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A Unique First el nombre le iba como anillo al dedo, o al menos eso decía siempre su madre. Unique nació la primera y era singular. No había otra como ella y eso era una buena cosa, como decía su padre, el doctor Ulysses First, el cual nunca llegó a comprender qué malignidad genética había malogrado a su hija.

Unique era una chica menuda de dieciocho años, con una cabellera larga y brillante tan negra como el ébano, una piel traslúcida como el cristal de un vaso de leche vacío y unos labios carnosos y rosados. La chica estaba convencida de que sus ojos azul pálido podían hipnotizar a cualquiera y que con algo tan simple como lanzar una mirada a alguien era capaz de doblegar la mente de esa persona para hacerla encajar en su Objetivo. Unique podía acosar a alguien durante semanas, creando una expectación insoportable hasta el último acto, que era una liberación demencial y necesaria, seguida por lo general de un agujero negro.

—Eh, despierta, el coche me ha dejado tirada. —Llamó a la ventanilla del Peterbilt de dieciocho ruedas que estaba aparcado en solitario en el mercado agrícola, en un extremo del centro de Richmond—. ¿No tendrías un teléfono?

Eran las cuatro de la madrugada, la noche estaba oscura como boca de lobo y el aparcamiento no tenía buena iluminación. Aunque Moses Custer sabía bien que andar por ahí a esas horas no era seguro, había hecho caso omiso de su sentido común después de pelearse con su mujer y salir echando chispas al volante de su camión, en el que pensaba pasar la noche, solo y desaparecido en combate, junto a los puestos de verdura. Eso le serviría de lección a su mujer, pensaba siempre que la rutina conyugal se ponía desagradable. Como los golpes en el cristal continuaban, abrió la puerta de la cabina.

—Jesús, ¿qué hace una cosita tan dulce como tú sola por aquí a estas horas? —preguntó, confundido y borracho, mientras contemplaba aquel rostro cremoso y delicado que le sonreía como un ángel.

—Estás a punto de tener una experiencia única. —Unique siempre decía lo mismo antes de lanzarse sobre su Objetivo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Moses, pasmado—. ¿De qué experiencia única hablas?

La respuesta llegó en forma de una legión de demonios que patearon y golpearon a Moses, arrancándole el cabello y la ropa. Una erupción de explosiones y obscenidades salió del infierno y el fuego le abrasó los músculos y los huesos mientras fuerzas salvajes lo sacudían y desgarraban hasta darlo por muerto y ponían en marcha el camión. Moses flotó un rato encima de su yo muerto y contempló el cuerpo lacerado y exánime sobre el asfalto. Azotado por la lluvia, perdía sangre por la parte posterior de la cabeza; se le había caído una bota y mantenía el brazo izquierdo en un ángulo imposible. Cuando miró su cuerpo, una parte de Moses cedió y se entregó a la eternidad, mientras que otra parte se arrepentía de su vida, lamentándose.

—Tengo la cabeza destrozada —gimió y empezó a sollozar al tiempo que todo se volvía negro—. ¡Oh, mi cabeza está destrozada! ¡Señor, no estoy preparado, todavía no ha llegado mi hora!

La oscuridad total se disolvió en un espacio flotante desde el cual Moses observó las luces intermitentes de las ambulancias y los bomberos, al personal sanitario y a la policía ataviada con impermeables amarillos y una banda reflectante que brillaba como un fuego blanco. Las llamaradas siseaban en el asfalto mojado bajo una intensa lluvia y las voces sonaban fuertes, excitadas e incomprensibles. Parecía que la gente le chillaba, lo cual atemorizó a Moses y lo hizo sentirse pequeño y avergonzado. Intentó abrir los ojos, pero era como si se los hubiesen cosido.

—¿Qué ha sido del ángel? —murmuró una y otra vez—. Dijo que el coche la había dejado tirada.

El coche de Unique funcionaba a la perfección y la chica dio vueltas por el centro durante un par de horas, escuchando las noticias que emitía la radio sobre el robo con violencia en el mercado agrícola y las sospechas de que lo había cometido la misma banda de piratas de las autopistas que llevaba meses aterrorizando Virginia. Pero esta vez Unique disfrutó de las noticias posteriores a la acción un poco menos de lo habitual. Habría jurado que el viejo conductor negro estaba muerto, y le irritaba el hecho de que sus cómplices mostraran tal prisa en escapar que le impidieran una completa liberación. Si por ella hubiera sido, habría terminado lo que empezó, asegurándose de que el chófer jamás volvería a hablar.

No le preocupaba, sin embargo, que la poli se fijara en ella mientras circulaba con el Miata blanco a aquella hora intempestiva. Una parte de ser Unique consistía en no parecer lo que era; una parte de ser Unique consistía en no parecer en absoluto que había hecho lo que hizo. Estaba tan segura de su naturaleza invencible que se detuvo en el Fred Mini Mart, donde había un coche de policía aparcado.

Unique reconocía un coche sin distintivos a una manzana de distancia y se coló en el interior de la tienda mirando al joven rubio y guapo que pagaba una botella de leche en la caja. Vestía camisa de franela y vaqueros, y Unique lo estudió para ver si iba armado. Descubrió un bulto a la altura de la cadera.

—Gracias, Fred —dijo el rubio policía de paisano al cajero.

—De nada, Andy. Te he echado de menos. Este último año, es como si te hubieras largado del mundo.

—Bueno, pues ya he regresado —dijo Andy al tiempo que se guardaba el cambio en el bolsillo—. Ve con cuidado, una banda muy peligrosa ronda por ahí. Acaban de asaltar a otro camionero.

—Sí, vaya mierda. Lo he oído en la radio. ¿Le han hecho mucho daño? Supongo que has estado en la escena del crimen.

—No, tengo el día libre. Me he enterado de la misma manera que tú —respondió Andy con un amago de decepción.

—Bueno, yo estoy de acuerdo con lo que dice la prensa de que es un crimen racista —comentó Fred—. Por lo que he oído, el líder es un blanco y hasta ahora todas las víctimas son de raza negra, salvo esa mujer camionera de hace un par de meses. Pero pienso que ella también pertenecía a una minoría, ya sabes a qué me refiero. No es que me gusten demasiado las tortilleras, pero lo que le hicieron fue realmente horrible. Según leí en algún sitio, le habían metido un palo en…

—¡Oh…! —exclamó Fred, sobresaltado, al ver a Unique que, como salida de la nada, dejaba un paquete de seis cervezas Michelob en el mostrador—. Has entrado de forma tan silenciosa, bonita, que pensé que no había nadie más en la tienda.

—Quiero un paquete de Marlboro, por favor —dijo Unique con una dulce sonrisa y una voz débil y delicada.

Era muy guapa e iba pulcramente vestida de negro, aunque llevaba las botas manchadas, como si la hubiera sorprendido la lluvia. Cuando volvió a su Caprice sin distintivos, Andy vio el Miata blanco en el aparcamiento; apenas había tenido tiempo de poner el motor en marcha cuando la chica encantadora y tierna de extraños ojos montó en su coche y lo siguió por todo el centro hasta Fan District. Andy redujo la velocidad con objeto de distinguir la placa de la matrícula, y entonces Unique se desvió por Strawberry Street. El joven experimentó una rara sensación imposible de definir y, una vez en su casa, mientras se preparaba un tazón de cereales tuvo la extraña impresión de que le observaban.

Unique sabía cómo acechar a cualquiera, incluso a la policía, y se quedó al otro lado de la calle, entre las densas sombras de los árboles. Observó la silueta de Andy, que se desplazaba de un cuarto a otro mientras engullía algo de un tazón; varias veces abrió las cortinas y miró hacia la calle. Ella lo contempló e imaginó el poder que tenía sobre la mente de aquel hombre. Le pareció que él se sentía incómodo y que había captado a Unique, que llevaba mucho tiempo en la brecha y podía seguir el rastro de su posesión más reciente hasta Dachau, Alemania, donde había sido sometida por un nazi. Mucho antes de eso —lo había adivinado en las cartas de tarot—, ella fue el Adversario y tenía ojos por todo el cuerpo.

Andy abrió las cortinas de nuevo y para entonces ya estaba tan nervioso que se movía por la casa con la pistola en la mano. Una vez estaba de mal humor porque le molestaba mucho que se hubiera producido un caso grave, como el de Moses Custer, y no lo incluyeran en la investigación. Le deprimía y le frustraba oír por la radio que un camionero había sido pateado y apaleado hasta darlo por muerto y no haber podido ver las cosas con sus propios ojos y sacar sus propias conclusiones. O tal vez se hallaba de mal talante sólo porque no había dormido en toda la noche y estaba excitado y asustado por lo que le aguardaba.

Andy Brazil llevaba un año entero esperando aquel día. Después de interminables horas de duro trabajo, por fin iba a lanzar el primer capítulo de una serie especial de ensayos que al cabo de unas horas colgaría en un sitio de Internet al que puso el nombre de «Agente Verdad». El proyecto era ambicioso e inverosímil, pero cuando abordó a su jefa en el formidable despacho que ésta ocupaba en el departamento de policía de Virginia, se mostró absolutamente decidido.

—Escúchame antes de decir que no —le había espetado Andy mientras cerraba la puerta—. Y tienes que jurarme que no hablarás con nadie de lo que estoy a punto de proponerte.

La superintendente Hammer se levantó de su silla y permaneció callada unos instantes, como una imagen publicitaria del poder, allí de pie, con las manos en los bolsillos, ante las banderas de Virginia y de Estados Unidos. Era una mujer impresionante de cincuenta y cinco años de edad, con unos ojos penetrantes que podían atravesar una coraza o enardecer a una multitud, y solía vestir elegantes trajes de chaqueta que no ocultaban una silueta que Andy debía contenerse para no mirar abiertamente.

—Muy bien —había respondido Hammer, deambulando por el despacho como era habitual en ella mientras reflexionaba sobre lo que el joven pretendía hacer—. Mi primera reacción es que no, rotundamente no. Creo que sería un gran error interrumpir tan pronto tu carrera como agente de la ley. Y te recordaré, Andy, que en Charlotte sólo fuiste policía un año, luego otro año aquí, en Richmond, y que sólo llevas seis meses escasos como agente estatal.

—Y durante ese tiempo he escrito cientos de columnas sobre crímenes para los periódicos de la zona —le recordó él—. Ésta es mi contribución más importante, ¿no? ¿Y acaso no ha sido tu principal propósito el utilizarme para informar a la gente de lo que ocurre y de lo que hace la policía o, en algunos casos, de lo que no hace? La cuestión siempre ha sido informar a la gente, y ahora quiero hacerlo de una manera más amplia para un público más amplio.

La trayectoria profesional de Andy era insólita y siempre lo había sido. Se había dedicado al periodismo justo después de acabar los estudios superiores y había ingresado en la policía como voluntario, acompañando a los agentes y escribiendo artículos para el periódico de la ciudad como testigo presencial. Así lo había hecho en Charlotte, Carolina del Norte, donde Hammer por aquel entonces era jefa. Al cabo de un tiempo, Hammer lo había contratado como agente de pleno derecho que colaboraba en el cumplimiento de la ley, y seguía escribiendo sus columnas de sucesos y artículos de opinión. Hammer le había brindado esa oportunidad sin precedentes porque ella también se encontraba en una posición insólita, ya que el Instituto Nacional de Justicia le había otorgado una autorización para hacerse cargo de departamentos de policía con problemas y solucionarlos. Hammer siempre había sido inclasificable y se había convertido en la tutora de Andy, manteniéndolo a su lado a medida que ella ascendía en su carrera. Sin embargo, ese día, sentado en la oficina de su jefa y mientras contemplaba las idas y venidas de ésta por la habitación, Andy comprendió que su plan no era bien recibido.

—Te agradezco todo lo que has hecho por mí —dijo él—. Esto no significa que te dé la espalda y desaparezca.

—No me preocupa que desaparezcas; no se trata de eso —replicó Hammer de una forma que le hizo sentir que, si desaparecía durante meses, ella no lo echaría de menos en absoluto.

—No perderás el tiempo si me escuchas, superintendente Hammer —le prometió. Ha llegado un momento en que tengo algo más que contar que quién ha robado a quién o cuántos conductores imprudentes hemos detenido o cuál es la última ola de crímenes. Quiero situar la conducta criminal en el contexto de la naturaleza y la historia humanas, y creo que es importante porque la gente cada vez es peor. ¿Podrías conseguirme una beca o algo con lo que pagar mis facturas mientras investigo, escribo y asisto a clases de vuelo…?

—¿Quién ha hablado de lecciones de vuelo? —interrumpió ella.

—La unidad de aviación tiene instructores y pienso que te resultaría mucho más útil si tuviera la licencia de piloto de helicópteros —explicó Andy.

Hammer dejó que se saliera con la suya, tal vez porque advertía que él se marcharía de todos modos. Podía abrir una página web como proyecto especial y clasificado, le dijo, y seguir trabajando para ella, pero a condición de mantenerse en el anonimato; el gobernador, Bedford Crimm IV, que era un viejo aristócrata imposible, autócrata y obstinado, no permitiría que Hammer divulgara información al público sin su consentimiento. En definitiva, dijo Hammer, lo que Andy escribiera no podía estar directamente relacionado con la policía del estado de Virginia, aunque a la vez debía dar una imagen favorable de ésta y estimular al público a apoyarla. Añadió que Andy tendría que estar a su disposición para cualquier emergencia y que, si quería aprender a volar, debería combinarse él mismo los horarios.

—¿Tendré un presupuesto para viajes? —preguntó él, forzando su suerte.

—¿Para qué? —preguntó Hammer—. ¿Dónde vas a ir?

—Necesitaré fondos para la investigación arqueológica e histórica.

—Pensaba que habías dicho que ibas a escribir sobre el crimen y la naturaleza humana. —Hammer empezaba a resistirse de nuevo al proyecto—. ¿Qué quieres? ¿Pilotar helicópteros e ir de un lado a otro?

—Si voy a escribir sobre qué va mal ahora en los Estados Unidos, necesito demostrar qué fue mal en sus orígenes explicó. Además, necesitas más pilotos. En los últimos tres meses se te han despedido dos.

Andy se sentó ante la mesa del comedor, que se había convertido en una oficina irremediablemente caótica, tecleó su contraseña y abrió un archivo. Tras doce meses de ardua investigación y redacción de los artículos, y después de las lecciones de vuelo tanto teóricas como prácticas, tenía unas ganas locas de salir en busca de transgresores de la ley e investigar crímenes violentos por tierra y aire. Deseaba que la gente leyera lo que tenía que decir y, a menudo, fantaseaba con la idea de que iba en coche o en avión junto con otros policías, o de que estaba en la escena del crimen, y escuchaba a escondidas lo que la gente comentaba que había leído en la página web del Agente Verdad. Nadie sabría que el Agente Verdad se encontraba allí, entre ellos, y que incluso recogía más información a partir de sus comentarios. Sólo Hammer sabía quién era realmente el Agente Verdad, y Andy y ella habían protegido su identidad de una manera muy meticulosa.

Cuando, por ejemplo, se dedicó a la investigación arqueológica y viajó a Inglaterra y Argentina en busca de datos, no dijo en ningún momento que era un periodista-policía realizando un trabajo de campo. Era tan sólo un hombre de veintiocho años que, como graduado, investigaba la historia, la criminología y la antropología.

Fue el primer trabajo clandestino que Andy tuvo en su vida, y todavía le asombraba que nadie se hubiera dedicado a investigar si de veras estaba en un programa universitario para graduados o si era en realidad quien decía ser.

Aunque Andy no fuera de ésos que se miran en el espejo para saber cómo le veían los demás, sabía que tenía muchas cualidades que jugaban en su favor. Era alto y poseía unos músculos bien esculpidos, y sus rasgos eran tan perfectos y refinados que, de pequeño, le habían tomado el pelo llamándole «bonito». Tenía el cabello de color rubio claro y sus ojos azules cambiaban de tono con sus pensamientos y estados de ánimo, de la misma manera que la luz del cielo varía con el paso de las nubes. A veces se mostraba violento, otras pacífico y otras excepcionalmente intenso. Su intelecto era rápido y fácil y sus palabras brillaban como la plata y eran tan duras como ese metal, cuando era necesario.

A Andy nunca le había resultado difícil obtener lo que quería pues, por regla general, la gente se sentía atraída hacia él o, al menos, advertía que era una presencia que no podía pasarse por alto. También trabajaba duro para compensar el vacío que experimentara en sus primeros años de vida. Su padre había muerto asesinado cuando él todavía era un niño, dejándolo con una madre alcohólica que nunca reconoció que su hijo era especial y sincero, sino que lo exilió a un reino solitario de preocupaciones y fantasías implacables.

De no haber crecido en tal ambiente, no habría soportado el aislamiento necesario para explorar y escribir lo que el público estaba a punto de leer. Pero llegado ese momento, se sentía tan inquieto y pesimista como la mañana que discurría tras su ventana. Unas densas nubes flotaban sobre la ciudad. Cuando un relámpago rasgó el gris amanecer, se le ocurrió que sería un presagio terrible que se produjera un apagón y el ordenador se estropeara. El timbre del teléfono lo sacó de aquellas preocupaciones.

—Al menos estás despierto —dijo Hammer sin desearle siquiera los buenos días—. He…

—Pensaba que me llamarías cuando tuvieras una emergencia —le interrumpió él—. Me habría gustado que me informaras de lo del camionero del mercado de verduras.

—No te necesitaba —dijo ella.

—¿El mismo modus operandi? ¿Lo rajaron?

—Me temo que sí. Varios cortes en el cuello al parecer con una cuchilla, pero ninguno mortal —respondió Hammer—. Por lo visto, los asaltantes huyeron apresuradamente y el hombre se recuperó el tiempo suficiente para llamar al nueve, uno, uno. La razón por la que te llamo es para decirte que estoy esperando, Agente Verdad —le hizo saber ella—. Creía que habías dicho que inaugurarías la página web a las seis y media. De eso hace cinco minutos.

Ésa fue su manera de desearle buena suerte.

UNA BREVE EXPLICACIÓN por el Agente Verdad

La rica historia de los orígenes de Estados Unidos se basa, sobre todo, en las observaciones de testigos presenciales que aparecen narradas en cartas, aventuras auténticas, testimonios, mapas y libros publicados a principios del siglo XVII. Casi todos esos relatos originales se han perdido para siempre o se conservan en el silencio de las colecciones privadas. Por desgracia, otra documentación histórica que se guardaba en Richmond fue quemada durante la guerra de Secesión para que los nordistas reescribieran los hechos y convenciesen a los estudiantes de todo el mundo de que nuestro país tuvo su origen en Plymouth, lo cual es mentira.

Ésta y otras falsedades no deben sorprendernos. Buena parte de lo que consideramos hechos no es más que propaganda o reflexiones bienintencionadas acerca de cómo perciben a las personas y los acontecimientos los que tienen una mala visión o son tendenciosos. Las historias se transmiten de boca a oreja, de un noticiario a otro, de correo electrónico a correo electrónico, de los políticos a nosotros, de los testigos a los jurados, y a la larga se consigue que se den por ciertas muchas cosas que, en realidad, están muy distorsionadas, cuando no son manifiestamente falsas. Por ello, en este inicio de mis conversaciones con usted, lector, voy a basarme sólo en mis experiencias e investigaciones primarias y me centraré en la ciencia y en la medicina, que no tienen imaginación ni personalidad ni bandera política ni motivos de resentimiento.

Al ADN, por ejemplo, no le importa si has hecho algo; al ADN poco le importa si no lo has hecho. El ADN sabe perfectamente quién eres, quiénes son tus padres y quienes tus hijos, pero carece de opinión y no le interesa intimar contigo ni obtener tus votos. El ADN sabe que fuiste tú quien dejaste fluidos seminales en una persona, pero no juzgará cómo lo hiciste o por qué ni tampoco actuará como un voyeur. Por ello, me siento más inclinado a creer al ADN que al acusado que declara ante el juez, y es una lástima que el ADN ande tan ocupado en resolver crímenes y disputas de paternidad que no pueda reconstruir la historia de Estados Unidos. Si el ADN tuviera tiempo, sospecho que descubriríamos que casi todo lo que creemos acerca del pasado está contaminado, de una manera sorprendente, tal vez.

Como el ADN no puede servirnos de narrador en esta serie de ensayos, haré todo lo que esté en mis manos para contar lo que he descubierto sobre los orígenes de la América anglosajona, con la esperanza de que sirva como metáfora de qué somos y en qué se ha convertido nuestra sociedad.

La historia empieza con un giro de los acontecimientos pequeño pero significativo en el puerto de Londres, el 20 de diciembre ele 1606, cuando treinta y seis marineros y ciento ocho colonos se despidieron tristemente de su tierra y, sin lugar a dudas, buscaron consuelo en las tabernas de la isla de los Perros, o «Isle of Dogges», como se leía en un mapa de Londres fechado en 1610.

Los colonos y los marineros que tripularían las naves hasta Virginia descendieron las escaleras de Blackwall hasta los muelles, donde aquellos aventureros, que querían más de la vida, oro y plata incluidos, embarcaron en el Susan Constant, el Godspeed y el Discovery y empezaron su viaje histórico al Nuevo Continente quedando encallados durante seis semanas en la desembocadura del Támesis. En las crónicas, la razón del retraso se atribuye a la falta de viento o a que éste soplaba en dirección desfavorable.

No sabemos si alguno de aquellos colonos encallados miró atrás, hacia las tabernas, y cambió de opinión, pero las matemáticas nos indican que nadie abandonó el barco. Durante la travesía, un colono murió en el Caribe, posiblemente de un golpe de calor, y el 14 de mayo de 1607, cuando los tres barcos atracaron en la isla de Jamestown, en la orilla norte del río James, Virginia, desembarcaron ciento siete colonos. Al poco, tres colonos murieron a manos de los indios y en julio los barcos regresaron a Inglaterra en busca de suministros, abandonando a su suerte a los ciento cuatro colonos.

Mientras el capitán Newport y los marineros hacían un interminable viaje a Inglaterra, el número de colonos empezó a menguar deprisa y de forma alarmante. Sospecho que, una vez en Londres, los marinos se recuperaron en las tabernas de la isla de los Perros y en la casa de sir Walter Raleigh mientras los colonos esperaban los suministros e intentaban establecer relaciones amistosas con los indios —o «naturales», como los colonos llamaban a los nativos norteamericanos—, ofreciéndoles un poco de cobre y cambiándoles otras baratijas por tabaco y comida.

Hasta ahora nadie ha podido ofrecerme una explicación definitiva de por qué los colonos y los nativos mantenían una relación tan incoherente, pero sospecho que la respuesta se encuentra en la propia naturaleza humana, que inspira a las personas a oprimir a sus semejantes y a ser irritables, intolerantes, egoístas, codiciosas, mentirosas y a apalear a gente inocente y robar camiones. Tampoco nadie ha podido decirme por qué la isla de los Perros se llamaba de ese modo, y lo único que me queda es especular sobre lo obvio: cabe la posibilidad de que el nombre se refiera a los lobos o «perros» de mar, ya que es sabido que muchos marineros y piratas frecuentaban las tabernas mientras descansaban de su viaje o esperaban embarcar para el siguiente.

Pronto volveré con más detalle sobre los piratas, ya que eran una poderosa presencia mientras América daba sus primeros pasos y hoy, todavía, son un problema en las autopistas o en alta mar, aunque los medios de transporte, el equipamiento y las armas que emplean han evolucionado de manera espectacular con el paso de los siglos. Lamento decir, sin embargo, que los piratas actuales tienen la misma personalidad y el mismo modus operandi que los de antaño: siguen cortando cuellos sin piedad y su lema es: «Hombre muerto no habla», con lo cual justifican su apropiación de barcos y remolques de tractores y el asesinato de todos los que lo presencian. Y que los naturales de Virginia no supongan que su historia no está alterada por trastornos de carácter tan despreciables; permítanme que les recuerde que, antaño, la bahía de Chesapeake se encontraba llena de piratas y que éstos frecuentaban la isla Tangier, donde comerciaban libremente y que, según cuenta la leyenda, hasta el mismísimo Barbanegra visitó.

A medida que empiece a compartir verdades con usted, lector, espero que reflexione sobre su propia vida y que intente por todos los medios anteponer al menos una persona a sus deseos y necesidades. De igual modo que los objetos reflejados en un espejo se hallan más cerca de lo que parece, el pasado cabalga en nuestro parachoques por las autopistas de la vida y puede, incluso, estar dentro del coche junto a nosotros… Somos quienes fuimos y, cuanto más cambian las cosas, menos lo hacen si no empezamos por nuestro propio corazón.

¡Tengan cuidado ahí afuera!