VI Encuentro

El oro brillaba a lo lejos como una estrella vespertina. A veces lo ocultaban los árboles, una fronda o los restos de un bosque, pero los viajeros siempre lo veían de nuevo al moverse hacia el oeste, rutilante en un cielo vasto donde escasas nubes cabalgaban sobre una llanura ventosa salpicada de aldeas y verdes sembradíos. Horas después, cuando los rayos del sol se enredaban en las cejas de Svoboda Volodarovna, las colinas se perfilaron con claridad, con la ciudad en la más alta. Detrás de las murallas y torres se elevaban cúpulas, capiteles, el humo de mil hogares; y encima de todo fulguraba el cielo. Svoboda oyó tañidos, no la voz solitaria de una capilla campestre sino varias campanas, que debían de ser grandes para llegar a tanta distancia, repicando juntas en un son que sin duda era similar a la música de los ángeles o de la morada de Yarilo.

—El campanario, la cúpula dorada, pertenece a la catedral de Sviataya Sophia —señaló Gleb Ilyev—. No es el nombre de un santo, sino que significa «Santa Sabiduría». Viene de los griegos, quienes trajeron la palabra de Cristo a los rusos. —Ese hombre bajo y rechoncho, de nariz respingona y barba hirsuta y entrecana, era algo presuntuoso. Pero la tez curtida indicaba muchos años de viajes, a menudo a través del peligro, y la ropa elegante indicaba su éxito.

—¿Entonces todo esto es nuevo? —preguntó asombrada Svoboda.

—Bien, esa iglesia y otras cosas —replicó Gleb—. El gran príncipe Yaroslav Vladimirovitch las ha construido desde que capturó estas tierras y trasladó su sede desde Novgorod. Pero desde luego Kiyiv ya era grande. Fue fundada en tiempos de Rurik..., hace dos siglos, creo.

Y para mí esto era sólo un sueño, pensó Svoboda. Habría sido menos real que los viejos dioses que según suponemos aún rondan el desierto, si mercaderes como Gleb no atravesaran nuestra aldea de vez en cuando, trayendo mercancías que pocos pueden costear pero también historias que todos ansían oír. Azuzó al caballo y lo espoleó con los talones. Estas tierras bajas cercanas al río aún estaban húmedas después de las inundaciones de primavera, y el lodo del camino había fatigado al caballo. Detrás de ella y su guía venían sus acompañantes, media docena de empleados y dos aprendices que conducían animales de carga y un par de carromatos con mercancías. Aquí, a salvo de los bandidos y los guerreros pecheneg, habían dejado las armas y sólo llevaban túnicas, pantalones, sombreros altos. Gleb se había puesto buenas ropas esa mañana, para tener un aspecto adecuado al llegar; se había echado una capa orlada de piel sobre una chaqueta de brocado. También Svoboda estaba elegante, con un vestido de lana gris con un ribete bordado. Iba sentada de costado en la silla, y sus faldas revelaban botas con finas costuras. Un pañuelo cubría sus trenzas rubias. La intemperie apenas la había bronceado, el trabajo la había fortalecido sin encorvarle la espalda ni ajarle las manos. Los huesos grandes no le afeaban la buena figura, y tenía ojos azules, nariz roma, labios carnosos y barbilla cuadrada. El linaje y la fortuna eran manifiestos; su padre había sido jefe de la aldea en sus tiempos, y cada uno de sus esposos había sido más acaudalado que la mayoría de los hombres: herrero, trampero, criador de caballos, comerciante. No obstante, debía contenerse para manifestar calma, y el corazón le saltaba en el pecho. Cuando llegó ante el Dnieper, contuvo el aliento. El pardo y caudaloso río fluía a pocos metros de distancia. A la derecha, una isla baja y cubierta de hierba lo dividía. Arroyos menores salían de cada orilla. La margen opuesta era mucho más boscosa, aunque casas y otros edificios jalonaban el camino desde las aguas hasta la ciudad y se apiñaban alrededor de las murallas, mientras que la colina presentaba huertos, pequeñas granjas o tierras de pastoreo.

En esta margen había apenas un lodoso apiñamiento de viviendas. Sus braceros y labriegos prestaban poca atención a los viajeros; estaban habituados a ellos. Pero ella sí atrajo miradas y provocó murmullos. Pocas mujeres acompañaban a los mercaderes, y éstas no gozaban de buena reputación. Una barcaza estaba esperando. El dueño salió al encuentro de Gleb y regateó con él, luego pidió a los tripulantes que ocuparan sus puestos. Se necesitarían tres viajes. La pasarela era empinada, pues el muelle estaba construido previendo la crecida anual. Gleb y Svoboda estuvieron entre los primeros en cruzar. Se instalaron a proa para mirar mejor. Se impartieron órdenes, la madera crujió y el agua gorgoteó al zarpar la nave. Soplaba una brisa fresca. Revoloteaban aves alrededor: patos, gansos, pájaros pequeños, una bandada de cisnes, pero no tantos como en casa; aquí los cazaban más.

—Venimos en un momento de muchísimo trajín —advirtió Gleb—. La ciudad está llena de forasteros. Las trifulcas son comunes, y pueden ocurrir cosas aún peores, a pesar de los esfuerzos del gran príncipe para mantener el orden. Tendré que dejarte sola mientras atiendo mi trabajo. Ten mucho cuidado, Svoboda Volodarovna. Ella asintió con impaciencia, oyendo apenas las palabras que él había repetido una y otra vez, mirando hacia delante. Cuando se acercaron a la margen oeste, las naves reunidas allí parecieron multiplicarse. Ella aguzó los sentidos y notó que ahora las naves ancladas no tapaban las que estaban junto a los muelles, y debían de sumar veintenas y no centenares. Aun así quedó impresionada. Aquí no había barcazas como aquella en que viajaba, ni botes o bateas como las que usaba su gente. Eran naves largas y delgadas, de tingladillo, de colores chillones, muchas con antojadizos mascarones en la proa. Remos, vergas y mástiles sacados de la carlinga descansaban sobre caballetes encima de los bancos. ¡Debían de extender las velas como alas cuando se hacían a la mar!

—Sí, la famosa flota mercante —dijo Gleb—. Ahora deben de estar todas. Quizá mañana zarpen para Constantinopla, Nueva Roma. Svoboda seguía sin escuchar. Trataba de imaginar el mar que las naves hallarían en la desembocadura del río. Se extendía allende la mirada de los hombres; era bravío, oscuro y salobre; enormes serpientes y seres que eran mitad pez habitaban sus olas. Eso contaban las historias. Trató de verlo con la mente, pero no pudo. En cuanto a la ciudad del basileus, ¿cómo podía ser que hiciera parecer a la propia Kiyiv pequeña y pobre en comparación?

—¡Quién pudiera ir allí y averiguarlo!

Suspiró una vez, pero contuvo sus anhelos. Con frecuencia había novedades ante uno. Tanto las ganancias como los sufrimientos eran imprevisibles. Ni siquiera en los cuentos de vieja una mujer se había aventurado donde ella lo hacía. Pero ninguna había sido impulsada por tamaña necesidad. Evocó recuerdos, pensamientos secretos que la habían asaltado cuando estaba sola, trabajando en la casa o el jardín, recogiendo bayas o leña en el lindero del bosque, pasando las noches en vela. ¿Podía ella ser tan especial, una princesa robada de la cuna, una niña escogida por los antiguos dioses o los santos cristianos? Sin duda todos los niños abrigaban ensueños semejantes que siempre se esfumaban al crecer. Pero en ella se habían vuelto a encender poco a poco... Ningún príncipe había acudido al rescate, ningún zorro ni pájaro de fuego había pronunciado palabras humanas. La vida, simplemente, continuó año tras año hasta que al fin ella se liberó; y eso era obra de ella. Y aquí estaba. El corazón se le aceleró, liberándola del miedo. ¡Maravillas, por cierto!

La barcaza golpeó contra el muelle. La tripulación la amarró. Los pasajeros desembarcaron internándose en el ajetreo. Gleb se abrió paso entre la multitud de peones, buhoneros, marineros, soldados, remolones. Svoboda permanecía a su lado. Siempre trataba de demostrar carácter en presencia de Gleb, de negociar en vez de suplicar, de ser cordial en vez de apocada; pero en ese momento él sabía qué hacer y ella estaba confundida. Esto no era como las ferias de ese pueblo que conocía, poco más que un fuerte donde los aldeanos buscaban refugio. Observaba, escuchaba, aprendía. Gleb habló con un funcionario de la capitanía de puerto y un funcionario del príncipe, ordenó a uno de sus hombres que reuniera al resto en determinado lugar, y al fin la condujo colina arriba hacia la ciudad. se habían casado, ganaba algún dinero extra aceptando inquilinos de confianza. Una criada abrió la puerta y los recibió la dueña de casa. Los seguidores de Gleb entraron el equipaje de Svoboda, y Gleb pagó a la mujer. Fueron a la habitación que ocuparía Svoboda. Era pequeña y tenía una cama estrecha, un taburete, un orinal, una jofaina y una jarra de agua. Sobre la cama colgaba la imagen de un hombre con aureola, rodeado por las letras de su nombre. Era san Yuri, explicó la mujer.

—Mató a un dragón y salvó a una doncella —explicó—. Un buen guardián para ti, querida. Has venido a casarte, ¿verdad? —El marcado y rápido acento obligó a Svoboda a prestar atención.

—En eso confiamos —replicó Gleb—. Arreglar la boda llevará días, Olga Borisovna, y luego están los preparativos. Por ahora, esta dama está cansada después de una larga y ardua travesía.

—Desde luego, Gleb Ilyev. Y sin duda hambrienta. Iré a ver si la sopa esta caliente. Venid a la cocina cuando estéis listos, ambos.

—Yo debo marcharme inmediatamente —dijo Gleb—. Sabes que un comerciante tiene que mirar y trajinar como un halcón en esta temporada, si desea hacer negocios que valgan la pena.

La mujer se fue, y también sus hombres, cuando él les hizo una seña. Por un instante Gleb y Svoboda se quedaron a solas. La habitación estaba en penumbra, pues sólo había una ventana pequeña cubierta por una tela. Svoboda escrutó la cara de Gleb, que se encontraba en la puerta.

—¿Hoy verás a Igor Olegev? —preguntó en voz baja.

—Lo dudo —suspiró él—. Es un hombre importante, a fin de cuentas, e influyente. Está muy atareado cuando la flota está aquí. Las murallas eran macizas, terrosas y en algunos puntos estaban blanqueadas. Un pórtico arqueado, flanqueado por roquetas y coronado por una torre, les cedió el paso. Los guardias con yelmo y cota de malla se apoyaban en las picas sin estorbar el tráfico que circulaba en ambas direcciones, a pie, a caballo, en carros tirados por asnos o bueyes, a veces ovejas o vacas rumbo al sacrificio, o en una bestia monstruosa y de pesadilla que Gleb dijo que era un camello. Más allá se elevaban calles serpenteantes. La mayoría de los pintorescos edificios eran de madera, con techos de tejas musgosas o hierba floreciente. A menudo tenían dos o tres pisos. En las ventanas de los edificios de ladrillo relucía el vidrio. Sobre ellos se erguía la cúpula dorada donde anidaban las campanas, coronada por una cruz. El ruido, los olores y el trajín aturdieron a Svoboda. Gleb debía alzar la voz para identificar a los personajes que veían. Svoboda reconoció enseguida a los sacerdotes, con túnica negra y barba larga; pero un hombre con harapos era un monje que venía a la ciudad desde su remota caverna, mientras que un anciano ricamente vestido y en litera era un obispo. La gente de la ciudad —comadres regateando en un mercado rebosante de mercancías y personas, corpulentos mercaderes, peones, esclavos, niños, campesinos— usaba una gran variedad de atuendos, y ninguno llevaba los adornos que ella conocía. Marineros sucios de brea, nórdicos altos y rubios, polacos y fineses con sus variados atavíos, tribus esteparias de altos pómulos, un par de bizantinos elegantes y desdeñosos: se sentía perdida, y también excitada, entusiasmada, ebria. En una casa cercana a la muralla sur. Gleb se detuvo.

—Aquí te quedarás —dijo. Ella asintió. Él le había descrito el lugar. Un maestro tejedor, cuyas hijas abastecedor de buques sino..., bien, cuando tratas con hombres de muchas naciones, todo es política y planes y... —No era su costumbre hablar con tanta torpeza—. Le dejaré el mensaje y quizá me reciba mañana. Luego fijaremos una hora para que lo veas y... rezaré por un buen desenlace.

—Dijiste que era seguro.

—No, comenté que me parecía probable. Está interesado. Conozco bien a ese hombre y su situación. Pero ¿cómo puedo hacerte promesas?

Ella suspiró.

—Es verdad. En el peor de los casos, dijiste, puedes encontrar a alguien de inferior posición.

Él miró los juncos del suelo.

—Tampoco es necesario que sea... así. Somos viejos amigos, ¿verdad? Yo podría cuidarte... mejor de lo que me has permitido hacerlo hasta ahora.

—Has sido muy generoso conmigo —dijo ella con suavidad—. Tu esposa es una mujer afortunada.

—Será mejor que me vaya —masculló Gleb—. Debo reunir a mi gente, alojarla, depositar las mercancías, y luego... Mañana, cuando pueda, pasaré por aquí para darte la noticia. Hasta entonces, que Dios te acompañe, Svoboda Volodarovna. —Dio media vuelta y se fue.

Ella se quedó un rato sumida en sus pensamientos antes de dirigirse a la cocina. Óigale ofreció un cuenco de espeso caldo de carne, llena de puerros y zanahorias, acompañado por pan negro y mantequilla. Se sentó frente a ella y le dio conversación.

—Gleb Ilyev me ha hablado tanto de ti... Con la cautela que le habían enseñado los años, Svoboda cambió de tema. ¿Cuánto habría dicho ese hombre? Fue un alivio comprobar que había sido astuto como de costumbre. Había descrito a una viuda sin hijos que dependieran de ella y sin perspectivas de nuevo matrimonio en su distante y tosco villorrio. Por caridad, y con la esperanza de ganar los favores del Cielo, Gleb la había recomendado al proveedor Igor Olegev de Kiyiv, también viudo con varios hijos. La perspectiva parecía buena; una campesina podía aprender los modales urbanos si era sagaz, y esta mujer tenía además otras cualidades. Por lo tanto Gleb ayudó a Svoboda a convertir su herencia en dinero, una dote, y la llevó en su siguiente viaje.

—Ah, pobre niña, pobre pequeña. —Olga se enjugó las lágrimas—. ¿Ningún hijo tuyo en esta tierra, y ningún hombre que se case con una joven tan bella? No lo entiendo. Svoboda se encogió de hombros.

—Había rencillas. Por favor, prefiero no hablar de ello.

—Sí, rencillas de aldea. La gente se vuelve maliciosa cuando se pasa toda la vida sin ver a nadie más. Además son presa de temores paganos. ¿Acaso creen que traes mala suerte, que te maldijo una bruja, sólo porque tuviste tantas penas? Que ahora Dios traiga, al fin, prosperidad a tu vida. Conque Gleb había contado la verdad, incluso mientras la ocultaba. Una habilidad de comerciante. Por un instante, Svoboda pensó en él. Se llevaban bien, y podían llegar a algo más, si este plan matrimonial fracasaba. Que los curas lo llamaran pecado. Kupala el Jovial no lo llamaría así, y quizá los viejos dioses aún permanecieran sobre la tierra... Pero no. Gleb ya peinaba canas. Le quedaba demasiado poco tiempo para que Svoboda se animara a lastimar a una esposa que nunca había conocido. Sabía cuánto dolía una pérdida.

Después de comer, cuando Olga regresó a sus tareas, Svoboda fue a su habitación. Desempacó, guardó sus pertenencias y se preguntó qué hacer. Siempre había tenido alguna ocupación, al menos hilar. Pero había dejado sus enseres al abandonar su hogar. Y no podía resignarse al bendito ocio, saboreándolo, ni al sueño, como hacía la gente del campo cuando tenía la rara oportunidad. Así no se comportaba la hija de un notable, la esposa de un hombre importante. La embargó la inquietud. Caminó de un lado a otro, se tumbó en la cama, se levantó, bostezó, miró a su alrededor, caminó de nuevo. ¿Debía ir a ayudar a los criados de Olga? No, no estaba familiarizada con el lugar. Además, Igor Olegev podía pensar que eso rebajaba a la novia. Siempre que él tuviera interés. ¿Cómo era Igor? Gleb lo llamaba un buen sujeto, pero Gleb nunca lo vería con ojos de mujer, y ni siquiera lo que Gleb decía sobre su apariencia evocaba una imagen real para Svoboda. Al menos podía apreciar a san Yuri, enjuto, de ojos grandes... Se arrodilló ante él para pedirle su bendición. Las palabras se le atascaron en la garganta. Era obediente pero no devota, y hoy no estaba de ánimo para la mansedumbre. Se puso a caminar. Poco a poco tomó una decisión. ¿Por qué permanecer encerrada entre esas paredes? Gleb le había dicho que fuera prudente, pero a menudo se había internado sola en el bosque, sin temer al lobo ni al oso, y no había sufrido ningún daño. Una vez cogió a un caballo desbocado por las bridas y lo obligó a detenerse, en otra ocasión mató a un perro rabioso con el hacha, otra vez ella y los vecinos se apiñaron en la aldea amurallada y rechazaron un ataque pecheheg. Además, mientras aquí las horas se arrastraban, allá bullía la vida, la novedad, la maravilla. El campanario, alto y brillante...

¡Claro! La iglesia de la Santa Sabiduría. Allí sentiría ánimo de rezar, allí Dios la oiría y le daría ayuda. Sin duda.

Se puso una capa, la abrocho, se cubrió con la capucha y salió. Nadie podía prohibirle que se fuera, pero sería mejor que pasara inadvertida. Se cruzó con un sirviente, quizás un esclavo, pero él le clavó una mirada obtusa y siguió fregando una estufa de mosaicos en la sala principal. Svoboda cerró la puerta. La calle la absorbió. Vagabundeó un rato, tímidamente al principio, luego aturdida por el deleite. Nadie la trató con rudeza. Varios jóvenes la miraron y algunos se sonrieron y se codearon, pero eso sólo le provocó un cosquilleo. Algunos la empujaron sin querer. Era menos frecuente que antes, pues las calles estaban menos atestadas a medida que caía el sol. Al fin tuvo una clara vista de la catedral y se dejó guiar por ella. Cuando contempló Santa Sofía entera, contuvo el aliento. Calculó, deslumbrada, que tendría sesenta pasos de longitud. La masa blanca y verde se erguía con sus paredes y entradas, pasajes con arcadas y altas ventanas de cristal, diez cúpulas en total, seis con cruces y cuatro coronadas de estrellas. Durante un largo tiempo sólo pudo admirarla. Al fin, armándose de coraje, entró dejando atrás a los obreros que acrecentaban ese esplendor. El corazón le latía con gran fuerza. ¿Estaba prohibido? Pero además de los sacerdotes, había plebeyos que entraban y salían. Atravesó la entrada. Después, durante un tiempo sin tiempo, se desplazó como una rusaíka bajo el agua. Casi se preguntó si ella también se habría ahogado convirtiéndose en uno de esos espíritus. El crepúsculo y el silencio la envolvieron, las ventanas relucientes de colores e imágenes, las paredes de oro e imágenes..., pero no, ese rostro extraño y severo era Cristo, Señor del Mundo, rodeado por sus apóstoles, y esa gigante hecha de pequeñas piedras era Su Madre y... la canción, los tonos profundos y plañideros que se elevaban desde atrás de un tabique tallado, mientras arriba repicaban campanas, eran en alabanza del Padre... Se postró sobre las losas frías. Despertó del trance mucho después. La iglesia era una caverna tenebrosa; Svoboda estaba sola, excepto por unos clérigos y muchas velas. ¿Adonde había ido el día? Se persignó y salió deprisa. Había caído el sol, y el cielo aún estaba azul pero se ennegrecía con rapidez. La penumbra inundaba las calles entre paredes en cuyas ventanas fluctuaba una luz amarilla. Hacía rato que estaban desiertas. Svoboda notó que su respiración, sus pisadas y el susurro de sus faldas resonaban en el silencio. Doblar a la derecha en esa esquina, a la izquierda en la siguiente... No, se había equivocado, nunca había visto esa casa con las puntas de las vigas talladas con forma de cabezas... Se había perdido. Se detuvo, se llenó los pulmones, exhaló el aire, hizo una mueca.

—Tonta —susurró—. A tu edad deberías ser más avispada. Miró en torno. Los techos negros se recortaban contra el cielo casi igualmente oscuro donde temblaban tres estrellas. Enfrente crecía una palidez, la luna en ascenso. Así pues, oeste y este. Su vivienda estaba cerca de la pared sur. Si continuaba ese camino, tanto como lo permitían esas callejas sinuosas, tendría que llegar. Luego podría llamar a una puerta y pedir instrucciones. Sin duda Olga armaría un alboroto y mañana Gleb la reprendería.

Irguió la espalda. Era la hija del notable volodar. Avanzando con cuidado, recogiendo la falda para no mancharla de lodo, se puso en marcha. Anocheció. El aire se volvió frío. La luna irradiaba una luz tenue cuando atinaba a verla, pero casi siempre la ocultaban los tejados. Una puerta entornada dejó escapar el fulgor de una lámpara, olor a kvass y comida. Se oían vozarrones y carcajadas. Intimidada, Svoboda avanzó por el otro lado de la calle. Una posada donde los hombres se embriagaban. Había visto cosas similares al visitar el pueblo con un esposo. Rostislav se había aficionado demasiado a ello y regresaba a casa sudoroso y maloliente...

Unas botas taconearon a sus espaldas. Apuró el paso. La sombra también apuró el paso, y la alcanzó.

—Ja —espetó—, te saludo. —Ella apenas pudo entenderle. Entraron en un retazo de luz lunar y él dejó de ser una sombra. Una cabeza más alta que ella le impedía ver las estrellas del oeste. Tenía la coronilla rasurada excepto por un rizo en el lado derecho, un bigote bajo una nariz partida, tatuajes sobre el pecho velludo y en los brazos fornidos. Llevaba una camisa entreabierta, pantalones anchos, capa corta, todo endurecido por la grasa. En el cinturón llevaba un cuchillo que casi parecía una espada, un arma prohibida dentro de la ciudad salvo para los guardias del príncipe. Un demonio, pensó Svoboda con un escalofrío, y luego: No, un varyag. He oído hablar de ellos, nórdicos y rusos que recorren los ríos, afrontan tormentas... Desvió los ojos e intentó continuar.

Una mano le aferró el brazo derecho.

—Ea, no te apresures —rió el hombre—. ¿Buscas diversión a estas horas, eh? Yo te daré diversión.

—¡Dejadme en paz! —exclamó Svoboda, dando un tirón. Él apretó con más fuerza. Una punzada de dolor le apuñaló el hombro. Svoboda trastabilló. Él la sostuvo.

—Ven, allá hay un callejón, te gustará —dijo. El tufo del hombre se le atoró en el gaznate. Tuvo que inhalar para gritar.

—¡Cállate! Nadie vendrá. —La alzó con la mano libre. Svoboda sintió un mareo, un rugido en la cabeza, pero pataleó y gritó de nuevo. —Cállate o..., vaya. —La dejó caer en los adoquines. Ella miró hacia arriba y vio que el hombre se había vuelto hacia otros dos. Debían de estar en una calle lateral y la habían oído, pensó en su aturdimiento. Que me ayuden. Cristo, Dazhbog, Yarilo, san Yuri, haced que me ayuden. El varyag había desenvainado el cuchillo.

—Largo —rugió—. No os necesito. —Svoboda comprendió que estaba ebrio, y que eso lo volvía más peligroso.

El más pequeño de los otros dos hombres avanzó con agilidad gatuna.

—Mejor que te refresques la cabezota, amigo —replicó, sacando el cuchillo. Era un utensilio para comer y trabajar, una astilla comparada con la otra arma. Y el que la empuñaba no parecía un guerrero. Era esbelto. Llevaba una chaqueta orlada de piel y pantalones metidos en botas blandas. Svoboda logró distinguir eso porque el acompañante llevaba un farol que arrojaba un fulgor opaco sobre ambos y un charco de luz a sus pies.

El varyag sonrió bajo la luna.

—El lechuguino y el tullido —se burló—. ¿Tú me dices qué debo hacer? Cierra el pico, o descubriré cuan blancas son tus tripas. El segundo hombre dejó el farol en el suelo con la mano izquierda. No tenía mano derecha. De un tazón de cuero sujeto al antebrazo surgió un garfio de hierro. Era un hombre musculoso, con ropa gruesa y sencilla. Extrajo su pequeño cuchillo.

—Nosotros dos —gruñó—. Tú solo. Cadoc dice largo, tú vas. —Al contrario del hombre delgado, apenas podía hablar ruso.

—¡Dos cucarachas! —aulló el varyag—. ¡Por el trueno de Perun, se acabó!

Dio una zancada hacia delante. Su arma centelleó. El hombre delgado —¿Cadoc?— se movió a un lado y estiró el tobillo. El varyag tropezó, cayó en los adoquines. El hombre del garfio rió. El varyag rugió, se levantó y embistió. El garfio atacó. La curva terminaba en una punta que se hundió en el brazo del atacante. El varyag aulló. El cuchillo del oponente le abrió un tajo en la muñeca y el varyag soltó su arma. Cadoc se acercó de un brinco y juguetonamente le cogió el rizo y lo cortó.

—Tomaremos el próximo trofeo de tu entrepierna —dijo Cadoc con voz socarrona. El varyag gritó, viró en redondo y huyó. Los ecos murieron. Cadoc se acercó a Svoboda.

—¿Estás bien, señora? —preguntó—. Ven, apóyate en mí. La ayudó a levantarse mientras su compañero recogía el cuchillo del varyag.

—No, deja eso —ordenó Cadoc. Sin duda hablaba en ruso para que ella entendiera—. No quiero que los guardias nos lo encuentren encima. Sería tan problemático como el cadáver de ese energúmeno. Vámonos. El alboroto puede haber despertado una curiosidad que no nos interesa. Ven, mi señora.

—Yo no estoy lastimada —jadeó Svoboda. En efecto, sólo había sufrido magulladuras. Aún estaba un poco aturdida. Echó a andar a ciegas, guiada por la mano de Cadoc. El hombre del farol y el garfio preguntó algo que debía significar: «¿Adonde vamos?»

—A nuestro alojamiento, desde luego —replicó Cadoc en ruso—. Si nos topamos con una patrulla, no ha ocurrido nada. Simplemente salimos en busca de bebida y jolgorio.

¿Estás de acuerdo, señora? Nos debes algo, y no queremos perder la partida de la flota por la mañana tan sólo porque los oficiales de Yaroslav desean interrogarnos. —Debo volver a casa —imploró ella.

—Volverás. Te acompañaremos, no temas. Pero antes... —Se oyeron gritos detrás—.

¡Oíd! Alguien viene. Han encontrado el cuchillo y si también tienen un farol, habrán visto la sangre y las huellas de la pelea. —Cadoc los condujo a un callejón, un túnel tenebroso—. Un camino indirecto, pero evita problemas. Nos ocultaremos un par de horas y luego te escoltaremos, señora.

Salieron a una calle ancha iluminada por la luna. Svoboda había recobrado la compostura. Se preguntó si podría confiar en ese par. ¿No sería más prudente regresar de inmediato a casa de Olga? Si rehusaban, ella iría sola, y no estaría peor que antes. Pero antes no le había ido muy bien. Y —un cosquilleo, una tibieza— nunca había conocido a nadie así. Tal vez nunca lo conocería. Zarparían por la mañana y ella se casaría una vez más.

Cadoc tiró de la manga del compañero y dijo alegremente.

—Ea, Rufus, no pases de largo. Una casa se erguía ante ellos. La puerta no tenía tranca. Se limpiaron los pies y entraron en una sala en penumbra con mesas, bancos y un par de faroles encendidos.

—La sala común —le dijo Cadoc al oído—. Éste es un hostal para quienes pueden costearlo. Silencio, por favor. Ella los examinó. Rufus, a la luz del farol, mostraba rasgos toscos, pecas, patillas pobladas y pelo fino, rojizo y brillante. Cadoc tenía aspecto extranjero, cara angosta y aquilina, ojos un tanto rasgados, como los de un danés, pero grandes y castaños, el pelo largo hasta los hombros y tan negro como la barba puntiaguda. Llevaba un anillo de oro con tallas igualmente extrañas, una serpiente que se mordía la cola. Rara vez Svoboda había visto una sonrisa tan afable.

—Bien, bien—murmuró Cadoc—. No sabía que la dama en apuros era tan bonita. —Le hizo una reverencia, como si fuera una princesa—. No temas repito. Te cuidaremos. Qué pena tu vestido. Al mirarse, Svoboda vio que estaba embadurnado de fango.

—Oh, puedo decir que me caí—tartamudeó Svoboda—. Es verdad.

—Creo que podemos hacer algo mejor —dijo Cadoc. Rufus los siguió arriba, hasta una cámara. Era amplia, con paneles de madera, colgaduras junto a una ventana esmerilada, una alfombra en el suelo. Había cuatro camas, una mesa, varios taburetes y otras comodidades. Rufus cogió la vela del farol y la usó para encender las palmatorias de un candelabro de bronce de siete brazos. Su destreza indicó a Svoboda que debía de haber perdido la mano tiempo atrás, pues se las apañaba muy bien sin ella.

—Somos sólo nosotros dos —le explicó Cadoc a Svoboda—. Vale la pena el coste. Ahora... —Se agachó junto a un baúl, sacó una llave de la faltriquera, abrió el cerrojo—. La mayoría de nuestros bienes están en nuestra nave, desde luego, pero aquí hay algunos muy valiosos, tanto del exterior como adquiridos en Kiyiv. Incluyen... —Hurgó en el baúl—. Ah, sí. —Extrajo una tela que brilló a la luz de las velas—. Lamento que no podamos preparar un baño caliente a estas horas, señora mía, pero allá encontrarás una jofaina, una jarra de agua, jabón, toallas, una tinaja para el agua sucia. Usa lo que desees, y luego ponte esto. Entretanto, por supuesto, Rufus y yo nos ausentaremos. Si entreabres la puerta y extiendes tus prendas sucias, él verá qué puede hacer para limpiarlas.

El pelirrojo torció la boca y gruñó en una lengua desconocida. Cadoc le respondió en tono jocoso hasta persuadirlo. Ambos cogieron velas y salieron. Svoboda se quedó a solas con su desconcierto. ¿Había soñado? ¿Se había internado en la tierra de los elfos o había encontrado a un par de dioses, allí en ese baluarte cristiano? Se echó a reír. ¡Fuera lo que fuese, era nuevo, era maravilloso!

Abrió broches, desató cordones, se quitó la ropa, la pasó por la puerta como había sugerido Cadoc. Alguien la cogió. Ella cerró la puerta y fue a lavarse. Acarició una desnudez lamida por el aire fresco. Se frotó con languidez. Oyó un golpe en la puerta, contestó «Aún no» y se apresuró a secarse. La prenda estirada sobre una cama le arrancó un suspiro de admiración. Era una túnica de tela brillante y tersa, azul con bordes dorados, con botones de plata. Tenía los pies descalzos. Bien, mirando por debajo de la falda, los pies espiarían, pensó con un sonrojo. Se peinó los rizos que le habían caído sobre las trenzas recogidas, y supo que su pelo ámbar luciría bien con el vestido.

—Adelante —dijo con voz trémula. Apareció Cadoc con una bandeja en la mano izquierda. Cerró la puerta y puso la bandeja en la mesa. Traía una jarra y dos tazas.

—Nunca pensé que la seda pudiera ser tan bella —dijo.

—¿Qué? —preguntó Svoboda, deseando que se le aplacara el pulso.

—No importa. A menudo soy muy directo. Por favor siéntate y disfruta de una copa conmigo. He despertado al camarero para que me sirviera lo mejor. Tranquilízate, recóbrate de esa desdichada experiencia. Ella se sentó en un taburete. Antes de imitarla, Cadoc sirvió un líquido rojo con un aroma estival.

—Eres muy amable —susurró Svoboda. Gleb también es amable, pensó; luego, involuntariamente, se dijo: No, Gleb es un campesino que envejece. Sabe leer y escribir, ¿pero qué más sabe? ¿Qué más ha visto y hecho fuera de sus cortos recorridos?—. ¿Cómo puedo recompensarte? —Y pensó: ¡Qué tontería he dicho!

Pero Cadoc sólo sonrió, alzó la taza y replicó:

—Puedes decirme tu nombre, señora, y cualquier otra cosa que desees. Puedes complacerme un rato con tu compañía. Es más que suficiente. Bebe, por favor. Ella bebió un sorbo. Sintió un delicioso sabor en el paladar. Esto no era vino de bayas de los bosques, era... era...

—Yo soy... —Casi le dio su nombre de pila. Pero desde luego eso sería imprudente. Creía que podía confiar en Cadoc, pero sería vulnerable a los hechizos si ese nombre llegaba a oídos de un brujo. Además, rara vez pensaba en él—. Svoboda Volodarovna —dijo. El nombre que usaba en casa—. De... muy lejos. ¿Dónde está tu amigo?

—¿Rufus? Oh, lo he puesto a limpiar tu ropa. Así no nos molestará. Le di su propio vino para que tuviera compañía. Un hombre leal y valiente, pero limitado.

—¿Tu sirviente, pues?

¿Una sombra cruzó la cara de Cadoc?

—Un compañero de hace mucho tiempo. Perdió la mano luchando, cubriéndome la espalda, cuando nos emboscó una pandilla de sajones. Continuó luchando con la mano izquierda, y escapamos.

¿Qué eran los sajones? ¿Salteadores?

—Semejante herida debió dejarlo inválido. La mayoría de los hombres pronto habrían muerto por su causa.

—Somos duros de pelar. Pero no hablemos más de eso. ¿Por qué estabas en la calle después del anochecer, Svoboda Volodarovna? Sin duda no eres de las que frecuentan las calles. Fue pura suerte que Rufus y yo estuviéramos en las cercanías. Estábamos bebiendo una última copa con un agente comercial ruso que conozco; nos despedimos, pues mañana debemos madrugar, nos fuimos y entonces... Ah, parece que Dios no desea que una dama como tú sufra un episodio tan sórdido. El vino brillaba y le cosquilleaba en la sangre. Recordó que debía ser cauta, pero se sorprendió revelando tantas cosas como Gleb le había revelado a Olga Borisovna y aun a Igor Olegev. Las preguntas de Cadoc, serenas y astutas, facilitaron las respuestas.

—Ah —murmuró Cadoc al fin—. Gracias a los santos, te salvamos de la ruina. Ese maldito mercenario no te habría dejado en condiciones de ocultar lo sucedido, siempre que te hubiera dejado con vida. —Hizo una pausa—. Ahora puedes contar a la dueña de casa, y al hombre que te cuida como un padre, que te quedaste hasta tarde en la iglesia, sumida en la plegaria. No es nada insólito por aquí. Ella se ofuscó.

—¿Debo decir una mentira? Soy una persona de honor.

—Oh, vamos —sonrió Cadoc—. No acabas de salir de un claustro. —Ella no sabía qué era eso, pero entendió el sentido—. ¿Cuántas veces en tu vida un embuste ha sido no sólo inofensivo, sino un escudo contra el dolor? ¿Por qué poner al pobre Gleb en una situación embarazosa, cuando ha trabajado con tanto empeño por ti —y añadió sin ningún pudor—: Como intermediario entre Igor el Proveedor y una magnífica prometida, Gleb puede esperar excelentes negocios, Svoboda. Ella ocultó su confusión empinando el tazón. Cadoc lo llenó de nuevo.

—Entiendo —dijo—. Eres joven, y los jóvenes son idealistas. No obstante, tienes más imaginación y audacia que la mayoría a tu edad, y que la mayoría de los hombres, y podrías buscar una vida diferente. Usa esa sabiduría. De pronto se sintió embargada por la desolación. Pero había aprendido a transformarla en una especie de alegría.

—Hablas como mi abuelo —dijo—. ¿Qué edad tienes?

—Aún no estoy senil —bromeó él. La ansiedad de saber surgió como el deseo. Se inclinó hacia delante, notando que él le miraba los pechos. El vino zumbaba como abejas en un prado de tréboles.

—No has dicho nada de ti mismo. ¿Qué eres? ¿Un príncipe o boyardo cuyo nombre paterno no terminaba en «ev» sino en «vitch»? ¿El vástago de un dios del bosque?

—Un comerciante —dijo Cadoc—. He seguido esta ruta durante años amasando mi fortuna hasta adquirir una nave. Mi ramo son las exquisiteces: ámbar y pieles del norte, paños y golosinas del sur, costosas sin ser voluminosas ni pesadas. —Tal vez el vino también lo había afectado un poco, pues añadió, casi sin aliento—. Me permite conocer una gran variedad de gente. Soy muy curioso. —¿De dónde eres?

—Oh, he venido por Novgorod, como los mercaderes de mi tierra, a través de ríos, lagos y encrucijadas terrestres, hasta aquí. Delante esperan el gran Dnieper y sus cascadas, el cruce terrestre más difícil, y nuestra escolta militar, muy necesaria en caso de que nos ataquen salteadores de la estepa..., luego el mar, y al fin Constantinopla. Claro que no efectúo el viaje cada año. Es largo en ambos sentidos, a fin de cuentas. La mayoría de los cargamentos trasbordan aquí en Kiyiv. Regreso a puertos suecos y daneses, y a menudo a Inglaterra. Sin embargo, como decía, quiero viajar todo lo posible.

¿He respondido satisfactoriamente?

Ella meneó la cabeza.

No. Preguntaba cuál es tu nación. Él habló con mayor cautela.

—Rufus y yo... Cymriu, llaman los habitantes a esa comarca. Forma parte de la misma isla que Inglaterra, es el último resabio de la antigua Bretaña, lo cual es mejor porque allí nadie me confundiría con un inglés. Rufus no importa. Es mi viejo servidor, y ha usado ese apodo tanto tiempo que ya ha olvidado todo lo demás. Yo soy Cadoc ap Rhys.

—Nunca he oído hablar de esas tierras.

—No —suspiró él—. Lo suponía.

—Tengo la sensación de que has viajado más de lo que dices.

—He deambulado mucho, es verdad.

—Te envidio —dijo Svoboda sin poder contenerse—. ¡Oh, te envidio!

Él enarcó las cejas.

—¿Qué? Es una vida dura, a menudo peligrosa y siempre solitaria.

—Pero libre. Eres tu propio amo. Si pudiera viajar como tú... —Le ardían los ojos. Tragó saliva y trató de contener las lágrimas. Él meneó la cabeza con gravedad.

—Tú no sabes qué ocurre a las que siguen a los viajeros, Svoboda Volodarovna. Yo sí. Ella comprendió.

—Eres un hombre solitario, Cadoc —masculló—. ¿Por qué?

—Saca partido de la vida que tienes —aconsejó él—. Cada cual a su modo, todos estamos atrapados en la nuestra.

—Tú también. —Tu fuerza languidecerá, tu orgullo se derrumbará, en un santiamén serás sepultado en la tierra y poco después incluso tu nombre será olvidado, polvo en el viento.

Él hizo una mueca.

—Sí. Así parece.

—¡Te recordaré! —exclamó ella.

—¿Qué?

—Yo..., nada, nada. Estoy conmocionada y cansada, y creo que un poco ebria.

—¿Deseas dormir hasta que tu ropa esté lista? Yo me callaré... Svoboda, estás llorando. —Cadoc se le acercó, se agachó junto a ella, le apoyó el brazo en los hombros.

—Perdóname, mi actitud es débil y tonta. No soy así, créeme, no soy así.

—No, claro que no, querida viajera. Sé cómo te sientes. —Los labios de Cadoc rozaron el pelo de Svoboda. Ella volvió la cabeza, sabiendo que él la besaría. Fue un beso tierno. Las lágrimas le dieron el sabor del mar.

—Soy un hombre honorable, en cierto modo —le dijo Cadoc al oído. Cuan tibios eran su aliento y su cuerpo—. No te obligaría a nada.

—No es preciso —murmuró ella, aún temblando.

—Parto poco después del alba, Svoboda, y tu boda te espera. Ella lo aferró con fuerza, clavándole las uñas.

—Ya he tenido tres esposos, y a veces, junto al lago, la fiesta primaveral de Kupala...

Oh, sí, Cadoc.

Por un instante ella notó que había dicho demasiado. Ahora debía responder a sus preguntas, con la cabeza hecha un remolino... Pero él le dio la mano, levantándola, y la acompañó hasta una cama.

Luego ella se hundió de nuevo en un ensueño. El deseo la arrasaba como un torrente, y suponía que él le permitiría desahogarse. No era un hombre corpulento, pero debía de ser fuerte; tal vez alargara las cosas el tiempo suficiente, y luego ella dormiría. En cambio, él le quitó la túnica por un tiempo que se prolongó más y más y la guió para ayudarlo a quitarse su vestimenta, siempre sabiendo qué hacer, qué suscitar, con los dedos y la boca; y aunque la cama era angosta, cuando la tendió allí siguió acariciándola y besándola hasta que ella le rogó que abriera los cielos y desencadenara los soles. Después se acariciaron, rieron, bromearon, tendieron dos esteras de paja en el suelo para tener espacio donde moverse, jugaron, se amaron, él descansó apoyándole la cabeza entre los senos, ella lo incitó una y otra vez, él juró que nunca había conocido a nadie igual y esa convicción fue como un fuego. El vidrio de la ventana se oscureció. Las velas se habían consumido. El humo acre impregnó un aire helado que ella al fin empezó a sentir.

—Debo acompañarte hasta tu casa —dijo él, en sus brazos.

—Oh, no tan rápido —suplicó ella.

—La flota zarpa pronto. Y debes ir al encuentro de tu mundo. Primero tendrás que descansar, querida Svoboda.

—Estoy tan agotada como si hubiera arado diez campos —murmuró ella, riendo—. Aunque fuiste tú quien aró. Pícaro, apenas puedo caminar. —Le hundió la cara en la sedosa barba—. Gracias, gracias.

—Yo dormiré profundamente en la nave. Después despertaré para recordarte. Y te echaré de menos, Svoboda. Pero ése es el precio, supongo.

—Si tan sólo...

—Te lo he dicho, mis actuales negocios no son aconsejables para una mujer.

—Regresarás después de la temporada, ¿verdad?

Él se incorporó. Su cara parecía gris como la luz.

—Ya no tengo hogar. No me atrevo. No podrías entender. Vamos, debemos darnos prisa, pero no tenemos por qué arruinar lo que hemos tenido. Aturdida, ella esperó mientras él se vestía e iba a pedirle la ropa a Rufus. Jugueteó con ese pensamiento: Tiene razón, es imposible, o al menos sería demasiado breve y pronto nos causaría dolor. Sin embargo, él no sabe por qué tiene razón. Las ropas de Svoboda aún estaban mojadas. Se le pegaron al cuerpo. Bien, con suerte llegaría inadvertida hasta su habitación.

—Ojalá pudiera darte la túnica de seda —dijo Cadoc—. Si puedes explicarla... ¿No. —Quizá pensara en ella cuando se la regalara a otra muchacha en otro lugar—. También me agradaría darte de comer. Ambos estamos bajo el látigo del tiempo. Ven. —Sí, Svoboda estaba débil de hambre, fatiga y dolor. Eso era bueno. La devolvía a la realidad. La niebla oscurecía las calles. El sol despuntaba apenas en el este que Svoboda no había logrado encontrar. Caminó con Cadoc de la mano. Entre los rusos, eso sólo significaba amistad. Nadie sabría cuándo se estrujaban con fuerza, y de todas maneras había poca gente en la calle. Un peatón indicó a Cadoc el camino hacia la casa de Olga. Se detuvieron ante ella.

—Buena suerte, Svoboda.

—Igualmente—fue todo lo que pudo responder.

—Te recordaré... —dijo Cadoc, con una sonrisa amarga—, más de lo conveniente.

—Yo te recordaré para siempre, Cadoc —dijo ella. Él le cogió ambas manos, se inclinó, se enderezó, la dejó ir, dio media vuelta y se fue. Pronto se perdió en la niebla.

—Para siempre —le dijo ella al vacío. Permaneció un rato allí. El cielo claro cobraba un tono azul brillante. Un halcón recibió en las alas la luz del sol oculto. Tal vez es mejor que haya sido esto y nada más, pensó. Un momento arrebatado al tiempo para que yo recuerde a través de los años. Tres esposos he sepultado, y creo que fue una liberación, decirles adiós con una oración y ver cómo los enterraban, pues entonces ya estaban desgastados y marchitos y no eran los hombres que me llevaron orgullosamente a la boda. Y Rostislav me miraba con recelo, me acusaba, me aporreaba cuando se embriagaba... No, sepultar a mis hijos, eso fue lo peor. No tanto los pequeños, mueren y mueren y no tienes tiempo de conocerlos excepto como un fulgor pasajero. Incluso mi primer nieto era pequeño. Pero Svetlana era una mujer, una esposa, fue mi bisnieto quien la mató en el parto. Al menos eso había terminado. Los aldeanos, sí, mis hijos vivientes, ya no podían soportar que yo fuera lo que soy, que nunca envejeciera como es debido. Me temen, y por lo tanto me odian. Y yo tampoco podía soportarlo. Tal vez hubiera bendecido el día en que vinieran con hachas y garrotes para poner fin a todo. Gleb Ilgev, el feo y codicioso Gleb, tiene la hombría para ver más allá de lo extraño, ver la mujer que no es hija de los dioses ni criatura de Satanás, pero es el más extraviado y desconcertado de todos. Ojalá pudiera recompensar a Gleb con algo más que dinero. Bien, deseo muchas cosas imposibles. A través de él he encontrado cómo permanecer viva. Seré una buena esposa para Igor Olegev. Pero al pasar los años entablaré amistad con alguien como Gleb, y cuando llegue el momento él hallará un nuevo lugar, un nuevo comienzo para mí. La viuda de un hombre se puede casar de nuevo, en alguna ciudad o granja remota, y ninguno de sus conocidos la considerara extravagante, y nadie le hará preguntas que no pueda responder. Desde luego, hay que dejar bien provistos a los hijos que no han crecido. Seré una buena madre. Sonrió.

Quién sabe, tal vez algunos esposos míos sean como Cadoc. El vestido mojado se le pegaba al cuerpo. Tiritando de frío, caminó despacio hacia la puerta de la casa.