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Mientras aguardaba en la suntuosa sala de espera de Dobshinsky, Church ordenó mentalmente los informes secretos que había estudiado. La recepcionista humana representaba un obstáculo para la concentración, dada la suntuosidad de su propia persona. No obstante, Church descubrió que se sentía satisfecho con un ocasional vistazo en su dirección. Hombre serio, prescindía de las drogas y de las chicas que, de acuerdo con la costumbre, ofrecía a sus clientes, aunque ese mismo rasgo de su carácter le transformaba en un lobo cuando se sentaba a la mesa de póquer.
La historia de la piratería asterita resultaba inquietante, pensó. Al principio, la cuestión no presentaba ningún misterio. Desaparecían las naves y aparecía el botín en el mercado. Dado que los hombres de negocios se mostraban tan fanáticos como cualquier otro marciano con respecto a su inviolable intimidad, los investigadores no lograron rastrear los canales comerciales. Sin embargo, siguieron las órbitas de las naves perdidas en una búsqueda angustiosamente larga y costosa, a través de muchos megakilómetros. Por último, recuperaron algunos fragmentos flotantes, que confirmaron cuanto los agentes secretos conocían ya por otros medios. Los asteritas apostaban sus endebles y pequeñas naves en diversos puntos y esperaban. Y puesto que se publicaban los programas de transporte, nada más fácil que calcular la órbita de una nave. Cuando la presa se acercaba, los asteritas igualaban su velocidad, le interceptaban el paso con linternas láser, desconectaban el piloto automático y se apoderaban de ella.
La marina marciana se entregó a la búsqueda de los culpables. Esto ocurría antes de la pretendida Independencia. Algunos de dichos culpables fueron llevados ante un tribunal. Tal vez los juicios en su contra apresuraron la Declaración de Hidalgo. Fue imposible encontrar al resto. Se ignoraba a qué asteroides se habían retirado.
Como parte de la política de «rendición por el hambre», la Asociación situó sus moscardones orbitales en las trayectorias de la Tierra a Venus. A partir de estas rutas, se transbordaba a los vehículos más costosos, capaces de recorrer todo el camino en condiciones de aceleración. Ninguna nave pirata podía aspirar a interceptar una presa que, en el momento en que surgía en su radar, le llevaba ya muchos kilómetros por segundo de ventaja.
Aun así, siguieron desapareciendo naves. Se procedió a nuevas investigaciones secretas, sobre todo en la Tierra, que se había apresurado con júbilo a reconocer la nación asterita. A través de sus propios espías, los jefes supieron qué señales mensajeras debían usar. Un piloto automático responde necesariamente a ese rayo y sigue al autor de la señal adonde este desee. Se cambiaron entonces las señales. Ahora, sólo un puñado de hombres de confianza conocía la información necesaria.
Después de un breve intervalo, se reanudaron las pérdidas, esta vez a un nivel catastrófico. Un ingeniero espacionaval aventuró la hipótesis de que agentes asteritas infiltrados en las empresas marcianas sustituían las cintas de rumbo de los «pilotos», desviando así las naves. Valía la pena comprobar la teoría. Se reemplazó a todo el personal de esas secciones. Se interrumpieron las pérdidas.
Por un tiempo.
Después, en rápida sucesión, las naves Jehu, Ahab y Li’l David no entregaron sus cargamentos. La agencia Neopinks mezcló algunos de sus hombres entre el personal de carga y descubrió que se instalaban bombas de tiempo en las salas de máquinas. Se trataba de un método burdo, que sugería la desesperación. Hallaron a los culpables y se tomaron nuevas medidas de seguridad. Marte gozó de un nuevo respiro.
Hasta que…
Se abrió la puerta interior y salió un gordo dando zancadas, Parecía indignado y pagado de sí mismo a la vez. Church le reconoció: un agregado de la embajada de los Protectorados Unidos. No le saludó.
—Pasa, por favor —ronroneó la recepcionista.
Church reprimió la obscena respuesta que sin duda le habría soltado cualquier marciano más joven. Él no sólo había llegado ya a la madurez, sino que se sentía preocupado. Entró en el despacho lujosamente artesonado de Dobshinsky. En su condición de presidente de Transportes Transjovianos y de secretario de la Asociación, ocupaba un despacho en el quincuagésimo piso de la Gratte-Ciel Tower, provisto de una vista panorámica y un inmenso escritorio de caoba. Church pasó por alto el espectáculo de la marcha triunfal del Gran Acueducto a través del desierto pintado y estrechó distraído la mano de Dobshinsky.
—Toma asiento —le indicó este—. Te ruego que me disculpes por haberte hecho esperar. Ese maldito terrestre no se decidía a irse.
—¿Qué quería? —Church empezó a llenar de tabaco su pipa—. Supongo que algo relacionado con nuestro problema.
—Sí. Una «amistosa advertencia». —Dobshinsky pronunció las palabras entre dientes, como si el otro y él fuesen enemigos personales—. No debemos armar nuestras naves.
—¿Qué? ¿Y cómo piensan impedirlo? Quiero decir que tenían derecho a invocar en contra nuestra el tratado del Espacio Libre, retorciéndolo de tal manera que nos fuera imposible enviar nuestra marina contra los Mundos Libres. Pero eso no se aplica a los vehículos comerciales.
—Dijo que su gobierno interpretaría la instalación de armas pesadas como piratería y adoptaría una, comillas, actitud muy firme, fin de las comillas. Le pregunté cómo interpreta la Tierra la piratería que nos ataca y me respondió, con toda la cara dura, que eso se había acabado.
—Ya… En efecto, pensaba discutir contigo ese aspecto del asunto. Sin embargo, aparte de una declaración de guerra —y ya sabes que en la Tierra la opinión pública sería presa del pánico antes de considerar siquiera la adopción de medidas militares— aparte de eso, ¿de qué modo evitarán que la Asociación arme sus naves?
—Como mínimo, suspendiendo el comercio con nosotros. Necesitan algunos de los bienes y servicios que les proporcionamos, pero se las arreglarán sin ellos. Además, a los asteritas les encantaría ayudarles. Por otro lado, a Marte le es absolutamente indispensable el comercio con la Tierra. Ha pasado mucho tiempo desde la época de los pioneros, pero aún no hemos llegado al punto de mantener una tecnología compleja sin importar ciertos artículos. Nos tienen bien amarrados. —A Dobshinsky le tembló la mano al llevarse el cigarrillo a la boca, en un intento por calmarse—. ¡Odio a los terrestres!
—No exageres —le calmó Church—. He conocido a algunos decentes.
—Nómbralos. ¡No son más que una pandilla de pellas de manteca! Incluso piensan con frases hechas.
—Naturalmente, el gobierno unificado produjo en la Tierra un tipo de ciudadano de buenas tragaderas. Su vida está tan regulada que su principal libertad reside en la fantasía, bien alimentada por los sensibilizadores y la publicidad. Tal vez para el terrestre medio, esos trillados y viejos espectáculos sean más reales y significativos que su propia vida. De cualquier manera, no supone un gran esfuerzo infundir terror a la manada. Así consiguieron nuestros abuelos implantar el Gran Timo. —Church encendió la pipa—. Pero todo esto carece de importancia. Nuestro problema se centra ahora en los Mundos Libres.
—¡Te ruego que no los llames así!
—¿Por qué no? Así se denominan a sí mismos. Y para ser sincero, te diré que no dejo de comprenderlos.
Dobshinsky, que se sentía mejor después de una o dos bocanadas de humo, se limitó a preguntar:
—¿Sí? ¿Y cómo?
Church sonrió.
—Quizá por mis cromosomas. Matheny era tío abuelo mío, y uno de mis antepasados directos participó en la Tertulia de Boston. En un plano más serio, te diré que me gusta leer tratados socio-históricos y me he dado cuenta de que tanto los asteritas como nosotros seguimos un proceso bastante corriente.
—¿Cuál?
—La evolución del nomadismo. En la Tierra, no fueron los antiguos nómadas los fundadores de la civilización. Meras excrecencias de esta, débiles tribus forzadas a poblar las zonas que nadie quería, inventaron técnicas de supervivencia, pero nunca pasaron de constituir elementos marginales de la civilización, dependiendo de ella para muchas de sus necesidades. —Church se encogió de hombros—. Sin duda, su forma espartana de vida exigía las más rígidas virtudes. Se convirtieron en guerreros par excellence, que atacaban a los países arraigados y en ocasiones los conquistaban. Pero, vistas las cosas desde una perspectiva de amplio alcance, no supieron sustentarse a sí mismos. Las circunstancias determinaron su cultura. Lo mismo ocurrió con los asteritas.
Dobshinsky pensaba en cuestiones más inmediatas.
—Aunque no se nos permita instalar tórrelas en nuestras naves, no veo nada que nos impida equiparlas con hombres armados.
—¿Para que salten en pedazos al impacto con los meteoritos?
—Irían bien protegidos y resistirían a los atacantes.
—Una o dos veces. Después, los asteritas abordarían las naves armados hasta los dientes. No, no funcionaría. —Church frunció el ceño—. Además, detesto matar.
—En ocasiones, se hace necesario. Si la Tierra no… ¿Y por qué razón no hemos de ejercer nosotros una presión sobre ellos? Por ejemplo, denegarles la entrega de las naves construidas para sus líneas… Eso perjudicaría a las corporaciones, que de inmediato apelarían a su gobierno.
—No te quepa la menor duda —coincidió Church—. Debo reconocer que, incluso en sus momentos más codiciosos, aun tratándose de un ejecutivo de alto nivel, el terrestre se comporta como un animal poco previsor. Sin embargo, en este caso específico. Marte no obtendría el intercambio interplanetario que nos proporciona la entrega de esas naves. Llevaríamos la peor parte. —Agitó la pipa en un gesto didáctico—. A partir de vuestros archivos, he llegado a una conclusión muy distinta a la de vuestra ex agencia de investigaciones. La entrevista que sostuviste hoy con ese fulano de la embajada confirma mis sospechas. La cuestión es más grave de lo que se piensa.
Dobshinsky permaneció inmóvil, aguzando los oídos.
—Superficialmente, da la impresión de que este nuevo método de piratería significa su último cartucho —explicó Church—. Suponemos que obtienen un beneficio muy escaso. Tienen que mantener patrullas cubriendo enormes áreas espaciales. Cuando sus radares detectan una nave, deben esparcir gravilla cósmica en cantidades por fuerza fantásticas para sus pequeños vehículos. No les queda más remedio que confiar en que la velocidad relativa de la grava anule el motor para emparejar las velocidades. Esto no siempre ocurre a larga distancia. Por lo general, la nave prosigue en condiciones de aceleración y sólo sufre algunas perforaciones. Además, cuando consiguen inutilizarla, tanto la nave como la carga se hallan a veces tan estropeadas que la operación no les compensa.
Dobshinsky asintió:
—Una de las razones por las que te adjudicamos el contrato fue que los agentes de Neopinks predijeron, en base a eso, que pronto se acabaría la piratería. No acertaron.
—Correcto. Existe como mínimo un cerebro extremadamente sutil detrás de todo esto, una mente que ha trazado un plan con mano maestra.
La pipa de Church se había apagado. Volvió a encenderla.
—Como ves —prosiguió—, no cabe la menor duda de que nos enfrentamos a una piratería organizada. Claro que a menudo, cuando el botín llegaba al mercado, se habían borrado ya las huellas, pero en otros casos aparecieron suficientes pruebas condenatorias. De modo que quienquiera que comprara el material en la Tierra recibía mercancías robadas. Dirás lo que quieras de los terrestres, pero, aunque hay muchos maleantes entre ellos, el ciudadano medio se rige por un código moral más férreo que el tuyo, el mío o el del vecino de enfrente. El terrestre se escandaliza de algunas cosas que nosotros damos por sentadas. Dicho sea de paso, este es uno de los motivos por los que nuestros antepasados se separaron de ellos. De cualquier manera, la aceptación de las propiedades marcianas robadas no podía continuar mucho tiempo. Cuando los hechos salieran a la luz, se habrían levantado ruidosas protestas públicas. De momento, sin embargo… Bien, los asteritas aseguran que se dedican sólo al salvamento de vehículos naufragados en accidentes naturales. Algo muy aceptable.
—¡Ja! —exclamó Dobshinsky en tono sarcástico—. De la noche a la mañana, los meteoritos se vuelven más frecuentes en varios órdenes de magnitud. Analizamos algunos de ellos empotrados en partes estructurales de las naves que lograron salvarse y encontramos rastros de material orgánico humano. Esas rocas habían sido tratadas. ¡Ni siquiera un terrestre se creería tamaña estupidez!
—Claro que no —reconoció Church—. Pero no olvides que el terrestre es un ignorante desde el punto de vista científico. Un par de respetados astrónomos afirman que las recientes dificultades se deben a la rocalla procedente de una familia de enormes cometas que ingresó en el sistema solar hace un millón de años o más. Un químico agrega que, en los objetos cósmicos, se sintetizan por procesos naturales materias orgánicas, por ejemplo condritas carbonáceas. Y vuestros descubrimientos reavivan la antigua teoría de que en la nebulosa preplanetaria original se formaban moléculas complejas.
—Sí, tal vez el ciudadano terrestre sea aún capaz de albergar algunas sospechas. Pero está condicionado para creer en la Autoridad. Jamás desaprobaría un sonoro pronunciamiento. Muy probablemente ha oído decir, en su programa religioso favorito, que Dios castiga a los licenciosos marcianos, y sin duda creen también que los productos de los saqueos a que nos someten proceden de Él. En síntesis, ya no hay nada que perturbe el buen funcionamiento de su órgano de la hipocresía.
—Eso me incita todavía más a pensar que, detrás de todo esto, se esconde una mente poderosa.
—¿Y podrá continuar? Tú mismo afirmaste que empleaban un método torpe y costoso.
—En efecto. Más costoso aún para un solo jefe. Por cada uno que logre un botín cuantioso, se arruina una docena. En cambio, si compartiesen los gastos entre todos… y si el gobierno de la Tierra les concede una especie de subsidio, quizá pagando a un precio elevado las «mercancías salvadas»… ¿Comprendes?
—Comprendo.
Dobshinsky aspiró largamente el humo de su cigarrillo.
—¿Y por qué no eludís el plano eclíptico en vuestras trayectorias? —sugirió Church.
—Eso serviría durante un tiempo —respondió Dobshinsky—. No a largo plazo. Nos costaría demasiado. Entre enviar nuestras naves de máxima potencia a través del Cinturón, siguiendo las órbitas de Hohmann para el comercio más rentable con la Tierra, y perder varios vehículos al año, nos da más o menos lo mismo.
Church suspiró. Esperaba esa respuesta. Los armadores nunca se decidirían a emplear un subterfugio tan evidente.
Dirigió la mirada hacia el exterior. En el límite del desierto, se extendían los verdes y magníficos huertos. Por el horizonte pasó una tormenta de polvo, semejante a una gran bestia leonada bajo los cielos. «Sí —pensó—, los yermos también poseen su hermosura. Hemos edificado algo infinitamente precioso en Marte. El hombre no sólo goza de libertad según la ley. Cuando lo desea, se dirige a la libertad última, la sencilla soledad en el desierto. Este es el legado de mis abuelos. No debo permitir que se lo arrebaten a mis nietos antes de nacer».
Church se estremeció, miró a Dobshinsky a los ojos y dijo:
—Creo que nos enfrentamos al dilema de luchar a brazo partido con quien se oculta detrás de los jefes o ponernos de acuerdo con él. En mi cabeza, se va esbozando una posible solución para tantas dificultades. Pero primero hemos de encontrar a ese hombre.
—¿En no sé cuantos miles de millones de kilómetros cúbicos de espacio? La sonrisa de Dobshinsky se redujo a una leve mueca.
—Sabemos por dónde empezar. Los agentes dobles de Marte.
—¿Y cómo localizarlos? —Dobshinsky se dejó caer con desánimo en su asiento—. Como mínimo, una de las personas que programó esos «pilotos» tiene que ser culpable. Pero eran cerca de cuarenta.
—¿Qué medidas tomasteis, además de despedirlos a todos?
—¿Qué otras podíamos tomar? ¡No estamos en la Tierra! Nuestra agencia les siguió durante algún tiempo, pero no observó nada sospechoso. Por último, decidimos que el responsable se mantendría oculto por tiempo indefinido y abandonamos. Al incluirle en la lista negra, le dejamos al desnudo, por así decirlo, de modo que no le quedaba nada que intentar.
—Yo no aseguraría que le hayáis dejado tan al desnudo —replicó Church—. En realidad, y sobre la base de que el actual método de piratería da buenos resultados, sospecho que está haciendo un negocio provechoso a costa nuestra. Intentaré desenmascararle.