XVII

MESES DESPUÉS

EN el tiempo que medió entre la expedición de Bessières y el triunfo de los Cien mil hijos de San Luis, el penitenciario tuvo mucho poder en Cuenca, pero al consolidarse el absolutismo, el obispo fue trasladado y Sansirgue se eclipsó.

En aquella demagogia negra que gobernaba el pueblo y toda España, no era fácil desviarse sin peligro. Sansirgue se hubiera acercado a los voluntarios realistas, pero le era imposible, porque entre ellos estaba Garcés el Sevillano, compañero en la aventura de la puerta de San Juan con don Miguelito, a quien él había llevado a la cárcel.

Sansirgue, separado de los absolutistas puros, tuvo que formar grupo, bien a su pesar, con los fernandinos transigentes. Estos tenían en Madrid, como agente a don Cecilio Carpas. En cambio, Portillo, que estuvo un momento con los liberales, había hecho una segunda evolución al más terrible ultramontanismo, y se distinguía en su diócesis por sus pastorales contra los moderados y los exaltados.

Portillo, desde Osma, y el lectoral de la catedral de Sigüenza y presidente de la Junta realista de aquella ciudad, don Felipe Lemus de Zafrilla, movían todos los resortes para que los franceses no intentaran implantar un sistema de absolutismo templado. Tenían en Madrid a don Víctor Sáez y a otros que daban la consigna.

Unos días después de la reintegración de todos los derechos autocráticos a Fernando, se celebró en Cuenca una solemne función de desagravio al Santísimo Sacramento, en la cual predicó don Juan Sansirgue.

Sansirgue achicó al mismo padre Manuel Martínez, redactor del Restaurador, con sus apóstrofes a los constitucionales y sus loas a Fernando. Le llamó pío, feliz, restaurador, magnánimo, bondadoso.

A pesar de todos estos ditirambos, la gente oyó el sermón con indiferencia. Corría la voz entre los voluntarios realistas de la traición de Sansirgue en tiempo de Bessières.

Garcés el Sevillano, para exagerar sus méritos, había pintado la aventura suya y la de don Miguel como algo muy trascendental que había malogrado Sansirgue, que estaba vendido a los liberales, y que a él le había perseguido y encarcelado para reducirle al silencio. Esta versión hizo que todo Cuenca se pusiera contra el canónigo.

—Es un espía, es un espía de los masones —aseguraba todo el mundo.

El penitenciario, al comprobar lo que se decía de él, quedó desesperado.

Escribió a Portillo para que influyese en sus amigos poderosos y le trasladasen de Cuenca, y Portillo no contestó; escribió después a don Víctor Sáez, el ministro universal de Fernando VII, y a don Cecilio Corpas.

Los dos le contestaron fríamente.

La entrada en el poder de los voluntarios realistas hizo que Sansirgue perdiese toda su influencia. Torralba consiguió por un amigo que a don Víctor le sacasen de Uña y volviese a Cuenca. Por entonces entre los realistas comenzaba a funcionar la sociedad El Ángel Exterminador. Muchos se afiliaron a ella. Don Víctor y Garcés el Sevillano se convirtieron también en exterminadores, e hicieron un alegato contra Sansirgue, como denunciador de los realistas en tiempo de Bessières. Se encontró en casa de los Ceperos, que habían huido del pueblo y traspasado su comercio, el papel que les había mandado Sansirgue.

Desde entonces el penitenciario comenzó a recibir anónimos insultándole, amenazándole por su traición con terribles castigos terrenos y ultraterrenos.

Sansirgue, asustado, hizo gestiones desesperadas para que le trasladasen de Cuenca.

En la primavera de 1824 el penitenciario fue destinado a Sigüenza, sin ningún ascenso. Sansirgue preparó el viaje sigilosamente; temía que, al saber su escapada, los voluntarios realistas quisiesen agredirle.

Alquiló dos mulas, y con un mozo alcarreño de confianza que conocía bien el camino se puso en marcha, sin despedirse de nadie.

El canónigo pensaba pararse en Priego, su pueblo, a ver a su familia.

La primera noche descansaron amo y criado en Torralba, nombre poco grato a los oídos del canónigo.

El siguiente día paró Sansirgue en Priego, en su casa, en compañía de la familia; pero la pobreza de esta y la tosquedad de su padre y de sus hermanos le molestaba, y con el pretexto de que tenía prisa dejó Priego y se puso en camino por la tarde.

El cielo estaba muy azul; el campo, hermoso y sonriente. El penitenciario no tenía nada que temer, ya lejos de Cuenca; pero aun así sentía miedo: tales cosas se contaban de las venganzas de los realistas. Al llegar a la bifurcación de los caminos miraba con cuidado a un lado y a otro por si aparecía alguna figura sospechosa…

Al acercarse a una aldea al caer de la tarde, dejando un camino carretero, Sansirgue y su criado tomaron por una senda que pasaba por un erial. Las digitales purpúreas esmaltaban la tierra con sus campanillas, y las flores violetas del brezo brillaban entre los ribazos.

A mano derecha se abría un gran valle poblado de matas que nacían entre piedras y cerrado por montes cubiertos de árboles. Un rebaño se derramaba por una ladera, y se oía a lo lejos el tintineo de las esquilas.

A la revuelta del sendero se encontraron con una ermita. En un azulejo blanco, con letras azules, empotrado en la pared, se leía el nombre: ermita del Salvador.

Tenía esta por un lado la espadaña, con su campana sobre un tejado terrero, y delante una cruz de piedra y una pila de agua bendita; por el otro lado, protegida del viento, estaba la entrada de la capilla: un arco de piedra con restos de pintura roja y una puerta con clavos. A un lado de la puerta había una reja, a través de la cual se veía el interior de la capilla con el altar desmantelado y unos santos siniestros.

Adosada a la ermita había una casa pequeña con un huertecillo abandonado.

—¿Aquí vivía un ermitaño? —dijo Sansirgue.

—Sí —contestó el mozo.

—¿Habrá muerto? —preguntó el canónigo.

—No; le mataron —contestó el criado.

—¿Quizá para robarle?

—No; parece que fue venganza de los realistas. Dicen que el ermitaño había dado informes a los constitucionales.

Sansirgue se estremeció.

—Bueno, vámonos de aquí —dijo.

Siguieron andando. El sol se iba poniendo en un cielo incendiado, lleno de nubes rojas; los pájaros cantaban entre las ramas; el perfume del romero y del cantueso llenaba el aire; a lo lejos se oía el tañido de una campana.

A medida que avanzaban el canónigo y su criado el sol iba desapareciendo del valle. Al anochecer entraron en un bosque de encinas, monte bajo y carrascas. El sendero corría ahora lleno de sombras por en medio de los árboles; a trechos se torcía hasta salir a la luz, al borde mismo del bosque, y pasar por encima de un barranco escarpado.

Sansirgue marchaba arreando a su mula, ansioso de llegar a sitio habitado.

De pronto oyó ruido entre el ramaje, cerca de él, y se detuvo, inquieto.

»No es nada —se dijo.

Siguió marchando, y en esto, al mirar hacia adelante, vio dos figuras que interceptaban la senda. Volvió la vista hacia atrás y vio otras dos.

—¡Alto! —le gritaron.

—Alto estoy —murmuró el canónigo.

Los cuatro hombres estaban enmascarados. Sansirgue pensó que había caído entre bandidos; comprendió que allí era imposible defenderse ni escapar, y repitió que se entregaba.

Los hombres, sin hacer caso del criado, cogieron al canónigo, le bajaron de la mula, le ataron las manos y le llevaron cuesta arriba, cruzando el bosque, hasta un descampado, donde había una tenada. Desde allí se dominaba el valle. El cielo se iba oscureciendo y las luces rojas del crepúsculo tomaban tonos cárdenos y violáceos.

Al entrar en la choza, Sansirgue se estremeció.

En una mesa, a la luz de dos velas verdes, estaban sentados cinco hombres, con la cara cubierta por un antifaz. Enfrente de la mesa había un banco de madera, y sobre él caía una cuerda atada en una viga del techo.

—Sentad al acusado —mandó el que presidía. Sansirgue se sentó sin protestar.

El presidente, levantando la cabeza al cielo, exclamó:

Dominus regnat (El Señor reina).

El que estaba a su derecha dijo:

Dominus imperat (El Señor impera).

El de la izquierda repuso:

Angelus vincet (El Ángel vencerá).

El de la extrema derecha añadió:

In gladio… (Con la espada).

Y el de la extrema izquierda terminó la frase murmurando:

—… indignationis ejus (De su indignación).

Sansirgue estaba delante de un tribunal del Ángel Exterminador. El enmascarado que presidía, en pocas palabras, acusó al penitenciario de traidor, de espía de los liberales, de vendido al Gobierno masón.

Sansirgue intentó sincerarse, negar los hechos; pero el presidente los conocía a fondo. El canónigo intentó seguir hablando; pero el presidente le impuso silencio.

—¿Qué pena se le impone al acusado?

Los cuatro asesores del tribunal, sin pronunciar una palabra, bajaron la cabeza gravemente, y un momento después el presidente hizo lo mismo.

Dos de los enmascarados que habían prendido al canónigo le pusieron la mano en el hombro. Al sentirlo, Sansirgue dio un salto hacia atrás dispuesto a escapar. Entonces los cuatro esbirros se echaron sobre él, y forcejeando llegaron a sujetarle y a atarle los pies. Luego le pusieron la cuerda al cuello, y tirando de ella lo izaron en alto.

—¡Confesión! ¡Confesión! —gritó el canónigo con voz ahogada.

—Concluid —dijo el jefe de los exterminadores.

Dos esbirros se colgaron de las piernas del ahorcado: las vértebras crujieron, crujió también la viga del techo, y después el cuerpo de Sansirgue quedó inmóvil.

Los exterminadores fueron saliendo de la tenada. Uno de ellos, el jefe, quedó para dar las últimas disposiciones. Los esbirros bajaron el cadáver, y tomándolo en brazos cruzaron el bosque hasta el sendero que corría al borde del barranco y desde aquí lo arrojaron al fondo. Se oyó el ruido del cuerpo que caía arrastrando piedras.

El jefe se acercó a mirar hacia abajo. La claridad del sol había huido del valle, y la oscuridad y la sombra reinaban en él.

El exterminador se persignó, murmuró algo como una oración y a caballo desapareció rápidamente.