Capítulo 1

El escudero y Emmeline se levantaron muy temprano. Había dejado de nevar, pero todo estaba cubierto de un grueso manto blanco. Barleycorn se ocupaba de limpiar el patio y había sacado a los caballos para que hicieran un poco de ejercicio; el aliento de las bestias formaba nubes en el aire helado. Gildas se encargó de encender el fuego. Emmeline volvió a la cocina. Entraron los caballeros, confesando a regañadientes que tenían resaca después de tanto beber la noche anterior. El alegre bullicio de la cocina mejoró los ánimos.

—No es culpa vuestra —comentó sir Lionel, con la boca llena de gachas— que haya nevado. —Miró a sus compañeros con un gesto un tanto autoritario—. Me alegro de estar aquí. Durante dieciséis años he deseado cumplir con mi juramento. —Esbozó una sonrisa—. No es tan incómodo como hacer una peregrinación o viajar a ultramar.

Los demás asintieron mientras comían con glotonería las deliciosas gachas que había preparado Emmeline: calientes, espesas y condimentadas con canela y miel.

—No creo en fantasmas ni trasgos —declaró Grantham, lamiendo la cuchara de hueso hasta dejarla limpia—. Maese Ricardo, lo que debemos hacer es organizar una batida, recorrer toda la isla. Quien sea que estuvo anoche en esta casa pintando mensajes en las paredes es de carne y hueso. No es ningún fantasma ni demonio escapado del infierno.

Todos estuvieron de acuerdo y, en cuanto acabaron de desayunar, limpiaron la cocina, apagaron el fuego y salieron de la casa. A la luz del día, los caballeros se veían ojerosos y barbudos. Ricardo manifestó que debían mantenerse agrupados y Buthlac, a la vanguardia, los llevó por los senderos del bosque hacia la palestra. Esta vez el avance era más lento. Había por lo menos un palmo de nieve y esto daba un aire aún más siniestro a la isla. La nieve apagaba todos los sonidos y cegaba los ojos. Se sobresaltaban cada vez que una masa de nieve caía de las ramas y se estrellaba contra el suelo. Emmeline protestaba coquetamente y Ricardo, muy dispuesto a actuar como un galante escudero, la cogía por un brazo y la ayudaba a avanzar. Siguieron por el sendero, marcado de cuando en cuando por las huellas de un pájaro, un conejo, un tejón o un zorro. Las nubes se abrieron para dejar paso a un sol débil que dio a la nieve un brillo plateado. La conversación era escasa. Sir Walter Manning sacó a relucir una vez más el tema de las provisiones. Barleycorn señaló las huellas de los conejos.

—Disponemos de agua en abundancia —afirmó— y la caza no escasea. Podemos resistir un asedio de meses.

Por fin llegaron al linde del bosque que marcaba el principio del enorme prado. Precedidos por Ricardo, todos guardaron silencio.

—Esto es algo mágico —susurró Emmeline, contemplado la gran extensión cubierta de nieve—. ¿Quién hubiera dicho que existía algo así?

—Lo recuerdo muy bien —manifestó sir John Bremner, apoyándose en un árbol mientras recuperaba el aliento. Miró a sus compañeros por encima del hombro—. ¿Recordáis aquel torneo? Maese Ricardo, ¡qué espectáculo tan maravilloso! Pabellones, estandartes y pendones ondeando al viento. Los corceles cubiertos con preciosas gualdrapas, el toque de las cornetas, las damas vestidas de seda, los caballeros con sus mejores armaduras... —La voz de Bremner tembló emocionada—. Todo se ha perdido —murmuró—. Ha desaparecido para siempre.

—Vuestro padre celebraba muchos torneos en esta palestra —añadió Ferrers, entusiasta.

Ricardo asintió sin hacer mucho caso, porque le interesaba más observar el campo. Recordó el ruido de las pisadas la noche anterior. Si alguien había entrado en la casa, era posible que hubiera cruzado la palestra, en el trayecto de ida o el de vuelta, pero no había huellas de ningún tipo. Dio un paso al frente. El viento le alborotó el pelo y le azotó el rostro con la nieve que arrancaba de los árboles. El escudero se disponía a pedir a los demás que lo siguieran cuando, entre los árboles del extremo más lejano del campo, sonó un toque de corneta escalofriante y claro. Ricardo se quedó inmóvil. Sus compañeros miraron temerosos a través de la resplandeciente blancura de la palestra. De nuevo se oyó el toque de corneta, más claro y poderoso. Desde la línea de árboles al otro lado del campo, exactamente en el mismo punto donde Ricardo lo había visto el día anterior, apareció el caballero vestido con la armadura negra, controlando con mano firme los caracoleos de su magnífico corcel.

—¡Por el Señor y todos los santos! —susurró Grantham.

—Kyrie Eleison!

—¿Quién puede ser?

—¿Quién sois? —gritó Ricardo, pero sus palabras no obtuvieron respuesta.

El gran corcel avanzó un poco mientras el caballero levantaba un brazo, haciendo resplandecer la espada en la suave luz invernal, y señalaba hacia el grupo.

—¡Vamos por él! —vociferó Ferrers—. ¡Venga, por él!

Barleycorn, antes de que Ricardo pudiera impedírselo, echó a correr a través de la palestra. El caballero no se movió al ver al maestro arquero corriendo con el arco preparado.

—Si es humano —opinó Bremner en voz baja—, sólo tiene dos opciones: atacar o retirarse. Las flechas de Barleycorn pueden atravesar el mejor blindaje.

Barleycorn continuaba su carrera, acercándose cada vez más al caballero. Entonces se detuvo para situarse en posición de tiro, con una rodilla hincada en tierra. El escudero rogó para sus adentros que el caballero cargara o diera media vuelta, pero caballo y jinete permanecieron inmóviles. Barleycorn tensó el arco, apuntó, disparó. Ya estaba preparada otra flecha cuando la primera todavía estaba en el aire. Ricardo entrecerró los párpados. La primera flecha erró el objetivo por muy poco pero la segunda golpeó en el centro mismo del pecho del caballero y rebotó sin consecuencias. Otro intento, con el mismo resultado, como si Barleycorn estuviera disparando contra un bloque de granito. La siguieron tres, cuatro flechas, todas inútiles. El caballero se volvió y, como un fantasma, se escurrió entre los árboles. Una última flecha, tan inútil como las anteriores, se estrelló contra el espaldarón. Barleycorn dejó caer el arco, empuñó su cuchillo y siguió al caballero. Ricardo soltó el brazo de Emmeline y echó a correr seguido por los cinco caballeros, que se movían con torpeza. La nieve retrasaba el avance. Ricardo resbaló y cayó de bruces sobre el terreno, pero se levantó para reanudar la carrera. Llegó al bosque, donde Barleycorn, sin aliento, descansaba junto a un árbol.

—Ni rastro —dijo el arquero. Meneó la cabeza, señalando en derredor con un amplio ademán—. ¡No ha dejado un solo rastro!

Ricardo observó el terreno. Todas las huellas donde habían estado el caballo y su jinete habían sido borradas por las pisadas de Barleycorn y las suyas. Aunque se veían algunas marcas entre los árboles, no se parecían en nada a las dejadas por un enorme corcel. No había ninguna huella de cascos; ni el menor rastro de un caballo herrado para el combate. Barleycorn recogió las cinco flechas que había disparado. Todas estaban rotas, con las puntas quebradas.

—No me lo puedo creer —protestó. Puso las flechas en la mano de Ricardo—. En Francia tumbé a caballeros protegidos con las mejores armaduras; sin embargo, hoy no han servido para nada. Es como si hubiera disparado contra una piedra.

Ricardo se volvió al escuchar que llegaban sus compañeros. Emmeline levantó una mano para saludarlo desde el otro lado del campo. Los cinco caballeros miraron las flechas en la mano del escudero.

—¡No era ningún fantasma! —afirmó Manning, furioso—. Pero esas flechas tendrían que haberlo tumbado. —Caminó entre los árboles—. Sólo Dios sabe dónde ha ido o dónde se oculta. —Se volvió bruscamente—. ¿No podemos revisar la isla?

—Sería como perseguir al viento —replicó Bremner—. ¿De verdad crees que podríamos encontrarlo?

Siguieron por el sendero que iba hacía el lago mientras las nubes ocultaban el sol. Ricardo estaba intrigado; no creía que el caballero fuera un fantasma o un demonio pero ¿qué buscaba? ¿Cómo había podido resistir el impacto de las flechas de Barleycorn? Deseó estar a solas con Emmeline, poder valerse de sus sagaces y sensatas observaciones. Llegaron a la orilla del lago y miraron a través de la superficie helada. Ricardo estaba tan ensimismado que no hizo ningún caso de los gritos y exclamaciones de sus compañeros. Por fin miró hacia donde señalaba Barleycorn con el dedo. No había nadie en la orilla opuesta, pero desde donde estaban se observaban las huellas dejadas en la nieve por hombres y caballos.

—¡Alguien ha estado aquí! —afirmó Buthlac.

—¿El caballero? —preguntó Bremner.

—No, no. —contestó Barleycorn—. Calculo que habrán sido unos treinta o cuarenta hombres; unos a pie, otros a caballo. En algún momento antes del amanecer.

—¿Quiénes pueden ser? —El rostro ancho y curtido de sir Philip era el vivo retrato de la preocupación—. Maese Ricardo, ¿habéis mandado buscar refuerzos?

El escudero se limitó a sacudir la cabeza. Durante un rato no hicieron otra cosa que observar las huellas dejadas por pies y cascos en la ladera opuesta que bajaba hasta el lago.

—Bueno, sean los que sean —añadió Ferrers—, no podrán pasar. No hay puente.

—Hay un vado —le informó Barleycorn. Sujetó a Buthlac por un hombro—. Si mi amigo y yo conseguimos cruzarlo, descubriremos quiénes son y de dónde proceden.

Antes de que Ricardo pudiera protestar, Barleycorn y Buthlac se alejaban a la carrera siguiendo la línea de la costa. El ermitaño proclamaba a viva voz que sabía el emplazamiento exacto del vado. El escudero, preocupado ahora por la seguridad de Emmeline, los dejó marchar. Emprendieron el camino de regreso a la palestra. A sus espaldas, los caballeros discutían entre ellos en voz baja. Ricardo se guardó sus pensamientos. Ahora estaba convencido de que su viaje a la isla había sido algo preparado de antemano, lo mismo que la presencia de los cinco caballeros. Había alguien más en aquella isla, buscando que se hiciera justicia. Por supuesto, no había nada en esta vida que saliera tal cual se esperaba. Ricardo también creía que Dogwort, Ratsbane y sus secuaces habían llegado y que constituían una fuerza con la que había que contar. Sin duda los forajidos los habían seguido desde Colchester, dispuestos a zanjar su deuda con Barleycorn de una vez por todas.

Emmeline descansaba sentada en una piedra, con el rostro enrojecido por el frío y bien arrebujada en la capa.

—Creía que te habías marchado —gritó, levantándose de un salto. Cogió a Ricardo por un brazo, pero el escudero le advirtió con la mirada que no hiciera preguntas.

—Será mejor que regresemos a la casa —dijo, con una sonrisa forzada—. Dios sabe que estoy hambriento; sería capaz de comerme un buey.

Regresaron a la casa. Los caballeros, cansados por la larga caminata por la nieve, se sentaron delante del fuego, charlando animadamente mientras compartían un perol de estofado de conejo y pan del que habían traído. Ricardo comió aparte, con el oído atento, esperando el regreso de Barleycorn. Los caballeros acabaron de comer. Gildas, que se había quedado a vigilar la casa mientras ellos estaban ausentes, dijo que había encendido fuego en todas las habitaciones, así que los caballeros decidieron ir a jugar una partida de ajedrez para pasar el rato. Ferrers, al parecer convertido en portavoz del grupo, felicitó a Emmeline por sus habilidades como cocinera y después se acercó a la mesa para hablar con Ricardo.

—Nos quedaremos tres días más —le anunció—. Maese Ricardo, hicimos un juramento a vuestro padre prometiendo que ayudaríamos hasta donde pudiéramos a limpiar su memoria. Sin embargo, ha nevado. Tenemos que atender a nuestras familias y haciendas. Os diremos todo lo que sabemos, os ofreceremos toda la ayuda que esté a nuestro alcance, pero después debemos marcharnos. —Sonrió, señalando a sus compañeros con un gesto—. Nuestra venida aquí ha despertado viejos recuerdos, buenos y malos.

Estaba a punto de continuar cuando sir Lionel Beaumont se acercó, lamiéndose los dedos.

—Acabo de escuchar lo que has dicho, Ferrers —comentó, sentándose en uno de los taburetes—, y la salida que hicimos esta mañana hasta la palestra —se tocó la sien— me ha hecho pensar.

Sus compañeros debieron de oírlo, aunque hablaba en voz baja, porque de inmediato guardaron silencio.

—Recuerdo que fue a mediados de verano —prosiguió sir Lionel, con los ojos cerrados— cuando vuestro padre nos convocó aquí, y entonces no eran todo pesares y sufrimientos. Se celebró un torneo. —Miró por encima del hombro—. Vosotros os acordáis, ¿no? Dos días antes de que se cometieran los asesinatos. Lo recuerdo como si fuera ayer. —Abrió los ojos—. Vuestro padre rompió una lanza con lord Fitzalan. Después, todos participamos en una carrera. Luego, por la noche, celebramos una gran fiesta. Fue entonces cuando advertí que lord Fitzalan parecía preocupado y un tanto molesto con su esposa.

—¿No sabéis el motivo? —preguntó Ricardo.

—Veréis, todos llevamos los colores de nuestras damas. Lord Simón estaba enfadado porque su esposa le había dado sus colores a otra persona. ¿Queréis saber algo más? —Se rascó la barbilla—. Creo que vi a quien los llevaba, pero que me aspen si puedo recordar quién era. —Se levantó—. Si lo consigo, os lo diré.

Sir Lionel y sus camaradas salieron de la habitación.

No hacía ni un segundo que se habían marchado los caballeros cuando Buthlac y Barleycorn abrieron la puerta y entraron con tanta violencia que estuvieron a punto de desplomarse en el suelo de la cocina. Tenían los rostros morados del frío, respiraban agitados, y sus botas y capas chorreaban agua. Emmeline los miró asustada mientras el maestro arquero y el ermitaño se acercaban a la chimenea, quitándose los guantes para acercar al fuego los dedos helados.

—¿Qué habéis averiguado? —preguntó el escudero.

—Encontramos huellas de pies y cascos —respondió Barleycorn con voz ronca—; pero la nieve es muy profunda y no pudimos seguirlas.

—También encontramos un cadáver —añadió Buthlac.

—Seguimos las huellas —explicó el arquero— hasta la cumbre de la colina. No vimos nada delante de nosotros excepto la blanca llanura y señales de que hombres y caballos habían llegado hasta allí para después retirarse. Sin embargo, encontramos el cadáver de un hombre tendido en la nieve. Lo habían degollado y estaba desnudo como vino al mundo.

—Era un tipo bastante viejo —intervino el ermitaño—, de poco pelo y mal afeitado.

—¿Pudo ser obra de los forajidos? —preguntó Emmeline—. Tal vez se cruzaron con un pobre mendigo, lo mataron para quitarle lo poco que llevara y después siguieron sin preocuparse de enterrar el cadáver.

Barleycorn se apartó del fuego. Se quitó la capa empapada y dejó el arco y la aljaba en un rincón.

—Son Dogwort y Ratsbane —replicó Barleycorn—. Nos siguieron hasta aquí y no les habrá costado mucho. Después de todo, tres hombres y una joven dama que viajan por la campiña nevada tienen que llamar la atención.

—¿Qué me dices del cadáver? —le interrogó Gildas.

—¡ Ah! También es obra de Ratsbane y Dogwort. No creo que fuera un pobre mendigo inocente. Probablemente fuera uno de sus propios hombres, que estaba enfermo. Hacen lo mismo en el bosque. Le cortan la garganta al pobre desgraciado y lo dejan allí. No tienen ninguna compasión, ni siquiera con los suyos.

Ricardo se estremeció con la mirada puesta en las llamas. Cerró los ojos en un intento de disimular el pánico. Se encontraba en la casa de su padre, con el poder de desentrañar los misterios del pasado y limpiar su nombre. Sin embargo, por culpa de Barleycorn, una banda de forajidos los perseguía a través de las llanuras heladas de Essex, dispuesta a tomarse venganza.

—¿Por qué? —preguntó Ricardo, abriendo los ojos—. ¿Por qué, Barleycorn?

—Ya te lo he dicho, maese Ricardo —contestó el arquero—. He matado a los suyos y, cuando se acabe este asunto, pretendo seguir matándolos. Ellos, a su vez, quieren mi cabeza. Matar o morir —murmuró—. No hay escapatoria.

—¿Nos atacarán? —preguntó Gildas, preocupado—. ¿No es posible que se marchen y nos dejen en paz?

Barleycorn buscó la mirada de Ricardo y la sostuvo.

—Han ido a buscar más hombres —afirmó—, comida y mejores armas. Saben que estamos aquí. Quizá fueron ellos quienes quemaron el puente; saben que me tienen atrapado. Cruzarán el lago, aunque tengan que crecerles alas.

—Si es así, ¿qué debemos hacer? ¿Sentarnos a esperar que lleguen? —preguntó Gildas, impaciente.

—No —contestó Barleycorn—. Están buscando el vado. Yo diría, por las huellas en la nieve, que ya lo han encontrado. Creo que nos queda un día de gracia; dos, como máximo. Pero regresarán, cruzarán el vado y vendrán a buscarnos. —Respiró profundamente—. Lo siento, maese.

—Podrías ir a su encuentro —comentó Gildas en tono sarcástico.

—No —exclamó Ricardo en el acto, cogiendo a Barleycorn por el brazo—. Cuthbert es mi amigo y compañero. Si él muere, moriremos juntos.

Emmeline manifestó su asentimiento con un gesto.

—Tú conoces a esos hombres —añadió Ricardo—. Barleycorn me rescató cuando me atacaron en el bosque.

Recordarán mi cara. Si Barleycorn va a su encuentro, le cortarán el cuello y después vendrán a la isla. Están buscando un botín —miró rápidamente a Emmeline— o cualquier otra cosa que tengan a su alcance. No demostrarán la más mínima piedad ni darán cuartel. —Cogió el cazo con vino que se calentaba en el poyo y llenó las copas de todos—. Sin embargo, no olvidemos que esperan pillarnos por sorpresa. No saben nada de la presencia de los caballeros ni sospechan que estamos bien armados. Montaremos guardia cerca del vado y, si aparecen, los estaremos esperando. —Ricardo hizo una pausa para invitar a todos a que se sentaran alrededor de la mesa—. Ahora bien —prosiguió mientras los demás se sentaban—, todos habéis escuchado lo que ha dicho cada uno de los caballeros. No tengo ninguna duda de que el asesino está aquí en Crokehurst. No obstante, sabemos muy poco. —Miró al charlatán—. Tú tienes buena vista y una mente muy ágil.

—Veo lo que veo —replicó Gildas, haciendo una mueca.

—Dinos lo que ves —lo invitó Ricardo.

—Bueno, la verdadera clave de todo este misterio no es el traidor sino la señora Catalina Fitzalan —respondió Gildas, dándose Ínfulas—. Disponemos de dos informaciones sobre ella que nos podrían llevar a la solución. Primero, ¿por qué siguió aquel sendero solitario en plena madrugada? ¿Por qué no gritó ni opuso la más mínima resistencia al ataque? Y segundo: ¿quién era el caballero que llevaba sus colores en el torneo? Lo que quiero decir, maese Ricardo, es que son muchas las mujeres que engañan a sus maridos. ¿Qué pasa si la señora Catalina, consciente o inconscientemente, le reveló información confidencial a su amante?

—Sí, pero ¿a quién? —lo interrumpió Emmeline.

—Uno de los cinco caballeros, que, al darse cuenta de que lord Simón sospechaba, decidió actuar. Asesinó a la señora Catalina, a lord Simón y después se aseguró de que vuestro padre cargara con las culpas.

—Estoy de acuerdo —manifestó Barleycorn, con una mueca—. Es la única explicación sensata que tenemos, excepto, por supuesto, las últimas palabras de lord Simón. ¿Qué señalaba? ¿Qué quiso decir con: «No hay nada nuevo bajo el sol. El águila sabe la verdad»?

—No estoy de acuerdo —exclamó Buthlac, dando saltos en el taburete por la excitación—. No estoy de acuerdo en absoluto. Podría ser algún otro. Ya te conté, maese, que en estos dieciséis años, un misterioso desconocido ha visitado la isla multitud de veces.

—¡Tonterías! —tronó Gildas—. Sólo tenemos tu palabra y ni una sola prueba. —Amenazó con el dedo al ermitaño, a quien, por alguna razón poco clara, parecía detestar—. Todavía no hemos investigado lo que hacías tú en aquellos momentos.

Sólo la intervención de Emmeline evitó que los hombres llegaran a las manos. Golpeó la mesa con los nudillos y miró a los contrincantes con tanto enfado que se apagaron los gritos y ambos agacharon la cabeza como escolares castigados.

—Venga, haced las paces —insistió Emmeline—. Daos las manos. Ya hemos tenido bastante violencia.

Los dos hombres acataron sus palabras.

—Buthlac, ¿qué decías? —preguntó Ricardo, en voz baja.

—Aquí no han dejado de venir personas extrañas, los pasos siniestros de las galerías, el caballero negro... ¿Qué pasa si es él el asesino? ¿Qué pasa si es él quien intenta echarnos de aquí? ¿Quiere mantenernos apartados de Crokehurst? Debe de saber muchísimas cosas de este misterio y, sin embargo, es escurridizo como una anguila.

Ricardo oyó el rumor de las voces de los caballeros que discutían alguna jugada de la partida de ajedrez.

—Buthlac no miente —manifestó pausadamente—. Al parecer, después de la muerte de mi padre, alguien demostró un considerable interés por esta isla. Volvió varias veces para buscar algo en la casa o cerca de ella. ¿Qué será? —Ricardo meneó la cabeza—. Sólo Dios lo sabe. —Se levantó—. Ya hemos comido y bebido más que suficiente. Vamos a revisar esta casa desde las bodegas al tejado.

Los otros estuvieron de acuerdo en revisar las bodegas antes de salir a cazar para la cena. Ricardo y Emmeline subieron las escaleras hasta el último piso, donde hacía mucho más frío; el aire helado se colaba por las rendijas de los postigos. Los desvanes y los áticos estaban vacíos, excepto por el polvo, las telarañas y los ratones que huían ante la presencia de la pareja. Había restos conmovedores de tiempos pretéritos: un matacandelas aplastado, una pluma rota, trozos de cuero y otros objetos sin ningún valor que los saqueadores no se habían querido llevar. Ricardo recordó los pasos fantasmales de la noche anterior y buscó entradas secretas y pasadizos, pero no encontró ni el menor rastro de su existencia. Emmeline, abrigada en una capa que la tapaba de la barbilla a los pies, buscaba como una niña que juega al escondite. Salieron a la galería para ir a la habitación donde habían asesinado a lord Fitzalan.

—¿Crees que lo mataron antes que a su esposa o después? —preguntó Emmeline.

Ricardo no respondió; echó una ojeada a la cámara desierta: el desnudo poyo de piedra junto a la ventana, los postigos, las vigas renegridas, la chimenea de piedra tallada, todo iluminado con la luz de las velas de sebo que habían traído.

—¿Qué hay aquí? —murmuró—. Lord Simón murió aquí diciendo: «No hay nada nuevo bajo el sol. El águila sabe la verdad». ¿Qué señalaba? —El escudero salió a la galería, donde Buthlac y Gildas discutían animadamente de fantasmas y espectros—. Enviad mis respetos a los caballeros —les dijo—. Rogadles que vengan aquí.

Buthlac marchó inmediatamente a llevar el recado. Los cinco caballeros se presentaron al cabo de unos minutos, con las copas de vino en la mano, y se amontonaron en la habitación. Ricardo no hizo caso de la sonrisa de Emmeline al ver que sir Henry Grantham se tambaleaba al caminar. Se mostraba alegre y bien dispuesto, pero los demás protestaban por el frío y porque habían tenido que interrumpir la partida de ajedrez.

—¿Dónde yacía lord Simón cuando lo encontrasteis? —preguntó el joven.

Manning le pidió a Ferrers que le sostuviera la copa.

—El cuerpo estaba aquí. —Señaló el punto donde se encontraba Emmeline—. La cama estaba allí y él se encontraba en el suelo, con los pies mirando hacia la chimenea. Yo lo levanté —declaró sir Lionel—. Lo acuné en mis brazos. —Sin que se lo pidieran, se sentó en el suelo, miró a Ricardo y después señaló la chimenea con un dedo—. Sí, así fue. Le aguanté la espalda; él agonizaba, le salía sangre por la boca. Tenía una terrible herida en el pecho.

Señaló la chimenea y musitó: «No hay nada nuevo bajo el sol. El águila sabe la verdad». Entonces, cerró los ojos y murió.

—¿Qué pasó con la señora Catalina? —intervino Emmeline—. Cuando la encontraron, ¿la sangre estaba seca?

—Congelada —contestó Manning—. Pero, sí, mi señora, responderé a vuestra pregunta. —Sonrió—. Ya veo dónde queréis ir a parar. A la señora Catalina tuvieron que matarla antes. Lord Simón vestía las prendas de dormir, o sea que el asesino tuvo que atacarlo poco antes del alba.

Ricardo les dio las gracias. Los caballeros se encogieron de hombros y salieron de la habitación discutiendo entre ellos para ir a continuar la partida. El escudero cerró la puerta, sujetó a Emmeline por los hombros y le besó las mejillas heladas.

—La hija del abogado —dijo cariñosamente.

—Así que tenemos a la señora Catalina asesinada en el bosque —comentó la muchacha apartándose— y al asesino que viene aquí para matar al marido.

—La única cosa que lord Simón podía estar mirando era la chimenea —opinó el escudero, señalando el suelo.

—¿Podía haber algo más? —preguntó Emmeline—. ¿Una mesa o una silla?

Ricardo meneó la cabeza. Se sentó sobre los talones y observó atentamente las tallas de la chimenea. Se trataba de una obra muy antigua, de relieves muy intrincados; serpientes retorcidas decoraban los laterales y en el ancho frontispicio aparecía grabado el escudo de armas de los Greenele. Un sol por encima de un águila que, con las alas extendidas, sujetaba entre las garras una barra de hierro. El escudero estaba seguro de que las últimas palabras de lord Simón se referían al escudo, pero ¿por qué? Se sentó de espaldas a la chimenea y miró a Emmeline.

—Pongamos por caso, mi bella señora —dijo con un tono burlón—, que he venido aquí para matarte. Te hiero mortalmente en el pecho. Huyo, mientras tú agonizas en el suelo. Digamos que Barleycorn y Gildas entran en la habitación. ¿Qué harías? Me refiero a tus últimas palabras.

—Diría: te quiero —contestó Emmeline con una expresión inocente, pero mirándolo directamente a los ojos.

Ricardo no pudo hacer otra cosa que quedarse con la boca abierta y rascarse la cabeza. Luego intentó levantarse.

—Claro que también —añadió Emmeline, pagándole con la misma moneda— podría estar mintiendo.

Ricardo se quedó sentado, mirándola con expresión de reproche.

—¡Por todos los demonios, responde a la pregunta!

—Mencionaría tu nombre. Le diría a aquellos que acudieran a socorrerme que Ricardo Greenele me había herido de muerte. —La muchacha se acercó para sentarse a su lado. Enlazó su brazo al de Ricardo—. Comprendo lo que quieres decir —continuó y, sin ninguna afectación, apoyó la mejilla en el hombro del escudero.

Ricardo no sabía qué hacer. Sus conocimientos de las muchachas eran bastante pobres, por decir algo. Su experiencia se limitaba a alguna amistad pasajera con alguna criada o posadera durante sus viajes. Lo avergonzaba la franqueza inocente de Emmeline, aunque era muy consciente de su clara inteligencia y cáusticas observaciones.

—Nos enfrentamos a un misterio —tartamudeó—. Lord Simón está en el dormitorio, durmiendo en su cama. Digamos que la puerta tenía echado el cerrojo y que él se levanta para abrir. Alguien entra, lo apuñala en el pecho y, a continuación, se marcha sin más. Ahora bien, ¿por qué un guerrero como lord Simón hizo algo así? Seguramente, desconfiaría si alguien llamaba a su puerta, y, por supuesto, no permitiría que un extraño se acercara tanto.

Emmeline echó hacia atrás la cabeza para mirar el techo.

—Sí, sí —asintió, jadeante—. Por lo tanto, no era un extraño, sino alguien a quien conocía; uno de los caballeros o tu padre. Sin embargo, si el asesino fue uno de los caballeros, entonces ¿no crees que hubiera susurrado su nombre? —Apretó el brazo de Ricardo—. Intenta tú ponerte en su lugar —le rogó.

Ricardo imaginó la escena: lord Simón abre la puerta para permitir la entrada del visitante nocturno, quizá sin prestar mucha atención; después siente un toque en el hombro, se vuelve y recibe la puñalada en el pecho.

—¡Fue un sirviente! —exclamó—. Estoy seguro de que fue un sirviente o alguien que se hacía pasar por uno. Lord Simón está en la cama. Ha tenido un sueño lleno de sobresaltos. Está preocupado por la identidad del traidor, ha tenido una discusión con mi padre y se ha enfadado con su esposa. Escucha que llaman a la puerta. Se levanta y la abre; como cualquier otro gran señor, está acostumbrado a que los criados entren y salgan, así que no le presta más atención de la que un perro le dedica a las moscas. El hombre le ha traído algo, una jarra en una bandeja. Lord Simón le da la espalda. De pronto se vuelve al sentir un ruido o unos dedos que le tocan el hombro y le clavan la daga en el pecho. —Hizo una pausa.

—El asesino escapa —prosiguió Emmeline—. Lord Simón yace en el suelo, demasiado débil para pedir ayuda. Sin embargo, en aquellos últimos momentos antes de su muerte, comprende que le han tendido una trampa. Su mente se nubla, delira. Entran los caballeros. Lord Simón murmura su mensaje y lanza el último suspiro. —Emmeline se puso de pie y cogió la mano de Ricardo para que él también se levantara.

—Así que ahora sabemos cómo murió —afirmó Ricardo—; pero no quién lo hizo. Venga, continuemos con nuestra búsqueda.

Fueron de habitación en habitación, pero no encontraron nada. Todos los cuartos mostraban el mismo aspecto de ruina y desolación. Ricardo estaba contento de tener a Emmeline con él; su incesante charla y el coqueteo burlón mantenían los demonios a raya. Entraron en la habitación de sir Lionel, donde los caballeros habían improvisado una mesa con una tapa de barril. En la chimenea ardía un buen fuego y había jarras y copas de vino por todas partes. Charlaban de las novedades del condado mientras contemplaban a Manning y Bremner mover las piezas en el tablero de ajedrez. No hicieron ningún comentario cuando Ricardo entró en la habitación, ni se preocuparon de tener la cortesía de levantarse ante la presencia de Emmeline. Ricardo les explicó lo que estaban haciendo. Bremner murmuró algo como única respuesta y, cuando Ricardo y Emmeline salieron, alguien cerró de un portazo.

—Ya sabes que no piensan quedarse mucho tiempo —declaró Emmeline mientras caminaban hacia las escaleras—. El asesino no tardará en descubrir que sabemos muy poco y querrá marcharse; los demás creerán que ya han cumplido con el juramento y saldrán corriendo para regresar a las comodidades de sus casas.

—¿Cómo podría hacer que se quedaran más tiempo?

—La nieve es una buena excusa. —Emmeline le tiró de la manga—. Si yo estuviera en tu lugar —susurró, mirando por encima del hombro para asegurarse de que no había nadie más en la galería—, les diría la verdad. Me refiero a los forajidos.

Regresaron a la cocina. Emmeline encendió el fuego. Había limpiado el pequeño horno, construido en la pared junto a la chimenea, y anunció que intentaría hacer pan. Buthlac, Gildas y Barleycorn parecían haber desaparecido sin dejar rastro. Ricardo fue hasta la puerta y la abrió. Una ráfaga de aire gélido le hizo retroceder. La nieve del patio empedrado se había convertido en una masa sucia y empeoraba a medida que caía la tarde. Más allá del patio vio el grueso manto de nieve. El cielo se encapotaba por momentos. Tras una esquina aparecieron de pronto Barleycorn, Buthlac y Gildas. El arquero se detuvo para levantar bien alto el ave que había cazado; Gildas llevaba al hombro un palo con cuatro conejos.

—No pasaremos hambre —gritó Ricardo, saludándolos—. Pastel de faisán o perdiz, además del habitual estofado de conejo.

Los tres hombres entraron en la cocina, golpeando los pies contra el suelo, y dejaron las piezas sobre la mesa. Buthlac empuñó el cuchillo y comenzó a limpiarlas.

—¿Has visto algo? —le preguntó Ricardo a Gildas, que se calentaba las manos delante de la chimenea mientras entonaba loas a la habilidad de Barleycorn con el arco.

—Nada —contestó Gildas. Levantó la cabeza y miró al escudero con expresión lastimera—. Pero es muy cierto lo que el Buen Libro dice: «Sus salas estarán desiertas y en sus habitaciones el búho criará a sus polluelos».

—No hemos encontrado nada, maese Ricardo —intervino Barleycorn—. Y no te molestes en preguntar; visitamos el vado y no había ninguna señal de la banda de forajidos.

Ricardo les dio las gracias y, como notaba el estómago un poco revuelto, decidió que no podía estar en la cocina mientras destripaban las aves y los conejos muertos. Salió al patio y fue hasta las caballerizas, donde Bayard esperaba pacientemente con la cabeza gacha y los ojos medio cerrados.

—¿Tienes sueño? —preguntó Ricardo—. Si no hiciera tanto frío te llevaría a dar un paseo, una hermosa galopada.

El caballo relinchó de placer y frotó el hocico contra el pecho del escudero.

—Iré a buscarte algo.

Ricardo salió del establo. Miró la casa; las ventanas sin postigos parecían las órbitas de una calavera. De pronto captó un movimiento súbito a la derecha, en el tercer piso. El corazón le dio un brinco. Estaba seguro de lo que había visto: un rostro, una mancha fugaz antes de que el viento cerrara la contraventana.