Capítulo 1

Ricardo Greenele y su grupo partieron minutos antes del amanecer del día siguiente. Cenaron bien con lo que Gildas había robado, pero durmieron poco, pues se amontonaron alrededor de la mesa de la cocina para escuchar el relato del escudero sobre el destino de su padre y el viaje a Crokehurst.

—Un viaje ordenado por Dios —declaró Gildas solemnemente cuando el escudero terminó—. Una peregrinación a la verdad, la búsqueda de la justicia.

—Sí, así es —lo interrumpió Barleycorn—. Pero ¿qué pretendes hacer cuando llegues allí? Esos terribles sucesos ocurrieron hace dieciséis años. ¿Cómo podrás averiguar una verdad que tu padre no pudo esclarecer?

—Al menos puede intentarlo —señaló Emmeline—. Debe hacerlo. Mi padre le guardó el secreto.

—¿Es por eso que invitaréis a los cinco caballeros? —preguntó Gildas—. ¿Creéis que vendrán?

Ricardo puso un dedo sobre las cinco cartas apiladas.

—Sí, por supuesto que vendrán. —El joven escudero sonrió—. Les digo a todos que han llegado a mis manos nuevas pruebas para limpiar el nombre de mi padre.

Sí, vendrán todos. Sin embargo, nos marchamos mañana y, antes de hacerlo, nos queda trabajo por hacer.

Se acabaron el vino, recogieron los fardos y bultos y ayudaron a Emmeline a llevar los manuscritos de su padre, la plata de la familia y otras posesiones valiosas al depósito: secreto del sótano. Durmieron un rato. Se levantaron y, después de asearse, desayunaron con un poco de panceta y agua. A continuación salieron al jardín. Bayard y los tres caballos del abogado habían pasado la noche en una pequeña glorieta, protección suficiente para el tremendo frío. Había continuado nevando y el suelo apareció cubierto de una tersa capa blanca. A una orden de Ricardo ensillaron los caballos y cargaron sus posesiones en las acémilas. Hablaban en susurros, formando nubecillas de vapor con sus alientos en el aire limpio de la madrugada. Emmeline se tapaba con una gruesa capa de lana y protegía su cabeza con la capucha forrada de armiño. Estaba más bonita que nunca. El frío le ruborizaba las mejillas, enrojecía sus labios y daba brillo a sus ojos. Sorprendió a Ricardo mirándola y sonrió tímidamente. Esa sonrisa hizo latir como un tambor el corazón del escudero, que sintió que ahora que Emmeline estaba con ellos, era capaz de viajar hasta la montaña del Cuerno Dorado. Recorrieron el pasaje y salieron a la calle. La ciudad dormía. Los habitantes no sólo se escondían de la plaga, sino que se mantenían calientes ante el frío exterior. Un perro esquelético apareció en la calle para ladrarles, pero no tardó en cansarse. De vez en cuando veían sombras que entraban y salían de callejuelas y pasadizos. Cruzaron la plaza del mercado y pasaron por delante de una iglesia desierta camino de la puerta norte. Doblaron en una esquina y estuvieron casi a punto de llevarse por delante una enorme fogata que ardía en mitad de la calle. Los hombres que dormían tirados en el suelo se levantaron de un salto, echando mano a puñales y dagas.

—¡Paz! —Ricardo levantó una mano—. Sólo somos unos pobres viajeros que nos marchamos de la ciudad —añadió, al tiempo que sentía que le daba un vuelco el corazón.

Los hombres iban armados y unos pocos llevaban las espantosas máscaras que había espiado el día anterior. Miró rápidamente a Barleycorn, que marchaba a su lado, pero el arquero ya se había tapado la cabeza con la capucha. Los forajidos, seguidores, como Ricardo sabía, de Ratsbane y Dogwort, se apartaron para dejarlos pasar. Después de todo, habían visto la espada y el puñal de Ricardo. Gildas también iba armado y el arco largo de tejo que Barleycorn llevaba al hombro era advertencia suficiente para que los dejaran en paz. Mascullaron por lo bajo y en sus rostros aparecieron expresiones siniestras, pero no interfirieron. Ricardo exhaló un suspiro de alivio. Habían dejado atrás a los bandidos y cabalgaban de nuevo hacia la puerta cuando se oyó una voz:

—¡Barleycorn, maldito cobarde!

Antes de que Greenele pudiera impedírselo, el arquero se volvió.

—¡Es él! —vociferó uno de los asaltantes y echó a correr hacia Barleycorn.

—¡Cabalga! —le gritó Cuthbert a Greenele—. ¡Protege a la señora Emmeline!

Hincó una rodilla en tierra. Gildas se disponía a huir pero después cambió de opinión y fue en ayuda del arquero, ballesta en mano. Ricardo y Emmeline, sujetando las riendas de las acémilas, avanzaron hacia la puerta. Greenele respiró más tranquilo al ver que los guardias venían hacía ellos.

—¡Forajidos! —gritó—. ¡Nos atacaron!

Los aguerridos soldados, veteranos del castillo, fueron a unirse a Cuthbert. Greenele se volvió en la montura. Cuthbert no necesitaba mucha ayuda. Como correspondía a un maestro arquero, ya había disparado cinco flechas y todas habían encontrado la diana. También Gildas había abatido a uno, aunque ahora tenía dificultades para tensar la ballesta. Seis cuerpos se retorcían en el suelo, ensuciando la nieve con su sangre. El resto de los salteadores había decidido que se imponía la retirada y corría para quedar fuera del alcance de las mortíferas flechas. Sus amenazas e insultos se escuchaban con toda claridad en el aire helado. Los soldados se encargaron de reanudar la persecución. Barleycorn y Gildas, sudorosos y jadeantes, pero sonriendo de oreja a oreja, se reunieron con Ricardo y Emmeline.

—No ha estado mal —comentó el escudero—. ¡Cinco flechas en tres minutos!

—Esto no es nada —replicó Barleycorn—. Normalmente son seis flechas en un minuto. Pero el frío y la escarcha —hizo sonar la cuerda del arco— tienen sus efectos.

—¡Escuchad el canto de los victoriosos! —vociferó Gildas—. ¡Ved cómo el Señor ha vencido a los poderosos, aniquilándolos del primero al último! La venganza de Dios sobre la tierra. ¡Un auténtico Gedeón ha surgido entre nosotros! —La sonrisa de Gildas se esfumó—. Pero yo también he hecho mi parte —protestó.

Barleycorn descargó una fuerte palmada en el hombro del hechicero. "

—¡Un verdadero Áyax! —proclamó—. ¡Un leal compañero de Aquiles! —El arquero miró a Greenele—. ¿Qué pasa? —preguntó.

El escudero meneó la cabeza pero decidió guardarse sus pensamientos.

—Nada —murmuró—. Venga, debemos marcharnos.

Cruzaron la puerta de la muralla sin más demoras y salieron a campo abierto.

—Nos dirigimos a territorio desierto y salvaje —declaró Gildas—. Encontraremos muy pocos viajeros en este camino.

—Tenemos que darnos prisa —afirmó Barleycorn, acelerando el paso—. En cuanto Ratsbane y Dogwort sepan que estoy aquí, iniciarán la persecución.

—¿Por qué? —le interrogó Emmeline, inclinándose en la montura hacia el arquero—. ¿Por qué os odian tanto?

Barleycorn se detuvo para mirar a la muchacha.

—Porque, mi bella dama —manifestó, haciendo que Emmeline se ruborizara—, he matado a sus parientes y amigos, y ellos han jurado colgar mi cabeza como un trofeo para su cueva, la guarida que tienen en el corazón del bosque. —Se entretuvo un momento ajustando las bridas del caballo—. También saben —añadió— que si no me matan, y de esto pongo a Dios por testigo, seré yo quien los mate.

—¡Vamos! —dijo Ricardo, con un tono más brusco de lo que pretendía. Miró el cielo cubierto de negros nubarrones—. Ha cambiado el tiempo y no tardará en nevar una vez más.

En menos de una hora, la predicción demostró ser acertada. Comenzó a nevar y la nieve apagó todos los sonidos, envió a los pájaros de regreso a sus nidos, cubrió los setos, rellenó las zanjas y tapó con su manto la dura tierra ocre. Ahora se encontraban en los páramos de Essex. De vez en cuando veían una columna de humo en el horizonte, pero, por lo demás, era como si estuvieran solos en el mundo, atravesando un desierto blanco. Los árboles se erguían como postes negros y pelados y los terraplenes del camino impedían ver más allá. Algunas veces, los escandalosos graznidos de los grajos rompían el silencio cuando un zorro se cruzaba en su camino con andar silencioso. En otro momento, Emmeline se sobresaltó cuando una lechuza blanca como la nieve salió bruscamente de entre los árboles y voló como un fantasma sobre el grupo. Cada vez que se encontraban fuera de la pantalla de los terraplenes o llegaban a la cumbre de una colina, Barleycorn hacía un alto para escrutar con atención la zona por la que habían pasado.

—¡No nos seguirán! —le regañó Gildas—. Se quedarán en Colchester hasta que pase la plaga y las autoridades de la ciudad restauren la ley y el orden.

—Sí que vendrán —afirmó Cuthbert—. Se echarán sobre nuestro rastro como sabuesos del infierno.

Fue avanzando el día. Los caballos comenzaron a dar muestras de cansancio, y también los viajeros, a pesar de las gruesas capas y los mitones forrados de piel, acusaban los efectos del frío.

—No tardará en oscurecer —comentó Gildas. Señaló un bosquecillo en un altozano—. Aquello no es una taberna ni una granja. Será mejor que nos quedemos allí. No os preocupéis; estaremos seguros —añadió tímidamente.

Greenele estuvo tentado de preguntarle por qué decía eso sobre un bosquecillo en lo alto de una colina, pero hacía frío y caía la noche. Se apartaron del camino, desmontaron y siguieron a pie llevando a los caballos de las bridas a través del campo. Subieron al altozano y por fin llegaron al bosquecillo. Había un pequeño claro y Gildas no tardó en encender una buena fogata. Los árboles hacían de pantalla contra el fuerte viento. Sacaron las provisiones de los morrales y, mientras se llenaban el estómago sentados a la vera del fuego, todos estuvieron de acuerdo en que ese lugar era tan bueno como cualquier ventorro. Sin embargo, Gildas, entre bocado y bocado, miraba atentamente la oscuridad. Ricardo lo observaba con atención. El autoconfesado hechicero se mostraba callado en exceso. Greenele también se dio cuenta de que en el bosquecillo el silencio era absoluto. A pesar del frío y la nieve, zorros, tejones, comadrejas y hurones tendrían que estar cazando, pero no era ése el caso. No se oía ningún rumor en el matorral y, cuando miró las negras y desnudas ramas, no vio nido alguno ni oyó ninguna llamada. Gildas acercó sus astrosas alforjas. Sacó una cruz rústica y la dejó en el suelo a su lado; la rodeó con las cuentas de un rosario y unió las manos para rezar en silencio. Luego se levantó, después de sacar una botella de agua bendita, y con un hisopo roció a sus compañeros. Ricardo y Barleycorn le observaron sin disimular la curiosidad.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Barleycorn vivamente—. ¿Tenemos miedo de los elfos y los duendes?

Gildas se sentó junto a la hoguera. Miró las llamas, moviendo los labios sin emitir sonido.

—¡Gildas, deja de asustarnos! —exclamó Ricardo—. ¿Se puede saber qué tienen de especial estos árboles?

—Éste es un lugar abrigado y caliente —replicó Gildas, escuetamente—. Pero siempre debes tener la precaución de protegerte.

—Has estado aquí antes, ¿no es así? —lo acusó Barleycorn—. Venga, habla, condenado charlatán.

—He estado aquí antes —confesó Gildas—, sí —añadió, golpeándose el pecho con un gesto burlón—. Mea culpa, mea culpa, he probado la magia negra. —Levantó una mano en un gesto teatral—. Aunque ahora he renunciado a ella, admito que hace años estuve aquí en un aquelarre.

—¿Por qué? —intervino Greenele—. ¿Por qué vinisteis aquí?

—Éste no es un cerro natural —replicó Gildas lentamente—. Muchos, muchísimos años atrás, mucho antes de que el Conquistador viniera con sus normandos, aquí se libró una gran batalla entre los sajones y los extranjeros de allende el mar. Según las viejas historias, los cadáveres yacían apilados en montones y los cuervos se dieron un festín que duró días. Murieron tantos, que al final decidieron amontonarlos todos, unos encima de otros, y taparlos con tierra.

—¿Éste es el lugar?

—Así es, y cosas muy extrañas se han visto aquí —afirmó Gildas—. Fantasmas, el sonido de la batalla, los gritos de los moribundos. Cuando, llevado por mi estupidez, me uní al aquelarre —sonrió débilmente con la mirada puesta en las llamas—, fue aquí. —Golpeó la tierra con la punta de los dedos—. Si caváis lo bastante hondo, encontréis los restos de la gran hoguera que encendieron.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Emmeline.

—Mi señora, no estoy seguro.

—¿Apareció algún fantasma? —se burló Barleycorn, aunque se arrebujó en la capa, temeroso de la niebla que comenzaba a extenderse entre los árboles—. Venga, charlatán, habla. ¿Apareció algún demonio escapado del infierno?

Gildas meneó la cabeza.

—No —respondió en voz baja. Señaló con un ademán los árboles que los rodeaban—. Sin embargo, cuando el fuego se apagaba, eché una ojeada en derredor y pongo al cielo por testigo de que vi unas figuras altas y oscuras entre los árboles que nos miraban. Era una noche de verano, pero el aire se tornó frío y apestaba con el olor de los cadáveres putrefactos. —Gildas extendió la manta y se acostó, descansando la cabeza en las alforjas—. Ahora ya sabéis por qué he bendecido el lugar y rezado para que el amanecer venga pronto.

—¿Por qué nos has traído aquí? —preguntó el arquero.

—Porque sé que está embrujado —contestó Gildas, con voz somnolienta—, y Dogwort y Ratsbane también lo saben.

Ricardo exhaló un suspiro y echó más leña al fuego.

—Es hora de dormir. —Miró de soslayo a Emmeline—. Señora, por vuestra seguridad, sugiero que durmáis entre maese Gildas y yo.

—¡El Señor nos ampare! —Emmeline se llevó la mano a los labios en una falsa expresión de sorpresa—. Si mi vieja niñera me viera ahora... —Se echó a reír—. ¡Durmiendo entre dos hombres!

—Ésa —comentó Ricardo, siguiéndole la broma— es una historia que le podréis contar a vuestros nietos.

Se acostaron, utilizando las alforjas y las monturas como almohadas, bien envueltos en las mantas. A Ricardo le resultó difícil conciliar el sueño. Le hubiera encantado darse la vuelta y mirar a Emmeline, pero eso hubiese sido demasiado directo y ¿qué pasaría si ella le volvía la espalda? En cambio, se preguntó qué le aguardaría en Crokehurst. ¿Cómo podría limpiar el nombre de su padre en una isla desierta, en una mansión llena de fantasmas con el invierno encima? ¿Los seguirían los forajidos? ¿Cuál era el verdadero motivo por el que se empeñaban en perseguir a Cuthbert Barleycorn? Ricardo pensó en el maestro arquero. ¿Con quién se había reunido aquella noche en la carretera de Epping? ¿Por qué Gildas no lo había reconocido? El supuesto hechicero recorría todos y cada uno de los caminos de Essex y sin embargo estaba seguro de que no se conocían. Ricardo recordó la mención de Cuthbert de Aquiles y Áyax. ¿Cómo era que un vulgar arquero se había beneficiado de una educación clásica? ¿Había escuchado quizás algunas canciones cortesanas, las proezas de algún gran paladín, y recordado la referencia? El fuego crepitó alegremente cuando el calor hizo estallar los troncos. «Parece magia», pensó. Desde luego, todo el viaje a Crokehurst y el misterio que lo aguardaba le traía a la memoria las historias de los caballeros del rey Arturo y la búsqueda del Santo Grial. En algún lugar del campo helado, sonó el ruido de una lechuza que buscaba una presa entre los arbustos. Ricardo comenzó a rezar un padrenuestro y se quedó dormido antes de acabar.

Se levantaron con las primeras luces del alba. Una niebla espesa cubría el cerro y en el lugar se respiraba una amenaza latente. Gildas aprovechó los rescoldos de la hoguera para preparar una olla de gachas bien calientes, mezcladas con un poco de azúcar y miel, que les dio nuevas fuerzas. En cuanto acabaron de desayunar, volvieron al camino que los llevaría a Crokehurst, siguiendo las indicaciones del mapa del abogado.

Por fortuna, a pesar de la niebla, les resultó relativamente fácil seguir el camino, porque no había nevado durante la noche. Viajaron la mayor parte del día. A última hora de la tarde llegaron a una pequeña aldea. Aquí se detuvieron en un miserable y maloliente ventorro para aprovechar un poco del escaso calor que daba un fuego humeante y tomar un plato de sopa, supuestamente hecha con huesos de pollo, que les sirvió la taciturna y sucia ventera. Gildas comentó por lo bajo que la sopa tenía más gato que pollo, pero al menos estaba caliente. Cuando Ricardo sacó un penique, apareció una sonrisa en el rostro arrugado de la mujer y, con un extraño acento, le explicó a Gildas que sí, estaban en el camino a Crokehurst y llegarían a la isla en menos de una hora. Luego formuló una pregunta a Gildas.

—¡Oh, no! —respondió el charlatán, meneando la cabeza—. Tenemos intención de ir a la isla.

La sonrisa de la ventera se esfumó en el acto. Murmuró algo que no entendieron y se alejó furiosa.

—¿Por qué se puso así? —preguntó Ricardo mientras buscaban los caballos y emprendían la marcha por el fangal en que se había convertido la calle que salía de la aldea.

—Bueno, al principio se mostró bastante amable —contestó el charlatán—. Aquí no tenían noticia alguna de la plaga, ni tampoco habían oído nada de una banda de forajidos. Sin embargo, cuando le mencioné que íbamos a cruzar a Crokehurst, dijo que estaba maldecido por el diablo, que era un lugar hechizado, muy poco adecuado para las almas cristianas.

—Espero que Ratsbane y Dogwort se enteren —manifestó Barleycorn alegremente.

Ricardo, que guiaba su caballo y la montura de la señora Emmeline, tenía más prisa que nunca por seguir adelante. No le preocupaba en lo más mínimo la ventisca y la niebla helada que comenzaba a extenderse a medida que oscurecía. Sólo quería ver la isla, visitar la casa donde habían vivido sus padres y que le habían arrebatado bruscamente. Por primera vez en su vida, a pesar de la vida errante que había llevado con sir Gilbert Savage, el joven escudero tenía la sensación de que regresaba al hogar. Llegaron a lo alto de una colina. La fría ventolera dispersó la niebla ladera abajo por un momento.

—¡Crokehurst! —exclamó Gildas.

Ricardo, con un nudo en la garganta, miró hacia abajo. La isla estaba cubierta de bosques y el agua del lago que la rodeaba se veía gris y encrespada. Forzó la mirada. Vio los tejados y los gabletes de una casa casi oculta por los árboles, y un puente ruinoso que comunicaba la isla con los campos cubiertos de nieve de los alrededores.

—Hay una calzada en alguna parte —susurró Gildas.

—¿Has estado aquí antes? —preguntó Greenele.

—Alguna vez que otra —respondió el hechicero, desviando la mirada. Pero después miró a Ricardo—. La vieja ventera no me dijo nada que yo ya no supiera. —Se acercó al escudero hasta que su rostro estuvo a un palmo del suyo—. ¿Estáis seguros de que queréis cruzar, maese? Ni siquiera los amos del patíbulo, los señores del Sabbat, las brujas y los hechiceros visitan Crokehurst. —El rostro afilado de Gildas mostraba ahora una expresión tierna y preocupada.

—¿Cuántos años tienes, Gildas?

—No más de veintitrés inviernos —manifestó el charlatán—. Me ordenaron joven. He andado mucho en mi corta vida. ¿Por qué?

—Yo tengo dieciocho —contestó el escudero señalando hacia la niebla—. Mi hogar estaba ahí hace dieciséis años. Ni siquiera Satanás y todos los poderes del infierno me impedirán que vaya.

Dicho esto, espoleó a Bayard, bajó por la ladera y siguió el angosto y fangoso sendero hasta el puente, desde donde miró al otro lado. La isla parecía ahora más oscura y amenazadora. Los árboles llegaban casi hasta la orilla.

—El puente no parece muy seguro —comentó Barleycorn.

Ricardo asintió. El puente era una estructura de madera sin barandillas a los costados, sólo con traviesas de madera colocadas sobre los pilares. Faltaban algunas, otras aparecían rotas o vencidas. Cerró los ojos, musitó una plegaria y avanzó llevando a Bayard de la brida. Emmeline y los demás lo siguieron, haciendo que el puente crujiese bajo su peso. Los cascos de Bayard resbalaron, una traviesa se rajó, otra se partió. Ricardo se detuvo, miró anhelante el otro extremo del puente y pudo ver a una figura, cubierta de pies a cabeza con una capa, que desaparecía entre los árboles: ¡la isla no estaba desierta!