XVI Nicho

El hotel era nuevo y anónimo, pero estaba cerca del Casco Antiguo, y desde el décimo piso se veían los tejados y callejas que trepaban a las piedras de la Ciudadela. Era una masa oscura contra las estrellas emborronadas por las lámparas y las ventanas iluminadas. En el lado oeste, la habitación de la esquina daba sobre la moderna Ankara, la plaza Ulus, el bulevar, con su deslumbrante resplandor, escaparates opulentos, aceras apiñadas, automóviles veloces. El calor de ese día de verano persistía, y las ventanas permanecían abiertas para recibir la frescura que llegaba desde el río y la campiña. La altura sofocaba el ruido del tráfico, incluso las bocinas de los coches, y sólo se oía el ronroneo del ventilador de pie. Para el anfitrión norteamericano y su huésped, el servicio de habitación había instalado una elegante mesa con excelente comida. La habían disfrutado mientras hablaban de trivialidades. El idioma en que mejor se entendían resultó ser el griego. Ahora estaban en la etapa del queso, el café y los licores. Oktay Saygun se reclinó, sostuvo el Drambuie a contraluz antes de beber, sonrió. Era un hombre robusto y barrigón, y la nariz era su rasgo más prominente. Aunque su traje no estaba raído, era barato y tenía varios años de uso.

—Ah —murmuró—, delicioso. Es usted un conocedor, kyrie McCready.

—Me alegra que lo disfrutara —replicó el otro—. Espero que ahora se sienta más cómodo conmigo.

Saygun ladeó la cabeza como un pájaro, siempre que el pájaro fuera un búho o un perico bien alimentado. David McCready era dos o tres centímetros más alto que él, delgado y más ágil. Aunque la oscura cara de halcón mostraba sólo cordialidad, los ojos

—extrañamente levantinos para una persona de ese nombre— lo escrutaron.

—¿Di la impresión contraría? —preguntó Saygun—. Lo lamento. Qué poca gratitud ante tanta hospitalidad. No fue mi intención, se lo aseguro.

—Oh, no lo culpo. Una llamada telefónica, la invitación de un desconocido. Yo podría tratar de involucrarlo en un plan delictivo. O podría ser un agente extranjero, un espía. En estos días deben de abundar en todas las capitales. Saygun rió.

—¿Quién se molestaría en subvertir a un pequeño burócrata de los archivos civiles? En todo caso, usted sería el más arriesgado. Piénselo. Ha tenido tratos con nuestra burocracia. Es imposible no tenerlos, especialmente si es extranjero. Créame, cuando nos lo proponemos, podemos obstruir y detener una estampida de elefantes.

—Aun así, son tiempos inseguros. Saygun se puso serio. Miró hacia la ventana, hacia la noche.

—Ya lo creo. Tiempos malignos. Herr Hitler no se conformó con adueñarse de Austria, ¿verdad? Temo que mister Chamberlain y monsieur Daladier también le dejarán actuar a su antojo con Checoslovaquia. Y, más cerca de aquí, las ambiciones de los zares sobreviven en la Rusia Roja. —Miró de nuevo al anfitrión, extrajo un pañuelo, se enjugó la frente angosta y se alisó el pelo negro—. Perdóneme. Los americanos prefieren el optimismo, ¿verdad? Bien, pase lo que pase, la civilización sobrevivirá. Ha sobrevivido hasta ahora, a pesar de sus cambiantes disfraces.

—Está usted muy bien informado, kyrie Saygun —dijo lentamente McCready—. Y

parece que le gusta filosofar. El turco se encogió de hombros.

—Uno lee los periódicos, escucha la radio. Los cafés se han transformado en una babel política. En ocasiones busco alivio en viejos libros. Ellos me ayudan a distinguir lo efímero de lo duradero.

Vació la copa. McCready la llenó de nuevo y preguntó:

—¿Un cigarro?

—Sí, muchas gracias. Esa cigarrera parece muy promisoria. McCready sacó dos habanos y un cortapuros que ofreció primero a su huésped, y un encendedor. Se acomodó y habló con voz firme.

—¿Puedo ir al grano ahora?

—Por supuesto. Podría haber empezado antes. Entendí que usted deseaba conocerme. O, si puedo expresarlo así, tantearme. McCready sonrió socarronamente.

—Creo que usted lo ha hecho mejor que yo.

—Bien, sólo disfruté de una grata conversación y una persona interesante. Todos están fascinados por su maravilloso país, y su carrera como hombre de negocios ha sido notable.

McCready encendió el cigarro del visitante y luego el suyo.

—Hablamos bastante de mí, cuando no comentábamos generalidades. El resultado fue que dijimos muy poco sobre usted. —No hay nada que decir, en verdad. Soy un hombre obtuso e insignificante. No creo que yo le interese. —Saygun aspiró el humo, lo hizo rodar sobre la lengua, exhaló lujuriosamente y paladeó un sorbo de licor—. Sin embargo, por el momento estoy satisfecho. Estos placeres son infrecuentes para un funcionario menor de un rutinario departamento gubernamental. Turquía es un país pobre, y el presidente Ataturk fue bastante implacable con la corrupción. El tabaco de McCready tardó más en encenderse.

—Amigo mío, usted no es obtuso. Ha demostrado ser muy astuto, muy hábil para ocultar lo que desea ocultar. Bien, no me sorprende. La gente que se halla en nuestra situación y no posee esas cualidades, o no puede adquirirlas, quizá no dure mucho tiempo.

Saygun abrió los ojos turbios.

—¿«Nuestra» situación? ¿De qué habla usted?

—Aún cauto, ¿verdad? Comprensible. Si usted es lo que espero que sea, se trata de un viejo hábito. De lo contrario, se preguntará si soy un embaucador o un demente.

—No, no. Por favor. El anuncio del periódico, el año pasado, me llamó la atención. Enigmático pero... genuino. En verdad, muy bien redactado.

—Gracias. Aunque fue un socio quien lo redactó. Tiene talento para las palabras.

—¿Debo entender que usted colocó ese anuncio en muchos lugares del mundo. —McCready asintió y Saygun continuó—: Supongo que no sólo el idioma sino el texto, el mensaje, variaba según la región. Aquí decía, si no recuerdo mal: «Quienes han vivido tanto tiempo que nuestros antepasados son como hermanos y camaradas para ellos...»

Sí, eso atrae a un hombre del Próximo Oriente, ciudadano de una tierra antigua. Pero las personas con mentes reciben la impresión de que un erudito está interesado en conocer a gente vieja que conoce historia, con miras a explorar ese saber. ¿Respondieron muchos?

—No. La mayoría no estaban en sus cabales o buscaban dinero. Usted fue el único de este país que mi agente consideró digno de interés.

—Le ha llevado mucho tiempo. Empezaba a creer que su organización no era seria, que tal vez era un engaño.

—Tuve que estudiar varios informes. Deseché la mayoría. Luego empecé a andar por el mundo. Ésta es mi tercera entrevista.

—Deduzco que un agente de usted conoció a quienes respondieron al anuncio en todas partes. Es obvio que dispone de buenos recursos, kyrie McCready. Para un propósito que aún no me ha revelado y, estoy seguro, ninguno de sus agentes conoce. El americano asintió.

—Mis agentes se guían por ciertas pautas. —Atisbando a través del humo—: Lo más importante es que los interesados sean jóvenes y saludables, aunque el anuncio aparentaba dirigirse a gente mayor. Expliqué que no deseaba publicidad pero que buscaba a genios natos, con conocimientos y aptitudes allende sus años, especialmente en historia. Mediante el contacto de mentes privilegiadas de diversas civilizaciones, podemos transformarla en verdadera ciencia, más allá de lo que han propuesto pensadores como Spengler y Toynbee. Los agentes sin duda me consideran un chiflado. Sin embargo, pago bien.

—Entiendo. ¿Los otros dos entrevistados resultaron satisfactorios?

—Usted sabe perfectamente que en realidad no busco eso —dijo McCready. Saygun rió.

—En el caso presente, mejor así. No soy un genio. No, un mediocre total. Y feliz de serlo, lo cual demuestra que soy doblemente obtuso. —Hizo una pausa—. ¿Y los otros dos?

McCready cortó el aire con el cigarro.

—Maldición —exclamó—, ¿debemos andar con evasivas toda la noche?

Saygun se reclinó en la silla. La ancha cara y la blanda sonrisa podían ocultar cautela, alegría, cualquier cosa.

—Dios prohíba que responda con rudeza a tanta generosidad —dijo—. Quizá sería mejor que usted tomara la iniciativa y hablara sin ambages.

—¡Lo haré! —McCready arqueó el cuerpo—. Si me equivoco con usted, no me tomará por un mero excéntrico, sino por un lunático delirante. En tal caso, le sugiero que vuelva a su casa y no mencione esta velada a nadie, porque negaré todo y será usted quien parecerá un necio. —Deprisa—: No es una amenaza. Para comodidad de ambos, solicito su silencio.

Saygun alzó la copa.

—Desde su punto de vista, usted está a punto de correr un riesgo —replicó—. Comprendo. Tiene mi palabra. —Bebió como haciendo un juramento. McCready se levantó.

—¿Qué diría usted —preguntó— si le dijera que yo no soy americano de nacimiento..., que nací en esta región hace tres mil años?

Saygun escudriñó su bebida. Le llegaba el rumor de la ciudad. Una cortina se agitó ligeramente con las primeras brisas nocturnas de la meseta de Anatolia. El turco alzó ojos inexpresivos.

—Diría que es una afirmación insólita.

—Ni milagros ni magia —dijo McCready—. Ocurre de alguna manera. Una vez cada diez millones de nacimientos, cien millones, mil millones... La soledad... Sí, soy fenicio de Tiro, cuando Tiro era nueva. —Echó a andar por la alfombra—. He pasado casi todo el tiempo buscando a otros como yo.

—¿Los ha encontrado?

—Tres seguros, y de ellos sólo uno vive que yo sepa, y es el socio que mencioné —dijo McCready con voz más áspera—. Él está investigando otras dos posibilidades. En cuanto a nosotros dos, no envejecemos, pero nos pueden matar como a los demás. —Aplastó el cigarro en el cenicero—. Así.

—Entonces supongo que los otros dos con quienes usted habló en este viaje lo han defraudado.

McCready asintió. Hundió el puño en la palma.

—Son lo que busco oficialmente, jóvenes inteligentes y reflexivos. Quizá pueda hallarles un lugar en mi empresa, pero... —Se detuvo, separándolas piernas, y le clavó los ojos—. Toma esto con mucha calma, ¿verdad?

—He admitido que soy obtuso. Flemático.

—Lo cual me da motivos para suponer que es distinto de esos jóvenes. Y mi agente realizó una discreta investigación. Usted podría pasar por un hombre de veinticinco años, pero hace más de treinta que tiene este empleo.

—Mis amigos me lo hacen notar. No con mucha envidia, pues no soy un Adonis. Bien, algunos individuos tardan en tener canas y arrugas.

—Amigos... No es usted sociable, aunque tampoco arisco. Afable, pero nunca íntimo. Eficaz en el trabajo, lo promueven por escalafón, pero no es ambicioso; se atiene a las reglas. Soltero. Eso es raro en Turquía, aunque no inaudito, y nadie se interesa tanto en usted como para hacer averiguaciones.

—Sus juicios no son halagüeños. —Saygun no parecía ofendido—. Pero bastante precisos. Le he dicho que me conformo con ser lo que soy.

—¿Un inmortal? —acosó McCready. Saygun alzó la palma, el habano entre los dedos. —Querido amigo, saca usted conclusiones apresuradas.

—Todo encaja. ¡Escuche, puede ser franco conmigo! O al menos tenga paciencia. Puedo mostrarle pruebas que han convencido a hombres más inteligentes, que cualquiera de nosotros dos, si coopera. Y... ¿cómo puede quedarse tan tranquilo?

Saygun se encogió de hombros.

—En todo caso, si yo me equivoco y usted cree que estoy loco, debería demostrar cierta excitación —exclamó McCready—. Un deseo de escapar, al menos. O... Pero creo que usted también es inmortal. Puede unirse a nosotros y juntos podemos... ¿Qué edad tiene?

Al cabo de un silencio, Saygun respondió con voz acelerada:

—Tenga la bondad de concederme cierta inteligencia. Le he dicho que leo libros. Y he tenido un año para reflexionar, sobre lo que ocultaba ese extraño y evasivo procedimiento; y presuntamente ya reflexioné antes sobre esta posibilidad. ¿Por qué no se sienta? Prefiero hablar de manera civilizada.

—Mis... disculpas. —McCready fue hasta el aparador y se sirvió whisky con soda—.

¿Quiere un trago?

—No, gracias. Otro Drambuie, si es posible. No lo había probado antes. Pero claro, hace poco que Turquía es un estado moderno y secular. Una bebida maravillosa. Debo conseguir más antes de que la inminente guerra me impida conseguirla. McCready dominó su agitación y regresó a la mesa.

—¿Qué quiere decir? —preguntó. Saygun sonrió.

—Bien, nos estábamos agitando, ¿verdad? Es natural, ya que usted hizo afirmaciones tan extraordinarias. Aunque no las niego, kyrie. No soy científico para decidir qué es posible y qué no. Tampoco soy tan rudo como para declarar que mi anfitrión se engaña, y mucho menos que miente. Pero deberíamos calmarnos. ¿Me permite que le cuente una historia?

—Desde luego —jadeó McCready, y bebió un largo sorbo.

—Será mejor que la llame una especulación —dijo Saygun—. Un vuelo de la fantasía, como algunas obras de H. G. Wells. ¿Qué ocurriría si tales cosas fueran ciertas? ¿Cuáles serían las consecuencias?

—Continúe.

Saygun se relajó, fumó, bebió, habló con calma.

—Bien, imaginemos a un hombre nacido hace tiempo. Por ejemplo, en Italia, hacia el fin de la República Romana. Pertenece a una deslucida familia de la clase ecuestre cuyos hombres se han interesado poco en la guerra o la política, rara vez tuvieron grandes éxitos o fracasos en el comercio, y a menudo hicieron carrera en el servicio civil. El Estado y las provincias conquistadas han crecido mucho y deprisa. Se necesitan escribientes, notarios, analistas, archivistas, todos esos trabajadores que permiten al Estado disponer de una memoria. Cuando Augusto tomó el poder, los procedimientos se estabilizaron, la organización se afianzó, se inculcaron el orden y la regularidad. Para un hombre apacible, las categorías bajas e intermedias del servicio civil resultaban convenientes.

McCready resopló. Saygun no le prestó atención.

—Ahora me gustaría intercalar ese imaginativo concepto de usted, la persona que nunca envejece. Como obviamente usted ha pensado en cada ramificación, no es preciso describir las dificultades que los años acarrean a ese hombre. Por fuerza, cuando llega a la edad de la jubilación, abandona su puesto y se marcha, diciendo a sus conocidos que se irá a un sitio de clima templado y vida barata.

»Si tiene derecho a una pensión, no se atreve a solicitarla siempre; y si no tiene pensión, no puede vivir eternamente de sus ahorros, ni siquiera de sus inversiones. Debe volver a trabajar.

»Bien, parece joven y tiene experiencia. Se introduce en la burocracia en otra ciudad, con otro nombre, pero pronto demuestra su valía y consigue que lo promuevan a la jerarquía intermedia entre los archivistas. Con el tiempo se retira de nuevo. Para entonces han transcurrido tantos años que él puede regresar, por ejemplo, a Roma, y empezar de nuevo.

»Así van las cosas. No lo aburriré con los detalles, pues le resultará fácil imaginarlos. Por ejemplo, este nombre a veces se casa y tiene una familia, lo cual es agradable... Y si no lo es, sólo necesita paciencia. Como el matrimonio complica su pequeña farsa, pasa otros períodos en tranquila soltería, amenazándola con discretas indulgencias.

» Nunca corre peligro de que lo descubran. Su puesto en los archivos le permite efectuar cautas pero adecuadas inserciones, omisiones, enmiendas. No para dañar al Estado, ni para enriquecerse, eso jamás. Simplemente evita el servicio militar y borra sus huellas. —Saygun rió—. Oh, en ocasiones puede deslizar una cana de recomendación para el joven aspirante que planea ser. Pero recuerde usted que es un empleado honesto. Cuando lleva el estilo a la cera, la pluma al papel o, en la actualidad, cuando dactilografía o dicta, contribuye a mantener la memoria del Estado.

—Entiendo —susurró McCready—. Pero los Estados van y vienen.

—La civilización continúa —respondió Saygun—. El Principado se convierte en Imperio y el Imperio se raja como lodo seco, pero la gente aún nace, se casa, trabaja y muere, siempre paga impuestos, y el gobierno necesita registros para ejercer el poder. El usurpador o conquistador puede cortar cabezas en la cúspide, pero rara vez toca a los inofensivos chupatintas del servicio civil. Sería como cortarse los pies.

—Ha ocurrido —dijo sombríamente McCready. Saygun asintió.

—Es verdad. La corrupción recompensa con empleos a sus favoritos. Sin embargo, ciertos empleos no resultan muy tentadores, y quienes los realizan pueden ser imprescindibles. En ocasiones hay bárbaros, fanáticos y megalómanos que intentan barrer con todo. Causan desolación. No obstante, con frecuencia la continuidad se mantiene. Roma cayó, pero la Iglesia preservó lo que podía.

—Supongo, sin embargo —dijo McCready con lentitud—, que este hombre que usted imagina se mudó a Constantinopla. Saygun asintió.

—Desde luego. Con Constantino el Grande, quien por fuerza expandió las oficinas del gobierno en su nueva capital y recibió bien al personal deseoso de transferirse. Y el Imperio Romano, en su encarnación bizantina, duró mil años más.

—Después de lo cual...

—Oh, fueron tiempos difíciles, pero uno se las apaña. De hecho, mi nombre estaba apostado en Anatolia cuando la arrasaron los otomanos, y no regresó a Constantinopla hasta que ellos la tomaron y la llamaron Estambul. Entretanto, se había adaptado sin dificultad al nuevo orden. Cambió de religión, algo que sin duda usted comprenderá, así como cierta necesidad recurrente para un inmortal musulmán o judío. —Y añadió con una sonrisa—: Uno se pregunta acerca de las posibles mujeres. ¿Virginidad recurrente?

Volvió a adoptar su paródico tono magistral.

—Físicamente, este nombre no llamaría la atención. Los turcos originales no eran muy distintos de esta gente, y pronto se mezclaron con ellos como los hititas, los galos, los griegos, los romanos y muchas otras naciones anteriormente. Los sultanes reinaron hasta después de la Gran Guerra. Nominalmente, al menos, no siempre en los hechos. Eso no afectaba mucho a mi hombre. Él simplemente llevaba los registros.

»Lo mismo ocurrió durante la República. Debo confesar que prefiero..., que mi hombre prefiere Estambul y aguarda con impaciencia volver a trabajar allá. Es más interesante, y está llena de recuerdos. Pero usted sabe eso. Sin embargo, Ankara se ha vuelto muy aceptable.

—¿Es todo lo que quiere? —se preguntó McCready—. ¿Manipular papeles en una oficina, para siempre?

—Está habituado a ello —explicó Saygun—. Quizá la tarea tenga más valor social que las esperanzas exageradas y las grandes aventuras. Desde luego, me interesaba saber qué quería decirme usted pero, con sus disculpas, la situación que describe no sienta a mi temperamento. Le deseo que tenga muy buena suerte.

»¿Me da su tarjeta? Aquí tiene la mía. —Hurgó en el bolsillo, y McCready hizo lo mismo. Cambiaron tarjetas—. Gracias. Podemos, si lo desea, enviarnos nuevas tarjetas a medida que se presente la ocasión. Tal vez llegue un momento en que tengamos razones para comunicarnos. Entretanto, absoluta reserva por ambas partes. ¿De acuerdo?

—Bien, pero escuche...

—Por favor. Odio las disputas. —Saygun miró su reloj de pulsera—. Vaya, vaya. El tiempo vuela, ¿verdad? Debo irme. Gracias por una velada que nunca olvidaré. Se levantó. McCready también se levantó y le dio la mano con desánimo. Tras saludar, el burócrata partió, aún disfrutando del habano. McCready se quedó en la puerta hasta que el ascensor se llevó al visitante hacia la ciudad y la anónima multitud.