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Mucho, mucho tiempo atrás, antes de que el hombre pusiera el pie en Marte, las lunas gemelas brindaban un excelente marco para el romanticismo. Quizás un melancólico vestigio de este fenómeno fue responsable de posteriores intentos por sacar de ellas algo bueno. Claro que, desde la superficie, apenas se las distinguía a simple vista y las propuestas de intensificar su reflejo mediante el aluminio nunca pasaron de elucubraciones de los ingenieros. Pero no pocos exploradores perdieron la camisa —y en algunos casos los pantalones— antes de que se aceptase que Fobos y Deimos se reducían a unos simples pedazos de roca sin ningún valor. Después de la Independencia, la marina marciana pensó durante un tiempo en establecer una base en alguna de ellas. Luego, se enmendó la constitución, debilitando aún más al gobierno, la defensa pasó a manos de empresas contratadas, y los pocos sentimentales contables demostraron que se disfrutaría de un mayor alcance de detección y de más seguridad en las inversiones mediante naves en órbita continua.

Cierto sindicato construyó un lujoso albergue y un centro de diversiones en Fobos. El panorama de Marte, gigantesco en el cielo espacial, impresionaba. Sin embargo, cualquier insignificante planeta conseguía el mismo efecto mediante una pantalla de video. Unos cuantos aprovecharon la idea, sin que fuera necesario pagar los billetes del transbordador para ver el espectáculo. El sindicato quebró.

Por consiguiente, hubo aclamaciones cuando varias universidades e institutos investigadores se asociaron para crear un observatorio en la cara oculta de Deimos. La masa de la luna exterior filtraba las interferencias de los bulliciosos canales de radio marcianos; a tanta distancia, el viento solar no era lo bastante intenso para perturbar los instrumentos de rayos X y de rayos cósmicos; las señales enloquecedoramente crípticas de los del Más Allá se recibían durante la mitad del período de treinta horas y, claro está, el espectro visible proporcionaba un magnífico espectáculo. Por una temporada, el lugar se convirtió en una importante atracción turística, lo que contribuyó a pagar los gastos.

Con el paso de los años, decayó el interés. Un ranchero, un marino, un empresario, un timador, un ama de casa, tenían ocupaciones más importantes que preocuparse por las últimas noticias sobre los quasares. Las finanzas del observatorio padecieron con esta pérdida de interés. La junta aceptó encantada la ayuda de algunas opulentas fundaciones de la Tierra. Y a su vez, los científicos terrestres se alegraban de conseguir nombramientos —por períodos de corta duración— como miembros del personal de Deimos. La reciente tensión diplomática no afectó a las relaciones cordiales. Los científicos se situaban por encima de la política.

Si a eso vamos, reflexionó Church, también se situaba el marciano corriente. En el Cinturón, jamás había existido ningún tipo de imperialismo. Las empresas privadas se instalaban allí para ganar dinero, sin más. Si dichas empresas tropezaban con problemas, mala suerte. «Tal vez no debiera referirme con tanta mordacidad a la imprevisión terrestre —pensó—. Nosotros no somos mucho mejores. Nos preocupamos por la ecología y la conservación porque no tenemos más remedio. Pero muy pocos vamos más lejos. El bienestar a largo plazo de toda la raza humana exige una acción inmediata en los asteroides, mientras el precio se mantenga asequible, antes de que los recursos minerales de los planetas escaseen tanto que no nos quede alternativa, en un momento en que los costos resulten terribles, tanto social como económicamente. ¿Pero quién les convence?».

Rechazó de su mente tanto ardor misionero. En ese momento, el problema se restringía a conservar la vida durante unas cuantas semanas.

El transbordador se asentó en su plataforma, perdiéndose el rugido del motor en un resonante silencio. Church se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó. La escasa fuerza de gravedad de Deimos hizo que rebotase hasta el techo y se golpease en la cabeza. Desde la parte delantera de la larga cabina vacía —era el único pasajero de una nave de carga—, el copiloto se volvió y le sonrió.

—Te lo advertí, doctor Quist —le dijo—. Permíteme que te eche una mano.

Church estuvo a la altura de su papel. Bajo la máscara, el vocalizador daba a su voz un tono agudo, envejeciéndola, pero la irritabilidad corría por su cuenta y se sintió orgulloso de expresarla:

—¡He estado aquí antes, jovencito! Habían pasado muchos años desde su último disfraz. Sentía la carne artificial adherírsele a la cabeza y a las manos, resbaladiza, mientras los transductores microminiaturizados convertían el sutil movimiento de los músculos en equivalencias, pero no identidades. Sin embargo, descubrió que se reafirmaba en él un arte aprendido largo tiempo atrás. Calvo y encorvado, recorrió el pasillo arrastrando los pies, con convincente inseguridad.

—Me da la impresión de que eso fue hace mucho tiempo —insinuó el copiloto—. Y vosotros… No quiero faltarte al respeto, abuelo, pero se necesita criarse en este campo de gravedad para moverse en él como pez en el agua. Sujétate a mi brazo.

—Tú eres un asterita, ¿no? —inquirió Church.

—Sí, de Juno. No veo la hora de volver, pero, con tantos problemas, no he conseguido otro trabajo.

Y el larguirucho jovenzuelo flotó a su encuentro.

Church no se sorprendió. Los asteritas no rebeldes disfrutaban de la ciudadanía marciana, con derecho a moverse con tanta libertad como cualquiera dentro del territorio de Marte. Un buen principio, aunque había favorecido la presencia de espías y saboteadores. Soltó algunos gruñidos, pero aceptó la ayuda.

Camino de la salida, echó un vistazo a la superficie: campo espacial, algunas colinas y unos cuantos instrumentos sobre el próximo horizonte, negros y esqueléticos contra las estrellas. Entró en el tubo de la portilla, donde derivó en una especie de ensueño peldaño tras peldaño, hasta que emergió en la terminal.

Le aguardaba un hombre de pelo oscuro y rasgos afilados, también con aspecto de asterita, que extendió la mano y esbozó una sonrisa levemente forzada.

—Bienvenido, doctor Quist.

—Muchas gracias —respondió Church—. Eres Henry Lawrence, de la división de radio, ¿verdad?

—El mismo. Pensé que lo mejor sería acompañarte a tu alojamiento y dejarte instalado. Las cosas deben de haber cambiado bastante desde que estuviste aquí por última vez, sobre todo con las nuevas instalaciones. ¿Ese es todo tu equipaje?

Lawrence recogió el baúl armario de manos del copiloto. Church sintió admiración por la destreza con que manipulaba una masa tan considerable. Desde luego, pesaba poco, pero no había perdido un solo gramo de inercia.

Bajaron por una rampa, en dirección a las entrañas del satélite. Lawrence parecía abrumado.

—Nos honra contar con un huésped tan distinguido —dijo—. Habrás de disculparnos, pero ya no somos tan hospitalarios como solíamos. Nuestros programas nos mantienen siempre ocupados, sobre todo en mi sección. Francamente, no comprendo por qué te molestaste en venir. Todo lo que puedes conocer aquí te lo habríamos hecho llegar a la Universidad.

—Creo habértelo dicho por el maser —farfulló Church.

Había estudiado con toda atención al astrónomo mientras trataba de obtener su cooperación. El viejo diablo hacía honor a su reputación, dando por sentado que era el mejor en su campo.

—Tengo que ver el equipo en acción antes de trazar un programa que os sea factible estudiar. El artículo del Journal resultaba intolerablemente vago, sí, señor, intolerablemente vago. No comprendo cómo lo aprobaron.

Lawrence sonrió con acritud:

—Bien… A caballo regalado no se le mira el diente. Si una fundación de la Tierra le compra a uno un nuevo escopio de microondas, y uno de los miembros de esa fundación desea sumar un artículo a su lista de publicaciones… ¿Comprendes?

Church refunfuñó. Siguieron andando a buen ritmo. Los austeros corredores aparecían desiertos, puesto que se encontraban en pleno período de trabajo. Las únicas huellas de la presencia del hombre se reducían al zumbido de los ventiladores, un olor a comida muy mala en apariencia y una leve vibración de la maquinaria sustentadora de la vida. Una fría luz fluorescente prestaba su brillo a la película de sudor que cubría la frente de Lawrence. Este no dejaba de observar de soslayo a su acompañante.

«Sospecha —comprendió Church con un sobresalto. Mas enseguida pensó—: Más vale así. Hay poco tiempo. Tenía la intención de espiar hasta contar con pruebas reales. Pero si decido correr un riesgo y fuerzo la cuestión…».

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —inquirió en voz alta.

—Un año —respondió Lawrence, corrigiéndose de inmediato—: Medio año marciano.

—Por lo que veo, te has guiado más por el calendario terrestre que por el nuestro, ¿verdad? Sin embargo, has nacido asterita. ¡Hum! De pronto, un nuevo escopio y un nuevo miembro del personal para hacerse cargo del mismo… ¿Formabas tú parte del caballo regalado?

Lawrence interrumpió sus pasos. Church tuvo algunas dificultades para frenar.

—¿Te estás quejando de mi programa? —preguntó Lawrence muy rígido.

—¡No, no, nada de eso! —Church acompañó sus palabras con unos golpecitos del pie, por lo que se tambaleó—. Sólo pensaba que… Quiero decir, con hombres como Arnolfo y Mihailov…

—Por si has olvidado quién soy —le espetó Lawrence en tono cortante—, consulta el Quién es quién en las ciencias. Antes de esto, ocupé un puesto en la Luna, en el Instituto Ley. Después de una licencia sabática, vine aquí formando parte del programa regular de intercambio. —Reemprendió la marcha—. Por aquí, por favor.

«Coincide —pensó Church—. Un torpe engaño, a mi juicio. Bueno, los marcianos no son difíciles de engañar en este sentido. Tienen tanto miedo a que el estado adquiera demasiado poder que no le permiten contar con un cuerpo de contraespionaje verdaderamente profesional… Puedo equivocarme, sin embargo. Veamos cómo reacciona».

—No pretendía ofenderte —dijo hablando con su personalidad de Quist, señal de que, en realidad, le importaba un comino que el otro se ofendiese o no—. En estos tiempos, con tanta rebelión y piratería, uno se vuelve muy suspicaz. Tenía algunas acciones en Transportes Transjovianos, que se vinieron abajo después del pillaje de la nave Io.

Lawrence palideció.

—¿Qué te hace pensar que fue un acto de piratería? Simplemente, desapareció.

—Vamos, vamos… Se incluía entre las que sufrieron alteraciones en sus cintas de programación, ¿no? ¿Pero por qué no hablamos de cosas más agradables? ¿Dónde pasaste tu licencia sabática?

Lawrence apretó los labios. Llegaron a una puerta del sector residencial, que abrió. Quedó a la vista un cuartucho poco hospitalario.

—Tu alojamiento —dijo.

Las esperanzas de Church flaquearon. No obstante, cuando ambos estuvieron en el interior, Lawrence cerró la puerta, se paró de espaldas a ella con los puños apretados y preguntó:

—¿Qué pretendes de mí?

Church se atragantó con su propia saliva. Se sentó y buscó a tientas la pipa en los bolsillos de su anticuada túnica.

—Una conversación confidencial —replicó por fin—. ¿No quieres sentarte, Vaughan? Creo que así te llamabas cuando programabas pilotos automáticos.

El joven dudó un instante antes de decidirse a sentarse en la litera.

—¿Quién eres? —preguntó en voz baja.

—Aquí tienes mi tarjeta.

Lawrence-Vaughan la leyó, lanzando un prolongado silbido.

—¿Church en persona?

—Sí.

—Pero…

—¿Por qué no envié a uno de mis agentes? ¿Un tío más robusto y menos acabado para que siguiera todas las pistas y se apoderara de tu arma? —Se echó a reír. Por encima del celo de sabueso que se agitaba en su interior, sintió un inmenso y gozoso alivio—. Porque jamás pensé que fueras tan estúpido como para despachar a alguien, hijo.

Lawrence juntó las rodillas.

—¿Qué te propones?

—Ya te lo he dicho. Charlar. Hablar un poco. No puedo hacer gran cosa, ¿no crees? Eres culpable de delitos contra la propiedad privada. Nada más, dada la miopía con que nuestra ley define la traición. Tal vez un tribunal te sentenciase a restituir en la medida de tus fuerzas. A mis clientes les interesa mucho más evitar nuevas pérdidas que hipotecar la miseria que ganarías durante el resto de tu vida.

Lawrence pareció desconcertado:

—¿Cómo me descubriste?

Church sacó una bolsa de tabaco y comenzó a llenar la pipa.

—Disponíamos de cierta información, no mucha, sobre todos los que habían tenido la posibilidad de falsificar esas cintas. La mayoría habían cambiado de nombre y se habían mudado a otras líneas. Una práctica bastante común para una persona desacreditada, que vive en una economía donde escasea el trabajo. Algunos desaparecieron sin dejar huellas, aunque esto tampoco despertó nuestras sospechas, ya que corresponde a los derechos legales de todo ciudadano. Ahora bien, yo calculé que la rebelión dejaba entrever la dirección de cerebros mejor dotados que el de un jefe feudal, según la imagen popular. Después que lograron introducir un buen agente en Marte (¿te pasaron de contrabando bajo la cobertura de esa «licencia sabática»?), no iban a soltarle al concluir su primera misión, ¿verdad? Más bien, al comprender que tarde o temprano descubriríamos su técnica de alteración de las cintas programadas, te prepararon un nuevo puesto para cuando eso ocurriera. ¿Y qué puesto de trabajo te asignarían? Bien, pensé, ahora que los planes de navegación espacial del Cinturón se mantienen en secreto, les resultará útil saber en qué momento sale un vehículo de Marte y en qué dirección. Si la sede central recibe esa información, la transmitirá a cualquier jefe en condiciones de aprovecharla y, «de ese modo» reducirá el costo total de la piratería, aumentando los beneficios. ¿Qué mejor cobertura para un radar y un rayo maser que un nuevo escopio comprado amablemente por la Tierra para Deimos? Cuando descubrí que un brillante joven de origen asterita…, pero con varios años de residencia en la Luna a sus espaldas, además de una notable semejanza con el desaparecido Vaughan…, se hallaba a cargo del aparato, me pareció que valía la pena seguirle el rastro.

—Soy radioastrónomo —argumentó Lawrence a la defensiva.

—Por supuesto, ya que a eso dedicas la mayor parte de tu tiempo. Sólo de vez en cuando detectas una nave. Y aunque pudieras hacerlo más a menudo, no lo harías, por temor a pillarte los dedos. —Church encendió la pipa y exhaló una espesa nube de humo—. No nos guardemos rencor. Eres un patriota y todo lo que quieras. Vine a verte sobre todo para que me conduzcas a tu alto mando, o como lo llames.

—¿De qué me hablas?

—Escucha, el gobierno marciano carece de coherencia y debe operar demasiado abiertamente, de modo que no está en condiciones de entablar negociaciones secretas. Además, la Tierra lo ha atado de pies y manos.

Nuestras empresas privadas no gozan de un estatuto oficial. No obstante, desean presentar ciertas propuestas. Los Mundos Libres confían en la mera magnitud del espacio, en el número de asteroides no catalogados para asegurarse una buena parte de su defensa. ¿Cómo vamos a negociar con vuestros mandos principales si ignoramos su identidad? Y por el momento, la desconocemos.

—Yo también —protestó Lawrence—. Si me secuestraran…

—Tranquilízate, nadie te secuestrará. Te repito que nos limitaremos a charlar un rato. Forzosamente has de conocer algunos lugares. Una fortaleza, digamos. Sí me conduces hasta el jefe, este me presentaría a los altos mandos o acaso lograse que ellos me enviaran un portavoz. Como te he dicho, todo debe hacerse en forma oficiosa y secreta, otra de las razones por las que di tantos rodeos para ponerme en contacto con vosotros. Acompáñame y muéstrame el camino. Es todo lo que quiero de ti.

—¿Qué te propones? —quiso saber Lawrence.

—Lo siento. No puedo decírtelo.

Lawrence se erizó:

—¿Por qué voy a colaborar entonces contigo?

—Porque, en caso contrario —explicó Church en su tono más dulce—, las cosas pueden ponérsete un poco duras. Por otro lado, dispongo de una abultada cuenta de gastos, y si me brindas tu ayuda…