Capítulo 1

Emmeline había encendido el fuego y estaba preparando vino caliente cuando Ricardo regresó a la casa. Barleycorn había dejado al hijo del cabecilla en un rincón, y ahora descansaba tendido en un montón de paja; su cuerpo se estremecía en sueños. Ricardo observó al prisionero, que le devolvió la mirada con la fijeza de un búho; el escudero se sintió conmovido al ver cómo se mezclaban la desdicha y la astucia en el pequeño y feo rostro. Apenas si podía hablar con Emmeline a medida que la secuela de la batalla, combinada con el calor y el vino caliente, le hacían efecto. Tenía calor, le pesaba todo el cuerpo como en una pesadilla y cada vez era más consciente de que lo rodeaba la muerte. El cuerpo apuñalado de Beaumont se enfriaba en su habitación mientras que en el exterior, tendidos en la nieve, yacían los cadáveres de los forajidos con múltiples heridas y decapitados. Oyó los gritos de júbilo de los caballeros que regresaban y se llevó las manos a la cabeza. Entraron en la cocina con los rostros enrojecidos por el frío y las armas y las prendas manchadas de sangre de la batalla. Se quitaron las capas y los cinturones de guerra. La cocina resonó con los gritos de triunfo y el palabrerío altisonante a medida que cada uno intentaba impresionar a Emmeline con su comportamiento en el campo de batalla.

Buthlac y Gildas parecían dos perros mirando a sus amos. Ellos también estaban asqueados por la matanza. El chiquillo, acurrucado en el rincón, sollozaba sin dejar de estremecerse. Grantham se acercó para sacudirlo y asustarlo todavía más. Barleycorn se sentó bruscamente en el jergón, desenvainando la daga. Sir Henry dejó en paz al chico. Ferrers ocupó la cabecera de la mesa, se quitó los guanteletes y los dejó encima cuidadosamente.

—Una gran victoria, maese Ricardo. Vuestro padre se hubiera mostrado complacido. —Señaló a los demás con un amplio ademán—. Esperaremos un día más —añadió—, a que mejore el tiempo. Contaremos los muertos y nos iremos.

Ricardo miró a Barleycorn, pero el arquero agachó la cabeza. Gildas y Buthlac seguían atemorizados y Emmeline, de espaldas a él, se afanaba en revolver el contenido del perol que tenía en el fuego.

—¿No tenéis ninguna objeción? —preguntó Manning, sentándose jumo a Ferrers.

El escudero se limitó a menear la cabeza. Se sentía exhausto y harto de Crokehurst y todos sus sangrientos misterios.

—¿Qué pasa con sir Lionel? —intervino Emmeline, sin molestarse en mirarlos—. ¿ Cómo explicaréis el asesinato a sus familiares y parientes?

—Amortajaremos el cadáver —contestó Bremner—. Lo llevaremos de regreso a su casa. Después, mis compañeros y yo redactaremos un informe para el rey.

—¿Es así como daréis por cumplido vuestro juramento al padre de Ricardo? —prosiguió Emmeline—. ¿Sin una sola respuesta para tantas preguntas? —Se volvió, con el rostro arrebolado por el calor del fuego—. Os estáis olvidando de una cosa —manifestó en voz baja—: Dogwort, Ratsbane y todos sus secuaces están muertos, pero todavía queda aquel caballero. —Una vez más se ocupó del perol, mientras decía por encima del hombro—: Quizá no permita que os marchéis.

Ricardo bebió un trago de vino. Estaba cansado y no quería verse metido en otra discusión. Abandonó el taburete para ir a acostarse en su camastro de paja. Se envolvió en la capa, se volvió de cara a la pared y un segundo más tarde dormía profundamente. De vez en cuando abría los ojos; los caballeros continuaban hablando de la batalla con gran entusiasmo. Emmeline también dormía. Al parecer, Buthlac, Gildas y Barleycorn se habían marchado de la cocina. El escudero quería levantarse, pero tenía tanto sueño que le resultaba imposible moverse. Volvió a dormirse y esta vez soñó con campos helados, llenos de cadáveres decapitados y un caballero negro que galopaba silenciosamente. Unas violentas sacudidas lo arrancaron de su sueño y cuando abrió los ojos se encontró con Emmeline que se inclinaba sobre él, con un dedo en los labios.

La cocina estaba en penumbras, iluminada sólo con el resplandor de las brasas y la llama vacilante de un cabo de vela.

—Acompáñame —susurró la muchacha—. No hagas ruido. Los demás se han ido a dormir.

Salieron de la cocina y avanzaron por el helado y ventoso pasillo hasta las escaleras. Emmeline subió y recorrió la galería donde se habían producido tantos sucesos espantosos. La joven se detuvo cuando llegó a la escalera situada al final de la galería. Se agachó y comenzó a tironear de los escalones más bajos. Ricardo, medio dormido, la miró desconcertado.

—¿Qué demonios...?

Emmeline le hizo un gesto para que callara. Ricardo intentó ayudarla, pero ella le apartó la mano bruscamente.

—No encuentro la cerradura secreta —protestó en voz baja—, pero se abren.

Mientras hablaba, Ricardo oyó un chasquido como el de una ramita al quebrarse y el escalón se desplazó junto con el lateral de madera. Otros los siguieron. Emmeline cogió la vela que había traído de la cocina y la introdujo en la abertura. Ricardo espió en el interior del hueco: vio los ladrillos de la pared y una escala de cuerdas.

—No creo en fantasmas —declaró Emmeline—. La primera vez que vine aquí me fijé en que la pared de este extremo era más gruesa, mientras que en el segundo piso sobresale más de la cuenta. Además, si sales al patio —añadió, con los ojos brillantes por el entusiasmo—, verás que no hay ventanas en la pared lateral. —Levantó la vela y señaló hacia arriba—. Esto parece ser un pozo de ventilación que recorre este lado de la casa desde abajo hasta el tejado. Lo descubrí la tarde que os habíais marchado todos. —Sonrió—. Como digo, no creo en fantasmas; es por aquí por donde nuestro misterioso visitante nos demuestra su presencia.

—¿Dónde conduce? —preguntó Ricardo.

—¡Por san Miguel y todos sus arcángeles! —exclamó Emmeline—. ¿Acaso no os habéis fijado, maese escudero, que llevo vestido y enaguas?

Ricardo sonrió. Entró con mucho cuidado en el agujero y sujetó los primeros peldaños de la escala. El pozo era oscuro y gélido, y el sudor se le heló en el cuerpo. Emmeline sostuvo la vela, y el escudero comenzó a bajar, poco a poco, comprobando con el pie cada uno de los peldaños antes de apoyar todo el peso. Por fin llegó abajo, donde se abría un pequeño pasadizo por la derecha. Los ladrillos estaban muy calientes. Observó la pared y descubrió un resquicio por donde se colaba un rayo de luz. Se acercó para espiar por la grieta. En cuanto sus ojos se acostumbraron a la penumbra, se dio cuenta de que estaba mirando el interior de la cocina, todavía iluminada débilmente por los rescoldos de la chimenea. Subió rápidamente. Cuando llegó otra vez a la primera planta, se apoyó en la escala y se enjugó el sudor de la frente.

—Abajo está la cocina —susurró—. Se nota el calor del hogar. Supongo que hace mucho tiempo esto era probablemente el tiro de una chimenea enorme.

—¿Qué hay en el fondo? —preguntó Emmeline, siempre en voz baja.

—Un pasadizo muy angosto —replicó Ricardo—. Seguramente lleva a alguna entrada de la casa. Hay una grieta en la pared. Cualquiera que baje por esta escala puede oír todo lo que se habla en la cocina. —Señaló hacia lo alto—. Todo esto está construido con mucho ingenio; el humo del fuego debe de seguir un camino diferente. Me preguntó si mi padre conocía la existencia de este pasadizo —comentó.

—¿Tú crees que éste es el camino que utiliza nuestro fantasma para moverse por la casa? —preguntó la muchacha, con un tono ansioso.

—No lo sé —contestó el escudero—, pero es hora de averiguarlo.

Esta vez subió por la escala hasta que su cabeza tocó unas tablas. Tendió la mano y palpó la madera hasta encontrar el cerrojo, tiró del pasador y levantó la trampilla. Asomó la cabeza, pero lo único que notó fue la corriente de aire helado que le azotó el rostro y el olor a moho. Ricardo no llevaba vela ni yesquero, así que cerró la trampilla, bajó por la escala y salió a la galería por el agujero.

—Al parecer, termina en un desván —explicó mientras ayudaba a Emmeline a colocar los escalones falsos en los encastres.

En cuanto terminaron, se alejaron en silencio por la galería.

—Es asombroso que nadie nos oiga —susurró Ricardo.

—Teniendo en cuenta todo lo que bebieron —respondió Emmeline, con un tono cáustico— y los esfuerzos del día, creo que ni siquiera la trompeta de Gabriel podría despertar a nuestros bravos caballeros.

Entraron en la cocina. Ricardo vio a Buthlac, que dormía en el rincón.

—¿Dónde están Gildas y Barleycorn?

—Se llevaron al chiquillo a los establos —le informó Emmeline—. Dijeron que preferían dormir allí y tener al chico bien vigilado. ¡Podría degollarnos mientras dormimos! —Arrimó dos barrilitos vacíos a la chimenea y avivó el fuego—. Quiero mostrarte una cosa. —Abrió la bolsa que llevaba sujeta a la cintura y sacó varios trozos de pergamino—. En cuanto regresé de la palestra, fui a la habitación de sir Beaumont.

—¿Qué encontraste?

—Nada —respondió Emmeline. Levantó una mano para impedir que el escudero la interrumpiera—. No tengo ninguna duda de que Beaumont había estado escribiendo algo, pero el asesino no es estúpido y se lo llevó. —La muchacha alisó los trozos de pergamino—. También revisé la puerta. El asesino entró y salió por allí. No sólo estaba engrasado el pasador, sino que cambiaron la posición del encastre, de forma tal que si sales y cierras la puerta con fuerza, el pasador se desliza sobre él.

Ricardo miró a la muchacha con una expresión incrédula.

—La verdad es que se trata de algo muy sencillo —señaló Emmeline—. Lo único que necesitas hacer es desmontar el conjunto quitando los clavos, ponerlos en posición y volver a clavar los clavos. Como todo está bien engrasado, basta que des un portazo para que se deslice el pasador y la puerta quede cerrada por dentro.

—¿Me estás diciendo que sir Lionel hizo todo eso?

—Claro que no —exclamó la muchacha—. Fue obra del asesino. Mañana, recorre la casa y busca una puerta con la cerradura en condiciones. Si la mueves de lugar y la engrasas, verás como funciona. El asesino lo hizo con vistas a su visita a la habitación de sir Lionel. —Se encogió de hombros con mucha gracia—. Así podría culpar al espectro, al fantasma o al demonio que mora en la casa. Para mí la explicación es que el asesino llamó a la puerta de sir Lionel y fue admitido. Beaumont había estado sentado ante la mesa, quizás ocupado en escribir sus pensamientos. El asesino le habla, disipa las sospechas de Beaumont, afirma que hay un pasadizo secreto en algún lugar de la casa. Sir Lionel lo sigue a través del cuarto hasta la pared en sombras. El asesino desenvaina la daga...

—Por supuesto —la interrumpió Ricardo—. Beaumont debió de morir casi en el acto, ahogado con su propia sangre. El asesino le ensució el índice con un poco de sangre y argamasa y después se marchó cerrando la puerta violentamente para que el pasador se deslizase. —Levantó una mano—. Ése fue el ruido que me sobresaltó durante la noche. —Miró los trozos de pergamino—. Aquí no hay nada escrito.

—El asesino se llevó los que estaban escritos —contestó Emmeline—, pero —añadió, cogiendo un trozo para sostenerlo delante del fuego— en éste se ven las marcas de la pluma.

Ricardo se arrodilló, cogió el trozo de pergamino de la mano de la muchacha y lo sostuvo delante del fuego. El pergamino era delgado y de mala calidad. Lo acercó un poco más a las llamas y forzando la vista distinguió la débil silueta de un águila, con las alas desplegadas y una barra de hierro en las garras.

—¡El escudo de armas de mi padre! —exclamó—. ¿Por qué querría Beaumont dibujar nuestro escudo?

—Mira la barra de hierro —dijo Emmeline—. Está repasada con fuerza.

—¿En qué estaría pensando sir Lionel? —preguntó el escudero, acomodándose en el asiento.

—Algo le refrescó la memoria —afirmó Emmeline—. Sin duda, algo relacionado con aquel torneo que tu padre celebró en la gran palestra. Recuerda que la señora Catalina llevaba los colores de otro caballero. Creo que Beaumont recordó a quién pertenecían los colores.

—Pero, si nos atenemos a este dibujo —objetó Ricardo—, parecería como si la señora Catalina hubiese llevado los colores de mi padre. Algo —añadió con voz amarga— que sólo confirmaría la historia aceptada: que mi padre y la señora Catalina mantenían una relación ilícita, y que él mató a su amante y a lord Simón en un ataque de furia. —Apoyó un dedo en el trozo de pergamino—. Sin embargo, sé que es mentira.

—Es curioso —señaló Emmeline, estirando las manos hacia el fuego para calentárselas—. Cuando lord Simón estaba a punto de morir, señaló a través de la habitación y susurró: «El águila sabe la verdad. No hay nada nuevo bajo el sol». No olvides, Ricardo, que agonizaba y su cerebro estaba confuso. Ahora bien, esta tarde, mientras esperaba tu regreso, fui a la habitación donde encontraron a lord Simón. En el frontispicio de la chimenea aparece tu escudo de armas. Recuérdalo: el sol con el águila debajo, que sujeta una barra de hierro en las garras. La frase «No hay nada nuevo bajo el sol» bien podría referirse al emblema de tu padre; lleva un sol.

—También un águila y una barra de hierro —añadió Ricardo. Miró al ermitaño, que roncaba beatíficamente en su rincón, y se preguntó si dormía de verdad o sólo lo fingía.

—¿En qué piensas? —preguntó Emmeline.

—Intento recordar los escudos de armas de los caballeros. El de Manning es un león; el de Ferrers, un bajel con estrellas de plata.

—El de Bremner es un halcón que lleva un sol en las garras —señaló Emmeline—. En cuanto al de Grantham —echó la cabeza hacia atrás—, el de Grantham es un oso que sostiene una lanza sobre un campo de sable. —Meneó la cabeza—. No hay nada que nos sirva.

Se sobresaltó cuando la puerta de la cocina se abrió bruscamente. Barleycorn entró como una tromba, con briznas de paja adheridas al pelo y la barba, y las prendas desordenadas.

—¡El mocoso! —gritó—. El hijo del forajido se ha escapado. Lo había atado —añadió, acercándose a la chimenea—, pero cortó la cuerda con los dientes como los perros. —El maestro arquero fue a cerrar la puerta—. ¿Qué hago, maese Ricardo? ¿Lo persigo?

—Sólo Dios sabe dónde estará en la oscuridad del bosque —comentó, meneando la cabeza—. Si consigue llegar hasta el vado, perseguirlo sería inútil. —Palmeó el hombro de Barleycorn y le hizo acercarse al fuego—. En cualquier caso, su fuga me alegra. Es un problema menos. Estoy seguro de que si nuestros valientes caballeros hubieran podido hacer su voluntad, le hubieran cortado la cabeza como a los demás.

Barleycorn se sentó en cuclillas delante de la chimenea. Los ruidos y la súbita entrada de aire frío despertaron a Buthlac, que se sentó en el jergón, frotándose los ojos al tiempo que murmuraba algo sobre las almas cristianas que no podían dormir en paz.

—Desde luego que estaba muy asustado —comentó Barleycorn, calentándose las manos en el fuego.

—¿Dijo alguna cosa? —preguntó el escudero.

—Me maldijo, me escupió e insultó a los caballeros con todos los denuestos que sabía. Sobre todo a Ferrers, por matar a aquel forajido a sangre fría.

—¿Sobrevivirá? —le preguntó Emmeline.

—Estoy seguro de que conseguirá llegar a la orilla del lago —contestó el maestro arquero con voz cansada—. Acabará por encontrar el vado. —Miró a Ricardo, con los ojos enrojecidos por el agotamiento—. Maese, tenemos que enviar a alguien en busca de ayuda. La isla parece un campo de batalla. Hay que enterrar los cadáveres; es necesario cavar sepulturas y oficiar misas. —Echó una ojeada a la cocina—. Si este lugar no estaba embrujado, seguramente lo está ahora.

—Iré yo —se ofreció Buthlac desde su rincón. Se levantó para acercarse al maestro arquero y darle una palmada en el hombro—. Barleycorn tiene razón, maese, necesitamos ayuda.

—Con más urgencia de lo que creéis —señaló Emmeline—. Los caballeros creen que ya han cumplido con el juramento hecho al padre de Ricardo. Están dispuestos a marcharse.

Se suscitó una breve pero intensa discusión, hasta que Ricardo aceptó a regañadientes que Buthlac se encargara de ir en busca de ayuda. El ermitaño cogió un bastón, una espada, una ballesta pequeña y una bolsa de comida.

—Supongo que ya se podrá entrar en Colchester —comentó—. Quizás el alguacil acepte venir con sus hombres. —Bien abrigado con la capa, caminó hacia la puerta. Se volvió un momento para mirar a sus compañeros, con una sonrisa en su rostro curtido—. No os preocupéis —añadió, golpeándose la pierna defectuosa—. La cojera no me detendrá, aunque me parecerá extraño encontrarme fuera de la isla.

Dicho esto, abrió la puerta y desapareció en la oscuridad, dando un portazo.

Barleycorn y Emmeline volvieron a sus camas, pero Ricardo, que ya había dormido antes, continuó sentado en el barrilito, con la mirada puesta en los rescoldos. De vez en cuando Emmeline se movía en sueños y el escudero sonreía cada vez que la oía mencionar su nombre. Cerró los ojos. Le habían enseñando a rezar por el alma de los muertos, pero ahora le rezaba a su madre María, invocando su espíritu.

—Por favor —susurró Ricardo—, te lo suplico por el amor de Dios. ¡Ayúdame a encontrar a tu asesino!

La súbita detonación de un tronco en el fuego hizo que Ricardo abriera los ojos. Cogió el trozo de pergamino encontrado en la habitación de Beaumont y observó el tenue perfil del dibujo, poniéndolo a contraluz. Recordó otras informaciones que había reunido, mientras hacía un esfuerzo por superar el desaliento que amenazaba con dominarlo. El anillo que había encontrado Buthlac; la muerte de la señora Catalina Fitzalan en los matorrales junto al sendero; lord Simón, que deliraba en su cuarto. Cerró los ojos. Lord Simón había estado señalando el águila, con las alas desplegadas, y una barra de hierro en las garras. Se levantó. Miró el trozo de pergamino y se preguntó por qué su familia tenía un escudo de armas pero no una divisa. Después de todo, cada día eran algo más común. Hizo una mueca. Quizás él podía componer una. Sabía un poco de latín macarrónico: Aquila sub sole, «El águila bajo el sol». O Aquila fertur ferrum, «El águila lleva una barra de hierro». Ricardo hizo una pausa. Notó una opresión en el estómago.

—¡No puede ser! —susurró—. ¡No, no es posible!

Volvió a sentarse y aplicó la conclusión a la que acaba de llegar a todo lo que sabía. En el exterior sonó la llamada de un pájaro y Ricardo dio un salto cuando una mano se apoyó en su hombro. Vio a Emmeline, con el rostro adormilado.

—Ricardo, tienes que dormir —dijo la muchacha, inclinándose para besarle suavemente en la cabeza.

—Sé quién es el asesino —replicó el escudero en voz baja, cogiéndola de la mano—. Emmeline, acabo de descubrir la verdad y creo que puedo demostrarla.

—¿Quién es? —preguntó Emmeline, ansiosa.

El escudero acercó un dedo a los labios.

—Tenemos que ser muy discretos. Las paredes oyen —murmuró—. Lo sabemos en carne propia. —Se levantó y fue a abrir la puerta. Las primeras luces del alba alumbraban el cielo despejado de nubes—. Hoy hará buen día —anunció—. Ha dejado de nevar. La nieve se derretirá rápidamente en cuanto salga el sol.

Se tambaleó cuando Emmeline lo apartó de la puerta de un empellón.

—Dímelo —siseó la muchacha.

—Prepara un buen desayuno, mujer —dijo Ricardo, con un tono de burla—. Llama a nuestros compañeros y quizá te susurre su nombre.

En menos de una hora, Emmeline había transformado la cocina. Continuaba con el mismo aspecto de cansada, pero se había recogido el pelo, cosa que le daba un aspecto grave. Había encendido el fuego para preparar unas suculentas gachas y en la mesa, junto con los platos y las copas llenas de cerveza, colocó una bandeja con lo que quedaba de queso y panceta ahumada. Barleycorn entró en la cocina. De inmediato captó el cambio de humor de la pareja; interrogó a Ricardo con la mirada, pero el escudero se hizo el remolón. Un par de minutos después apareció Gildas, quejándose de que le dolía todo el cuerpo por los esfuerzos del día anterior. Fue a sentarse en un rincón, con cara de mal humor, víctima de las pullas de Barleycorn. Los últimos en aparecer fueron los caballeros, felices y contentos por la victoria. No pareció preocuparles en lo más mínimo la noticia de la fuga del hijo del cabecilla de los forajidos.

—Nosotros también nos vamos —anunció Grantham, acariciándose la calva—. Hemos cumplido con nuestro juramento, maese Ricardo. —Señaló la puerta entreabierta que dejaba entrar la luz del sol—. Ha vuelto el buen tiempo. La familia y el hogar nos llaman.

—Así es —asintió Ricardo, que fue a sentarse en el extremo opuesto de la mesa—. Ayer, caballeros, luchasteis con gran valentía. Una pregunta, sir Walter, ya que hablamos de valerosas gestas: ¿dónde lleva el caballero los colores de su dama cuando participa en un torneo?

—Por lo general, donde nadie más pueda verlos —se mofó el caballero—. Después de todo, el marido puede ofenderse.

—No, lo digo en serio.

—Aquí —respondió Ferrers, señalando su lado derecho—, en la abertura entre el peto y el brazal. Suele ser algo de seda o tela que la dama ha usado.

—Las reglas del torneo —intervino sir John Bremner— dicen que el caballero debe ponerse los colores allí en el momento de la carga.

—Entonces, ¿quién lo sabe?

—¡Ah! Ahí reside todo el misterio —afirmó Grantham—. Lo saben la dama y su caballero. El favor siempre hay que llevarlo en el lance de armas.

—Muy bien, muy bien. —Ricardo masticó un trozo de pan. Miró fugazmente a Barleycorn y vio la excitación en los ojos del maestro arquero—. Por cierto, ¿quién de vosotros se enfrentó al barón Simón Fitzalan en el gran torneo?

Manning se ahogó con la cerveza; Ferrers se sentó muy erguido; Bremner y Grantham se quedaron boquiabiertos al comprender las implicaciones de lo que Ricardo acababa de decir.

—Se hacía por parejas —contestó Bremner apresuradamente—. Grantham se midió con vuestro padre.

Ricardo levantó una mano.

—¿Mi padre luchó contra lord Fitzalan?

—No, no. Fue... —Grantham se llevó las manos a la cara, mientras hacía un esfuerzo por recordar—. Cada hombre tenía dos oponentes. Mis rivales fueron Bremner y Manning.

—¿Cuáles fueron los de Fitzalan?

—Sir Lionel Beaumont —contestó Grantham, con voz pausada. Luego se volvió para señalar a Ferrers—. ¡El otro eras tú, Philip!

—Por consiguiente —prosiguió Ricardo—, si la esposa de lord Fitzalan tenía un idilio con un caballero, sería lógico suponer que dicho caballero llevaría sus colores, ¿no es así?

—¡Sí, sí, es verdad!

—¿Qué estáis diciendo? —gruñó Ferrers.

—Sir Lionel Beaumont está muerto —respondió Ricardo, en voz baja—. Vilmente asesinado. Pero vos, sir Philip, también luchasteis con lord Simón. ¿Llevabais los colores de su esposa? ¿Los vio cuando partisteis lanzas en la palestra?

—¡Eso es una estupidez! —gritó Ferrers, apartando su taburete.

—¿Lo es? —añadió Ricardo—. Recordad las últimas palabras de lord Fitzalan: «No hay nada nuevo bajo el sol». Se refería al viejo pecado del adulterio. Murió señalando la chimenea, donde está grabado el escudo de armas de mi padre. Todo el mundo creyó que deliraba o indicaba algo que ahora ha desaparecido. Lo que hizo fue señalar al águila que llevaba una barra de hierro. La palabra «llevar» en latín es ferré, y la palabra que significa hierro es ferrum. Vuestro nombre es Ferrers.

—¡Vaya estupidez! —afirmó el acusado—. ¡Una absoluta estupidez! Yo quería a lord Simón.

Los demás caballeros se sumaron a la protesta. Manning llegó incluso a desenvainar la daga, pero Barleycorn, que se había marchado sin decir palabra, regresó ahora con una flecha puesta en el arco.

—Que todo el mundo permanezca sentado —ordenó el arquero. Miró a Ricardo con los ojos brillantes de entusiasmo—. Escucharemos lo que tenga que decirnos el escudero.

—Os llamo asesino —declaró Ricardo, señalando a Ferrers, sentado en el otro extremo de la mesa—. Os llamo traidor y sucio asesino. Vos, sir Philip Ferrers, erais un caballero al servicio de mi padre. Tenéis tierras en Essex y, sin duda, parte de ellas está sobre la costa.

—Es verdad —murmuró sir John Bremner—. Tiene un pequeño señorío en las afueras de Walton-on-Naze.

—Teníais acceso al puerto —prosiguió Ricardo— y a las pequeñas calas donde, estoy seguro, algún mercante francés hizo el primer contacto. Lord Fitzalan formaba parte del consejo de guerra del rey. La costa de Essex está expuesta y es vulnerable, y a los franceses sin duda les interesaba el número de soldados reclutados en las levas, las guarniciones de los castillos, cuáles eran las ciudades vulnerables y cuáles no. Cogisteis el oro de los franceses y, al mismo tiempo, hicisteis la corte a la señora Catalina Fitzalan. No era una gran belleza; su marido a menudo estaba ausente y vos os metisteis en su cama como un gato. Los franceses conocían nuestros secretos porque su esposa os los decía, o porque la pobre mujer, al no ser consciente de vuestro malvado intento, no puso ninguna traba para que vos vierais ciertos documentos e informes.

Ferrers intentó levantarse, pero Barleycorn, que se encontraba detrás, le tocó la nuca con la punta de la flecha.

—Muy pronto —continuó Ricardo, implacable— fue evidente que había un traidor en el campamento. Pero ¿quién? Lord Fitzalan era compañero del rey. Las sospechas recayeron sobre mi padre, pero lord Simón las rechazó. En cambio, durante aquel hermoso verano de hace tantos años, Fitzalan y mi padre decidieron celebrar una reunión con sus caballeros; también hubo un torneo. —Ricardo hizo una pausa para beber un trago de su copa—. Supongo que la señora Catalina se puso un tanto pesada. Estaba muy bien aquello de divertirse con su amante mientras el marido se encontraba ausente, pero, en el torneo, insistió en que llevarais sus colores. Lo hicisteis, con mucha discreción.

—Por supuesto —intervino sir Walter, excitado—. Ferrers sólo tuvo que llevar los colores antes del lance de armas.

—Pero ¿por qué? —preguntó sir Henry—. ¡Hubiera sido demasiado peligroso!

Ricardo meneó la cabeza.

—Ferrers no tenía otra opción. Si no los llevaba, la señora Catalina, que estaría vigilando como un halcón, podría montar una escena y despertar las sospechas de su marido. Después de todo, Ferrers no corría mucho riesgo: un trozo de tela es un trozo de tela.

—Sin embargo, Fitzalan lo vio —señaló Bremner.

—Así es. —Ricardo miró a Ferrers, que mostraba una expresión imperturbable, con la mirada fija en un punto por encima de la cabeza del escudero—. Tuvo que ser algo muy fugaz —explicó Ricardo—. Cuando los dos caballeros galopaban por el centro de la palestra bajo el ardiente sol del verano, lord Simón vio un destello de color. Se dio cuenta de que la tela pertenecía a su esposa.

—Si ése fue el caso —le interrumpió Ferrers—, ¿por qué lord Simón no se acercó a pedirme una explicación? ¿Por qué no hizo público el asunto? Era un caballero.

—¿Para qué? ¿Para convertirse en el hazmerreír de medio mundo? —replicó Ricardo—. ¿Proclamar a todo Essex, por no decir a todo el reino, que uno de sus caballeros lo había convertido en un cornudo? Además, ¿qué pruebas tenía? La señora Catalina lo hubiera negado todo vehementemente, y lo mismo hubiera hecho Ferrers. —Ricardo miró a los otros caballeros—. Si vosotros os hubierais encontrado en la posición de lord Simón, ¿hubierais hecho una acusación que no podíais probar? Incluso si Ferrers admitía haber llevado los colores, eso no probaba el adulterio. Sólo hubiera servido para que lord Simón se mostrara como un personaje ridículo, el marido celoso.

—¿No constituía un indicio para que lord Simón sospechara que Ferrers fuera el traidor? —apuntó Gildas desde una esquina de la mesa, donde había seguido la conversación sin perderse palabra.

—¿Qué pruebas tenía para justificar sus sospechas? —manifestó Ricardo—. ¿Os podéis imaginar a lord Simón acusando a Ferrers? —Ricardo bebió otro trago de cerveza—. Lord Simón comenzó a reflexionar, a desesperar, habló de «nada nuevo bajo el sol». Quizá sospechó que Ferrers había utilizado a la señora Catalina para obtener información, pero ¿qué pruebas tenía?

—¿Qué pasaba con vuestro padre? —preguntó Grantham.

—Quizá Fitzalan mencionó a Ferrers como el presunto traidor, pero mi padre lo desechó. Creo que ése fue precisamente el tema de la discusión que oyó Buthlac.

—Entonces, ¿por qué los asesinatos?

—La verdad es que no lo sé —contestó Ricardo—. Sin embargo, sospecho que, aunque lord Simón no podía acusar a sir Philip en público, sí sacó a relucir el tema en privado con su esposa. Ferrers se puso en guardia. Después de todo, si lord Simón había interrogado a su esposa y, por otro lado, decidía seguir los consejos de mi padre, era posible que actuara con más sigilo, incluso que decidiera ordenar el arresto de Ferrers y llevarlo a Londres. —Ricardo pasó los dedos por la superficie de la mesa mientras rogaba para sus adentros que los fantasmas de sus padres no lo abandonaran en esta hora de necesidad—. Para colmo de males, quizá la señora Catalina se mostró insistente. Creo que fue ella quien despertó al demonio en el alma de sir Philip al obcecarse en que se reuniera con ella en aquel sendero solitario que lleva al lago. —Ricardo hizo una pausa, con la mano sobre su bolsa, mientras preparaba la mentira con la que esperaba atrapar al asesino—. Creo que sir Philip fue al encuentro de la señora Catalina y la mató. Luego regresó apresuradamente a la casa. Recuerden que todavía era de noche; faltaba poco para el alba. Subió a la primera planta y fue por la galería hasta la habitación de lord Simón. Fitzalan le franqueó la entrada. Sir Philip le contó alguna mentira, susurrada en la oscuridad, y se acercó. Una puñalada rápida y certera, lord Simón se desplomó y Ferrers corrió a los establos, donde había llevado a mi padre después de dejarlo inconsciente. Le ensució las prendas con la sangre de la daga, lo roció con vino y volvió a su habitación. —Ricardo bebió otro trago de cerveza—. Dejó listo el escenario para el más atroz de los crímenes con mi padre como único responsable.

Ricardo hubiera continuado de no haber sido porque Ferrers comenzó a aporrear la mesa con los puños.

—¡Una mentira tras otra! —vociferó—. ¡No tenéis ninguna prueba!

—Os equivocáis; sí que la tengo —replicó Ricardo sin alterarse. Abrió la bolsa y sacó el anillo, aunque lo mantuvo bien oculto en el puño—. ¡Sir Philip, tengo todas las pruebas que necesito!