Capítulo 1
La sangrienta batalla que se entabló entre los ejércitos de Inglaterra y Francia en Poitiers se acercaba a su espantoso final. Las falanges de caballeros franceses que, desde primera hora de la tarde, se habían lanzado una tras otra sobre la posición inglesa no habían conseguido más que ser rechazadas por las flechas que caían como una lluvia furiosa y constante de un cielo cada vez más oscuro. Las líneas de arqueros ingleses seguían intactas. Detrás de la protección de una barrera de estacas, se habían erguido por enésima vez o habían hincado una rodilla en tierra para disparar flecha tras flecha contra los caballeros franceses, exquisitamente ataviados, cuyas brillantes armaduras y gloriosos uniformes se teñían de un rojo sangre mezclado con fango. En algunos lugares los franceses muertos se apilaban hasta una altura de tres pies: caballos y jinetes abatidos por la puntería y la rabia de los arqueros ingleses. El Príncipe Negro, el hijo mayor y primer general de Eduardo III, había observado la carnicería antes de ordenar una carga general contra las diezmadas filas francesas para continuar con la matanza. El rey Juan de Francia, vestido con su armadura milanesa debajo de un sobreveste azul y oro bordado con las plateadas flores de lis de Francia, había sido hecho prisionero. Otros señores franceses, sus condes y generales, se habían rendido. Los demás habían muerto atravesados por las flechas o yacían agonizantes sobre el fango. Algunos se ahogaron en sus vómitos, otros fueron despachados por los soldados ingleses que empujaban las misericordiosas dagas a través de las grietas de las armaduras entre el visor y la cota para cortarles las nobles gargantas.
Con todo, también los ingleses habían sufrido bajas. En una fangosa zanja junto a una hilera de arbustos yacía sir Gilbert Savage, un pobre caballero que jadeaba penosamente mientras la sangre se filtraba entre las articulaciones de la armadura y formaba un charco rojo oscuro a su alrededor. En la creciente penumbra, su escudero, Ricardo Greenele, intentaba aliviarlo.
—Desataré los arneses, sir Gilbert —susurró con voz ronca—. Al menos, permitid que atienda vuestra herida. —Miró el rostro curtido y triste del caballero—. ¿Voy a buscar al boticario o al sangrador?
—¡Malditos sean sus ojos! —gimió sir Gilbert—. ¡Déjame al menos morir con dignidad en mi armadura! —Sujetó la muñeca de Ricardo con una fuerza sorprendente y consiguió alzarse un poco—. Escucha —susurró el moribundo—: nada de sacerdotes ni boticarios. ¡Ricardo, tienes que marcharte de aquí ahora!
—¿Ahora? —replicó el joven escudero—. ¡Pero, sir Gilbert!
—La batalla está acabada —afirmó el caballero—. El Príncipe Negro ya tiene su victoria. Fui reclutado para servir durante seis meses y un día. He cumplido mi plazo y mi tiempo se agota. Sir Gilbert Savage va de camino a la muerte. ¿A quién le importa ahora un pobre escudero?
Greenele miró el rostro de sir Gilbert sin disimular la sorpresa. Siempre había creído que su señor era viejo. Sin embargo, al mirarlo ahora a la débil luz de la luna, con el ruido de la batalla resonando a su alrededor, se dio cuenta de que sir Gilbert no podía tener más de cuarenta veranos.
—No tendría que haberos dejado —confesó—. Pero cuando los franceses abrieron la brecha...
—Yo te envié en busca de ayuda —jadeó sir Gilbert—. Tú sólo cumpliste mis órdenes. —Se interrumpió llevándose la mano al costado—. Un caballero francés —añadió— a quien creí haber tomado prisionero —sir Gilbert metió la mano por la abertura entre el peto y la espaldera abollada— me ensartó con su espada y me hirió de muerte.
—No tendría que haberos dejado —insistió Ricardo.
Sir Gilbert meneó la cabeza.
—En cuanto termine contigo, vete. Envía a un sangrador para que me atienda. —Sonrió débilmente—. Aunque no lo entretendré mucho. Ahora, escucha —apretó todavía con más fuerza la muñeca de Ricardo—: tú no eres lo que crees ser.
—¿Qué queréis decir, señor? —preguntó Ricardo.
—No tiene importancia. —Sir Gilbert volvió a menear la cabeza—. Se acaba el tiempo. Debes regresar a Inglaterra. Ve a Colchester, en Essex. Busca al abogado Hugo Coticol. —Se interrumpió y ordenó a Ricardo que repitiera el nombre por lo menos cinco veces.
—¿Quién es Coticol? —preguntó Ricardo—. Sir Gilbert, ¿qué significa todo esto? Vos os hicisteis cargo de mí cuando yo era un bebé, después de que mis padres murieran víctimas de la peste, ¿no?
Sir Gilbert echó la cabeza hacia atrás como si estuviese escuchando los ruidos de la batalla cada vez más lejanos.
—El príncipe ha conseguido una gran victoria —musitó—. Dicen que han hecho prisionero al rey francés. Francia no volverá a hacer sentir su poder nunca más.
—Sí —asintió Ricardo con un tono de amargura—, pero yo he pagado con la vida de mi amo, mi padre y mi amigo. Se inclinó sobre el caballero. Le resultó difícil distinguir la expresión de sir Gilbert. Alzó la mirada por un momento. Unos puntos de luz comenzaban a aparecer en la oscuridad a medida que los ingleses, ahora dueños del campo, enviaban a los arqueros provistos de antorchas para buscar entre los muertos. Ricardo se preguntó si debía acercarse en busca de ayuda o al menos para conseguir una antorcha y disipar un poco la oscuridad.
—No vayas —jadeó sir Gilbert como si le hubiera leído el pensamiento—. Responderé a tus preguntas. Ricardo, tus padres no murieron víctimas de la peste. Los asesinaron de la manera más terrible y misteriosa. —Tosió—. No conozco los detalles, pero Coticol te entregará todos los documentos necesarios.
Ricardo se sentó sobre los talones. Boquiabierto, contempló la oscuridad. Había comenzado el día como escudero de sir Gilbert. Sabía que era huérfano y había sido acogido por la generosidad de éste. Esperaba que, con el tiempo, algún gran señor lo convirtiera en caballero. Ahora, aquella espada clavada en el costado de sir Gilbert había destrozado su vida. No tenía amo y acababan de decirle que la historia que había creído ciegamente durante dieciocho años ocultaba un misterio todavía mayor. Se rascó la mejilla.
—No estés furioso conmigo —susurró sir Gilbert—. Hice el solemne juramento de que antes de morir, o una vez que tú cumplieras los dieciocho años, te diría la verdad.
—¿Qué pasará con vos? —exclamó Ricardo, arrebujándose en la capa para protegerse del viento helado que azotaba su cuerpo sudoroso—. ¿Vuestras posesiones, vuestras...?
Sir Gilbert se echó a reír suavemente. Con una mano en el costado para restañar la herida, se subió un poco más en la zanja.
—¿Qué posesiones, Ricardo? ¿Una armadura abollada? ¿Un caballo que ahora es cadáver? ¿Unos pocos peniques en mi bolsa? —Alargó una mano para coger las viejas alforjas que Ricardo había traído con él y se las dio al escudero—. Después de años de servicio —continuó— de castillo en castillo, esto es todo lo que tengo. Como dice el poeta: «Salimos de la oscuridad desnudos, entramos en la oscuridad desnudos». No deseo otra cosa. Ahora, muchacho, por el amor de Dios, ¡vete! Busca un caballo; Dios sabe que hay muchos que ya no tienen jinete. Asegúrate de que tenga una buena montura y cabalga hacia la costa.
Ricardo, dominado por el súbito temor de encontrarse solo, meneó la cabeza.
—Necesitáis ayuda —afirmó en voz baja—. Puedo buscar los servicios de un sangrador.
Sir Gilbert levantó la espada en una sorprendente exhibición de fuerza y la descargó de plano sobre el hombro de Ricardo, situando la afilada hoja a una pulgada escasa del cuello del muchacho.
—Soy tu señor —gruñó—. La primera obligación del escudero es obedecer. Ahora, en nombre de Dios, ¡vete! ¡Es mi última orden!
—¿Qué pasará si no lo hago? —quiso saber Ricardo.
—Entonces no serás más que un rufián y un traidor, un desleal indigno de ser mi escudero, mi amigo o el hijo que siempre he querido tener. —La expresión de Savage se suavizó—. Por favor, en nombre de Dios, vete.
Ricardo se inclinó, apartando la espada, y besó suavemente las mejillas curtidas y la frente sudorosa de sir Gilbert. Mientras lo hacía, se echó a llorar con lágrimas amargas.
—¡Vete, muchacho! —le ordenó el caballero con tono áspero—. Déjame ir con Dios.
Sin mirar atrás, Ricardo salió de la zanja. Con las alforjas ocultas debajo de la capa, Ricardo Greenele, el escudero más pobre del ejército de Eduardo de Inglaterra, cruzó el campo de batalla de Poitiers. A primera hora del día, el campo había sido un precioso prado verde que maduraba al sol de finales de otoño. Ahora era una representación del infierno en la tierra. Una niebla espesa comenzaba a extenderse como si la misma naturaleza quisiera ocultar el horror: caballos decapitados, corceles heridos que coceaban, con sus cascos herrados, a los heridos y moribundos apiñados como hojas. En el frío aire nocturno resonaba el espantoso coro de los gritos y gemidos de los agonizantes. Un francés llamaba a su madre. A su lado, un arquero inglés clamaba por su mujer y sus hijos.
El estruendo del combate había cesado. Los franceses estaban en plena retirada; los ingleses, demasiado exhaustos para perseguirlos. De vez en cuando, se veía a un fraile o a un sacerdote recorriendo el campo para ofrecer el consuelo que estaba a su alcance. Greenele envió a uno para que se ocupara de sir Gilbert, porque la perspectiva del pillaje había atraído a una multitud de partisanos armados con dagas para rematar a los heridos y desvalijar a los muertos. Ricardo se cruzó con algunos grupos de saqueadores, que al ver la espada y la expresión ceñuda en su rostro lo dejaron pasar sin molestarlo. De vez en cuando, encontraba a un grupo de arqueros ingleses que lo saludaban y le preguntaban su nombre y su título. Pero al escuchar el acento de Ricardo no tardaban en suspender el interrogatorio y abandonarlo a sus propios recursos. Hubiera querido detenerse: lo hizo en un par de ocasiones para ofrecer su cantimplora a los hombres que clamaban por un trago de agua. Mientras lo hacía, aprovechó para coger armas y avituallarse: una espada de primera, un escudo, una daga, comida y bebida de una alforja, incluso la capa de un caballero que no volvería a necesitarla.
Al acercarse al límite del campo de batalla se encontró con un hermoso corcel negro, alto y majestuoso; el caballo bajaba y subía la cabeza al tiempo que escarbaba la tierra con la pezuña, relinchando como si quisiera despertar al hombre que yacía en el suelo. Ricardo se aproximó lentamente mientras le hablaba con dulzura. Buscó en el morral y sacó la manzana que había mordisqueado antes del combate y se la ofreció. El caballo la mordió con delicadeza, echando las orejas hacia delante complacido. Ricardo lo montó sin interrumpir la charla ni un momento. El hermoso corcel no protestó, aunque volvió a relinchar suavemente sobre el cuerpo tendido. Cuando el escudero tiró de las riendas y lo espoleó con los talones, el animal dio media vuelta y echó a trotar.
Afortunadamente, el caballo estaba en el extremo más lejano del campo de batalla, cerca de la carretera que serpenteaba entre los arbustos. Ricardo nunca había montado un animal de tanta calidad y, a pesar de la brusca y trágica despedida de sir Gilbert, se sentía entusiasmado por la sensación de poder y velocidad. Por fin, cuando ya estaba bastante lejos del escenario del combate, sofrenó al caballo y se desvió del camino para meterse en un bosquecillo. Desmontó y, adelantándose, sujetó la cabeza del animal entre las manos y le dio un beso sin dejar de murmurarle palabras cariñosas como siempre había hecho con todos sus caballos. El enorme corcel le respondió empujándolo con el hocico. Ricardo examinó al animal con detenimiento. Era negro azabache desde el hocico a la cola y la piel, brillante y sedosa: ancas fuertes, buenas patas, cascos finos y con el pescuezo y la cabeza bellamente proporcionados. Se volvió al mismo tiempo que Ricardo, como si él también se sintiera feliz de tener compañía. Ricardo se echó a reír. Buscó en el morral los últimos restos de la manzana y dejó que el animal le lamiera los dedos. A continuación, el escudero examinó el arnés: las riendas y la silla eran de piel española roja y las hebillas, las correas y los estribos, de una calidad excelente.
—Tu amo debió de ser un señor muy rico —comentó el escudero en voz baja.
Levantó la montura y exclamó sorprendido al ver la bolsa que llevaba cosida por dentro. Desensilló al animal y examinó el bolsillo con detenimiento. El caballo comenzó a revolcarse sobre la hierba para rascarse el lomo. Ricardo sacó las monedas de plata ocultas en el bolsillo secreto y silbó asombrado al comprobar que había, por lo menos, cien libras. Sujetó al caballo por el cabezal, volvió a ensillarlo y guardó las monedas donde las había encontrado. Ajustó la cincha, comprobó cada una de las hebillas y montó. Se inclinó sobre la cabeza del animal y le dio unas palmaditas en el pescuezo mientras le murmuraba a la oreja:
—Quizá nuestra suerte ha cambiado.
Emprendió de nuevo el camino.
Su asombro aumentaba a medida que se alejaba de Poitiers al comprobar cómo las nuevas de la batalla lo precedían. Pueblos y aldeas aparecían desiertos. Los campesinos escapaban hacia los bosques después de recoger enseres y pertenencias. En las pequeñas ciudades amuralladas encontró todas las puertas cerradas a cal y canto, y lo mismo ocurría con las masadas fortificadas y los castillos. La gran victoria inglesa en Poitiers ya comenzaba a despertar a sus propios demonios. Se encontró con algunas de las bandas que actuaban por libre: mercenarios, compañías de soldados y arqueros ingleses que ahora recorrían la campiña dedicados al pillaje, el saqueo y las violaciones. Decidió viajar de noche y dormir durante el día, y mantenerse bien apartado de las columnas de humo negro y el olor de los incendios. De vez en cuando conseguía comprar provisiones, en algún convento o alguna granja aislada, para él y forraje para su caballo. Nadie se atrevía a acercársele. Un señor inglés (al menos eso creían), bien armado y mejor montado, era un rival muy peligroso de desafiar.
Como no podía ser de otra manera, no dejaba de pensar en sir Gilbert Savage, tendido en aquella zanja fangosa, con la sangre manando de la herida, mientras sus palabras destrozaban la vida de Ricardo. Una noche, mientras yacía envuelto en su manta en algún bosquecillo, con el corcel maneado un poco más allá, comprendió hasta qué punto su vida había estado ligada a la del caballero, casi desde que tenía memoria. Había sido paje de sir Gilbert y después, su escudero mientras el pobre caballero viajaba por toda Inglaterra ofreciendo sus servicios a distintos señores, lo que suponía una temporada en castillos como el de Bamborough, en la marca escocesa, o en Dover, delante del gris y tormentoso canal. Greenele nunca había rechistado. En las ocasiones en las que le había preguntado sobre sus padres, Savage se había limitado a sacudir la cabeza canosa y responder cáusticamente:
—Murieron a consecuencia de la peste.
—¿Dónde? —preguntó Ricardo en una ocasión.
—En un pequeño pueblo de Kent. Yo pasaba por allí; todos los pobladores habían huido, y entonces oí el llanto de un crío.
—Sir Gilbert se inclinó para alborotarle el pelo.
—San Miguel y todos sus ángeles estaban sin duda protegiéndote. Tus padres habían muerto y tú estabas sentado en el suelo de tierra berreando a todo pulmón. Por aquel entonces yo tenía una mujer, Mariotta. Ella cuidó de ti, pero cuando murió de las fiebres sólo quedamos nosotros dos.
Greenele se movió inquieto y miró el cielo cuajado de estrellas. Aquél era el resumen de su vida: siempre de un lado para otro por los caminos y senderos polvorientos de Inglaterra durante el día, y por la noche alojado en establos malolientes, los desvanes de fondas ruinosas o en las desnudas y heladas habitaciones de algún castillo. Sin embargo, había sido una buena vida. Sir Gilbert había combatido en Prusia contra las tribus salvajes, así que era una fuente inagotable de fascinantes historias de bosques húmedos y umbríos, ritos macabros y tribus que les cortaban la cabeza a los enemigos para decorar las puertas de sus chozas. Al mismo tiempo, el caballero había sido un magnífico tutor. Había instruido a Ricardo en el arte de montar y lo había convertido en un experto en el manejo del arco, la espada, la lanza y la daga. Ricardo había confiado en que aquella vida duraría siempre. Muchas veces iban a los grandes torneos de Leicester, Nottingham, Salisbury, Winchester o Canterbury. Su señor sobresalía en el manejo de la lanza. Siempre ganaba una bolsa de plata o incluso los arneses y el caballo de algún caballero desafortunado a quien había tumbado dos veces. Vendían el animal y los arneses y seguían viaje. No obstante, muchas veces Ricardo sufría una terrible pesadilla. Siempre era la misma: se encontraba solo en una habitación, dormido en un pequeño catre. En el exterior sonaban los gritos de una mujer, el choque de las espadas y el ruido de unos pies acorazados en la escalera. En ocasiones, la pesadilla era un poco más clara: se abría la puerta y un hombre se inclinaba sobre el catre, pero después se desvanecía. Una noche, cuando se despertó, bañado en sudor, descubrió a sir Gilbert que lo observaba con curiosidad.
—Tienes pesadillas a menudo, ¿no es así, Ricardo?
El escudero asintió, mientras boqueaba con desesperación.
—Súcubos —explicó el caballero—. Demonios del aire; surgen del infierno para asesinar nuestro sueño y hundir al alma en las pesadillas.
—Pero ésta es siempre la misma —protestó Ricardo.
Cerró los ojos y se la describió. Sir Gilbert lo miró de una forma extraña, meneó la cabeza y le recomendó que volviera a dormirse. Pero todo aquello se había acabado y Ricardo se preguntó quién sería el tal Hugo Coticol. ¿Cuáles eran los secretos de su pasado? ¿O de sus padres? ¿Por qué Colchester, en Essex? Ricardo oyó relinchar al caballo y se levantó inmediatamente para ir a tranquilizarlo.
—Eres hermoso —le dijo, acariciándolo—. De corazón valiente y leal. —Miró el cielo—. Te llamaré Bayard. Sí, Bayard, el príncipe de los corceles.
El caballo relinchó suavemente, olisqueando el morral de Ricardo.
—No tengo más manzanas —le advirtió el escudero, riéndose.
Fue a buscar en la alforja y sacó una ciruela confitada que había comprado en el pueblo por donde habían pasado el día anterior. Bayard comenzó a comer de su mano. «¿Por qué Colchester, en Essex?», se preguntó Greenele. Apartó la mano, cosa que motivo un relincho de protesta. De pronto, cayó en la cuenta de que, a pesar de las constantes idas y venidas del caballero por todo el reino, siempre se habían mantenido bien lejos de las ciudades y puertos de Essex. Ricardo exhaló un suspiro. Dejó que Bayard se acabara la ciruela, volvió a acostarse, se abrigó con la manta e intentó dormir.
Después de unos pocos días más de marcha, Greenele llegó al puerto de Burdeos. También allí habían recibido la noticia de la victoria del Príncipe Negro en Poitiers. En el puerto, ocupado por una poderosa guarnición inglesa, reinaba una actividad incesante, provocada por el avituallamiento de las carabelas y falucas destinadas a atacar a las naves francesas. Todo el mundo venía a Francia, en busca de fortuna, así que a Greenele no le costó encontrar pasaje para él y Bayard en una nave mercante que zarpaba rumbo a Dover. Salieron una mañana, poco antes de que, como comentó el capitán, los vientos otoñales hicieran sentir su presencia. Ricardo no discutió la opinión. Bayard iba bien protegido en la bodega, maneado y con abundante agua y forraje, pero a él le dieron un jergón empapado en las entrecubiertas.
Por primera vez en su vida, Ricardo conoció lo que era padecer de verdad. La nave cabeceaba y rolaba. El agua parecía colarse en todas partes, cubriendo sus prendas y su piel con una fina capa de sal. La comida consistía en galletas infestadas de gorgojos y una jarra de vino que parecía vinagre. El joven escudero pasó la mayor parte del tiempo subiendo y bajando para ir a vomitar por la borda. Los marineros se burlaban amablemente, palmeándole la espalda y advirtiéndole que aquello no era nada comparado con lo que podría venir. Ricardo les sonreía sin fuerzas y bajaba a la bodega para ver cómo se encontraba Bayard. Después, tumbado sobre el jergón empapado, se acurrucaba en la oscuridad, cruzaba los brazos, cerraba los ojos y rezaba a Dios para que lo protegiera de todos los peligros del mar.
Por fin llegaron a Dover. El gran castillo donde Ricardo había pasado parte de su adolescencia se alzaba en lo más alto de los acantilados, desde donde dominaba el activo puerto. Ricardo, débil, barbudo y sucio como una rata de cloaca, se encargó de desembarcar a Bayard, que tampoco tenía muy buen aspecto. Recorrió las angostas calles adoquinadas hasta que dio con la mejor posada. Permaneció allí durante una semana mientras él y Bayard se recuperaban de los sufrimientos de la travesía marítima. Se despojó de sus prendas, se bañó, se afeitó y le compró indumentaria nueva a un sastre ambulante. Durante los tres primeros días, el escudero pasó la mayor parte del tiempo en la cama o sentado delante de la chimenea donde ardía un buen fuego. Bayard fue el primero en recuperarse: descansado, atendido y bien alimentado, no tardó en comenzar a dar coces en los tablones de la caballeriza y sacudir la cabeza alegremente cada vez que aparecía su nuevo amo. Naturalmente, con semejante caballo y como quien dice recién llegado de Francia, Greenele se convirtió muy pronto en el centro de atención de un gran número de personas que querían saber qué había pasado en Poitiers. Ricardo respondió lo mejor que pudo, haciéndose pasar por el mensajero de un importante señor que tenía tierras al norte del Támesis. Les dijo a sus oyentes lo que ellos querían escuchar: el coraje de los arqueros ingleses, la bravura de los soldados, el arrojo de los caballeros y las grandes cualidades de su general, el Príncipe Negro.
La mayoría de las preguntas eran inocentes, incluso ingenuas; sobre todo las de los jóvenes, ya fueran marineros, aprendices o labradores, ansiosos por cruzar a Francia para hacerse con una parte del botín. No obstante, había momentos en los que se sentía estrechamente vigilado, cada vez que ocupaba una de las mesas pringosas de la taberna o recorría las calles, preguntándose cuándo podría marcharse. Greenele, un hombre solitario, habituado al peligro y a los caminos y senderos desiertos de Inglaterra, sospechaba que lo seguían, pero, cada vez que se volvía al llegar a una esquina o ante algún tenderete, no veía nada anormal. Lo mismo ocurría en la taberna, que por la noche se llenaba de buhoneros, vendedores de reliquias, pacotilleros, marineros, soldados, prostitutas pelirrojas y las más elegantes cortesanas. Sin embargo, por mucho empeño que ponía, fue incapaz de descubrir al misterioso observador. Cuando por fin abandonó Dover, por la carretera del norte que llevaba a Londres, lo hizo convencido de que todo eran imaginaciones suyas; quizás el resultado de su apresurada marcha de Francia y la terrible travesía.
Ricardo se alegró de marcharse de Dover, verse libre de las calles fétidas y del pestilente olor del pescado seco que lo impregnaba todo. El campo todavía no estaba sometido a los rigores del invierno, pero el otoño se acababa. Las hojas secas formaban alfombras que cubrían los senderos mientras que una brisa fuerte y bastante fría desnudaba los árboles y deshacía las bandadas de pájaros. En las grandes extensiones de campo a ambos lados de la carretera, los campesinos preparaban la tierra para la siembra; labriegos fornidos se inclinaban sobre los arados tirados por bueyes mientras, detrás de ellos, los chiquillos, armados con hondas, espantaban a los cuervos.
Los caminos estaban atestados. Frailes y predicadores, con las desvencijadas carretillas llenas a más no poder con sus miserables pertenencias, marchaban presurosos hacia Londres antes de que llegara el invierno y convirtiera las pistas adoquinadas en pantanos de fango. Estudiantes de diversas nacionalidades vestidos con prendas andrajosas y chillonas se dirigían a las aulas de Cambridge y Oxford. Un vendedor de indulgencias, recién llegado de Avignon, cabalgaba con una sarta de huesos colgada alrededor del cuello. Proclamaba que eran las sagradas reliquias de san Thaxtus y sus diez mil compañeros. El escudero se mantuvo bien lejos de todos estos villanos. De vez en cuando, se sumaba a alguna compañía de mimos que iba de pueblo en pueblo o a algún grupo de mercaderes que viajaba hacia Canterbury o a Londres.
Greenele no tenía ninguna intención de acercarse a Londres, donde cualquiera que acabara de llegar de Poitiers podía ser llevado ante los alguaciles, alcaldes o regidores para ser sometido a interminables interrogatorios. El escudero era consciente de que no tenía permiso oficial para abandonar las fuerzas del príncipe, así que continuó su camino hacia el oeste. Cruzó el Támesis por un vado desierto casi en plena oscuridad y se dirigió hacia el pueblo de Woodforde. Sólo podía pedir información para orientarse a los campesinos que encontraba o en alguna choza aislada, y descubrió que era casi imposible evitar la gran extensión verde del bosque de Epping ni los senderos solitarios que lo atravesaban. No tenía miedo, pero tampoco conseguía librarse de la molesta sensación de que lo seguían. Sólo en una ocasión, cuando acababa de cruzar un vado, consiguió ver fugazmente a un misterioso jinete encapuchado que esperaba entre los árboles. Insistió en mantenerse apartado del bosque, pero cuando llegó al señorío de Wanstead comprendió que ya no podía evitar por más tiempo el sendero que lo atravesaba. Cargó la ballesta, la colgó del pomo de la silla y aflojó la espada y la daga en sus vainas.
A última hora de la tarde entró en el bosque y su nerviosismo aumentó. Las ramas de los árboles gigantes se entrelazaban por encima de su cabeza, tapando toda visión del cielo y del débil sol otoñal. El espeso manto de hojas podridas que cubría el suelo apagaba cualquier sonido que no fuera el de los animales que se escurrían entre los matorrales y las lúgubres llamadas de los pájaros que acudían a sus nidos en la fronda. La inquietud de Greenele aumentaba por momentos. En una ocasión, cuando la penumbra era bastante intensa, vio unas sombras que se movían por el bosque a ambos lados de la senda. Respiró más tranquilo cuando el camino se hizo más ancho, la espesura menos densa y vio a lo lejos el brillo de una luz que le daba la bienvenida. Tanto era su afán por alcanzarla, que bajó la guardia cuando la banda de cabezas de lobo que venía rastreándolo salió de entre los árboles. Corrían silenciosos, con los arcos preparados, las espadas desenvainadas y los garrotes en alto, y se le echaron encima casi antes de que se diera cuenta.
No había tiempo para usar la ballesta, pero desenvainó la espada, sujetando con fuerza las riendas de Bayard. Los bandidos, con las cabezas cubiertas y los rostros tapados, se arremolinaron a su alrededor y comenzaron a golpearlo. Greenele repelió el ataque, maniobrando cuidadosamente con Bayard, para después cargar directamente sobre los arqueros que se movían de aquí para allá en un intento de encontrar la posición de tiro. Al principio, el gran corcel pareció desconcertado por el súbito cambio en los acontecimientos, pero cuando uno de los forajidos falló el golpe contra la pierna del escudero y le dio al caballo, éste reaccionó en el acto. Como correspondía a su condición de animal de combate, se levantó sobre las patas traseras y descargó un tremendo golpe con las pezuñas afiliadas, derribando a dos de los asaltantes. Greenele aprovechó el respiro para coger la ballesta y disparar la saeta, que convirtió el rostro de uno de los atacantes en una masa sanguinolenta. Entonces los demás, quizá deseosos de hacerse con el magnífico corcel que había acabado con dos de los suyos, se lanzaron a la desesperada, intentando arrancar al joven de la montura. El escudero consiguió eludir las manos de los bandidos, ayudado por los caracoleos de Bayard. Greenele sudaba a mares, se le humedecieron las manos y, después de asestar un mandoble, se movió demasiado rápido y se le cayó la espada. Clavó las espuelas en los flancos del caballo con la intención de escapar, pero uno de los forajidos se colgó de los arreos, de manera que evitaba el peligro mortal de los cascos, al tiempo que reclamaba la ayuda de sus compañeros para tumbar al jinete. De pronto, se oyó la nota de un cuerno, sonora y profunda. Un toque corto seguido de otro más largo y estridente. Sorprendidos, los forajidos dieron un paso atrás. Uno de ellos pareció dar un salto en el aire, con los brazos extendidos, cuando una flecha cruzó el espacio con un zumbido furioso y le atravesó el pecho. Otras flechas siguieron a la primera: dos, tres bandidos se desplomaron fulminados. Los demás echaron a correr despavoridos para desaparecer como ratas en la maleza.
Greenele permaneció durante unos momentos con la cabeza gacha, mientras recuperaba el aliento. Oyó un ruido, un gorgoteo y, al alzar la mirada, vio a un hombre vestido de verde de pies a cabeza que se inclinaba sobre uno de los bandidos para degollarlo de un solo tajo. El hombre se volvió al escuchar la exclamación del escudero y se acercó, quitándose la capucha que le cubría el hirsuto pelo canoso. Su rostro agradable, cuadrado y curtido por el sol mostraba una larga cicatriz que le recorría toda la mejilla izquierda. Se movía ágil y silenciosamente, como un gato. Llevaba a la espalda una aljaba con flechas de plumas grises y en la mano derecha, un arco de tejo largo. La túnica verde se veía sucia y manchada de sudor, pero el tahalí y el cinturón de cuero se veían relucientes. La espada sujeta al cinturón con un anillo estaba limpia y aceitada. Greenele no pasó por alto las gruesas muñequeras de cuero, que eran la marca del maestro arquero.
—Puedes desmontar —dijo el hombre con un sonrisa mientras se rascaba la mejilla.
—¿Cómo sé que no eres uno de ellos? —replicó el escudero.
—Porque, si lo fuera, no habría matado a tres de ellos, y a estas horas tú también estarías muerto. Ahora, sé un buen chico y haz lo que te digo. No puedes dejar una buena espada tirada en el bosque.
La llamada estridente de un pájaro en algún lugar del bosque lo sobresaltó.
—No te preocupes —manifestó el hombre vestido de verde en voz baja, acercándose—. Se han marchado todos, al menos por el momento. —Fue de cadáver en cadáver para quitarles las bolsas y cualquier otro trofeo que tuvieran en su poder y los guardó en su bolsa—. ¡Ratas de cloaca!
—¿Los conoces? —Ricardo desenfundó la daga disimuladamente, al tiempo que calmaba a su corcel, todavía nervioso por la refriega.
—Claro que los conozco. Se hacen llamar la Jauría. Forman parte de un gran grupo de asesinos, forajidos, violadores, blasfemos y saqueadores. ¡La flor y nata de los calabozos del rey! —Se acercó un paso más y Greenele le enseñó la daga.
—¿Cómo lo sabes?
El hombre le obsequió con una reverencia burlona.
—Me llamo Cuthbert Barleycorn, cazador, y en otros tiempos guarda mayor del real bosque de Epping.
—¿Qué eres ahora? —preguntó Greenele, curioso.
—Bueno, maese viajero, hay quienes viven dentro de la paz del rey; hay otros que viven fuera de ella, y unos pocos como yo, que vivimos en la zona intermedia.
—¿Así que eres un forajido?
—No, no exactamente. Sólo rehusé la llamada del rey a unirme a sus ejércitos en Francia. —Barleycorn se acercó todavía más, entrecerrando los ojos—. Diría que tú vienes de allí. ¿También eres un desertor?
Greenele empuñó la daga con fuerza.
—¿Cómo lo sabes?
—Estuve allí hace más de diez años. Luché en aquella matanza que llaman la gran victoria de Crecy. Reconozco una montura francesa cuando la veo. Por san Miguel y todos los ángeles (y eso es una oración, no una blasfemia), montas tu caballo como un conejo asustado. Si quisiera matarte, podría hacerlo.
Se movió con una velocidad increíble: sacó una flecha de la aljaba, tensó el arco y, antes de que el joven escudero tuviera tiempo de reaccionar, la disparó a unas pocas pulgadas por encima de su cabeza. Barleycorn se acercó, recogió la espada y se la entregó con una amplia sonrisa.
—Sabes luchar —declaró—. A muchos otros hombres los hubieran derribado del caballo. ¿Adónde te diriges?
—Voy a Colchester, en Essex.
La sonrisa desapareció del rostro de Barleycorn.
—Entonces tendrás que ir con mucho cuidado. La gran peste ha aparecido por allí.
Greenele miró el cielo por un instante. Anochecía y él deseaba estar fuera del bosque, lejos del hábil arquero de mirada aguda. Se sobresaltó cuando, en algún lugar del bosque detrás de ellos, sonó la larga y lúgubre llamada de un cuerno de caza. Sin preguntar, Barleycorn cogió las bridas del caballo.
—Será mejor que nos vayamos —murmuró.
Miró por encima del hombro y Greenele vio el miedo reflejado en sus ojos cuando el cuerno repitió la llamada.
—¡Es la Jauría! —afirmó el arquero—. ¡Se preparan para cazarnos!