17
Regina también estaba confundida. Jamás había visto a su madre tan maquillada y perfumada. Si se la hubiera encontrado en un tanatorio, habría pensado que estaba hinchada de formol y excesivamente cubierta de masilla, y que sus ropas se habían mezclado con las de alguna otra dama muerta más pequeña que ella y a la que gustase mucho el fucsia.
—¿Qué demonios te ha ocurrido, mamá? —preguntó Regina mientras engullía una gruesa loncha de jamón cubierta de miel y metida dentro de una inmensa galleta que goteaba mantequilla y jalea de menta.
La señora Crimm, que llevaba un poco de retraso, se sentó en un extremo de la mesa y alzó el tenedor para indicar a los demás que podían empezar a comer.
—¿Que qué me ha ocurrido? ¿A qué te refieres? —La señora Crimm lanzó una mirada amenazadora a Regina—. Y se supone que no deberías empezar a comer antes que los demás. Como si no te hubiera dicho mil veces…
Cuando Trader entró en el comedor, Andy, que estaba cortando el único trozo de jamón magro que había encontrado en su plato, advirtió al instante que el secretario de prensa estaba conmocionado. Vio los restos de sangre y percibió un ligero olor a pólvora quemada.
—Pues yo preferiría saber qué le ha sucedido a usted —dijo Andy al recién llegado.
La señora Crimm dedujo de esas palabras que su joven y apuesto invitado no había pensado ni por un momento que a ella le hubiese ocurrido algo. Siempre se la veía atractiva y muy arreglada. Era irracional y victoriano que las mujeres ocultasen su cuerpo bajo vestidos largos de telas gruesas. En cualquier momento, Andy la vería en el extremo de la mesa, la miraría y ya no podría apartar los ojos de ella. Después de cenar, ambos se escabullirían a la suite principal y ella cerraría la puerta y diría que sí, y lo diría en serio. Aunque el gobernador volviera a casa, si Andy y ella no hacían ruido, no los vería.
—¿Se ha encontrado con una manifestación o en medio de un huracán? —Andy se quedó mirando a Trader mientras éste daba una larga y jadeante explicación; el hombre hablaba tan deprisa que sus palabras tropezaban las unas con las otras y chocaban entre sí tras haber las pronunciado.
—¿Qué diantres dice? —preguntaba la primera dama a Andy cada pocos segundos—. ¡Es como si hubiera sufrido una apoplejía!
El relato de Trader podía resumirse fácilmente, aunque él tardó mucho tiempo en contarlo y lo hizo cambiando los hechos repetidas veces. El quid de la cuestión era el siguiente: había llegado al río a las siete de la tarde y un afroamericano pescaba junto a su bicicleta. Trader había saludado al tipo y habían hablado del tiempo mientras tiraba los cangrejos y la trucha al agua.
—Oh, querido —lo interrumpió la señora Crimm—. No habrá tirado los cangrejos al río James, ¿verdad? Si no encuentran el camino de vuelta a la bahía, morirán seguro; tan seguro como que me llamo Maude Crimm.
Trader siguió contando su historia en un parloteo ininteligible. Andy intentó traducir sus palabras a los demás:
—Dice que hubo un intercambio de disparos. Que apareció un Lincoln con matrícula de Nueva York, conducido a toda velocidad por un hispano de unos veinte años que disparaba un revólver Sig-Sauer de nueve milímetros por la ventanilla mientras gritaba obscenidades. Disparó a quemarropa contra el pescador y lo alcanzó en el pecho. Trader dice que el pescador ardió en llamas posiblemente a causa de la pólvora que debió de prender por el estallido de un mechero Bic que el pescador llevaba probablemente en el bolsillo de la camisa.
—¿Y cómo es que no sabe nada seguro? —Regina cogió otra galleta—. ¿Por qué no comprobó siquiera si el pobre hombre estaba todavía vivo o ya se había quemado? ¿Por qué no intentó apagar el fuego o pidió ayuda? —Atravesó a Trader con la mirada al tiempo que masticaba—. ¿Se largó de allí corriendo sin pedir auxilio? ¿Qué clase de persona es usted?
—¡El tipo se cagaba en mí! —Trader elevó la voz sin advertir que su problema de habla se debía el estrés postraumático; eso había activado un código genético que lo hacía hablar como un antiguo pirata.
—¡No tolero que se hable así en la mesa! —le espetó la señora Grimm.
—¡Pues el negro se cagaba en mí una y otra vez! ¡Me dio miedo acercarme a él!
—¡Esto no lo soporto! —exclamó Regina, tapándose los oídos—. Que alguien hable por él. Andy, cuéntenos qué dice. ¿Y realmente quiere decir que el hispano le defecó encima, literalmente? ¿Lo hizo? ¿Qué significa todo esto? ¿Qué significa eso de que el pistolero se cagó en él?
—¡Regina! —la riñó su madre—. ¡En la mesa no se habla de hábitos del sanitario!
Trader empezó a explicar que hablaba de un intercambio de disparos, pero Andy le advirtió que se dejara de expresiones soeces y que se limitara a narrar los hechos. La recomendación surtió efecto. La primera familia siguió cenando mientras Trader denunciaba, a través de Andy, que estaba seguro de que el hispano era el autor de los crímenes racistas y que a continuación atacaría a la primera familia. Por eso él había regresado corriendo a la mansión, para comprobar si estaban todos a salvo y protegidos.
—Dijo que odiaba a Crimm —farfulló Trader— y que pensaba que todos los Crimm tenían que morir.
—¿Está seguro de que no se refería a los criminales y no a los Crimm? —preguntó Regina, sin dejar de comer—. Papá es partidario de mandar a los criminales a la silla eléctrica, y lo sabe todo el mundo.
—Querida, eso no tiene demasiado sentido —intervino la señora Crimm—. Lo que está claro es que el hispano es un criminal, aunque no entiendo por qué iba a descargar su odio racista contra personas de su misma condición.
—¡Maldita sea mi alma! ¡El infame se refería a ustedes! —Trader señaló a cada una de las Crimm con gesto ominoso y malsano—. A los Crimm y no a los criminales.
—Ya no podremos salir de la mansión nunca más, mamá. —Esperanza estaba aterrorizada.
—¿Y si está escondido ahí afuera, en alguna parte? —Constancia tenía los ojos desorbitados y siguió llenándose repetidamente la copa de vino con manos temblorosas.
—Es la primera vez que oigo decir que alguien arde en llamas cuando le disparan. —Andy presionó a Trader en este detalle—. ¿De veras vio humo y llamas y que la ropa se le quemaba? Ya sé que no se quedó mucho tiempo allí y que además estaba asustado y preocupado por los Crimm y quizá sufrió un ligero desmayo, pero me cuesta creer su relato.
En tono condescendiente, Trader explicó que era un fenómeno científico probado el que, desde el principio de los tiempos, la gente ardía en llamas y se incineraba sin causa aparente.
—Se llama combustión espontánea —dijo—. Compruébelo.
Andy no necesitaba comprobarlo. Estaba bastante familiarizado con la combustión humana espontánea y conocía historias de gente que había ardido sin motivo aparente.
—Bien —le dijo a Trader—, ya veremos qué dice el forense.
—No creerá que ese psicópata se presentará aquí y nos incendiará a todos, ¿verdad? —Constancia expresó en voz alta sus preocupaciones.
—¿Racismo contra nosotros? —Gracia no lo comprendía—. Pero si nunca le hemos hecho nada, ni a él ni a ningún hispano. Y no pertenecemos a ninguna minoría, aunque somos una familia noble y es cierto que nobles hay pocos.
—No conocemos a ningún hispano —recordó Esperanza a su familia, mirando a todos los que estaban sentados a la mesa con su cara de caballo temblorosa a la tenue luz de las velas—. Y en la oficina de papá no hay ningún hispano, nunca lo ha habido. ¿Por qué tendrían que odiarnos los hispanos?
—Pues por eso que ha dicho, probablemente —replicó Andy.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Regina con la boca llena.
—He notado que en la oficina del gobernador podría haber un poco más de diversidad —respondió Andy, intentando ser diplomático—. Cuando un grupo entero de gente se siente excluido, pueden suscitarse sentimientos de odio que desencadenen la violencia.
—Pero si Bedford no habla español —explicó la señora Crimm—. No ve motivos para hacerlo.
—Creo que no ve muchos motivos para hacer nada, primera dama —dijo Andy en tono neutro, y casi añadió «con el debido respeto», pero la sombra de Hammer lo había acechado durante todo el día—. Estoy convencido de que si hiciera algo por su vista, su vida mejoraría de forma espectacular.
—Su vista es la de siempre —le rebatió la primera dama—. Ve una comunidad de Virginia distinta, comprometida con la riqueza y el bienestar de todos y cada uno y que, en adelante, tenga un objetivo distinto, que la gente… ¡Oh, querido!, me temo que no recuerdo la siguiente frase. ¿Cómo es? —preguntó, mirando las caras aburridas de sus hijas.
—Es lo mismo que dice en cada inauguración —respondió Regina, hastiada—. Desde que lo eligieron siempre utiliza el mismo discurso. Fue una idiotez la primera vez y lo sigue siendo. —Miró a Andy—. Mi padre cree que tendrían que cambiar el nombre a la comunidad de Virginia y llamarle la «disparidad», porque odia a Carolina del Norte y está harto de que esas quinientas empresas de la revista Fortune y los bancos y la industria del cine se establezcan allí y no aquí…
Alargó la mano para ponerse mantequilla y el cuchillo se le escapó de los gruesos y pringados dedos para acabar en el suelo de madera. Pony apareció como caído del cielo, lo recogió y lo sustituyó por uno limpio que sacó del cajón de la cubertería.
—¿Necesita algo más, señorita Reginia? —preguntó con amabilidad.
—Ese nombre no está mal —apuntó Andy, sorprendido—. ¿Por qué no te llamamos todos Reginia en vez de Regina?
—No quiero que me llamen de otra manera y estoy hasta el moño de que todo el mundo se preocupe de cómo me llamo. Y aún estoy más harta de que nadie me llame nunca. —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Cada vez que suena el teléfono es alguien que intenta encontrar el soporte. No tengo amigos, ni uno solo. —Regina lloraba con la boca llena, masticando tristemente—. Nací en una mina de carbón y…
—Eso no es verdad —la interrumpió con firmeza su madre.
—Fui concebida en una mina —insistió Regina, indiscreta—. Sé lo que ocurrió cuando papá y tú bajasteis a ese túnel hondo y oscuro y tú llevabas ese sombrerito rígido con una linterna. ¡Imagina cómo me siento al saber que su esperma estaba cubierto de polvo negro y se dirigió hacia un óvulo, decidiendo que el resultado sería yo!
Intentó alcanzar el vino, pero la botella se le resbaló y rodó por la mesa hasta caer al suelo. Con paciencia, Pony se agachó bajo la mesa para recoger la botella de chardonnay de Virginia.
—¡Estoy tan harta de todo, joder…! —aulló Regina.
—¡No vuelvas a utilizar más esa palabra! —le dijo la primera dama con severidad—. ¿Por qué eres tan mal hablada? Cuando naciste no hablabas así… Y creo que esa palabra que empieza con jota es sucia y degradante e impropia de una señorita como tú, sobre todo siendo hija de un gobernador.
—Pues en la mina de carbón seguro que se hablaba así —le dijo Regina a Andy con ironía.
Llegados a aquel punto, ya nadie se acordaba de que Trader se había sentado a la mesa o de que estaba en este mundo. Entonces cometió el error de pensar como un secretario de prensa y hablar con acento de antiguo pirata:
—Sí, es mejor que usen eufemismos como «¡Por todos los diablos!», «¡Vive Dios!», «¡Por Belcebú!».
—¡Basta! —le ordenó Andy—. ¡No siga por ese camino, Trader!
—¿Por qué habla con ese acento, Major? —le preguntó Regina, que lo había entendido todo pese a haberse tapado los oídos.
—Yo nací en la isla, como todos mis antepasados —explicó Trader mientras se limpiaba la sangre del rostro con una servilleta de lino—. Creo que la conmoción de haber presenciado un asesinato me ha trastornado el cerebro.
—Mire, a mí no me importa que naciera en la isla. Lo mejor será que olvide si el acento con que habla es inglés antiguo o inglés isabelino, o si John Smith decía «joder» o decía «jolines». ¿En la isla todo el mundo habla como usted o ese acento es sólo cosa suya? —preguntó Regina en tono agresivo, aunque su curiosidad era auténtica—. Después de tantos siglos, ¿por qué no habla de forma que el resto de la gente entienda qué diablos dice? —Luego se volvió hacia la primera dama—: ¡Mamá, insisto en que papá despida a este hombre! Su voz me irrita. Si la sigo oyendo, no podré sacármela de la cabeza en toda la vida. Y no puedo permitirme que me causen más irritaciones, porque ya estoy demasiado irritada y me fastidia hasta lo indecible que los de Protección de Personalidades me lleven de un lado a otro como a una marioneta. ¡Quiero un coche y el permiso de conducir, y quiero moverme sin vigilancia!
—¡A callar! —ordenó la primera dama al advertir que Pony había oído pasos en la parte delantera de la casa y se encaminaba hacia allí.
Al cabo de un momento se oyó un portazo en el vestíbulo y el tono de los murmullos indicó que Bedford Crimm no había tenido un día demasiado bueno.
—¡Huelo a jamón! —exclamó el gobernador consternado—. Pensaba que cenaríamos marisco. No estoy en absoluto de humor para jamón. ¿Qué ha pasado con los cangrejos que mandé traer de la isla?
—¿Ordena alguna cosa más el señor? —le preguntó un agente de protección.
—¡No! —gritó Maude Crimm desde el comedor—. ¡No dejes que se vaya, cariño! ¡Esta noche necesitamos aquí a todos los agentes!
Aquello era muy impropio de la primera dama, que era famosa por lo mucho que le molestaba la omnipresente presencia de los de seguridad. Al principio, ir siempre a todas partes rodeada de unos fuertes agentes dispuestos a servirla en todo la había hecho sentir importante y admirada, pero más adelante se cansó de ello. Maude Crimm deseaba sentarse en el jardín o en la bañera o ver la televisión o comprar por Internet sin cámaras ni testigos que vieran todo lo que hacía. Cada vez se mostraba más paranoica respecto a su intimidad y albergaba la creciente sospecha de que los agentes observaban todo lo que hacía; todo, incluidos sus esfuerzos por esconder las antigüedades que compraba.
—¿Qué ocurre? —preguntó el gobernador mientras entraba en el comedor y entrecerraba los ojos ante la luz de las velas para distinguir lo que cada uno tenía en el plato—. Jamón —murmuró con desagrado—. No lo soporto. ¿Qué ha pasado con los cangrejos? —preguntó, clavando sus opaca mirada en Regina.
—Los hemos soltado. —Regina fue sincera con su padre.
—¿Yo los mando traer en helicóptero y vosotros los soltáis?
—Los cangrejos y la trucha —añadió ella, sirviéndose más jalea de menta.
—Señor… —Andy se disponía a abordar el meollo de las dificultades de la primera familia—. Ha ocurrido algo que debe usted saber. Un negro que pescaba en el río acaba de ser asesinado y Major Trader nos ha informado de que usted, su esposa y sus hijas podrían estar en peligro. Al parecer ha sido testigo del crimen y supone que el sospechoso es el mismo que asaltó a Moses Custer y mató a Trish Trash.
Crimm agarró la lupa que llevaba colgando y, visiblemente alarmado, miró a su secretario de prensa.
—¡Cielos, está usted sangrando! —exclamó el gobernador—. ¿No debería ir al hospital?
A Trader le daba miedo hablar e hizo un gesto de negación con la cabeza.
—¿Qué ha ocurrido? —inquirió el gobernador—. No querría ser desconsiderado, pero no me parece recomendable sentarse a la mesa en este estado.
Trader se puso en pie y se llevó la servilleta a la frente. Permaneció quieto sobre la antigua alfombra oriental, con los ojos desorbitados, mientras intentaba ordenar sus enmarañados pensamientos y se le ocurría algún plan. Para empezar, decidió que su momentáneo trastorno del habla era buena cosa; en aquellas circunstancias lo mejor era expresarse de una forma que los otros apenas pudieran comprender, así resultaba mucho más fácil mentir y la gente se sentía menos inclinada a hacerle preguntas. Además, siendo necesario que una tercera persona tradujera sus palabras el testimonio de Trader era una interpretación y no tenía ninguna validez ante un juez.
—Es horrible —dijo Esperanza, describiendo a continuación lo ocurrido—. Ese monstruo hace arder en llamas a la gente y luego se escabulle a toda prisa. Es de Nueva York, habla español y tiene intención de hacernos lo mismo a cada uno de nosotros.
—Por poco que me guste —intervino la señora Crimm—, creo que necesitamos que todos los agentes vigilen la mansión hasta que detengan a ese espantoso individuo. Quizá necesitemos también la ayuda de la Guardia Nacional, querido.
El gobernador cogió una silla y se sentó, sin saber qué hacer y perplejo de que nadie le hubiera comunicado la emergencia hasta ese momento. A menudo recibía las malas noticias cuando iba camino de su casa para cenar, lo cual no contribuía en absoluto al buen funcionamiento de su submarino.
—Bien, que alguien me informe —exigió el gobernador.
Trader quería contar muchos detalles falsos, pero sabía cómo reaccionaría el gobernador ante el repentino farfullar. El secretario de prensa indicó a Andy por señas que explicara los acontecimientos del día a Crimm. Andy lo hizo.
—¿Y qué nos recomienda? —preguntó el gobernador a Andy tras escuchar un relato que parecía carecer de toda veracidad y racionalidad.
—Yo no correría ningún riesgo —respondió Andy—. Mantenga una estrecha vigilancia, señor, pero este asunto debería someterse a investigación. Con franqueza, opino que, pese a la narración de los hechos que como presunto testigo nos ha hecho el señor Trader, hay datos importantes que desconocemos. —Luego añadió, mirando a Trader—: Y lo digo sin ánimo de ofender, pero es posible que lo que usted supuestamente vio y lo que en verdad ocurrió no coincidan. Por ejemplo, me gustaría hacerle dos preguntas: ¿Qué sucedió con el cubo de fregar? ¿Alguien más vio el tiroteo?
Mediante gestos, Trader explicó que el cubo de fregar debía de estar por ahí y que los únicos testigos, aparte de él, fueron la trucha y los cangrejos. Trader estaba seguro de que con eso las cosas quedarían claras.
—Pues si el cubo está por ahí —apuntó Andy—, eso nos lleva a pensar que usted soltó los cangrejos y la trucha antes de que se produjera el altercado, porque es prácticamente imposible que usted viera arder a alguien y luego pensara en tirar los peces al río, ¿verdad?
Trader negó con la cabeza y recordó cómo los cangrejos y la trucha saltaban al aire desde el cubo lleno de agua sucia y caían al río con un chapoteo mientras el pescador y él empezaban a pelear y a insultarse. Trader había vuelto a dejar el cubo en el suelo, o tal vez lo hiciera el pescador. En aquellos momentos la policía ya debía de haber encontrado el cubo y lo retenía como prueba. Trader tuvo el presentimiento de que el cubo iba a causarle problemas.
—Dígame —el gobernador encendió un habano y miró a Andy—, ¿nos sería de ayuda localizar los cangrejos y la trucha?
—Eso es lo más estúpido que jamás he oído —le espetó Regina—. ¿En qué podrían ayudarnos? ¿Y cómo sabríamos que son los mismos que estuvieron aquí, en nuestra cocina?
—Por el ADN —respondió Andy—. Si dejaron tejidos o restos de células en el cubo, aunque sólo fuera una traza, podríamos identificarlos. Por ejemplo, la gente ni se imagina cuántas células se desprenden de los ojos; cuando te frotas los ojos, se te llenan los dedos de células y luego las depositas en cualquier cosa que tocas. Todos los seres vivos tienen un ADN único, excepto los hermanos gemelos.
—¿Quiere decir que quizá los ojos de los cangrejos dejaron células en el cubo? —el gobernador estaba fascinado—. ¿Cómo sabe todo esto?
—Siempre me ha interesado la ciencia forense y la investigación criminal, gobernador. Mi padre fue agente de policía en Charlotte.
—¿Y ahora dónde está?
—Murió en el cumplimiento de su deber, señor.
Aquello conmovió al gobernador. Siempre había querido un hijo varón; sus hijas no lo impresionaban en absoluto y rara vez disfrutaba de su compañía. En realidad, Bedford Crimm necesitaba tanto a alguien sensible con quien hablar que no fuera una mujer, que incluso olvidaba lo preocupado que estaba porque su esposa y Andy tal vez fueran amantes.
—Tomemos un poco de brandy y fumemos —dijo, volviendo un ojo acuoso ampliado detrás de la lupa hacia Andy—. ¿Juega usted al billar?
—Muy de vez en cuando, señor —respondió Andy.
—¿Y qué vamos a hacer con ese terrible asesino que aún anda suelto? —quiso saber la señora Crimm, preocupada.
—Informe de lo sucedido a los otros agentes —le dijo el gobernador a Andy para que se lo transmitiera a Trader—. Dígale que ponga en estado de alerta al resto de los agentes de Protección de Personalidades y que la Guardia Nacional vigile desde el aire y busque ese coche con matrícula de Nueva York. Tal vez convendría también que peinaran el centro de la ciudad.
—Asimismo podrían controlar los peajes de todas las autopistas —sugirió Andy—, por si ese asesino en serie supuestamente hispano quisiera marcharse de la ciudad —añadió, mirando a Trader con desdén. El secretario de prensa desvió la mirada.
—Una idea excelente —convino el gobernador, cada vez más impresionado por aquel joven—. Tenemos que localizar los cangrejos y la trucha. Diga a Trader que empiece a buscarlos, ya que él fue el último que los vio.
—Dígaselo usted mismo, señor —apuntó Andy con cortesía—. Oye bien, lo que le ocurre es que no puede hablar o quiere que pensemos que no puede. Y me permitiría sugerir que la búsqueda de posibles testigos la realizara una persona más objetiva.
Andy estaba seguro de que si Trader encontraba los animales, se encargaría de que nadie volviera a verlos con vida nunca más. El gordo y mentiroso secretario de prensa pirata los herviría vivos y se los comería, pensó Andy mientras preveía la reacción del gobernador cuando leyera el ensayo que pensaba publicar tan pronto encontrase un ordenador. Lanzó una mirada dura y amenazante a Trader.
—No se acerque a los cangrejos ni a la trucha —le advirtió Andy.
Esperó a que Trader desapareciera, renqueante, y luego hizo un aparte con la primera dama para hablar en privado con ella.
—Escuche —le dijo Andy—, no me gusta tener que pedirle favores o entrometerme en su intimidad, primera dama Crimm. Sin embargo, parece que tenemos una larga noche por delante y he pensado que tal vez podría prestarme su ordenador un minuto para consultar una cosa.
—Por supuesto —respondió ella con gran impaciencia por llevarlo a su salón privado, donde había pasado tantas horas secretas y deliciosas sentada ante su escritorio chino, comprando por Internet.
Mientras subían por la escalera, sintió un cosquilleo de excitación lasciva que aumentó cuando invitó al joven a ocupar su silla.
—¿Necesita que le enseñe cómo funciona alguna cosa? —preguntó al tiempo que se inclinaba sobre él rozándole la parte trasera de la cabeza con su busto grande y bien encorsetado.
—No, gracias —respondió Andy al tiempo que el perfume le provocaba una reacción alérgica que lo hacía estornudar—. Si pudiera dejarme a solas un momento… Me temo, señora, que éste es un asunto policial clasificado y sólo puedo verlo yo. —Estornudó tres veces más.
—¿Qué están haciendo ahí arriba? —preguntó el gobernador, celoso, con la vista clavada en las escaleras—. ¿Qué demonios traman? ¿Quién estornuda? —añadió mientras su mujer se corría un poco el carmín de labios y se despeinaba los cabellos, rígidos a causa de la laca, antes de volver al lado de su marido.
Andy colgó su siguiente artículo, que había terminado por la mañana. El momento no podía ser más apropiado para publicarlo. Después se levantó de la silla en el preciso instante en que Regina irrumpía en el salón y le preguntaba qué hacía.
—Mamá lleva el maquillaje corrido, como si los dos hubiesen estado retozando —explicó con delicadeza—. Y tienen suerte de que papá no pueda ver su aspecto.
—Hace un momento su maquillaje estaba perfectamente —replicó Andy—. Lo único que ha hecho ha sido acompañarme hasta el ordenador y marcharse. Y su aspecto era exactamente el mismo que durante la cena.
—¿Qué está haciendo aquí? —En los pequeños ojos de Regina brillaba la sospecha—. Apuesto a que usted es el Agente Verdad, ¿no es cierto?
—Vaya cosas de pensar —dijo Andy.
—¡Demuéstreme que no lo es!
—Probar que no lo soy resulta más bien difícil —replicó Andy mientras Regina se sentaba al ordenador.
La muchacha accedió a la página del Agente Verdad y, cuando vio que había un ensayo nuevo, soltó una exclamación de asombro. Hizo doble clic en el hipertexto.
—¿Ve? —insistió Andy—. No es posible que el Agente Verdad estuviera escribiendo un ensayo y a la vez cenando aquí con la primera familia.
—Sí supongo que tiene razón —dijo Regina, impaciente por empezar a leer.
UNAS PALABRAS SOBRE ANNE BONNY. La mujer pirata más famosa que jamás haya existido (Nota: Muchos expertos en piratería difieren en sus biografías de Anne Bonny.) por el Agente Verdad
La historia empieza con su nacimiento en el condado de Cork, Irlanda, el 8 de marzo de 1700, hija ilegítima de un famoso abogado irlandés llamado William Cormac y de la doncella de su esposa, cuyo nombre nunca ha llegado a las crónicas. Cuando se conoció el escándalo, no tuvo más remedio que huir de Irlanda con su nueva familia y establecerse en Charleston, Carolina del Sur, donde trabó amistad con Barbanegra y algunos políticos corruptos. Muy pronto, William se convirtió en un rico comerciante y se trasladó a una plantación en las afueras de la ciudad.
De la infancia de Anne no se sabe mucho, a excepción de que era una hermosa niña pelirroja cuyo temperamento feroz la llevó a matar a una sirvienta con un trinchante al final de una discusión entre ambas.
Cuando Anne fue lo bastante mayor para elegir su propia ropa optó por prendas de corte masculino, y enseguida empezaron a rondarla muchos admiradores. Las insinuaciones sexuales eran recibidas con tanta violencia que uno de sus pretendientes tuvo que guardar cama durante semanas.
(Nota: Hago aquí un inciso porque quiero remarcar, querido lector, que casi desde el principio la conducta de Anne revelaría que se trataba de una sociópata con un mal ajuste genético. Éste, por desgracia, se iba a transmitir de generación en generación hasta la Virginia actual, donde uno de sus descendientes directos ocupa un cargo de gran influencia y poder).
Cuando Anne tenía dieciséis años, un nuevo acontecimiento desafortunado marcó su vida al enredarse con un pobre e inútil marinero llamado James (Jim) Bonny, que estaba decidido a arrebatarle la plantación a la familia. El individuo pensó que la manera más fácil de lograrlo era casándose con Anne, cuya indumentaria no advertía o no parecía importarle. El padre de Anne no aprobó la boda y la pareja recién casada no obtuvo la plantación, ni tan siquiera una habitación decente en ella en caso de tener la intención de quedarse a vivir con la familia de Anne.
La joven pareja se marchó muy enojada de Charleston y llegó por mar a New Providence, en las Bahamas, donde Anne se aficionó enseguida a un establecimiento local llamado La Guarida de los Piratas, que era exactamente lo que su nombre indicaba. Jim constituía un lamentable y débil ejemplo de virilidad y coraje y empezó a delatar a los marineros que no le caían bien, acusándolos de ser piratas aunque no lo fueran; mientras, su esposa, insatisfecha y psicópata, cada vez pasaba más horas en La Guarida.
Muchos de los marineros que se convirtieron en sus compañeros de borracheras habían sido piratas y se aburrían. Un día, mientras bebían con Anne, a quien los ex piratas creían un hombre, ésta se quejó de la desagradable y mezquina cuñada del gobernador de Jamaica, Lawes, la cual había dicho de ella que no merecía la pena conocerla. No está claro en las crónicas si la mujer hizo tal comentario mientras Anne iba disfrazada de hombre o no. Lo que sí está bien documentado es que la respuesta de Anne fue saltarle dos dientes, lo cual en el siglo XVIII era mucho más grave que ahora, pues no había dentistas ni protésicos y una sonrisa sin dientes era para toda la vida.
Tenía que haberle saltado todos los dientes —fanfarroneó Anne ante los ex piratas mientras bebían en La Guarida—. Y luego atarla a un árbol desnuda y no darle ni pan ni agua, y dejar que la picaran una miríada de hormigas furiosas.
—Sí, tenías que haberlo hecho —asintió el capitán pirata Calico Jack—. ¿La habrías desnudado del todo, incluidas sus partes íntimas?
—Toda desnuda —respondió Anne—. Mejor no cubrirle las partes íntimas para que las picaduras de las hormigas le dolieran más.
—Sí, mucho mejor.
Anne y Calico se hicieron muy amigos y un día ella quiso asegurarse de que supiese que era una mujer y se desabrochó la camisa. Calico se ofreció a comprarla al débil de su marido, Jim, el cual los delató a ambos al gobernador Rogers, de Carolina del Sur. A Anne se le ordenó que se presentase para ser azotada como castigo y a continuación devolverla a su marido, por lo que Calico y ella decidieron que se reunirían en el muelle, vestidos los dos de hombre, y que robarían una chalupa para iniciar su vida como pareja pirata.
Durante los meses siguientes, Anne y Calico Jack asaltaron muchos barcos e instalaciones portuarias. El sexo de ella siguió siendo un secreto para todo el mundo excepto para él, hasta que capturaron un barco mercante holandés y reclutaron a unos cuantos marineros de la tripulación, incluido un joven de ojos azules increíblemente apuesto. Anne se quedó prendada de él y se desabrochó la camisa para revelarle su verdadera identidad; entonces el hombre se desabrochó la suya y mostró que era Mary Read. No se sabe si ambas quedaron decepcionadas al ver que no eran hombres, pero se convirtieron en un dúo de piratas, hábiles con las pistolas y los espadines y bravas luchadoras cada vez que su tripulación irrumpía en barcos mercantes cuando éstos menos lo esperaban.
A Anne y a Mary les gustaba mucho aquel ambiente y llegaron a ser unas bucaneras sanguinarias muy respetadas, que blandían sus espadas y abordaban barcos con más valentía que muchos hombres. En 1720 se quedaron embarazadas a la vez y sufrieron una sorprendente derrota cuando un antiguo colega reconvertido en cazador de piratas abordó su barco; la tripulación entera estaba borracha y escondida en la bodega, y había dejado a Mary y a Anne luchando solas contra un implacable fuego de cañón:
—¡Si entre vosotros hay algún hombre, que salga y pelee como se supone que hacen los hombres! —gritó Anne mientras blandía el alfanje, furiosa, y disparaba sus pistolas.
Los hombres de la bodega no contestaron y todos fueron capturados y colgados salvo las dos piratas embarazadas, a las que encerraron en la cárcel. Mary murió de unas fiebres en su diminuta y húmeda celda y se cree que a Anne la indultaron, desapareciendo luego de los mares y de las crónicas de la época.
Mi teoría de lo que le ocurrió a Anne Bonny se basa en un estudio de los relatos que se han escrito de su vida; a través de ellos llegué a una conclusión que entra dentro de la esfera de lo posible. Podemos estar seguros de que Anne no volvió a las Bahamas ni tampoco regresó al lado de su marido o a la piratería activa. Sospecho que tuvo el hijo que esperaba, decidió transgredir la ley y evitar a la vez la vida tradicional de una mujer; dio a luz en un lugar que fuera un puerto seguro para ella y que satisficiera también su ansia de aventura. Probablemente supiera que Barbanegra y otros piratas frecuentaban la isla Tangier y que comerciaban con los isleños, y que si seguía vistiendo como un hombre, podría hacerse pasar por pescador. Eso le permitiría, al menos, salir en barco para enseñarle a su hijo los caminos del viento, la bahía y las artes de pesca.
Sospecho que el hijo era varón y creo que de ese linaje asesino desciende, precisamente, cierto funcionario del Gobierno. Y si el gobernador lee este ensayo, que piense en las muchas veces en que un individuo traidor y despreciable le ha ofrecido un dulce, al que siempre ha seguido un explosivo ataque gástrico.
Es una vergüenza que ese truhán, cuyo nombre por ahora seguirá en el anonimato, no hiciera constar nada de esto cuando aspiraba el alto cargo que ocupa en el Estado y se le sometió a la comprobación habitual de antecedentes. Aunque en la actualidad la comprobación de antecedentes no sirve de mucho, puesto que no revela las motivaciones que —en el caso de esta persona, al igual que en el de su antepasada, Anne Bonny— son controlar, acceder al poder político y militar y conocer las leyes para así transgredirlas cada vez que le apetece.
¡Tengan cuidado ahí afuera!