su gobierno computerizado tiene el poder físico de impedir esa Peregrinación, ¿acaso no estoy en lo cierto?

—La capacidad no implica de forma automática la intención —dijo Justine—. ANA:Gobernación tiene la capacidad de hacer muchas cosas. No las hacemos precisamente por las leyes que nos gobiernan, tanto legales como morales.

—No forma parte de su moralidad destruir esta galaxia. Pueden evitarlo.

—Podemos argüir con insistencia en su contra —respondió Justine, pensando que ojalá no estuviera tan de acuerdo con el ociseno.

—El Imperio requiere un compromiso tangible. Se deben neutralizar las naves de la Peregrinación.

—Eso es imposible —dijo Justine—. No podemos interferir en las actividades legales de otro estado soberano; va en contra de todo lo que somos.

—Si no evitan el lanzamiento de esta atrocidad, lo hará el Imperio. Incluso sus abogados estarán de acuerdo que nos asiste el derecho de las especies a la supervivencia.

—¿Es eso una amenaza, embajador? —preguntó Kazimir en voz baja.

—Son las medidas que nos han obligado a tomar ustedes. ¿Por qué no lo ven? ¿Temen acaso a sus parientes más primitivos? ¿Con qué les pueden amenazar ellos?

—Ellos no nos amenazan; aquí nos respetamos todos. ¿Puede llegar a entender eso, embajador?

Justine intentó leer la reacción del embajador a la pulla pero la criatura no pareció inmutarse. La saliva continuaba chorreándole por la agalla de vocalización y agitaba los brazos como peces recién pescados dentro de sus revestimientos cibernéticos.

—Sus leyes y la hipocresía de estas será algo que siempre nos eluda —dijo el embajador—. El Imperio sabe que ustedes siempre incluyen poderes extraordinarios dentro de sus constituciones para imponer soluciones en tiempos de crisis. Exigimos que invoquen esos poderes ahora.

—ANA:Gobernación estará encantada de presentar una moción en el Senado —dijo Justine—. Solicitaremos que Sueño Vivo desista de su imprudente acción.

—¿Respaldarán esa solicitud con medidas de fuerza si se niegan?

—No es probable —dijo Kazimir—. Nuestra Marina existe para protegernos de enemigos externos.

—¿Y qué es la fase de aniquilación del Vacío si no un enemigo? En último caso, es el enemigo de todos. Los raiel lo admiten así.

—Comprendemos su inquietud, embajador —dijo Justine—. Permítame asegurarle que trabajaremos para impedir que una catástrofe cerque la galaxia.

—Los raiel no pudieron evitar la fase de aniquilación. ¿Son ustedes más grandes que los raiel?

—Supongo que no —murmuró la diplomática. ¿Entendía el alienígena el concepto de sarcasmo?

—Entonces impediremos que sus naves vuelen.

—Embajador, tengo que aconsejarle al imperio Ociseno que no tome tales medidas —dijo Kazimir—. La Marina no le permitirá que ataque a los humanos.

—No crea que puede intimidarnos, almirante Kazimir. No somos la indefensa especie que atacaron ustedes en Fandola. Ahora tenemos aliados. Represento a muchas especies poderosas que no permitirán que el Vacío emprenda su fase final de aniquilación. No estamos solos. ¿Cree acaso que su Marina puede derrotar a la galaxia entera?

Kazimir no pareció alterarse.

—La Marina sólo actúa en defensa propia. Insisto en que debe permitir que la Federación resuelva un problema interno a nuestra manera. Los humanos no van a desencadenar una fase de aniquilación a gran escala.

—Vamos a observarlos —bramó el embajador—. Si no impiden que esas naves de la Peregrinación se construyan y despeguen, entonces nosotros y nuestros nuevos y poderosos aliados tendremos que actuar en defensa propia.

—Comprendo su preocupación —dijo Justine—, pero le pediría que confiara en nosotros.

—Jamás nos han dado razón para hacerlo —dijo el embajador—. Les agradezco el tiempo que me han dedicado. Voy a regresar a mi nave; su entorno me resulta desagradable.

Lo cual no deja de ser bastante sutil para un ociseno, pensó Justine. Se levantó y acompañó al embajador de regreso a su vehículo. Gore se materializó a su lado cuando la pesada nave se alzó en el cielo.

—Conque aliados, ¿eh? ¿Tú sabes algo de eso? —le preguntó el magnate a Kazimir.

—Nada en absoluto —le contestó su nieto—. Podría ser un farol. Claro que, si hablan en serio cuando dicen que quieren detener la Peregrinación, van a necesitar aliados. Desde luego no pueden hacerlo solos.

—¿Podrían ser los raiel? —preguntó Justine, sorprendida.

Kazimir se encogió de hombros.

—Lo dudo. Los raiel no se dedican a hacer tratos a espaldas de los demás para enfrentar a una especie contra otra. Si el Imperio les hubiera pedido algo, tengo la seguridad de que nos lo habrían dicho.

—¿Un posfísico, entonces?

—No es imposible —admitió Gore—. La mayor parte nos consideran unos simples y vulgares recién llegados a lo que es, en realidad, un club muy exclusivo. Eso, los que se dignan a hablar con nosotros, en cualquier caso. La mayor parte ni se molesta. Pero me sorprendería mucho que alguna lo hubiera hecho. Seguramente les interesaría bastante observar la fase final de aniquilación.

—¿Y a ti? —inquirió Justine con tono ligero.

Gore sonrió y sus dientes blancos como la nieve brillaron con tono frío entre los labios dorados.

—Admito que sería una vista impresionante, diablos. Desde lejos. Desde muy lejos.

—¿Entonces qué es lo que recomiendas? —preguntó Justine.

—Hay que presentar la moción en el Senado —dijo Kazimir—. El embajador tenía razón. No creo que podamos permitir que la Peregrinación despegue.

—No podemos detenerlos —dijo Gore con una jovialidad indecente—. Está en la constitución.

—Pero tenemos que encontrar una solución —dijo Justine—. Una solución política. Y rápido.

—Ésa es mi chica. ¿Vas a dirigirte al Senado tú misma? Allí tienes mucho peso: eres historia hecha carne y hueso.

—Y sería útil conseguir la confirmación de los raiel —comentó Kazimir—. Y tú tienes una conexión personal.

—¿Qué? —Justine hundió los hombros—. Diablos. No planeaba dejar la Tierra.

—Y supongo que al embajador hancher también le gustaría que lo tranquilizaras —añadió Gore con malicia.

Justine se giró para lanzar a su padre una mirada rotunda.

—Sí, hay muchas personas y facciones a los que tenemos que echarles un ojo.

—Estoy seguro de que Gobernación sabe lo que está haciendo. Después de todo, tú fuiste su primera elección. No hay nada mejor que eso.

—De hecho, yo fui la segunda.

—¿Quién fue la primera? —preguntó Kazimir con curiosidad.

—Toniea Gall.

—¡Esa zorra! —escupió Gore—. Pero si ni siquiera pudo echar un polvo en un Mundo Silencioso el día después de rejuvenecer. Todo el mundo la odia.

—Vamos, papá, la historia decidió que el periodo de reasentamiento fue una edad dorada menor.

—Minúscula, joder, más bien.

Justine y Kazimir se sonrieron.

—Fue una buena presidenta, si no recuerdo mal —dijo Kazimir.

—Chorradas.

—Iré a hacer una visita a la embajada hancher de camino al Senado —dijo Justine—. Estaría bien saber algo de los movimientos militares del Imperio.

—Comenzaré a redistribuir nuestros sistemas de observación dentro del Imperio para ver si podemos conseguir una imagen más clara de lo que está pasando —dijo Kazimir.

Cuando el cuerpo de Justine salió teletransportándose de la mansión del Tulipán, la conciencia primaria de Gore se retiró a un entorno seguro dentro de la inmensidad de ANA. En lo que a ubicaciones de realidad perceptual se refería, era modesta. Algunas personas habían creado universos enteros que habían convertido en sus propios patios de recreo privados y habían instalado parámetros autónomos para mantener las configuraciones. Los cuerpos, núcleos o puntos focales que ocupaban dentro de sus conceptos eran igual de variados, con habilidades definidas exclusivamente por el entorno individual. Y ya no estaba tan claro hasta dónde se extendían tales dominios. ANA había dejado de estar limitada a la maquinaria física que la había engendrado. El medio operativo se había introducido en la estructura cuántica del espacio-tiempo que rodeaba la Tierra y había elaborado una provincia única en la que podían funcionar sus diversas inteligencias poshumanas. Los múltiples intersticios se propagaban por los campos cuánticos con la tenacidad y la frágil belleza de una nebulosa, un edificio siempre cambiante en tándem con los caprichos de sus creadores. Ya no era una máquina, ni siquiera una vida artificial, había cobrado vida. En qué podría convertirla la evolución era tema de un debate interno considerable y hasta obsesivo.

Las facciones no libraban una guerra abierta sobre la configuración definitiva de ANA, pero era una batalla despiadada de ideas. Gore no había dicho toda la verdad cuando había afirmado ser conservador. Era cierto que apoyaba la idea de mantener el statu quo pero sólo porque sentía que las otras facciones más extremas se apresuraban demasiado a la hora de ofrecer soluciones. Aparte de los divisores, por supuesto, que querían que ANA se escindiera en tantas partes como facciones había y que cada una siguiera su camino. Gore tampoco estaba de acuerdo con ellos, lo que él quería era más tiempo y más información. De ese modo, creía, la dirección que deberían tomar quedaría mucho más clara.

Apareció en una larga playa con un cabo rocoso a unos cientos de metros de él. Encaramada encima, había una antigua torre de piedra con paredes que se derrumbaban y un pabellón blanco acoplado a la parte posterior. El sol le calentaba la cabeza y las manos, vestía una camisa de manga corta suelta y unas bermudas. Su piel era normal, sin ningún enriquecimiento. Su imagen y el entorno estaban tomados de principios del siglo XXI, cuando la vida era más fácil aunque no hubiera máquinas inteligentes. Aquello era Hawksbill Bay, en Antigua, donde él solía ir con su yate, Luz de Luna Madison. En aquellos tiempos había un complejo vacacional junto a la costa, pero en su representación la tierra que había tras la playa no era más que una maraña de palmeras y hierba exuberante con loros de colores brillantes volando a toda velocidad entre las ramas. Tampoco soplaba el viento constante que lo hacía por el Caribe real, aunque el mar era de un color turquesa asombrosamente claro y los peces nadaban cerca de la orilla.

Había un sencillo camino de tierra que subía al cabo y llevaba a la torre. El pabellón, con su tejado de tela, cubría una amplia cubierta de madera y una pequeña piscina. A su alrededor había una gran mesa ovalada en un extremo con cinco sillones llenos de cojines. Nelson estaba sentado allí con un vaso alto delante de él.

En los tiempos previos a ANA, Nelson había sido el jefe de seguridad de la dinastía Sheldon, el imperio económico más grande y poderoso que había existido jamás. Cuando la sociedad y economía originales de la Federación se dividieron y reconfiguraron convertidos en la Federación Mayor, la dinastía conservó buena parte de su riqueza y poder pero las cosas ya no eran iguales. Después de la partida de Nigel Sheldon, la dinastía perdió cohesión y se dispersó entre los mundos externos; seguía siendo una fuerza con la que había que contar tanto en el terreno político como en el económico, pero carecía de verdadera influencia.

Más de dos siglos pasados cuidando del bienestar de la dinastía habían convertido a Nelson en un pragmático de primera categoría, lo que significaba que Gore y él veían todo eso del resultado de la evolución de ANA más o menos en los mismos términos.

Gore se sentó ante la mesa y se sirvió té helado de la jarra.

—¿Has tenido acceso a todo eso?

—Sí. Me interesa saber a quién tiene el Imperio como aliado, o incluso aliados.

—Seguramente no es más que un farol.

—Estás sobrestimando a los ocisenos. Carecen de la imaginación necesaria para tirarse un farol. Yo diría que se las han arreglado para desenterrar alguna antigua raza reaccionaria a la que le ponen cachonda los buenos tiempos y cuenta con un patio trasero lleno de armas obsoletas.

—ANA:Gobernación va a tener que prestarle a todo eso bastante atención —dijo Gore—. No podemos consentir que naves de guerra alienígenas invadan la Federación. Ya hemos pasado por eso. No vamos a dejar que pase dos veces. Fue una de las razones por las que empezamos a construir ANA, para que la humanidad nunca vuelva a estar en desventaja tecnológica. Hay un montón de equipo muy desagradable tirado por esta galaxia.

—Entre otras cosas —asintió Nelson con tono sabio—. También vamos a tener que prestarle pronto bastante atención al Vacío, como querían los aceleradores.

—Yo quiero que le prestemos al Vacío mucha atención —dijo Gore—. No creo que podamos afirmar que somos los maestros de la teoría cosmológica si ni siquiera podemos entenderlo. Es sólo en la escala de tiempo del análisis en lo que nadie se pone de acuerdo.

—Ni en el método de análisis, pero sí, admito que es cierto que necesitamos saber cómo se genera esa maldita cosa. Es una de las razones para que esté contigo en nuestra pequeña conspiración.

—Piensa en nosotros como una facción muy pequeña.

—Lo que tú digas, ya hace mucho tiempo que no me meto en follones con la semántica. El propósito es absoluto y si no puedes definirlo, mala suerte. Y nuestro propósito es deshacer el daño que han causado los aceleradores.

—Hasta cierto punto, sí. Los conservadores serán mucho más activos en ese frente y podemos confiar en que hagan un trabajo decente. Yo quiero intentar pensar un par de pasos por delante. Después de todo, ya no somos animales. Ya no nos limitamos a reaccionar a una situación; se supone que podemos verla venir. En último caso, hay que hacer algo con el problema del Vacío. Comprender su mecanismo interno está muy bien, pero no se puede permitir que continúe amenazando la galaxia.

Nelson se llevó un vaso a los labios y sonrió a modo de saludo militar.

—Así se habla, tío duro. Allí donde fracasaron los raiel…

—Allí donde los raiel nos dicen que fracasaron. No tenemos ninguna confirmación independiente.

—Nada dura el tiempo suficiente, aparte de los propios raiel.

—Bobadas. La mitad de los posfísicos de la galaxia llevan más tiempo por ahí.

—Sí, y los que estaban ya no se molestan en comunicarse. Están todos callados, muertos, han trascendido o retroevolucionado. Así que a menos que quieras darte una vuelta y pincharlos con un gran palo, los raiel son nuestra única fuente. Afróntalo, ANA es algo bueno, genial incluso. Casi somos protodioses, demonios, pero en términos de desarrollo, seguimos por detrás de los raiel y ellos llegaron a un punto muerto hace millones de años. El Vacío los derrotó. Convirtieron sistemas estelares enteros en máquinas de defensa, invadieron todo el puto lugar con una armada y siguieron sin poder desconectarlo, matarlo o volarlo en mil puñeteros pedazos.

—Lo enfocaron mal.

Nelson se echó a reír.

—¿Y tú sabes enfocarlo bien?

—Nosotros tenemos una ventaja que ellos no tuvieron nunca. Tenemos información privilegiada, un topo.

—¿El Caminante de las Aguas? Por el amor de Ozzie, dime que estás de coña.

—¿Sabes quién prestó más atención a los sueños de Íñigo justo al comienzo? Los raiel. No sabían lo que había dentro. Construyeron naves que en teoría podían soportar cualquier entorno cuántico, y, sin embargo, no volvió ninguna. Somos nosotros los que les mostramos lo que hay dentro.

—Es un vistazo muy pequeño, una única ciudad en un planeta normal congruente con la vida humana.

—No lo entiendes. —Gore abarcó con el brazo todo Hawksbill y señaló el grueso pilar de roca negra que sobresalía del mar, a varios cientos de metros de ellos. Unas olas pequeñas rompían contra la roca y agitaban la espuma—. Tú traes aquí a cualquier ser humano de antes del siglo XXV y creería que está en una realidad física. Pero si tú o yo observáramos el entorno a través de sus ojos, nos daríamos cuenta enseguida de que hay factores artificiales implicados. El Caminante de las Aguas nos da esa misma oportunidad. Sus habilidades telepáticas nos han proporcionado un vistazo muy informativo de la naturaleza del universo que se oculta dentro de ese cabrón de horizonte eventual. Por mucho que se parezca a nuestro universo y que tenga planetas y estrellas, es obvio que no lo es. Ese Señor del Cielo del Segundo Sueño lo confirma. El Vacío tiene un Corazón que es inconfundible, aunque no nos lo hayan mostrado todavía.

—Saber que aquello es diferente no supone ninguna ventaja real.

—Te equivocas. Sabemos que no se puede lograr nada a nivel físico. No se pueden usar sancionadores cuánticos contra él; no puedes enviar un ejército para borrar del mapa la sala de control del jefe de los malos. El Vacío es el posfísico definitivo de la galaxia y probablemente de todas las otras galaxias que podemos ver. Lo que tenemos que hacer es comunicarnos con él si queremos lograr alguna solución al problema que representa para nuestras estrellas. No creo que los Primera Vida pretendieran jamás que fuera peligroso; no sabían que quedaba algo aquí fuera que pudieran amenazar siquiera. Ésa es nuestra ventana. Sabemos que los humanos pueden entrar aunque no estamos seguros de cómo lo hicieron esa primera vez. Sabemos que hay seres humanos allí dentro que están en comunión con su tejido. A través de ellos, quizá podamos efectuar el cambio.

—El Caminante de las Aguas está muerto. Lleva muerto milenios de tiempo interno.

—Incluso si fuera una persona única, cosa que no me creo ni por un momento, el tiempo no es problema, no allí dentro. Todos lo sabemos. Lo que tenemos que hacer es entrar y forjar ese tenue y pequeño eslabón que nos lleve al Corazón. Ésa es la clave.

—¿Quieres visitar el Vacío? ¿Atravesar volando el horizonte eventual?

—Yo no. Por mucho que a mi ego le encantase ser el punto de unión, no hay pruebas empíricas que demuestren que dentro tendría capacidad telepática. Incluso aunque entráramos con ANA, no hay certeza de que pudiera convertirse en el conducto. No. Tenemos que emplear un método que tenga muchas más posibilidades de éxito.

Nelson sacudió la cabeza desesperado y un poco desilusionado.

—¿Y ese método es…?

—Estoy trabajando en ello.

No fue un buen augurio como comienzo del día. Araminta no se había quedado dormida, no exactamente. Tenía un legado avanzado que le daba una serie completa de racimos macrocelulares, y todos funcionaban con eficiencia; también podía instruir a sus rutinas de pensamiento secundarias de forma competente. Así que, como es natural, había despertado a tiempo con un pitido fantasma en los oídos y una luz azul sincronizada que destellaba por su nervio óptico. Era justo después de ese pinchazo que la despertaba con lo que siempre tenía problemas. Su piso sólo tenía dos habitaciones, un cubículo que era el baño y una habitación principal combinada. Era lo único que se podía permitir con su sueldo de camarera. A pesar de que era barata, la cama dilatada con su colchón de a-espuma era muy cómoda. Después del pinchazo, Araminta se quedó acurrucada en su pijama de algodón, calentita como en el nido de un frangle. La luz de la bruma matinal se colaba por las cortinas, aunque no lo bastante brillante como para molestar; y la habitación se mantenía a un nivel de calidez muy cómoda. Si se molestaba en comprobar los programas de gestión del piso, veía que todo estaba listo y esperando: las ropas del día lavadas y aireadas y un desayuno rápido y ligero en el armario culinario.

Así que puedo permitirme hacer un poquito el vago.

El segundo pinchazo de la alarma la volvió a despertar con una sacudida que desterró el extraño sueño. El pinchazo fue más duro que el primero, un gesto deliberado, ya que era una orden urgente de levantarse de una buena vez, una orden que ella nunca necesitaba. Cuando canceló el ruido y la luz, supuso que se había liado con las rutinas secundarias y había cambiado de algún modo el orden de los pinchazos. Entonces se concentró en el reloj de sus exoimágenes.

—¡Mierda!

Fue una lucha vestirse mientras bebía el té de Assam y comía una tostada. La ducha relajada quedó sustituida por una rociada de limpieza de viaje, que nunca funcionaba como prometían los anuncios, donde personas ocupadas y sofisticadas quedaban limpias y frescas entre reuniones de negocios y encuentros en el club de campo, mientras que ella salió corriendo de su piso con el cabello de color ratón mal peinado, los ojos enrojecidos y un poco irritados por la limpieza de viaje y la piel oliéndole a lejía de pino.

Genial. Así seguro que me gano muchas propinas, pensó con gesto gruñón mientras bajaba a toda prisa al garaje subterráneo del edificio. Su cápsula triciclo se abrió camino ronroneando hacia las concurridas calles de Colwyn y se unió a las prisas matinales de trabajadores rumbo a sus empleos. En teoría, el tráfico debería haber sido ligero; en esos tiempos la mayor parte de la gente usaba cápsulas de regravedad que flotaban en serena comodidad sobre los vehículos de ruedas, salvo cuando aterrizaban en aparcamientos exclusivos junto a la carretera o en la plataforma de algún tejado. Pero a aquella hora temprana los menos favorecidos de la ciudad iban todos de camino al trabajo y llenaban la parrilla urbana hasta los topes de cápsulas, coches y motocicletas, además de atestar los trenes públicos.

Araminta llegó media hora tarde y su cápsula aparcó en la parte de atrás de Niks. Atravesó a toda velocidad la puerta de la cocina y recibió unas cuantas miradas asesinas del resto del personal.

—¡Perdón! —El restaurante ya estaba lleno con la multitud que llegaba a desayunar, ejecutivos medios a los que les gustaba la comida natural, preparada por chefs en lugar de por unidades culinarias y servida por seres humanos, no robots.

Tandra se las arregló para inclinarse sobre Araminta mientras ésta se ponía el delantal. La olisqueó con aire suspicaz y le guiñó un ojo.

—Limpieza de viaje, ¿eh? Supongo que anoche no fuiste a casa.

Araminta bajó la cabeza, ojalá pudiera dar esa excusa.

—Anoche me acosté tarde; otro curso de diseño.

—Cielo, tienes que empezar a correrte alguna que otra juerga. Eres muy joven y, además, una monada; sal y diviértete otra vez.

—Lo sé, y lo haré. —Araminta respiró hondo y se acercó a Matthew, que estaba tan enfadado que ni siquiera la riñó. La joven levantó tres platos del mostrador de platos preparados, comprobó el número de la mesa, abrió la boca para sonreír y atravesó las puertas.

La sesión de desayuno de Niks solía durar por lo general unos noventa minutos. No había límite de tiempo, pero para las nueve menos cuarto los últimos clientes ya habían puesto rumbo al despacho o la tienda. A veces un turista o dos se entretenían o una reunión de negocios se alargaba. Ese día no eran muchos los que se rezagaban. Araminta cumplió su penitencia supervisando a los robots de limpieza que cambiaban las mesas, listas para servir el café de media mañana a los compradores y visitantes. Niks disfrutaba de una buena ubicación en el distrito comercial, a cinco manzanas de los muelles que había junto al río.

Las mesas empezaron a llenarse otra vez después de las diez. El restaurante tenía una pared frontal curva con una pequeña terraza que la recorría. Araminta pasó por las mesas de la calle, colocó bien las flores de los jarroncitos y tomó los pedidos de chocolettos y capuchinos. Eso la mantuvo lejos de Matthew. Su jefe todavía no le había dicho nada, lo que no era buena señal.

Poco después de las once apareció una mujer que empezó a moverse entre las mesas y a hablar con los clientes. Araminta se dio cuenta de que varios se sentían molestos y la despedían con ademanes. Desde que Ethan había anunciado la Peregrinación diez días antes, los discípulos del santuario local de Sueño Vivo habían estado entrando a molestar a la gente y comenzaba a ser un problema.

—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó Araminta, que se cuidó de mantener un tono cortante, era una oportunidad para ganar algún punto con Matthew. La mujer iba vestida con un traje de cachemira de color gris carbón, anticuado pero caro, con una larga falda suelta; el tipo de ropa que Araminta podría haberse puesto antes de la separación, en aquellos tiempos en los que tenía dinero.

»Tenemos varias mesas disponibles.

—Estoy recogiendo certificados de firma —dijo la mujer. Tenía una mirada muy decidida—. Estamos intentando conseguir que el Consejo impida el uso de cápsulas ingrávidas sobre Colwyn.

—¿Por qué? —Araminta lo soltó antes de poder pensar de verdad en ello.

La mujer entrecerró los ojos.

—La regravedad ya es problema suficiente pero al menos su velocidad y altitud están limitadas dentro de las fronteras de la ciudad. ¿Has pensado alguna vez lo que pasaría si fallase un motor ingrávido? Vuelan en parábolas semibalísticas, lo que significa que caerían en picado a la mitad de la velocidad orbital.

—Ah, sí, ya veo. —También veía que Matthew les estaba lanzando una mirada cauta.

—Imagínate que una se estrellara contra una escuela a esa velocidad. O contra un hospital. Es que no hay necesidad de tenerlas. Es puro consumismo, flagrante y sin responsabilidad alguna. La gente las compra sólo para presumir. Y hay estudios que sugieren que el efecto de la ingravidez crea una gran tensión en las fallas geológicas profundas. Podríamos sufrir un terremoto.

Araminta se enorgulleció de no echarse a reír a carcajadas.

—Entiendo.

—La red de tráfico de la ciudad tampoco se diseñó con esa clase de velocidades en mente. El número de incidentes en potencia registrado está aumentando de forma constante. ¿Quicios añadir tu certificado? Ayúdanos a mantener a salvo las vidas de todos.

A la sombra-u de Araminta le pusieron delante un archivo.

—Sí, por supuesto. Pero tendrás que pedir un té o un café; mi jefe ya está bastante enfadado conmigo esta mañana. —Le lanzó una mirada a Matthew mientras añadía su certificado de firma a la petición y confirmaba que era residente de Colwyn.

—Típico —gruñó la mujer—. Nunca piensan en nada que no sea ellos mismos y sus beneficios. —Pero se sentó y pidió un té de menta.

—¿Qué problema tiene ésa? —preguntó Matthew cuando Araminta recogió el té.

—El universo es un mal sitio, sólo necesita relajarse un poco. —Araminta le dedicó una sonrisa radiante—. Que es para lo que estamos aquí.

Antes de que Matthew pudiera decir nada más, Araminta se escabulló de regreso a la terraza.

A las once y media, la sombra-u de Araminta recopiló la búsqueda matinal de propiedades que había llevado a cabo en las agencias inmobiliarias de la ciudad y metió los resultados en una de las lagunas de almacenamiento de la joven. Estaba disfrutando de su descanso en el pequeño saloncito para el personal que había junto a la cocina. No le llevó mucho tiempo revisarlos todos, estaba buscando un piso adecuado o incluso una casa pequeña en algún sitio de la ciudad. No había muchos que cumplieran sus requisitos: barato, con necesidad de renovación y cerca del centro. Araminta marcó los archivos de tres agencias como posibles y comprobó cómo les iba a los posibles del día anterior. La mitad ya se los habían llevado. En el mercado actual hay que ser muy rápido, reflexionó con nostalgia. Y tener dinero o al menos un crédito decente. Una renovación era el proyecto de sus sueños: comprar una pequeña propiedad y reformarla para venderla sacando un beneficio. Sabía que se le podía dar bien. Había hecho cinco cursos de construcción y diseño en los últimos ocho meses, desde que se había separado de Laril, además de estudiar todos los textos de decoración de interiores que su sombra-u había podido sacar de la unisfera. La promoción inmobiliaria era una aventura arriesgada, pero cada caso al que había tenido acceso demostraba que la verdadera clave era la dedicación y el trabajo duro, además de mucha investigación de mercado. Y desde su punto de vista, Araminta podía hacerlo sola, no tenía que depender de nadie. Pero antes necesitaba dinero.

Araminta volvió al restaurante a las doce, empezó a preparar las mesas para el almuerzo y se enteró de los especiales en los que estaba trabajando el chef. La cruzada antiingravidez se había ido y había dejado una buena propina, y además Matthew volvía a tratarla como un ser humano. Cressida entró a las doce y diez. Era la prima de Araminta por parte de madre, socia de un bufete mediano, ciento veintitrés años de edad y de una belleza espectacular con su cabello rojo fuego y una piel sedosa y mantenida a la perfección gracias a unas costosas escamas cosméticas. Lucía un traje toga de color esmeralda y platino que costaba unas dos mil libras V. Con sólo entrar en Niks ya estaba elevando el nivel del local. También era la abogada de Araminta.

—Querida. —Cressida la saludó con la mano y se acercó a darle un fuerte abrazo, los besitos al aire nunca habían formado parte de su estilo—. No veas las noticias que tengo —dijo sin aliento—. A tu jefe no le importará que te robe un segundo, ¿verdad? —Sin molestarse en comprobarlo, cogió a Araminta de la mano y la llevó a una mesa de la esquina.

Araminta hizo una mueca al imaginarse la mirada de Matthew abriéndole unos agujeros en la espalda con un láser.

—¿Qué ha pasado?

Cressida esbozó una gran sonrisa y su brillo de labios líquido de color escarlata fluyó para acomodarse a la mayor extensión.

—El bueno de Laril se ha escabullido del planeta.

¿Qué? —Araminta no terminaba de creérselo. Laril era su exmarido, su matrimonio había durado dieciocho desdichados meses. En su familia directa, todo el mundo había puesto objeciones a Laril desde el momento en que Araminta lo había conocido. Y motivos no les faltaban, la joven ya podía admitirlo. Cuando lo había conocido, ella tenía veintiún años mientras que él era un hombre de trescientos siete. En aquel momento a Araminta le había parecido elegante, sofisticado, rico y una buena forma de salir del aburrido, pequeño, cerrado y agrícola Langham, un pueblo del continente de Suvorov, a diez mil quinientos kilómetros de distancia de allí. Su familia pensaba que aquel hombre era otra asquerosa mofeta punk; había muchos pavoneándose por la Federación, sobre todo en los planetas relativamente poco sofisticados que componían los límites exteriores de los mundos externos; los mofetas punk eran tíos viejos y hastiados que tenían dinero para aparentar una adolescencia impecable pero seguían envidiando a los jóvenes de verdad por su espíritu y exuberancia. Todas las parejas que embaucaban eran siglos más jóvenes porque tenían la fútil esperanza de que el brío juvenil se transfiriera a ellos por arte de magia. Si bien ése no era el caso de Laril, se acercaba bastante.

La rama paterna de la familia de Araminta tenía un negocio que suministraba y mantenía cibernética agrícola, era la empresa más grande del condado y se esperaba que Araminta trabajara en ella durante al menos los primeros cincuenta años de su vida. Después de ese aprendizaje, a los miembros de la familia se les consideraba lo bastante adultos y ricos como para despegar en busca de nuevos pastos (un número deprimente de filiales del negocio principal repartidas por todo Suvorov); así dejarían sus puestos vacantes para la siguiente camada de jóvenes y daría comienzo un nuevo ciclo. Era una perspectiva que Araminta consideraba tan penosa que habría aceptado un trabajo como esclava amorosa de un motil primo para huir de ella. Conocer a Laril, un hombre de negocios independiente con una franquicia de Andribot, entre otras empresas de éxito, fue como ser descubierta por el príncipe azul. Y dado que en esos tiempos la edad de un individuo no era una cantidad física, la objeción de la familia de Araminta a la diferencia de edad de tres siglos era de lo más burguesa. Y desde luego garantizaba el resultado de la aventura amorosa.

El hecho de que su familia hubiera tenido razón al decir que lo único que quería aquel hombre era utilizarla sólo hizo la vida de Araminta más difícil tras la separación. Ya jamás podría volver a Langham. Por fortuna, Cressida no la juzgó y sólo consideró el colosal error de su prima como parte de la gran experiencia de la vida.

—Si no la cagas alguna vez —le había dicho a una llorosa Araminta en su primer encuentro—, no tienes una base desde la que lanzar todas tus mejoras. Veamos, ¿a qué te da derecho la cláusula de separación del contrato de matrimonio?

Araminta, que había tenido que escalar una montaña de vergüenza para poder acudir a un miembro de la familia, por lejana que fuera, en busca de ayuda legal para pedir el divorcio, tuvo que admitir que la suya había sido una boda a la antigua, de ésas de hasta que la muerte os separe. Incluso lo habían jurado ante el sacerdote autorizado de la capilla de Langham. En su momento había sido muy romántico.

—¿No hay contrato? —había preguntado una asombrada y horrorizada Cressida—. Cielos, querida, no cabe duda de que lo tuyo va a ser todo un monte Herculano de mejoras, ¿eh?

Una montaña que los abogados de Laril estaban haciendo todo lo posible para evitar que la joven pisara jamás; su contrademanda había congelado los activos de Araminta, las setecientas treinta y dos libras V que tenía en su cuenta de ahorros. Hasta a Cressida, con todos los recursos de su bufete, le estaba resultando difícil abrirse paso entre la protección legal de Laril, y en cuanto a sus actividades empresariales, había resultado incluso más difícil identificarlas. Todo lo que el empresario había dicho, por ejemplo que era el centro de una red similar a una dinastía de compañías muy lucrativas, o bien era mentira o una tapadera para unas irregularidades financieras asombrosas. Por curioso que resultara, el Servicio Nacional de Rentas Públicas de Viotia no tenía registro alguno de que el empresario hubiera pagado sus impuestos en algún momento de los últimos cien años y estaba mostrando un interés muy saludable en sus actividades.

—Que se ha escabullido. Ha partido. Abandonado este mundo. Optado por el plano vertical. Desarraigado. —Cressida se apoderó de las manos de Araminta y les dio un apretón casi doloroso—. Ni siquiera pagó a sus abogados. —La felicidad de la letrada ante semejante eventualidad era indecente—. Y ahora son sólo otro nombre más en la lista de cincuenta acreedores que quieren quitarle hasta los pelos del culo.

El breve momento de felicidad de Araminta se oscureció de repente.

—¿Entonces yo no saco nada?

—Al contrario. Los activos sólidos que le quedan, es decir, la casa de la ciudad y la franquicia de comida del estadio, que fue lo que conseguimos congelar justo al principio, son tuyas por derecho. Claro que hay que admitir que no suman la clase de activos que pueden hacer perder la cabeza a una jovencita ingenua.

Araminta se puso como un tomate.

—Pero tampoco se deben desdeñar. Por desgracia, está la cuestión de los impuestos atrasados, que me temo que ascienden a trescientas treinta y siete mil libras de Viotia.

Y si el SNRP pudiera demostrar, aunque fuera, la mitad de las aventuras empresariales de Laril de las que me has hablado, reclamarían también el resto. Malditas sanguijuelas. Pero no pueden demostrar una sola puñetera cosa gracias a una codificación excelente y la extraña falta de archivos con la que tu escurridizo ex ha revuelto su vida. Luego están mis honorarios, que son el diez por ciento porque eres de la familia y admiro tu orgullo, aunque llegara con retraso. Así que el resto es tuyo, limpio de polvo y paja.

—¿Cuánto?

—Ochenta y tres mil.

Araminta se quedó sin habla. Era una fortuna. Cierto, nada como la megaestructura corporativa que Laril había afirmado que poseía y controlaba, pero más de lo que esperaba y había pedido en la solicitud de divorcio. Desde que había entrado en el despacho de Cressida, se había permitido soñar que quizá, sólo quizá, pudiese salir de aquello con treinta o cuarenta mil, dinero que Laril pagaría sólo para deshacerse de ella.

—Oh, por el gran Ozzie, estás de broma —susurró.

—En absoluto. Un juez amigo mío nos ha permitido acelerar las cosas, dadas las circunstancias y los apuros realmente trágicos que he afirmado que estás sufriendo. Tus ahorros ya no están bloqueados y haremos una transferencia del dinero de Laril a tu cuenta a las cuatro de esta misma tarde. Felicidades. Vuelves a ser una mujer libre y soltera.

Araminta se quedó horrorizada al ver que estaba llorando y que las manos parecían aletearle enfrente de la cara por propia voluntad.

—¡Guau! —Cressida rodeó los hombros de Araminta con un brazo y la meció con gesto juguetón—. ¿Y tú cómo te tomas las malas noticias?

—¿Se acabó? ¿Se acabó de verdad?

—Sí. De verdad. Así que, qué te parece si tú y yo nos vamos a celebrarlo. Dile a tu jefe por dónde se puede meter el menú, vete a echarle la sopa a algún cliente por la cabeza y después nos largamos a las discotecas más gamberras de la ciudad y arruinamos a la mitad de la población masculina. ¿Qué me dices?

—Oh. —Araminta levantó la cabeza y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano; al oír mencionar a Matthew se dio cuenta de que se suponía que debería estar sirviendo—. Tengo que volver. En el almuerzo siempre hay mucha gente. Confían en mí.

—Eh, tranquilízate, tómate un minuto. Piensa en lo que ha pasado aquí.

Araminta asintió con gesto avergonzado y miró el restaurante. Sus compañeros estaban intentando no mirar en su dirección, Matthew volvía a estar molesto.

—Lo sé. Lo siento. Va a llevarme un tiempo asimilarlo. No puedo creer que se haya terminado todo. Tengo que… Oh, Ozzie, hay tantas cosas que quiero hacer.

—¡Genial! Vamos a sacarte de aquí y empezar la fiesta de verdad. Empezaremos con una comida decente.

—No. —Araminta vio que Tandra la miraba muy nerviosa y le respondió levantando los pulgares con gesto débil—. No puedo salir de aquí sin más, no es justo para los demás. Tendrán que buscar a alguien que me sustituya. Les daré el aviso como es debido y trabajaré el resto de la semana.

—Maldita sea, eres demasiado dulce, en serio. No me extraña que el asqueroso de tu ex se aprovechara de ti con tanta facilidad.

—No volverá a ocurrir.

—Pues claro que no, demonios. —Cressida se levantó y sonrió con orgullo—. De ahora en adelante voy a tener derecho a veto en todas tus citas. Al menos ven a tomar una copa esta noche.

—Mmm. De verdad que necesito irme a casa después de esto y pensar las cosas.

—El viernes por la noche, entonces. ¡Vamos! Todo el mundo sale el viernes por la noche.

Araminta no podía dejar de sonreír.

—Está bien. El viernes por la noche.

—Gracias a Ozzie. Y cómprate antes ropa de chica mala, pero de verdad. Vamos a hacerlo bien.

—De acuerdo. Sí, vale, lo haré. —De hecho, ya podía sentir que le cambiaba el humor, como si un líquido cálido le invadiera las arterias—. Esto, ¿y dónde compro ropa así?

—Oh, yo te enseñaré, querida. Tú no te preocupes.

Araminta hizo el turno del almuerzo y luego le dijo a Matthew que dejaba el trabajo pero que estaba dispuesta a quedarse todo el tiempo que la necesitara. Su jefe la sorprendió dándole un beso y felicitándola por haberse librado al fin de Laril. Tandra se puso a llorar y a abrazarla mientras los demás se reunían a su alrededor para oír la gran noticia y vitorear.

A las tres de la tarde, Araminta se había puesto un abrigo ligero y había salido. El aire fresco de finales de primavera la despejó y le permitió pensar otra vez con claridad. Con todo, recorrió la ruta que recorría con tanta frecuencia por la tarde. Tirar por la calle Depósitos, girar a la izquierda en el cruce principal y bajar la cuesta por la avenida Daryad. Los edificios de ambos lados eran de cinco o seis pisos, una mezcla típica de propiedades comerciales. Las cápsulas de regravedad se deslizaban en silencio sobre ella y la vía del metro que recorría el centro de la avenida zumbaba con los vagones públicos. Las calzadas tenían pocos vehículos, pero Araminta esperó en los cruces a que los sólidos de tráfico cambiaran de forma y color. Apenas prestó atención a los demás peatones.

El Glayfield era un bar y restaurante que había al final de la cuesta y ocupaba dos pisos de un antiguo edificio de madera y cemento, parte del primer campamento original del planeta. Araminta atravesó el oscuro y desierto bar hasta las escaleras de la parte de atrás y subió al restaurante. El local también estaba prácticamente vacío. La parte frontal presumía de un balcón cubierto donde, en su opinión, las mesas estaban demasiado juntas; a las camareras les resultaba difícil meterse entre ellas cuando estaban todas ocupadas. Araminta se sentó en una junto a la barandilla, desde donde tenía una excelente vista de la avenida Daryad. Allí era donde iba la mayor parte de las tardes para relajarse después de su turno en Niks, se sentaba allí con un chocolate caliente de naranja y observaba a la gente y los barcos. A su derecha, la avenida dibujaba una curva que subía hacia el grueso de la ciudad y producía un muro de altos edificios que reflejaban las muchas fases de construcción y estilos que habían llegado y pasado en los ciento setenta años de historia de Colwyn. A su izquierda, el río Piedras atravesaba la tierra dibujando una suave curva hacia el norte antes de continuar fluyendo hacia el océano de la Gran Nube, a treinta kilómetros de distancia. El río tenía casi un metro de anchura en la ciudad, era la parte superior de un profundo estuario que permitía a la ciudad disfrutar de un excelente puerto natural. A ambos lados se habían construido varios puertos deportivos donde echaban el ancla miles de yates privados, desde pequeños veleros hasta cruceros de placer asistidos por regravedad. Dos puentes gigantes salvaban el abismo de agua; uno era un único arco sin sujeción de carbono de nanotubos y el otro un puente suspendido más tradicional, con pilares de un blanco puro de unos extravagantes trescientos metros de altura. Las cápsulas se deslizaban junto a ellos pero el tráfico terrestre era casi inexistente en aquellos tiempos, los utilizaban sobre todo peatones. Los puentes llevaban a los distritos exclusivos de la orilla sur, donde los residentes más acomodados de la ciudad se paseaban entre largos bulevares verdes y extensos parques.

En la orilla norte, a menos de un kilómetro del Glayfield, se habían construido muelles en la ribera y en las marismas: tres kilómetros cuadrados de maquinaria para carga, almacenes, diques y plataformas de aterrizaje y para caravanas. Era el gran eje que había fomentado el desarrollo del continente Izyum, el segundo aeropuerto estelar del planeta. En Viotia no había industria pesada, los grandes sistemas de ingeniería y la tecnología avanzada tenían que importarse. Con Ellezelin a sólo setenta y cinco años luz de distancia, Viotia estaba en los límites de la Zona de Libre Mercado, un mercado que la población local protestaba porque era libre sólo para las compañías de Ellezelin, desde luego, pero que perjudicaba a todos los demás atrapados en su red comercial. Todavía no había ningún agujero de gusano que uniera Viotia con Ellezelin pero se hablaba que en otros cien años, cuando el mercado interno de Viotia hubiera crecido lo suficiente, se abriría uno que permitiría que toda la variedad de productos baratos de Ellezelin entrara a espuertas, lo que los convertiría en una colonia económica. Entretanto, las naves estelares de los mundos externos iban y venían. Araminta las observó mientras se tomaba su chocolate de naranja: una fila de enormes cargueros, pesados y desgarbados, con los cascos metálicos tan apagados como el plomo, bajaban del cielo en una línea vertical. Tras ellos, las naves que partían se alzaban y alejaban del planeta, rozaban las legendarias nubes rosas de Viotia y aceleraban deprisa una vez que llegaban a la estratosfera. Araminta les lanzó una suave sonrisa mientras pensaba en la cruzada contra la ingravidez. Si tenía razón, ¿qué le estaría haciendo a la geología subterránea de la ciudad el efecto de los campos de las naves estelares? Quizá un simple agujero de gusano fuera la respuesta; la idea le gustaba bastante, un regreso a esa era de la Primera Federación, de refinados y elegantes viajes en tren entre sistemas estelares. Era una pena que los mundos externos rechazaran esos enlaces sin más, pero valoraban su libertad política demasiado como para arriesgarse a regresar a una cultura única, sobre todo con la amenaza de la cultura superior, que podría arrollar la independencia que tanto les había costado conquistar.

Araminta se quedó en la mesa hasta mucho después de la hora en la que solía recoger sus bártulos para irse a casa. El sol empezó a ponerse, las nubes se volvían de un color rosa dorado auténtico a medida que la brumosa mesosfera del planeta difuminaba los rayos moribundos de la estrella de clase K. Las barcazas transoceánicas brillaban con fuerza en el Piedras y los motores de regravedad mantenían los cascos planos justo por encima del agua, que se mecía con suavidad, cuando salían del puerto y se dirigían al mar abierto y las islas que había más allá. A Araminta siempre le tranquilizaba la vista de la ciudad, un enorme edificio de actividad humana que zumbaba con eficiencia, la consolaba pensar que contaba con una civilización que funcionaba de verdad, que nada podría quitarle los principios básicos que la sostenían. Y por fin podía empezar a tomar parte activa, al fin podría abrirse su propio camino en la vida. Los archivos de las agencias inmobiliarias flotaron con suavidad por su pantalla de exoimágenes y le permitieron planear lo que podría hacer con más detalle de lo que jamás se había molestado en pensar. Sin dinero, tales análisis habían sido como soñar despierta, carecían de sentido, pero esa noche adoptaron una solidez más agradable. Parte de ella tenía miedo de la idea entera. Si cometía un error, tendría que volver a servir mesas durante las décadas siguientes. Sólo tenía una oportunidad. Ochenta y tres mil era una bonita suma pero iba a tener que ponerla a trabajar. A pesar de la inquietud, Araminta estaba deseando aceptar el reto. Marcaba el verdadero comienzo de su vida.

El sol se puso entre un cálido fulgor escarlata que parecía hacer juego con el humor de Araminta. Para entonces, los primeros clientes de la noche comenzaban a llenar el restaurante. Dejó una gran propina y bajó al bar. Su rutina habitual la veía regresando a pie a Niks, quizá hacía alguna compra por el camino y después cogía la cápsula triciclo para volver a casa. Pero aquel día no tenía nada de habitual. La música resonaba en todo el bar. Había gente apoyada en la barra que pedía copas y aerosoles. Araminta se miró la ropa. Vestía una falda práctica de color azul marino que le llegaba por debajo de las rodillas y una camiseta blanca de manga corta hecha de una tela que era de limpieza fácil, para no tener que preocuparse de las manchas que siempre caían. A su alrededor, todo el mundo había hecho un esfuerzo para ponerse elegante para la velada, y ella se sintió un poco mal vestida en comparación.

Claro que, ¿quiénes son ellos para juzgarme a mí?

Un pensamiento liberador de ésos que no había tenido desde que había dejado Langham, allá cuando el futuro estaba lleno de oportunidades, al menos en su imaginación.

Araminta se abrió camino hasta la barra y estudió las botellas y las cervezas de barril.

—Niebla Verde, por favor —le dijo al camarero. El nombre provocó una sonrisa ligeramente divertida en el camarero, pero, de todos modos, se la mezcló a la perfección. Araminta la bebió sin prisas e intentó no dejar que la bruma ardiente se le metiera por la nariz. Un estornudo acabaría con la poca credibilidad que le quedara.

—Hace ya tiempo que no veo a nadie beber eso —dijo una voz de hombre.

Araminta se volvió y lo miró. Era guapo de esa forma precisa que lo era todo el mundo en aquellos tiempos, con rasgos alineados a la perfección; supuso que eso significaba que se había sometido a, por lo menos, un par de tratamientos de rejuvenecimiento. Como el resto de la clientela del bar, iba muy bien vestido, con una sencilla americana toga de color gris y púrpura que lo envolvía en un ligero brillo trémulo.

Y no es Laril.

—Hace tiempo que no me sueltan —respondió. Después esbozó una sonrisita de satisfacción ante su propia respuesta y el hecho de haber sido lo bastante atrevida como para darla.

—¿Puedo invitarte a otra? Soy Jaful, por cierto.

—Araminta. Y no, nada de Niebla Verde; eso fue por pura nostalgia. ¿Qué se toma ahora?

—Dicen que el vodka Adlier 88 funciona muy bien en todos los sitios menos recomendables.

Araminta se terminó su Niebla Verde de un solo trago, intentó que no se le notara demasiado la mueca y empujó el vaso vacío por la barra.

—Pues será mejor empezar por ahí.

—¿Estás despierta?

Araminta se removió cuando oyó la pregunta. No se podía decir que estuviera despierta, más bien sumida en un ensueño agradable, satisfecha con la sensación de bienestar que proporciona una noche entera haciendo el amor. Su mente estaba llena de una extraña visión, como si la estuviera persiguiendo un ángel por el cielo oscuro. Su ligero movimiento fue suficiente para Jaful, que le deslizó las manos por el vientre hasta cubrirle los pechos.

—Oh —murmuró Araminta, todavía adormilada, el ángel iba empequeñeciéndose. Jaful la colocó boca abajo, cosa que la confundió un poco. Y después su miembro se deslizó de nuevo en su interior, duro e insistente. No era una postura muy cómoda, cada embate le hundía la cara en el colchón blando. Araminta se revolvió un poco para ponerse en una postura más aceptable, pero el hombre lo interpretó como aceptación absoluta. Unos jadeos acalorados se convirtieron en gritos de alegría. Araminta cooperó lo mejor que pudo, pero el placer fue mínimo en el mejor de los casos. Me falta práctica, pensó e intentó no reírse. El tipo no lo entendería. Pero al menos estaba haciendo todo lo posible para recuperar el tiempo perdido. Habían copulado tres o cuatro veces al regresar a la casa de él.

Jaful llegó al clímax con un chillido de felicidad. Araminta siguió su ejemplo. Pues sí, también me acuerdo de cómo se hace. Dieciocho meses con Laril habían convertido los orgasmos fingidos en algo automático.

Jaful se echó de espaldas y dejó escapar un largo suspiro. Después le sonrió.

—Fantástico. Hace mucho tiempo que no paso una noche como ésta, si es que alguna vez la he tenido.

Araminta bajó la voz un par de octavas.

—Eres bueno.

Tenía gracia, era como si estuvieran leyendo un guión.

Habían ligado en un bar. Se habían ido a casa de él para disfrutar de una aventura de una noche. Se felicitaban mutuamente. Era un ritual y los dos hacían su papel a la perfección.

Pero ha sido divertido.

—Voy a darme una ducha —le dijo él—. Dile a la unidad culinaria lo que quieres. Tiene unas cuantas rutinas de síntesis bastante buenas.

—Lo haré. —Lo observó atravesar la habitación sin prisas y meterse en el baño adjunto. Sólo entonces observó con curiosidad su entorno. Era un picadero sofisticado para un soltero, eso al menos era evidente por el mobiliario sencillo pero caro y el arte contemporáneo. La pared que había enfrente de la cama era un único ventanal cubierto con unas cortinas blancas como la nieve.

Araminta empezó a buscar su ropa cuando se oyó la ducha de esporas. Ropa interior (práctica más que sexy, admitió con un suspiro) cerca de la cama. La falda a medio camino entre la cama y la puerta. La camiseta blanca en el salón. Se la puso y después volvió a mirar el dormitorio. La ducha todavía estaba en marcha. ¿El chico siempre tardaba tanto o se estaba ateniendo al guión y le daba a ella la oportunidad de cortesía de escabullirse sin decir nada? Se encogió de hombros y dejó el piso.

La verdad era que Jaful no tenía nada de malo, y la mayor parte del tiempo ella se lo había pasado bien en su cama. Era sólo que no se le ocurría qué podrían decirse mientras desayunaban. Habría sido incómodo. De ese modo, Araminta podía conservar un recuerdo agradable.

—Más práctica —se dijo, y sonrió con malicia.

¿Y por qué no? Esto es la vida real otra vez.

El edificio tenía un gran vestíbulo. Cuando Araminta salió a la calle, tuvo que parpadear para protegerse de la brillante luz rosa; sólo le quedaban doce minutos para entrar en el turno de mañana de Niks. Su sombra-u le dijo que estaba en el distrito Spalding, que estaba casi al otro extremo de la ciudad, así que llamó a un taxi. La cápsula amarilla y negra tardó unos treinta segundos en descansar a un par de centímetros del asfalto, a tres metros de ella. Observó, divertida, la puerta que se abría. No había llamado a un taxi en persona en toda su vida, siempre era Laril el que los pedía. Y después de la separación, claro está, había dejado de poder permitírselos. Otro golpe para la libertad.

En cuanto llegó a Niks, entró corriendo en los aseos del personal.

Tandra le lanzó una mirada recelosa cuando salió atándose el delantal.

—Sabes, eso se parece mucho a la ropa que llevabas cuando te fuiste ayer. —Su compañera hizo alarde de olisquearla—. Ajá, limpieza de viaje otra vez. ¿Anoche tuviste algún problema con la fontanería?

—Sabes, te voy a echar mucho de menos cuando me vaya —respondió Araminta mientras hacía esfuerzos por no echarse a reír.

—¿Cómo se llama? ¿Cuánto tiempo lleváis saliendo?

—No es nadie. No estoy saliendo con nadie, ya lo sabes.

—¡Oh, venga ya!

—Necesito un café.

—No has dormido mucho, ¿eh?

—Estuve repasando archivos de propiedades, eso es todo.

Tandra le lanzó una risita maliciosa.

—Cielito, es la primera vez que lo oigo llamar así.

Después de terminar el turno del desayuno, Araminta hizo su revisión habitual. Pero esa vez fue diferente. Esa vez su sombra-u se puso en contacto con las agencias, que le ofrecieron visitas virtuales de las cinco propiedades más prometedoras usando un robot de transmisión sensorial absoluta. Sobre esa base, Araminta concertó una cita para visitar una esa tarde.

En cuanto entró por la puerta, supo que era lo que estaba buscando. El piso estaba en la segunda planta de una casa de tres pisos remodelada del distrito Philburgh. A algo más de dos kilómetros al norte del puerto y a tres manzanas del río, con dos dormitorios, era perfecto para alguien que trabajase en el centro de la ciudad y tuviese un salario modesto. Incluso había un balcón desde el que se podía ver el río Piedras si te inclinabas sobre la barandilla.

Araminta repasó el escáner de inspección oficial con los programas modernos de análisis recomendados por media docena de promotoras inmobiliarias profesionales. Había que reformarlo, el actual vendedor había vivido allí treinta años y no lo había modificado mucho. Había que sustituir la fontanería, necesitaría nuevas unidades domésticas. Pero la estructura era perfectamente sólida.

—Me lo quedo —le dijo al agente.

Tras una hora de negociaciones con el vendedor pudo comprarlo por cincuenta y ocho mil, más de lo que le hubiera gustado, pero le dejaba un presupuesto suficiente para hacer una renovación decente. No le quedaría mucho para vivir pero si completaba el trabajo en unos tres o cuatro meses, no necesitaría un préstamo bancario. No sería fácil, mientras miraba el salón se dio cuenta de la cantidad de trabajo que implicaba aquello. Fue entonces cuando experimentó un pequeño momento de duda. Vamos, se dijo. Puedes hacerlo. Era lo que esperabas, es lo que te has ganado.

Respiró hondo y dejó el piso. Tenía que volver a su casa a darse una ducha. Con la limpieza de viaje podías arreglártelas durante un tiempo limitado pero no más. Después quizá se cambiase y volviese a salir. Había muchos bares en Colwyn de los que había oído hablar pero nunca había visitado.

El doble Troblum despertó en dos de los dormitorios del ático. Su yo real yacía en una cama hecha de una espuma especial que sostenía su gran cuerpo con comodidad y le proporcionaba una noche de sueño decente. En otro tiempo había sido la habitación de Catriona, decorada en exceso con telas y adornos de color rosa y muchas superficies algodonosas; la habitación de una chica muy femenina a la que ya estaba acostumbrado. Sus percepciones paralelas provenían de un enlace directo que lo unía con el sólido de Howard Liang, un agente del aviador estelar que había formado parte de la misión de desinformación. Howard estaba en el dormitorio principal del ático y compartía una enorme cama circular con las tres chicas. Era otro aspecto de los sólidos que Troblum se había pasado años refinando: siempre que le apetecía un poco de sexo, los cuatro personajes se lanzaban con impaciencia a una mini orgía. Las permutaciones en las que sus flexibles y jóvenes cuerpos podían combinarse eran casi interminables y podían seguir haciéndolo todo el tiempo que Troblum quisiese. El físico se sumergía en las sensaciones durante horas y su cuerpo absorbía el placer que experimentaban los senderos neuronales formateados con todo cuidado de Howard, marioneta y titiritero a la vez. Los cuatro juntos no eran, estrictamente hablando, una realidad histórica, al menos Troblum nunca había encontrado ninguna prueba de ello, pero tampoco era imposible, lo que en cierto modo legitimaba la extrapolación.

La imagen y la sensación de los preciosos cuerpos desnudos que lo envolvían se desvaneció cuando su cuerpo real se reafirmó y anuló el vínculo directo con Howard. Después de que la ducha lo hubiera bañado con esporas dérmicas refrescantes, entró en el inmenso salón, donde la luz broncínea le envolvió la piel en un brillo cálido que todavía le cosquilleaba. Su sombra-u le informó de que seguía sin haber ningún mensaje del almirante Kazimir, lo que prefirió interpretar como una buena señal. El retraso significaba que al menos lo estaban tomando en consideración. Conociendo como conocía la burocracia de la Marina, sospechaba que el comité de revisión no se había reunido de modo formal todavía. Su teoría luchaba contra un montón de creencias convencionales. Durante un momento se planteó llamar al almirante para meterle prisa, pero sus rutinas personales de protocolo se lo desaconsejaron.

Se envolvió en uno de sus mantos y después cogió el ascensor hasta el vestíbulo. Sólo había un corto paseo hasta el río Caspe, donde estaba situado su café favorito a orillas de las tranquilas aguas. El edificio estaba hecho de madera blanca y esculpido para parecerse a un folgail, un ave incluso más serena que un cisne terrestre. Su mesa habitual, bajo un arco con forma de ala, estaba libre, así que se sentó. Hizo su pedido a la red del café y esperó mientras un robot de servicio le traía un zumo de manzana y arándanos recién hecho. El chef, Rowury, se pasaba varios días a la semana en el café, cocinando para su entusiasta clientela de sibaritas. Para ser una cultura que se enorgullecía de su ética igualitaria, los superiores podían ser auténticos esnobs en lo que a ciertas tradiciones y artes se refería, y la comida «como es debido» estaba en los primeros puestos de la lista. Había varios restaurantes y cafés en Daroca que se habían montado como escaparates para sus gastronómicos clientes.

Troblum había terminado un plato de cereales y comenzado con el té cuando se sentó alguien delante de él. Troblum levantó la cabeza, molesto. El café estaba lleno pero eso no era excusa para ser grosero. El reproche nunca llegó a escaparse de sus labios.

—Espero que no te importe —dijo Marius al acomodarse en la silla, su traje toga negro arrastraba finos jirones de oscuridad tras él como si fueran una secuencia en el tiempo—. Me han dado buenos informes de este sitio.

—Sírvete tú mismo —dijo Troblum con tono gruñón. Sabía que no debía mostrarse muy resentido ante la aparición de Marius; después de todo, el representante de la facción había canalizado una cantidad de fondos AME para financiar los proyectos privados de Troblum de la que, por lo general, sólo podían disponer las empresas públicas más grandes. Lo que le molestaba era lo que le exigía a cambio. No los desafíos en sí (que eran intrigantes) sino el hecho de que siempre le llevaban mucho tiempo—. Ah, que ya lo has hecho.

El robot de servicio le llevó una segunda taza de porcelana a Marius.

—¿Cómo te va, Troblum?

—Bien. Ya lo sabes. —Sus funciones de campo detectaron un sutil escudo que se desplegaba alrededor de la mesa y que se originaba en Marius; no era muy obvio pero sí lo suficiente para evitar que alguien oyera o examinara lo que estaban diciendo. Nunca le había gustado el representante y no era habitual que se reunieran en persona. Una reunión no concertada era algo inaudito y a Troblum empezó a preocuparle la razón. Algo que consideran muy importante.

Marius tomó un sorbo de té.

—Excelente. ¿Assam?

—Algo así.

—Los que quedan en la Tierra están muy orgullosos de sus antiguos legados, pero dudo mucho que salgan a recoger las hojas ellos mismos. ¿A ti qué te parece?

—Me importa un cojón.

—Hay muchas cosas que se te escapan, ¿verdad, amigo mío?

—¿Qué quieres?

Marius clavó los ojos verdes en Troblum y una leve insinuación de desagrado se manifestó en su expresión.

—Por supuesto, la franqueza al poder. Muy bien. El informe que le diste a la Marina con respecto al Par Dyson.

—¿Qué pasa con él?

—Es una teoría interesante.

—No es ninguna teoría —dijo Troblum, irritado—. Ésa tiene que ser la explicación del origen de la Fortaleza Oscura.

—¿La qué?

—La Fortaleza Oscura. Era como se llamaba en un principio el generador de Dyson Alfa. Creo que fue Jean Douvoir el que le dio ese nombre. Estaba en la misión de exploración original del Segunda Oportunidad, ya sabes. Era un término irónico, pero después de la guerra cayó en desuso, sobre todo con la campaña de aislamiento. La gente no…

—Troblum.

—¿Sí?

—Me importa un cojón.

—Tengo los diarios íntegros del Segunda Oportunidad almacenados en mi kubo de seguridad personal, si quieres comprobarlo.

—No. Pero me creo tu teoría.

—Oh, por el amor de Ozz…

—Escucha —le soltó Marius de repente—. En serio, te creo. La argumentación fue excelente. Al almirante Kazimir le gustó lo suficiente la presentación como para ordenar una revisión completa, y no es nada fácil ganarse a ese hombre. Te están tomando en serio.

—Bueno, entonces eso es bueno, ¿no?

—Dentro del marco general de las cosas, estoy seguro de que sí. Sin embargo, quizá quieras plantearte de dónde provienen tus exhaustivos conocimientos sobre la Fortaleza Oscura.

—Oh. —Troblum había empezado a preocuparse de verdad—. Pero no mencioné que hubiera estado allí.

—Lo sé. Pero el caso es que no queremos, de ninguna de las maneras, que ANA:Gobernación sea consciente del detallado examen al que tu equipo y tú sometisteis a la Fortaleza Oscura. Ahora mismo no. ¿Comprendes?

—Sí. —Troblum agachó la cabeza y todo, lo que era ridículo, pero tenía auténticos remordimientos; quizá debería haberse dado cuenta de que con su presentación podría llamar demasiado la atención—. ¿Crees que la Marina revisará mi historial?

—No. Ahora mismo no tienen motivos para hacerlo. Sólo eres un físico que solicita fondos AME. No eres ni el primero ni el último. Y así queremos que siga.

—Sí. Lo entiendo.

—Bien. Así que si el comité de revisión le aconseja al almirante que no se tomen más medidas, preferiríamos que no montaras ningún número.

—Pero ¿y si optan por una investigación como es debido?

—Tenemos motivos para confiar en que no será así.

Troblum se echó hacia atrás e intentó desentrañar la política que había detrás de todo aquello. Siempre le resultaba difícil apreciar las motivaciones y psicología de otras personas.

—Pero si tenéis tanta influencia sobre la Marina, ¿para qué preocuparse?

—No podemos influir en la Marina de forma directa, no con Kazimir como salvaguarda. Pero el comité asesor de revisión de tu caso es externo en su mayor parte. Algunos de sus miembros simpatizan con nosotros, como tú.

—Claro. —Troblum pudo sentir la desesperación que comenzaba a nublar su mente—. ¿Podré proponerlo de nuevo después de la Peregrinación?

—Ya veremos. Es probable que sí.

No se podía decir que fueran buenas noticias pero era mejor que una negativa tajante.

—¿Y mi proyecto del motor?

—Eso puede continuar siempre que no hagas publicidad de lo que estás haciendo. —Marius le dedicó una sonrisa tranquilizadora, pero no era una mueca muy propia de aquella cara—. Agradecemos mucho tu ayuda, Troblum, y queremos mantener esta relación de mutuo beneficio. Es sólo que los acontecimientos están entrando en una fase crítica ahora mismo.

—Lo sé.

—Gracias. Te dejaré solo para que disfrutes de tu comida.

Con un sentido de la oportunidad sospechoso, el robot de servicio llegó cuando Marius se fue. Troblum se quedó mirando el plato que depositó delante de él: una torre de gruesas tortitas untadas con mantequilla y recubiertas de capas de beicon, queso de yok, huevos de garfoul revueltos y morcilla, coronado todo ello por fresas. El jarabe de arce y la compota de afton chorreaban por los lados como una erupción volcánica. Los bordes del plato estaban adornados de forma artística con unas tiras diminutas de patata prensada, salfuds de parra al horno y tomates dorados asados.

Por primera vez en años, Troblum no tenía ni una pizca de hambre.