I

NUEVA COMISIÓN

EN apariencia, la vida de un hombre de acción es un juego de azar, una lotería en la que se emplea mucho dinero y sólo de tarde en tarde toca un premio pequeño; en realidad, la vida de un hombre de acción, si es una lotería, es una lotería que toca siempre, porque el jugador lleva el mayor premio en el máximo esfuerzo. La acción por la acción es el ideal del hombre sano y fuerte; lo demás es parálisis que nos ha producido la vida sedentaria.

Unos días después de recibir la visita de Cugnet de Montarlot, el Empecinado y el Lobo se presentaban en casa de Aviraneta.

Al día siguiente el general y don Eugenio iban al Ministerio de Estado a conferenciar con don Evaristo San Miguel.

Se habló entre los tres largo rato de la situación de España y de la invasión francesa, que parecía inminente.

Don Evaristo tenía alguna esperanza en el fracaso de la Intendencia de los ejércitos que había de mandar Angulema.

Esto, unido a la oposición de los liberales —pensaba—, podía influir en el Gobierno francés.

—¿Es que no tienen víveres? —preguntó Aviraneta.

—Eso me comunican los agentes —contestó el ministro—; pero no hay que abrigar mucha confianza. Es posible que mis agentes estén en relación con los realistas.

—Es muy probable —añadió Aviraneta.

—Casi valdría la pena de que fuera usted otra vez a Francia —dijo de pronto San Miguel.

—¿A París?

—No; a la frontera.

—Pues si usted quiere, voy. ¿Qué hay que hacer?

—Primero, averiguar cómo va la cuestión de la Intendencia del ejército de Angulema, y si no hay esperanza en esto, marchar a San Sebastián y ayudar a los emigrados franceses, que parece que van a hacer un intento.

—Muy bien. Estoy a la orden de usted.

—Pues cuanto antes. Si se puede hoy, mejor que mañana. Me conviene que vaya usted en seguida. En cuanto llegue usted a la frontera, que le tengan una silla de postas preparada, e inmediatamente que sepa usted algo definitivo, me avisa.

—Y en San Sebastián, ¿qué haré?

—En San Sebastián activará usted la gestión de los carbonarios. Usted creo que es carbonario también.

—¿Por dónde lo sabe usted? —dijo Aviraneta, algo alarmado.

—Amigo, un ministro tiene sus informes secretos.

—Yo creí que en España los ministros eran los últimos que se enteraban de las cosas —replicó sarcásticamente Aviraneta.

—Como ve usted, no siempre —dijo don Evaristo, riendo—. Cuando llegue usted a San Sebastián se pondrá usted al habla con el jefe político y el militar. Usted, como hombre más expeditivo, les aconsejará que obren con rapidez, aunque sea saltando por encima de la ley.

—Mala opinión tiene usted de mí, don Evaristo.

—No, hombre, no. Muy buena.

—¡Hum! ¡Qué sé yo! Creo que me considera usted como un apreciable granuja.

—Bien. Ya discutiremos eso con más tiempo. Ahora voy hacer que escriban los reales decretos: uno para usted, Aviraneta; otro para usted, don Juan Martín.

—¿Qué ha pensado usted para mí? —preguntó el Empecinado.

—Haré que el rey le autorice a usted para el levantamiento y organización de guerrillas en Castilla la Vieja y la Nueva, para oponerse a la invasión de los franceses.

—¿Querrá?

—¡Qué remedio le queda! —exclamó irónicamente San Miguel—. ¡Mientras esté con nosotros! Esperen ustedes un momento aquí. Yo mismo voy.

Quedaron solos Aviraneta y el Empecinado.

—¿De manera que eres carbonario? —preguntó don Juan Martín.

—Sí.

—¿Y por qué no me lo has dicho?

—Hombre, ¿para qué?

—Yo no he tenido secretos para ti.

Aviraneta no contestó. Esperaron cerca de una hora, y al cabo de este tiempo volvió el ministro, un poco nervioso y sofocado, con los dos despachos.

En el uno mandaba a los gobernadores, alcaldes y justicias del reino que obedecieran las órdenes de don Eugenio de Aviraneta; en el otro nombraba comandante general de todas las columnas patrióticas que se organizasen en ambas Castillas, con facultades extraordinarias para crear cuerpos y premiar el mérito militar, hasta coronel inclusive, a don Juan Martín, el Empecinado.

—Espero que harán ustedes maravillas —dijo el ministro.

—Haremos lo que podamos —replicó don Juan Martín.

—Se acerca el momento de prueba —repuso el ministro—. Quiera Dios que salgamos con bien. Hasta la vista, señores.

—Adiós.

Se estrecharon las manos, y don Juan Martín y Aviraneta salieron de Palacio.

—Iremos juntos hasta Valladolid —dijo el Empecinado.

—Bueno iremos juntos —contestó Aviraneta.