—Creo que no. El tiempo suficiente para explorarlo. Después... veremos. Para entonces esperan haber perfeccionado las modificaciones no humanas. —Fiera se acarició con los dedos—. Mitad nutria, o delfín, o serpiente... Pero eso es para después, mucho después. Supongo que primero volveré a ser una especie de hombre.

—¡Una especie! —exclamó Aliyat. Fiera enarcó las cejas.

—Estás desconcertada, ¿eh? Pobrecilla, ¿por eso no he tenido noticias tuyas en tanto tiempo?

—No, yo, bien... —Aliyat apartó los ojos de esa imagen de apariencia sólida—. Yo estaba... —Se obligó a mirar esos ojos dorados—. Pensé que ya no tenías interés en mí.

—Pero te dije que sí. Créeme, fui sincero. Todavía te quiero. De lo contrario, ¿por qué habría tomado la iniciativa? —Extendió las manos—. Aliyat, querida, ven a mí. O déjame ir a ti.

—¿Para qué... ahora?

La voz de Fiera se volvió más áspera.

—Lo averiguaremos, ¿eh? No me digas que estás escandalizada. ¿O yo me equivocaba? Creí que eras la más desprejuiciada de los Sobrevivientes. Aliyat tragó saliva.

—No es eso. No soy inhibida. Es sólo... No, no es «sólo». Lo has cambiado todo. Nada será como antes.

—Claro que no. Ésa es la idea. —Fiera rió—. Supongamos que te transformas en varón. Eso sería interesante. No original, pero especial. Estimulante.

—¡No!

Fiera calló un minuto. Al fin habló con vehemencia.

—Eres como los demás de tu especie, a fin de cuentas. O quizá peor. Creo que la mayoría de ellos intentan enfrentarse a las cosas. Tú, en cambio aceptas. De pronto comprendo que eso fue lo que me engañó. Nunca protestaste contra el mundo. Convenías en que debía evolucionar. Pero bajo la superficie seguías siendo lo que eres, una primitiva, un vestigio de la era de la mortalidad. Aliyat calló sus protestas. Se desplomó. El asiento cambió sensualmente de forma, pero Aliyat no le prestó atención. Fiera sonrió de nuevo, esta vez con dulzura.

—Pero no estás condenada a eso. Todo el organismo es flexible, el cerebro incluido. Te puedes hacer alterar la psique.

—Largo y costoso. En realidad, no podría costearme una sola modificación sexual. —Simple, pensó Aliyat. Recuerdo cuando lo disimulaban con cirugía e inyecciones hormonales. Hoy logran que los órganos, las glándulas, los músculos, los huesos, todo se transforme en otra cosa. Si yo me transformara en hombre, ¿cómo pensaría?

—¿Aún no has entendido la economía moderna? Todos los bienes y la mayoría de los servicios, todos los servicios que pueda prestar una máquina, son tan abundantes como el aire que respiramos. O podrían serlo, si hubiera una razón. El sustento común es simplemente el medio más fácil de rastrear a la agente, coordinar sus actividades. Y de asignar los recursos limitados; las tierras, por ejemplo. Si de veras necesitas liberarte de tu sufrimiento, se pueden hacer arreglos. Yo te ayudaré con ellos. —La imagen extendió de nuevo los brazos—. Déjame hacerlo, querida. Aliyat se enderezó. Las lágrimas que tragó le quemaron la garganta. —«Querida»...

¿Qué quieres decir con eso?

La sorprendida Fiera titubeó antes de responderle.

—Siento afecto por ti. Quiero disfrutar de tu compañía, deseo tu bienestar.

—El amor de estos tiempos —asintió Aliyat—. Afecto basado en el placer. Fiera se mordió el labio.

—Allí estás, empantanada en un pasado en que la familia era la unidad de procreación, producción y defensa, y sus miembros debían buscar medios para no sentirse atrapados. No puedes imaginar la moderna gama de emociones. Rehúsas intentar. —Fiera se encogió de hombros—. Es raro, considerando la vida que llevabas entonces. Pero supongo que elaboraste una añoranza inconsciente por la seguridad..., lo que llamaban seguridad en esas sociedades de pesadilla. Aliyat recordó habérselo explicado a Raphael.

—¿Cuan egoístas eran tus sentimientos por mí? —preguntó Fiera. Aliyat se enfadó.

—No te adules —exclamó—. Admito que estaba infatuada, pero sabía que eso terminaría. Esperaba que se transformara en algo duradero, no exclusivo pero sí real. Bien, he aprendido la lección.

—¡Yo también tenía esa esperanza! —exclamó Fiera. Se hundió en su propio asiento. Una vez más guardó un reflexivo silencio. Aliyat miró hacia otra parte, buscando protección. Ocupaba una sola habitación en el cuarto subnivel de las Fuentes la tecnología nunca sintetizaría el espacio. Rara vez se sentía sofocada, pues a una orden las paredes creaban instalaciones y le brindaban los paisajes que deseaba. Ese día, en vez de un panorama contemporáneo, había optado por la Constantinopla medieval. Quizá se trataba de una injustificada nostalgia, quizá de un intento de recobrar la autoestima; había sido asesora de los creadores del simulacro. Hagia Sophia se erguía sobre una humanidad apiñada y atareada. Varios olores —humo, sudor, estiércol, comida asada, brea, mar— impregnaban el aire; una brisa salobre soplaba desde el Cuerno. Al recibir la llamada de Fiera, Aliyat había interrumpido el sonido pero había conservado la visión. Casi oía ruedas, cascos, pies, voces roncas, jirones de música plañidera. Esos fantasmas estaban tan vivos como el fantasma que tenía enfrente.

—Creo que sé por qué te atraje —dijo al fin Fiera—. Y qué te retuvo, después de la atracción inicial. Yo estaba interesada en ti. Vosotros ocho causasteis sensación cuando os revelasteis en público, pero la mayoría de la gente de hoy nació después de eso. Simplemente sigues aquí, manteniéndote con el sustento común o ciertas tareas especiales. Y cada vez hay menos demanda, ¿verdad? Pero yo..., a mí me intrigabas un poco. No sé por qué.

Aliyat notó que Fiera reprimía el dolor antes de continuar.

—Seré franca. Para mí estabas acabada. No hallaba nada más para descubrir. Pero yo también estaba acabada. Tenía que cambiar. Era mi modo de escapar del tedio y la futilidad. Ahora podemos ser nuevos el uno para el otro. Sólo por un tiempo, hasta que me habitúe a percibirte con la mente y los sentidos de una mujer. A menos que también cambies. No puedo decirte cómo. A lo sumo puedo ofrecer un par de sugerencias. La opción debe ser tuya.

»Si rehúsas, si persistes en tu existencia estrecha con tu alma fósil, estarás cada vez mas aislada, encontrarás cada vez menos sentido en todo, y al final escogerás la muerte, que no es tan solitaria. Aliyat se llenó los pulmones con ese aire antiguo.

—He vivido así mucho tiempo —dijo—. No voy a renunciar.

—Me alegra oírlo. Lo esperaba de ti. Pero piensa, querida, piensa. Entretanto, será mejor que me vaya.

—Sí—dijo Aliyat. La imagen se esfumó. Al cabo de unos minutos Aliyat se levantó. Se paseó por la habitación, que acogía deliciosamente sus pisadas. Bizancio la rodeaba.

—Anula esa escena —ordenó. Fue reemplazada por una lámina azul—. Servicio de entrega. —Un panel apareció, preparado para abrir un orificio.

¿Qué quiero? ¿Una píldora de la felicidad? Elementos químicos a medida, inofensivos, alegría instantánea, cabeza despejada, tal vez más despejada que ahora. En los viejos y malos tiempos nos embriagábamos o nos drogábamos, maltratábamos nuestro cuerpo y nuestro cerebro. Ahora la ciencia ha descubierto cómo funcionan las sensaciones, y todos están cuerdos las veinticuatro horas del día. Todos los que deciden estarlo. Hanno, Peregrino, Shan, Patulcio, ¿dónde estáis? O (al margen del sexo, que es un consuelo anticuado, ¿verdad?), Corinne, Asagao, Svoboda, o como os llaméis, pues los nombres son tan fáciles de cambiar como las vestimentas, ¿dónde estáis? ¿Quién de vosotros puede acudir a mí? ¿A quién de vosotros puedo acudir? Teníamos nuestra hermandad cuando nos reunimos, éramos los únicos inmortales y el centro de nuestro universo, mientras el tiempo soplaba como viento, pero desde que nos revelamos al público nos hemos distanciado, nos encontramos rara vez y por casualidad, nos saludamos, intentamos hablar y sentimos alivio al despedirnos. ¿Dónde están mis hermanos, mis hermanas, mis amores?

4

Durante el vuelo las comunicaciones verificaron que Peregrino fuera quien decía ser y tuviera permiso para visitar la reserva de control. El coche aterrizó en una zona de aparcamiento fuera de la ciudad, y Peregrino se apeó maletín en mano. Muchos objetos cotidianos, como la ropa, no se producían al instante allí. No era una comunidad de ermitaños, ni un grupo de excéntricos tratando de recrear un pasado que jamás había existido, sino una sociedad que seguía su propio camino y trataba de mantener el mundo a raya.

El lugar estaba cerca de la costa. El Servicio Meteorológico procuraba conservar el clima original del noroeste del Pacífico. Había gruesas nubes. La niebla de la bahía desdibujaba las rocas que se erguían sobre las olas, misteriosas como una pintura china.

Un oscuro bosque de coniferas salpicado de helechos se erguía detrás de la aldea. Pero todo estaba vivo, en tonos grises, blancos, negros y verdes, opacos o chispeantes con gotas de lluvia. El oleaje estallaba y susurraba. Las focas ladraban roncamente, las gaviotas revoloteaban y descendían graznando. El aire frío y húmedo penetraba en la sangre por las fosas nasales.

Un hombre aguardaba. Vestido con camisa sencilla y pantalones de trabajo, era robusto, de tez parda. No había muchos blancos entre sus antepasados decidió

Peregrino. ¿Qué habían sido entonces? ¿Makah? ¿Quinault? Qué más daba. Las tribus ya ni siquiera eran nombres.

—Hola, Peregrino —saludó el hombre con un respeto que ya era un anacronismo. Peregrino le estrechó la mano llena de callos y durezas—. Bienvenido, soy Charlie Davison. Peregrino había practicado el antiguo inglés americano antes de irse de Jalisco.

—Tanto gusto. No esperaba esto. Pensaba que yo mismo me daría a conocer.

—Bien, lo hablamos en el Consejo y decidimos que esto era mejor. Tú no eres simplemente otro jako. —Esta palabra debía describir, en la jerga local, a los pocos cientos de forasteros anuales a quienes se daba autorización para experimentar la vida agreste. La palabra parecía desdeñosa—. Ni un científico o agente oficial, ¿verdad?

—No.

—Vamos, te mostraré el hotel y luego te presentaré. —Echaron a andar. Pronto recorrían un camino sin pavimentar donde brillaban charcos—. Porque tú eres un superviviente.

Peregrino sonrió hurañamente.

—No quería dar publicidad a eso de inmediato.

—Efectuamos un chequeo de rutina antes de aceptar tu visita, como hacemos con todo el mundo. Vosotros ocho pasáis inadvertidos, pero en un tiempo fuisteis famosos. El ordenador nos dio tu historia. El rumor se propagó. Lamento decir esto, no es nada personal, pero aquí encontrarás a algunas personas que os guardan rencor. Una sorpresa desagradable.

—¿De veras? ¿Por qué?

—Los supervivientes podéis tener hijos cuando gustéis.

—Entiendo. —Peregrino meditó su respuesta. La grava crujía bajo sus pies—. Pero la envidia no es razonable. Somos fenómenos de la naturaleza. Una alocada combinación de genes, con algunas mutaciones improbables, que no se transmite a nuestros vástagos. Los seres humanos normales que no desean envejecer tienen que someterse al proceso. Bien, no podemos permitir que se reproduzcan libremente. Recordarás la explosión demográfica, la Gran Muerte. Y eso fue antes de la atanasia.

—Lo sé —replicó Davison—. ¿Quién no lo recuerda?

—Lo lamento, pero he conocido a algunos que no lo recuerdan. Consideran que es deprimente estudiar historia. Yo les señalo que al final tendrán la oportunidad de ser padres. Hay que compensar ciertas pérdidas accidentales, y tal vez haya que fundar colonias interplanetarias.

—Sí. La lista de espera para tener hijos era de varios siglos, la última vez que la consulté.

—Pero, en cuanto a los supervivientes, ¿alguna vez oíste hablar de una cláusula para abuelos? Al revelarnos al público, abrimos un tesoro de conocimientos para los estudiosos. Lo justo es justo. En realidad, rara vez tenemos hijos. —Rara vez conocemos parejas convincentes. Y los hijos que tuvimos pronto se volvieron demasiado extraños.

—Entiendo todo eso —dijo Davison—. Yo no tengo objeciones. Simplemente te aclaro que te conviene ser discreto. Por eso he venido a recibirte.

—Lo agradezco. —Peregrino no abandonó el tema—. Puedes recordar a quienes se oponen a mi estatus que ellos pueden engendrar niños legalmente, sin límite.

—Sí, por que están dispuestos a marchitarse y morir en cien años o menos.

—Así es el trato. Pueden desertar cuando deseen, hacerse restaurar la juventud si la han perdido, unirse a los inmortales. Sólo deben pagar ese pequeño y necesario precio.

—Claro, claro. ¿Crees que no lo sé? —Al cabo de varios pasos—: Ahora me toca a mí decir «lo lamento». No quise parecer enfadado. Para la mayoría de nosotros, eres muy bienvenido. ¡Qué historias tendrás para contar! —Nada que no puedas hallar en el banco de datos, me temo —dijo Peregrino—. Se cansaron de interrogarnos y entrevistarnos hace muchos años.

Generaciones antes de tu nacimiento, Charlie, si tu linaje es meramente mortal. ¿Qué edad tienes? ¿Cuarenta, cincuenta? Veo canas en tu pelo y patas de gallo en tus ojos.

—No es lo mismo —respondió Davison. Por Dios, estoy en compañía de un hombre que conoció a Toro Sentado. —En realidad, Peregrino no lo había conocido, pero lo dejó pasar—. Oírte contar esas cosas personalmente significará mucho. No lo olvides, nuestra idea es vivir naturalmente, como Dios quiso que fuera.

—A eso he venido.

Davison aminoró el paso y lo miró sorprendido.

—¿Qué? Suponíamos que tenías... curiosidad, como nuestros otros visitantes.

—Claro que sí. Pero no sólo eso. Supongo que será mejor que no mencionemos esto de inmediato. Sin embargo, creo que me instalaría aquí, si la gente me aceptara.

—¿Tú?

—Soy de vieja cepa, sabes. Conocí las tribus, las hermandades, los ritos, las creencias y tradiciones, cuando usábamos el ingenio y las manos para vivir de la tierra y pertenecer a la tierra. Oh, no soy un romántico. Recuerdo bien las desventajas y por cierto no me gustaría revivir a los bárbaros del caballo. Pero aun así, qué diablos, teníamos una comunión con el mundo que no existe ahora, excepto tal vez entre vosotros. Estaban entrando en la aldea. Cabeceaban botes junto al muelle; los hombres pescaban para el mercado local. Detrás de las casas de madera había huertos y manzanos. Meros suplementos, se recordó Peregrino, igual que sus artesanías. Los habitantes gastan el sustento común y piden que les despachen mercancías, igual que los demás. Para ganar algo más, algunos cuidan estos bosques y aguas; o atienden a los turistas; o realizan tareas intelectuales en sus hogares, conectados con la red de comunicación. No han renunciado al mundo moderno. Ahuyentó recuerdos de lo que había presenciado en otras partes del planeta, muertes lentas o rápidas, siempre angustiosas, que arrasaban con comunidades y modos de vida obsoletos, los pueblos desiertos, los campamentos vacíos, las tumbas abandonadas. En cambio, evocó el secreto de la resistencia de su pueblo. En la calle había gentes de todas las razas, juntas en su fe, su anhelo y su temor. Una iglesia, el edificio más alto, se elevaba hacia las nubes; la cruz declaraba que la vida eterna no era de la carne sino del alma. Los niños eran el anhelo, la recompensa.

¿Cuándo y dónde más había visto Peregrino, por última vez, una manita aferrando la mano materna, una carita redonda y maravillada? Las cabezas canas parecían haber burlado la deshumanización.

Reconocían al recién llegado, pues el rumor se había propagado de veras. Nadie se le acercó. Saludaban a Davison con reserva. Y Peregrino sintió las miradas, oyó los cuchicheos. Pero la atmósfera no era hostil. Sin duda sólo una minoría le guardaba rencor por su privilegio, por insignificante que fuera. La mayoría parecía ansiosa de conocerlo, y simplemente eran demasiado corteses para presentarse de inmediato. (O bien, ya que eran pocos y muy unidos, habían convenido en que no lo harían.) Los adolescentes pronto perdieron el aire huraño que los envolvía. Eso intrigó a Peregrino, luego le resultó perturbador. Prestó más atención. Sólo había un puñado de gente mayor. Las cortinas bajas y los patios descuidados indicaban que las casas estaban vacías. —Bien, trata de relajarte y pasarlo bien —aconsejó Davison—. Haz las excursiones. Conoce a los jakos. Son buena gente, pues los seleccionamos con mucho cuidado. ¿Quieres cenar mañana en mi casa? Mi esposa también está ansiosa de conocerte, los niños están deslumbrados, e invitaremos a dos o tres parejas que sin duda te agradarán.

—Eres muy amable.

—Oh, obtendré mis beneficios, y también Martha, y... —El hotel estaba delante, una inmensa estructura cuya anticuada veranda daba a la bahía y al mar. Davison anduvo más despacio y bajó la voz—. Escucha, no sólo queremos oír las historias. Queremos pedirte... detalles, los que no llegan a las noticias ni al banco de datos, los que nosotros mismos no vemos cuando salimos, porque no sabemos qué buscar. Peregrino sintió un cosquilleo de inquietud.

—¿Quieres que explique cómo es esa vida para mí... para una persona que no se crió en esas costumbres?

—Sí, eso es, por favor. Sé que pido demasiado, pero...

—Lo intentaré —dijo Peregrino. Tácitamente: Estás pensando seriamente en irte, Charlie, en renunciar a esta existencia, su credo y su propósito. Sabía que el enclave se estaba reduciendo, que los hijos se marchaban al llegar a la mayoría de edad, que los reclutas eran cada vez más escasos. Sabía que la comunidad está tan condenada como la secta de los Shakers en su época. Pero los hombres maduros también se marchan, tan sigilosamente que el dato no figura en lo que estudié sobre vosotros. Esperaba un par de vidas mortales de paz, de pertenencia. Olvídalo, Peregrino.

Los huéspedes se apiñaban en el porche. Señalaban y charlaban. Peregrino se volvió para mirar. Apenas visibles en la bruma, tres siluetas gigantes se deslizaron por la entrada de la bahía.

—Ballenas —dijo Davison—. Se están multiplicando bien. Cada año localizamos más.

—Lo sé —dijo Peregrino—. Buenas ballenas. Recuerdo cuando las declararon extinguidas. Lloré.

Las recrearon en los laboratorios, las reintrodujeron en una naturaleza totalmente dominada. Este sitio no es agreste salvo por el nombre. Es una reserva de control, una pauta de comparación para uso del Servicio Ecológico. No quedan sitios agrestes en la Tierra, salvo en el corazón humano, y también allí el intelecto sabe cómo gobernar. No debí haber venido aquí. Ahora tendré que quedarme un par de semanas, por cortesía, por este hombre y su familia; pero no debí cometer la tontería de venir. Debí ser más fuerte y no exponerme a esta herida.

5

Yukiko nunca estaba a solas con las estrellas. Sí, podía tener soledad. Los poderes y la gente eran gráciles con los Supervivientes. Yukiko, pensaba a menudo que la gracilidad se había convertido en la principal virtud de la humanidad. Creaba una suerte de afecto impersonal. La abundancia de espacio era el único bien que era más escaso en el mundo. No obstante, cuando ella manifestó su deseo, le concedieron ese atolón. Por minúsculo que fuera, era un don caído del cielo. Pero le negaban las estrellas. Algunas parpadeaban pálidamente en el anochecer, Sirio, Canopo, Alfa del Centauro, a veces otras, junto a Venus, Marte, Júpiter, Saturno. Como las constelaciones se perdían en la nacarada luminiscencia, Yukiko nunca sabía bien qué veía. Los satélites surcaban rápidamente el cielo. La luna brillaba brumosamente, y en su lado oscuro se distinguían chispas estables, la luz de los tecnocomplejos y Ciudad Triple. Los aviones formaban enjambres de luciérnagas. En ocasiones pasaba una nave espacial, un meteoro majestuoso, y se oían truenos de un horizonte al otro; pero eso era infrecuente, pues la mayoría de las operaciones eran realizadas por robots lejos de la Tierra. Se había resignado a la pérdida. El control meteorológico, el mantenimiento de la atmósfera y las transferencias masivas de energía eran necesarios, pero causaban fluorescencia. Yukiko podía cubrir las paredes y el techo raso de su casa con un paisaje estelar tan imponente como si estuviera en el desierto de Arizona antes de Colon, o podía visitar un sensorio y conocer el espacio desnudo. Aun así, con ingratitud, cuando salía de su refugio lamentaba tener que evocar el cielo nocturno a partir de sus recuerdos. El océano murmuraba, cubierto por una pátina de reflejos allí donde la acuacultura no tapaba las olas. Más allá brillaban luces botes, naves, una ciudad-barcaza. El oleaje blanco se encrespaba más allá de la laguna, que era un pozo de fulgor celestial. El ruido era sofocado, menos audible que el coral que le crujía bajo los pies. Inhaló esa fresca pureza. Cada día agradecía sin palabras a gigabillones de microorganismos por mantener limpio el planeta. No importaba que los hubieran diseñado y producido los seres humanos, o sus ordenadores, esos microorganismos tenían un karma maravilloso. Pasó junto al jardín, los árboles enanos, el bambú, las piedras, los senderos entrelazados. Una máquina trabajaba en silencio. Recién llegada de Australia, donde se había liado en otro amorío fugaz, no había retomado esa labor. Bien, no tenía gran talento para eso. Si tan sólo Tu Shan..., pero a él no le agradaba este sitio.

La casa era una pequeña y sutil combinación de curvas en la oscuridad. Su pequeño mundo, pensaba Yukiko. Le brindaba todo lo que necesitaba y más. Se autorreparaba, y podría hacerlo mientras recibiera energía. En ocasiones Yukiko lamentaba no tener que usar un paño de limpieza.

Y una vez fui dama de la corte, pensó, frunciendo los labios con amargura. Olvidó esos sentimientos. Había ido a sentarse junto al mar para vaciar la mente, abrir el alma y prepararse para usar la inteligencia. La escasa armonía que había obtenido era frágil.

Una pared se abrió. Dentro floreció la luz. La habitación estaba amueblada en un estilo ascético y antiguo. Yukiko se arrodilló en una estera de paja ante la terminal del ordenador e invocó al espíritu electrónico. Una parte de esa inmensa racionalidad la identificó y habló con frases musicales y apropiadas.

—¿Cuál es tu deseo, señora?

No, no del todo apropiadas. «Deseo» era la trampa. Ella incluso había renunciado a su antiguo nombre de Gloria de la Mañana para ser —una vez más, al cabo de mil años—

Pequeña Nieve, como signo de renunciamiento. Pero también eso había fallado.

—He meditado sobre lo que me dijiste acerca de la vida y la inteligencia entre los astros, y decidí aprender tanto como sea capaz. Enséñame.

—Es un asunto complejo y caótico, señora. Por lo que nos indican nuestros robots exploradores, la vida es rara, y sólo se conocen tres especies inequívocamente conscientes, y todas se hallan tecnológicamente en un equivalente de la era paleolítica humana. Otras tres son controvertidas. Su conducta puede ser muy complejamente instintiva, o se puede originar en mentes demasiado disímiles de las terrícolas para que las reconozcamos como tales. Sea como fuere, estas criaturas poseen sólo implementos sencillos. Por otra parte, la Red ha detectado fuentes de radiación anómalas a gran distancia, lo cual puede significar civilizaciones de alta energía análogas a la nuestra. Según como se interpreten los datos, quizá sumen hasta setecientas cincuenta y dos. Se estima que la más cercana está a cuatrocientos setenta y cinco parsecs. Además, la Red recibe señales que son casi ciertamente informativas desde veintitrés fuentes, identificadas con cuerpos o regiones astrofísicamente inusuales. Dudamos de que estas señales estén dirigidas específicamente a nosotros. No sabemos si quienes las emiten están en contacto directo entre sí. Tenemos indicios de que usan códigos definidos. Hasta ahora los datos son insuficientes salvo para sugerencias tentativas y fragmentarias sobre el posible significado.

—¡Lo sé! Todos lo saben. Ya me lo has dicho, y aun entonces era innecesario. Yukiko luchó contra su enfado. La máquina tenía la potencia de una divinidad, podía efectuar un millón de años de razonamientos humanos en un día, pero no tenía derecho a ser paternalista. No era su intención. Habitualmente repetía porque muchos humanos necesitaban la repetición. Yukiko se calmó, dejó que la emoción brotara y muriera como una ola.

—Por lo que entiendo —dijo con serenidad—, los mensajes no son sobre matemática ni física. —No parecen serlo, y no parece plausible que haya civilizaciones que gasten tiempo y bandas de transmisión intercambiando conocimientos que todas deben poseer. Quizá se refieran a otras ciencias, como la biología. Sin embargo, eso implica que nuestra comprensión de la física es incompleta, que aún no hemos delineado todas las posibilidades bioquímicas del universo. No tenemos pruebas para semejante suposición.

—Lo sé —repitió Yukiko, con paciencia—. Y he oído el argumento de que no puede tratarse de política ni nada semejante, pues los períodos de transmisión se miden en siglos. ¿Comparan historias, artes, filosofías?

—Es factible.

—Eso creo. Tiene sentido. —A menos que la vida orgánica se extinga. ¿Pero las mentes de las máquinas no se sentirán intrigadas por el absoluto?—. Quiero dominar tu... análisis. Sé que no puedo efectuar ningún aporte original. Pero déjame seguir tu razonamiento. Dame medios para pensar sobre lo que has aprendido y estás aprendiendo.

—Eso se puede hacer, dentro de ciertos límites —dijo la voz suave—. Se requeriría mucho tiempo y esfuerzo de tu parte. ¿Te importa explicar tus razones?

Yukiko no pudo evitar que le temblara la voz:

—Esos seres deben estar mucho más avanzados que nosotros...

—No es probable, señora. Por lo que hoy sabemos, y nuestros razonamientos son sólidos, la naturaleza fija límites a las posibilidades tecnológicas; y hemos determinado cuáles son esos límites.

—No hablo de ingeniería, sino de entendimiento, iluminación. —Había perdido la paz interior. Le temblaba el pulso—. No entiendes de qué estoy hablando. ¿Alguien lo entendería hoy, algún ser humano? —Excepto Tu Shan, y quizá, si lo intentara, el resto de nuestra hermandad. Venimos de tiempos en que estas preguntas eran reales para la gente.

—Tu propósito es claro —dijo la voz electrónica—. Tu concepto no es absurdo. La mecánica cuántica falla en tales niveles de complejidad. Matemáticamente hablando se impone el caos, y uno debe realizar observaciones empíricas.

—¡Sí, sí! ¡Debemos aprender el idioma y escucharlos!

¿La inexorable conclusión ocultaba un lamento? El sistema podía potenciar las reacciones del usuario.

—Señora, la información de que disponemos es inadecuada. La matemática no deja duda. A menos que el carácter de lo que recibimos cambie de manera fundamental, nunca podremos interpretarlo en ese nivel de sutileza. Si eso es lo que te interesa, te advierto que perderás el tiempo estudiando este material. Yukiko no se había atrevido a abrigar muchas esperanzas, pero esto la deprimía.

—En cambio, espera —aconsejó el sistema—. Recuerda que nuestros robots exploradores viajan virtualmente a la velocidad de la luz. Dentro de un milenio llegarán a las fuentes más cercanas para observar e interactuar. Quizá, mil quinientos años después, tengamos noticias de ellos y empecemos a aprender de veras. Eres inmortal, señora. Espera.

Yukiko sofocó las lágrimas. No soy santa. No puedo soportar tanto tiempo una existencia sin sentido.

6

De pronto la roca cedió bajo las botas de Tersten. Por un instante quedó congelado, los brazos tendidos, contra la infinidad de estrellas. Luego cayó. Svoboda, la segunda de la hilera, tuvo tiempo de bajar la vara y apretar el disparador. Las ranuras escupieron un gas blanco y una clavija se hundió en la piedra. El extremo superior del asta se trabó, Svoboda se aferró, la línea se tensó con un tirón brusco. Aun con gravedad lunar, esa fuerza era brutal. Las suelas de Svoboda resbalaron en una capa de polvo traicioneramente fina. Aferrando la vara, se mantuvo erguida. La violencia cesó. El silencio rodeó el tenue siseo cósmico de los auriculares. Había caído dos metros hacia delante. La línea continuaba cuesta arriba y colgaba de un borde formado por el derrumbe. El peso de Tersten tenía que tensarla, pero Svoboda comprobó horrorizada que estaba floja. ¿Se había partido? No, imposible.

—¡Tersten! —gritó—. ¿Estás bien? —La longitud de onda se difractaba alrededor del borde. Si Tersten colgaba allí, estaba a sólo un metro. Svoboda no oyó respuesta. Su temor creció.

Tendió la cabeza hacia Mswati, que venía detrás. La linterna del cinturón arrojaba un charco de luz intensa a los pies de Mswati. Deslumbró a Svoboda, transformándolo en una sombra contra la ladera gris, iluminada por las estrellas.

—Ven aquí—ordenó—. Con cuidado, con cuidado. Coge mi vara.

—Sí—respondió él. Aunque ella no encabezaba el ascenso, era capitana del equipo. La expedición era idea de ella. Además, era una superviviente. Los otros tenían de veinte a treinta años. Al margen de la informalidad y la camaradería, le guardaban un respeto especial.

—Espera aquí—dijo Svoboda en cuanto él la alcanzó—. Me adelantaré para mirar. Si hay más desprendimientos trataré de saltar y quizá me caiga de la cornisa. Prepárate para frenarme y alzarme.

—No. Iré yo —protestó Mswati. Ella se negó con un ademán cortante y se apoyó en las manos y las rodillas.

Era un trecho corto, pero el tiempo se estiraba mientras Svoboda avanzaba. A la derecha, una ladera abrupta se despeñaba en un abismo negro. El traje espacial, flexible como piel y resistente como blindaje, no la protegería de semejante caída. Aguzó la vista. Los sensores de los guantes le indicaban más de lo que habrían captado sus manos desnudas. Svoboda notó con fastidio que olía a sudor y se le secaba la boca. Aunque el traje reciclaba el aire y el agua, en ese momento ella sobrecargaba el termostato y la capacidad para eliminar desechos. La superficie resistió. La cornisa continuaba más allá de una brecha de tres metros. Distinguió orificios cerca de la rotura. Aún no debía preocuparse por Tersten. En el pasado una perdigonada de meteoritos había caído allí. Probablemente la radiación había debilitado la piedra, transformando el sector en una imprevisible trampa. Bien, todos habían dicho que el ascenso era una locura. ¿La primera circunvalación lunar? ¿Dar la vuelta a la Luna a pie? ¿Para qué? Afrontar penurias y peligros, ¿para qué? No realizarás observaciones que un robot no pueda hacer mejor. Sólo conquistarás una fugaz notoriedad, sobre todo por tu estupidez. Nadie repetirá esa hazaña. Un sensorio ofrece emociones más pintorescas, los ordenadores permiten mayores logros. —Porque es real —fue la mejor réplica que pudo hallar. Llegó al borde y asomó la cabeza. En el horizonte, una tajada de sol naciente brillaba sobre un cráter, transformando la desolación en una mezcla de luz y oscuridad. El casco le protegió los ojos reduciendo automáticamente el resplandor a una luz áurea y opaca. El corazón de Svoboda dio un brinco. El cuerpo flojo de Tersten colgaba allí abajo. Elevó la recepción radial y oyó una respiración entrecortada.

—Está inconsciente —le comunicó a Mswati. Examinando—: Veo cuál es el problema. La línea se atascó en una fisura. El impacto la ha bloqueado. —Se puso de rodillas y tiró—. No puedo liberarla. Ven. El joven se reunió con ella. Svoboda se levantó.

—No sabemos qué lesiones ha sufrido —dijo—. Debemos andar con cuidado. Sujeta el extremo de mi línea y bájame por el borde. Ataré a Tersten y nos subirás a ambos. Yo iré abajo para absorber los choques y rozaduras. Dio resultado. Ambos eran fuertes, e incluso con el traje y la mochila con complejos aparatos químicos, una persona pesaba sólo veinte kilos. Tersten, en brazos de Svoboda, abrió los ojos y gimió.

Lo apoyaron en el saliente. Esperando a que él hablara, Svoboda miró hacia el oeste. Las alturas descendían a la pareja oscuridad del Mare Crisium. La Tierra colgaba a baja altura, la zona diurna marmolada de blanco y azul, inexpresablemente bella. Svoboda recordó con dolor cómo había sido en otros tiempos. Maldición, ¿por qué tenía que ser el único planeta adecuado para los humanos?

Oh, las ciudades lunares y los satélites habitados eran agradables y allí había diversiones singulares. Svoboda se encontraba más cómoda en esos lugares que en la Tierra. Al menos, no se sentía como una exiliada. Su gente, como estos camaradas, a veces pensaba y sentía como la gente de otros tiempos. Aunque eso también estaba cambiando. Por elfo ya nadie hablaba de terraformar Marte y Venus. Ahora que se podía hacer, nadie tenía interés.

Bien, ella y sus siete hermanos siempre habían conocido el cambio. Los príncipes mercaderes y los ruidosos guerreros eran extraños para la pequeña burguesía y los esclavizados labriegos bajo los zares, quienes a la vez eran extraños para los ingenieros y cosmonautas del siglo veinte... Sin embargo todos compartían lo que eran, entre sí y con ella. ¿Cuántos seguían haciéndolo?

Tersten la arrancó de sus recuerdos.

—Estoy despierto —jadeó y trató de erguirse. Ella se arrodilló, le aconsejó cautela, le dio ayuda y respaldo—. Agua — pidió él. El traje le acercó un tubo a la boca y él bebió ávidamente—. Ah bien.

La preocupación arrugó el semblante color chocolate de Mswati.

—¿Cómo estás? —preguntó—. ¿Qué ha pasado?

—¿Cómo voy a saberlo? —La voz de Tersten recobró la claridad y el vigor—. Dolor en el vientre, aguijonazos en el lado izquierdo del pecho, especialmente cuando me agacho o inhalo profundamente. También dolor de oídos.

—Parece que te has roto o fisurado una costilla, tal vez dos —dijo Svoboda con alivio. Se podía haber matado o sufrido lesiones cerebrales que volvieran inútil una revivificación—. Sospecho que una roca cayó sobre ti con más fuerza de la que el traje pudo aguantar. Sí, aquí esta. —Palpó algo similar a una cicatriz. La tela se había desgarrado y se había cerrado deprisa. En una hora estaría completamente reparada—. Todo conspira contra nosotros, ¿eh? No escalaremos esta montaña. No importa. Era sólo un capricho. Regresemos al campamento. Tersten insistió en que podía caminar, y logró avanzar dando tumbos.

—Pediremos un vehículo —dijo Mswati. Como para confirmarlo, un satélite de relé surcó las constelaciones—. Los demás podemos terminar. Será mas fácil avanzar desde aquí que en el lado oscuro.

Tersten se enfadó.

—¡No, no iréis! No permitiré que se me excluya!

Svoboda sonrió.

—No te preocupes —lo tranquilizó—. Sólo necesitarás un par de inyecciones reparadoras y te devolverán a nosotros dentro de cincuenta horas. Esperaremos donde estemos. Con franqueza, no me importaría descansar todo ese tiempo. —Un fulgor interior. Mi clase de humano aún no está del todo extinguida. Consternación: ¿Cuántos años podrás ser como eres, Tersten? No tendrás razones para ello.

¿Sigo siendo joven de espíritu, o sólo inmadura? ¿Nuestra historia ha condenado a los supervivientes a permanecer retardados mientras nuestros descendientes evolucionan alejándose de nuestra comprensión?

Avistaron la meseta y el campamento. Genia salió al encuentro del grupo. Alguien debía quedarse por si había problemas. Había desplegado el refugio. Más un organismo maternal que una tienda, éste se extendía bajo los escudos antirradiación que se curvaban como alas desde el techo del transporte.

—¡Tersten, Tersten! —exclamó—. Me asusté al escuchar. Si te hubiéramos perdido... Se les acercó, y los cuatro se abrazaron. Por un instante, bajo las estrellas, Svoboda estuvo nuevamente entre amigos amados.

7

—Verás —procuró explicar Patulcio—, hice Un bien mi trabajo que me quedé sin ocupación.

La conservadora de Oxford, quien por razones que él desconocía ahora usaba el nombre Theta-Ennea, enarcó las cejas. Era esbelta y atractiva, pero bajo los penachos que brotaban de la cabeza calva debía de haber un magnífico cerebro.

—Los registros indican que eras eficiente —dijo o canturreó—. Pero ¿por qué crees que podrías hallar una ocupación aquí?

Patulcio volvió los ojos hacia la ventana de vidrio de esa oficina anacrónica. En la calle Mayor el viento jugaba con la luz y las sombras de las nubes. Enfrente soñaban los bellos edificios de Magdalen College. Tres personas pasaron, mirando y tocándose. Patulcio sospechó que eran jóvenes, aunque era imposible saberlo.

—Esto no es un mero museo —replicó Patulcio—. Vive gente en la ciudad. La conservación de las cosas da un carácter especial a sus relaciones mutuas y sus relaciones contigo. Eso crea una especie de comunidad. Mi experiencia..., ellos deben tener problemas, nada serio, sino cuestiones de derechos conflictivos, deberes, necesidades. Hacen falta procedimientos mediadores. Los procedimientos son mi especialidad.

—¿Puedes ser más específico? —preguntó Theta-Ennea. Patulcio la miró.

—Primero tendría que conocer la situación, la índole de la comunidad, las costumbres y expectativas, así como las reglas y regulaciones —admitió—. Puedo aprender pronto y bien. —Sonrió—. Lo hice durante dos mil años o más. —Ah, sí. —Theta-Ennea también sonrió—. Naturalmente cuando pediste una entrevista, consulté el banco de datos. Fascinante. Desde la Roma de los cesares hasta los imperios Bizantino y Otomano, la República Turca, los Dinastas y..., sí, una historia tan maravillosa como prolongada. Por eso te invité a venir en persona. También yo tengo una anticuada preferencia por lo concreto y lo inmediato. Por lo tanto, tengo este puesto. —Suspiró—. No es una sinecura. Confieso que no tuve tiempo para asimilar todo lo que aprendí sobre ti. Patulcio rió entre dientes.

—Francamente, me alegra. No me agradó ese estallido de fama cuando los supervivientes nos dimos a conocer. Fue agradable volver al anonimato. Theta-Ennea se reclinó detrás del escritorio de madera, una posible antigüedad donde no había nada más que una pequeña omniterminal.

—Si no recuerdo mal, te uniste bastante tarde a los demás. Patulcio asintió.

—Una vez que la estructura burocrática se derrumbó irreversiblemente. Nos habíamos mantenido en contacto, por cierto, y me acogieron con gusto, pero nunca he intimado con ellos.

—¿Por eso te has esforzado más que ellos para integrarte al mundo moderno?

Patulcio se encogió de hombros.

—Quizá. No soy propenso al autoanálisis. O quizá tuve una oportunidad que ellos no tuvieron. Mi talento es para la... no, «administración» es una palabra muy presuntuosa. Supervisión de operaciones; las humildes pero esenciales tareas que mantienen en funcionamiento la maquinaria social. O mantenían. Theta-Ennea bajó los párpados y lo examinó atentamente. —Has hecho algo más que eso en los últimos cincuenta o cien años.

—Las condiciones eran especiales. Por primera vez en mucho tiempo, tuve la oportunidad de tomar decisiones. No es mérito mío. Mera coincidencia histórica, para ser franco contigo. Pero obtuve experiencia. Ella reflexionó de nuevo.

—¿Quieres explicarte? Dame tu interpretación de esas condiciones. Él parpadeó sorprendido.

—Sólo puedo decir trivialidades —declaró con voz vacilante—. Bien, si insistes. Los países avanzados o, mejor dicho, las culturas de alta tecnología, han ido muy lejos, muy deprisa. Ellos y las sociedades que no habían asimilado la revolución se transformaron casi en especies diferentes. Las segundas tenían que adaptarse, pues las demás posibilidades eran horribles, pero la diferencia en modos de vida pensamientos, comprensión, era abismal. Yo estaba entre los pocos que podía hablar y funcionar con cierta eficacia a ambos lados de ese abismo. Di la asistencia que podía brindar a esa pobre gente, creando una organización adecuada para facilitar la transición... cuando vuestra gente ya no tenía una burocracia anticuada y humana dedicada al papeleo, y no sabía cómo formarla. Eso fue lo que hice. No lo hice solo —concluyó—. Mis disculpas por explayarme sobre lo obvio.

—No es tan obvio —dijo Theta-Ennea—. Hablas desde un punto de vista que no tiene equivalentes. Me gustaría oír mucho más. Me ayudaría a comprender mejor a esas generaciones que contribuyeron a hacer de este lugar lo que fue. Porque nunca pude entenderlas. A pesar de mi curiosidad y mi amor, nunca pude sentir lo que sentían. Apoyó los brazos en el escritorio y continuó compasivamente.

—Pero tú, Gneo Cornelio Patulcio, y los muchos otros nombres que has tenido..., a pesar de ellos, a pesar de tus recientes labores, también tienes que comprender. No, no tengo un empleo para ti. Debías haberlo sabido. ¿Cómo explicártelo si no lo sabes?

«Entendiste que ésta era una comunidad como las que conociste, donde los moradores comparten ciertos intereses y cierta identidad común. Debo decirte..., esto no es sencillo, porque no está explícito; rara vez la gente comprende qué ocurre, como no lo comprendía en tiempos de Augusto ni de Galileo, pero yo paso la vida tratando de sondear las corrientes de la Historia. —Rió consternadamente—. Excúsame, permíteme retroceder y empezar de nuevo.

«Excepto por algunos enclaves moribundos, la comunidad en cuanto tal se ha disuelto. Aún usamos la palabra y empleamos ciertas formalidades, pero están tan vacías de sentido como un rito de fertilidad o un acto electoral. Hoy somos individuos puros. Nuestras lealtades, si la palabra «lealtad» aún significa algo, van dirigidas a varias y cambiantes configuraciones de personalidades. ¿No lo habías notado?

—Bien, eh..., sí, pero...

—No te puedo ofrecer trabajo —concluyó Theta-Ennea—. Dudo que alguien te lo pueda ofrecer aquí. Sin embargo, si te interesa permanecer un tiempo en Oxford, podemos hablar. Creo que podríamos aprender algo el uno del otro. Aunque no sé para qué te servirá después, pensó sin decirlo en voz alta.

8

El mundo permanece. Todavía soy yo, hueso, sangre y carne, consciente de la unidad de inducción que me envuelve pero también de las paredes y sus vistas del exterior, césped plateado, una fuente arqueándose en fractales, una enorme concha de diamante que, según he oído, alimenta una nueva especie de nave para la explotación minera de los cometas, relámpagos en el cielo mientras un módulo de control metereológico implanta energía, el todo exterior a mí. Tan silenciosa es esta habitación que oigo mi respiración, mi pulso, el susurro del pelo cuando mi cabeza se mueve en la almohada. Lo que me ocurre es una intensificación del conocimiento interior, hasta que pronto el exterior se transforma en fantasma.

Desciendo en mí misma. Todo mi pasado se extiende ante mí. De nuevo soy esclava, fugitiva, criada, líder, compañera; de nuevo amo y pierdo, soporto y sepulto. Me tiendo en una ladera soleada con mi hombre, en medio del dulce olor del trébol y el zumbido de las abejas, vemos pasar una mariposa; hace quinientos años. Hay borrones, lagunas. No sé si crecía liquen en esa piedra. Sí, el azar cuántico cobra su precio, pero lentamente, y puedo renovar lo que importa, aun mientras se renueva mi cuerpo. Una neuropéptida se enlaza con el receptor de una neurona... Ven. El pensamiento no es mío. Se vuelve mío. Soy conducida, me conduzco, hacia delante y hacia dentro.

Hasta aquí mi adiestramiento. Hoy estoy lista para la unión. No entro en la red. Nada se mueve salvo esos campos, funciones matemáticas, que el mundo percibe como fuerzas, partículas, luz, el mundo mismo. En cierto sentido la red entra en mí. O se despliega ante mí, y yo ante ella. Mi guía cobra forma. Ninguna silueta camina junto a mí, ninguna mano coge la mía. No obstante soy consciente del cuerpo, aunque debe de estar a medio planeta de distancia, tal como soy consciente del mío. Es una persona alta, esbelta, de ojos azules. Su personalidad es animosa y sensual. Una vez fuiste Flora (aprendo de ti), piensa. Entonces yo seré Faunus. Desea que nos reunamos más tarde con propósitos exploratorios. Esto es una mera onda en una inteligencia nacida de un cerebro donde ya no hay fallos. Él tiene el don de la empatía, lo cual puede ayudar en la iniciación de una neófita como yo. Tímida, cauta, ardientemente, el flujo de mi identidad se mezcla con la suya. Así conozco cada vez más todo el enlace. He estudiado una abstracción. Hoy estoy en la realidad, pertenezco a la realidad. Las corrientes circulan como oscilaciones, encrespándose, ahuecándose, formando nuevas olas. De ellas brincan figuras múltiples y cristalinas como copos de nieve, resplandores que se expanden por dimensiones múltiples, aletean, fluctúan, danzan en el cambio eterno; este lenguaje, esta música, me hablan. Lejos, inmanente, central, exterior, el gran ordenador sostiene la matriz de nuestros seres, los vivifica, los envía a sus órbitas y los llama a casa. Pero es a petición nuestra. Nosotros somos lo que ocurre, la unidad, el dios. Nosotros. Las mentes se estiran, se tocan, se unen. Aquí está Phyllis, mi maestra humana, quien me acompañó por primera vez a lo largo de los límites. Tengo su autoimagen, pequeña, oscura, de pelo largo, aunque opaca porque ella no está pensando en su cuerpo. Reconozco la dulzura, la paciencia, la firmeza. De pronto comparto su interés en la armonía táctil y en el láser-polo de microgravedad. Su tibieza me envuelve. Y aquí está Nils. Aun sin imagen ni nombre, reconocería esa risa. Somos buenos amigos, a veces fuimos amantes.

¿Nunca quisiste ser más que eso, Nils? ¿La inmortalidad y la invulnerabilidad generan temor a la permanencia?

Tú perteneces a una época muerta, querida. Debes liberarte de ella. Te ayudaremos.

¿Por qué siento frío, aquí donde el espacio es una ficción y el tiempo una inconstante?

No, esto no eres tú, Nils. No he captado antes tus pensamientos, pero sin duda no flotarían así, libres de toda emoción. Tienes razón. No estoy en la red. Éste es mi doble, la configuración simplificada de mi mente. Cuando me reúno con ella, me enriquezco mediante lo que ha aprendido mientras yo no estaba. (Cada vez te encontraba más obtusa y superficial No tenía valor para decírtelo, pero ahora no hay motivo para ocultarlo.)

La emoción me indica que Faunus —glándulas, nervios, toda la herencia animal— está físicamente enlazado conmigo.

Anímate, Flora. Tienes opciones ilimitadas. Evoluciona con nosotros.

Otra mente surge. También es incorpórea, pero para siempre. Cierta benevolencia resplandece aún (pues los recuerdos de pérdida y pesar resplandecen como sombras, aunque nadie los sienta) para exhortarme: Contempla. Fue un físico que soñaba con descubrimientos. Ya se había logrado la unificación, se había escrito la gran ecuación. Desafiante, él abrigaba sus esperanzas. Sabía muy bien que era improbable que alguna ley permaneciera desconocida, que algún experimento arrojara un resultado no explicado por la síntesis. Pero la prueba absoluta del conocimiento absoluto es imposible. Y si nunca tropezaba con un fenómeno esencialmente nuevo, el interjuego de los cuantos debía presentar sorpresas que él pudiera indagar.

El sistema de ordenadores se perfeccionó a sí mismo. Nada que ese hombre hubiera descubierto con sus más potentes y sutiles instrumentos estaba fuera del alcance del sistema. Podía predecir de antemano, con todo detalle, todo lo que él pudiera encontrar en los laboratorios. Su ciencia había llegado al final de la búsqueda. El hedonismo ocioso le desagradaba. Inventó un artefacto para cerrar el cuerpo mientras introducía en el sistema los programas de su mente.

¿Eres feliz?

Tu pregunta no tiene sentido. Estoy ocupado. Participo en operaciones, soy uno con los logros. Dispongo de tiempo para actuar a voluntad. Pues puede llevar una hora planificar el clima terrícola con un año de anticipación, con las medidas necesarias para frenar el caos; puede llevar un día diseñar una extensión de la Red o computar el destino de una galaxia a diez mil millones de años luz sobre la que se han acumulado datos suficientes; pero cada bit de información procesada es un acontecimiento, y para mí esas horas son como un millón de años o más. Luego puedo descender al ritmo del pensamiento humano y aprender qué ocurrió mientras estaba transfigurado. Medito sobre ello. Es pequeño pero interesante. Magnifícate, Flora, y al fin compartirás el esplendor, promete la sombra. Phyllis me da a entender que pocos desean semejante destino. Permanecerán orgánicos, aunque abiertos al cambio. El enlace es placer, entendimiento, desafío. Unidos, comprendemos lo que no podemos comprender individualmente, acerca de cada uno y del cosmos. Regresamos con nuestras revelaciones y las remodelamos por separado. Surgen nuevas artes, aptitudes, filosofías, gozos, novedades para las cuales no hay viejos nombres. Así nos ampliamos y nos realizamos. Ven. Inténtalo. Entrega lo que eres para averiguar qué eres. Me fundo con Phyllis, Faunus, el fantasmal Nils. Somos una identidad que no existía antes. Soy la esclava que ganó la libertad, maestra y deportista, fotoescultora y sibarita, matemática aficionada y atleta profesional. Necesitaremos muchas uniones para limar las asperezas y crear una sola criatura. Un torbellino, un giro, un paso en la danza. Otros han estado con nosotros. Me retiro y me fundo de nuevo. Soy una criada que llegó a reina, una habitante del mar con agallas, imaginadora profesional, personalidad artificial diseñada por la totalidad en conjunción con el ordenador...

Vuelan juntos, se pierden, la mente colmena arde y truena...

¡No! ¡Dejadme salir! Caigo por corredores largos y resonantes. El miedo aúlla a mis talones. Me persigue.

Estaba sola, salvo por el aparato médico que la cuidaba. Por un instante sólo tembló. El aliento le raspaba la garganta. La transpiración era fuerte. El terror se esfumó. La sensación de pérdida inefable que siguió fue más profunda y duradera. Sólo cuando eso también se disipó cobró fuerzas para sollozar. Lo lamento, Phyllis, Faunus, Nils, todos, dijo a la habitación vacía. Vuestras intenciones eran buenas. Yo quería integrarme, hallar sentido en este mundo vuestro. No puedo. Para mí, transformarme en lo que me debo transformar sería destruir todo lo que soy, todos los siglos y la gente olvidados por todos los demás y la camaradería secreta que me formó. Nací demasiado temprano para vosotros. Ahora es demasiado tarde para mí. ¿Podéis entenderlo, y perdonarme?

9

Se reunieron en la realidad. No se puede abrazar una imagen. La fortuna los favoreció. Pudieron usar una casa de la reserva de control del lago Mapourika, en la isla Sur de lo que Hanno aún llamaba Nueva Zelanda. El tiempo era tan acogedor como el lugar. Se reunieron alrededor de una mesa de picnic. Hanno recordó una reunión similar bajo otro cielo, mucho tiempo atrás. Aquí la hierba bajaba hacia aguas remansadas que reflejaban el bosque y las blancas montañas. Las fragancias del bosque crecían mientras se elevaba el sol. Desde el cielo llegaba el canto de los pájaros.

Los ocho compartían la serenidad de la mañana. El día anterior habían tronado las pasiones. En la cabecera de la mesa, Hanno dijo:

—Tal vez no sea necesario que hable. Parece que estamos de acuerdo. No obstante, es preciso conversar con calma antes de tomar una decisión.

»No tenemos un hogar en la Tierra. Hemos intentado adaptarnos, y la gente intentó ayudarnos, pero al fin afrontamos el hecho de que no podemos ni podremos nunca. Somos dinosaurios en la era de los mamíferos. Aliyat sacudió la cabeza.

—No, somos humanos —declaró amargamente—. Los últimos que quedan con vida.

—Yo no diría eso —replicó Macandal—. Ellos están cambiando con una celeridad que nos deja rezagados, pero yo no sería tan presuntuosa como para definir qué es humano.

—Irónico —suspiró Svoboda—. ¿Lo habríamos previsto? Un mundo donde al fin pudiéramos darnos a conocer sería necesariamente un mundo totalmente distinto de todo lo anterior.

—Autocomplaciente—dijo Peregrino—. Volcado en sí mismo.

—Tú también eres injusto —respondió Macandal—. Están sucediendo cosas increíbles. Simplemente, no son para nosotros. La creatividad, el descubrimiento, se han desplazado hacia... el espacio interior.

—Quizá —susurró Yukiko—. ¿Pero qué encuentran allí? Vacío. Falta de sentido.

—Desde tu punto de vista —replicó Patulcio—. Admito que yo también soy desdichado, por mis propias razones. Aun así, cuando los chinos dejaron de recorrer los mares, bajo los Ming, no dejaron de ser artistas.

—Pero ellos ya han navegado más —dijo Tu Shan—. Hoy los robots nos hablan de un sinfín de nuevos mundos entre los astros, y a nadie le importa.

—La Tierra es muy especial, como debimos suponer desde siempre —le recordó innecesariamente Hanno—. Por lo que sabemos, el planeta más cercano donde podrían vivir seres humanos en un ámbito natural está a casi cincuenta años-luz. ¿Para qué montar un enorme esfuerzo para enviar a un puñado de colonos tan lejos, tal vez hacia su condenación, cuando todos están satisfechos aquí? —Para que de nuevo pudieran..., pudiéramos vivir nuestra vida en nuestro propio suelo —dijo Tu Shan.

—Una comunidad —intervino Patulcio.

—Si fracasamos, podemos buscar en otra parte —dijo Svoboda—. Cuando menos, allá seríamos humanos, actuando y arriesgándonos por nuestra cuenta. Dirigió a Hanno una mirada desafiante. Los demás también se volvieron hacia él. Aunque hasta entonces Hanno no había mencionado sus intenciones, sus palabras no sorprendieron a nadie. Aun así, fueron como una espada desenvainada de golpe.

—Creo que puedo conseguir una nave.

10

La conferencia no era una reunión de personas, ni siquiera de imágenes. La representación de Hanno recorrió el globo y sus ojos vieron caras fluctuantes, pero esto era un mero suplemento, un diminuto ingreso de datos adicionales. Algunas de las otras mentes estaban enlazadas por ordenador, o en contacto directo entre sí, en ocasiones o todo el tiempo. Otras eran electrónicas. Él no pensaba en ellas por el nombre, aunque conocía nombres, sino por la función; y la misma función a menudo hablaba con diferentes voces. Aquello a lo que Hanno se enfrentaba, aquello que lo envolvía, eran los intelectos que regían el mundo. Hemos recorrido un largo camino desde Richelieu, pensó Hanno. Ojalá no lo hubiéramos hecho.

—Sí, es posible construir esa nave espacial —dijo el Ingeniero—. De hecho, se dibujaron diseños preliminares hace más de un siglo. Se indicaba la magnitud de la empresa. Precisamente por eso no se llevó a cabo.

—No puede ser muy distinta de la que usé para recorrer el Sistema Solar —protestó

Hanno—. Y las naves reboticas ya alcanzan la velocidad de la luz.

—Tendrías que haber estudiado el tema con más detenimiento antes de elevar tu propuesta.

Hanno se mordió el labio.

—Lo intenté.

—Es transhumanamente complejo —concedió el Psicólogo—. Incluso nosotros nos valemos sólo de un resumen semitécnico.

—Los principios básicos son obvios —dijo el Ingeniero—. Los robots no necesitan soporte vital ni las comodidades necesarias para la cordura humana. La protección que requieren es mínima. Pueden Utilizar un transporte estelar de masa muy baja, con pequeña capacidad de carga. No obstante, cada uno representa una inversión sustancial, sobre todo en antimateria.

—«Inversión» significa recursos desviados de otros usos —observó el Economista—. La sociedad moderna es productiva y rica, pero no infinitamente. Hay proyectos más inmediatos, y muchos opinan que deberían iniciarse.

—El mero tamaño del universo nos derrota —suspiró el Astrónomo—. Reflexionemos. Hemos recibido las primeras emisiones de robots que han viajado ciento cincuenta años luz. Pasará más tiempo antes de que tengamos noticias de los que enviamos más lejos. La presente esfera de comunicación contiene alrededor de cuarenta mil estrellas, demasiadas para enviar una nave a cada una, sobre todo cuando la vasta mayoría son enanas rojas opacas o subenanas frías. Los soles demasiado disímiles de Sol nos han defraudado. Es verdad que el torrente de descubrimientos científicos ya supera la celeridad con que podemos asimilarlos; pero el público no ve en ellos nada estimulante, nada que se pueda considerar una revelación revolucionaria.

—Sé todo eso, claro que lo sé... —balbució Hanno.

—Pides una nave tripulada que pueda alcanzar las mismas velocidades —interrumpió el Ingeniero—. Concedo que, por muy longevo que seas, otra cosa no tendría sentido. Aun para un puñado de personas, sobre todo si aspiran a fundar una colonia, el casco debe ser espacioso, con la masa correspondiente; y la masa de sus necesidades excederá esa cifra por un factor enorme. Esas necesidades incluyen sistemas láser y sistemas magnetohidrodinámicos capaces de protegerlas contra la radiación y de absorber suficiente gas interestelar para el motor de reacción. El motor, a su vez, consumirá una cantidad de antimateria que agotará nuestras reservas en el Sistema Solar durante años. No se produce con rapidez ni con facilidad.

»Más aún, las naves robóticas están estandarizadas. El diseño que tienes en mente exige partir desde cero. El trabajo preliminar almacenado en la base de datos indica cuánta capacidad informática consumirá..., la suficiente para impedir otras operaciones. Asimismo, la producción no puede utilizar partes ni instalaciones existentes. Hay que crear nuevas plantas nanotecnológicas y mecánicas, y toda una nueva organización. El tiempo entre el inicio y la partida puede durar una década, durante la cual, diversos elementos de la sociedad soportarán notables inconvenientes.

»En síntesis, deseas imponer un gran coste a la humanidad con el objeto de enviar a unos pocos individuos a un planeta distante que quizá sea habitable. Sí, pensó Hanno, es una empresa que haría palidecer las pirámides. Y al cabo de un tiempo los faraones dejaron de construir pirámides. Era demasiado costoso. Nadie estaba ya interesado.

—Estoy al corriente de lo que habéis explicado —declaró en voz alta, con una sonrisa forzada—, al menos de manera general. También sé que el mundo actual puede realizar la tarea sin imponer penurias a nadie. No seáis despectivos. Debéis hallar algún mérito en mi idea, de lo contrario no celebraríamos esta reunión.

—Los supervivientes sois únicos —murmuró el Artista—. Aún hoy conserváis cierto atractivo, y un interés especial para quienes se preocupan por nuestros orígenes.

—¡Y nuestro destino! —exclamó Hanno—. Hablo del futuro, el de toda la humanidad. La Tierra y el Sol no durarán para siempre. Podemos volver inmortal a nuestra especie.

—La humanidad se las verá con los problemas geológicos cuando aparezcan —dijo el Astrónomo—. No surgirán durante miles de millones de años. Hanno se abstuvo de comentar: Creo que todo lo que llamamos humano ya estará extinguido, aquí y entonces. ¿Muerte, transfiguración? Lo ignoro. No me importa.

—La idea de una colonización interestelar en gran escala es ridícula —sentenció el Economista.

—Si se pudiera hacer —sugirió el Astrónomo—, ya se habría hecho, y lo sabríamos. Sí, he oído ese argumento una y otra vez, desde el siglo veinte en adelante. Si existen los Otros, ¿dónde están? ¿Por qué sus robots exploradores, al menos, nunca visitaron la Tierra? Nosotros demostramos interés suficiente para estudiar a esos sapiens primitivos que hemos encontrado. Lo poco que aprendimos influyó en nuestro pensamiento, nuestras artes y nuestros espíritus de manera sutil, tal como África influyó en Europa cuando el hombre blanco la exploró. Si tan sólo la vida y la conciencia no fueran tan infrecuentes, tan incidentales o accidentales. Creo que hoy estaríamos allá, buscando, si no hubiéramos palpado esa fría soledad. No obstante, los Otros existen.

—Debemos ser pacientes —continuó el Astrónomo—. Parece obvio que Ellos existen. Con el tiempo, los robots llegarán allá; o quizás establezcamos comunicaciones directas antes.

A través de siglos luz. Semejante demora entre la pregunta y la respuesta.

—No sabemos cómo son —dijo Hanno—. Cómo son los diferentes Ellos. Habéis leído mi propuesta escrita, ¿verdad? Recapitulé todos los viejos argumentos, y se resumen en esto: no sabemos. Pero sí sabemos de qué somos capaces.

—Los límites de la factibilidad están contenidos dentro de los límites de la posibilidad

—declaró el Economista.

—Sí, hemos estudiado tu informe —añadió el Sociólogo—. Las razones que das para efectuar esta empresa son lógicamente inadecuadas. Es verdad que algunos miles de individuos creen que les agradaría ir. Se sienten frustrados, desconcertados, desplazados, confinados, insatisfechos. Sueñan con un nuevo comienzo en un nuevo mundo. La mayoría de ellos son inmaduros y lo superarán. Y del resto casi todos son visionarios que recularían asustados si se les ofreciera la oportunidad en la realidad. Te quedan algunas veintenas por cuya comodidad emocional quieres que toda la sociedad pague un alto coste en sustento común.

—Son los que importan.

—¿De veras, cuando son tan egoístas que someterán a sus descendientes (pues se reproducirán si sobreviven) a peligros y privaciones?

Hanno sonrió con hostilidad.

—Todos los padres tomaron siempre esa decisión. Está en la naturaleza de las cosas.

¿Negaríais a vuestra especie las oportunidades, los descubrimientos, los nuevos modos de pensar, trabajar y vivir que esta civilización obstruye?

—Tienes algo de razón —concedió el Psicólogo—. No obstante, debes reconocer que el éxito no está garantizado. Por el contrario, es una apuesta peligrosa. Aún no está demostrado que ese puñado de planetas con ámbito y bioquímica parecidos a los terrícolas no constituyan una trampa mortal a largo plazo.

—Podríamos ir más lejos si es necesario. Tenemos tiempo. Lo que necesitamos es utilizarlo en algo que merezca la pena.

—Sin duda hallaríais maravillas —dijo el Artista—. Tal vez podríais entenderlas y comunicarlas de maneras que no son posibles para los robots. Hanno asintió.

—Sospecho que la vida inteligente sólo se puede comunicar plenamente con sus iguales. Tal vez me equivoque, ¿pero cómo lo sabremos sin intentarlo? Incorporamos nuestras limitaciones y las limitaciones de nuestro conocimiento a las máquinas y sus programas. Sí, aprenden, se adaptan, se modifican según la experiencia; las mejores piensan, pero siempre como máquinas. ¿Qué sabemos sobre las experiencias que ellas no pueden manejar? Quizá la teoría científica esté completa, quizá no, pero en todo caso nos aguarda un vasto universo. Demasiado vasto y pleno para que resulte previsible. Necesitamos más de una raza de exploradores. El ingeniero frunció el ceño.

—Conque insistes en tu petición. ¿Creías que los argumentos eran nuevos? Los han citado una y otra vez, y fueron rechazados por insuficientes. La probabilidad de éxito y el valor de todo éxito que se alcanzara son demasiado leves en relación con el coste. Hanno se inclinó hacia delante. Parecía un acto extraño en esa conversación incorpórea.

—Aún no he citado mi nuevo argumento —dijo—. Esperaba que no fuese necesario. Pero... la situación ha cambiado. Tratáis con nosotros, los supervivientes. Vosotros lo habéis dicho, somos únicos. Aún tenemos nuestro prestigio, nuestra mística, nuestros seguidores..., nada importante, no, pero sabemos usar esas cosas. En mi caso, recuerdo modos de armar alboroto ante los poderes constituidos. Fui un experto en eso, en los tiempos antiguos.

«Claro, un moscardón. Podéis ignorarnos. Si es preciso, podéis destruirnos. Pero eso os costará. Despertará interrogantes perturbadores. No se disiparán, porque habéis abolido la muerte y las bases de datos no olvidan. Vuestro mundo ha funcionado sin problemas durante tanto tiempo que podéis creer que el sistema es estable. No lo es. Nada humano lo fue jamás. Leed Historia. El torbellino y la violencia, los arrecifes ocultos donde muchos imperios encallaron con su orgullo, sus sueños y sus dioses. El Psicólogo habló con acerada impavidez:

—Es verdad que la sociodinámica es matemáticamente caótica.

—No quiero amenazaros —declaró Hanno—. De hecho, yo también temería el resultado. Podría ser pequeño, pero podría ser enorme. En cambio... —rió forzadamente—, los descontentos fueron siempre un producto de exportación favorito de los gobiernos. Y será una empresa aventurera y romántica en una época en que la aventura y el romanticismo han desaparecido excepto en los espectáculos de sombras electrónicas. La gente la disfrutará, la respaldará... el tiempo suficiente para que parta la nave. Las celebraciones en vuestro honor os resultarán muy útiles en cualquier otra cosa que hagáis. Luego... —extendió las palmas—, quién sabe. Tal vez sea un fracaso total. Tal vez sea una abertura hacia todas partes. Un silencio vibrante.

La calma del Administrador fue como un puñetazo.

—Habíamos previsto tu reacción, también. Hemos sopesado los factores. La decisión es positiva. La nave se lanzará.

¿Así, sin más? ¿En un solo instante, la victoria?

Bien, pero los ordenadores pueden haber reflexionado el equivalente de miles de años humanos mientras yo hablaba.

¡Oh, Colón!

—Hay condiciones. Aun con animación suspendida, la masa de una cincuentena de colonos, con provisiones y equipo, es excesiva, cuando las probabilidades son tan pobres. Los ocho supervivientes iréis solos. Desde luego, tendréis un complemento de robots, incluidos los modelos sin personalidad, inteligentes y versátiles pero dóciles, hacia los que no podéis desarrollar hostilidad. Contaréis con el material que sea necesario. Si vuestra empresa prospera, quizá muchos más os sigan algún oía en naves más lentas. Espero que esto te parezca razonable.

—Sí... —Y el simbolismo de la decisión, astuto. Por Dios, me alegrará escabullirme de un sistema que lo calcula todo. Pero no debía ser ingrato.

—Sois muy generosos. Siempre lo habéis sido con nosotros. Gracias, gracias.

—Agradéceselo a la sociedad. Tú piensas como si fuéramos reyes, pero el poder personal es obsoleto.

Supongo que es verdad. Tan obsoleto como el alma personal.

—Más aún —continuó el Administrador—, no iréis al planeta sugerido en tu informe. Está a menos de cincuenta años luz, pero las diferencias de distancia en ese orden de magnitud son irrelevantes cuando se viaja a velocidades relativistas. Es el más conocido de los candidatos terrestroides, y por lo tanto el más prometedor. Pero existen otras consideraciones. Hablaste de exploración. Pues bien, exploraréis.

»El sol y el planeta escogidos se hallan en Pegaso, cerca del límite actual de nuestra esfera de comunicaciones. Recordarás que en esa dirección, a mil quinientos años luz de aquí, está la más cercana de esas fuentes de radiación que pueden ser civilizaciones de alta energía.

»No sabemos si en verdad existe tal cosa; las anomalías abundan. Tampoco sabemos si vuestra presencia puede adelantar significativamente la fecha de contacto. Es posible que no, pues los robots en ruta sólo han informado sobre fenómenos naturales en su marcha. Viajar a ese planeta significa que afrontaréis más incógnitas, y por ende más peligros..., aunque recibiremos información adicional sobre ello mientras vuestra nave se construye. Pero, asignando los pesos más plausibles a las diversas incertidumbres e imponderables, llegamos a la conclusión de que es mejor que vuestra expedición enfile hacia vecinos comparables a nosotros. Tiene sentido, debí pensarlo de antemano. Pero soy un sólo hombre. Somos sólo ocho, vulnerables humanos de carne y hueso.

—¿Tú y tus colegas aceptáis estos términos?

—Sí.

Sin reservas, sí.

11

Adiós a la Tierra. Algo queda de lo que fue alguna vez: un enclave, una reserva, una restauración, criaturas pequeñas en recovecos, gente simple, arcaísmos. La mayoría de las personas son gráciles. Otorgan autorización, se retiran para crear soledad o se unen en camaradería, dan lo que pueden dar en estos últimos días. El océano ruge, crece, sube y baja. Las olas tienen mil matices de verde y arrugas en el lomo, con crines blancas sobre los abruptos huecos. El barco se mece en su vaivén, los aparejos cantan, las velas se tensan. Estridente y helado, el viento es salobre. Se acerca el tiempo de la cosecha. Leguas de trigo dorado susurran en la brisa ondulante. Las abejas zumban en un prado de tréboles cuyo olor dulzón impregna el aire. A cierta distancia descansan vacas de vivido color rojo, junto a un castaño cuya copa atrapa y refleja la luz. Un terrón tibio se desmenuza en la mano. El fulgor de las velas vuelve las caras tan suaves como la música danzarina, arroja su luz sobre la plata, la porcelana, el lino. En altas copas, burbujean las gemas del champán. Cosquilleos en el paladar. Risas ligeras alrededor de la mesa. Sopa cremosa, con el sabor picante del puerro. La fragancia de los próximos platos flota como la promesa de una francachela que durará hasta el alba. La roja pared del cañón se eleva hacia el cielo índigo. La cruzan estrías milenarias. Peñascos azotados por el viento asoman en la ladera, pero hoy sopla con tanta calma que el graznido de un cuervo vibra en el calor. Esa negrura aletea sobre el aroma de la salvia y el enebro achaparrado, que se aferra al suelo. El verdor es menos ralo en el fondo donde reluce y susurra un arroyuelo. Aunque los peregrinos ya no acuden al altar, una especie de piedad trasnochada lo mantiene, y abundan los recuerdos. Cerca del portal, un antiguo ciprés se aferra a una cornisa, delineado en nudosa y plateada austeridad. Desde allí se ve la montaña, más allá de un peñasco hendido por una cascada, más allá de bosquecillos y terrazas y un tejado curvo, hacia las brumas del alba, que llenan el valle y hasta las azules alturas. El aire está fresco. De pronto llama un cuclillo. Ha parado el chubasco. Las gotas chispean en el bosque de abedules, en las hojas que tiritan arriba, en el helecho y el musgo. Los blancos troncos se elevan esbeltos como muchachas desde las sombras. Más adelante, juncos, un lago, un ciervo que mira a su alrededor sobresaltado y se aleja dando brincos. El musgo es blando y húmedo. Los aromas son verdes.

Las cosas y lugares se pueden recobrar en el futuro, pero como ilusión, una danza fantasmal de electrones, fotones, neutrones. He aquí la realidad palpable. Esta imagen de la pared vino de un puesto ribereño de tiempo atrás, aquélla se tomó cuando la gente usaba cámaras. La mesa es igualmente vieja, con la madera señalada por el uso y con dos quemaduras de cigarro. El resto del mobiliario también es acogedoramente decrépito. El libro tiene peso, sus páginas manchadas se quiebran entre los dedos, el nombre garabateado en la solapa está borroso, pero no olvidado. Ya no hay cementerios. La muerte es demasiado rara, la tierra demasiado preciosa. Los documentos funerarios de los humildes duraban poco de todos modos. Uno busca a tientas —en una ciudad que se ha vuelto exótica, en un retazo de campiña donde la hierba y las flores silvestres han recobrado los cultivos— y se queda allí un rato, sin sentirse solo, antes de musitar:

—Ahora adiós, y gracias.

12

El fuego creaba un viento que impulsaba la Piteas. El Sol se encogía a popa, despacio al principio, bajo la aceleración lenta, apenas un astro más brillante cuando la nave se aproximó a Júpiter.

Las estrellas llenaban esa vasta noche con fulgores radiantes y parejos, blancos, azulados, amarillentos, rojizos. La Vía Láctea surcaba el firmamento como un río de escarcha y luz. Las nebulosas relucían en la muerte y el nacimiento de los soles. Al sur resplandecían las Nubes de Magallanes. Exquisita en la lejanía, titilaba una galaxia en espiral.

Hanno y Svoboda miraban el espléndido cielo desde el centro de mando.

—¿En qué piensas? —preguntó Hanno.

—En los grandes virajes —respondió Svoboda en voz baja.

—¿Qué?

—Esta maniobra que debemos realizar. Claro que no es absolutamente irrevocable. Aún podríamos regresar..., nos queda tiempo, ¿verdad? Pero lo que ocurrirá pronto, el cambio de curso, es como..., no sé. Ni el nacimiento ni el matrimonio ni la muerte. Algo igualmente extraño.

—Creo entenderte —asintió— aunque soy un pragmático incorregible. Peregrino, por cierto, te entiende. Me comentó que él y Corinne planean una ceremonia. Tal vez todos debiéramos asistir. Svoboda sonrió.

—Rito de pasaje —murmuró—. Debí darme cuenta de que Peregrino lo entendería. Espero que me reserve un papel. Hanno frunció el ceño. Todos habían formado parejas informales y más o menos tácitas, Hanno con Svoboda, Peregrino con Macandal, Patulcio con Aliyat, Tu Shan y Yukiko renovando su alianza. Claro que todos habían tenido relaciones mutuas. Era inevitable que hubieran cambiado en ocasiones, durante la prolongada duración de su mascarada. Pero desde entonces habían estado más separados que juntos. ¿A cuántos peligros emocionales se enfrentaban en este viaje? Quince años de travesía, sin saber qué aguardaba al final...

Al margen de las separaciones, una pareja adquiría bastante sensibilidad mutua al cabo de siglos. Svoboda cogió la mano de Hanno.

—No te preocupes —le dijo en el inglés americano que era la lengua muerta favorita de ambos—. Sólo tengo en mente un... acto solemne. Necesitamos salir de nosotros mismos. Es un error llevar nuestras mezquindades a las estrellas.

—Pero lo haremos —dijo Hanno—. No podemos evitarlo. ¿Cómo puedes evitar ser lo que eres?

13

Los campos protectores desviaron la radiación de partículas cuando la Piteas rozó

Júpiter. El planeta apoyó su manzana gravitatoria en la nave y la arrancó de la eclíptica, impulsándola al norte, hacia Pegaso. A bordo sonaba un tambor, se celebraba una danza, una canción invocaba a los espíritus. A distancia segura, salieron los robots. Trabajando alrededor del casco, desplegaron estructura con la pala y la cámara flamígera. A estas alturas, el impulso del motor cohete les había dado considerable velocidad. La interacción con el medio interestelar cobraba relevancia. Por pautas terrícolas ese medio era un vacío que promediaba un átomo por centímetro cúbico, sobre todo de hidrógeno. Pero un ancho embudo viajando a gran velocidad recogería mucha materia. Cuando los robots regresaron adentro, la Piteas semejaba un torpedo atrapado en la red de un pescador gigante. Los tripulantes enfocaron el haz láser hacia la Tierra, pronunciaron pequeños discursos, recibieron buenos augurios ceremoniales. Los iones y energías que los rodearían pronto bloquearían las comunicaciones electromagnéticas. Los neutrinos modulados atravesaban esa barrera y la Piteas podía recibirlos, pero los haces que podía irradiar se dispersaban demasiado pronto. La enorme instalación que era capaz de despachar un mensaje identificable a cientos o miles de años luz se fijó en su sitio, apuntando a blancos remotos que tal vez al final respondieran. A través y más allá de la red, hasta miles de kilómetros, los campos cosechadores cobraron existencia. Sus intrincadas, potentes y precisas fuerzas se entrelazaron, una configuración cambiante modelada por los ordenadores de control y lo que ellos recibían por los sensores. Nuevos haces láser brotaron como espadas de la proa de la nave, separando los electrones del núcleo. Los campos capturaron el plasma y lo barrieron hacia atrás, lejos del casco; el impacto sobre el metal habría liberado rayos X en una concentración letal. El gas fue a popa, hacia la cámara flamígera, que era un vórtice magnetohidrodinámico.

Otro motor inmaterial liberó parte de la antimateria que llevaba suspendida, la ionizó, la descargó en el remolino y el gas estelar. Las partículas chocaron, se aniquilaron, se transformaron en energía, la conversión máxima, nueve veces 1020 ergios por gramo. Esa furia encendió reacciones de fusión en otros protones, y las continuó. Detrás del escudo de popa de la Piteas ardía un sol diminuto. Impulsados por ese sol, los campos arrojaban el plasma hacia atrás. La reacción empujaba la nave. La tripulación recobró el peso, una gravedad terrestre de aceleración, novecientos ochenta centímetros por segundo añadidos cada segundo a la velocidad. Con esa aceleración creciente, en menos de un año los viajeros recorrerían medio año luz de distancia, y se acercarían a la velocidad de la luz.

14

Nada natural podía guiar esa nave. Se guiaba a sí misma, un conjunto de sistemas conectados en una unidad tan compleja como un organismo viviente, manteniendo un movimiento externo y un ámbito interno. Los humanos se transformaron en pasajeros que ocupaban su tiempo como mejor podían. Los aposentos eran crudamente funcionales, ocho cámaras individuales, un gimnasio, un taller, una cocina, un comedor, una sala común, instalaciones auxiliares como cuartos de baño y una cámara de sueños. Volver esos aposentos más acogedores complacía a quienes tenían ese talento. Yukiko propuso comenzar por la sala común.

—Es donde estaremos juntos —dijo—. No sólo para buscar diversión y compañía. También para compartir problemas, comunión o adoración. Hanno asintió.

—Nuestra plaza del mercado —convino—. Y los mercados comenzaron con templos.

—Bien —advirtió Tu Shan—, será mejor que planifiquemos las cosas para que la decoración no interfiera con el uso. Los tres se reunieron allí una noche. La nave mantenía el inmemorial ciclo terrícola de día y noche, el reloj cuyo ritmo regía la vida y su evolución. Gradualmente cobraría el ritmo del mundo de destino. Habían cenado y los demás se habían ido a descansar o a recrearse. En el corredor, el crepúsculo se disolvía en la oscuridad. Pronto se encenderían las suaves y espaciadas luces de los pasillos. Tu Shan colgó una caja de soportes que él había forjado, con forma vegetal.

—Pensé que primero tallaríamos decoraciones allí—señaló Hanno.

—Quiero ponerle tierra y cultivar flores —explicó Tu Shan—. Luego haré una baranda ornamental y la añadiré.

Yukiko le sonrió.

—Sí, tú necesitas flores —convino—. Cosas vivas. —Bajo sus manos crecía una pintura mural, un paisaje con colinas, una aldea, bambú, un cerezo floreciente en primer plano.

—Tallaré la baranda con formas de animales. —Tu Shan suspiró— Lástima no tener animales a bordo. —Sus patrones ADN reposaban en el banco de datos. Algún día, si todo andaba bien, habría síntesis, tanques de cultivo, liberación.

—Sí, echo de menos los gatos de mi nave —admitió Hanno—. Pero un marinero se acostumbraba a prescindir de muchas cosas. Así era más feliz al regresar a la costa. —Entrelazaba cuerdas en nudos que colgaría de ciertas partes. El diseño fenicio armonizaría con el motivo asiático. Echó una ojeada al mural—. Es adorable. Yukiko inclinó la cabeza.

—Gracias. Una mala copia, me temo, de lo que recuerdo de un edificio que pereció hace siglos..., antes de que las cosas se registraran para evocarlas a voluntad con imágenes sensorias totales.

—Tendrías que haberlo hecho en la Tierra.

—Nadie parecía interesado.

—¿O habías perdido el ánimo? No importa. Lo emitiremos desde nuestro planeta. Es tan especial como lo que podamos encontrar allá. —Su identidad física había ido tiempo atrás al banco de datos, y los materiales a los procesadores nanotecnológicos, para ser convertidos en lo que se necesitara para el próximo proyecto. Aliyat sostenía que la idea era tonta. Nadie quería pasar quince años mirando una imagen inmutable. ¿Para qué hacerla, destruirla y reemplazarla cuando los paneles de proyección podían crear al instante miles de simulacros?

—Creo que, antes de llegar, nuestros amigos aceptarán que verdaderamente esta obra valía la pena —añadió Hanno.

—Amablemente me permiten dedicarme a mi pasatiempo —dijo Yukiko.

—No, vale la pena por sí misma. Es más que un pasatiempo. Podríamos inventar muchas otras diversiones. Sin duda lo haremos. Si es necesario, podemos limitarnos a esperar. Un año transcurre rápidamente cuando has vivido cientos o miles.

—A menos que sucedan muchas cosas —observó Tu Shan. Hanno asintió.

—Es verdad. No pretendo entender a qué aluden los físicos al hablar de tiempo. Pero para la gente no se trata de tantas unidades de medida, sino de acontecimientos y experiencias. Un hombre que actúa intensamente y muere joven ha vivido más tiempo que uno que envejeció en una dócil monotonía.

—Tal vez el viejo buscaba el camino hacia la sabiduría —aventuró Yukiko. Bajó el pincel. Añadió con tono preocupado—: Para mí, nunca fue posible. Mis años de tranquilidad terminaban por ser una carga. Es el castigo de no envejecer. El cuerpo no afloja las riendas del espíritu.

—La naturaleza nos destinó a morir, a dejar el paso libre, a legar nuestras adquisiciones a las nuevas generaciones —reflexionó Tu Shan—. Pero la naturaleza forjó nuestra especie. ¿Somos monstruos, engendros? Hoy todos son como nosotros. ¿Debe ser así? ¿O el precio será el alma de la especie?

Hanno seguía trabajando con sus nudos.

—Lo ignoro —respondió—. Ni siquiera sé si tus preguntas significan algo. Los supervivientes somos únicos. Nacimos en medio de la vejez y la muerte. Las esperábamos para nosotros.

»Las soportamos una y otra vez en todos los que amamos, hasta que nos encontramos unos a otros; y allí no terminaron las pérdidas. El mundo primitivo nos modeló. Mirad lo que hacemos aquí. Tal vez por eso viajamos a las estrellas. Somos la gente más vieja que existe, pero quizá también seamos los últimos niños.

15

Una cabina sólo tenía espacio para un asiento, una cómoda que también oficiaba de escritorio con terminal, y una litera; pero la litera tenía anchura para dos. Patulcio había pegado estampas en las paredes, escenas que ya no existían en las ciudades. El equipo sónico emitía un murmullo de jazz del siglo veinte. Era la única clase de música en la que él y Aliyat se ponían de acuerdo. Los estilos posteriores eran demasiado abstractos para ella, las más antiguas melodías del Próximo Oriente evocaban malos recuerdos. Yacían juntos, compartiendo tibieza y sudor. Pero la pasión de Patulcio siempre se agotaba deprisa; le agradaba remolonear un rato después, fantaseando o charlando, antes de dormirse o ir en busca de un refrigerio. Aliyat se sentó, se abrazó las rodillas, bostezó.

—Me pregunto qué ocurrirá ahora en casa —le dijo.

—Por lo que sé, «ahora» significa muy poco para nosotros... ahora —respondió él con su habitual parsimonia—. Significará cada vez menos, cuanto más nos alejemos y a mayor velocidad.

—No importa. ¿Por qué no pueden permanecer en contacto?

—Ya sabes. Nuestro motor impide que penetren sus haces. Ella lo miró de soslayo. Él tenía las manos en la nuca, los ojos en el techo raso.

—Claro, pero los... neutrinos.

—Esas instalaciones son limitadas.

—Sí —dijo Aliyat con amargura—. No valía la pena construir otras para nosotros. Pero apuntando a una estrella que está a un millón de años luz... Patulcio sonrió.

—No tanto. Aunque por cierto está a considerable distancia.

—¿A quién le importa? A fin de cuentas, sólo reciben un material que no pueden descifrar. Ni siquiera creen que esté destinado a nosotros, ¿verdad?

—Sí y no. Es razonable suponer que son mensajes dirigidos «a quien corresponda». A cualquiera que esté escuchando. ¿Pero por qué los remitentes serían tan semejantes a nosotros como para que pudiéramos descifrar los códigos? Además es muy posible que sean robots. Quizás estemos detectando señales destinadas a atraer más robots..., como los que nosotros enviamos hacia ellos. Aliyat tiritó.

—¿No hay nada vivo allá?

—Lo dudo. ¿Lo has olvidado? Son los lugares extraños de la galaxia. Agujeros negros, nebulosas en condensación, matrices libres... ¿Es ése el termino? La cosmología moderna me desconcierta. Pero sin duda son ámbitos peligrosos, generalmente letales. Al mismo tiempo, cada cual es único. Sin duda todas las civilizaciones con navegación estelar envían robots para investigarlos. Se encuentran donde al cabo se reunirán las máquinas de todos. Por lo tanto, tiene sentido que las que ya están allá envíen mensajes para atraer a otras. Siempre fueron los lugares más probables para hallar indicios de inteligencia, los mejores para que apuntáramos nuestros instrumentos.

—¡Lo sé, lo sé! —protestó Aliyat.

—En cuanto a por qué no hemos recibido ningún mensaje inequívoco de las civilizaciones originarias...

—¡No importa! ¡Quería una bocanada de aire, no una conferencia! Patulcio volvió la cara hacia ella. Arrugó las gruesas facciones.

—Lo lamento, querida. El tema me resulta fascinante.

—También me lo resultaría a mí, si ya no hubiera oído todo esto, una y otra vez. Si se pudiera decir algo nuevo.

—Y si lo dijera alguien nuevo, ¿eh? —preguntó él con tristeza—. Te aburro, ¿verdad?

Ella se mordió el labio.

—Estoy irritable.

Él eludió señalar que Aliyat no había respondido a la pregunta, pero habló con voz más incisiva.

—Sabías que dejabas atrás el torbellino social. Ella asintió bruscamente.

—Desde luego —replicó—. ¿Crees que no aprendí a esperar, ya en Palmira? Pero eso no quiere decir que me agrade. Movió las piernas, se levantó, cogió la bata que había dejado colgada de un gancho.

—Además, no tengo sueño. Iré a relajarme a una caja de sueños. —Dando a entender que él no la había satisfecho, que ella había fingido. Él se incorporó.

—Vas con demasiada frecuencia —protestó sin convicción.

—Es cosa mía. —Aliyat se puso la bata, se detuvo un instante, lo miró a los ojos y desvió la vista hacia otra parte.

—Lo lamento, Gneo. Me estoy portando como una zorra. Deséame mejor humor mañana, por favor. —Se inclinó para acariciarle el vello del pecho antes de partir, descalza como había ido. La superficie de la cubierta era blanda y mullida, casi como césped.

El corredor estaba vacío y poco iluminado a esas horas. La ventilación era como una brisa susurrante. Aliyat dobló un recodo y se detuvo. Peregrino también se detuvo.

—Hola—dijo Aliyat en inglés americano—. Hace mucho tiempo que no te veo. —Sonrió—. ¿Adonde ibas?

16

Cuanto más se acercaba la. Piteas a la velocidad de la luz, más disímiles se volvían la nave y el universo exterior. A nadie le interesaba mirar mucho tiempo por los visores. El interior del casco se transformó en un conjunto de cuevas, lugares tibios, brillantes y acogedores. Escapaban del apiñamiento en los trabajos que podían descubrir o realizar; en deportes, juegos, ejercicios, lecturas, música, espectáculos, distracciones tradicionales; en las pseudovidas que el ordenador generaba para quienes se enlazaban con él.

Las circunstancias no eran malas. La mayor parte de la humanidad, durante la mayor parte de la historia, las habría considerado paradisíacas. Aun así, como una vez había insinuado Hanno, era una suerte que para los inmortales un año pudiera ser un período breve. Y tal vez eso fuera especialmente cierto de los supervivientes. ¿Algún humano moderno había vivido el tiempo suficiente? ¿Alguno aprendería cómo afrontar tiempos difíciles, especialmente los tiempos difíciles del espíritu? ¿Era una duda subliminal sobre eso la razón subyacente por la cual nadie se había aventurado en semejante viaje?

Fuera como fuese, empezaron a amar los desafíos. Feacia —Hanno sugirió el nombre— no era la Tierra. Los exploradores robóticos indicaban un extraordinario grado de similitud: sol, órbita, masa, composición, rotación, tectónica, satélite; muchísimos factores parecían necesarios para engendrar una bioquímica semejante a la terrícola. Tales mundos eran muy pocos (aunque «pocos», dado el tamaño de la galaxia, podían ser cientos). Pero nada era idéntico y tal vez muchos factores fueran absolutamente extraños. La ausencia de vida consciente era sólo la diferencia más visible para los humanos, y quizá la menos importante. Más aún, Feacia era menos conocida que el destino que Hanno tenía originalmente en mente. Estaba a ciento cincuenta años luz de la Tierra, cerca del límite de la esfera de comunicaciones. Hasta entonces una sola misión había llegado allá y, cuando partió la Piteas se habían recibido informes durante doce años. Era un mundo tan variado y misterioso como la Tierra en su prehistoria. Los robots aún investigaban. La Piteas no podía recibir los mensajes durante el viaje, pero ellos le pasarían todos sus datos cuando llegara. Sin duda les esperaban muchas sorpresas. Los viajeros quizá pasaran un año en órbita, asimilando información, antes de descender a la superficie. Entretanto, ¿por qué no practicar? Familiarizarse con el material era de una prudencia elemental, aunque fuera incompleto y a menudo erróneo; convenía tener la experiencia de antemano, aunque en cierto modo fuera ilusoria.

El gimnasio resultaba irreconocible. Arriba se arqueaba un cielo virginalmente azul, excepto por las nubes que parecían hálitos de las montañas nevadas. La campiña mostraba el verdor de hojas que no eran de verdadera hierba; los árboles se mecían en un viento que olía a sol y resina; en el aire revoloteaban criaturas aladas, y a lo lejos galopaba una manada de bestias veloces y gráciles. Peregrino recordó Jackson Hole tal como había sido una vez. Se le partió el corazón. Dominándose, se agachó para coger una piedra del manantial que borboteaba a sus pies. Titilaba como cuarzo, y su contacto era frío. Sí, pensó, será mejor que repase mi geología.

—Cortad leña —ordenó Tu Shan a los robots. Y Señaló—: Allá. Ved si podéis hacer tablones.

—De acuerdo —respondió el capataz, y él y su cuadrilla se marcharon con sus proyectores de energía, sus reactantes fluidos y sus herramientas sólidas. Peregrino volvió la cabeza hacia sus compañeros. El peso del casco de inducción le recordó que no estaba en una caja de sueños. Presuntamente estaba adiestrando todo su organismo; pero estaba en un sitio que sin duda no existía tal como se lo presentaban. Bien, podía creer que algo parecido existía en ese nuevo mundo.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Necesitaremos madera apta para la construcción, dondequiera que decidamos instalarnos —explicó Tu Shan—. No queremos depender de los malditos sintetizadores, ¿verdad? ¿No fue por eso que dejamos la Tierra? —Sonrió, entornó los ojos, dilató las fosas nasales, aspiró—. Sí, me gusta este lugar.

—¡Aquí no podrás sembrar! —exclamó Peregrino. Tu Shan lo miró sorprendido.

—¿Por qué no? —Habrá muchos otros. Estaría... mal. Tu Shan frunció el ceño.

—¿Cuánta superficie del planeta quieres tener para tu reserva privada, para siempre?

Peregrino se alarmó: ¿Hemos llevado las rencillas de nuestros antepasados todos estos siglos, y ahora a través de estos años luz?

17

Los nanoprocesadores tomaban cualquier material y lo transformaban átomo por átomo en cualquier otra cosa para la que tuvieran un programa. El reciclaje suministraba aire, agua, alimentos. Podían producir una comida excelente y completa, y a menudo según gustos individuales. Sin embargo, Macandal tomaba sólo los ingredientes básicos y, aparte de la bebida, preparaba cena para todos. Era una cocinera de talento, disfrutaba de la tarea y entendía que era un servicio, algo que daba sentido a su vida. No había farsa; las máquinas carecían del toque personal que necesitaba esa arcaica tripulación. Por supuesto, lo hacían en las celebraciones. El calendario de la nave incluía muchos festivos, días sacros y ceremonias nacionales que la Tierra había olvidado, aniversarios íntimos, ocasiones especiales relacionadas con el viaje. Cada año de travesía se contaba entre ellas. Lo medían por tiempo de a bordo, desde luego. Cuanto más rápidamente volaba la Piteas, más breves eran los períodos en relación con la rueda galáctica.

—Se está bebiendo demasiado —le comentó Macandal a Yukiko en la tercera de esas veladas.

Después de cenar, los ocho habían pasado del comedor a la espaciosa sala común. Habían puesto los paneles de simulacro, ocultando los murales. No había escenas de la Tierra, pues habían descubierto que podían ensombrecer el ánimo de un grupo ebrio. Patrones luminosos fluctuaban, refulgían y chispeaban en una penumbra azul violácea. No obstante, Hanno y Patulcio, copa en mano, evocaban el siglo veinte, el muy distinto siglo veinte que cada cual había vivido. Peregrino y Svoboda revivían el vals, evolucionando abrazados al son de un Strauss que sólo ellos oían por los auriculares; sus ojos también excluían el mundo. Tu Shan y Aliyat danzaban, gritando y batiendo palmas, al son de una melodía más agitada. Arrodillándose como antaño, Yukiko bebió el sorbo de sake que se permitía. Sonrió.

—Es bueno ver jovialidad —dijo.

—Sí, sentía tensión en el aire —replicó Macandal—. Y no se ha disipado.

—... el pobre Sam Giannotti. Se empeñó tanto en meterme en la cabeza la física moderna —contó Hanno con voz gangosa—. Demonios, apenas logré comprender la física clásica. Pero al fin escribí una canción. El sudor oscurecía las axilas de la túnica de Tu Shan y brillaba en los hombros y la espalda desnuda de Aliyat.

—Deberías unirte a la diversión —dijo Macandal.

Hanno cantó con voz desafinada:

Los cuerpos negros despiden radiación,

y deben hacerlo continuamente.

Los cuerpos negros despiden radiación,

pero siguen la teoría de Planck.

¡Devolvedme, devolvedme,

esa vieja continuidad!

¡Devolvedme, devolvedme,

oh devolvedme a Clerk Maxwell!

Yukiko sonrió de nuevo.

—Yo lo estoy pasando bien —dijo—. ¿Pero por qué no vas? Nunca fuiste una persona pasiva, como yo.

—Ja, no bromees. A tu manera, eres tan activa como cualquiera que yo haya conocido.

Tenemos funciones de Schrödinger que dividen h Por 2π,

pero esa jodida ecuación diferencial no tiene solución para Ψ.

¡Devolvedme, devolvedme...!

Aliyat y Tu Shan se echaron a reír. Peregrino y Svoboda giraban como en un sueño.

Heisenberg vino al rescate para darnos alguna certeza.

¿Qué consiguió con su afán?

Que hoy estamos del todo inseguros.

¡Devolvedme, devolvedme...!

Aliyat abandonó a su pareja, se acercó, le hizo una seña a Yukiko. Macandal se apartó. Las dos se pusieron a cuchichear.

Dirac habló de niveles de energía,

menos y más. ¡Oh qué extraño!

Ahora, por sus enseñanzas, nuestra masa es igual a un agujero.

¡Devolvedme...!

Aliyat volvió junto a Tu Shan. Se fueron de la sala cogidos del brazo.

—Te preguntó si no te importaba, ¿verdad? —preguntó Macandal. Yukiko asintió.

—No me importa, de veras, y sin duda ella lo recordaba. Pero fue amable al preguntármelo.

Macandal suspiró.

—Y el temperamento de él, ¿verdad? Me he preguntado..., yo también estoy un poco achispada, así que no te ofendas..., pero me he preguntado si lo amas de veras.

—¿Qué es el amor? Entre mi gente, la mayoría de la gente, lo que contaba era el respeto. El afecto normalmente nacía del respeto.

—Ya. —La mirada de Macandal siguió a la pareja que seguía bailando. Yukiko arrugó el ceño.

—¿Estás dolida, Corinne?

—No, no. Nada pasará entre esos dos. Pero, como tú dices, no debería importarnos si es que algo nos importara, ¿eh? —Macandal soltó una carcajada—. Peregrino es un caballero. Me pedirá la próxima pieza. Puedo esperar.

¡Devolvedme, devolvedme,

esa vieja continuidad...!

18

El cosmos que veía la nave era cada vez más extraño. La luz deforme distorsionaba la imagen de las estrellas, mientras que el efecto Doppler volvía azules las de delante y rojas las de atrás, hasta que muchas dejaron de brillar en las longitudes de onda que captaba el ojo humano.

Según la medida de la nave, la masa de los átomos que recogían sus campos se incrementaba con la creciente velocidad; las distancias que atravesaba se encogían como si el espacio se achatara bajo el impacto; el tiempo transcurría más deprisa, cada vez menos entre una pulsación atómica y la siguiente. La Piteas no alcanzaría la velocidad de la luz, pero cuanto más aceleraba, más extraña se volvía para el universo. Yukiko era la única entre los ocho que buscaba una comunión trascendente. Se instalaba en la cámara de navegación, que no se usaría hasta que se acercara el final de la travesía, y miraba el exterior por las pantallas. Una imponencia vasta y turbadora rodeaba su coraza de silencio susurrante: negrura, fuegos anulares, estrías de esplendor. Antes de que el espíritu pudiera indagar esa imponencia, debía hacerlo la mente. Yukiko estudiaba las ecuaciones de tensores tal como en un tiempo estudiaba los sutras, meditaba los koans de la ciencia hasta sentirse en comunión con todo lo existente, y en la visión halló paz.

No se entregó totalmente a ese ejercicio. De haber podido hacerlo, habría abandonado a sus camaradas y descuidado su deber. Ansiaba ayudar a Tu Shan, y a otros si lo deseaban, a alcanzar la serenidad que había más allá de la majestuosidad, una vez que ella se hubiera internado a suficiente hondura. No como Boddhisatva, ni como gurú, sólo como una amiga que deseaba compartir algo maravilloso. Los ayudaría mucho en los siglos venideros. Necesitarían todas sus fuerzas. Las penurias y peligros importaban poco, y a menudo serían satisfactorios, un regalo de esa realidad que en la Tierra se les había escabullido de las manos. Pero la soledad. Trescientos años entre un mensaje y la respuesta.

¿Cuánto más distante se habría vuelto la Tierra en trescientos años más?

Nunca los ocho habían estado tan aislados por tanto tiempo; y eso se prolongaría. No era mucho peor que el aislamiento que soportaban en la Tierra. (Y si llegaban naves enteras de colonos, si Feacia resultaba ser habitable, ¿qué tendrían en común con los Supervivientes?) Pero los afectaba más de lo que habían previsto. Forzados a mirar dentro de sí mismos, descubrían menos de lo que habían esperado. Los horizontes y desafíos los enriquecerían. Pero quizá siempre les rondara la comprensión de que no eran verdaderos pioneros. Tampoco eran exactamente parías, sino fracasos, vestigios de una historia que ya no importaba, enviados en esa misión casi con indulgencia, en un acto de indiferente amabilidad. Sin embargo, sus hijos podrían disfrutar del futuro que la Tierra había perdido. Yukiko se acarició el vientre. ¡Madre de naciones! Ese cuerpo no estaba condenado como el de otras mujeres, todavía hoy.

La tecnología podía mantenerte joven, pero no podía añadir un solo óvulo a aquellos con los que nacías. (Bien, claro que podría, si la gente lo deseara, pero no lo deseaba.) Su cuerpo generaba huevos como generaba dientes, durante toda su vida sin límites. (No te burles de las máquinas. Ellas te salvarán de ver nuevamente la vejez de tus hijos. Crearán la variedad genética que permitirá a cuatro parejas poblar un planeta.) Sí, aún había esperanza. Ojalá nunca se disipara.

—Nave, infórmame sobre el vuelo —pidió Yukiko.

—Velocidad punto nueve-seis-cuatro C—cantó la voz—, densidad de materia ambiental media, uno punto cero cuatro protones, todos los parámetros de misión dentro de cero punto tres por ciento, guiando navegación por el cúmulo galáctico Virgo y siete cuásares en los límites del universo observable.

Estrellas en la lejanía,

vuelo de semillas de diente de león.

¿Qué, vuelve la primavera?

19

Al cabo de siete años y medio de a bordo, y diez veces ese número de años celestiales, la Piteas llegó al punto medio de su travesía. Hubo un breve período de falta de gravedad cuando la nave entró en trayectoria libre, retirando láseres y campos de fuerza excepto lo necesario para proteger la vida que transportaba. El casco viró majestuosamente. Robots con grueso blindaje salieron para dar nueva configuración a la red generadora. Cuando regresaron dentro, la Piteas desplegó la pala y encendió el motor. El fuego despertó. Con una gravedad de desaceleración, la nave avanzó de popa hacia su destino. Sonaron trompetazos en el aire. Sin duda los viajeros tenían un motivo de celebración. Macandal estuvo tres días preparando el banquete. Estaba picando y batiendo en la cocina cuando apareció

Patulcio.

—Hola —saludó ella en inglés, todavía su idioma favorito—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Él sonrió levemente.

—O yo por ti. Creo que he recordado cómo era ese entrante que mencioné.

—¿De veras? —Macandal dejó el cuchillo y se tocó la barbilla—. Ah sí. Tahini algo. Lo describiste como algo sabroso, pero ninguno de los dos recordaba qué era el tahini.

—¿Cuánto más habremos olvidado? —murmuró él. Irguió los hombros y habló animadamente—. He evocado el recuerdo, al menos en parte. Era una pasta hecha de sésamo. El plato en que pensé lo combinaba con ajo, zumo de limón, comino y perejil.

—Espléndido. El nanoprocesador puede hacer sésamo, y aquí hay una trituradora, pero tendré que experimentar, y tú me dirás si ando cerca o no. Tendría que congeniar con otras hors d'oeuvres que estoy planeando. No queremos nada demasiado pesado antes del plato principal.

—¿Cuál será, o todavía es un secreto?

Macandal estudió a Patulcio.

—Lo es, pero te lo revelaré si cierras el pico. Ganso con curry.

—Delicioso, sin ninguna duda —dijo él inexpresivamente.

—¿Es todo lo que tienes que decir tú, nuestro campeón de los glotones?

Patulcio se volvió para irse. Ella le tocó el brazo.

—Espera —murmuró—. Te sientes mal, ¿verdad? ¿Puedo ayudarte?

Él miró hacia otra parte.

—Lo dudo. A menos... —Tragó saliva y torció la cara—. No importa.

—Vamos, Gneo. Hemos sido amigos durante mucho tiempo.

—Sí, tú y yo podríamos confortarnos mutuamente en vez de... ¡De acuerdo! —escupió—. ¿Puedes hablarle a Aliyat? No, claro que no. Y si lo hicieras, ¿de qué valdría?

—Suponía que era eso —murmuró Macandal—. Sus travesuras. Bien, no me alegra que Peregrino pase algunas noches con ella, pero ella lo necesita. Pienso que Hanno hace mal en ignorar las insinuaciones de Aliyat.

—Ninfomanía.

—No, no creas. Búsqueda de amor, de seguridad. Y... algo que hacer. Ya pasa demasiado tiempo en la caja de sueños. Patulcio se golpeó la palma con el puño.

—Pero yo no soy algo que hacer, ¿eh?

—¿Ya no? También lo sospechaba. Pobre Gneo. —Macandal le tomó la mano entre las suyas—. Escucha, la conozco bien, mejor que nadie. No creo que quiera herirte. Si te elude, bien» es porque se siente... ¿avergonzada? No, más bien teme lastimarte más. —Hizo una pausa—. La llevaré aparte y le hablaré como una tía severa. Él se sonrojó.

—No por mí, por favor. No quiero piedad.

—No, pero mereces más consideración de la que has recibido.

—El sexo no es gran cosa, a fin de cuentas.

—Una filosofía sensata —dijo Macandal—, pero difícil de practicar cuando no eres santo y tu cuerpo no envejece. Como bien sé. No podemos permitir que te tortures, Gneo. Si yo... —Cobró aliento, sonrió—. Tuvimos buenos momentos en el pasado, ¿verdad?

Fue hace mucho tiempo, pero no los olvidé. Él la miró atónito. Al cabo de un minuto tartamudeó:

—No hablas en serio. Eres muy dulce, pero no es necesario. Macandal habló con calma.

—No creas que es misericordia. Me gustas mucho. Bien, no hay prisa. Tomémonos nuestro tiempo y veamos cómo van las cosas. Dios sabe que tiempo no nos falta, y si a estas alturas no hemos aprendido a ser pacientes, más nos vale abrir las compuertas. Me refiero a todos los que vamos a bordo. Luego añadió:

—Es una lastima que esta gran misión no nos haya vuelto dignos de ella. Somos los mismos primitivos de siempre, limitados, necios, confundidos y ridículos. Los terrícolas de hoy no tendrían nuestros problemas. Pero somos nosotros, no ellos, quienes han venido aquí.

La Piteas continuó su vuelo. Transcurrieron otros tres años y medio de a bordo antes que el universo irrumpiera como el oleaje de una tormenta barriendo la cubierta de un barco griego.

20

Fue repentino.

La melodiosa voz rebotica anunció.

—¡Atención! ¡Atención! Los instrumentos detectan la entrada de un flujo anómalo de neutrinos. Parece estar en código. Hanno soltó un juramento de marino que no se había oído en los últimos tres mil años y saltó de la litera.

—Luz —ordenó. La iluminación bañó el cuarto, arrojando un fulgor ambarino en el pelo de Svoboda y un color tenue entre las paredes.

—¿De la Tierra? —jadeó Svoboda, irguiéndose—. ¿Han construido un transmisor?

Hanno se estremeció.

—Creo que la Piteas reconocería... La respuesta lo interrumpió:

—La dirección de origen se está haciendo evidente. Está hacia delante y se emite por banda y no por haz. Hay modulación de pulso, amplitud y rotación. Todavía estoy observando y analizando para determinar la velocidad de la fuente y compensar el corrimiento Doppler y la dilación temporal. De hecho, el patrón parece matemáticamente simple.

—Sí, empieza por indicarnos que es artificial. —Hanno tocó el intercomunicador—.

¿Habéis oído? Reunios en el comedor. Iré allí cuanto antes. —Casi innecesariamente cogió su ropa—. ¿Quieres venir, Svoboda?

Ella sonrió con picardía.

—Intenta detenerme.

Tal vez fue igualmente superfluo buscar la sala de mando. Quizá no fuera aconsejable esperar en medio de las pantallas. La majestuosa vista podía intimidar el ánimo y obnubilar la mente. Pero estar sentados allí, cogidos de la mano, observando los números y despliegues gráficos que generaba la nave, era como mantener aferrada una realidad que de otro modo se disiparía en el vacío.

—¿Sabes algo más? —preguntó Svoboda.

—Dale una oportunidad al ordenador—rió Hanno—. Sólo ha tenido unos minutos.

—Cada minuto nuestro es como una hora exterior. ¿Y cuántos kilómetros recorridos?

—Detecto una fuente similar, mucho más débil pero fortaleciéndose —dijo la nave—. Está en el lado opuesto de nuestro curso proyectado. Hanno escrutó un rato el cielo distorsionado.

—Sí—dijo lentamente—, creo que entiendo. Ellos saben nuestro rumbo aproximado, y han enviado mensajeros para interceptarnos. Claro que no pueden discernirlo con exactitud. Les habrán parecido posibles varios destinos y no podían prever factores tales como el combustible que usaríamos, así que enviaron varios mensajeros, ampliamente distribuidos, para irradiar mensajes a las zonas que probablemente atravesaríamos.

—¿Ellos?

—Los Otros. Los alienígenas. Quienes sean, o lo que sean. Al fin hemos dado con una civilización con navegación estelar. O ella nos ha encontrado a nosotros. Ella alzó los ojos embelesada.

—¿Establecerán contacto?

—No creo. Dadas las incertidumbres y las distancias, y el largo tiempo que podemos tardar en llegar, no enviarían tripulaciones vivientes. Deben de ser naves robóticas de baja masa y alto impulso, quizá fabricadas con este propósito. Ella calló medio minuto.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —dijo al fin, casi con fastidio. —Vaya, es obvio —respondió Hanno, sorprendido—. La radiación de nuestra planta energética nos precedió sólo durante el primer año, hasta que nos aproximamos a la velocidad de la luz. No sería antelación suficiente, si se propusieran encontrarnos cuando la recibieron. No pueden vivir en las cercanías, o los habríamos detectado desde el Sistema Solar.

—¿Evidencia o engreimiento? —desafió ella—. ¿Cómo vamos a saberlo? Apenas hemos iniciado nuestra pequeña empresa en el espacio profundo. ¿Cuánto tiempo han explorado ellos? ¿Miles de años? ¿Millones? ¿Qué han descubierto, qué saben hacer?

Él sonrió preocupado.

—Lo lamento. Es un gran momento y no quiero ensombrecerlo. —Suspiró—. Pero he tenido muchos grandes sueños a través de los siglos, y la mayoría resultaron ser sólo eso. Hace tiempo que nuestros físicos decidieron que habían descubierto todas las leyes de la naturaleza, todas las posibilidades e imposibilidades. —Alzó la mano—. Entiendo que es una proposición que no puede demostrarse. Pero la probabilidad de que sea así se ha vuelto muy elevada, ¿verdad? Me encantaría saber que los alienígenas tienen alfombras mágicas más rápidas que la luz, pero no lo creo.

—Al menos —asintió de mala gana—, debemos razonar a partir de lo que sabemos. Sospecho que es mucho menos de lo que tú crees, pero... ¿Qué haremos?

—Responder.

—¡Desde luego! ¿Pero cómo? Es decir, estamos desacelerando, pero aún estamos cerca de la velocidad de la luz. Cuando esa máquina reciba nuestra señal, ¿no habremos pasado de largo? ¿Su respuesta no tardará años en alcanzarnos?

Hanno le estrujó la mano. —Siempre fuiste una muchacha lista. —A la nave—: Queremos establecer contacto cuanto antes. ¿Qué aconsejas?

La respuesta los puso a ambos alerta.

—Eso es contingente. La transmisión se ha modificado. Se ha vuelto mucho más compleja.

—¿Quieres decir que saben que estamos aquí? ¿Dónde están?

—Estoy afinando las cifras mientras obtengo más paralaje. La fuente más cercana está aproximadamente a un año luz de nuestra ruta, casi el doble de esa distancia vectorialmente.

—¡Baal! ¿Entonces ellos pueden detectarnos al instante?

—No. No, espera, Hanno —dijo Svoboda con voz trémula—. No es preciso que sea así. Supongamos que la transmisión es automática, un ciclo. Primero una señal de alerta, luego el mensaje, luego de nuevo la señal de alerta, y así sucesivamente. No habríamos reconocido el mensaje por lo que era, lo habríamos tomado por un fenómeno natural.

—Cuando lo recibí por primera vez —dijo la Piteas—, entendí que era una fluctuación en el ruido de fondo, quizás interesante para los astrofísicos pero irrelevante para esta misión. El efecto Doppler lo distorsionaba haciéndolo imposible de identificar. La transmisión de baja información que siguió aclaró que no hay flujo aleatorio. También brindó datos inequívocos por los cuales se podían determinar las funciones de distorsión. Ahora las estoy compensando para reconstruir el mensaje en sí. Hanno se relajó.

—¿Con cuánta frecuencia lo han hecho —susurró—, con cuántos otros?

—La reconstrucción aún no es perfecta, pero mejora continuamente a medida que llegan datos adicionales —continuó Piteas—. Como el ciclo es cortos en tiempo de a bordo, pronto tendré buena definición. El mensaje ha de ser breve, con alta redundancia, aunque también preveo alta resolución. Éste es un mapa visual. La oscuridad ennegreció una pantalla. De golpe se llenó de gran cantidad de diminutos puntos de luz. Eran borrosos, pero pronto cobraron nitidez. Aparecieron colores en ellos, y con esa ayuda los ojos empezaron a discernir formas tridimensionales, autorrecurrentes en infinita complejidad.

—Los números primos definen un espacio de coordenadas —dijo la nave—. Los impulsos digitales identifican puntos dentro de él, y a la vez son miembros de conjuntos fractales. Esas funciones deberían brindar imágenes, pero las combinaciones correctas se deben hallar empíricamente. Mi componente matemático está efectuando la búsqueda. Cuando surja algo inteligible, tendremos pistas para obtener más refinamiento y finalmente extraer todo el contenido.

—Vaya —dijo la aturdida Svoboda—, si los ordenadores de la Tierra te pudieron diseñar a ti en sólo un año... Aguardó, con Hanno a su lado. La danza de curvas y superficies fluía en la pantalla. Afloró una imagen que mostraba estrellas.

21

Los seis que estaban sentados a la mesa del comedor volvieron la cabeza cuando entraron ellos dos. El café y las sobras de comida, así como las ojeras y la tensión, indicaban que habían transcurrido varías horas. —Bueno —exclamó Patulcio—. ¡Ya era hora!

—Silencio —murmuró Macandal—. Han venido lo antes posible. —Su mirada añadió: Un inmortal debería ser más paciente. Pero la espera ha sido dura. Hanno y Svoboda se sentaron cerca de la puerta.

—Tienes razón —dijo el fenicio—. Conseguir un mensaje claro y completo y decidir qué significa nos ha llevado todo este tiempo.

—Pedimos disculpas, sin embargo —añadió Svoboda—. Debimos daros informes paulatinos. No pensamos en ello, ni advertimos que pasaba tanto tiempo. No hubo ninguna revelación repentina, ningún momento preciso en que al fin supiéramos. —Sonrió fatigosamente—. Estoy hambrienta. ¿Qué hay?

—Quédate sentada —dijo Macandal, levantándose—. Tengo bocadillos. Supuse que esta sesión sería larga.

Aliyat la siguió con los ojos, como preguntando: ¿Acaso ella, en nuestro compartido desconcierto, ha vuelto al Viejo Sur, o simplemente a su viejo afecto?

—Será mejor que me traigas alguno a mí también, o tendrás que luchar por ellos a brazo partido —bromeó Hanno.

—Bien —dijo Peregrino—. ¿Qué novedades hay?

—Corinne tiene derecho a oírlo desde el principio —respondió Svoboda. Los dedos de Peregrino aferraron el canto de la mesa. Las uñas se le pusieron blancas.

—Sí, lo lamento.

—No importa. Todos estamos fuera de quicio.

—Bien. A Corinne no le interesan los detalles técnicos —dijo Hanno—. Empezaré por allí. Con disculpas para aquellos de vosotros que tampoco tengáis interés. Como bien sabéis, no soy científico, así que será breve. Macandal regresó cuando Hanno describía el aspecto teórico de la comunicación. Además de la comida, traía más café y una botella de coñac.

—Una celebración —rió—. ¡Espero!

Las fragancias eran como capullos en primavera.

—Sí, sí—exclamó Svoboda—. El descubrimiento del milenio.

—Más de ellos que nuestro —dijo Hanno—. De los alienígenas, quiero decir. Pero tenemos que resolver qué haremos. Tu Shan se acodó en la mesa encorvando los gruesos hombros.

—Bien, ¿cuál es la situación? —preguntó con calma.

—Estamos recibiendo el mismo mensaje, repetido una y otra vez —explicó Hanno mientras comía y bebía—. Proviene de dos fuentes, una más cercana a nuestra ruta que la otra. Es probable que haya otras en cuyo alcance no hemos entrado. Si continuamos en nuestro curso actual, quizá los recibamos. La más cercana está a un par de años-luz. Parece hallarse estable con relación a una línea trazada entre nuestro Sol y el sol de Feacia, el camino que estamos siguiendo. La Piteas dice que es fácil de nacer, sólo tienen que evitar el desplazamiento orbital. Como decía antes, Corinne, todo sugiere que los alienígenas enviaron robots para mandar transmisiones continuas. Un poco de antimateria daría energía de sobra durante siglos.

—El mensaje es pictórico —intervino Peregrino.

—Bien, gráfico —continuó Hanno—. Todos lo veréis luego. A menudo, sin duda, para tratar de hallarle más significados. Sospecho que fallaréis. No hay imágenes reales, sólo diagramas, mapas, representaciones. Transmitir hacia una nave que viaja a velocidad einsteiniana, y para colmo una velocidad cambiante, debe ser un problema difícil, especialmente si los alienígenas no saben cuál es nuestra capacidad para recibir y decodificar..., ni cómo pensamos, ni muchas otras cosas sobre nosotros. Las figuras detalladas podrían resultarnos imposibles de desentrañar. Evidentemente compusieron un mensaje simple y poco ambiguo. Eso haría yo en su lugar.

—¿Pero cuál es el lugar de ellos? —preguntó Yukiko. Hanno optó por tomarla literalmente.

—A eso iba. Primero había muchos puntos luminosos en el espacio tridimensional. Junto a tres de ellos aparecían barras pequeñas. Luego tuvimos esos tres puntos en sucesión (deben de ser los mismos) cada cual solo y con la barra ampliada, de modo que veíamos líneas verticales en ella. Luego volvieron a enfocar los puntos de luz en general, con una línea roja entre dos de los que están marcados. Finalmente apareció otra línea, a partir de los dos tercios de longitud de la primera, hacia el tercer punto luminoso.

»Eso es todo. Cada muestra dura un minuto. La secuencia termina y se reinicia. Al cabo de dieciséis ciclos, hay una serie de destellos que se podrían traducir a puntos y guiones en ondas de sonido. Esto continúa por el mismo tiempo total, y luego volvemos a los gráficos. Y así sucesivamente, una y otra vez. Hanno se echó hacia atrás sonriendo.

—¿Qué interpretáis?

—Eso no es justo —se quejó Patulcio.

—Hanno, no fastidies —convino Aliyat.

—Un momento. —Los oscuros ojos de Macandal centellearon—. Vale la pena hacernos adivinar. Más mentes para abordar el problema.

—La mente de la nave ya debe de haberlo resuelto —dijo Patulcio. —Incluso así,.., venga, divirtámonos un poco. Creo que esos puntos de luz representan estrellas, un mapa de este vecindario de la galaxia. Una de las tres estrellas especiales tiene que ser el Sol, la otra el sol de Feacia, y la tercera... ¡el sitio donde están los alienígenas!

—Correcto —dijo Peregrino con voz igualmente excitada—. ¿Las barras son espectrogramas?

—Sois fantásticos —comentó Svoboda radiante.

—No, es demasiado obvio —negó Peregrino con la cabeza—, aunque ansio verlo. Un mensaje de los Otros...

Hanno asintió.

—La Piteas revisó la base de datos astronómicos y confirmó esas identificaciones —señaló—. La tercera fue más difícil, pues la representación tridimensional está en una escala muy pequeña. Pero al expandir los fractales e investigar nuestros datos... Bien, resulta ser una estrella que está hacia babor, si puedo hablar bidimensionalmente. A treinta grados de nuestro curso y trescientos cincuenta años-luz de nuestra posición actual. Es una estrella tipo G siete, no tan brillante como el Sol, pero no muy distinta. —Hizo una pausa—. Es aún menos probable que esa estrella de Pegaso, donde creemos que se halla la cuna de la civilización tecnológica más cercana a nosotros, a más de mil años-luz.

—Entonces han venido hasta aquí —dijo la asombrada Yukiko.

—Si pertenecen a esa civilización, si es una civilización —le recordó Svoboda—. No sabemos nada, nada.

—¿Qué poderes tienen, que saben de nosotros?

—Svoboda y yo intentamos deducirlo —dijo Hanno, cobrando aliento—. Escuchad. Pensad. Esa tercera estrella está a cuatrocientos treinta años-luz de Sol. Eso significa que está dentro de la esfera de radio de la Tierra. Durante un tiempo, a partir del siglo veinte, la Tierra fue el objeto radial más brillante del Sistema Solar, superando al Sol en esa banda. Eso se interrumpió, como recordaréis, y después la gente desarrolló comunicaciones que no atiborraban tan toscamente el espectro; pero el viejo frente de ondas aún se está expandiendo. Es detectable aún más allá de la Estrella Tres si se tienen instrumentos tan buenos como los nuestros, y sin duda los alienígenas los tienen.

»Muy bien. No importa cómo hayan llegado a Estrella Tres, pronto descubrieron que Sol tenía una brillante compañera radial. Nadie la ha localizado en Pegaso, la Estrella Madre, suponiendo que los alienígenas vengan de allí. Es demasiado distante; nada nuestro les llegará en siglos. Así que los colonos o visitantes de Tres están solos.

«Veamos las cosas desde su punto de vista. Con el tiempo, Sol también debía enviar naves, si ya no lo ha hecho. Tendrá especial interés en establecer contacto con la civilización tecnológica vecina más cercana que pueda identificar, la de la Estrella Madre. Los alienígenas podrían enviar robots para cubrir la ruta entre esas dos. Los robots nuestros que van en ese camino son inteligentes y versátiles. Cuando menos enviarían un mensaje a la Tierra. Como recordaréis, están equipados para hacerlo desde el espacio, algo que no podemos hacer nosotros, pues no aceleran constantemente; el tiempo los afecta menos que a nosotros. Lamentablemente, creo, deben haber ido demasiado lejos para recibir la señal, lo cual indica que los alienígenas no han estado mucho tiempo en Tres.

»Existe otra buena posibilidad para los alienígenas. La gente de Sol debería interesarse especialmente en estrellas como la propia. El sol de Feacia pertenece a esa especie, y está en la misma dirección general de Estrella Madre. Entre las que cumplen ambos requisitos, es la más cercana a Sol. Así que los alienígenas enviaron robots también en esa ruta. Son los que hemos encontrado. Se hizo un silencio mientras todos cavilaban o miraban las paredes.

—Pero hay robots que nos preceden en el camino a Feacia —dijo Aliyat—. ¿Por qué no nos han comunicado nada de esto?

—Quizá la nave mensajera no había llegado todavía aquí cuando pasaron los robots —dijo Patulcio—. No sabemos cuándo llegaron los mensajeros. —Reflexionó—. Excepto que eso debió haber sido hace... ¿menos de cuatrocientos treinta años, dijiste, Hanno?

De lo contrario los alienígenas ya tendrían robots en Sol.

—Tal vez los tienen —dijo Aliyat—. Hemos estado ausentes un largo tiempo.

—Lo dudo —dijo Peregrino—. Sería una tremenda coincidencia.

—Tal vez no deseen enviarlos, por alguna razón —señaló Macandal—. No sabemos nada.

—Olvidáis la naturaleza de esos robots de Feacia —dijo Svoboda—. No son como los que enviamos a Pegaso siguiendo mensajes irradiados de antemano, máquinas con mentes inteligentes y flexibles destinadas a entablar conversación con otras mentes capaces de entender qué son ellas. Los robots de Feacia fueron diseñados y programados para ir allá y recoger información sobre ese sistema planetario específico. Casi monomaniacos. Si repararon en esos borbotones de neutrinos durante el curso, no prestaron atención. —Sonrió burlonamente—. No es su departamento. Yukiko asintió.

—Nadie puede preverlo todo —dijo—. Nada puede preverlo todo.

—Pero cuando nos sorprendemos, podemos investigar y aprender —declaró Hanno—. Nosotros podemos.

Todos lo miraron con ansiedad, todos menos Svoboda, a quien se le encendieron las mejillas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el agitado Tu Shan.

—Ya sabes —replicó Hanno—. Cambiaremos el curso e iremos a Estrella Tres.

—¡No! —exclamó Aliyat. Se levantó, se sentó de nuevo, tembló.

—Pensad —insistió Hanno—. El diagrama. Esa línea entre nuestro curso, este preciso punto de nuestro curso, y Estrella Tres. No puede ser sino una invitación. También ellos han de sentirse solos, y ansiosos de escuchar cosas maravillosas.

»Píteas ha hecho el cálculo. Si cambiamos de dirección ahora, podemos llegar allá en doce años de a bordo. Son trescientos años-luz más de los que planeamos, pero aún estamos cerca de la velocidad de la luz... Sólo doce años para encontrar a los navegantes de la galaxia.

—¡Pero sólo nos faltaban cuatro!

—Cuatro años para llegar a casa. —Tu Shan apretó los puños sobre la mesa—.

¿Cuánto más lejos nos llevarías?

Hanno titubeó.

—Entre Estrella Tres y el sol de Faecia hay trescientos años-luz —respondió

Svoboda—. Desde la partida, dieciséis o diecisiete años de a bordo. No abandonáremos nuestro propósito original, sólo lo postergaremos.

—Eso dices —protestó Peregrino—. Vayamos adonde vayamos, necesitaremos más antimateria para zarpar de otra parte. Construir la planta de energía y generarla nos llevará diez años.

—Los alienígenas deberían tenerla en abundancia. —¿Deberían? ¿Y la compartirán sin problemas? ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes qué quieren de nosotros, ante todo?

—Espera, espera —intervino Macandal—. No nos pongamos paranoicos. No pueden ser monstruos, bandidos ni nada maligno. En esta etapa de su civilización, eso no tendría sentido.

—¿Cómo puedes decirlo con tanta certeza? —rezongó Aliyat.

—¿Qué sabemos de Estrella Tres? —preguntó Yukiko. Su calma aplacó un poco los ánimos. Hanno meneó la cabeza.

—No mucho en realidad, salvo el tipo y la edad —admitió—. Siendo normal, debe tener planetas, pero no tenemos información sobre ellos. Nunca fue visitada. Por Dios, una esfera de novecientos años luz de diámetro alberga cien mil estrellas.

—Pero dices que ésta no es tan brillante como la nuestra —le recordó Macandal—. Entonces las probabilidades de que tenga un planeta donde podamos respirar son pobres. Aun con candidatos mucho mejores... Tu Shan sacudió la mesa de un puñetazo.

—Eso es lo que importa —dijo—. Se nos prometió que al cabo de quince años caminaríamos libremente por un suelo viviente. Tú deseas tenernos encerrados en este casco durante ocho años más que eso, y al final del viaje aún estaríamos encerrados, durante décadas o siglos o una eternidad. No.

—Pero no podemos pasar por alto esta oportunidad —protestó Svoboda.

—No la pasaremos por alto —intervino Peregrino—. Cuando lleguemos a Feacia, ordenaremos a los robots que construyan un transceptor adecuado y envíen un haz a Tres, para entablar conversación. Finalmente, iremos allí en persona, aquellos que lo deseemos. O quizá los alienígenas vengan a nosotros. Hanno lo miró irritado.

—Te he dicho que hay trescientos años luz entre Feacia y Tres —dijo. Peregrino se encogió de hombros.

—Tenemos tiempo de sobra.

—Si Feacia no nos mata primero. Nadie nos ha garantizado que allí estemos seguros.

—La Tierra también se pondrá en contacto, una vez que hayamos enviado el informe. Svoboda habló con voz cortante.

—Sí, por haz, y por robots que retransmiten haces. ¿Quién, salvo nosotros, irá en persona y conocerá a los Otros tal como son?

—Es verdad —dijo Yukiko—. Las palabras e imágenes solas, con siglos de por medio, son buenas pero insuficientes. Creo que nosotros tendríamos que entenderlo mejor que nuestros congéneres humanos. Conocimos a los muertos de tiempo atrás como cuerpos, mentes, almas vivientes. Para todos los demás, ellos son sólo reliquias y palabras. Svoboda la miró.

—¿Entonces quieres ir hacia Estrella Tres?

—Sí, oh, sí.

Tu Shan la miró atónito.

—¿Eso dices, Pequeña Nieve, Gloria de la Mañana? —preguntó al fin—. Bien, no será así.

—Claro que no —declaró Patulcio—. Debemos fundar nuestra comunidad. Aliyat le cogió el brazo y se apoyó en él. Desafió a Hanno con la mirada.

—Crear nuestros hogares —dijo. Macandal asintió.

—Es una decisión difícil, pero... creo que deberíamos ir a Feacia primero.

—¿Y último? —ironizó Hanno—. Os digo que si perdemos esta oportunidad, quizá nunca la recobremos. ¿Quieres cambiar de parecer, Peregrino?

Peregrino permaneció impávido unos instantes.

—Es una dura decisión —dijo al fin—. La mayor y más importante aventura de la Tierra, el riesgo de perderla, contra lo que podría ser Nueva Tierra, un nuevo comienzo para nuestra especie. ¿Qué es mejor, el bosque o las estrellas? —Calló de nuevo, cavilando. Y de repente—: Bueno, lo dije antes. Las estrellas pueden esperar.

—Cuatro contra tres —contó Tu Shan, triunfante—. Continuamos como estábamos. —Calmándose—: Lo lamento, amigos. La voz, la cara, el porte de Hanno perdieron energía.

—Me lo temía. Por favor, pensadlo de nuevo.

—Hemos tenido siglos para pensar —dijo Tu Shan.

—Para añorar la Tierra del pasado, querrás decir —le dijo Yukiko—, una Tierra que nunca existió de veras. No, tú no negarías a la humanidad semejante oportunidad de conocimiento, de acercarse a la unión con el Universo. Eso sería egoísta. Tú no eres una persona egoísta, querido.

Él sacudió la cabeza con terquedad.

—La humanidad ha esperado mucho tiempo el contacto, y en general no ha demostrado mucho interés —dijo Patulcio—. Puede esperar un poco más. Nuestro primer deber es hacia los hijos que tendremos, y que sólo podemos tener en Feacia.

—Ellos pueden esperar más aún —argumentó Svoboda—. Lo que aprendamos de los alienígenas, la ayuda que nos brinden, nos otorgará mayor seguridad cuando fundemos nuestro nuevo hogar.

—La oportunidad puede ser única —intervino Hanno—. Repito, es probable que los alienígenas de Tres sean pocos y recién llegados. De lo contrario, la Red de Sol habría recibido señales de ellos, o sus naves habrían llegado allá. A menos... Pero no lo sabemos. ¿Están necesariamente instalados en Tres? Ellos no tienen modo de saber que hemos recibido la invitación. Si no la aceptamos, ¿se quedarán allí o seguirán viaje? ¿Y

viajarán hacia Sol?

—¿Estarán en Tres cuando lleguemos? —replicó Macandal—. Si están allí, ¿serán necesariamente criaturas con quienes nos podamos comunicar? No, es un largo y peligroso desvío por algo que puede ser grandioso pero también fútil. Continuemos con nuestra misión.

—Tal como planearon los ordenadores y señores de la Tierra —se burló Hanno. Se volvió hacia Peregrino—. ¿Por una vez no te gustaría hacer algo que no estaba planeado, que mandara al cuerno los esquemas del mundo de hoy?

Peregrino suspiró.

—Me pones en un brete. Sí, tengo tantas ganas de ir a Tres que casi puedo saborearlas. Y espero hacerlo algún día. Pero ante todo, vida libre en una naturaleza libre.

—Con tono de súplica—: Y no puedo hacerle eso a Corinne y Aliyat. No puedo.

—Eres un caballero —jadeó Aliyat. Yukiko sonrió con tristeza.

—Bien, Hanno, Svoboda, nosotros tres no estamos peor que ayer, ¿verdad? Mejor, en realidad, con un nuevo sueño por delante.

—Para algún día —masculló Svoboda. Irguió la cabeza—. No estoy enfadada con vosotros, amigos. Estoy harta de máquinas y hambrienta de tierras. Así sea. La tensión empezaba a disiparse entre sonrisas.

—No —dijo Hanno.

Todos se volvieron hacia él. Hanno se levantó.

—Estoy más apenado de lo que podéis imaginar —declaró—. Pero creo que nuestra necesidad y nuestro deber han cambiado. Debemos ir a Tres. Hasta ahora, esta empresa era desesperada. Fingíamos lo contrario, pero así era. Había muchas probabilidades de que pereciéramos míseramente, como los noruegos en Groenlandia, o de caer en la uniformidad, como los polinesios en el Pacífico.

—Tú promoviste el viaje —acusó Patulcio.

—Porque también estaba desesperado. Todos lo estábamos. Al menos era un intento. Contra toda esperanza, quizá lográramos llenar nuestro planeta con gente que continuara buscando y explorando. ¿Qué podíamos perder? Bien, hoy hemos descubierto qué. El Universo.

»Yo soy el capitán. Enfilaré hacia los Otros. Tu Shan fue el primero en levantarse.

—¡No puedes! —bramó.

—Puedo —dijo Hanno—. La Piteas me obedece. Ordenaré de inmediato el cambio de curso. Cuanto antes se haga, antes...

—No, no contra nuestra voluntad —interrumpió Peregrino.

—Estaría mal —suplicó Yukiko.

Svoboda miró a Hanno con algo parecido al horror.

—No hablas en serio —tartamudeó.

—¿No quieres que lo haga? —replicó Hanno. Ella apretó la mandíbula.

—No de este modo.

—No, supongo que no. Aun así, impartiré la orden. Me lo agradeceréis después.

Bozhe mol... —Svoboda elevó la voz—. Piteas, ¿no obedecerás a un solo hombre, verdad?

—Él es el capitán —contestó la nave—. Debo obedecer.

—¿En cualquier circunstancia? —gritó Patulcio—. ¡Imposible!

—Así es la programación. —Nunca nos lo dijiste —susurró Macandal.

—No creí que se presentara la ocasión —dijo Hanno con voz vacilante—. Lo dispuse como una medida de emergencia que convenía mantener en secreto.

—¡Por Dios! —gritó Aliyat—. ¡Ésta es la emergencia! ¡Tú la estás creando!

—Sí—dijo Peregrino, la tez perlada de sudor—. No pedimos un dictador, y no nos dejaremos someter. No podemos hacerlo—. Miró hacia arriba como buscando otra cara en el aire—. Piteas son siete contra uno.

—Eso no se tiene en cuenta —respondió la nave.

—Nunca se tuvo en cuenta, ni en el mar ni dondequiera, que viajaran los hombres —dijo Hanno—. No era posible, si deseaban llegar con vida a la costa.

—¿Y si el capitán está... incapacitado? —preguntó Peregrino—. ¿Y si está fuera de sus cabales?

La nave pareció dedicar unos microsegundos a revisar su base de datos biopsicológicos y llegar a una conclusión.

—El trastorno es imposible para cualquiera de vosotros sin una lesión de suma gravedad —declaró—. Eso no ha sucedido. Tu Shan gruñó y echó a andar alrededor de la mesa.

—Puede suceder. Un capitán muerto no da órdenes. Svoboda le cerró el paso.

—¡Ahora eres tú quien está loco! —rugió. Tu Shan procuró apartarla. Svoboda se resistió—. ¡Ayudadme! ¡Una pelea no! ¡No podemos reñir!

Peregrino se le acercó. Cogieron a Tu Shan por los brazos. Tu Shan se detuvo. Respiraba entrecortadamente.

—Mira lo que has provocado, Hanno —murmuró Macandal, las mejillas humedecidas por el llanto—. Tu orden nos destruiría. No puedes impartirla.

—Puedo y lo haré. —El fenicio enfiló hacia la puerta, y se volvió hacia ellos, alerta pero inmóvil. Habló con voz más serena—. Una vez que esté tomada la decisión, no os derrumbaréis. Os conozco demasiado bien para creer lo contrario. Ni cometeréis violencia contra mí. Sabéis que no podéis prescindir de un octavo de nuestra fuerza, un cuarto de los antepasados masculinos del porvenir. Y yo soy el único que ha ejercido el mando, no sólo el liderazgo sino el mando, en naves y guerras, negocios y empresas aventureras, durante miles de años. Sin mí, vuestra supervivencia en Feacia o en cualquier otra parte es más que dudosa. —Añadió, con mayor suavidad aún—: Oh, no soy un superhombre. Todos vosotros tenéis talentos especiales, y los necesitamos todos. Sigo abierto a vuestras ideas y consejos..., sí, a vuestros deseos. Pero alguien tiene que tomar la responsabilidad última. Siempre hubo alguien. El capitán.

»Nos esperan doce años más de viaje, y quién sabe qué habrá al final. No los hagamos más difíciles de lo necesario. Se marchó. Los siete quedaron atónitos, estupefactos. Al fin Peregrino y Svoboda soltaron a Tu Shan.

—En esto tiene razón —dijo Peregrino—. No tenemos opción.

—El proceso de cambio de curso comenzará en una hora —anunció la Piteas—. Con el objeto de conservar combustible y minimizar el vector no deseado, comenzará entonces con caída libre. Por favor preparaos para un período de seis horas sin gravedad.

—Se... acabó... —articuló Aliyat. Hanno regresó. Sabían que había ido a la sala de control en parte para mirar las pantallas, como si eso importara, pero ante todo como una señal para los demás.

—Manos a la obra —dijo—. Aquí tengo copias de una lista de chequeos. Lo hecho, hecho está. Estamos en camino. —Sonrió a medias—. No todos detestan esto.