CAPÍTULO 9: LA VIDA AL GALOPE

Por mucho ingenio humano o no humano que se emplee, no se puede prolongar la vida para siempre a menos que haya un «siempre». Si el universo sólo puede existir durante un tiempo finito, entonces el Armagedón es inevitable. En el capítulo 6, he explicado cómo el destino último del cosmos cuelga de su peso total. Las observaciones parecen indicar que el peso del universo se encuentra muy cerca de la frontera crítica entre la expansión eterna y la contracción final. Si el universo termina por empezar a contraerse, las experiencias de cualesquiera seres sentientes serán sumamente diferentes, desde luego, de la descripción que he hecho en el último capítulo.

Los primeros estadios de la contracción cosmológica no son amenazantes en lo más mínimo. Como la pelota que llega al punto más alto de su trayectoria, el universo comenzará su caída hacia adentro muy lentamente. Supongamos por el momento que el punto más alto se alcanza dentro de cien mil millones de años: todavía habrá muchísimas estrellas activas y nuestros descendientes serán capaces de seguir los movimientos de las galaxias con telescopios ópticos, observando cómo los cúmulos galácticos van alejándose cada vez más despacio para luego acercarse unos a otros. Las galaxias que hoy vemos estarán entonces cuatro veces más lejos. Debido a la mayor edad del universo, los astrónomos serán capaces de ver unas diez veces más lejos de lo que nosotros vemos, de manera que su universo observable abarcará muchas más galaxias de las que nos son visibles en nuestra era cósmica.

El hecho de que la luz tarde miles de millones de años en atravesar el cosmos significa que los astrónomos de dentro de cien mil millones de años tardarán mucho en apreciar la contracción. Primero se darán cuenta de que la mayor parte de las galaxias relativamente cercanas se acercan en lugar de alejarse, aunque la luz de las galaxias distantes seguirá mostrando un corrimiento hacia el rojo. Sólo al cabo de decenas de miles de millones de años se hará aparente el avance sistemático hacia el interior. Será más fácil de detectar un cambio sutil en la temperatura de la radiación de calor de fondo cósmica. Recuérdese que esta radiación de fondo es un residuo del gran pum y actualmente tiene una temperatura de unos tres grados sobre el cero absoluto, es decir 3K. Se enfría conforme se expande el universo. Dentro de cien mil millones de años habrá descendido hasta más o menos 1K. La temperatura tocará fondo en el momento álgido de la expansión y en cuanto la contracción empiece volverá a subir otra vez, pasando a ser de 3K cuando el universo alcance de nuevo la densidad que tiene hoy. En eso se tardarán otros cien mil millones de años: la subida y la caída del universo es aproximadamente simétrica con respecto al tiempo.

El universo no se contrae sin más de la noche a la mañana. De hecho, nuestros descendientes serán capaces de darse la buena vida durante decenas de miles de millones de años, incluso una vez comenzada la contracción. Sin embargo, la situación no es tan halagüeña si la inversión se produce al cabo de mucho más tiempo, digamos un cuatrillón de años. En tal caso, las estrellas se habrán apagado antes de que se llegue a ese punto y cualesquiera habitantes supervivientes afrontarán los mismos problemas que hemos abordado en un universo que siempre se expande.

Ocurra cuando ocurra la inversión medida en años desde este momento, después de un número igual de años el universo habrá vuelto a su tamaño actual. Sin embargo, su apariencia será muy distinta. Incluso con la inversión a cien mil millones de años, habrá muchos más agujeros negros y muchas menos estrellas de las que hay hoy. Los planetas habitables estarán muy solicitados.

Para cuando el universo vuelva a su actual tamaño, ya se estará contrayendo a una cierta velocidad, demediándose cada tres mil quinientos millones de años a una velocidad cada vez más acelerada. Sin embargo, lo divertido comenzará sobre los diez mil millones de años después de ese momento, cuando la subida de la radiación cósmica térmica de fondo se convierta en una seria amenaza. Para cuando la temperatura llegue a unos 300K los planetas como la Tierra no podrán hurtarse a ese calor. Se irán calentando sin cesar. Primero se derretirán los casquetes de hielo o los glaciares y luego los océanos empezarán a evaporarse.

Cuarenta millones de años después, la temperatura de la radiación de fondo alcanzará la temperatura que tiene hoy la Tierra. Los planetas de tipo terrestre serán entonces completamente inhóspitos. Por supuesto, la Tierra ya habrá afrontado ese destino porque el Sol se habrá expandido para convertirse en una gigante roja, pero entonces ya no habrá ningún otro lugar para nuestros descendientes, ningún refugio seguro. La radiación térmica llena el universo. Todo el espacio está a 300°C y sigue subiendo. Cualesquiera astrónomos que se hubieran adaptado a esas tórridas condiciones o que hubieran creado ecosistemas refrigerados para retrasar su propia cocción, se darían cuenta de que el universo se contrae en ese momento a pasos agigantados, demediándose en tamaño cada pocos millones de años. Cualesquiera galaxias que quedaran ya no serían reconocibles porque ya se habrían juntado unas con otras. Y, sin embargo, seguiría habiendo mucho espacio vacío: serían raras las colisiones entre estrellas aisladas.

Las condiciones del universo conforme se aproximara a su fase final se irían pareciendo a las que prevalecieron al poco del gran pum. El astrónomo Martin Rees ha llevado a cabo un estudio escatológico del cosmos en contracción. Aplicando los principios generales de la física, ha sido capaz de pintar un cuadro de los estadios últimos de la contracción. La radiación cósmica térmica se iría haciendo tan intensa que el cielo nocturno tendría un apagado color rojo. El universo se iría transformando en un horno cósmico que lo abarcaría todo, asando cualesquiera formas de vida frágiles que pudieran esconderse y desnudando a los planetas de sus respectivas atmósferas. Poco a poco, el destello rojizo se convertiría en amarillo y luego en blanco, hasta que la ardiente radiación térmica que bañara el universo amenazara la existencia de las propias estrellas. Incapaces de irradiar su energía, las estrellas irían acumulando calor y explotarían. El espacio se llenaría de gas caliente (plasma) con un resplandor ardiente y cada vez más caliente.

Conforme se acelera el ritmo de los cambios, las condiciones irían a la par haciéndose más extremadas si cabe. El universo empieza a cambiar apreciablemente a una escala de tiempo de sólo cien mil años, luego de mil, luego de cien, acelerando hacia la catástrofe total. La temperatura se eleva a millones, luego a miles de millones de grados. La materia que hoy ocupa amplísimas regiones del espacio se comprime en pequeñísimos volúmenes. La masa de una galaxia ocupa un espacio de unos pocos años luz de diámetro. Han llegado los últimos tres minutos.

La temperatura termina por hacerse tan alta que hasta los núcleos atómicos se desintegran. La materia queda reducida a un puré uniforme de partículas elementales. La obra del gran pum y de generaciones de estrellas para poder crear los elementos químicos pesados se deshace en menos tiempo del que se tarda en leer esta página. Los núcleos atómicos (estructuras estables que podrían haber perdurado billones de años) se ven aplastados irremisiblemente. Con la excepción de los agujeros negros, todas las demás estructuras han pasado a mejor vida hace ya tiempo. El universo presenta ahora una elegante pero siniestra simplicidad. No le quedan más que segundos de vida.

Mientras el cosmos se contrae cada vez más deprisa, la temperatura sube sin límite conocido a un ritmo cada vez mayor. La materia está tan comprimida que los protones y los neutrones ya no existen como tales: sólo un puré de quarks. Y sigue acelerándose a la contracción.

Está dispuesto ya el escenario para la catástrofe cósmica definitiva, dentro de unos pocos microsegundos. Los agujeros negros empiezan a fundirse unos con otros, con un interior muy poco diferente al estado de contracción generalizado del propio universo. Se trata simplemente de regiones del espacio-tiempo que han llegado al fin un poquito antes y a las que se une ahora el resto del cosmos.

En los momentos finales, la gravedad se convierte en la fuerza dominante, aplastando sin piedad la materia y el espacio. La curvatura del espacio-tiempo se incrementa a toda velocidad. Las regiones del espacio se van comprimiendo en volúmenes cada vez más pequeños. Según la teoría convencional, la implosión es infinitamente potente, liquidando la existencia de toda la materia y eliminando todo objeto físico incluyendo el tiempo y el espacio en una singularidad del espacio-tiempo.

Es el fin.

El «gran crujido», tal y como lo comprendemos, no sólo es el fin de la materia: es el fin de todo. Como el propio tiempo se interrumpe en el gran crujido, no tiene sentido preguntar qué ocurre a continuación, igual que no tiene sentido preguntar qué ocurría antes del gran pum. No hay un «después» en el que pueda ocurrir nada en absoluto: no hay ni tiempo siquiera para la inactividad ni el espacio para el vacío. Un universo que vino de la nada mediante el gran pum desaparecerá en la nada con el gran crujido, sin que quede siquiera un recuerdo de sus «equis-illones» años de existencia.

¿Deberíamos deprimirnos ante semejante perspectiva? ¿Qué es peor: un universo que va degenerando lentamente y expandiéndose eternamente hacia un estado de oscuro vacío u otro que implota en una ardiente aniquilación? ¿Y qué esperanza de inmortalidad queda entonces en un universo destinado a cerrarse en el tiempo?

La vida en esa aproximación al gran crujido parece incluso más desesperanzada que en el futuro lejanísimo de un universo en eterna expansión. El problema no es ahora la falta de energía, sino su exceso. Sin embargo, nuestros descendientes pueden tener miles de millones o incluso billones de años para prepararse para el holocausto final. Durante este tiempo, la vida podría expandirse por todo el cosmos. En el modelo más sencillo de un universo en contracción el volumen total de espacio es finito. Cosa que ocurre porque el espacio es curvo y puede conectarse consigo mismo en el equivalente tridimensional de la superficie de una esfera. Por ello es concebible que los seres inteligentes puedan esparcirse por todo el universo y controlarlo, situándose así en disposición de afrontar el gran crujido con todos los recursos posibles a su disposición.

En un primer momento, no es fácil ver por qué habrían de preocuparse. Dado que la existencia más allá del gran crujido es imposible, ¿a qué vendría prolongar la agonía un poquito más? En un universo con una edad de billones de años, da igual la aniquilación diez millones o un millón de años antes del final. Pero no debemos olvidar que el tiempo es relativo. El tiempo subjetivo de nuestros descendientes dependerá de su tasa metabólica y de procesado de información. Y otra vez, suponiendo que tengan muchísimo tiempo para adaptar su forma física, podrían ser capaces de convertir la llegada del Hades en una cierta forma de inmortalidad.

Una temperatura en aumento significa que las partículas se mueven más deprisa y que los procesos mentales se dan más rápidamente. Recuérdese que la exigencia esencial de un ser sentiente es la capacidad de procesar información. En un universo con una temperatura en aumento, la tasa de procesado de la información también se acelerará. Para un ser que utilizara procesos termodinámicos de mil millones de grados, la aniquilación inminente del universo parecerá estar a años vista. No hace falta temer el fin del tiempo si el tiempo remanente puede estirarse infinitamente para la mente de los observadores. Conforme la contracción se acelere hacia el crujido final, las experiencias subjetivas de los observadores podrían en principio dilatarse cada vez con más rapidez, haciendo frente a la inmersión del Armagedón con una velocidad de pensamiento cada vez mayor. Supuestos los recursos suficientes, estos seres serían literalmente capaces de comprar tiempo.

Podríamos preguntarnos si un superser que habitara ese universo en contracción en sus últimos momentos tendría un número infinito de pensamientos y experiencias en el tiempo finito de que dispusiera. La cuestión la han estudiado John Barrow y Frank Tipler. La respuesta depende sobre todo de los detalles físicos de los estadios finales. Si el universo, por ejemplo, permanece relativamente uniforme al acercarse a su singularidad final, surge un problema fundamental. Sea cual sea la velocidad del pensamiento, la velocidad de la luz sigue inalterada y la luz puede viajar, como mucho, una distancia de un segundo luz por segundo. Como la velocidad de la luz define la velocidad limitante a la que cualquier efecto físico puede propagarse, se deduce que no puede darse ninguna comunicación entre regiones del universo que estén separadas por más de un segundo luz durante el último segundo. (Es otro ejemplo de horizonte de sucesos, parecido al que impide que la información salga de los agujeros negros). Conforme se acerque el fin, el tamaño de las regiones comunicables y del número de partículas que contengan se encogerá hacia cero. Para que un sistema procese la información, todas las partes del sistema deben comunicarse entre sí. Está claro que la velocidad finita de la luz actúa para restringir el tamaño del «cerebro» que pueda existir al acercarse el final, lo cual a su vez podría limitar el número de estados diferentes, y por ende, pensamientos, que pudiera tener un cerebro tal.

Para eludir esta restricción es necesario que los estadios finales de la contracción cósmica se desvíen de la uniformidad, lo que, verdaderamente, es muy probable. Las abundantes investigaciones matemáticas sobre la contracción gravitatoria parecen indicar que conforme implote el universo, la tasa de contracción variará en distintas direcciones. Curiosamente, no se trata sin más de que el universo se encoja más por una parte que por otra. Lo que ocurre es que empiezan unas oscilaciones, de manera tal que la dirección de la contracción más rápida cambia sin parar. En efecto, el universo fluctúa hacia la extinción en ciclos de violencia y complejidad crecientes. Barrow y Tipler conjeturan que estas complejas oscilaciones hacen que el horizonte de sucesos desaparezca primero por aquí y luego por allá, permitiendo que todas las regiones del espacio se mantengan en contacto. Cualquier supercerebro deberá ser muy avispado y cambiar sus comunicaciones de una a otra dirección conforme las oscilaciones contraigan más rápidamente una parte que otra. Si ese ser puede seguir el ritmo, las propias oscilaciones podrían proporcionar por sí mismas la energía necesaria para conducir los procesos del pensamiento. Lo que es más, en los modelos matemáticos sencillos parece haber un infinito número de oscilaciones en la duración finita que terminará en el gran crujido. Lo cual proporciona una cantidad infinita de procesado de información y, por hipótesis, un tiempo subjetivo infinito para el superser. Así puede que no acabe nunca el mundo mental, incluso aunque el mundo físico llegue a un cese brusco en el gran crujido.

¿Qué podría hacer un cerebro de capacidad ilimitada? Según Tipler, no sólo sería capaz de deliberar sobre todos los aspectos de su propia existencia y la del universo que abarca, sino que, con su poder de procesado de la información, podría simular mundos imaginarios en una orgía de realidad virtual. No habría límites al número de posibles universos que pudiera internalizar de este modo. No sólo se estirarían hasta la eternidad esos últimos tres minutos, sino que también permitirían la realidad simulada de una variedad infinita de actividad cósmica.

Por desgracia, estas especulaciones (un tanto enloquecidas) dependen de modelos físicos muy concretos que pueden resultar absolutamente carentes de realidad. También pasan por alto los efectos cuánticos que con seguridad prevalecerán en los estadios finales de la contracción gravitatoria, efectos que bien podrían situar un límite definitivo a la tasa de procesado de la información. De ser así, esperemos que ese superser o superordenador cósmico llegue por lo menos a comprender la existencia lo suficientemente bien en el tiempo de que disponga para reconciliarse con su propia mortalidad.