20

Cruz Morales escapó de los agentes del Estado atajando por una serie de callejones y aparcó junto a un contenedor detrás del Freckles, a la entrada de Patterson Avenue. Permaneció sentado en la oscuridad, jadeante y alerta mientras sus ojos saltaban, nerviosos, de un lado a otro. En el interior del Freckles, que a Cruz le había parecido que era un pequeño bar, sonaba música country y un murmullo de voces. De repente deseó una cerveza más que ninguna otra cosa en el mundo. Tenía los nervios alterados y jamás en la vida había estado tan asustado.

Estaba seguro de que los inmensos helicópteros que volaban bajo y rastreaban con los focos andaban tras él. No sabía qué había hecho para que le persiguieran de esa manera, a no ser que se tratara de algo relacionado con el paquete de la rueda de repuesto. Pero ¿cómo lo sabían las autoridades? Cuando esos tipos del taller lo llevaron a la trastienda y le dieron un paquete a cambio de otro, Cruz supo que estaba participando en algo que podía acarrearle problemas. Pero esos tipos no lo habrían delatado. ¿Para qué? Además nadie había visto la transacción y, según recordaba, los helicópteros ya estaban en el cielo cuando él salió del aparcamiento del taller. ¿Las autoridades lo buscaban antes de que hubiera hecho algo? ¿Cómo era eso posible?

Se apeó del coche, abrió el maletero y sacó el paquete del compartimento de la rueda que, en realidad, no era ningún escondite ya que en él no estaba ni la rueda de repuesto ni la alfombra, y el primer lugar que un poli registraría sería ése. Cruz estaba a punto de tirar el paquete en el contenedor cuando se abrió la puerta trasera del bar y el callejón se inundó de luz y voces.

Major Trader estaba borracho, se sentía machito y había decidido orinar afuera, por más que el Freckles tuviera unos aseos en condiciones. Aliviarse al aire libre lo devolvía a sus raíces, y los piratas y los pescadores eran muy diestros adaptándose a la inconveniencia. Las barcas, por ejemplo, no tenían proa, y la familia de Trader tenía una casita en el patio que él tampoco utilizaba apenas cuando aparecía por allí, a menos que se llevara entre manos algo más importante que orinar. Trader se tambaleó un poco mientras se debatía con la bragueta y los dientes de una terca cremallera mordían la tela de sus mal cortados pantalones.

—¡Mierda! —Trader blasfemó como un pirata y tiró con fuerza—. ¡Que los demonios se apoderen de mi alma!

Cuanto más fuerte tiraba, más se le clavaban los dientes de la cremallera. Estaba en un apuro, de acuerdo, porque la cremallera se hallaba exactamente a mitad de camino y cuanto más luchaba con ella, más se quejaba su vejiga. Tambaleante, se puso una mano entre las piernas y maldijo su suerte al tiempo que intentaba romper los clientes metálicos de la cremallera.

Cruz se agazapó en las sombras detrás del contenedor y asomó la cabeza para observar, asombrado, lo que estaba ocurriendo. Nunca había visto un numerito como aquél. ¿En qué demonios hablaba el gordo y por qué saltaba sobre un pie y después sobre el otro mientras se agarraba las partes íntimas? Bajo aquella luz escasa parecía que se tiraba de la entrepierna hacia arriba, como si quisiera librarse de la gravedad y salir volando, jadeaba y maldecía como un pirata y sus saltos y brincos eran cada vez más vigorosos y lo impulsaban más cerca del contenedor en dirección a Cruz.

Cruz dejó el paquete en el suelo y se puso frente al contenedor justo en el momento en que aquel demente avanzaba a saltos hasta la parte trasera de éste. Entonces corrió, montó en su coche y se alejó a toda velocidad mientras Trader seguía agarrándose las partes y saltando y su urgencia se volvía más insoportable. La cremallera había pasado de resistirse a quedarse completamente trabada. Aquellos dientes de metal no iban a soltarse y estaban clavados con tal violencia que la cremallera ardía al tacto.

Trader tiró de ella y gimió de dolor. Era como si alguien le hubiese puesto una bomba de bicicleta en la vejiga y quisiera saber cuántos kilos de presión podía aplicar antes de que reventara y quedara plana de alivio y vergüenza. Los piratas no se meaban encima, ni de niños. Una cosa era mearse en otros y en sus propiedades, pero uno no se meaba encima ni siquiera mientras abordaba un barco o incendiaba un vivero de cangrejos. Trader estaba cansado de saltare jadeante cuando vio un paquete en el suelo y se sentó sobre él con las piernas cruzadas.

—Maldita sea —murmuró repetidas veces mientras la puerta trasera del Freckles se abría. Un rayo de luz lo alcanzó y entrecerró los ojos.

Hooter Shook acababa de terminar el turno en el peaje y se había dejado caer por el bar en busca de compañía masculina y una bebida. Se lo había pasado tan bien con el grandullón de Macovich que la cabeza le empezó a dar vueltas. Luego, por desgracia, discutieron.

—No creo que me case —le dijo Macovich mientras se atizaba la cuarta cerveza, porque no quiero que un montón de niños me salten encima en el momento en que entro en casa y que todo mi dinero salga por la ventana. Llevo tiempo ahorrando para comprarme un Corvette.

—¿Qué? —Hooter estaba un poco bebida, y la cerveza y su carácter no combinaban bien—. Eres como todos los demás —lo acusó mientras hacía repiquetear sus uñas postizas increíblemente largas sobre la barra—. Sí, yo me mato trabajando y cuando llego a casa te encuentro sacando brillo a ese coche tuyo mientras que los niños están en la casa berreando, con los pañales sucios y sin nada que comer. Luego esperas sexo de mí mientras bebes cerveza y ni siquiera me preguntas qué tal me ha ido la jornada.

—¡Vaya! ¡Has saltado al final de la película, nena! Todavía no hemos hecho manitas y ya estamos casados y tenemos niños. ¿Por qué no bebemos más cerveza y nos relajamos?

Ella tamborileó las uñas con tanta fuerza y de una manera tan errática que parecían patines de hielo en un partido de hockey.

—Nunca he entendido por qué las mujeres tenéis que llevar esas uñas de ocho centímetros —confesó—. ¿Has cogido alguna vez un sello o una moneda?

—Yo no cojo monedas si no es con guantes —replicó, indignada. ¡Ya sabes cómo me siento con las cosas sucias e insalubres!

Eso preocupó a Macovich de manera considerable. Si se sentía de ese modo con el dinero, ¿qué tipo de intercambios iba a tener con ella? Por lo que había contado, dormía con un traje anticontaminación biológica y esas uñas podían hacerle daño en sus partes delicadas. Vaya, pensó. ¿Y si le clavaba las uñas en el caballo? ¿Y si, además, llevaba un perfume llamado Veneno? Tenía que mostrarse más precavido y no ligar con alguien que había conocido en el peaje de la autopista. La última vez que ligó con una mujer de la que no sabía nada, la situación había sido parecida. Letitia Sweet trabajaba en el supermercado Shell Quik, cerca de comisaría, y una tarde que Macovich estaba de turno entró a comprar palomitas y a tomarse un café. Letitia era robusta como un Cadillac y a buen seguro tenía encima tantos kilómetros y tantas capas de pintura como el coche, pero Macovich estaba de mal humor debido a esa fiera del billar que era la hija de Crimm.

—¿Qué llevas puesto? —le preguntó a Letitia cuando ésta apareció tras el mostrador, impresionándola con un billete de veinte dólares.

—¿Qué quieres decir con eso de qué llevo puesto? —Ella le dedicó una sonrisa y se inclinó sobre la caja registradora, mostrando sus pechos como artillería.

Macovich tuvo que reconocerlo; aquella mujer era un bocado apetitoso la agarrara por donde la agarrara, aun cuando su primera cita fuera la última.

—¿Quién te crees que eres? —le gritó Letitia—. ¿Qué te crees que haces, agarrándome de este modo? ¿Piensas que no tengo sangre en las venas? ¿Te gustaría que te cogiera y te diera con el estropajo que utilizo para limpiar el puchero al final de la jornada?

Ella le hizo una demostración y Macovich tuvo que admitir que no le gustó en absoluto. Así pues, ¿por qué había ido de Letitia a Hooter? Estaba perdido en el espacio de su propia disfunción y de sus malas experiencias. Cuando Hooter dijo que necesitaba aire fresco y que, si tenía suerte, hablaría con él breves momentos en caso de que volviera a pasar por el carril de importe exacto, decidió que era mejor no protestar. Como era habitual, ella terminaba la cita en un sitio dejado de la mano de Dios, sin medio de transporte para volver a casa. Sintió pena de sí misma, pero olvidó sus problemas durante unos instantes cuando salió al callejón y vio a un hombre gordo sentado sobre un paquete junto al contenedor.

—¿Qué te pasa, cariño? Me parece que no te encuentras bien —dijo Hooter acercándose a él con sus tambaleantes tacones altos—. ¿Qué haces en este frío callejón? ¿Quieres que llame a una ambulancia?

—Se me ha trabado la cremallera —le dijo Trader, que se retorcía y tiraba de ella en vano. ¡Maldición!

—A mí me ha ocurrido alguna vez —se solidarizó Hooter al tiempo que se acercaba y lo miraba bien para asegurarse de que no se tratara de un desequilibrado mental—. Y te digo que es mucho peor cuando sucede detrás. —Señaló la espalda de un imaginario vestido de noche—. A mí me ocurrió en ese elegante baile de Nochevieja en el Holiday Inn. No podía subirme la cremallera y temía que, si tiraba muy fuerte, rompería aquel bonito traje.

Siguió explicando con todo detalle que, finalmente, había decidido esperar en el vestíbulo del hotel hasta que pasó un joven árabe y la ayudó a bajarse la cremallera para que pudiera volver a subírsela sin que se enganchara en la tela de chiffon. Pero el árabe no quería que se la subiera y, de hecho, insistió en que se quitara el vestido y todo lo que llevaba debajo; ella no tuvo más remedio que pegarle. Hooter encendió un cigarrillo, atrapada en sus recuerdos mientras Trader seguía luchando con la cremallera y le suplicaba que lo liberase de aquel cautiverio.

—Échame una mano, por favor.

—¿Qué dices, que quieres un cigarrillo? —Ella encendió uno y se lo tendió—. Te daré todos los que quieras y no te cobraré, porque nunca toco dinero con mis manos. Además, creo que es un pecado dar un cigarrillo a alguien y después cobrarle, ¿no te parece? ¿Estás sentado encima de algo, cariño?

De repente Trader notó el duro bulto sobre el que se había situado junto al contenedor. Lo palpó con la mano que tenía libre y empezó a arrancar el papel al tiempo que apagaba el cigarrillo en el suelo.

—Armas —anunció, y entonces advirtió que tal vez podría utilizar una para disparar contra la cremallera y desatascarla, siempre que procediera con cuidado.

—¡Oh, Dios mío! ¿Y por qué te has sentado encima de esas pistolas? Eso es peligroso. ¿Por qué las tienes envueltas como si te hubiesen llegado por un servicio de paquetería?

Trader sacó una pistola de nueve milímetros, abrió la recámara y, aunque no estaba familiarizado con las armas de fuego, a excepción de las pistolas de señales, se alegró de ver que estaba cargada. Manoseó la corredera hasta que intuyó que el cartucho ya estaba en la cámara. Separó las rodillas todo lo que pudo y disparó con cuidado.

—¡Dios todopoderoso! —gritó cuando la bala chocó contra la cremallera de cobre y rebotó en el contenedor produciendo gran estruendo.

—¡Estás loco! —chillo Hooter al tiempo que retrocedía unos pasos y estuvo a punto de caer. ¿Por qué disparas a tus partes íntimas?

Trader siguió debatiéndose con la cremallera y apretó de nuevo el gatillo; se enfureció al ver que la bala rebotaba en el metal y salía silbando hacia arriba, alcanzando la farola de la calle. Aquella cremallera era indestructible y clavaba los dientes en un mordisco letal. Él seguía disparando sin cesar y los casquillos caían al suelo. Hooter corrió por el callejón, llamando a la policía y haciendo señales con los brazos a los helicópteros que sobrevolaban la zona.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó—. ¡Bajen y detengan a ese chiflado! ¡Quiere volarse las partes íntimas y está fallando, pero pronto alcanzará algo! ¡Socorro! ¡Socorro!

Andy aparcaba frente a la casa de Judy Hammer cuando le llegó la llamada por la radio.

—Alguien dispara en la manzana cinco mil de Petterson Avenue. No hay ningún agente de la zona. Hay testigos que informan de un tiroteo en el callejón.

Hammer apareció en el porche delantero, preguntándose por qué Andy no se apeaba del coche. Bajó las escaleras para averiguarlo.

—¿Qué haces? —preguntó Hammer mientras Andy bajaba la ventanilla.

—Hay un tiroteo y nadie responde a la llamada —respondió, excitado. Supongo que las otras patrullas de la ciudad están ocupadas en otros tiroteos y buscando al hispano.

—Vamos —dijo ella sin vacilar al tiempo que montaba en el coche.

Arrancaron a toda prisa con la luz giratoria activada y la sirena a todo volumen mientras la telefonista de la policía seguía intentando que algún agente despertara y acudiera a Petterson Avenue.

—Tres treinta —dijo Andy por la radio, utilizando el número de unidad que tenía cuando estaba en el departamento de policía de Richmond.

—Tres treinta —repitió la telefonista, algo confundida, porque recordaba la agradable voz de Andy y sabía que ya no trabajaba para el municipio.

—Acudo a Petterson Avenue —confirmó Andy.

—Diez cuatro, antigua unidad tres treinta.

—¿Sabe en qué lugar del callejón? —preguntó, hablando al micrófono.

—Diez diez, tres treinta. —Era la manera que la policía tenía de decir: «Negativo, agente Brazil o quienquiera que se haga pasar por el agente Brazil».

La telefonista Betty Frealdey se volvió hacia los operadores de las llamadas de emergencia que estaban sentados a sus espaldas y se encogió de hombros.

—Pensaba que se había marchado y que había ingresado en la policía estatal. ¿Qué hace aquí otra vez? —preguntó.

Todos los operadores de emergencia se encontraban ocupados. Esa noche, en Richmond las cosas estaban que ardían: Un varón blanco borracho había caído en el patio mientras sacaba de paseo a su perro. Una mujer negra yacía en medio de la calle, cerca de la tienda de comestibles Eggleston. Un bebé se había comido las cuentas que había en el interior de un osito de peluche Millenium Y2K. Se habían producido varios accidentes de coche y casi todos los agentes andaban tras los pasos de un varón hispano sospechoso de conducir un Grand Prix con matrícula de Nueva York. Sin embargo, el suceso que más llamó la atención de Hammer fue que un hombre con una bolsa en la cabeza había intentado robar la tienda de pan y pollo Popeye en Chamberlayne Avenue.

—Me pregunto si será el mismo tipo que el año pasado intentó atracar la cabina de un peaje —dijo Hammer—. ¿Cómo se llama? Chocó contra la cabina porque llevaba en la parte trasera de la cabeza los agujeros que había hecho en la bolsa y no veía.

—En la calle se le conoce por Stick —respondió Andy. Tiene un historial delictivo interminable y lleva años utilizando el sistema de la bolsa.

—Habría que pensar que ya se ha dado cuenta de que su modus operandi es obvio y no funciona —dijo Hammer, a la que siempre sorprendía la estupidez de muchos delincuentes.

—Asaltó el Popeye de Broad Street hace un par de meses —recordó Andy al tiempo que aceleraba para cruzar una luz en ámbar en Cary Street—. Entró con la bolsa en la cabeza, tropezó con la barandilla donde la gente hace cola, se hizo con ocho piezas de pollo para la cena y luego chocó contra el escaparate y se rompió la nariz. Conseguimos su ADN por la sangre que dejó en la bolsa de papel.

—¿Va armado?

—Ése es el problema. Nunca lleva armas; se limita a entrar con la bolsa en la cabeza y pide algo. Por eso no podemos acusarlo de nada serio y nunca pasa demasiado tiempo en la cárcel. Según él, pide a la gente que le dé algo y la gente se lo da sin protestar, lo cual no es un delito, y no hay nada en el Código de Virginia que impida andar por ahí con una bolsa en la cabeza. Así, cuando Stick se presenta al juicio, el juez lo deja en libertad.

—A cualquier agente de la zona —dijo la telefonista—. Hay un varón blanco con una bolsa en la cabeza en el aparcamiento del Popeye en Chamberlayne Avenue. Una ambulancia va de camino hacia allí.

—Me parece que ha tropezado de nuevo —dijo Andy.

Aquella noche Stick no fue el único que tropezó. Cuando Barbie Fogg se apeó de su furgoneta en el aparcamiento, pisó la muñeca Barbie de una de las mellizas. Como siempre, estaba allí donde la niña había jugado con ella.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Barbie mientras se levantaba del suelo y comprobaba si se había hecho daño.

Barbie, que creía de veras en las señales del universo, interpretó lo que habría podido ser un accidente grave como señal de que había dado un paso en falso y algo se le había pasado por alto. «¡0h, claro!», pensó mientras recordaba aquello tan especial que le había sucedido antes de detenerse en la residencia de ancianos, donde visitaba a mujeres enfermas y olvidadizas a las que no conocía. Barbie creía que el universo la había elegido para ser una sanadora y, por fin, el universo estaba a punto de recompensarla; era por eso que Hooter le había dado aquel regalo especial.

Minutos más tarde, sus vecinas, las hermanas Clot, vieron que Barbie colocaba un adhesivo en el cristal trasero de la furgoneta familiar. Uva Clot miró desde detrás de las cortinas de la cocina y se quedó pasmada.

—¡Ven, mira! —gritó Uva a Ima, su hermana solterona que veía la televisión en la sala, con el sonido a todo volumen—. Que Dios se apiade de ella, se cae de borracha y pega esa cosa en el coche con los niños dentro de la casa. ¿Qué va a ser de esos niños cuando todo el mundo vea lo que su madre acaba de poner en la furgoneta? Siempre he sospechado de ella. ¿Te lo había dicho, Uva, que sospechaba de ella? ¡Ven aquí ahora mismo y mira lo que hace!

Uva se movió con dificultad apoyada en su bastón y entrecerró los ojos por la abertura de las cortinas. Al ver a Barbie Fogg en su aparcamiento iluminado, se puso rígida. No veía bien lo que hacía, pero era como si se moviera junto a la furgoneta y pateara una muñeca para luego acercarse al vehículo, alisar algo en el cristal trasero y después alejarse un poco para admirarlo. Uva distinguió unos colores brillantes.

—¿Qué se trae entre manos? —le preguntó a su hermana.

—¿No has visto lo que ha puesto en la ventana, Uva? ¡Uno de esos adhesivos del arco iris! ¿No te acuerdas de todas esas banderas y pegatinas del arco iris que veíamos cuando vivíamos en el barrio francés?

Uva contuvo una exclamación, tan sobresaltada que se abalanzó hacia delante con el bastón y cayó entre las cortinas. Se agarró a ellas para recuperar el equilibrio y éstas se desplomaron con gran estruendo. Barbie Fogg vio que las hermanas Clot la observaban desde la ventana de la cocina que, de repente, se había vuelto transparente, y las saludó con la mano mientras se escabullían.

—Lennie —gritó Barbie mientras entraba en la cocina por el lavadero, donde su marido hurgaba en el frigorífico. Nunca dirías lo que ha ocurrido hoy.

—Seguro que no —respondió Lennie, irritado, mientras abría una lata de cerveza—. Y no voy a adivinarlo.

—Un dechado de palabras —dijo ella, como siempre.

—¿Por qué has tardado tanto? Pensaba que volverías mucho antes.

—El tráfico y esa pobre gente de la residencia —respondió ella—. Oh, Lennie, esta noche he hecho una amiga y he puesto un adhesivo del arco iris en la furgoneta.

—¿Y ahora qué harás? ¿Conducirás en medio de una tormenta y encontrarás un bote de oro? —Lennie dio un trago a la cerveza y se secó los labios con el revés de la mano.

—¿Duermen las niñas? —quiso saber Barbie mientras hurgaba en el frigorífico, porque había decidido celebrar su arco iris con un combinado de limonada—. Un bote de oro estaría muy bien, ¿no?

—Sí, sí, escucha —dijo Lennie—, a uno de mis clientes le sobran entradas para la carrera del sábado y, como ya sabes, yo tengo que ir a Charlotte a esa conferencia de la inmobiliaria. Así que si quieres las entradas, dímelo o se las doy a alguien.

—Llamaré a una canguro y tal vez vaya con una amiga —asintió Barbie, sin añadir que no se perdería una carrera por nada del mundo y que estaba encantada de que su marido no pudiera ir.

Barbie sentía una pasión secreta por el piloto Ricky Rudd, que tenía una piel aterciopelada y un encantador cabello rubio. Cada vez que encontraba fotos de él con la estrella de la Texaco en su vistoso traje o veía en televisión el Monte Carlo rojo brillante con el número 28, sentía un cosquilleo en todo el cuerpo y decidía escribirle una carta. Llevaba años escribiéndole; él vivía en Carolina del Norte y le enviaba misivas semanales, preocupada en conseguir su teléfono cuando se mudara a Virginia, su estado natal. Nunca le había contestado, por supuesto, pero ella creía que lo habría hecho de no haber utilizado seudónimo e indicar el remitente.

Además de Ricky Rudd, Barbie también estaba obsesionada por Bo Mann, en quien se fijó mientras conducía el coche de seguridad en la Chevrolet 2000 del Monte Carlo 500 del año anterior. Cuando Barbie se acercó el foso para suplicar que le tomaran una foto con él, fue lo bastante lista para engañarle y conseguir su dirección.

—Si te mando la foto en un sobre con el franqueo pagado, ¿me dedicarás un autógrafo? —le preguntó ella mientras posaban ante el coche de seguridad.

—¿Dónde? ¿En el sobre o en la foto? —replicó Bo. ¡Cómo le gustaban a Barbie los hombres con sentido del humor!

—Me han dicho que esta noche han reventado a un hombre junto al río —decía Lennie—. Eso significa que otro psicópata anda suelto. Vamos a la cama a hacer el amor.

A Barbie la limonada le subía a la cabeza a toda velocidad.

—Oh, querido —suspiró—. Me parece que esta noche no tengo muchas ganas, Lennie. Mi cerebro está lleno de arco iris y lo único que quiero es relajarme y disfrutar de esa sensación, si no te importa.

A Lennie sí le importaba. Frustrado, terminó la cerveza y sacó otra. La abrió y contempló la esbelta silueta de su mujer; dedicaba mucho tiempo al cuidado de su cuerpo, pero luego no dejaba que le quitara la ropa y explorase lo que tanto esfuerzo le costaba mantener. Aquello era absurdo. ¿Por qué quería una mujer ser atractiva si luego no le apetecía el sexo?

—Voy a ver si las niñas están bien, y me acuesto —anunció Barbie—. ¡Oh, querido, creo que voy a desvanecerme por culpa de esta limonada!

—¡Cómo me alegro de que algo consiga tumbarte! —murmuró él mientras pensaba en lo poco que se quejaba de lo mucho que salía su esposa de compras o de cuánto gastaba en cirugía plástica e inyecciones, por no hablar de lo que debía de hacer con esa doctora a la que acudía una vez al mes.

Lennie también le mandaba flores a menudo, aunque no hubiese ningún motivo especial, y nunca se quejaba de tener que cuidar a las gemelas, Mandie y Missie, que tenían casi cinco años. Lo único que deseaba era que su mujer le permitiera tocarla y al menos fingiera que le gustaba o que no le importaba.

Lennie le tendió otro combinado de limonada y se sirvió otra cerveza. Hacerla beber solía funcionar, pero en los últimos tiempos lo único que conseguía era ponerla grogui y distante.

—No puedo seguir viviendo así —murmuró él—. Me parto la espalda vendiendo fincas y, la mitad de las veces, al llegar a casa tengo que hacer de canguro de las niñas porque tú estás visitando inválidas o con tus amigas por ahí. Luego estás demasiado cansada para mí, o será que te has cansado de mí.

—Una chica necesita amigas, ¿sabes? —A Barbie le costaba pronunciar—. Me parece que los hombres no comprenden lo mucho que necesitamos a nuestras amigas. ¿Cuántas entradas dices que te sobran?

—Sí, claro, pues creo que yo también necesito una amiga —replicó él en tono más agresivo.

Barbie se echó a llorar. No soportaba su mal humor ni su fealdad, y se acobardó ante aquella muestra de rabia ciega.

—No lo sé —sollozó—. Lo siento, Lennie. Intento complacerte por todos los medios, cariño, pero desde que cumplí cuarenta años no me ha apetecido más. No es culpa tuya, amor mío, seguro que no lo es. Tal vez necesite consultar a alguien y hablar de ello.

—Oh, Dios mío. —Lennie puso los ojos en blanco—. ¡Y ahora tendré que pagar otra terapeuta, supongo! ¿Para qué? Tú eres consejera voluntaria. ¿Por qué no hablas contigo misma?

Ella lloró con más desconsuelo y él se sintió muy mal. Entonces la abrazó y le suplicó que fuera feliz.

—Si necesitas hablar con alguien, hazlo de inmediato —la tranquilizó en voz baja—. Tengo dos entradas y seguramente conseguiré algunas más a través de ese ejecutivo de la General Motors que acaba de jubilarse y ha comprado esa casa grande que hay junto al río.

Andy y Hammer doblaron la esquina del callejón del Freckles y vieron que todas las farolas estaban apagadas. Trader, cubierto de porquería, se hallaba sentado sobre un paquete junto a un contenedor que rebosaba basura hedionda. Se había quedado sin munición y seguía batallando con su cremallera, al borde de la histeria y desesperado por mear.

—¡Por el amor de Dios! —dijo Hammer al descubrir a su más odiado funcionario—. ¿Qué demonios está haciendo aquí, sentado sobre un paquete, y disparando un arma? ¿Y por qué lleva el traje tan sucio?

—¡La cremallera no se me abre! —respondió Trader en una explosión de ira.

Hammer se agachó para calibrar el problema y Andy vio a una mujer acechando en la oscuridad, desde una distancia prudencial.

—Eso es porque se le ha enganchado la ropa interior en la cremallera —dijo Hammer—. ¿Y por qué están tan mellados todos los dientes?

—¡He intentado hacerlos saltar!

—No se mueva —le ordenó Hammer—. A ver qué puedo hacer.

Palpó la cremallera de Trader, con cuidado de no tocar nada más. Tardó unos segundos en desengancharle el calzoncillo y la cremallera sonrió abierta. El hombre fue hasta el otro lado del contenedor y empezó a orinar como un caballo.

—¡Señor! —exclamó Andy, asqueado.

Luego inspeccionó el paquete que había en el suelo y sacudió la cabeza: contenía cinco revólveres de gran calibre y varias cajas de munición.

—Por lo visto se dedica a todo tipo de actividades paralelas.

—Sí —asintió Hammer, enojada—. ¡Qué vergüenza!

—¡Eh! —gritó Andy a la mujer que esperaba entre las sombras, incapaz de distinguir nada salvo una silueta con el cabello trenzado y tacones altos—. ¡Venga aquí!

Hooter caminó tambaleante hacia ellos, nerviosa porque tal vez también anduviera metida en un problema y no sabía cuál.

—Oh, les conozco a los dos —dijo Hooter, sorprendida—. Usted era esa jefa de policía, pero ya no lo es más porque ahora está con los estatales. —Luego se dirigió a Andy—: Y usted es el encantador agente que me ayudó el año pasado, cuando ese tipo de la bolsa en la cabeza quiso atracarme en la cabina del peaje.

—¿Qué sabe de esto? —Andy movió la cabeza en dirección a Trader, que seguía aliviándose.

—Lo que sé es que salí del bar y que él estaba aquí en el callejón, dando saltos, y que luego se sentó encima del paquete. ¡Oh, Dios mío, mire! ¡Son pistolas! Nunca sabré por qué estaba sentado sobre esas armas junto a un contenedor. Le dije que era peligroso, pero no se separaba del paquete y tiraba de su entrepierna. Así que no sé nada más, excepto que de repente empezó a disparar hacia todos lados y yo corrí para ponerme a cubierto y pedir ayuda.

—¿Y qué hacía aquí en el callejón? —quiso saber Andy.

—Estaba tomando el aire.

—Si estaba tomando el aire es que antes estuvo en el interior de algún sitio donde no había demasiado. ¿Dónde? —preguntó Andy.

—Tomando una copita —señaló el Freckles con la cabeza—. Había mucho humo ahí dentro, sobre todo por culpa de ese agente que nunca apaga un cigarrillo sin encender otro.

Andy pensó al instante en Macovich, y Hammer hizo lo mismo.

—Ve a mirar si aún está en el bar —le dijo Hammer a Andy.

Corrió hasta la parte delantera de aquel bar de barrio viejo y al abrir la puerta se clavaron en él un montón de ojos turbios. Macovich estaba solo, sentado en un reservado, y bebía y fumaba. Andy se sentó frente a él.

—Acabamos de recoger a Major Trader en el callejón —dijo—. ¿No has oído todos esos disparos?

—Pensaba que era un coche a escape libre —farfulló Macovich tras una nube de humo—. Y estoy libre de servicio —añadió malhumorado—. Pero sé que Trader está en la zona, porque lo he visto en la barra un buen rato, solo, bebiendo cerveza. Yo no le he dicho nada, claro, y he intentado no llamar su atención.

—¿Lo has visto hablar con alguien o telefonear? ¿Algo que nos indique que había venido aquí para encontrarse con alguien y comprar un paquete de armas?

—¡Vaya! En estos días, todo son problemas —dijo Macovich mientras hacía girar despacio la botella de cerveza sobre la mesa—. Ese hombre me gusta muy poco, pero no puedo decir que lo viera hacer algo sospechoso.

—Entonces no podremos demostrar que tiene algo que ver con esas armas —comentó Andy, decepcionado—. Al menos, de momento. Y no pertenece a nuestra jurisdicción acusarlo de alboroto público con exhibicionismo. Eso corresponde a la policía municipal, silo creen conveniente. ¿Estabas aquí con Hooter?

—¡Eso sí que fue un error! No aguanta ni una sola cerveza, ya se ha puesto caliente y… Eso me pasa por ligar con la empleada del peaje.

Macovich intentó comportarse como si Hooter no le importara en absoluto. Era inferior a él, una vulgar empleada de la autopista. ¿Y si se ponía desagradable y salía enfurecida de la cabina? Él podía ligar con mujeres a cualquier hora del día y no necesitaba para nada a la empleada del peaje.

—Creo que lo mejor será que la acompañe a casa —dijo Macovich—. No tiene coche.

—Pues yo creo que lo mejor será que pida un taxi para cada uno —replicó Andy—. Pero ella tal vez deba explicar unas cuantas cosas a la policía.

En el mismo momento en que Andy decía aquello, Hammer preguntaba a Hooter por la policía.

—¿Eres tú quien los ha llamado? —preguntó Hammer—. Porque alguien tiene que haberlo hecho.

—Yo grité a los helicópteros —Hooter miró el Black Hawk que volaba a poca altura—, y supongo que uno de los pilotos pidió ayuda por radio.

—Es imposible que te oyeran gritar desde un helicóptero —replicó Hammer mientras Trader seguía regando el callejón, detrás del contenedor.

—Bueno, lo único que sé es que yo les grité y moví los brazos, por lo que tuvieron que ser ellos los que avisaran a la policía, porque yo no lo hice. Tampoco había oído nunca a nadie mear tanto rato. —Miró en dirección al ruido—. Vaya tipo raro. Creo que será mejor que usted lo registre; apuesto a que ha hecho otras cosas que no están bien. Quizá también es homosexual, porque intentaba volarse a tiros las partes íntimas como si odiase su masculinidad. Eso significa que probablemente tenga el sida y cantidad de dinero sucio en el bolsillo. Yo que usted no lo tocaría sin guantes. Llevo un par en el bolso; si los necesita, se los presto —ofreció—. Imagino que tendrá que encerrarlo —añadió mientras Andy salía del Freckles.

—Trader ha estado dentro, bebiendo —informó Andy—. Macovich lo ha visto. ¿Y tú? —le preguntó a Hooter.

—Si estaba, yo no lo vi. Había tanto humo flotando alrededor de la mesa.

—Voy a llamar a los municipales a ver qué quieren hacer —dijo Andy a Hammer—, pero de momento no pienses que este caso es nuestro. —Luego se dirigió a Hooter—: Tenemos que conseguirte un taxi.

—Escuche —dijo ella, indignada. No estoy borracha.

—Yo no he dicho que lo estés, pero no tienes coche.

—Él sí tiene coche, y ésa es la razón por la que estoy aquí —dijo al tiempo que señalaba el Freckles con la barbilla. Era obvio que se refería a Macovich.

—No está en condiciones de conducir —dijo Andy—. Se ha tomado demasiadas cervezas y no está de humor. Creo que sus sentimientos están heridos.

—¿Qué? —dijo Hooter con los ojos encendidos de interés—. Ése es demasiado insensible como para que le hieran los sentimientos.

—Eso no es cierto —replicó Andy—. A veces los hombres más grandes y duros son los más sensibles, pero se lo guardan todo dentro. Podrías llevarlo tú a casa, en su coche.

—Y luego, ¿qué hago? ¡Yo no me quedo con un hombre que todavía vive con su madre!

Mientras seguía conduciendo en la noche, Cruz Morales habría dado cualquier cosa por tener cerca a su madre. A las tres de la madrugada, miró furtivamente a su alrededor, cerró la puerta de una cabina telefónica y sacó la sucia servilleta que le diera la empleada del peaje. Parecía una buena persona y Cruz necesitaba ayuda. Con aquel Pontiac matrícula de Nueva York nunca conseguiría salir de la ciudad, ya que había helicópteros y policía por todas partes. Por lo menos, ya entendía a qué se debía todo aquel jaleo.

Mientras se alejaba a toda velocidad del bar donde un hombre chiflado saltaba junto a un contenedor, Cruz oyó por la radio que alguien había muerto carbonizado junto al río y que todo el mundo buscaba a un sospechoso hispano de Nueva York. Este podía ser el asesino en serie que llevaba cometiendo crímenes racistas desde Jamestown, un caso sin resolver porque una policía no hacía bien su trabajo, según declaraciones del gobernador. Cruz no sabía de qué iba todo aquello, pero era hispano, y tampoco comprendía por qué se había convertido en fugitivo de unos delitos con los que nada tenía que ver. Por ello se detuvo en un 7-Eleven para hacer una llamada urgente. Miró la servilleta y vio que había dos números apuntados, uno a cada lado. Habría jurado que la mujer del peaje sólo había anotado uno; se preguntó de dónde habría salido el otro y cuál era el correcto. Metió un cuarto de dólar en el teléfono público y marcó el primer número.

—¿Hola? —dijo la voz masculina que respondió.

—Busco a la señora del peaje —dijo Cruz, suponiendo que la señora del peaje debía de tener novio.

—¿Quién es usted?

—No puedo decírselo, pero tengo que hablar con ella. Me dijo que la llamara —aseguró Cruz.

Andy trabajaba al ordenador en el artículo siguiente del Agente Verdad, cuando tuvo la intuición de que la mujer en cuestión era Hooter. Pero ¿por qué alguien la buscaba allí, en su casa?

—En este momento no está —dijo Andy, lo cual era cierto aunque se prestaba a confusiones.

Hooter había llevado a Macovich a casa y nadie sabía nada más de ellos. Después Andy llamó a los municipales, que se presentaron a recoger el paquete de armas pero decidieron no arrestar a Trader por falta de pruebas y porque era un importante funcionario del Gobierno.

—Pero si conseguimos relacionar estas pistolas con usted —le dijo uno de los policías—, se verá metido en un buen lío. Me importa un pito cuál sea su cargo, por lo que le recomiendo que vuelva a su casa y no intente salir de la ciudad ni cometa ninguna imprudencia de ese estilo.

—Pues claro que no saldré de la ciudad —mintió Trader. Por asombroso que pareciera, los cables de su mente se hallaban de nuevo conectados y volvía a hablar con normalidad—. Mañana iré a trabajar a la oficina del gobernador, como siempre.

—Mire, creo que sería mejor que eso lo hablase con el gobernador —le había dicho Andy—. En estos momentos, no está muy satisfecho con su trabajo.

—Tonterías —le espetó Trader—. Nuestras relaciones siempre han sido buenas y, en realidad, me considera su mejor amigo.

—Tal vez deje de hacerlo, Trader, sobre todo si el trabajo sangriento de Regina tiene resultados desafortunados para usted —replicó Andy—. Me han dicho que tuvo que ser ingresada de urgencias hace un rato aquejada de un fuerte dolor gastrointestinal. Tanto usted como yo sabemos que la causa fueron las galletas que, según varios testigos, usted llevó a la mansión y dejó en una encimera de la cocina. Oyeron que decía que esas galletas eran sólo para el gobernador, pero Regina se hizo con ellas cuando nadie miraba.

—Con las galletas de mi esposa nunca ha enfermado nadie —dijo Trader.

—¿Y cuándo volverá? —preguntó la persona no identificada, con un fuerte acento hispano, que había llamado por teléfono.

—No lo sé seguro, pero si puedo ayudarle en algo… —Andy intentó hacer hablar a aquel hombre evasivo y sospechoso.

—Mire, es que estoy preocupado, ¿sabe? Han dicho que un hispano mató a alguien junto al río, pero yo no he matado a nadie y la policía me está buscando —explicó Cruz, agazapándose en la cabina telefónica cuando vio un Land Cruiser negro que aparcaba en la gasolinera.

—¿Por qué cree que la policía le está buscando?

—Porque me dieron el alto en el peaje y me persiguieron sin razón. ¡Tuve que esconderme porque temí por mi vida! La señora de la cabina me dio su número de teléfono y dijo que me ayudaría.

Andy intentó comprender por qué Hooter le había dado el número de su casa a un posible fugitivo, y entonces recordó el caso del tipo de la bolsa del año anterior.

—Quizá deberíamos vernos y hablar de esto —sugirió Andy mientras hacía clic en el ratón con aire ausente y cambiaba una palabra del artículo que iba a colgar en Internet momentáneamente—. Huir de la policía, aunque se sea inocente, es absurdo. Lo único que conseguirá es tener más problemas legales. ¿Por qué no nos encontramos en un sitio seguro y hablamos de ello? Yo tengo contactos y tal vez pueda ayudarle.

Cruz estaba a punto de acceder. Y seguramente habría hecho lo más inteligente, encontrarse con la persona con la que hablaba por teléfono, de no haber sido por el acontecimiento imprevisto que se desarrolló ante sus propios ojos. A través del cristal del 7-Eleven vio que una mujer blanca entraba en el establecimiento y hablaba con la dependienta. A continuación, un tipo blanco con el cabello trenzado entraba tambaleándose, con aspecto de estar colocado, sacaba una pistola del bolsillo de su abrigo y apuntaba a la empleada, que estaba lejos del timbre de seguridad que todos los supermercados tenían. Cruz no oyó lo que el tipo decía, pero mientras insultaba a la aterrorizada dependienta ataviada con la chaqueta a cuadros naranjas del 7-Eleven, su aspecto era muy malvado y violento. La mujer empezó a llorar y suplicar mientras el hombre vaciaba la caja registradora. Entonces, para horror de Cruz, la mujer de cabello largo y negro le quitó la pistola al individuo, la puso junto a la sien de la dependienta y disparó repetidas veces. Las explosiones sacudieron la cabina telefónica y Cruz chilló.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Andy, sorprendido por lo que parecían unos disparos de pistola.

—¡Ah! ¡El tipo ese de las trenzas! ¡Acaba de disparar a la dependienta! —gritó el hispano antes de colgar el teléfono.

«Smoke», pensó Andy mientras recordaba la descripción que Pinn, el guardián de la prisión, le diera de él después de que éste escapara. Según el identificador de llamadas, el hispano había telefoneado desde el 7-Eleven de Hull Street, al sur del río, y Andy llamó a emergencias mientras Cruz montaba en su coche de un salto y se marchaba de allí a toda prisa.

Un minuto más tarde, quedó horrorizado al ver que llevaba el Land Cruiser pegado a su parachoques. Había aprendido a conducir en la ciudad de Nueva York, y se metió por varios callejones, cortó por un pasaje lateral, luego cruzó una mediana y, pasando de forma temeraria entre los coches, terminó en la carretera de Three Chopt, en el aparcamiento de lo que parecía una gran mansión con pistas de tenis.

UNA BREVE HISTORIA DE CREMALLERAS por el Agente Verdad

Una cremallera, para aquel de ustedes que tal vez no se haya detenido nunca a pensar en ello, es un engranaje simple que se emplea para unir los bordes de una abertura, tal como una bragueta, la espalda de un vestido o una bolsa de congelados, aunque esta última en realidad va sellada mediante un cierre hermético más parecido a unas encías que a unos dientes, apretadas una contra otra. La cremallera que nos interesa consiste en dos bandas de tela, cada una con una hilera de dientes de metal o plástico que encajan de modo muy parecido a una vía de tren cuando se tira de la pieza corrediza hacia arriba. A la inversa, esta vía de tren se separa cuando se tira de la pieza corrediza hacia abajo… a menos que la cremallera se salga de la guía o se atasque, que es lo que le sucedió anoche a ese ponzoñoso y falso Major Trader.

El primer cierre con corredera de que hay constancia fue exhibido en 1893 por Whitcomb L. Judson en la Feria Mundial de Chicago. El señor Judson llamó «cierre de abrazo» al sofisticado objeto de ganchos y presillas. Unos cuantos años después Gideon Sundback, un inmigrante sueco e ingeniero eléctrico, mejoró el engranaje al sustituir los ganchos y presillas por grapas de resorte, y en 1913 produjo el «Sin Gancho número 2», aunque no se llamaría cremallera hasta que B. F. Goodrich empleó el nombre en 1923, cuando su empresa manufacturó unos chanclos impermeables que llevaban este cierre.

No es preciso decir que, si tropezáramos casualmente con una cremallera en lo que creemos que es una tumba colonial de Jamestown, podríamos llegar como mínimo a la conclusión de que los restos humanos son posteriores a 1913. Sólo para ir con la suposición un poco más allá, pongamos que yo, al descubrir una tumba en el emplazamiento arqueológico, desenterrara una cremallera junto a la zona pélvica de los restos del esqueleto; de inmediato, se lo habría hecho notar a alguno de los arqueólogos, preferiblemente al doctor Bill Kelso, que es el arqueólogo jefe de Jamestown y experto en artilugios coloniales, botones incluidos.

—Doctor Kelso —le habría dicho probablemente—, mire, una mancha verde en la tierra que tiene la forma exacta de una cremallera. Mi interpretación es que el verde indica una cremallera de latón oxidada por el tiempo.

Y, muy posiblemente, el apreciado arqueólogo estaría de acuerdo e indicaría que, cuando los alfileres de cobre y latón de las mortajas se oxidan, también dejan una mancha verde; pero el alfiler deja una mancha en forma de alfiler que se distingue con facilidad de la forma de una cremallera. También añadiría que el alfiler medieval podía ser de hierro y estar rematado con una cabeza de peltre en la que, a veces, llevaría incrustado cristal o una piedra semipreciosa. Sin embargo, la mayor parte de alfileres hallados en emplazamientos históricos son de alambre de latón estirado y poseen una cabeza cónica, que es otra pieza de alambre que da entre tres y cinco vueltas en torno al extremo y luego es aplastado de un golpe. Este método de hacer alfileres se mantuvo hasta 1824, cuando Lemuel W Wright patentó un alfiler de cabeza sólida que se elaboraba en un único proceso.

Si encontráramos un alfiler que midiera doce centímetros, sospecharíamos que teníamos en las manos un alfiler para el cabello y que el cuerpo de la tumba pertenecería, muy posiblemente, a una mujer. Si halláramos un imperdible, la tumba sería sin lugar a dudas posterior a 1857. Si se tratara de un alfiler para mortaja, la persona de la tumba debería estar envuelta reverentemente con un sudario en el momento de ser enterrada. Si encontráramos corchetes de alambre de latón para sujetar capas, la tumba bien podría datar del siglo XVI. En cuanto a agujas, es probable que el doctor Kelso mencionara que apenas se encuentran porque se oxidan, salvo que estén hechas de hueso, en cuyo caso podríamos llegar a la conclusión de que los restos pertenecían a un tejedor de alfombras.

—¿Y los dedales? —le preguntaría al doctor Kelso mientras limpiaba con cuidado la tierra de la mancha de la cremallera de mi tumba.

Su respuesta bien podría ser que eso varía, según su empleo.

Los dedales del siglo XVI y principios de XVII eran, por lo general, chatos y pesados, y rara vez estaban decorados. Si descubriera un dedal muy alto, la tumba sería casi con certeza de mediados del XVII y, si tuviera un agujero horadado en la punta, muy posiblemente habría sido vendido a algún indio de las praderas, que lo colgaría de una tirilla de cuero a modo de campanilla para adornar ropas y bolsas. Los nativos americanos tenían un gran sentido de la estética y les encantaba llevar cuentas, pedazos de cobre, útiles domésticos y cabezas y partes del cuerpo de muñecos de madera prendidos en sus ropas.

La mayoría de partes de muñecos al alcance de esos nativos americanos estaban moldeadas en arcilla, con un molde de dos piezas. Muy apreciados por los chicos de la colonia eran los cañones y arcabuces fundidos en peltre o cobre, con las ánimas perfectamente horadadas, sugiriendo que los muchachitos podían bombardear James Fort si querían, o que si un nativo americano se apoderara de tal juguete y lo luciera colgado de una tirilla, podría dispararse accidentalmente en su propio pie o algo peor. Por desgracia, no encontré juguetes enteros ni partes de ellos durante mi investigación junto a los arqueólogos de Jamestown, ni tampoco tuve la suerte de hallar monedas o tan siquiera un botón. Sin embargo, topé con cierto número de balas de mosquete, una punta de lanza y restos del esqueleto de una mujer que había sido fumadora crónica de pipa y no se había cortado los cabellos en un período de entre cuatro y siete años.

Y, como narrador veraz que soy, también diré, para que conste, que no encontré ninguna cremallera mientras excavaba en Jamestown. Pero si la hubiese hallado, estoy seguro de que la habría reconocido al momento y habría obtenido de ella abundante información.

Volvamos ahora a Major Trader, esa sabandija: sigue suelto y sin remordimientos. Se le ha visto por última vez haciendo uso de una pistola detrás del Freckles y muy probablemente sigue aún en la ciudad, dedicado a sus atroces asuntos, como de costumbre. Si usted hace clic en el icono de la cárcel, en el ángulo superior derecho verá una foto reciente de Trader junto al gobernador Crimm, el caballero que empuña una lupa y está a la izquierda. Por favor, no los confunda. El gobernador es un hombre cumplidor de la ley y me gustaría aprovechar esta oportunidad para decirle lo siguiente:

Sé que es un tema delicado, señor, pero es preciso que haga usted algo con respecto a la vista, y me gustaría sugerirle que adopte un perro guía o un caballo guía. En realidad, pienso que lo mejor es lo segundo, porque el tiempo de espera para obtener un minicaballo no es tan larga, viven mucho más que un perro y usted ya tiene uno que protestaría ante la presencia de otro. Me he tomado la libertad de preguntar cómo podría usted hacerse con un minicaballo y he descubierto que hay uno disponible ahora mismo. Lo han entrenado para que sea aseado y utiliza unas fundas que le impiden resbalar en superficies lisas. Le gusta viajar en la trasera del coche o de la furgoneta, y también le gustan las otras mascotas y los niños. Se llama Trip. Me he tomado la libertad de enviar un correo electrónico a los criadores para que le reserven a Trip y lo llamen a su despacho para informarle, lo cual han prometido hacer de inmediato.

En cuanto a otras cuestiones, señor, alguien debería investigar la situación de su mayordomo respecto al Departamento de Castigos. Ha llegado a mi conocimiento que puede haber un error en los ordenadores, y ya va siendo hora de que ese hombre sea liberado del sistema carcelario y trabaje para usted como civil en lugar de como interno. Yo que usted me ocuparía también de la situación de Moses Custer y me aseguraría de que está en custodia y protección, de forma que sus agresores no vuelvan a malherirlo o algo peor. Es posible que esos mismos delincuentes violentos dieran un golpe esta mañana temprano, cuando la empleada de una tienda fue asesinada, e incluso pueden estar relacionados con la brutal muerte de Trish Trash.

Gobernador Crimm, es hora de que demuestre a los virginianos que usted, personalmente, se ocupa de ellos y no tiene más intereses que lo que es mejor para la comunidad.

¡Tengan cuidado ahí afuera!