Segundo Sueño de Íñigo
Edeard llevaba meses esperando ese viaje. Cada año, al final del verano, los ancianos de la aldea organizaban una caravana que se acercaba a Witham, el pueblo de tamaño medio más cercano de la provincia de Rulan, para comerciar. Por tradición, todos los aprendices veteranos iban con ellos. Era parte de su adiestramiento en el arte de la tierra, del que tenían que tener un conocimiento básico antes de poder convertirse en profesionales. Les enseñaban a cazar pequeños animales, a despejar zanjas de cultivo, qué fruta debían coger, cómo manejar un arado y qué moras y raíces eran venenosas, junto con las técnicas básicas para acampar en el monte.
Ni siquiera el hecho de que Obron fuera otro compañero de viaje más durante esas tres semanas había mermado el entusiasmo de Edeard. Al fin iba a salir de Ashwell. Sí, claro, había estado en todas las granjas de la zona pero nunca se había alejado más de medio día de camino. La caravana significaba que vería mucho más de Querencia: las montañas, otras personas aparte de los aldeanos entre los que había vivido durante quince años, bosques. Era una oportunidad para ver cómo hacían las cosas otros, explorar nuevas ideas. Había muchas cosas esperándolo ahí fuera. Estaba convencido de que iba a ser fantástico.
La realidad casi estuvo a la altura de sus expectativas. Sí, Obron fue un pelmazo, pero no demasiado. Desde el éxito de Edeard con los ge-gatos, el acoso constante no había terminado pero había cedido. No hablaron como amigos, pero durante el viaje a Witham Obron se mostró casi cortés. Edeard sospechaba que era en parte por Melzar, que era el jefe de la caravana y había dejado muy claro antes de salir que no iba a tolerar ningún tipo de problemas.
—Podría parecer que esto son unas vacaciones —les dijo Melzar a los aprendices reunidos en el salón municipal la noche antes de partir—. Pero recordad que forma parte de vuestra educación formal. Cuento con que trabajéis duro y aprendáis. Si cualquiera de vosotros me causa algún problema, el que sea, se os enviará de vuelta a Ashwell de inmediato. Si cualquiera de vosotros vaguea o no alcanza lo que yo considero que es un nivel satisfactorio en las artes de la tierra, informaré a vuestro maestro y se os retrasará un año de estudios. ¿Comprendido?
—Sí, señor —murmuraron los aprendices de mala gana. Hubo muchas sonrisitas de satisfacción que los estudiantes ocultaron a Melzar al ir saliendo.
Les había llevado cinco días llegar a Witham. Había diecisiete aprendices y ocho adultos en la caravana. Tres grandes carros transportaban mercancía y comida; también conducían más de treinta animales de granja. Todo el mundo montaba ge-caballos; para algunos aprendices era la primera vez que se subían a esos animales. Melzar no tardó en asignarle a Edeard la tarea de ayudar a enseñarlos. Eso le permitió entablar conversación con muchachos que no le habían hecho caso antes; después de todo, él era el aprendiz veterano más joven de Ashwell. Pero en el camino comenzaron a aceptarlo como un igual en lugar de como el bicho raro sobre el que Obron siempre se quejaba. Melzar también le confió el trabajo de controlar a los ge-lobos que utilizaban para vigilar la caravana.
—Eres mejor que todos nosotros juntos a la hora de guiar a esos brutos, muchacho —le dijo cuando acamparon la primera noche—. Asegúrate de que hacen bien su trabajo. Mantén a tres de ellos con nosotros y quiero que los otros cuatro vayan a patrullar los alrededores.
—Sí, señor, puedo hacerlo. —Ni siquiera estaba presumiendo, eran órdenes muy sencillas.
Esa noche, entre los aprendices se habló de bandidos y tribus salvajes, y todos y cada uno hicieron lo posible por contar historias horrendas. Alcie y Genril los ganaron a todos con relatos sobre la tribu caníbal que se suponía que vivía en las montañas Taiman. Edeard no mencionó que a sus padres los habían matado mientras viajaban en una caravana, pero, de todos modos, ya lo sabía todo el mundo. Le lanzaron unas cuantas miradas para ver cómo reaccionaba. Su despreocupación le granjeó la aprobación silenciosa de los demás.
Entonces se acercó Melzar y les dijo que no contaran cosas tan espantosas; los bandidos no eran ni la mitad de peligrosos de lo que decía la leyenda.
—Básicamente son familias nómadas, nada más. No están organizados en bandas. ¿Cómo podrían estarlo? Si fueran una auténtica amenaza, llamaríamos a la milicia de la ciudad para ir tras ellos. Son sólo unos cuantos delincuentes los que ensucian la reputación de los demás. No muy diferente de nosotros.
Edeard no estaba tan seguro. Sospechaba que Melzar sólo estaba intentando tranquilizarlos. Pero la conversación pasó a otros temas y bajaron la voz cuando empezaron a cotillear sobre los maestros de sus gremios. A juzgar por cómo hablaban, Edeard estaba convencido de que eran muy afortunados por tener a Akeem. Obron incluso afirmó que Geepalt pegaba a los aprendices de carpintería si hacían algo mal.
Witham quizá fuera cinco veces más grande que Ashwell, pero tenía el mismo aire de estancamiento. Estaba situado en medio de tierras de labranza onduladas y muy cultivadas con un río que cruzaba por el medio; lo inusual era que tenía dos iglesias dedicadas a la Señora. Edeard contuvo su desilusión cuando atravesaron las grandes puertas del pueblo. Los edificios eran de piedra o tenían gruesos marcos de madera que sostenían paneles de yeso. La mayor parte de las ventanas eran de cristal en lugar de las contraventanas utilizadas en Ashwell y las calles estaban todas empedradas. Más tarde averiguó que el agua llegaba a las casas a través de tuberías de arcilla enterradas y que las alcantarillas funcionaban.
Pasaron dos días en la plaza central del mercado, negociando con mercaderes y vecinos y después abasteciéndose de productos como el cristal, que no se hacían en Ashwell. A los aprendices se les había permitido llevar ejemplos de su trabajo para venderlos o intercambiarlos. Edeard se sorprendió cuando Obron sacó una caja bellamente tallada de madera de martoz que luego había pulido hasta darle un lustre de ébano. ¿Quién habría pensado que un asno como aquél podría crear algo tan encantador? Sin embargo, un mercader le dio cuatro libras por ella.
En cuanto a él, Edeard se había llevado seis ge-arañas. Siempre era el más complicado de esculpir de los géneros modelo y eran muy cotizadas por la droseda que hilaban. Y aquéllas acababan de salir del huevo, vivirían otros ocho o nueve meses, y durante ese tiempo hilarían la seda suficiente para hacer varias prendas o chaquetas blindadas. Tres damas del Gremio de los Tejedores pujaron unas contra otras para quedarse con ellas. Por primera vez en su vida, la visión lejana de Edeard no pudo discernir lo impaciente que estaban cuando regatearon con él; las señoras cubrieron sus emociones con una calma acerada, la superficie de sus mentes era tan lisa como un huevo de genistar. Edeard esperaba haber estado haciendo lo mismo cuando accedió a vender las arañas por cinco libras cada una. Seguro que las tejedoras podían percibir su júbilo. Era más dinero del que había visto en toda su vida, por no hablar ya de tenerlo en sus manos. Pero por alguna razón, no consiguió conservarlo durante demasiado tiempo. El mercado era enorme, con muchos artículos fabulosos, además de ropa de una calidad que pocas veces se encontraba en Ashwell. Se sintió casi desleal al comprar allí, pero lo cierto era que necesitaba un largo abrigo encerado decente para el inminente invierno y encontró uno con el forro acolchado. Más allá había un puesto que vendía botas hasta la rodilla con suelas de resina de seda que seguro que le duraban años, una buena inversión. También vendían sombreros de cuero de ala ancha. «Para protegerse del sol en verano y de la lluvia en invierno», le explicó la aprendiz del artesano curtidor. Era una chica encantadora y parecía ilusionada de verdad por conseguir que Edeard tuviera el sombrero adecuado. El joven alargó el regateo todo el tiempo que se atrevió.
Sus compañeros aprendices se rieron cuando regresó vestido con sus nuevas galas, pero ellos también se habían gastado todo su dinero y pocos habían sido tan prácticos como él.
Esa noche, Melzar les permitió visitar las tabernas del pueblo sin la compañía de los adultos tras amenazarlos con terribles castigos si alguien causaba algún problema. Edeard se reunió con Alcie, Genril, Janene y Fahin. Se pasó la noche entera con la esperanza de poder ver a la aprendiz del artesano curtidor pero para cuando llegaron a la tercera taberna, las desconocidas cervezas del pueblo los habían dejado incapaces de hacer otra cosa que no fuera beber más cerveza y cantar. El resto de la noche se quedó para siempre fuera de la memoria de todos.
Cuando Edeard despertó, tirado bajo uno de los carros de Ashwell, supo que se estaba muriendo. Era obvio que lo habían envenenado y después robado. Le faltaba demasiado del dinero que le había quedado, apenas podía tenerse en pie, no podía comer y olía peor que los establos. Era también la primera noche que no podía recordar que lo importunaran sus extraños sueños. Después averiguó que era un envenenamiento en masa. Todos los aprendices estaban en el mismo estado y a todos los adultos les parecía hilarante.
—Otra lección aprendida —bramó Melzar—. Bien hecho. A este ritmo deberíais graduaros todos en un tiempo récord.
—Menudo cerdo —gruñó Fahin cuando Melzar se alejó. Era un chico alto y tan delgado que parecía esquelético. Como aprendiz de la médica, se las había arreglado para conseguir uno de los pocos pares de gafas de Ashwell para remediar su escasa visión. No terminaban de quedarle bien y magnificaban sus ojos hasta un grado inquietante para cualquiera que se colocara delante de él. En algún momento de la noche había perdido la cazadora y en ese momento estaba tiritando, y no sólo por el aire frío de la mañana. Edeard nunca lo había visto tan pálido.
Fahin estaba rebuscando en el costal de cuero de físico que siempre llevaba consigo; estaba lleno de paquetes de hierbas secas, pequeños viales y vendas de lino enrolladas. El costal lo había convertido en el blanco de muchos chistes en las tabernas la noche anterior pero él se había negado a abandonarlo.
—¿Crees que nos dejarán ir en los carros? —preguntó Janene con tono lúgubre mientras miraba a los adultos, que habían formado un corro y se reían alegremente—. No creo que pueda soportar montar un ge-caballo esta mañana.
—Imposible —dijo Edeard.
—¿Cuánto dinero os queda? —preguntó Fahin—. A todos.
Los aprendices empezaron a rebuscar de mala gana en sus bolsillos. Fahin consiguió reunir dos libras en monedas y salió corriendo hacia el puesto del herbolario. Cuando regresó, empezó a preparar una infusión, vació varios paquetes de hojas secas y añadió el contenido de un vial que llevaba en el costal.
—¿Qué es eso? —preguntó Alcie mientras olisqueaba la tetera y daba un paso atrás con los ojos llenos de lágrimas. Edeard también lo olió, era algo parecido a alquitrán dulce.
—Growane, semilla de flon, ojos de duldul, nanamenta. —Fahin exprimió unas limas en el agua hirviendo y empezó a revolver.
—¡Eso es asqueroso! —exclamó Obron.
—Nos curará; lo prometo por la Señora.
—Por favor, dinos que hay que frotárselo por encima —dijo Edeard.
Fahin secó la condensación de sus gafas y se sirvió una taza.
—Hay que tomarlo de un trago, es lo mejor. —El aprendiz de medicina tragó el bebedizo. Se le hincharon las mejillas e hizo una mueca. Edeard creyó que lo iba a escupir al instante.
Los otros aprendices le lanzaron a la tetera una mirada suspicaz. Fahin volvió a llenar la taza. Edeard podía percibir la duda en la mente de todos; lo sentía por Fahin, que estaba intentando hacer lo posible por ayudar y ser aceptado. Edeard extendió la mano y cogió la taza.
—¿De un trago?
—Sí —asintió Fahin.
—No irás a… —chilló Janene.
Edeard engulló el brebaje. Un segundo después percibió el sabor, más o menos como se imaginaba que sería comer estiércol.
—¡Oh, Señora! Es… Aghh. —Se le contrajeron los músculos del estómago y se dobló por la cintura, tenía la sensación de que iba a vomitar. Un extraño entumecimiento lo invadió por completo. Se sentó como si necesitara recuperar el aliento tras un fuerte golpe.
—¿Qué se siente? —preguntó Genril.
Edeard estuvo a punto de poner a Fahin como un trapo.
—De hecho, no siento nada. Pero todavía me duele la cabeza.
—Eso lleva más tiempo —resolló Fahin—. Dale unos quince minutos. La semilla de flon tiene que penetrar en la sangre y circular. Y tienes que beber como medio litro de agua para que ayude.
—¿Y para qué es la lima?
—Ayuda a enmascarar el sabor.
Edeard se echó a reír.
—¿Funciona de verdad? —preguntó un incrédulo Alcie.
Edeard lo miró y se encogió de hombros. Fahin sirvió otra taza.
Se convirtió en un ritual. Cada uno de los aprendices se tomó de un trago la vomitiva cocción. Todos pusieron muecas y se burlaron y vitorearon a los demás. Edeard se fue sin hacer ruido a buscar una botella de agua de la bomba del mercado. Fahin tenía razón, sí que le había despejado la cabeza un poco. Después de alrededor de un cuarto de hora volvía a encontrarse bien, no estaba al cien por cien pero no cabía duda de que el brebaje le había aliviado los peores síntomas. Incluso podía plantearse desayunar algo.
—Gracias —le dijo a Fahin. El alto muchacho esbozó una sonrisa de agradecimiento.
Después, cuando cargaron los carros y prepararon los ge-caballos, se notó que los aprendices estaban mucho más cómodos unos con otros y que las bromas y travesuras no eran tan duras como antes. Edeard se imaginó que así serían las cosas en adelante, habían compartido cosas, habían establecido vínculos. Él envidiaba con frecuencia la despreocupada amistad que había entre los ancianos de la aldea, lo bien que se llevaban unos con otros. Eran salidas como aquélla las que se ocupaban de que esas semillas echaran raíces. En cien años quizá fueran Genril y él los que se reirían de las resacas de los aprendices. Por supuesto, sería en una caravana mucho mayor y para entonces Ashwell sería tan grande como Witham.
Melzar guió la caravana por una ruta un poco diferente al regreso, giró hacia el oeste para atravesar las estribaciones de la cordillera Sardok. Era una zona de valles bajos con amplios terrenos, la mayor parte boscosos, hogar de una amplia variedad de criaturas nativas. Había pocos senderos aparte de los abiertos por los rebaños de chamalanes que pacían en los pastos que había entre los bosques. La visión lejana y los ge-lobos también descubrían trampas de drakken que se habrían tragado un ge-caballo y a su jinete. Los drakken eran animales cavadores del tamaño de gatos, con cinco patas y la habitual distribución de Querencia de dos a cada lado y un miembro grueso y muy flexible en la parte posterior que los ayudaba en su carrera a saltos. Los dos miembros anteriores habían evolucionado hasta convertirse en unas garras muy feroces y afiladas que podían atravesar el suelo a una velocidad asombrosa. Eran animales que vivían en grandes grupos que cavaban sus inmensas madrigueras bajo el suelo y tenían poblaciones de más de cien miembros. Por separado eran inofensivos, pero solían atacar en enjambres que incluso un humano bien armado tendría problemas para reducir. Su habilidad para excavar grandes cuevas justo por debajo de la superficie les proporcionaba un buen medio para atrapar a sus presas, hasta las criaturas nativas más grandes eran susceptibles de caer en esas trampas.
Una cacería semestral había eliminado a los drakken de las tierras que rodeaban Ashwell pero en los montes todavía abundaban. Estar alerta por si aparecían esas bestias agudizó los sentidos de Edeard cuando atravesaron los interminables y ondulados campos. A los tres días de salir de Witham, alcanzaron los límites de las estribaciones y entraron en uno de los inmensos bosques que las cubrían, algunos de ellos llegaban hasta la base de la propia Sardok.
Edeard jamás había estado en un bosque de ese tamaño; según Melzar, era anterior a la llegada de los humanos a Querencia, dos mil años antes. El increíble tamaño de los árboles parecía respaldar esa afirmación: eran altos y estaban muy pegados, con los troncos oscuros y sin vida los primeros quince metros hasta que estallaban en un poblado dosel entrelazado en el que las ramas y las hojas luchaban unas con otras por alcanzar la luz. Poco crecía en el suelo; debajo de ellos, y en verano, cuando las hojas estaban en flor, no se colaba mucha lluvia. Un enorme manto de hojas muertas y crujientes cubría el suelo y ocultaba los huecos, lo que obligaba a los humanos a usar la visión lejana para guiar a los ge-caballos sin peligro para rodear grietas y obstáculos.
Reinaba el silencio en la oscuridad que se abría bajo aquel toldo verde y vivo, el aire quieto amplificaba el más suave susurro, que adquiría proporciones de grito que reverberaba por toda la lenta y pesada caravana. Los aprendices abandonaron poco a poco sus bromas y se quedaron callados y nerviosos.
—Montaremos el campamento en un valle que conozco —anunció Melzar después del mediodía—. Está a una hora de aquí y el bosque no es tan espantoso como aquí. También hay un río. Ya hemos dejado muy atrás la estación de puesta de huevos de los trilan, así que podremos nadar.
—¿Vamos a parar allí? —preguntó Genril—. ¿No es muy temprano?
—No te hagas muchas ilusiones, muchacho. Esta tarde vais a ir a cazar galbys.
Los aprendices se animaron de inmediato. Les habían prometido que irían de caza pero no esperaban que fueran galbys, que eran grandes equivalentes a cánidos. Edeard había oído con frecuencia a adultos veteranos contar que cuando ya pensaban que habían arrinconado a un galby, el animal recobraba la libertad de un salto. El miembro trasero de un galby era de gran tamaño y muy poderoso, a veces impulsaba al animal hasta casi cinco metros por el aire.
Tal y como había dicho Melzar, el bosque empezó a cambiar cuando llegaron a una suave pendiente que descendía la colina. Los árboles estaban más separados y eran más bajos, lo que permitía que las columnas de sol llegaran al suelo. Volvió a verse hierba que se convirtió pronto en un estrato ininterrumpido. Los arbustos crecían en los largos trechos que quedaban entre los árboles y sus hojas iban desde un verde brillante a un oscuro color amatista. Edeard no podía nombrar más de un puñado de las moras que vio, debía de haber docenas de variedades.
A medida que fueron aumentando la luz y la humedad, empezaron a aparecer moscasyi y pícalas; pronto las tuvieron girando sobre sus cabezas en enormes grupos antes de bajar en picado para pellizcar toda piel humana disponible. Edeard tenía que usar de forma constante su tercera mano para espantarlas.
Detuvieron los carros junto a un pequeño río y encerraron a los genistares en un corral. Fue entonces cuando Melzar distribuyó al fin los cinco revólveres y los dos rifles que había estado transportando todo el camino. La mayor parte pertenecían a la aldea aunque Genril tenía su propio revólver, que dijo que llevaba en su familia desde la llegada. El cañón era más largo que el de los otros y estaba hecho de un metal blanquecino que era mucho más ligero que el pesado acero de grado armamentístico producido por el Gremio de Armeros de Makkathran.
—Tallado a partir de la propia nave —dijo Genril con orgullo mientras comprobaba el mecanismo. Hasta eso chasqueaba y zumbaba con una suavidad de la que carecían las pistolas hechas en la ciudad—. Mi primer ancestro rescató parte del casco antes de que las mareas hundieran la nave en el fondo del mar. Lleva en nuestra familia desde entonces.
—Chorradas —bufó Obron—. Eso significaría que tiene más de dos mil años.
—¿Y? —lo retó Genril, que había sacado un poco de aceite de una lata pequeña y frotaba los componentes con un suave trapo de hilo—. Los constructores de la nave sabían cómo hacer metal fuerte de verdad. Pensad en ello, imbéciles. Tenían que tener metal muy resistente; la nave cayó del cielo y de todos modos sobrevivió, y en el universo del que procedían, las naves volaban entre los planetas.
Edeard no dijo nada. Siempre había sido escéptico en lo que respectaba a la leyenda de la nave, aunque tenía que admitir que era una gran leyenda.
Melzar se colgó uno de los rifles al hombro y se volvió con una caja de municiones. Le entregó seis de las balas de latón a cada uno de los aprendices a los que se les había dado un revólver.
—Con eso es suficiente —les dijo cuando se oyeron quejas de que necesitaban más—. Si no sois capaces de acertarle a un galby con seis disparos, o bien se ha puesto fuera de vuestro alcance con un par de saltos o está tan contento comiéndoos el hígado. En cualquier caso, no os voy a dar más.
Sólo les habían dado armas a cinco aprendices, incluyendo a Genril. Edeard no era uno de los afortunados y miró a los otros con envidia cuando empezaron a meter las balas en las recámaras.
Melzar se agachó y empezó a dibujar líneas en el suelo.
—Reuníos aquí —les dijo—. Nos vamos a dividir en dos grupos. Los tiradores se alinearán a lo largo de esa cresta de ahí atrás. —Señaló con la mano el interior del bosque, donde la tierra se alzaba un buen trecho—. El resto seremos los que levantemos las piezas. Formaremos una larga fila con un extremo ahí e iremos avanzando dibujando una gran curva hasta que estemos a la altura del primer tirador. Eso debería obligar a cualquier cosa más grande que un drakken a correr delante de nosotros y, con un poco de suerte, a ponerse a tiro. Bajo ninguna circunstancia debéis sobrepasar al primer tirador. Me da igual si sois los mejores amigos del mundo y usáis lenguaje a distancia, no os ponéis delante de las armas. ¿Comprendido?
—Sí, señor —dijeron todos a coro.
—De acuerdo, entonces; después del primer barrido nos cambiamos las armas y pasamos a una nueva ubicación. —El veterano maestro miró el cielo, que estaba empezando a nublarse—. Habrá luz suficiente para hacerlo tres veces esta tarde, lo que le dará a todo el mundo la oportunidad de usar una pistola.
—Señor, mi padre dijo que sólo yo puedo usar nuestra pistola —dijo Genril.
—Lo sé —dijo Melzar—. Puedes quedarte con ella pero no con la munición cuando te toque levantar las piezas. Y ahora, si sois los que vais a levantar las piezas, debéis manteneros al alcance de la visión lejana de las personas que tenéis a ambos lados. Es decir, no quiero que os separéis más de setenta metros. Las órdenes para empezar, parar y agruparse se darán de forma verbal y con lenguaje a distancia; las transmitiréis de ambos modos por toda la fila. Las obedeceréis en todo momento. La línea de los que levanten las piezas utilizará tres ge-lobos para ayudar a animar a los galbys a correr. Esta vez, Edeard y Alcie controlarán a uno cada uno y yo me ocuparé del tercero. Nadie más debe darles ninguna orden; no quiero que se confundan. ¿Alguna pregunta? ¿No? Bien. Vamos y que la Señora nos sonría.
Edeard llamó a uno de los ge-lobos y partió en el grupo que seguía a Melzar. Toran, uno de los granjeros, llevó a los tiradores hacia el risco de piedra.
—No veo qué sentido puede tener esto —se quejó Fahin con tono hosco mientras andaba junto a Edeard—. Todos hemos hecho prácticas de tiro al blanco con las pistolas fuera de las murallas y los galbys no son comestibles.
—¿Es que no sabes escuchar? —dijo Janene—. De lo que aquí se trata es de adquirir experiencia. Hay un mundo de diferencia entre tirar al blanco y estar aquí fuera, en los bosques, con animales peligrosos cargando contra nosotros. El Consejo de Ancianos necesita saber que pueden fiarse de nosotros para defender la aldea en caso de emergencia.
Salvo que Melzar nos dijo que las familias nómadas no son una amenaza, pensó Edeard. ¿Entonces para qué es en realidad la muralla de la aldea? Tengo que preguntarle a Akeem cuando vuelva.
—¿Y si los galbys no van hacia la línea de fuego? —preguntó Fahin—. ¿Y si vienen hacia nosotros? —Se aferró con más fuerza a su costal, como si pudiera protegerlo de los animales del bosque.
—No lo harán —dijo Edeard—. Intentarán evitarnos porque somos un grupo.
—Sí, en teoría —rezongó Fahin.
—Deja de quejarte, por el amor de la Señora —dijo Obron—. Melzar sabe lo que hace; ha hecho lo mismo con cada caravana durante los últimos cincuenta años. Además, los galbys no son tan peligrosos. Sólo parecen malos. Si te ataca uno, utiliza tu tercera mano para cubrirte.
—¿Y si lo que levantamos es un zorrorápido?
Los aprendices gimieron.
—Los zorrorápidos viven en las llanuras —contestó un exasperado Alcie—. No son animales de montaña. Es más probable que te encuentres uno en Ashwell que aquí.
Fahin hizo una mueca, no muy convencido.
Cuando se acercaron de nuevo al borde del bosque, Melzar usó el lenguaje a distancia para hablar con ellos.
—Comenzad a separaros. Y recordad, mantened a las personas que tengáis a ambos lados al alcance de vuestra visión lejana. Si perdéis el contacto, utilizad el lenguaje a distancia para comunicaros con ellos.
Edeard tenía a Obron a un lado y a Fahin al otro, cosa que no le hacía mucha gracia; si alguien podía fastidiarla, ése sería Fahin, el desgarbado muchacho no era de los que más cómodos se sentían al aire libre, y no era muy probable que Obron ayudase a ninguno de los dos. Pero lo peor que puede hacer Fahin es quedarse atrás, no es como si tuviera una pistola. Y chillará con todas sus fuerzas si no nos ve. Edeard envió al ge-lobo de un lado a otro. El ambiente de nervios y excitación comenzaba a llenar su visión lejana, las mentes de todos los que iban a levantar las piezas destellaban de anticipación.
Avanzaron y se fueron separando poco a poco como les indicaba Melzar hasta que formaron la línea. Los árboles volvían a ser muy altos y su dosel verde oscuro aislaba a los aprendices del cielo nublado.
—Avanzad —ordenó Obron. Edeard sonrió y le repitió las instrucciones a Fahin, que hizo una mueca.
Edeard se alegró de no haberse quitado sus botas nuevas. El suelo del bosque estaba sembrado de palos entre los terrones medio podridos de hierba y el terreno desigual estaba repleto de piedras afiladas. Le dolían los tobillos allí donde le pellizcaba el cuero nuevo pero las botas le protegían los pies bastante bien.
Con la visión lejana examinando el terreno que tenía por delante, siguió andando a paso lento, asegurándose de que la línea se mantenía recta. Melzar les dijo que empezaran a hacer ruido. Obron gritaba muy alto y Fahin dejaba escapar penetrantes silbidos. En cuanto a él, Edeard cogió un palo grueso y lo estrelló contra los troncos de los árboles al pasar.
Había más arbustos en esa parte del bosque: grandes cebraespinos con sus hojas de patrones monocromos y moras blancas rezumantes y muy venenosas; también hojas de carbón, que eran como nubes negras e impenetrables agazapadas en la tierra. Pequeñas criaturas quedaban expuestas a la visión lejana de Edeard, criaturas que salían a toda velocidad del camino de los humanos, nada lo bastante grande para ser un drakken, por no hablar ya de un galby. El suelo se reblandecía bajo sus pies, marga húmeda que filtraba agua con cada pisada. El aroma a hojas podridas le impregnaba las narices. Estaba seguro de poder oler las esporas de los hongos.
Había perdido de vista a Obron en algún lugar tras los arbustos. La visión lejana de Edeard lo percibió al otro lado de unos densos troncos.
—Acércate un poco —le dijo con lenguaje a distancia.
—Claro, claro —respondió Obron con tono despreocupado.
Una oleada de nerviosismo atravesó la línea. Por algún lugar hacia donde estaba Melzar salió corriendo un galby, aunque no es que fuera en la dirección de los tiradores. El corazón de Edeard empezó a latir a toda prisa. Sabía que estaba sonriendo pero le daba igual. Eso era lo que había querido desde que se había enterado de que iba a formar parte de la caravana. ¡Allí había galbys! Tendría la oportunidad de levantar uno y, si tenía mucha suerte, quizá pudiera hacer algún disparo más tarde.
Algo graznó sobre su cabeza. Edeard alzó el foco de su visión lejana a tiempo de ver un par de pájaros que salían disparados del dosel verde. Más adelante había un matorral, un trozo denso de cebraespino, justo el sitio en el que anidaría un galby. Lo barrió con su visión lejana pero había zonas oscuras y pequeñas hondonadas escarpadas de las que no podía estar muy seguro. Envió al ge-lobo escabullirse entre los arbustos mientras él rodeaba la parte exterior. Dejó de ver también a Fahin pero su visión lejana seguía registrando la mente del muchacho.
La aprensión lo golpeó como una fuerza sólida, el equivalente mental de una ducha de agua helada. De repente lo abandonó todo su júbilo. De hecho, sus dedos perdieron el palo que llevaba y las piernas se le agarrotaron. Estaba pasando algo terrible. Lo sabía.
—¿Qué? —jadeó. Estaba asustado y, lo que era peor, asustado por estar asustado. Esto no tiene ningún sentido.
En medio del matorral, el ge-lobo que Edeard estaba dirigiendo levantó la cabeza y gruñó, respondía a la confusión que burbujeaba a lo largo de su tenue contacto de lenguaje a distancia.
—Edeard —lo llamó Fahin—. ¿Qué pasa?
—No… —Edeard plegó los brazos contra los costados y las rodillas le cedieron y lo obligaron a agazaparse. Cerró por instinto la tercera mano a su alrededor para formar el escudo más fuerte que era capaz de crear. Señora, ¿qué me pasa? Envió su visión lejana lo más lejos que pudo e hizo un barrido a su alrededor como si fuera una especie de haz de luz. Los troncos de los árboles eran demasiado densos para hacerse una imagen decente de lo que había más allá de su entorno inmediato.
—¿Qué te pasa? —preguntó Obron, su tono mental era mordaz.
Edeard notó que ambos aprendices dudaban. El ge-lobo se estaba agitando para intentar salir del matorral y regresar con él. Las hojas secas crujieron y él se dio la vuelta en redondo y levantó el palo para protegerse.
—Creo que hay alguien aquí. —Dirigió su visión lejana hacia donde le parecía que procedía el sonido y empujó el foco tanto como pudo. Había unos cuantos roedores diminutos escabullándose por el suelo del bosque. Ellos podrían haber hecho el ruido.
—¿Qué quieres decir con alguien? —quiso saber Fahin—. ¿Quién?
Edeard estaba apretando los dientes por el esfuerzo de llevar su visión lejana al límite.
—No lo sé. Los percibo.
—Eh, que nos estamos quedando atrás —dijo Obron con lenguaje a distancia y tono impaciente—. Venga, moveos ya.
Edeard se quedó mirando el bosque. Esto es ridículo. Pero no podía deshacerse del miedo. Le echó un último vistazo al bosque que tenía detrás y después se volvió. La flecha salió de los árboles vacíos que tenía a la izquierda, se movía tan rápido que ni siquiera la vio. Sólo su visión lejana captó el ligero murmullo de movimiento. Su escudo se tensó mientras él ahogaba un grito y su mente clamó por la conmoción.
La flecha lo golpeó en el músculo pectoral izquierdo. Su escudo telequinético aguantó pero la fuerza del impacto fue suficiente para tirarlo de espaldas. Aterrizó en el suelo de culo y la flecha cayó en la marga y las malas hierbas que tenía al lado, un astil largo y ennegrecido con plumas de alconpunta de color verde oscuro y una cruel punta de metal armado con lengüetas de la que chorreaba un espeso líquido violeta. Edeard se la quedó mirando, horrorizado.
—¿Edeard?
Su mente se vio asaltada por las voces telepáticas. Parecía que la línea entera de ojeadores le estuviera gritando mentalmente, exigiendo una respuesta.
—¡Flecha! —les respondió con toda la fuerza que pudo. Sus ojos no se movieron de la flecha que yacía a su lado y se la mostró a todo el mundo—. ¡Flecha envenenada!
Una mente se materializó a treinta metros de distancia, chispeaba con un color vivido de color zafiro entre las desordenadas sombras grises que componían la visión etérea que tenía Edeard del bosque.
—¿Eh? —Edeard giró la cabeza de golpe. Un hombre salió de detrás de un árbol vestido con un desarrapado manto que era casi del mismo color que los troncos de los árboles. Tenía el pelo revuelto, largo y trenzado, ensuciado con un barro rojo oscuro. Más barro le manchaba la cara y le cubría la barba. Gruñía, la cólera y el desconcierto se filtraban por su mente. Estiró una mano para alcanzar algo por detrás del hombro y sacó otra flecha del carcaj. La colocó con un movimiento fluido en el arco más grande que Edeard había visto jamás y apuntó echando hacia atrás el brazo.
Edeard chilló con voz y mente, un sonido que oyó reproducido por toda la línea de ojeadores. Hasta su asaltante hizo una mueca al soltar la flecha.
Edeard estiró las manos, un movimiento que siguió con la tercera mano, con todas sus fuerzas. La flecha estalló en mil pedazos antes de cubrir la mitad de la distancia que los separaba.
Esa vez fue el hombre del bosque el que irradió conmoción al éter.
—Bandidos. —La llamada de Melzar resonó con un ligero eco alrededor de Edeard, oral y telepática—. Es una emboscada. Agrupaos, todos; combinad vuestra fuerza. Protegeos. ¡Toran, ayúdanos!
Edeard se estaba levantando a duras penas, apenas consciente de otros gritos y de los impulsos emocionales reforzados por la adrenalina que reverberaban por todo el bosque. Salían más bandidos de sus escondites. Se disparaban flechas. La mente de Edeard llamó al ge-lobo y lo dirigió con una urgencia frenética. No iba a haber tiempo. El hombre del bosque había dejado caer el arco al suelo y cargaba contra él. Le brillaba un cuchillo en la mano.
Un empujón telequinético estuvo a punto de derribar a Edeard otra vez. Lo contrarrestó con facilidad y sintió la fuerza que se deslizaba por su piel como unos dedos helados. El bandido estaba intentando estrujarle el corazón, un método de ataque sobre el que los aprendices hablaban, asombrados y nerviosos, cuando se reunían en Ashwell. Usar la telequinesia dentro del cuerpo de otra persona era el tabú definitivo. Si se descubría que alguien había cometido semejante acto, se le exiliaba para siempre.
Un bandido se dirigía como un trueno hacia Edeard, con el cuchillo listo y la sed de sangre enfebreciéndole la mente. Su tercera mano revolvía con la intención de asaltar órganos vulnerables.
El antiguo temor abandonó a Edeard. Ni siquiera pensó en los demás. Un maníaco estaba intentando matarlo. En eso consistía todo su universo en aquel momento. Y como Akeem le había explicado durante sus sesiones, siempre demasiado breves, sobre técnicas defensivas telequinéticas, no existía eso del golpe de incapacitación.
Edeard se levantó, dejó caer los brazos y cerró los ojos. Dio forma a su tercera mano y esperó. Los golpes de los pies desnudos del bandido en el suelo del bosque llegaron a sus oídos. Siguió esperando. El grito desquiciado del hombre empezó. El cuchillo se alzó, sujeto por unos nudillos blancos. Espera… calcula el momento. La visión lejana de Edeard reveló al hombre en perfecto perfil, incluso percibió los músculos de las piernas que se esforzaban hasta el límite cuando comenzaron el salto. En cualquier segundo…
El intento de estrujarle el corazón terminó; la telequinesia se canalizó para contribuir al salto de ataque, para reforzar la puñalada.
…ahora.
El bandido dejó el suelo. Edeard metió su tercera mano bajo la figura voladora y le dio un empujón, el esfuerzo le arrancó un rugido salvaje de la garganta. Jamás había hecho un esfuerzo tan grande, ni siquiera cuando el tormento de Obron alcanzaba sus peores momentos.
En un instante, el grito casi triunfante del bandido se convirtió en auténtico horror. Edeard abrió los ojos y vio un par de pies embarrados volar sobre su cabeza.
—¡Que te follen! —bramó, y añadió un ligerísimo empujón sesgado para corregir la trayectoria. La cabeza del bandido se estrelló contra un voluminoso árbol a cuatro metros por encima del suelo. Emitió un terrible golpe seco. Edeard retiró su tercera mano. El hombre cayó como un pequeño peñasco y emitió un ligero gemido al chocar contra el suelo. El ge-lobo se abalanzó entonces.
Edeard se dio la vuelta. Todas sus emociones regresaron con el poder de un maremoto cuando el ge-lobo empezó a despedazar y desgarrar la carne inerte. Había olvidado lo fieras que eran esas criaturas. Sus piernas amenazaban con ceder bajo él de lo mucho que le temblaban, mientras el estómago empezaba a sufrir espasmos.
El ruidoso estallido de los disparos atravesó el bosque como una oleada e hizo girar a Edeard en redondo, alarmado. Eso tenemos que ser nosotros. ¿Verdad?
Se oían gritos y llantos por todas partes. Edeard no sabía qué hacer. Uno de los gritos era más agudo: Janene.
—¡Señora, por favor! —gimoteó Obron. De su mente salía el miedo a borbotones, como una pequeña nova.
La visión lejana de Edeard se disparó. Dos zorrorápidos iban disparados hacia el lloroso aprendiz. Edeard jamás había visto uno pero supo al instante lo que eran. Sólo un poco más pequeños que un ge-lobo pero más rápidos, sobre todo al saltar, eran depredadores aerodinámicos con pelo corto del color del ébano lo bastante rígido como para actuar como una armadura. La cabeza estaba compuesta por colmillos o cuernos y había demasiados de ambos. El miembro posterior era grueso y fuerte, lo que le permitía un movimiento de salto largo cuando se abalanzaban sobre su presa.
Llevaban collares en el cuello.
Edeard echó a correr hacia ellos y estiró la tercera mano. Los animales estaban a cuarenta metros de distancia pero él percibió los músculos duros como metal que se flexionaban a un ritmo furioso. Ni siquiera sabía si tenían corazones como los de los humanos y las bestias terrestres, y mucho menos dónde estaban. Así que olvídate de estrujarles el corazón. Su telequinesia penetró en el cerebro del que iba en cabeza y se limitó a hacer pedazos todo el tejido que encontró. El animal cayó en pleno salto, su cuerpo flácido abrió un surco en la alfombra de hojas secas. El zorrorápido que quedaba se echó a un lado de golpe y giró la demoníaca cabeza para intentar hallar la amenaza. Se detuvo y emitió un gruñido cruel cuando llegó trotando Edeard, el animal dobló las patas y se preparó para saltar sobre él.
—¿Qué estás haciendo? —berreó Obron.
Edeard sabía que lo que estaba haciendo era una locura pero no le importaba. La adrenalina lo empujaba a actuar de forma temeraria. Le gruñó a su vez al zorrorápido y casi se rió de él. Y después, antes de que la criatura pudiera moverse, Edeard cerró su tercera mano sobre él y lo levantó del suelo. El zorrorápido chilló de furia. Sus patas corrían contra nada y bombeaban tan rápido que sólo eran un contorno borroso.
—¿Estás haciendo tú eso? —preguntó un incrédulo Obron.
—Sí —sonrió Edeard.
—Oh, mierda. ¡Cuidado!
Tres bandidos corrían hacia ellos. Iban vestidos igual que el que había atacado a Edeard: simples mantos harapientos de camuflaje y cinturones con varias fundas de dagas. Uno de ellos llevaba un arco.
Edeard envió una única orden con lenguaje a distancia y llamó al ge-lobo.
Los bandidos habían empezado a frenar. La consternación comenzó a espejear en sus mentes cuando vieron al furioso zorrorápido que luchaba en vano en pleno aire. Más disparos resonaron por el bosque.
—Protégete —ordenó Edeard con tono brusco cuando el bandido del arco colocó una flecha. El escudo de Obron se endureció.
Los tres bandidos se detuvieron en seco sin dejar de mirar, incrédulos, al agitado zorrorápido. Edeard giró al depredador poco a poco y con gestos deliberados hasta que apuntó directamente a los tres hombres. Estaba estudiando los pensamientos del animal, observaba las sencillas corrientes de motivación. Era algo parecido a la mente de un genistar, aunque los impulsos más fuertes parecían derivarse del miedo. Algún tipo de adiestramiento a base de castigos y premios, supongo. El bandido del arco disparó la flecha. Obron lanzó un gañido cuando Edeard la tiró a un lado con ademán seguro.
Se produjo otra pausa cuando los bandidos la vieron estrellarse con estrépito contra un árbol. Unos dedos telequinéticos recorrieron la piel de Edeard pero éste los apartó con facilidad. Los tres bandidos sacaron espadas cortas. Edeard metió de repente una orden en la mente del zorrorápido y percibió cómo cambiaban sus compulsiones originales. Dejó de intentar correr y gruñó a los bandidos. Uno de ellos le lanzó una mirada sorprendida. Edeard lo dejó caer con suavidad al suelo.
—Mata —ronroneó.
El zorrorápido se movió a una velocidad increíble. Su pata trasera golpeó el suelo y lo impulsó hacia delante en un arco bajo. Los escudos telequinéticos se endurecieron alrededor de los bandidos. Contra un solo depredador enloquecido quizá hubieran tenido alguna oportunidad, pero el ge-lobo los golpeó de lado.
—Oh, Señora. —Obron se estremeció cuando comenzaron los gritos. Se puso pálido al ver la carnicería pero no podía apartar los ojos.
—Vamos. —Edeard lo cogió por el brazo—. Tenemos que encontrar a Fahin. Melzar dijo que nos reuniéramos todos.
Obron avanzó a tropezones. El estallido de un disparo reverberó entre los árboles. Debe de ser de la línea de tiradores, pensó Edeard. Han venido a ayudar. El turbulento tiroteo se estaba convirtiendo en llamadas nítidas. Edeard oyó chillar varios nombres de aprendices. El lenguaje a distancia eran fragmentos histéricos de pensamiento aplastados en su mayoría por efusiones emocionales; unas cuantas visiones crudas amenazaron con abrumarlo. Dolor acompañado de sangre que brotaba de una larga brecha en el muslo de Alcie. Una flecha que sobresalía de una túnica, el entumecimiento del punto de entrada se iba extendiendo a toda velocidad. Caras embarradas se sacudían con cada puñetazo. Dolor en los impactos. Un bandido con ropa de camuflaje corría entre los árboles a toda velocidad seguido por el cañón de un rifle. Un zorrorápido era un rayo de color negro grisáceo. La sangre formaba un charco enorme alrededor de un cadáver desgarrado.
Edeard rodeó corriendo el matorral de cebraespino.
—¡Fahin! Fahin, somos nosotros. ¿Dónde estás? —No veía a nadie. No había brillo revelador de pensamiento en su visión lejana—. ¡Fahin!
—Se ha ido —jadeó Obron—. ¿Lo habrán encontrado ésos? ¡Oh, Señora!
—¿Hay sangre por ahí? —Edeard examinaba las hojas y el suelo.
—Nada. Oh…
Edeard siguió la mirada de Obron y vio un bandido que corría por el bosque. El hombre tenía una espada que chorreaba sangre en la mano. Una oleada de cólera atravesó a Edeard, que estiró la tercera mano, tiró del tobillo del hombre y después lo empujó con todas sus fuerzas. Mientras el bandido caía, Edeard hizo girar la espada y colocó la hoja en vertical. El bramido agónico del bandido cuando se empaló hizo a Edeard retroceder, conmocionado. La mente moribunda del hombre lloró de frustración y angustia. Y después se extinguió el brillo de pensamiento.
—Estaba a cincuenta metros de distancia —susurró Obron, asombrado, y también con cierta inquietud.
—Fahin —llamó Edeard—. Fahin, ¿me oyes? —Su visión lejana percibió un diminuto fulgor iridiscente que apareció de repente dentro del matorral—. ¿Fahin?
—¿Edeard? —preguntó en lenguaje a distancia el desgarbado muchacho con tono temeroso.
—¡Sí! Sí, somos Obron y yo. Venga, sal ya. Es seguro, creo.
Los dos observaron a Fahin cuando salió gateando de entre los arbustos. Tenía la cara y las manos llenas de arañazos y el jersey suelto de lana le había desaparecido. Tenía el pelo manchado de pegajoso zumo de moras y las gafas, que le colgaban de una oreja, también. Por asombroso que fuera, seguía aferrado a su costal de físico. Obron lo ayudó a levantarse y de repente se encontró con un abrazo.
—Tenía tanto miedo… —murmuró Fahin con tono lastimoso—. Huí. Lo siento. Debería haber ayudado.
—No pasa nada —dijo Obron—. Yo tampoco hice nada útil. —Se volvió y lanzó a Edeard una mirada larga y pensativa mientras su mente se tensaba y reflexionaba—. A mí me salvó Edeard. Ha matado a una veintena de ellos.
—No —protestó Edeard—. Nada parecido… —Se le fue apagando la voz cuando se dio cuenta de que ese día había matado de verdad a unas personas. Su mirada culpable se posó por un instante furtivo en el bandido empalado en su propia espada. Un hombre estaba muerto y lo había hecho él. Pero la espada ya estaba resbaladiza de sangre. Y los otros bandidos… los habrían matado a ellos. No tenía alternativa.
A veces tienes que hacer lo que no debes para hacer lo que debes.
—¿Puede alguien ver o percibir todavía a algún bandido?
Edeard levantó la cabeza al recibir el débil lenguaje a distancia de Melzar. Obron y Fahin también estaban mirando a su alrededor.
—¿Cualquiera? —preguntó Melzar—. Está bien, entonces, por favor, dirigíos adonde estoy yo. Si hay alguien herido, por favor, ayudad a traerlo. Fahin, ¿estás ahí?
Por alguna razón, que Melzar estuviera vivo hacía del mundo un lugar un poco menos intimidante para Edeard. Incluso consiguió esbozar una pequeña sonrisa. Obron dejó escapar un silbido de alivio.
—Sí, señor, estoy aquí —respondió Fahin.
—Buen chico. Date prisa, por favor, tenemos heridos.
—Oh, Señora —gimió el joven—. Sólo soy un aprendiz. La doctora ni siquiera me deja preparar algunas de sus hojas.
—Sólo hazlo lo mejor que puedas —dijo Edeard.
—Pero…
—Nos curaste la resaca —lo animó Edeard—. Nadie va a empezar a ponerte verde por ayudar a los heridos. No esperamos que seas como la buena de la doctora Seneo. Pero, Fahin, tienes que hacer algo. No puedes darles la espalda a personas malheridas. No puedes. Te necesitan.
—Edeard tiene razón —dijo Obron—. Creo que oí gritar a Janene. ¿Qué dirían sus padres si la dejaras así?
—Claro, sí —dijo Fahin—. Tenéis razón, por supuesto. Oh, Señora, ¿dónde están mis gafas? No puedo hacerlo todo con visión lejana. —Y se volvió hacia el matorral.
—Están aquí —dijo Edeard. Se las colocó con suavidad con la tercera mano y al mismo tiempo le limpió la mugre de mora que las manchaba.
—Gracias —dijo Fahin.
Cruzaron el bosque a toda prisa para reunirse con Melzar. Otras figuras se movían con ellos en la misma dirección. Varios aprendices enviaron saludos aterrados a través del lenguaje a distancia. Edeard recordó una imagen de Alcie y la herida que tenía en el muslo. Tenía mala pinta.
Toran y los aprendices con pistolas se habían reunido formando un grupo defensivo con Melzar. Edeard intercambió un saludo aliviado con Genril, que tenía los nervios de punta. El joven dijo que le quedaba una bala en el revólver y que estaba seguro de que había alcanzado a un bandido al menos.
—Me asusté mucho cuando los zorrorápidos cargaron contra nosotros. Toran mató a uno con su rifle. ¡Por la Señora! Es muy buen tirador.
—Pues deberías ver lo que hizo Edeard —dijo Obron con tono rotundo—. A él no le hacen falta armas.
—¿Qué? —preguntó Genril—. ¿Qué hiciste?
—Nada —dijo Edeard—. Sé tratar con los animales, eso es todo. Eso ya lo sabes.
—Pero ¿se puede saber cuánta fuerza tienes tú? —preguntó Obron.
—Sí —dijo Genril—. Oímos tu lenguaje a distancia incluso en el risco. Era como si estuvieses a mi lado, chillándome en el cráneo. Por la Señora, estuve a punto de agacharme cuando se abalanzó esa flecha sobre ti.
—¿Acaso importa mucho? —preguntó Edeard. Estaba mirando a su alrededor y preguntándose dónde estaban los otros. De los doce aprendices y cuatro adultos que había en la línea de ojeadores, sólo cinco habían regresado hasta el momento, incluyéndolos a ellos tres. Después llegó Canan el carpintero, que traía a un inconsciente Alcie. Fahin le lanzó a su amigo una mirada preocupada y vio la herida mal vendada ya empapada de sangre. Su mente comenzó a agitarse.
—Ve —le pidió Edeard con lenguaje a distancia—. Haz todo lo que puedas.
—Po… ponlo en el suelo —dijo Fahin. Se arrodilló junto a Alcie y empezó a revolver en su costal.
Edeard se volvió de nuevo hacia el bosque y envió su visión lejana en todas direcciones. ¿Dónde están los demás? El corazón se le aceleró cuando detectó un movimiento. Un par de aprendices llegaron corriendo entre los árboles.
—No pasa nada —dijo Melzar con tono tranquilizador—. Ahora estáis a salvo.
—Dejamos a Janene —gimoteó uno de ellos—. Intentamos salvarla pero la alcanzó una flecha. Eché a correr… —El muchacho se derrumbó en el suelo sollozando.
—Nueve —susurró Edeard sin dejar de vigilar—. Nueve de doce.
La mano de Melzar se posó en su hombro.
—Sin ti no habría quedado ninguno —dijo en voz baja—. Tu advertencia nos salvó. Me salvó a mí, de hecho. Te debo la vida, Edeard. Te la debemos todos.
—No. —Edeard sacudió la cabeza con tristeza—. No os advertí. Estaba aterrorizado. Eso fue todo. Lo que oísteis fue mi miedo.
—Lo sé. Era muy potente. ¿Qué pasó? ¿Qué fue lo que te avisó?
—Yo… —Frunció el ceño y recordó la sensación de miedo que se había apoderado de él. No había habido razón alguna—. Oí algo —dijo sin convicción.
—Fuera lo que fuera, me alegro.
—¿Por qué no pudimos percibirlos? Yo creía que tenía una buena visión lejana. Estaban más cerca de mí que de Obron y Fahin y no me enteré.
—Hay formas de poder eclipsar tus pensamientos, plegarlos y alejarlos de la visión lejana. No es una técnica con la que estemos muy familiarizados en Ashwell y jamás la he visto tan bien practicada como hoy. La Señora sabrá dónde la aprendieron. Y también tenían zorrorápidos domesticados. Eso es asombroso. Tendremos que enviar mensajeros a los otros pueblos y advertirlos de esta novedad.
—¿Cree que hay más por ahí fuera? —Edeard se imaginaba ejércitos enteros de bandidos convergiendo sobre su pequeña caravana.
—No. Hoy los hemos hecho huir. E incluso si hubiera otros acechando, esto les daría algo en lo que pensar. Su emboscada fracasó, gracias a ti.
—Apuesto a que Janene y los otros no piensan que fracasó —dijo Edeard con amargura. Le daba igual estar siendo grosero con Melzar. Después de lo ocurrido, lo demás no parecía importar ya.
—No hay respuesta que pueda darte a eso, muchacho. Lo siento.
—¿Por qué hacen esto? —preguntó Edeard—. ¿Por qué vive esta gente aquí fuera haciendo daño a otros? ¿Por qué no viven en las aldeas, en una casa? No son más que salvajes.
—Lo sé, muchacho. Pero es todo lo que conocen. A ellos los han criado en el monte y ellos criarán a sus hijos del mismo modo. No es un ciclo que podamos romper. Siempre va a haber personas que vivan de espaldas a la civilización.
—Los odio. Mataron a mis padres. Ahora han matado a mis amigos. Deberíamos acabar con ellos. Con todos ellos. Es la única forma de que nos permitan vivir en paz.
—Es la ira la que habla.
—Me da igual; es lo que siento. Es lo que sentiré siempre.
—Es muy probable. Ahora mismo casi estoy de acuerdo contigo. Pero mi trabajo es llevar a todo el mundo a casa, sano y salvo. —Melzar se inclinó sobre él y estudió la expresión y pensamientos de Edeard—. ¿Vas a ayudarme con eso?
—Sí, señor. Lo haré.
—Bien. Ahora llama a nuestros ge-lobos.
—De acuerdo. ¿Qué hay del zorrorápido? —Edeard seguía siendo consciente del animal que merodeaba en los límites de su visión lejana. Estaba confundido y echaba de menos a su amo original.
—¿El zorrorápido?
—Edeard lo amansó —dijo Obron—. Lo levantó con la tercera mano e hizo que atacara a los bandidos.
Los otros aprendices se giraron para mirar a Edeard. A pesar del agotamiento y la aprensión que dominaba sus pensamientos, muchos de ellos registraban también sorpresa e incluso algo de preocupación.
—Ya os lo dije —dijo Edeard con tono huraño—. Sé cómo tratar con los animales. Es lo que hace mi gremio.
—Nadie ha amansado jamás a un zorrorápido —dijo Toran. Melzar le lanzó una mirada de irritación.
—Los bandidos sí —dijo Genril—. Vi los collares que llevaban al cuello.
—Ya habían aprendido a obedecer —explicó Edeard—. Mis órdenes eran más fuertes. Eso es todo.
—De acuerdo —dijo Melzar—. Llama al zorrorápido. Si puedes controlarlo, lo usaremos para proteger la caravana. Si no, bueno… —El maestro dio unas palmaditas en el rifle—. Pero te lo advierto, muchacho. Los ancianos de la aldea no permitirán que te lo quedes.