3
Despertó poco a poco, presa de un vómito seco y parpadeó hasta abrir los ojos. Se oía el silbido del aire, señal de que volaban. Sin duda viajaban en un trifibio. Intentó forzar su recuperación, pero su mente continuaba demasiado paralizada.
—Tome, beba esto.
Dalgetty aceptó el vaso y bebió sediento. El frescor y la firmeza se diseminaron por todo su cuerpo. La vibración interior desapareció y el dolor de cabeza se redujo lo suficiente para tornarse soportable. Miró lentamente a su alrededor y sintió el primer hormigueo de pánico.
¡No! Reprimió la emoción con un empujón casi físico. Había llegado el momento de la calma, el ingenio rápido y…
El hombre corpulento que se hallaba cerca de él asintió y asomó la cabeza por la puerta hacia el exterior.
—Creo que ya se siente bien —gritó—. ¿Quiere hablar con él? Los ojos de Dalgetty recorrieron el compartimento, a todas luces la cabina trasera de un amplio avión, provista de lujosos asientos reclinables y una mesa con incrustaciones. Una amplia ventana daba a la escalera.
¡Atrapado! Le invadió una oleada de amargura, una furia impotente contra sí mismo. ¡Me arrojé por así decirlo en sus brazos!
Tyler entró en la estancia, seguido de una pareja de hombres fornidos, con rostros inexpresivos. Sonrió.
—Lo siento —murmuró—, pero ha de saber que metió la pata.
—En efecto. —Dalgetty meneó la cabeza, torciendo la boca en una mueca—. Las de atrás, para más señas.
Tyler volvió a sonreír, con una expresión benévola.
—Ustedes, los aficionados a los juegos de palabras, son incurables —dijo—. Me alegro de que haya asimilado bien la situación. No deseamos causarle ningún daño.
El escepticismo ensombreció el ánimo de Dalgetty, pero logró relajarse.
—¿Cómo me descubrieron? —inquirió.
—Por diversos detalles. He de decirle que actuó con mucha torpeza. —Tyler se sentó al otro lado de la mesa, en tanto que los guardias continuaban de pie—. Estábamos seguros de que el Instituto intentaría contraatacar. En consecuencia, estudiamos a fondo la organización y su personal. Le reconocieron, Dalgetty. Y conocíamos su estrecha relación con Tighe. Además, nos siguió sin usar siquiera una máscara facial. De todos modos, se le vio perder el tiempo por la Colonia. Vigilamos sus movimientos. Una de las chicas dedicadas al alterne en la taberna nos contó algunas cosas interesantes sobre usted. Decidimos que valía la pena interrogarle. Yo le tanteé en la medida de lo posible como un conocido casual y luego le conduje a la cita. —Tyler extendió las manos—. Eso es todo.
Dalgetty suspiró. Sus hombros se hundieron bajo la súbita e inmensa carga del desaliento. Sí, tenían razón. Estaba fuera de órbita.
—Bien —dijo—, ¿qué ocurrirá ahora?
—Ahora les tenemos a ambos, a usted y a Tighe —respondió el otro, encendiendo un cigarrillo—. Espero que se muestre más dispuesto a hablar que él.
—¿Y en caso de que me niegue?
—Escúcheme con atención. —Tyler frunció el ceño—. Existen motivos para guardarle consideraciones a Tighe. En primer lugar, su gran valor como rehén. Usted, en cambio, es un don nadie. Aunque no somos monstruos, personalmente siento muy poca simpatía por los fanáticos de su especie.
—¡Vaya! —repuso Dalgetty con un deje de ironía—. Un interesante ejemplo de la evolución semántica. En líneas generales, vivimos un período sereno y tolerante, donde la palabra «fanático» se ha convertido en un mero epíteto para designar a un sujeto que se sitúa al otro lado.
—¡Basta! —le cortó Tyler—. No le permitiremos dar largas al asunto. Queremos que responda a muchas preguntas. —Las enumeró con los dedos mientras las iba exponiendo—. ¿Cuáles son los objetivos últimos del Instituto? ¿Cómo piensa alcanzarlos? ¿Hasta dónde ha llegado? En un sentido científico, ¿en qué consiste exactamente lo que ha descubierto sin publicarlo? ¿Qué sabe sobre nosotros? —Esbozó una breve sonrisa—. Está usted muy apegado a Tighe. Él le crió, ¿verdad? Sin duda sabe tanto como él.
«Sí —pensó Dalgetty—. Tighe me crió. En realidad, fue el único padre que tuve. Yo era huérfano y él me recogió y se portó bien conmigo».
En su memoria, surgió con claridad la imagen de la vieja casa. Se alzaba en los amplios terrenos arbolados de las hermosas colinas de Maine. Un pequeño río descendía hasta una bahía salpicada de veleros. Habían tenido vecinos, seres de hablar pausado, con más realidad a su alrededor de lo que conocía la mayor parte del mundo desarraigado del presente. Y habían recibido muchas visitas, hombres y mujeres con mentes como centelleantes hojas de espada.
Dalgetty creció rodeado de intelectos dirigidos al futuro. Tighe y él viajaron por todas partes. Visitaron a menudo la enorme torre del edificio principal del Instituto y, como mínimo, una vez al año se trasladaban a la Inglaterra nativa de Tighe. Pero siempre conservaron el cariño que les inspiraba la vieja casa.
Esta se alzaba sobre un cerro, larga, baja y teñida de gris por las inclemencias del tiempo, como una parte del terreno. Durante el día, reposaba sobre el verde cegador de los árboles iluminados por el sol o la pureza resplandeciente de la nieve. Por la noche, se oía crujir las tablas y el gemido solitario del viento encañonado en la chimenea. Sí, había sido una gran época.
Recordó también el aspecto maravilloso de su existencia. Adoraba su entrenamiento. El mundo sin horizontes de su interior constituía un terreno glorioso de exploración que le había orientado hacia el exterior, hacia el mundo real. Sintió el viento, la lluvia y la luz del sol, el orgullo de los altos edificios y la ondulación de un caballo al galope, la agitación de las olas, la risa de las mujeres y el zumbido uniforme y misterioso de las grandes máquinas, lo sintió todo con una plenitud que le llevó a compadecer a los sordos, mudos y ciegos que le rodeaban.
¡Ah, sí! Amaba esas cosas. Estaba enamorado del planeta que giraba y de los cielos infinitos en lo alto, un mundo de luz, de fuerza y de vientos veloces, un mundo que resultaría doloroso abandonar. Pero Tighe se hallaba encerrado en la oscuridad.
Empezó a hablar lentamente:
—Nunca fuimos otra cosa que un centro educativo y de investigación, una especie de universidad informal, especializada en el estudio científico del hombre. En modo alguno constituimos una organización política. Se sorprendería al ver cuánto difieren nuestras opiniones individuales.
—¿Y qué? —se encogió de hombros Tyler—. Esto sobrepasa la política. Su trabajo, una vez terminado, cambiaría toda la sociedad, incluso la naturaleza del hombre. Sabemos que han descubierto más cosas de las que han hecho públicas. En consecuencia, se reservan dicha información para uso propio.
—¿Y ustedes la quieren para favorecer sus propósitos?
—Sí —respondió Tyler. Y añadió tras un instante—: Desprecio el melodrama, pero le advierto que, si no coopera, lo pasará mal. No olvide que también tenemos a Tighe. Uno de ustedes desfallecerá si presencia el interrogatorio del otro.
«¡Llevadme pronto a ese lugar! ¡Vamos, llevadme junto a Tighe!».
El esfuerzo por mantener una expresión y un tono de voz serenos le resultó monstruoso.
—¿Adonde nos dirigimos?
—A una isla. Pronto llegaremos. Yo regresaré, pero el señor Bancroft vendrá pronto. Así se convencerá de la importancia que tiene esto para nosotros.
Dalgetty asintió con la cabeza.
—¿Me permite meditarlo un rato? No es fácil tomar semejante decisión.
—Por supuesto. Espero que tome la correcta.
Tyler se levantó y se marchó con los guardias. El hombre corpulento que antes le había ofrecido el vaso permanecía en el mismo lugar. El psicólogo comenzó a concentrarse poco a poco. El débil sonido de las turbinas, los silbidos de los reactores y del aire al ser hendido se incrementaron.
—¿Adonde vamos? —preguntó.
—NO PUEDO DECIRLO. POR FAVOR, CÁLLESE.
—Oiga, seguramente…
El guardia no respondió, pero estaba pensando: «Ree-vii-lla-gii-gee-do… Nunca aprenderé a pronunciar ese maldito nombre. ¡Caray, vaya sitio dejado de la mano de Dios! Quizá logre hacer una escapada hasta México. Esa muchachita de Guada…».
Dalgetty se concentró. Revilla… Ya lo tenía. Revillagigedo, un pequeño grupo de islas situado a casi seiscientos kilómetros de la costa mexicana, poco visitado, con muy escasos habitantes. Su memoria eidética entró en actividad. Conjuró la imagen de un mapa a gran escala que había estudiado en una ocasión. Cerró los ojos y fijó la situación exacta, latitud y longitud, de cada isla en particular.
Un momento. Un poco hacia el oeste, había una isla que pertenecía al grupo. Además… Echó un vistazo a todos los datos que poseía con respecto a Bancroft. Espera a ver si recuerdo. Bertrand Meade, que parecía ser el eje de todo el movimiento…, sí, Meade era el propietario de la minúscula isla.
¡De modo que allí se dirigían! Se acomodó y dejó que el cansancio le invadiera. Aún tardarían un rato en llegar.
Dalgetty suspiró y observó las estrellas. ¿Por qué los hombres las habían agrupado en constelaciones tan toscas cuando el modelo global del firmamento presentaba una inmensa y bellísima armonía? Sabía que el peligro aumentaría en grado sumo para él tan pronto como aterrizasen. Tortura, mutilación, incluso la muerte.
Volvió a cerrar los ojos. Se quedó dormido casi en el acto.