XV
UNA CIUDAD LEVÍTICA
CORIA es una ciudad pequeña de Extremadura, asentada sobre una colina a orillas del río Alagón.
Es ciudad antigua, de silueta castiza: tiene el aspecto místico, estático, religioso y guerrero de casi todos los pueblos españoles de tradición.
Coria, más que un pueblo con una catedral, es una catedral con un pueblo. Es una ciudad levítica por excelencia. Para unos quinientos vecinos, que representan unos dos mil a tres mil habitantes, Coria cuenta con la catedral, el seminario, la parroquia de Santiago, el convento de monjas de Santa Isabel, el de San Benito y varias ermitas y capillas.
Por entonces la catedral tenía once dignidades: deán, tesorero, arcediano de Coria, arcediano de Valencia de Alcántara, prior, arcipreste de Coria, arcipreste de Calzadilla, chantre, arcediano de Cáceres, arcediano de Galisteo, maestrescuela y arcediano de Alcántara.
Había, además, quince canónigos, seis racioneros, seis mediorracioneros, un beneficio curado y número competente de capellanes.
Funcionaba también en Coria el tribunal eclesiástico, formado por el provisor, el vicario general, un fiscal, dos notarios y tres procuradores.
Estos, unidos a los profesores del seminario, a los párrocos, curas, frailes, monjas, sacristanes, legos y monaguillos, hacía que el obispo tuviera bajo sus órdenes un pequeño ejército.
Coria era pueblo amurallado con gruesas murallas, algunas de las cuales databan de la dominación romana.
Entonces Coria tenía unos pequeños arrabales extramuros que después han ido creciendo. Se asentaba la ciudad sobre una meseta que se prolongaba en llano hacia el Norte; en cambio, hacia el Sur el cauce del Alagón dejaba un barranco, en cuyo fondo corría el río.
Este pasaba lamiendo la base de la colina cauriense, y tenía un magnífico puente. Con el tiempo el Alagón se desvió de su álveo, que fue cegándose con la tierra de las crecidas, y se separó del pueblo, dejando el puente en seco, con lo cual el antiguo cauce se llenó de huertas, formando la Isla o el Arenal del Río.
Esta irregularidad de encontrarse en seco el puente daba lugar a bromas que las gentes de Coria, que no se sentían completamente coriáceas, aguantaban con poca calma. Por la época aquella, a falta de puente, había una barca en el sitio llamado las Lagunillas, y dos vados: el de la Barca y el de la Martina. Mirando a Coria por el camino de Plasencia, la ciudad se presentaba en un alto, en el fondo de la gran vega, cruzada por el río. Sobre el vértice del cerro aparecía la catedral en medio; a la izquierda, el palacio del marqués de Coria, y a la derecha, un edificio cuadrado, grande, con muchas ventanas: el seminario.
Desde el camino de Ciudad Rodrigo, Coria se presentaba plana, con el castillo de piedra, en medio de la muralla dominando los tejados, y la torre de la catedral.
Había cuatro puertas en la ciudad: la de San Francisco, la de la Estrella, la del Carmen o del Sol y la de la Guía o de la Corredera. Había además la puerta del Postiguillo, estrecha abertura entre el seminario y la catedral.
Al entrar Aviraneta y el Empecinado en Coria, se encontraron el pueblo que parecía desalquilado. La gente estaba escondida; las calles, tristes, sucias, completamente desiertas. En la plaza, las pocas tiendas se veían cerradas, y únicamente se hallaba abierta la botica. La lápida de la Constitución había sido arrancada del Ayuntamiento.
Fue un problema alojar los seiscientos hombres del Empecinado en Coria.
Los jefes fueron a vivir a las casas de las familias liberales del pueblo, que eran cuatro o cinco: la de Zugasti, la de Simones, la de Medrano, la de Roda y la de uno que se hacía llamar el Segundo Empecinado.
El Empecinado y Aviraneta fueron a parar a casa de don Marcelo Zugasti.
Al día siguiente, domingo, se reunieron los constitucionales del pueblo a hablar con el general. Estuvieron en la reunión don Juan Muñoz de Roda, síndico y miliciano nacional; don Pedro José de Medrano, médico; el farmacéutico y dos contribuyentes ricos: Sebastián Simones y el que se hacía llamar el Segundo Empecinado.
Zugasti explicó la situación. Este Zugasti era un propietario liberal que se había hecho con bienes monacalas, y mandaba la Milicia de Coria.
Era un tipo de hombre flemático y sereno; tenía una cara correcta, los ojos azules, la tez muy curtida por el sol y la expresión fría.
Zugasti explicó cómo había empezado a armarse la Milicia Nacional en el pueblo: al principio bien, con cierto entusiasmo. Los curas párrocos del partido no habían tenido inconveniente en prestarse a explicar los días festivos la Constitución; pero cuando comenzaban sus explicaciones, la gente se marchaba. El año anterior se había uniformado la Milicia Nacional, quedando formada por catorce hombres de caballería y veintidós de infantería. Ya en este año, el 22, el espíritu del pueblo se había hecho francamente hostil a la Constitución, y cuando algún párroco hablaba de ella en la iglesia, la gente vociferaba.
Al final de 1822 el arcediano de Valencia de Alcántara había comenzado a conspirar; don Feliciano Cuesta se pronunciaba a favor del rey absoluto, y a principio del 23 se presentaba la facción de Morales en los pueblos comarcanos. La Milicia de Coria, al mando de Zugasti, salió a pelear contra ella. La partida de Morales constaba de veintitrés hombres mal armados, e intentó sublevar Plasencia y Coria. Zugasti, con sus milicianos, les mató un hombre y dispersó a los demás hacia la Sierra de Gata.
Desde esta época el alcalde había tenido mucho cuidado con los facciosos, mandando cerrar las tabernas a las ocho, obligando a los dueños de las posadas a que presentasen los pasaportes de los forasteros y prohibiendo que nadie saliese a la calle después de las diez de la noche sin motivo justificado.
A pesar de esto, los absolutistas conspiraban sin rebozo, y una mañana de mayo se habían encontrado con el pueblo sublevado, la lápida de la Constitución derribada y los milicianos desarmados.
El peligro, por el momento, parecía remediable. La entrada del Empecinado en Coria había coincidido con la captura del cabecilla Morales.
Este Morales era un guerrillero extremeño, de la guerra de la Independencia.
En 1820 formó una partida que se llamaba Columna real volante de Húsares de Plasencia, y los años 21, 22 y 23 merodeó por la parte norte y sur de la Sierra de Gredos y Gata.
Unos días antes, el 30 de mayo, en el valle de la Corneja, cerca de Piedrahita, Morales había sido batido, hecho prisionero y llevado a Salamanca.
Con la toma de Coria y la captura de Francisco Ramón Morales, Zugasti suponía que el espíritu público reaccionaría.
El Empecinado escuchó la relación y murmuró:
—Bueno, señores, está bien. Lo pasado, pasado. Ya veremos qué se hace. Vamos a misa, que hoy es fiesta y debe de ser hora.
Don Juan Martín, con su Estado Mayor, se dirigió a la catedral. En el camino habló largamente con Aviraneta.
El problema para el Empecinado no estaba en quedarse en Coria, en donde apenas había medios para alimentar a sus hombres; lo que él pretendía era que el país sublevado no cortara las comunicaciones con el ejército de Extremadura.
Don Juan Martín y Aviraneta decidieron estudiar el terreno y ver si con una guarnición de doscientos hombres podría bastar para defender Coria durante algún tiempo.
Hablando llegaron a la plaza del Obispo y a la entrada de la catedral. Un corro de campesinos, entre los que abundaban las mujeres y los chiquillos, contemplaban admirados a aquellos militares de vistosos uniformes.
Esperaron en el atrio el Empecinado y su Estado mayor, hasta que oyeron la campana, y entraron en la catedral seguidos de un grupo de gente.
En un pueblo tan pequeño, la catedral sorprendía por su grandeza y su magnificencia. Los canónigos, con sus mucetas, estaban en el coro. El altar mayor brillaba lleno de resplandores. Oyeron los militares la misa y, al acabarse esta, siguiendo la dirección de algunas personas, en vez de salir a la plaza, aparecieron en un gran balcón de la catedral que dominaba toda la vega. Esta terraza se llamaba en el pueblo el Paredón.
Era aquel un buen punto para darse cuenta de la topografía de los alrededores. Aldeanos, viejas, sacristanes y monaguillos se presentaron a observar con espanto y con curiosidad a aquellos soldados de Lucifer.
Aviraneta se sentó en el pretil del Paredón a contemplar el paisaje.
Delante, como en una hondonada, se veía la vega ancha y el río que la cruzaba, festoneado por dos franjas de arena.
El día estaba nublado, el cielo gris; el Alagón brillaba con un color de gelatina y parecía inmóvil, como un cristal turbio. A lo lejos se destacaban montes esfumados en la niebla.
—Bueno, vamos a almorzar —dijo don Juan Martín—, y por la tarde veremos qué se hace.