IX

AVIRANETA EN EL CONVENTO

AVIRANETA dijo que él pensaba marchar a Aranda, y después a Valladolid, a reunirse con el Empecinado.

El Arranchale, Nación, el Lobo y un muchacho riojano de la partida del Hereje, a quien llamaban el Estudiante, decidieron seguirle.

Dejaron la calzada de Cameros, que se abre entre grandes masas de tierras rocosas, horadadas por el agua, coloreadas de rojo y amarillo; pasaron por delante de la cueva Lúbriga, donde se detuvieron un momento, y tomaron después a campo traviesa. No se sabía el espíritu que tendrían los pueblos de por allí, y no era muy prudente entrar en ellos.

Dos o tres veces se comisionó al Estudiante para que comprara pan y algunas viandas, y se hizo la comida en el campo.

—Oiga usted, capitán —dijo de pronto el Estudiante.

—¿Qué hay? —preguntó Aviraneta.

—¿Usted cree que no podremos entrar en estos pueblos con seguridad?

—No; seguramente que no. Sabrán que los franceses han tomado Logroño y los realistas estarán alborotados.

—Pues yo sé un sitio donde estaremos seguros. ¿En dónde?

—En un convento de monjas. Tenemos que desviarnos una hora de camino.

—¡Bah! No importa.

—Entonces vamos allá.

Se puso el Estudiante a la cabeza del grupo y los demás marcharon tras él.

El Estudiante era un joven vivo de movimientos, de estos tipos de señoritos de pueblo conquistadores y jactanciosos. Tenía los ojos negros y los ademanes petulantes. Llevaba un pañolito rojo en el cuello, y una rosa, cuyo tallo mordía entre los dientes.

La mañana era de sol; el viento, frío y sutil, se metía en los huesos.

Al llegar a algún grupo de casas, la patrulla lo rodeaba sin acercarse.

Pasaron por delante de varias aldeas destacadas en el campo verde, con un color amarillo de miel o de pan tostado, y las dejaron sin intentar entrar.

Al caer de la tarde llegaron al pueblo indicado por el Estudiante. Era grande, ruinoso, colocado en un alto, con casas amarillentas y pardas, alrededor de una iglesia enorme. De lejos parecía un montón de trigo rojizo levantado sobre la masa cenicienta y plateada de la sierra.

Se decidió que Aviraneta y el Estudiante entraran en el lugar, y que el Arranchale, Nación y el Lobo quedaran cerca de un abrevadero con los caballos.

Aviraneta y el Estudiante subieron por una rampa a la plaza del pueblo. Era esta espaciosa, cuadrada.

En aquel instante no había nadie en ella.

Uno de los lados de la plaza lo cerraba la iglesia, una de esas fachadas inmensas de estilo jesuítico del siglo XVII, con dos torres altísimas y grandes remates barrocos.

Otro de los lados lo formaba un viejo palacio abandonado, con una soberbia arcada sostenida por columnas de piedra amarillo rojiza.

Tenía este palacio magníficas rejas platerescas, balcones de hierro florido y grandes escudos. Las ventanas y contraventanas eran de cuarterones, pintadas con un rojo y un verde, desteñidos por el tiempo y la humedad, que tenían unos tonos de nácar. Algunos huecos de la casa estaban tapiados por dentro con paredes de ladrillo aspilleradas.

En medio de la plaza había una fuente de cuatro caños, con un gran pilón redondo.

El ruido del agua en la taza de piedra era el único que resonaba en aquel momento en el pueblo.

Aviraneta y el Estudiante entraron por una calle de casas grandes, ruinosas, tostadas por el sol, con aleros artesonados, y salieron a una plazuela o encrucijada de la que partía una rambla pedregosa y en cuesta.

A un lado de esta rambla había un edificio de ladrillo con una torre baja y un campanario rematado por una cruz y una veleta con un gallo. Era el convento.

Se acercó el Estudiante a una puerta pequeña y verde, abrió el picaporte, pasó él y tras él Aviraneta; recorrieron un pasillo enlosado y un patio con tiestos de geranios y claveles y llamaron en otra puerta, de la que salió una mujer flaca, atezada y sonriente.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

—Hola, señora Benita. Buenas tardes. ¿Cómo está usted?

—Bien, ¿y usted?

—Bien; ¿podré hablar con sor Maravillas?

—Sí; creo que sí.

Entraron en una habitación larga, oscura, que olía a cerrado, con dos bancos largos de nogal y el torno en el fondo.

Se avisó a sor Maravillas, y el Estudiante pasó al torno y habló con la monja, y se dedicó a echarla piropos con cierta petulancia y afectación de Tenorio. Aviraneta oía la risa de sor Maravillas.

Luego el Estudiante le contó que había venido con un amigo y que deseaba que les permitieran pasar la noche a los dos en casa de la señora Benita. La señora Benita era la guardiana.

—Yo se lo diré a la superiora —dijo sor Maravillas.

Poco después volvió diciendo que podían quedarse.

El Estudiante piropeó de nuevo a la monjita y el torno se cerró.

—Ahora quédese usted aquí —dijo el Estudiante—; yo iré a buscar a esos, encontraré sitio para meter los caballos y vendremos todos.

Salió Aviraneta del zaguán a un patio, y precedido de la señora Benita subió a un cuarto alto con un balcón corrido.

Aviraneta, como hombre acostumbrado desde chico a vivir con gente de iglesia, sabía tratarla, y habló a la señora Benita como si hubiera sido el capellán de la comunidad. La señora Benita quedó convencida de que era un santo varón y le estuvo explicando cómo vivían las monjas y las rentas que tenían.

Había ya oscurecido; la señora Benita tomó su cena y se fue a dormir. Aviraneta, esperando a sus compañeros, se asomó al balcón corrido de madera. La luna aparecía sobre un monte iluminando el pueblo de paredones blancos y de tejados completamente negros; abajo se veía el jardín de las monjas con un estanque cuadrado donde brillaban las estrellas; a lo lejos, la sierra se destacaba con todas sus piedras, como una muralla sombría que estuviera a pocos pasos.

A Aviraneta le vino a la imaginación el contraste de la España, tal como era, soñolienta, inmutable, con la agitación política de los últimos años; agitación que seguramente no había conmovido más que la superficie del país.

A las nueve apareció el Estudiante con el Lobo, Nación y el Arranchale. Traían comestibles y vino; habían dejado los caballos en una cuadra.

Comieron, y después de comer se prepararon para dormir; no había más que un catre con dos colchones.

Los extendieron en el suelo e intentaron tenderse los cinco, pero no tenían espacio. Nación comenzó a refunfuñar.

—Aquí debe de haber un desván muy hermoso —dijo el Estudiante.

Salieron a la escalera, subieron de puntillas y se encontraron con que la puerta estaba cerrada.

—¿No se podría entrar por otra parte? —preguntó Aviraneta.

—Por el tejado quizá.

—Veamos cómo.

El Estudiante indicó por dónde se podía ir.

Aviraneta explicó al Arranchale lo que decía. Este, con su agilidad de simio, salió al balcón corrido, se subió por uno de los postes de los extremos, escaló el tejado y volvió al poco rato diciendo que había un camaranchón magnífico.

Nación no se decidió al escalo. Aviraneta y el Lobo siguieron al Arranchale y salieron a un desván grande, con columnas de madera, que tenía unas figuras de monumento de Semana Santa en un rincón entre ristras de ajos y de cebollas y grandes calabazas.

Durmieron admirablemente en un montón de paja; por la mañana, al despertarse, abrieron la puerta del sobrado y fueron al cuartucho en donde estaban el Estudiante y Nación.

Todos, menos el Estudiante y Aviraneta, se trasladaron al desván, y decidieron pasar unos días allá para descansar.

El Estudiante llevó a Aviraneta a la botica a que le curaran el rasponazo que tenía en la pierna.

La botica, un sitio de un par de metros en cuadro, miserable, ahogado, olía a humedad. El boticario era un viejo, bajito, gordo, rojo, con el vientre piriforme y los ojos pequeños y malignos. Por lo que dijo el Estudiante, aquel boticario no debía de saber una palabra de farmacia, porque su mujer, una vieja flaca y triste, con una venda negra en un ojo, hacía los récipes.

Le pusieron a don Eugenio unas hilas con ungüento en la herida y le vendaron la pierna.

Por la tarde, Aviraneta y el Estudiante visitaron a las monjas en el locutorio. Había ocho o diez, todas de aire enfermizo y triste, menos sor Maravillas, muchacha aún de buen aspecto, de ojos negros, brillantes, y cara ojerosa.

La historia de sor Maravillas era tragicómica.

Había ido al convento de niña con su tía, que era la Superiora, y de oír a todas las monjas que la vida del claustro era la mejor, decidió profesar. Al comunicárselo a su tía la Superiora, esta dijo que no, que antes su sobrina tenía que ver el mundo y sus grandezas y sus complicaciones, y un día de agosto sacaron a la muchacha del convento en compañía de la señora Benita y la hicieron dar una vuelta por el pueblo desierto, polvoriento, abrasado por el calor. Sor Maravillas volvió de prisa al convento diciendo que el mundo no le ilusionaba.

Aviraneta habló con las monjas con la mayor amabilidad y después se retiró en compañía del Estudiante.

Al marcharse la señora Benita, Aviraneta y el Estudiante entraron en el desván; Nación, el Arranchale y el Lobo habían dado por una escalera interior con la despensa de las monjas y habían sacado jamón, bacalao, queso y dulce, y lo estaban devorando.

El Estudiante se alarmó porque dijo que la falta se la iban a atribuir a él; Nación le contestó con desprecio, y Aviraneta decidió que debían marcharse.

Se dispuso salir a media noche a buscar los caballos y por la madrugada dejar el pueblo.