CAPÍTULO 11: ¿MUNDOS SIN FIN?
Las extravagantes ideas examinadas al final del último capítulo no son las únicas posibilidades que se han discutido en la búsqueda de un modo de evitar el apocalipsis cósmico. Siempre que doy una conferencia sobre el fin del universo, alguien suele preguntarme por el modelo cíclico. La idea es la siguiente: el universo se expande hasta un máximo de tamaño y luego se contrae hasta el gran crujido, pero en lugar de aniquilarse a sí mismo por completo «rebota» no se sabe cómo y se embarca en otro ciclo de expansión y contracción (véase la figura 11.1). Este proceso podría prolongarse eternamente, en cuyo caso el universo no tendría ni principio ni fin auténticos, incluso aunque cada ciclo individual estuviera marcado por un comienzo y final claros. Es una teoría que atrae concretamente a las personas que se han visto influidas por la mitología budista e hindú, en las cuales destacan los ciclos de nacimiento y muerte, de creación y destrucción.
Figura 11.1. El modelo de universo cíclico. El universo muestra un pulso en tamaño de manera periódica entre estados muy densos y estados muy distendidos. Cada ciclo empieza con un gran pum y termina con un gran crujido y es aproximadamente simétrico con respecto al tiempo.
He bosquejado dos panoramas científicos muy distintos para el fin del universo. Cada uno de ellos es perturbador a su manera. La perspectiva de un cosmos aniquilándose a sí mismo en un gran crujido es alarmante, por lejano que se halle en el futuro este acontecimiento. Por otro lado, un universo que durara un tiempo infinito en un estado de vacía desolación después de una duración finita de gloriosa actividad es profundamente deprimente. El hecho de que cada modelo pueda tener la posibilidad de proporcionar a los superseres la consecución de una capacidad ilimitada de procesar información puede parecer un consuelo más bien magro para nosotros, Homo sapiens de sangre caliente.
El atractivo del modelo cíclico es que elude el espectro de la aniquilación total sin reemplazarlo por la degeneración y decadencia eternas. Para evitar la futilidad de la repetición interminable, los ciclos deberían ser algo diferentes unos de otros. En una versión popular de la teoría, cada nuevo ciclo surge a modo de ave fénix de la muerte ardiente de su predecesor. A partir de esta condición prístina, desarrolla nuevos sistemas y estructuras y explora su novedosa riqueza antes de que se borre nuevamente la pizarra en el siguiente gran crujido.
Por atractiva que pueda parecer la teoría, sufre desgraciadamente de varias dificultades físicas. Una de ellas es la de identificar un proceso plausible que permita al universo en contracción rebotar siendo de una alta densidad en lugar de aniquilarse a sí mismo en un gran crujido. Tiene que haber una especie de fuerza antigravitatoria que se haga abrumadoramente grande en los últimos estadios de la contracción para poder invertir el sentido de la implosión y contrarrestar el formidable poder aplastante de la gravedad. Por el momento no se conoce tal fuerza y si existiera sus propiedades habrían de ser sumamente extrañas.
Quien me lea puede recordar que precisamente esa poderosa fuerza repulsiva es la que se postula en la teoría inflacionaria del gran pum. Sin embargo, recuérdese que el estado de vacío excitado que produce la fuerza inflacionaria es muy inestable y degenera con mucha rapidez. Aunque es concebible que el universo diminuto, simple y naciente se originara en un estado inestable semejante, otra cosa muy diferente es postular que un universo que se encogiera procedente de una complicada situación macroscópica pudiera ingeniárselas para recuperar por todas partes el estado de vacío excitado. La situación es análoga a la de equilibrar un lápiz sobre su punta: enseguida se cae, eso es lo fácil. Mucho más difícil sería darle un golpe para que recuperara el equilibrio sobre la punta una vez más.
Incluso suponiendo que se pudieran eludir, no se sabe cómo, esas dificultades, sigue habiendo problemas serios en la idea del universo cíclico. Uno de ellos lo he examinado en el capítulo 2. Los sistemas sujetos a procesos irreversibles que avanzan a ritmo finito tienden a aproximarse a su estadio final después de cierto periodo de tiempo. Éste fue el principio que condujo a la predicción de la muerte térmica universal en el siglo XIX. Introducir ciclos cósmicos no evita esta dificultad. El universo puede compararse a un reloj que va quedándose sin cuerda. Se le irá terminando la actividad hasta que se le dé cuerda otra vez. Pero ¿qué mecanismo sería el que diera cuerda al reloj cósmico sin estar él mismo sometido a cambios irreversibles?
A primera vista, la fase de contracción del universo parece una reversión de los procesos físicos que se dan en la fase de expansión. Las galaxias que se dispersaban se vuelven a agrupar, se recalienta la radiación de fondo que se iba enfriando y los elementos complejos se trocean para conformar de nuevo un puré de partículas elementales. El estado del universo justamente antes del gran crujido presenta una gran similitud con su estado justamente después del gran pum. Sin embargo, la impresión de simetría es sólo superficial. Nos da la pista el hecho de que los astrónomos vivieran en la época de la reversión, cuando la expansión se convierta en contracción, seguirán viendo durante muchos miles de millones años que las galaxias siguen alejándose. El universo aparenta seguir expandiéndose incluso aunque se esté contrayendo. La ilusión se debe al retraso de las apariencias debido a la velocidad finita de la luz.
En los años 30, el cosmólogo Richard Tolman mostró cómo este retraso destruía la aparente simetría del universo cíclico. El motivo es sencillo. El universo comienza con una gran cantidad de radiación térmica como residuo del gran pum. Con el tiempo, la luz estelar incrementa esta radiación, de modo que al cabo de unos pocos miles de millones de años hay casi tanta energía como luz solar acumulada bañando el espacio como calor de fondo. Lo cual significa que el universo se aproxima al gran crujido con una cantidad considerablemente mayor de energía de radiación dispersa por todas partes que la que tuvo inmediatamente después del gran pum, de tal modo que cuando el universo termine por contraerse hasta la misma densidad que tiene hoy estará algo más caliente.
Esa energía térmica extra se da a cambio del contenido de materia del universo, por medio de la fórmula de Einstein, E = mc2. En el interior de las estrellas que producen la energía calorífica, los elementos ligeros como el hidrógeno pasan a conformar elementos pesados como el hierro. Un núcleo de hierro normalmente contiene veintiséis protones y treinta neutrones. Podríamos creer que ese núcleo tendría entonces la masa de veintiséis protones y treinta neutrones, pero no. El núcleo en su conjunto es aproximadamente un 1% más ligero que la suma de las masas de las partículas individuales. La masa que «falta» es la que se computa como la gran energía de unión producida por la fuerza nuclear fuerte; la masa representada por esa energía es la que se libera para dar luz de estrella.
El resultado de todo ello es una transferencia neta de energía de materia a radiación. Lo cual tiene un importante efecto en el modo de contraerse el universo, ya que el tirón gravitatorio de la radiación es bastante distinto del de la materia de la misma energía de masa. Tolman mostró que la radiación extra de la fase de contracción hace que el universo se contraiga a mayor velocidad. Si se diera no se sabe cómo un rebote, el universo emergería entonces expandiéndose a una velocidad también mayor. En otras palabras, cada gran pum sería mayor que el anterior. Como resultado, el universo se expandiría hasta un mayor tamaño a cada nuevo ciclo, de tal modo que los ciclos serían cada vez mayores y más largos. (Véase la figura 11.2).
Figura 11.2. Los procesos irreversibles hacen que los ciclos cosmológicos crezcan más y más, destruyendo así el auténtico carácter cíclico.
El crecimiento irreversible de los ciclos cósmicos no es ningún misterio. Es un ejemplo de las consecuencias ineludibles de la segunda ley de la termodinámica. La radiación que se acumula representa un crecimiento de la entropía, que se manifiesta gravitatoriamente en forma de ciclos cada vez mayores. Sin embargo, sí pone fin a la idea del auténtico carácter cíclico: claramente el universo evoluciona en el tiempo. Hacia el pasado, los ciclos se acumulan en unos inicios complicados y entremezclados, mientras que los ciclos futuros se expanden sin limitación hasta que se hacen tan largos que cualquier ciclo dado sería durante su mayor parte indistinguible del panorama de la muerte térmica de los modelos de expansión eterna.
Desde los trabajos de Tolman, los cosmólogos han sido capaces de identificar otros procesos físicos que rompen la simetría de las fases de expansión y contracción de cada ciclo. Un ejemplo es la formación de agujeros negros. En el cuadro estándar, el universo empieza sin ningún agujero negro, pero con el paso del tiempo la contracción de las estrellas y otros procesos hacen que se formen agujeros negros. Conforme evolucionan las galaxias, siguen apareciendo más agujeros negros. Durante los últimos estadios de la contracción, la compresión favorecerá la formación de aun más agujeros. Algunos de los agujeros grandes pueden fundirse para formar agujeros mayores. La disposición gravitatoria del universo al acercarse al gran crujido es, por lo tanto, mucho más complicada (y desde luego claramente más agujereada) de lo que fue al poco del gran pum. Si el universo tuviera que rebotar, el siguiente ciclo empezaría con más agujeros negros que el presente.
Parece que la conclusión inevitable es que cualquier universo cíclico que admita que las estructuras y los sistemas físicos se propaguen de un ciclo al siguiente no podrá eludir las influencias degenerativas de la segunda ley de la termodinámica. Todavía seguirá existiendo la muerte térmica. Una manera de atajar esta conclusión sombría es suponer que las condiciones físicas en el rebote son tan extremadas que de un ciclo al siguiente no puede pasar información alguna sobre ciclos anteriores. Se destruyen todos los objetos físicos, se aniquilan todas las influencias. Efectivamente, el universo renace por completo desde el comienzo.
Sin embargo, es difícil comprender el atractivo que pueda tener este modelo. Si cada ciclo está físicamente desconectado de los demás, ¿qué significado tiene decir que los ciclos se suceden unos a otros o que representan que el mismo universo permanece y no se sabe cómo? Los ciclos son efectivamente universos distintos y separados y daría lo mismo que se dijera que existen en paralelo que en sucesión. La situación recuerda a la doctrina de la reencarnación por la cual toda persona renacida no tiene recuerdos de sus vidas pasadas. ¿En qué sentido puede decirse que es la misma persona la que se reencarna?
Otra posibilidad es que se viole en algún sentido la segunda ley de la termodinámica, de modo que «se le dé cuerda al reloj» en el rebote. ¿Qué significa que se deshaga el daño causado por la segunda ley? Tomemos un sencillo ejemplo de la segunda ley en funcionamiento: pongamos la evaporación de perfume de un frasco. El cambio de suerte para el perfume supondría una gigantesca conspiración organizativa, mediante la cual cada una de las moléculas de perfume que haya en la habitación volviera al frasco. La «película» se vería al revés. De la segunda ley de la termodinámica obtenemos la distinción de pasado y futuro, la flecha del tiempo. Una violación de la segunda ley equivale por tanto a una inversión del tiempo.
Por supuesto que resulta una evasión relativamente trivial de la muerte cósmica suponer que el tiempo se invierte sin más cuando se oye el crujido del apocalipsis. ¡Cuando las cosas se pongan mal, invirtamos el sentido de la película! Con todo, la idea ha llamado la atención de algunos cosmólogos. En los años 60 el astrofísico Thomas Gold sugirió la idea de que el tiempo pudiera correr al revés en la fase de contracción de un universo que estuviera contrayéndose. Indicó que esa inversión incluiría las funciones cerebrales de los seres que hubiera en ese momento y por ello serviría para invertir su sentido subjetivo del tiempo. Los habitantes de la fase de contracción no verían, por lo tanto, que todo a su alrededor «iría al revés», sino que experimentarían el flujo de los acontecimientos hacia adelante como lo experimentamos nosotros. Por ejemplo, percibiría el universo en expansión, no en contracción. Por medio de sus ojos, sería nuestra fase del universo la que se contraería y nuestros procesos cerebrales los que van del revés.
En los años 80 también Stephen Hawking jugó un tiempo con la idea de un universo que invirtiera el tiempo, para abandonarla admitiendo que se trataba de su «mayor error». Al principio, Hawking creyó que aplicar la mecánica cuántica a un universo cíclico exigía una simetría detallada del tiempo. Sin embargo, resulta que no es así, por lo menos en la formulación estándar de la mecánica cuántica. Recientemente, los físicos Murray Gell-Mann y James Hartle han examinado una modificación de las reglas de la mecánica cuántica, en la que la simetría temporal sencillamente está impuesta y luego se han preguntado si este estado de cosas tendría consecuencias observables en nuestras era cósmica. Por el momento no se ve con claridad cuál pueda ser la respuesta.
Una forma muy distinta de eludir el cataclismo cósmico la ha propuesto el físico ruso Andrei Linde. Se basa en una elaboración de la teoría del universo inflacionario que se examinó en el capítulo 3. En la versión original del universo inflacionario, se suponía que el estado cuántico del universo muy primitivo se correspondía con un vacío excitado concreto que tenía el efecto de producir temporalmente la expansión desbocada. En 1983, Linde sugirió la idea de que, en vez de eso, el estado cuántico del universo primitivo podía variar de un sitio a otro de manera caótica: aquí baja energía, allí una excitación moderada, mucha excitación en algunas regiones. En donde había estado excitado, se produciría inflación. Y aun más, los cálculos de Linde sobre el comportamiento del estado cuántico mostraban claramente que los estados de alta excitación sufrían la inflación más rápida y la degeneración más lenta, de modo que cuanto más excitado fuera el estado de una región concreta del espacio más inflación habría en esa región. Está claro que al cabo de un tiempo cortísimo las regiones del espacio en las que la energía era mayor accidentalmente, y la inflación más rápida, se habrían hinchado al máximo y se harían con la parte del león del espacio total. Linde asemeja la situación a la evolución darwiniana o a la economía. Una fluctuación cuántica que tuviera éxito en llegar a un estado muy excitado, aun queriendo decir que había que tomar prestada muchísima energía, se ve inmediatamente recompensada por un inmenso crecimiento en volumen de esa región. De tal como que enseguida pasan a predominar las regiones que toman prestada mucha energía y que sufren una superinflación.
Como resultado de la inflación caótica, el universo se dividiría en un cúmulo de miniuniversos, o burbujas, algunas inflándose a lo loco, otras sin inflarse nada. Como algunas regiones (tan sólo como resultado de las fluctuaciones aleatorias) tendrán una energía de excitación altísima habrá mucha más inflación en esas regiones de la que se suponía en la teoría original. Pero como ésas son precisamente las regiones que se inflan más, un punto escogido al azar en el universo postinflacionario estaría muy probablemente situado en esa región tan enormemente hinchada. Así, nuestra propia localización en el espacio muy probablemente está en medio de una región superinflada. Linde calcula que esas «grandes burbujas» pueden haberse inflado en un factor de 10 elevado a la potencia 108, lo que es igual a un 1 ¡seguido de cien millones de ceros!
Nuestra propia megaparcela no sería sino una entre un número infinito de burbujas muy hinchadas, de modo que a una escala enorme de tamaño del universo seguiría pareciendo extremadamente caótico. Dentro de nuestra burbuja, que se extiende más allá del universo hoy observable a una distancia fantásticamente grande, la materia y la energía están distribuidas de manera más o menos uniforme, pero más allá de nuestra burbuja hay otras burbujas, y también regiones que están todavía en proceso de inflación. Lo cierto es que en el modelo de Linde nunca cesa la inflación: siempre hay regiones del espacio en las que se está dando la inflación mientras se forman nuevas burbujas y otras burbujas pasan por sus ciclos vitales y mueren. Así que ésta es una especie de universo eterno, parecido a la teoría de los universos cría que se examinó en el capítulo anterior, en la que la vida, la esperanza y los universos surgen eternamente. No hay final a la producción de nuevos universos-burbuja por medio de la inflación… y quizá tampoco principio, aunque acerca de esto último se detecta cierta prudencia en la actualidad.
La existencia de otras burbujas, ¿ofrece a nuestros descendientes algún salvavidas? ¿Pueden eludir el apocalipsis cósmico (o dicho con más precisión, el apocalipsis burbujil) marchándose a una burbuja más joven que tenga tiempo por delante? Linde abordó directamente esta cuestión en un artículo heroico sobre «La vida después de la inflación», publicado en el boletín Physics Letters en 1989. «Estos resultados implican que la vida nunca desaparecerá en el universo inflacionario», escribía: «Por desgracia, esta conclusión no significa de modo automático que se pueda ser muy optimista sobre el futuro de la humanidad». Y apuntando a que cualquier parcela concreta, o burbuja, se iría poco a poco haciendo inhabitable, Linde termina diciendo: «La única estrategia posible de supervivencia que podemos ver por el momento es viajar de las viejas parcelas a las nuevas».
Lo descorazonador de la versión de Linde de la teoría inflacionaria es que el tamaño medio de la burbuja es enorme. Calcula que la burbuja más cercana a la nuestra podría estar tan lejos que su distancia en años luz debería expresarse con un 1 seguido de varios millones de ceros, un número tan grande ¡que haría falta una enciclopedia para escribirlo entero! Incluso a una velocidad cercana a la de la luz, se tardaría un número parecido de años en llegar a otra burbuja, a menos que por una buena suerte extraordinaria resultara que estamos situados cerca del borde de nuestra burbuja. E incluso dándose esa feliz circunstancia, señala Linde, valdría sólo si nuestro universo continuara expandiéndose de manera predecible. El efecto físico más minúsculo (un efecto que fuera absolutamente inconspicuo en nuestra era actual) terminaría por determinar de qué manera se expande el universo una vez que la materia y la radiación que lo dominan se diluyan infinitamente. Por ejemplo, podría quedar en el universo una reliquia debilísima de la fuerza inflacionaria que ahora está ocultada por los efectos gravitatorios de la materia pero que, supuestos los océanos de tiempo necesarios para que los seres escaparan de nuestra burbuja, terminaría por hacerse sentir. En tal caso, el universo, después de una duración suficiente, volvería a hacerse sentir. En tal caso, el universo, después de una duración suficiente, volvería a experimentar la inflación, no a la manera frenética del gran pum sino lentísimamente, a modo de pálida imitación del gran pum. Sin embargo, este débil quejido, por débil que fuera, persistiría eternamente. Aunque el crecimiento del universo se acelerara sólo a un ritmo diminuto, el hecho de que se acelerara tiene una consecuencia física crucial. El efecto es el de crear un horizonte de sucesos dentro de la burbuja que es parecido al de un agujero al revés e igual de efectivo que él. Cualesquiera seres supervivientes se verían encerrados sin remedio en lo profundo de nuestra burbuja porque conforme se dirijan hacia el borde de la burbuja éste retrocederá a mayor velocidad aún, como resultado de la inflación renovada. Los cálculos de Linde, aun siendo fantasiosos, apuntan claramente a que el destino definitivo de la humanidad o de nuestros descendientes puede depender de efectos físicos tan pequeños que no tenemos ni la esperanza de detectarlos antes de que empiecen a manifestarse cosmológicamente.
La cosmología de Linde es, en ciertos aspectos, parecida a la antigua teoría del universo en estado estacionario, popular durante los años 50 y 60 y que sigue siendo la propuesta más sencilla y llamativa para eludir el fin del universo. En su versión original, expuesta por Hermann Bondi y Thomas Gold, la teoría del estado estacionario daba por hecho que el universo permanece inmutable a gran escala durante todo el tiempo. Por lo tanto, no tiene ni principio ni fin. Conforme se expande el universo se crea materia continuamente para llenar los huecos y mantener constante la densidad del conjunto. El destino de cualquier galaxia dada es parecido al que he descrito en capítulos anteriores: nacimiento, evolución y muerte. Pero siempre se están formando nuevas galaxias a partir de la materia recién creada, que es un suministro inagotable. Por lo tanto, el aspecto general del universo en su conjunto parece idéntico de una época a la siguiente, con el mismo número total de galaxia por volumen dado de espacio, en una mezcla de épocas distintas.
El concepto de universo en estado estacionario acaba con la necesidad de explicar cómo empezó a existir el universo a partir de la nada y combina la variedad interesante por medio del cambio evolutivo con la inmortalidad cósmica. De hecho, va más allá y proporciona una juventud cósmica eterna porque aunque las galaxias individuales van muriendo lentamente, el universo como tal nunca envejece. Nuestros descendientes nunca tendrán que ir rebuscando la basura para encontrar suministros de energía cada vez más escurridizos, ya que la materia nueva se los dará gratuitamente. Los habitantes tendrán que mudarse a una galaxia nueva cuando la vieja se quede sin combustible. Y eso puede continuar ad infinitum, con iguales vigor, diversidad y actividad mantenidos por toda la eternidad.
Sí hay, sin embargo, algunas exigencias físicas que hacen falta para que funcione la teoría. El universo dobla su tamaño cada pocos miles de años debido a la expansión. Mantener una densidad contante requiere 1050 toneladas más o menos de materia nueva que se cree en ese periodo. Parece mucha, pero por término medio supone un átomo por siglo en una región del espacio del tamaño de un hangar de aviación. Es improbable que notemos ese fenómeno. Un problema más serio es el que se refiere a la naturaleza del proceso físico responsable de la creación de materia según esta teoría. Como mínimo, querríamos saber de dónde sale la energía que suministra esa masa adicional y cómo se las apaña ese recipiente milagroso de energía para ser inagotable. Problema que ya apuntó Fred Hoyle quien, como su colaborador Jayant Narlikar, desarrolló al detalle la teoría. Propusieron un nuevo tipo de campo (un campo creador) para suministrar la energía. Del propio campo creador en sí se postuló que tenía energía negativa. La apariencia de cada nueva partícula de materia de masa m tenía el efecto de contribuir con una energía –mc2 al campo creador.
Aunque el campo creador proporcionaba una solución técnica al problema de la creación, deja muchas preguntas sin contestar. También parece demasiado bien traído, habida cuenta de que no son aparentes otras manifestaciones de ese misterioso campo. Más en serio, las pruebas obtenidas de la observación comenzaron a acumularse contra la teoría del estado estacionario en los años 60, la más importante de las cuales fue el descubrimiento de la radiación cósmica de calor de fondo. Este fondo uniforme recibe una explicación inmediata como reliquia del gran pum, pero es difícil explicar convincentemente según el modelo de estado estacionario. Por si fuera poco, la exploración de galaxias y radiogalaxias en el cielo profundo han mostrado incontestables evidencias de que el universo evoluciona a gran escala. Cuando esto quedó claro, Hoyle y sus colaboradores abandonaron la versión sencilla de la teoría del estado estacionario, aunque de tanto en tanto han seguido haciendo su aparición irregularmente variantes más complicadas.
Aparte de las dificultades físicas y de observación, la teoría del estado estacionario plantea algunos problemas filosóficos curiosos. Por ejemplo, si nuestros descendientes dispusieran verdaderamente de tiempo y recursos infinitos no habría limitaciones evidentes a su desarrollo tecnológico. Tendrían libertad para dispersarse por todo el universo, controlando volúmenes de espacio cada vez mayores.
Así, en un futuro lejanísimo, una gran parte del espacio estaría tecnificado. Pero se supone por hipótesis que la naturaleza a gran escala del universo no cambia a lo largo del tiempo, de modo que la suposición del estado estacionario nos obliga a llegar a la conclusión de que el universo que hoy vemos ya está tecnificado. Como las condiciones físicas del universo de estado estacionario son en conjunto las mismas en todas las épocas, también deben surgir seres inteligentes en todas las épocas. Y como este estado de cosas lleva existiendo toda la eternidad, debería haber sociedades de seres que llevan por ahí un tiempo arbitrariamente largo y que ya se habrán dispersado para ocupar un volumen arbitrariamente grande de espacio (incluyendo a nuestra región del universo) y tecnificarlo. Conclusión que no se evita suponiendo que los seres inteligentes no suelen sentir deseos de colonizar el universo. Sólo hace falta una de tales sociedades que haya surgido en un momento lejanísimo en el pasado para que sea válida la conclusión. Es otro caso del antiguo enigma de que en un universo infinito cualquier cosa que sea remotamente posible deberá ocurrir en algún momento y ocurrir además con frecuencia infinita. Siguiendo la lógica hasta su amarga conclusión, la teoría del estado estacionario predice que los procesos del universo son idénticos a las actividades tecnológicas de sus habitantes. Lo que llamamos naturaleza es, de hecho, la actividad de un superser, o de una sociedad de superseres. Parece otra versión del demiurgo de Platón (una deidad que trabajara dentro de los límites de las leyes físicas ya fabricadas), y es interesante que en sus últimas teorías cosmológicas Hoyle abogue explícitamente por tal superser.
Cualquier examen del final del universo nos enfrenta a las cuestiones sobre su finalidad. Ya he indicado que la perspectiva de un universo moribundo convenció a Bertrand Russell de la futilidad última de la existencia. Es un sentimiento del que se hace eco en años más recientes Steven Weinberg, cuyo libro Los primeros tres minutos del universo culmina con la desoladora conclusión de que «cuanto más comprensible parece el universo, más sin sentido parece también». Ya he argüido que el temor original a una lenta muerte súbita mediante un gran crujido sigue siendo una posibilidad. He especulado con las actividades de superseres que pudieran lograr hazañas milagrosas físicas e intelectuales contra el destino. También he echado un vistazo rápido a la posibilidad de que los pensamientos puedan no conocer barreras incluso aunque las tenga el universo.
Pero ¿alivian esos panoramas alternativos nuestra sensación de incomodidad? Una vez me comentó un amigo que por lo que había oído del Paraíso no le interesaba demasiado. La perspectiva de vivir por siempre en un estado de sublime equilibrio la encontraba absolutamente carente de atractivo. Mejor morir rápidamente y acabar de una vez por todas que no tener que afrontar el aburrimiento de la vida eterna. Si la inmortalidad se limita a tener los mismos pensamientos y las mismas experiencias una y otra vez, la verdad es que parece no tener sentido. Sin embargo, si la inmortalidad se combina con el progreso, entonces podemos imaginarnos viviendo en un estado de novedad perpetua, aprendiendo o haciendo siempre cosas nuevas y emocionantes. La cuestión es ¿y para qué? Cuando los seres humanos se embarcan en un proyecto con una finalidad, tienen en mente un objeto concreto. Si no se consigue objetivo, el proyecto habrá fracasado (aunque no necesariamente la experiencia carezca de valor). Por otra parte, si se consigue el objetivo, el proyecto se habrá completado y entonces cesará esa actividad. ¿Puede haber auténtica finalidad en un proyecto que nunca se consiga? ¿Puede tener sentido la existencia si consiste en un viaje sin final hacia un destino al que nunca se llega?
Si el universo tiene una finalidad, y la alcanza, entonces el universo debe acabar porque su existencia continuada sería gratuita y sin sentido. A la inversa, si el universo dura eternamente, resulta difícil imaginar que el universo tenga alguna finalidad última. De modo que la muerte térmica del cosmos puede ser el precio que hay que pagar por el éxito cósmico. Puede que lo más que podamos esperar sea que la finalidad del universo se haga conocida a nuestros descendientes antes de que se terminen los tres últimos minutos.