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El gobernador Crimm llevaba una hora entera estudiando la copia del último artículo del Agente Verdad y estaba fascinado, abrumado y disgustado por lo que leía. Mientras desplazaba la lupa de una palabra a la siguiente, Major Trader lo puso al corriente de las cuestiones de Estado y le ofreció una cereza cubierta de chocolate, de confección casera.

—La Asamblea General empezará antes de que nos demos cuenta —apuntó Trader—. Y no estamos preparados, sencillamente.

—Siempre dice usted lo mismo —replicó el gobernador mientras engullía la golosina casi sin darse cuenta—. Pero ¿quién disparó contra J. R.? ¿Alguien ha interrogado a los arqueólogos al respecto? Y, si no lo ha preguntado nadie, ¿por qué? ¿Cómo cree que quedamos ante el público si somos incapaces de resolver un crimen que se cometió hace cuatrocientos años y del cual hubo, ciertamente, testigos presenciales? Quiero que llame a Jamestown y exija que el caso de J. R. se resuelva de inmediato. Y hagamos un gran comunicado de prensa que muestre a los ciudadanos de Virginia que no voy a tolerar la delincuencia.

—Juvenil. La delincuencia juvenil —precisó Trader.

—Sí, sí, —corroboró el gobernador.

Y creo que podemos sugerir, con bastante certeza, que fue abatido por un pirata. Al menos nos convendría mucho que corriera esta explicación —añadió Trader—. Podríamos decir que fue cualquier pirata, no importa cuál, ¿entiende? Todos los piratas eran malvados entonces, y siguen siéndolo hoy día, de forma que no importa si exponemos que J. R. salió del fuerte a llenar un cubo de agua del río y de repente vio una nave española que enarbolaba la bandera pirata, cayendo muerto a tiros acto seguido.

—Pensaba que no queríamos despertar la atención sobre nuestros problemas de piratas.

—Los piratas de autopista son otro tema —respondió Trader, y se regocijó en secreto de sus actividades secretas de piratería que pronto lo harían rico.

Grimm detuvo la lupa sobre la palabra «caníbal».

—Imagine un colono salando a su difunta esposa para devorarla a continuación —comentó con asco.

El gobernador se imaginó descubriendo, al borde de la inanición, que su apetitosa esposa acababa de morir. Pensó en su cuerpo desnudo y carnoso y se preguntó cómo podría nadie comerse a su esposa sin, al menos, cocerla primero; pero supuso que si cocinaba a Maude, los demás colonos verían el humo y olerían la carne humana cocida y lo colgarían de una rama. ¡Ah, qué escena tan terrible! El submarino del gobernador dio bandazos hasta golpear unos escollos, causando una dolorosa sacudida en sus órganos huecos.

—En la época eso era un delito capital —apuntó Trader, como si le leyera el pensamiento—. Las visitas guiadas de Jamestown le informarán de que cualquiera que fuese descubierto devorando a su esposa o a cualquier otra persona era capturado y ahorcado en el acto. Luego lo enterraban a toda prisa y en secreto para que otro colono no lo salara y cociera a él también.

—Me pregunto si el canibalismo sigue siendo delito capital; si no lo es, debería serlo. —El submarino del gobernador dio nuevos bandazos, aún más violentos.

—Depende de las circunstancias —contestó Trader e imaginó a su esposa, rolliza y suculenta, y se preguntó si alguna vez tendría tanta hambre como para acariciar, ni siquiera por un instante, la idea de comérsela; siempre en el caso de que muriese de repente y nadie echara en falta su presencia—. Por ejemplo, según el código del Estado debería haber otro delito grave relacionado con ello. Si el hombre la hubiera asesinado antes y tal vez la hubiese violado o robado, sí que sería un delito capital y se le aplicaría una inyección letal, a menos que usted frenara la ejecución o concediera clemencia.

—Yo nunca freno ejecuciones ni concedo clemencia —respondió el gobernador, impaciente. Continuó revisando el ensayo con la lupa y lo atravesó otra onda de choque—. De hecho, quiero que redacte un comunicado de prensa y anuncie que cualquiera que practique el canibalismo recibirá la pena máxima, siempre que se den esos otros delitos. Creo que nunca hemos tratado a fondo esa cuestión del canibalismo, y ya va siendo hora de que lo hagamos. De hecho, redactaremos una ley y la presentaremos ante la próxima Asamblea General.

Trader tomaba notas a lápiz, como era su costumbre, porque a menudo se veía en la necesidad de borrar todo lo que había escrito.

—Tal vez podríamos decir que sorprendieron a J. R. en pleno acto de canibalismo y fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento. ¿Qué le parece eso? —El gobernador alzó la vista y miró a Trader con un ojo ampliado y reumático que estaba nublado, inyectado de sangre y cada vez más vidrioso.

—No sabía que disparar a alguien en la pierna era una forma habitual de ejecución —apuntó Trader—. No creo que los ciudadanos lo aceptaran.

—Claro que sí. Todo el mundo sabe que en esos tiempos las armas no eran nada fiables. Ahora, hablemos de otra cosa.

—Sí, pasemos a otros temas —dijo Trader, y pasó una hoja del bloc de notas—. ¿Qué quiere hacer respecto a ese dentista que tienen retenido en la isla Tangier? Estoy seguro de que habrá visto los periódicos de la mañana o habrá oído las noticias, ¿verdad?

—Todavía no. —El gobernador gruñó y se agarró la hinchada panza.

—Bien, parece que la policía de Reedville habló con un periodista y, por desgracia, ha corrido la noticia de que la vida del dentista podría estar en peligro porque los tangierianos están molestos con el VASCAR. Le recomiendo que suspendamos nuestras iniciativas en ese aspecto de inmediato hasta que el asunto se resuelva de forma pacífica. Puedo decirle que yo, personalmente, advertí a la superintendente Hammer sobre las consecuencias de que la Policía Estatal empezara a pintar controles de velocidad. Pero, por supuesto, no ha querido escucharme, como siempre.

—¿Fue idea de ella? —El gobernador estaba confuso y mareado.

—Claro que sí, gobernador. ¿No se acuerda de que el otro día hablábamos del tema y le dije a usted que era la última muestra de los errores de juicio que comete y usted dijo: «Bien, de acuerdo. Pero si esto provoca un revuelo, asegúrate de que las culpas recaigan en ella y no en mí»? Y yo le respondí: «Está bien, así será».

—¿Llegó a encontrar la perrita que perdió? —preguntó el gobernador mientras limpiaba la lupa con un paño especial y rezaba para que su último ataque submarino remitiera.

—Corre la teoría de que se lo robó uno de sus enemigos políticos —replicó Trader con voz grave.

—Es una lástima que le caiga tan mal a tanta gente —comentó Grimm, sentado muy erguido, mientras el color desaparecía rápidamente de su rostro—. Cuando la nombré, no tenía idea de que resultaría tal patata cliente. ¿Por qué no la llama y tengo una pequeña charla con ella? Aunque no ahora mismo.

—Le recomiendo fervientemente que no lo haga, gobernador. Ni ahora ni más adelante —se apresuró a sugerir el ayudante—. No querrá que le salpique todo esto, ¿verdad? Esa mujer es un incordio político y cuanto más se distancie de ella, mejor.

—Bueno, lamento de veras lo de la perra. Espero que recibiese mi nota de simpatía.

—Me aseguré de ello —mintió Trader, y recordó la nota y las otras numerosas comunicaciones que había interceptado.

—Sabe, si le sucediera algo a Frisky… —añadió el gobernador con un jadeo lastimero—. Ni yo ni Maude ni las chicas volveríamos a ser los mismos. Frisky es un amigo tan querido y leal… Gracias a Dios que tengo un equipo de escoltas para asegurarme de que nadie se lo lleva a fin de pedir rescate o forzar mi decisión en algún asunto impopular.

—Sus decisiones nunca son impopulares —le aseguró Trader con énfasis. Por lo menos, las que son responsabilidad de usted.

—Pues estoy seguro de que me culparán también del reciente delito de violencia sexual —apuntó Grimm al tiempo que su submarino se metía en aguas inmundas.

—Insisto en recomendarle que hagamos correr la voz de que el asesinato de esa mujer, Trash, está relacionado con el caso de Moses Custer y, por lo tanto, que es responsabilidad de Hammer el que ninguno de los dos asuntos se haya resuelto —apuntó Trader, confiado y satisfecho—. Y, ya que estamos en ello, tal vez podamos establecer un vínculo con lo que J. R. muriese a manos de un pirata y meter en la cabeza del público la idea de que Hammer también es responsable de que no se haya resuelto el caso.

El gobernador se levantó de su asiento de un salto ya punto de caer mientras su submarino chocaba con nuevos objetos sumergidos.

—Déjeme —ordenó a Trader con un jadeo de apuro—. ¡Ahora mismo no estoy para pensar en piratas!

Possum sí podía y eso estaba haciendo. Llevaba pensando en piratas desde que leyera al Agente Verdad aquella mañana temprano. Possum estaba viendo la tele y reflexionaba sobre un fallo evidente de los perros de la carretera; excitado, creyó que lo podría utilizar para engatusar a Smoke y salvarle la vida a Popeye.

Cualquier pirata de siglos pasados que se preciara entendía la necesidad de enarbolar en el mástil una bandera que lo identificara ante los que iban a ser asaltados. Con la enseña negra de la calavera y las tibias cruzadas, el pirata informaba a la nave que iba a sufrir el abordaje de que era preferible rendirse sin lucha, so pena de… Si el barco hacía caso omiso de la enseña blanquinegra de la calavera sonriente, se izaba junto a ella un gallardete rojo que indicaba que el «so pena de…» era inminente. Si la embarcación seguía navegando sin obedecer, empezaban los disparos de cañón y otros actos de violencia.

Los piratas modernos, al parecer, habían olvidado la cortesía de las banderas. En el presente, cuando una tripulación pirata se aproxima en un fueraborda para atacar un barco o un yate, no hay ningún aviso previo a que los morteros y ametralladoras abran fuego. Los piratas se han convertido en una especie sanguinaria, oprobiosa y muy cruel de forajidos marineros que no se dignan dar a nadie la menor oportunidad y a los que interesan en especial los productos enlatados, los aparatos electrónicos, las alfombras, la ropa de diseño, el tabaco y, sobre todo, los alijos de droga que esperan hallar en la embarcación abordada. Si estas drogas forman parte del botín, los piratas pueden tener la seguridad de que los marineros asaltados no informarán del incidente a las autoridades.

Los piratas de carretera deberían recuperar la cortesía de las banderas, pensó Possum; estaba sentado en su litera con la luz apagada, en la minúscula habitación del remolque desde la que hubiera visto los pinos ralos del fondo del aparcamiento si no tuviera las cortinas bien cerradas con cinta adhesiva. Jamás se perdía una reposición de «Bonanza» y fantaseaba constantemente con la idea de que tenía un padre como Ben Cartwright y unos hermanos como el pequeño Joe y Hoss. Se imaginó una vez más cabalgando en un buen caballo a través del mapa en llamas de La Ponderosa mientras el emocionante tema musical de guitarras y tambores galopaba en su cabeza.

El día anterior, después de comer, había visto su capítulo favorito, ése en el que unos feriantes secuestraban a la chica del pequeño Joe y la dejaban encerrada en el camerino de la Mujer Gorda, a varios camerinos de distancia del de las Bellas Muchachas de Egipto y de la Mujer Barbuda. El pequeño Joe convence a Hércules de que lo ayude y dan una paliza a los malos y le quitan un cuchillo a uno de ellos a tiempo de evitar que éste hiera a la Mujer Gorda y al final la chica del pequeño Joe le da un beso. ¡Ah!, cuánto le gustaba a Possum ver al pequeño Joe caminando cadenciosamente con el sombrero de vaquero muy inclinado y la gran pistolera, con los dos revólveres de seis tiros de cachas de marfil, colgada a la altura de las caderas.

¡Qué no daría Possum por salir de su habitación barata y maloliente y encontrar esperándole a Ben, el pequeño Joe y Hoss en lugar de Smoke, los otros perros de carretera y aquella chica rara, Unique, cuando se acercaba por el remolque, lo cual cada vez era más infrecuente! A veces se deslizaba por la mejilla de Possum una lágrima y tenía que hacerse el fuerte a la hora de apagar la tele y emerger del mundo más amable en el que vivía durante el día mientras los demás perros dormían la borrachera y la larga noche de maldades. Possum no había hecho daño a nadie hasta que Smoke se lo llevó del cajero automático y, ahora, vaya lío en el que andaba metido.

Había disparado contra aquel pobre camionero que no se metía con nadie, en su camión, pensando sólo en vender la carga de calabazas cuando abriera el mercado de verduras por la mañana. Possum tenía miedo de quedarse dormido; tan seguro estaba de que tendría pesadillas sobre lo que le había hecho a Moses Custer y sobre todas aquellas calabazas que habían llevado hasta la terminal Deep Water, arrojándolas al río James.

Durante varios días aparecieron reportajes en los noticiarios sobre miles de calabazas que flotaban y se quedaban prendidas en las rocas. Por supuesto, la policía de Richmond no tardó en sumar dos y dos y deducir que las calabazas flotantes tenían relación con las que contenía el Peterbilt robado. Possum esperaba fervientemente que el señor Custer no muriera ni quedara inválido. También se daba cuenta, vagamente, de que la razón de que Smoke le hubiese encargado disparar era que así no podría abandonar nunca a los otros perros de la carretera sin ir a parar a la cárcel, o tal vez al corredor de la muerte. Ojalá pudiera enviar un correo electrónico al Agente Verdad para pedirle que los salvara, a él y a Popeye, pero ¿y si el Agente Verdad lo entregaba a la policía? El animal podía terminar en la perrera y Possum, sin duda, acabaría en un reformatorio entre gente tan indeseable como Smoke.

Sentado en su cama, a oscuras y en silencio, Possum acarició a Popeye y pensó un modo de convencer a Smoke para que pusiera una bandera en el remolque y en el todoterreno. ¿Por qué no habría de acceder Smoke, siempre que Possum diera con la manera de hacerle pensar que la idea era suya, y que era buena? La de la calavera quizá sería demasiado evidente, pensó Possum en la oscuridad; además Smoke probablemente no sabría qué significaba. Possum se sentó ante el ordenador con la intención de mirar en la página del capitán Bonny para ver si el pirata tenía sus colores y, en caso de ser así, cuáles eran y cómo los exhibía.

Pero Possum se distrajo al pulsar «Favoritos» y abrió la página del Agente Verdad en lugar de la del capitán Bonny. Sorprendido, comprobó que el Agente Verdad había colgado otro de sus escritos.

—Vaya, ¿qué te parece eso? —le susurró en un cuchicheo excitado a Popeye, que roncaba en la litera—. ¡Dos artículos la misma mañana! ¡Vaya, ese Agente Verdad trama algo!

UNA BREVE DIGRESIÓN por el Agente Verdad

Los habitantes de la isla Tangier son una gente reservada y sensible que sabe poco sobre sus orígenes porque, como no es de extrañar, cuando uno empieza a urdir leyendas y a transmitir mala información termina por olvidar lo que sucedió en realidad y por creerse sus propias distorsiones.

A lo largo de los siglos, la gente de Tangier ha ocultado la verdad de su pasado pirata y ha preferido creer sus propias leyendas. Una tarde, fingiendo ser periodista visité la isla y hablé con una lugareña que se había dejado caer por Spanky’s porque las ventas no eran muchas en la tienda de regalos y recuerdos.

—Supongo que estará usted harta de todos esos turistas que invaden la isla —comenté a la mujer, cuyo nombre y apellido tal vez fueran Thelma Parks.

—A mí no me caen mal cuando nos dejan en paz —respondió ella con su peculiar acento al tiempo que me lanzaba una mirada suspicaz.

—Y supongo que no lo hacen nunca…

—No, nunca. El otro día estaban en mi tienda con la cámara de vídeo y me filmaban, y yo no quería nada de eso.

—¿Les dijo que no lo hicieran? —pregunté, tomando notas.

—No.

Thelma siguió contándome que ahora cobra un cuarto de dólar por cada foto mientras trabaja en la caja registradora y esos ingresos añadidos le hacen un poco más fácil tolerar el alud de extraños que, al parecer, consideran su tienda de recuerdos de Tangier exótica y distinta de todo lo que han visto en su vida, lo cual es inexplicable, me confió. Ninguno de los artículos —los faros de plástico, cangrejos, marmitas de cangrejo, langostas, pescado, esquifes y demás— estaba hecho a mano o en Estados Unidos. De hecho, añadió mi interlocutora, las langostas no abundan en la bahía de Chesapeake y muchos isleños no las han visto nunca, salvo en la tele o en los anuncios de restaurantes de marisco que aparecían con regularidad en las páginas del Virginia Plot.

Desde Spanky’s, continué mi paseo y llegué al consultorio médico. Entré y no vi rastro de ningún médico, enfermera o dentista; sólo encontré a un muchacho larguirucho de ojos azules y cabellos rubios revueltos. Estaba sentado en el sillón de dentista, con la mirada perdida, sumido en ensoñaciones y por completo ajeno a mi presencia. Imaginé que era un paciente y que el doctor volvería en un momento, pues yo ignoraba que en realidad el dentista estaba secuestrado. Ni su toma como rehén ni la amenaza de guerra civil se habían hecho públicas todavía.

—¿Hola? —me anuncié educadamente.

El muchacho tenía los ojos fijos y no respondía.

—¿Estás aquí? —le pregunté.

No estaba.

—¿Podría encontrar a alguien del personal médico que tenga un minuto para hablar conmigo? —dije—. Estoy haciendo un trabajo de la historia de los inicios de nuestra nación y de su situación actual y creo que la isla Tangier es la llave.

—La llave la tengo en el bolsillo. —De repente el muchacho despertó con un parpadeo y se llevó la mano al bolsillo con gesto defensivo. Al ver a un desconocido, se sobresaltó y saltó del sillón—. ¿Qué hace usted aquí? ¡Pensaba que había cerrado bien la puerta!

Corrió a la puerta y echó el pestillo. Oí unos sonidos apagados que procedían de la parte trasera y el desplazamiento de una silla.

—El perro ha vuelto. El muchacho señaló en la dirección de la que procedía el ruido.

—¿Por qué arrastra la silla? —le pregunté, desconcertado. ¿Está atado a ella o algo así?

—Sí.

La silla chirrió un poco más.

—Debe de sentirse aburrido y harto de estar encerrado y atado ahí dentro. ¿Por qué no lo dejamos salir al aire y le prestamos un poco de atención? —insistí, pues no me gustaba nada la idea de tener un perro atado a una silla en el interior de una consulta médica.

—¡Eso es! —El muchacho bloqueó la puerta que conducía a la zona mientras la silla seguía arrastrándose con un chirrido. Ese perro muerde. Por eso lo tienen atado. Es el perro del dentista.

—¿Y dónde está su amo?

—Atado, también.

—Ah, está ocupado, ¿no? Bueno, tal vez pueda hablar con él en otra ocasión —comenté—. ¿Y qué tienes en los dientes? Veo que llevas aparatos y parece que también te han hecho varias extracciones. Y observo que las gomas se te salen cuando hablas.

—¡Eso es! —Fonny Boy se cubrió la boca con la mano y lo miró, azorado—. ¡El dentista, será mejor que mire dónde pisa!

—¿Te importa si mientras hablamos —le dije, acercándome más a la mesa en la que había una ficha dental bien visible— cojo la ficha y miro todo lo que han hecho? Supongo que la ficha es tuya, ¿no? ¿Eres Darren Shores?

—En Tangier todos me llaman Fonny Boy.

Fonny Boy y yo iniciamos una conversación; descubrí que era un gran experto en el folklore de la isla debido a la fascinación que sentía por la historia de la navegación, sobre todo en la bahía. Conforme nos íbamos conociendo mejor y se instalaba entre nosotros una cierta confianza vaga, Fonny Boy empezó a mostrarse más concreto y a hablar de piratas, o «malandrines» como él los llamaba. Me contó que antes se encontraban por doquier. En cierta época, había tantos barcos piratas frente a las costas de Maryland, Virginia y las dos Carolinas que ciudades como Charleston quedaban paralizadas. Nadie se atrevía a zarpar del puerto por temor a ser abordados por piratas a quienes no importaba matar a la gente de la forma más cruel.

Fonny Boy se explayó largamente acerca de Barbanegra en particular, que respondía al nombre de Edward Drummon mientras fue un honrado marinero en su puerto natal de Bristol, en Inglaterra, bien entrado el siglo XVII. Cuando decidió hacerse pirata, cambió tal nombre por el de Edward Teach, que con frecuencia aparece mal escrito en los registros, como Thatch, Tache o Tatch. Después de la guerra de la reina Ana, Barbanegra viajó a Jamaica para ir tras las naves francesas y empezó a cultivar la imagen de la persona más vil y aterradora que cabía imaginar, por si no había bastante con la amenaza de las banderas. Se trenzaba la larga barba en dos coletas y les prendía fuego con mechas de combustión lenta, contaba Fonny Boy; se colocaba al cinto las pistolas, las dagas y un enorme machete y portaba armamento complementario en la bandolera que cruzaba su pecho.

Muy pronto Barbanegra y su flotilla empezaron a aterrorizar la costa de Carolina del Norte y la bahía de Chesapeake. La gente de Tangier izaba la bandera de la calavera cada vez que se divisaba la nave del pirata en las cercanías y, de vez en cuando, el propio pirata, sanguinario y malvado, visitaba la isla en persona y bebía ron jamaicano y se corría una juerga a satisfacción de su negro corazón. Nadie lo quería en la isla ni dormía tranquilo mientras él rondaba por allí. Las mujeres y los niños se ocultaban en las casas y Barbanegra llegó a suponer que Tangier era una isla de hombres solamente. Esto hizo que sus visitas fueran cada vez más cortas y más espaciadas. Según Fonny Boy y ciertos registros históricos muy escasos, el pirata mostró curiosidad respecto a cómo había podido sobrevivir y continuar en la isla una población sólo de hombres.

La respuesta que recibió Barbanegra se perdió para siempre hasta el descubrimiento de un libro contable de hace cuatro siglos. Este hallazgo extraordinario, según la leyenda, llegó no se sabe cómo desde el Adventure, el barco de Barbanegra, a la buhardilla de un descendiente de Alexander Spottswood, gobernador de Virginia durante las sangrientas correrías del pirata. El libro de cuentas se centraba en el inventario del botín que Barbanegra lograba, y ofrecía detalles de su sadismo, crueldad y placer en despedazar gente y de cómo alzaba su copa de ron vacía al cielo e invocaba a Dios a un desafío. Las anotaciones manuscritas del pirata mencionaban ciento cuarenta barriles de cacao y uno de azúcar que había robado y enterrado bajo el heno en un granero de Carolina del Norte. Aparecía una referencia críptica a un tesoro enterrado cuya localización sólo Barbanegra y el diablo sabían y que hasta la fecha no se ha encontrado.

Advertí que era imposible que Tangier pudiera haber estado poblado sin mujeres y pregunté a Fonny Boy qué explicación había dado Barbanegra. El muchacho repitió lo que le había llegado transmitido desde generaciones atrás:

—«¡Que la condenación atrape tu alma si me mientes!»… Así le bramó el pirata a un isleño astuto pero de poco fiar, llamado Job Wheeler, un viudo sin hijos que, según cuenta la historia, invitó al pirata a su casa, en una parte de la isla que hoy se conoce como Job’s Cove.

»“No puedo ocultarte la verdad”, le dijo Job a Barbanegra, que bebía copa tras copa de ron y se encendía la barba. “Aunque nuestros orígenes fueron ingleses, llegamos a esta isla desde Carolina del Norte”.

»Job le confesó esta rotunda mentira porque estaba seguro de que ello despertaría la atención del pirata, pues era sabido que estaba confabulado con Charles Eden, el gobernador de Carolina del Norte. Durante gran parte de su atroz carrera, había navegado los bajíos y recovecos de Carolina del Norte sin el menor temor. De hecho, cualquier plan organizado en otros territorios para derrotar a Barbanegra y a sus lobos de mar se veía siempre frustrado por alguna carta de alguien de Carolina del Norte, para gran disgusto del gobernador Spottswood, de Virginia, que no era amigo del pirata ni tenía intención de que éste siguiera actuando o con vida.

»¿Cómo es posible tal cosa?, gruñó Barbanegra entre volutas de humo al tiempo que guiñaba un ojo de manera amenazadora, sugiriendo así que más le valía a Job decir la verdad o te hago mil pedazos y te envío de vuelta al infierno, de donde saliste, villano.

»“No soy ningún villano”, declaró Job. “De donde vengo es de Carolina del Norte, no del infierno, y allí tengo muchos amigos y parientes. Pero es posible que no se sepa que los habitantes de esta buena isla somos originarios de Carolina del Norte y conseguimos escapar y salvar la vida porque hubo una sequía terrible que agotó las cosechas y cuarteó nuestras lenguas, dejándonos sin provisiones, de forma que nos apiñamos en embarcaciones y nos trasladamos aquí, sin dejar más aviso que la palabra `crotoanos’ grabada en un poste de la valla y la sílaba `cro’ tallada en un árbol para que se pensara que nos habíamos ido a vivir con los crótanos”.

»Barbanegra le recordó a Job que una cosa eran los indios crótanos y otra lo que habían escrito, “crotoanos”, a lo que Job replicó: “Sí, eso es bien cierto, pero no fui yo quien grabó la palabra, sino otro con menos instrucción que yo”.

—¿Insinúas con eso —pregunté a Fonny Boy— que los isleños descienden de los colonos perdidos que desaparecieron después de que sir Walter Raleigh los dejara en la isla Roanoke? Bien —continué la reflexión para mí mismo, está comprobado que cuando Walter Raleigh salió para el Nuevo Mundo el 8 de mayo de 1587, su plan era buscar una ubicación en la bahía de Chesapeake, pero los vientos huracanados lo obligaron a anclar al sur de Roanoke. Así pues, los colonos perdidos no llegaron a Carolina del Norte por propia voluntad, para empezar. Supongo que si uno fuera a reubicarse, estudiaría su objetivo original y Tangier es descrita como una isla bonita, pero carente de reservas de agua potable.

»No obstante —proseguí—, la cronología hace imposible que Job le dijera todo eso a Barbanegra, porque los colonos perdidos ya estaban perdidos cuando Smith se dirigió a Virginia y, supuestamente, descubrió esta isla en 1608. Así pues, me veo obligado a descartar por completo esa teoría. Además, no podemos demostrar, al menos a mi satisfacción, que cuando Smith tocó tierra en Tangier no estuviera en realidad en la isla Limbo y que todos vosotros fuerais limbonianos.

Fonny Boy, con su mirada vacía de nuevo, se acurrucó en el sillón de dentista, ausente y retorciéndose ligeramente. La silla chirrió de nuevo al fondo del consultorio para estrellarse a continuación en el suelo con gran estrépito, derribada al parecer por el perro del dentista, que también debía de estar soñando, o así lo creí yo.

—Bien, debo marcharme —le dije a Fonny Boy—. Veré qué más puedo descubrir de los tangierianos y por qué sólo Job Wheeler y Barbanegra sabían la verdad y las mentiras respecto al pasado de Tangier. Y también por qué, una vez muerto Job y después de que Barbanegra encontrara su merecidísimo final violento, esos secretos y otros quedaron ocultos en el libro de cuentas de la buhardilla de Spottswood.

A Fonny Boy se le aceleró el movimiento ocular hasta quedar en una mirada fija, como en pleno trance, y el muchacho se agarró a los brazos del sillón de dentista como si estuviera contemplando una emocionante película de aventuras. Era inútil probar a comunicarse con él otra vez y abandoné el centro médico. Tomé un coche de golf que hacía el servicio de taxi y volví al aeródromo mientras teorías y especulaciones se agitaban en mi cabeza sin cobrar mucho sentido porque no soy historiador ni novelista histórico, aunque conozco gente que sí lo es. Cuando emprendí la vuelta a casa en el helicóptero, sin sobrepasar los 3500 pies para evitar la zona restringida R 4006 y dirigiéndome después al sur para evitar la zona restringida R 6609, advertí que era justo y sensato que continuase mi ardua investigación histórica sobre los inicios de este país y sobre su historia posterior.

—Cuidado con ese pájaro de ahí. —Mi copiloto señaló una gaviota que, al parecer, no advirtió nuestra presencia hasta el último segundo.

—¡Vaya, ése ha pasado cerca! —comenté mientras el ave descendía ante nosotros, rozando un patín con la cola—. Espero que no le haya dado.

Desvié el helicóptero unos grados al oeste para echar un vistazo a la gaviota mientras se alejaba, dando la impresión de volar hacia atrás porque, naturalmente, nosotros íbamos bastante más deprisa que ella.

P. D.: Quienquiera que tenga retenida a Popeye, que se ponga en contacto conmigo lo antes posible. Y muchas gracias por las pistas que ustedes, fieles lectores, me han enviado sobre Trish Trash.

¡Tengan cuidado ahí afuera!