XIX Thule
1
Elevándose de las tinieblas, el robot regresó, sumiendo nuevamente a Hanno en su yomáquina. De pronto estuvo de vuelta en el mundo que su yo humano miraba desde lejos. Las nubes se elevaban como montañas, con negras cavernas llenas de relámpagos. Vientos huracanados y rugientes barrían los flancos ondulantes y entrecruzados por estrías pardas y amarillas. Los tormentosos picos, blancos contra un azul imperial, ardían al recibir la luz del sol.
Poco a poco el robot se elevó, el aire perdió densidad, los enlaces se fortalecieron. Hanno sentía la velocidad en los huesos, el chorro de las toberas como sangre y músculo. Ardía, bramaba, gritaba en las tormentas que zarandeaban el robot, combatía la monstruosa gravedad. El cielo se puso rojo, luego negro, cuajado de estrellas. Hanno veía con ojos abiertos todos los colores de la luz, de radio a gamma. Saboreó y olió combinaciones químicas cambiantes hasta que se diluyeron y la radiación aumentó. El sonido también murió: cuando se encendió el motor iónico, fue apenas un murmullo, menos perceptible que los flujos matemáticos con los cuales el robot se guiaba hacia la nave.
Hanno era también un hombre que flotaba en el silencio. A distancia de órbita sincrónica, debía mover la cabeza para mirar de un borde al otro de Júpiter. Medio planeta rey estaba iluminado. Una trama intrincada marcaba las fronteras de cinturones y zonas, creando un efecto de pálida serenidad. Engañosa, como bien sabía Hanno. Acababa de estar allí.
En cierto modo. No se podía realizar una buena transmisión desde la atmósfera inferior. Nunca experimentaría el mundo oceánico de abajo. Miraría reconstrucciones y proyecciones de lo que el robot captaba con sentidos robóticos, a menos que se hiciera vaciar los datos en el cerebro; y eso no sería la exploración, sólo la memoria de una máquina.
La gente de la Tierra se preguntaba por qué se creaba tantos problemas y corría tantos riesgos por un logro tan pequeño, sin valor científico. Hanno se abstenía de discutir y respondía simplemente que deseaba hacerlo. Las autoridades exigían las precauciones adecuadas, pues un accidente con una de esas naves podía causar más estragos que la mayoría de las guerras antiguas, y le daban su autorización. A fin de cuentas, era el hombre más viejo que existía. Era natural que tuviera impulsos arcaicos. Nunca le oían decir: «Programa de prueba.»
El robot se acercó. Hanno interrumpió el contacto y se desconectó de la unidad de neuroinducción. Las maniobras de amarre serían tediosas y confusas para un intelecto humano.
Las masas se desplazaban correctamente, pero era esencial el acople preciso para no turbar la danza de campos electromagnéticos que rodeaban la nave. Si vacilaba un segundo, la radiación ambiental terminaría con una vida iniciada a principios de la Edad de Hierro.
Como siempre, quedó aturdido durante un rato. El robot captaba muchos más datos que un ser de carne y hueso. La asociación de Hanno con el ordenador había sido leve pero intensa. Privado de ese vínculo, se sentía obtuso. La añoranza se aplacó. Hanno volvió a ser un hombre desempeñando el singular papel de un hombre. En la Tierra pocos lo entendían. Creían entenderlo, y en cierto modo tenían razón, pero no pensaban como él. Hizo sus preparativos. Cuando la nave dijo «Todo despejado», Hanno ya estaba listo. Obedeciendo las órdenes de Hanno, la nave calculó los vectores de un curso óptimo para la próxima meta. A popa, la materia chocaba con la antimateria y la energía llameaba.
Hanno recobró el peso. Júpiter atravesó el visor hasta que la pantalla delantera sólo mostró estrellas.
Bajo un impulso de una gravedad, el tiempo entre los planetas se medía en días. Hanno no tenía libertad total. Ciertas regiones, como las inmediaciones del Sol, eran letales aun con los escudos. Algunas le estaban prohibidas, y con razón. Podía admirar la vastedad de la Red a través de los sistemas ópticos, pero si se acercaba más de la cuenta crearía problemas de funcionamiento, distorsionando la información que la Red bebía del universo. Remotos seres de esta galaxia dejaban allí huellas sutiles y enigmáticas.
No importaba. Hanno no era un pasajero pasivo. Dentro de los amplios límites de la ley y su aptitud, la nave podía hacer lo que él ordenara. Reciclando moléculas en patrones ya probados o ingeniosamente nuevos, satisfacía necesidades, brindaba comodidades, regalaba algunos lujos. Casi toda la cultura de la especie humana estaba en el banco de datos, accesible para el uso o el placer. Eso incluía mentes que él podía invocar cuando deseaba conversar.
Evitaba los cuerpos vivientes, al margen del suyo propio. A fin de cuentas, era un programa de prueba, con la nave mantenida al mínimo. Esperaba que su excursión por el sistema solar durase un par de años, quizá tres si lo fascinaba de veras. Era apenas un parpadeo.
No obstante, ya empezaba a sentir impaciencia.
2
La tienda se encontraba a cierta altura sobre el gran valle de los Apalaches. Verdes bosques cubrían la comarca, ondeando en el viento. Cientos de astas de cientos de metros de altura se elevaban entre los árboles, cada cual con su corona. En la brumosa distancia, un inmenso parque sucedía a los bosques. Allí se erguían torres y edificios desperdigados. En sus formas antojadizas jugueteaba la iridiscencia. Tu Shan sabía que esa región mágica era una ilusión. Había visto de cerca la variada y precisa forma de esos árboles. No vivían para dar hojas, flores y frutos, sino materiales que no podían crecer en una planta natural. El parque no albergaba fábricas, sino un tecnocomplejo donde se producía otro crecimiento: átomo por átomo bajo el control de moléculas gigantes, asistidas por máquinas y supervisadas por ordenadores, nacían máquinas y recipientes y otras cosas otrora fabricadas con manos y herramientas. Las astas eran antenas que recibían energía solar irradiada en forma de microondas desde estaciones colectoras de la Luna. Tu Shan miró la pálida medialuna que colgaba en el cielo azul y recordó que «arriba» también era una ilusión. Tiempo atrás los hombres buscaban la iluminación para escapar del espejismo del mundo. Hoy sostenían que sólo existía el espejismo. Tu Shan bajó por la prominencia rocosa donde había aterrizado el coche aéreo. La tienda era una agradable casa de estilo antiguo, paredes de madera y techo a dos aguas. Detrás se alzaban pinos que impregnaban el viento con su soleada fragancia. Tu Shan sabía que no era una tienda. Sardón preparaba sus informes electrónicos en esa casa porque pasaba más tiempo allí que en otra parte. El Servicio Expreso llevaba los informes a clientes desperdigados por todo el mundo. Bardon había visto el descenso del coche aéreo y esperaba en el porche.
—Hola —saludó—. Hace tiempo que no te veo. —Una pausa—. Goldurn, hace cinco años. Tal vez más. El tiempo vuela, ¿eh?
Tu Shan guardó silencio hasta acercarse al otro hombre. Quería estudiarlo. Bardon había cambiado. Seguía alto y flaco, pero en vez de camisa y pantalones usaba una túnica brillante; el peinado semejaba una cornamenta de carnero; la boca le relucía al sonreír. Sí, él también había decidido que no era atractivo dejarse crecer los dientes cada siglo, y se había hecho modificar las células de las mandíbulas para producir diamantes. Bardon le estrechó la mano con la firmeza de siempre.
—¿Cómo estás, amigo? —preguntó con un dejo de acento montañés. Tal vez era una afectación. El pasado aún imponía su magia. Pero no imponía respeto. ¿Cómo se podía reverenciar la edad cuando todos eran perpetuamente jóvenes? —Intenté ser granjero —dijo Tu Shan.
—¿Qué...? Oye, entra a beber un trago. Hombre, me alegra verte de nuevo. Tu Shan notó que Bardon evitaba mirar la caja que él traía. Reconoció la mayor parte de los muebles, pero el interior de la casa estaba más austero. No había ornamentos, ni rastro de mujer. Daba una sensación de vacío, pues Anse y June Bardon habían vivido juntos desde que él los conocía, pero Tu Shan no se atrevió a preguntar. Cogió una silla. Su anfitrión sirvió whisky —eso, al menos, era una constante— y se sentó frente a él.
—¿Granjero, has dicho? —preguntó Bardon—. ¿A qué te refieres?
—Buscaba... independencia. —Tu Shan escogió las palabras. Despreciaba la autocompasión—. No me siento cómodo en este mundo moderno. Gasté el sustento común, más algunos ahorros, y empeñé el resto para comprar unas hectáreas que nadie quería, en Yunnan. Y animales, y... Bardon lo miró sorprendido.
—¿Volviste a una economía de subsistencia?
Tu Shan sonrió con timidez.
—No tanto. Sabía que eso era imposible. Me proponía trocar lo que no comía por cosas que necesitaba y no podía fabricar. Pensé que los productos caseros tendrían el valor de la novedad. Pero no fue así. La vida se volvió dura y amarga. Y el mundo me invadió. Al fin quisieron mis tierras para un albergue de recreo. No pregunté de qué tipo. Me conformé con venderlas por una pequeña ganancia. Bardon meneó la cabeza.
—Tuviste suerte. Tendrías que haber hablado conmigo. Yo te habría advertido. Si esa moda de los alimentos caseros hubiera tenido éxito, la nanotecnología la habría imitado con precisión y no podrías competir con ella. Pero nunca hubieses tenido éxito. Los ordenadores inventan novedades de todo tipo más pronto de lo que tardamos en consumirlas, o en enterarnos de que existen.
—Bien, pasé casi toda mi vida en un mundo más simple que el vuestro —suspiró Tu Shan—. Cometí mi error, aprendí mi lección. Ahora tengo más cosas para ti. —Señaló la caja que tenía en el regazo—. Un elefante, un loto y los Ocho Inmortales, tallados en marfil. —Marfil cultivado en tanques, pero modelado a mano con herramientas tradicionales.
Bardon torció la cara, bebió un sorbo de whisky, suspiró.
—Lo lamento. Debiste permanecer en contacto. Dejé ese negocio hace tres años. Tu Shan quedó atónito.
—Y creo que nadie más distribuye ese material —continuó Bardon—. Ha perdido valor. No porque puedan realizar copias perfectas, aunque por cierto pueden. La diferencia radicaba en certificar que era un original en un estilo histórico. Hasta que la gente dejó de interesarse.
Ante el silencio de Tu Shan, continuó:
—No son patanes. No creas que nos hemos transformado en una raza de zopencos. Pero si ya tienes algunos, ¿quién quiere pasarse el resto de la eternidad adquiriendo más? Especialmente cuando los ordenadores siguen generando nuevos conceptos artísticos.
—Entiendo —dijo Tu Shan con desánimo—. Nosotros, los supervivientes, hicimos y contamos todo lo que teníamos en nosotros... Bien, ¿qué estás haciendo ahora, Anse?
—Cosas diferentes. —respondió Bardon, aliviado—. Como deberíais hacer tú y tus amigos.
—¿A qué te dedicas?
—Bien, estoy investigando. Aún no he encontrado una tarea prometedora, pero..., oh, tenemos la vida entera para desarrollarnos, ¿verdad? Me gustaría ir un tiempo a la Tierra de los Pioneros. —Bardon sonrió—. Deberías intentar algo parecido. Una red asiática, tal vez. Podrías aportar mucho, con tus conocimientos. Tu Shan meneó la cabeza.
—Gracias, no.
—Oye, no es que te sumerjas en un sueño electrónico. Aportas información a la red, a todos los que están enlazados contigo. Sales con recuerdos, tal como si los hubieras vivido personalmente.
Una doble ilusión, pensó Tu Shan.
—¿Tienes miedo de no ganar dinero entretanto? —insistió Bardon—. No te preocupes. Me dijiste que habías recobrado las pérdidas de la granja. El sustento común será suficiente mientras estés en ese retiro. Además, sales renovado, lleno de nuevas ideas.
—Quizá tú —murmuró Tu Shan—, pero no resultaría conmigo. Se miró las manos apoyadas en la caja, las grandes, inútiles manos.
3
Fiera, que había sido Raphael, sonrió muy lentamente.
—Oh sí—ronroneó—, me agrada ser mujer.
—¿Lo serás siempre? —preguntó Aliyat. Y por dentro: ¿Él siempre había querido esto, en el fondo? ¿Aun cuando hacíamos el amor?
Un lamento: ¡Eras tan buen amante, Raphael! Fuerte, dulce, experto. ¿Comprendiste cuánto me hirió cuando dijiste que te harías modificar?
Fiera meneó la bella cabeza. Las trenzas violáceas ondearon sobre los hombros.