Al terminar la guardia, el capitán Peter Banning no se retiró directamente a su camarote. Sentía deseos de un rato de humor sin inhibiciones, cosa que su desolada época era incapaz de brindarle (excepto quizás en las reuniones de clan de Venus…, si bien Venus resultaba demasiado tosco) y recordó que Luke Devon tenía una obra de Shakespeare. Hacía mucho tiempo que Banning no leía La fierecilla domada. Se lo pediría prestado, bebería un trago y charlarían un rato. El ingeniero planetario formaba parte de las escasas personas con quien valía la pena hablar.
Terminó de bajar la escalera de cámara y entró en el pasillo de la cubierta A. Allí vio a Devon inmovilizado contra la pared por alguien que le apuntaba con un arma.
Banning no habría vivido tanto tiempo —bastante más de lo que él reconocía— de haber hecho gala de un innecesario heroísmo. Retrocedió, se aplastó contra el mamparo de aluminio que formaba el hueco de la escalera y aguzó los oídos. Con gran suavidad, se quitó la pipa de la boca y se la metió en el bolsillo de la casaca para que se apagara. El humo le habría delatado a un olfato sensible. No olvidaba que iba desarmado.
Devon hablaba suavemente, con ira contenida:
—¡Que te lleve el demonio, cara de torta!
—No se impaciente —le aconsejó el otro.
Se trataba de Serge Andreyev, el representante de las Autoridades Minerales, un hombre voluminoso y velludo, que hablaba y vestía con excesiva cursilería.
—No quiero matarle —continuó—. Sólo le estoy apuntando con un insensibilizador. Sin embargo, también tengo un arma que puede levantarle la tapa de los sesos…, en caso necesario.
Su acento sonaba como de costumbre, pero el tono había cambiado por completo. El timbre no correspondía ya a una irritante extraversión ni se transparentaba en él la menor intención melodramática. Andreyev se limitaba a una fría exposición de los hechos.
—Es lamentable que me haya reconocido a pesar de los diversos cambios quirúrgicos —prosiguió—. Y más lamentable aún para usted el hecho de que esté armado. Tendremos que negociar.
—Quizá.
Devon parecía más sereno. Desde su escondite, Banning le veía apoyado contra la pared, con las manos en alto. Era un hombre de elevada estatura y de gatuna agilidad, bajo la austera tiesura de la túnica de su orden, con el pelo rubio cortado al rape, fríos ojos azules y una nariz que sobresalía como una proa en su rostro huesudo. «No me gustaría nada verme en manos de ese hombre», reflexionó Banning.
—Quizá —repitió Devon—. ¿No se le ha ocurrido pensar que en cualquier momento puede pasar un camarero, un marinero de cubierta, cualquiera…?
—Exacto. Vamos a mi camarote. Allí gozaremos de mayor tranquilidad.
—Otra torpeza por su parte —repuso Devon—. ¿No suele esconder en él a sus virtudes…, o sus prisioneros, según el caso? Hemos pasado ya de Marte y nos faltan aún semanas para llegar a Júpiter. Hay a bordo unas quince personas, entre los pasajeros y la tripulación… No demasiadas, tal vez, para una nave tan amplia como el Rayo, pero sí las suficientes para registrarla de un extremo a otro si alguien desaparece. Como bien sabe, no puede arrojarme por una cámara de aire si un oficial no le presta las llaves. Tampoco mantenerme encerrado sin que todos se pregunten por qué no aparezco a las horas de comer… Y le garantizo, por si no lo ha notado, que soy famoso por mi apetito. En consecuencia, amigo…
—Eso lo resolveremos más tarde —le interrumpió Andreyev secamente—. Ahora, vamos a mi camarote. Pase delante. Si me fuerza a ello, le insensibilizaré y le llevaré a rastras.
Banning pensó que Devon pretendía ganar tiempo. Si la escena entre asaltante y cautivo se prolongaba en el pasillo sin duda llegaría alguien y… De hecho, ya había llegado alguien.
El capitán metió una mano en el bolsillo, dónde llevaba una serie de monedas, no porque te fueran de utilidad en Ganímedes, sino porque no quería entrar en territorio de la Unión sin dinero en efectivo para la cerveza. Seleccionó varias de tamaño casi uniforme y las apretó con el puño. Un truco muy viejo.
Luego, con la veloz precisión de un cazador —de vez en cuando se había dedicado a la caza, entre otras cosas—, se apartó de la escalera de cámara sin producir ningún sonido. Andreyev acababa de volverse de espaldas y seguía a Devon pasillo arriba, en dirección al camarote 5. El puño cargado de Peter Banning le golpeó con tremenda violencia en la base del cráneo.
Devon giró. Parecía un tigre vestido de gris. Banning retardó la caída de Andreyev al suelo con una mano, mientras la otra se apoderaba de la pistola insensibilizadora, que ahora no apuntaba al ingeniero. En realidad, no apuntaba ya a ningún blanco.
—Tranquilo, amigo —murmuró.
—Usted…
Devon expresó su alivio con cada uno de los músculos de su cuerpo. Una lenta sonrisa se extendió por su rostro.
—¡Ah! Gracias por socorrerme.
—¿Qué ocurre? —quiso saber el capitán.
Hubo un momento de silencio. Sólo la nave murmuró, entre un susurro de ventiladores. El sonido casi podía haber pertenecido a la noche de frías estrellas entre las cuales se deslizaba.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —insistió Banning impaciente.
Devon aguardó un instante antes de responder, como analizando la situación. El capitán era un hombre de mediana estatura, pero fuerte, de pelo negro con alguna cana, que llevaba corto en su cabeza alargada. Tenía la cara ancha, de pómulos altos. Su tez atezada y al mismo tiempo pálida le daba un aspecto de edad indefinida: surcos profundos desde la ancha nariz hasta la boca grande, patas de gallo alrededor de los hundidos ojos grises, pero por lo demás, tersa como la de un niño. No usaba el elegante uniforme de chaqueta azul y pantalones blancos de la línea Bola de Fuego. Al contrario, había adoptado una boina de estilo venusino, zapatillas árabes y una lamentable y vieja casaca verde, sin duda de origen marciano.
—No sé —respondió por fin el ingeniero planetario—. De pronto, me apuntó con esa arma.
—Lo lamento, pero oí parte de su conversación. Venga, desembuche. Soy el responsable de esta nave y quiero saber lo que pasa.
—Yo también —replicó Devon, obstinado—. No estoy tratando de eludir la cuestión, capitán… No demasiado, al menos. —Se inclinó sobre Andreyev y registró su encogido cuerpo—. ¡Ah, sí! Aquí está la otra pistola que mencionó, la letal.
—¡Déme eso!
Banning se la arrebató. Sintió el frío y el peso del metal en la mano. Con cierto sobresalto, pensó que entre él y todos los miembros de su tripulación no contaban con nada más peligroso que algunos cuchillos y varias llaves inglesas. Una nave espacial no era una carabela española y no había ninguna razón para ir armados por si se presentaba un caso de piratería, un motín o…
¿O sí?
—Vaya a buscar a un camarero —apremió a Devon—. Vuelva aquí con él. Andreyev hará el resto del viaje con grillos.
Devon enarcó las cejas bajo la cogulla de su hábito gris.
—¿Grillos?
—Cadenas, esposas… Lo que sea. Lo encerraremos ¡qué diablos! He adquirido la mala costumbre de emplear arcaísmos. Ahora ve a buscar a ese camarero.
El ingeniero planetario se alejó a toda prisa por el pasillo. Banning permaneció allí haciendo girar el arma por el guardamonte y siguiéndole con la mirada.
¿Dónde le había visto antes?
Registró su atestada memoria en busca de un joven alto y rubio, a la vez un atleta, un técnico, un entusiasta de Shakespeare y un aficionado pintor de óleos. Quizá sólo hubiese leído algo sobre él y visto su fotografía en la prensa. Había tantas historias… ¡Espera! Sí, la hermandad Rostomily, claro. Pero habían transcurrido tres siglos desde entonces…
Alguien, en algún sitio, debió de almacenar algunas células después de que aquella corporación de gemelos exogenéticos reveló su secreto y se dispersó, mezclando sus genes superiores con la corriente de la humanidad común. Y luego, quizá treinta años atrás, la orden de los ingenieros planetarios crió discretamente a un niño así en un tanque. Tal vez a muchos. Podía ocurrir casi cualquier cosa en aquel secreto castillo junto al cráter Arquímedes, sin que el sistema solar se enterara hasta que el proyecto hiciera explosión ante el rostro colectivo del hombre.
La hermandad había supuesto una carta de triunfo para los primeros no-hombres, en los tiempos en que el débil gobierno mundial se encontraba sitiado. Una hermandad revivida tenía que revestir una importancia comparable para la orden. ¿Con qué propósito? Se suponía que los ingenieros planetarios se hallaban por encima de la política y servían a todos los hombres, constituyendo una fuerza independiente que batallaba tan sólo contra el cosmos inanimado.
Banning se estremeció. Con la tensión capaz de escindir la civilización que existía en la Tierra y que a diario daba una nueva vuelta de tuerca, imaginó las luchas ocultas entabladas entre las diversas facciones. No todo se reducía a psicodinámica, telecampañas y maniobras parlamentarias. El episodio humanista había dejado su huella en el alma de Tierra y, ahora, surgían a veces cuchillos en la noche.
Por alguna razón que ignoraba, un episodio de esas luchas parecía desarrollarse en su nave.
Sacó la pipa, volvió a encenderla y aspiró con avidez. Andreyev se movió, sacudido por las náuseas y los estertores.
Se oyeron pisadas en el pasillo. Banning alzó la mirada. Habría maldecido la interrupción de no aparecer ante su vista Cleonie Rogers. No obstante, como de ella se trataba, Banning esbozó el olvidado gesto de llevarse la mano a la gorra.
—¡Oh!
La joven se tapó la boca con la mano. Por un instante, permaneció inmóvil y asustada, pero enseguida prosiguió su avance en la forma que a él le gustaba. Sabía que la fastidiaban los torpes intentos de coqueteo por parte de Andreyev.
—¿Un herido? —preguntó la muchacha—. ¿Puedo ayudar?
—Será mejor que no se acerque —le aconsejó Banning.
Cleonie vio el insensibilizador en su mano y la automática en su cintura. Con sus grandes ojos, su nariz respingona, el pelo rubio que caía suavemente hasta sus hombros desnudos, vestida con una brillante prenda, muy femenina, que dejaba su pecho al descubierto, y con un leve maquillaje en el rostro, constituía un pequeño anacronismo viviente.
—¿Qué ha ocurrido? —logró preguntar cuando reunió el valor suficiente.
«Perfecta —pensó el capitán—, teniendo en cuenta que es una hija de la riqueza, que no trabajó un sólo día en su vida y que se dirige a la República Joviana como una verdadera turista».
—Me gustaría saberlo —respondió en voz alta—. Este personaje apuntó con un compensador…, con una pistola, quiero decir, al ingeniero planetario Devon. Entonces aparecí yo y le dejé fuera de combate.
Banning observó que Cleonie se ponía rígida. Incluso a bordo del Rayo, que no era uno de los lujosos transatlánticos interiores del planeta, sino una nave de carga, cuyos escasos pasajeros —excepto ella— se dirigían a Ganímedes por cuestiones de negocios…, incluso allí había rincones tenuemente iluminados, música de flautas y la majestuosidad de las estrellas. Banning había notado que ella y Devon pasaban mucho tiempo juntos. Por lo tanto, se apresuró a agregar muy amable:
—Luke no está herido. Le envié a buscar ayuda. A propósito, se está demorando demasiado. ¿Se habrán metido los camareros a dormir la siesta en la cámara de calderas?
Ella sonrió, vacilante:
—¿Qué piensa, que sucede, capitán? ¿Quizás el señor Andreyev se…?
—¿Que le falta un tornillo? —Banning frunció el ceño. Se sentía lo bastante preocupado para olvidar que la creciente incidencia de la insensatez en la tierra convertía el tema en inconveniente—. Lo dudo. Recuerde que subió a bordo con estos juguetes. Sin embargo, pensándolo bien, los pasajeros me parecen bastante extraños.
Devon era aceptable, pensó, un auténtico ingeniero planetario, con la misión de vigilar la carga más importante del Rayo, el equipo de terraformación, las grandes máquinas que la orden utilizaría para convertir Europa en habitable.
Y Cleonie debía de ser una turista legítima. (Puesto que la consideraba una mujer, cosa que no le sucedía con las calladas criaturas, de pelo cortado a lo chico y lastimosamente vestidas, es decir las típicas féminas del Occidente terrestre actual, Banning pensaba en ella con su nombre de pila). Por otro lado…
A Andreyev no había que tomarlo por un simple burócrata de la Unión enviado a negociar un acuerdo comercial. Y aun aceptando su supuesta identidad, no se reducía a eso. ¿Y el grandote, Robert Falken, en apariencia un técnico nucleónico al que habían ofrecido un puesto en Caliste? En la mesa, no hablaba nunca y permanecía aislado, pero Banning sabía reconocer a un hombre duro. El cosmonauta Morgan Gentry, que, según decía, había sido contratado por la República para pilotar trenes intersatélites, era, a no dudar, un capacitado astronauta… ¿Y nada más? En cuanto al profesor de simbólica avanzada, el menudo Gómez, ¿iba en verdad a ocupar un puesto en la nueva Universidad de X?
La voz de la muchacha le sacó de su abstracción:
—Capitán Banning, ¿qué puede ocurrir con los pasajeros? Son todos occidentales, ¿no?
Banning conservaba aún la capacidad de asombrarse un poco de vez en cuando. Vaciló un segundo, antes de darse cuenta de que ella no había hablado por mala voluntad, sino con una habitual ingenuidad.
—¿Y eso qué tiene que ver? Supongo que no creerá realmente que el conflicto de la Tierra se limita a una simple cuestión de adoradores orientales de Kali versus un Occidente puritano y protécnico. —Hizo una pausa para cobrar aliento y prosiguió—: Los seguidores de Kali constituyen sólo una rama de los eclécticos rama-krishanos, y hay montones de asiáticos que defienden el control demográfico y la civilización técnica… Cuento con un par de ellos en mi propia tripulación. También hay americanos que reverencian a la Destructora con tanto fervor como cualquier campesino del río Ganges… Y los musulmanes husseinitas están más cerca de usted que usted de la Nueva Cristiandad.
El capitán Banning se interrumpió y meneó la cabeza. El cisma que amenazaba dividir a la Tierra resultaba en exceso complicado para sintetizarlo en unas palabras. Pudo haber dicho que lo motivaba el simple hecho de que la tecnología no había resuelto los problemas que debían serlo, pero no quería expresarlo así. Sus palabras sonarían anticientíficas, y él no se oponía a la ciencia.
Gracias a los bondadosos dioses, ahora había hombres en otros planetas. La cosecha de la humanidad, a través de pacientes siglos —desde los tiempos de Galileo—, no se perdería por completo, ocurriera lo que ocurriese en la Tierra.
Andreyev se irguió hasta apoyarse en las manos, con la cabeza hundida entre los hombros.
—Me pregunto hasta qué punto se trata de una representación —murmuró Banning—. Hice un buen trabajo al aporrearle, cierto, pero la conmoción no puede ser tan importante. —Miró a Cleonie con ojos brillantes—. Quizá tengamos que arrastrarlo hasta un camarote. No quiero alarmar al resto del pasaje. A propósito, ¿dónde están?
—No sé. Acabo de salir de mi camarote…
La chica se interrumpió. Alguien llegaba corriendo desde la popa. La curva del pasillo, que rodeaba el revestimiento interior de la nave, impedía ver a más de cuarenta metros de distancia. Banning levantó el arma con cautela.
Apareció Falken, el hombre de enorme cara cuadrada.
—¡Capitán! —gritó.
El metal que los rodeaba imprimió a su voz una leve resonancia inhumana.
—¿Qué ha pasado, capitán?
—¿Cómo sabe usted que ha pasado algo?
—Yo… Bueno, me lo dijo el ingeniero Devon…
Falken se detuvo a un metro de distancia.
—¿Se lo dijo? ¿Ahora?
Banning entrecerró sus ojos grises. De pronto el insensibilizador que sujetaba en su mano se alzó en busca de un blanco.
—¡Quieto! —ordenó—. No se mueva.
Falken enrojeció.
—¿Qué demonios significa esto?
—Significa que la simple sospecha de que intenta sacar un arma me obligará a dejarle sin conocimiento —respondió Banning—. Si luego resulta que sólo tenía la intención de ofrecerme un bocadillo, le pediré perdón humildemente. Pero aquí huele a algo raro.
Falken retrocedió.
—Está bien, está bien, sólo quería ayudar —refunfuñó.
Cleonie dio un grito de advertencia. Cuando el voluminoso Andreyev se aferró a los tobillos de Banning y le hizo caer, este sintió un ataque de ira contra sí mismo. Se había mostrado amable durante demasiado tiempo… Un descuido imperdonable. ¡Por Júpiter!
Chocó contra la cubierta, con su contrincante encima. En el rostro enrojecido de Andreyev se retrataba la muerte. Una de sus manos tiró de la pistola que Banning llevaba en la cintura, mientras que la otra sujetaba el brazo que sostenía el insensibilizador.
Banning levantó la cabeza y golpeó la boca de Andreyev con la frente. El otro aulló. Sus dedos se aflojaron y dejó escapar el insensibilizador. Y en ese momento intervino Falken, que lo recogió antes de que Banning reemprendiera la acción.
El capitán extendió un pulgar en un estilo muy poco deportivo. Aún no había logrado vaciar el ojo de Andreyev cuando este chilló intentando liberarse. Banning rodó sobre sí mismo. Falken disparó, y un dardo anestésico estalló cerca de la nariz del capitán. Aspiró una bocanada de gas.
Por un instante, mientras el universo danzaba a su alrededor, Banning se incorporó tambaleándose hasta quedar de pie. Falken esquivó al sollozante Andreyev, aplastó la espalda del capitán contra la pared y le arrebató la automática de la cintura.
Unas manos se aferraron a su cuello por la espalda. Había olvidado a Cleonie.
Falken gritó, dobló la espalda y la apartó de un manotazo. Pero la distracción había sido suficiente para que Banning le asestase una patada en el plexo solar. Las dos armas cayeron de sus manos.
La planta del pie de Banning había tropezado con un duro músculo. Falken se recuperó con bastante rapidez para dar un salto en busca del arma más cercana. Banning la cubrió con un pie.
—¡No, de ninguna manera! —exclamó.
Falken se abalanzó contra él. No era la primera vez que Banning participaba en una riña feroz y no desperdició sus energías en puñetazos. Adelantó la mano abierta y, con el borde de su callosa palma, golpeó la laringe de su adversario. Se oyó un crujido seco.
Falken cayó hacia atrás, encima de Andreyev, que seguía gruñendo y frotándose el ojo lesionado. Banning se inclinó para recoger el arma.
Sonó un disparo en el pasillo. El proyectil chocó, rebotó y silbó en sus oídos. Vio entonces a Gentry, con un arma en la mano. Banning asió a Cleonie por un brazo y se volvió rápidamente hacia la escalera de cámara.
Treparon por el hueco de la escalera. Su peso disminuía a medida que se acercaban al eje de rotación de la nave.
Al pasar por la cubierta C, tropezaron con Charles Wayne. Con toda evidencia, el segundo oficial había sido arrancado de los brazos de Morfeo por el jaleo. Entró en la escalera de cámara acomodándose el cuello dorado de la chaqueta azul de su uniforme.
—Sígame —jadeó Banning.
Apareció Gentry al pie de la escalera. Apuntó la automática al vientre del capitán.
—¡No se mueva! ¡Arriba las manos!
Banning empujó a Cleonie hacia atrás y retrocedió con ella al pasillo de la cubierta C. La bala pasó silbando sobre la cabeza de Wayne.
—Ya le he dicho lo que debía hacer. Llévela al puente de mando.
Wayne parecía desconcertado, pero cualquier astronauta sabe reaccionar de manera instantánea. Se echó a la joven sobre un hombro y se lanzó al pasillo en dirección a otro hueco de escalera.
Banning corrió a su vez. Oía los zapatos de Gentry chocar contra el metal, al seguirle los pasos. Sin dejar de correr, buscó a tientas en su bolsillo el encendedor de la pipa, lo sacó y lo encendió con el pulgar.
Todo a lo largo de las paredes, había barandillas y montantes para sujetarse en casos de gravedad nula. Gracias a la disminución de su peso, Banning trepó como un mono por la pared más cercana y acercó la llama al pequeño círculo practicado en el techo.
Bajó y se deslizó a toda velocidad hacia la escalera, Gentry entró en el pasillo y disparó. La tuerza de Coriolis desvió la bala, que sólo levantó un poco de aire cerca de la mejilla del capitán. La siguiente daría sin duda en el blanco.
El par de termoelementos del techo reaccionaron al calor, emitieron una señal y pusieron en funcionamiento el sistema extintor de incendios de la cubierta C, que dejó escapar una lluvia de espuma plástica. El segundo disparo de Gentry se perdió en la nada. A partir de ese momento, se debatió entre la espuma, mientras Banning huía precipitado escaleras arriba.
El puente de mando era un burbuja en la proa de la nave, centrada justo sobre el eje de rotación. Allí no había prácticamente gravedad. Sólo se veía una serie de brillantes tableros llenos de instrumentos, y la gran pantalla visora, resplandeciente con su simulacro de cielo.
Cleonie se aferró a un montante, mareada por la repentina y desacostumbrada caída libre. Tetsuo Tokugawa, el primer oficial, de guardia en el puente, flotó a su lado y le ofreció una píldora contra el mareo. Wayne estaba agachado junto a la puerta, con los ojos desorbitados.
—¿Qué sucede, capitán? —gruñó.
—Eso es lo que me gustaría saber —resolló Banning—. Pero han ocurrido muchas cosas.
Tokugawa le miró con desesperación.
—¿No podría hacérsela tragar metiéndosela bien hondo en la garganta? He visto vomitar a muchos a causa de la fuerza de gravedad nula.
—Tiene razón, se está haciendo muy urgente.
Banning se afianzó apoyando una rodilla en un montante, sujetó la cabeza de la joven con una mano y le administró la píldora en el mejor estilo veterinario. Entretanto, hizo un breve relato de lo ocurrido. Tokugawa silbó.
—¿Qué significa esto? —inquirió—. ¿Un motín?
—¿Pueden amotinarse los pasajeros? Eso plantea una interesante cuestión legal. ¡Silencio!
Banning ladeó la cabeza y aguzó el oído. No oyó nada en los pasillos que se extendían al otro lado de la puerta abierta. La cerró y echó la llave.
Wayne parecía enfermo. No era un mal tipo, pensó el capitán, pero había sido educado en la puritana reacción de los pueblos occidentales de la época. Ahora se sentía menos impresionado por el peligro que por el golpe que todo aquello suponía para su sentido de la corrección. Tokugawa resultaba más de fiar, pues se había criado en Ciudad Lunar, entre el felino cosmopolitismo de los colonos lunares.
—¿Qué haremos? —preguntó el segundo de a bordo con voz áspera.
—Intentaremos descubrir unas cuantas cosas —gruñó Banning.
Se dirigió a la cabina intercomunicadora, entró y pulsó algunos botones. En primer lugar, quería información acerca de la propia nave.
El Rayo presentaba la forma de un esferoide acerado, achatado a lo largo del eje de las cámaras impulsoras, cuya estructura sobresalía de popa como una antigua torre de perforación de petróleo. Se trataba de una nave de gran envergadura. Su diámetro principal se extendía más de trescientos metros. También era poderosa. No necesitaba recorrer una elipse de Hohmann, pues avanzaba a una velocidad que le permitía seguir una órbita hiperbólica y recorrer la distancia de la Primera Estación Tierra al sistema joviano en menos de un mes. Pero adolecía de algunas limitaciones.
No estaba destinada a ingresar en una atmósfera, sino a orbitarla, mientras los trenes espaciales la cargaban o la descargaban. Se debía menos a la gran masa de su doble casco —cosa no demasiado importante cuando se cuenta con la colaboración de núcleos atómicos— que al diseño mismo. Para alcanzar sus fantásticas velocidades, tenía que expulsar iones casi a la velocidad de la luz, lo cual exigía tubos de aceleración de enorme longitud, abiertos al vacío del espacio. Si el aire rodeaba los aros metálicos con carga, se arquearían y se fundirían.
No llevaba salvavidas. Una pequeña máquina no tiene motor suficiente para desacelerar antes de agotar su masa reactora cuando se aparta de la nave a velocidades hiperbólicas. Allí, en la extensa y fría oscuridad de más allá de Marte, no había forma de abandonar la nave.
Banning sintonizó la pantalla que, en casos de emergencia, ofrecía contacto visual en ambas direcciones con algunos puntos clave.
—Y si esta no es una emergencia —musitó entre dientes—, nos servirá de ensayo para cuando se presente alguna.
Enfocó en primer lugar la planta biótica, situada en el corazón de la nave. Exhaló un suspiro de alivio. Nadie la había estropeado. El aire y el agua seguían renovándose.
Después, los giróstatos de control. La pantalla dejó ver los puntos de implantación, similares a las columnas de un templo pagano. En el eje de la nave, flotaba un cadáver en caída libre. Las lentas corrientes de aire le hacían dar vueltas y más vueltas. Cuando el rostro boquiabierto golpeó el fonocaptor de la pantalla, Banning reconoció a Tietjens, uno de los dos camareros. Un disparo le había atravesado la cabeza, y una horripilante nubécula roja y gris flotaba a su alrededor.
Banning apretó los labios.
—Se suponía que yo me preocuparía de tu seguridad —musitó—. Perdona, Joppe.
Pulsó la llave de la sala de máquinas. Dirigió la vista al tablero de control principal, también bajo los efectos de la gravedad axial nula. El rostro que le devolvió la mirada, enmarcado por las enormes máquinas, pertenecía al profesor Gómez. Banning contuvo el aliento.
—¿Qué está haciendo ahí? —inquirió.
—¡Ah, es usted, capitán! Imaginaba que se asomaría.
El hombrecillo se movía con la torpeza de un marinero de agua dulce, pero estaba tranquilo y no sufría los efectos del mareo espacial.
—Realizó un buen trabajo con Falken. Está muerto.
—Una lástima que no participara usted en la fiesta —repuso Banning—. ¿Cómo va el resto de los muchachos? Me refiero a los míos.
—Encontré al pelirrojo aquí de guardia cuando llegué… Lamento comunicarle que consideré necesario eliminarle.
—Tietjens y O’Farrell —dijo Banning muy lentamente—. Los liquidó a balazos, ¿no? ¿Quién más?
—Nadie más aún. Fue culpa suya, capitán. Usted precipitó esto antes de que nos preparásemos y nos vimos obligados a actuar de prisa. Nuestro plan original no incluía herir a nadie. —Su rostro arrugado adquirió una expresión grave—. Hemos apresado a todos salvo a ustedes, los del puente. Le aconsejo que se rinda sin resistencia.
—¿Qué pretenden con esto? —rugió Banning—. ¿Qué se proponen?
—Tomar posesión de esta nave.
—¿Están locos? ¿Saben lo que significa gobernarla? ¿Sabe usted cuánta energía cinética tiene en este preciso momento?
—Lamento que Falken haya muerto —comentó Gómez en tono inexpresivo—. Iba a intervenir como ingeniero. Pero me atrevo a decir que Andreyev desempeñará bien la tarea, con un poco de colaboración por mi parte. Sé algo sobre los controles nucleónicos. Por supuesto, Gentry es un astronauta de primera.
—¿Quiénes son ustedes? —gritó Banning, experimentando la fantasmagórica sensación de que todos se habían vuelto incomprensiblemente locos a su alrededor—. ¿Qué se proponen?
—No necesita saberlo —replicó Gómez—. Si se rinde ahora, serán bien tratados y les dejaremos en libertad lo más pronto posible. De lo contrario, sin duda nos veremos obligados a matarles. Recuerde que tenemos todas las armas.
Banning le dijo lo que podía hacer con las armas y cortó el circuito. Conectó el micro para comunicar con toda la nave y resumió lo acaecido, con el propósito de informar a los miembros de la tripulación que permaneciesen en libertad. Al acabar, giró sobre sus talones, salió de la cabina y en breves palabras expuso la situación a los demás.
El rostro de Cleonie, que había recuperado un poco de color, volvió a empalidecer entre sus doradas y flotantes guedejas. Banning la admiró por la forma juguetona en que preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?
—Depende de la situación, señora —respondió—. No sabemos con certeza… Veamos, otro camarero, dos ingenieros y un marinero de cubierta…
Ignoramos si los cuatro que siguen vivos han sido apresados o no, aunque sospecho que sí.
—¡Luke! —susurró Cleonie—. Le envió usted a…
Banning asintió. Incluso en ese momento percibió la angustia de su mirada y sintió compasión por ella.
—Me temo que le hayan dejado fuera de combate, aunque no en forma permanente, espero.
La mirada de Wayne se hallaba perdida en el vacío:
—¿Qué están haciendo? —tartamudeó—. ¿Son… psi-psi-psicó-patas?
—No, por desgracia —se lamentó Banning—. Se trata de un plan muy bien elaborado. En el momento oportuno, nos habrían encerrado a punta de pistola.
O quizá nos habrían matado. Pero ocurrió que Luke… En realidad, no sé bien qué, pero algo alarmó a Andreyev y este lo redujo. Entonces intervine yo y pedí a Luke que fuera a buscar refuerzos. Sin sospechar de los demás pasajeros, Devon debió de hablar con Tietjens en presencia de otro miembro de la banda.
En consecuencia, mataron al pobre Joppe y encerraron a Luke. Después, alertaron a toda la banda, y Gómez ocupó la sala de máquinas, mientras que Falken y Gentry se dedicaban a perseguirme. Una operación rápida y fácil pese a que les pusimos la zancadilla. No, sus actos corresponden a personas cuerdas. —Aguardó un instante mientras ordenaba sus pensamientos y prosiguió—: Los cuatro miembros restantes de la tripulación debían de hallarse en sus cabinas, libres de servicio. La situación depende de que Gentry haya dejado de perseguirme a tiempo para sorprenderles allí, aunque espero haberles avisado a tiempo a través del micrófono. —De repente, sonrió—. Tetsuo —ordenó—, interrumpa la rotación de la nave. ¡Pronto!
El primer oficial parpadeó, soltó una carcajada que sonó como un ladrido y saltó en dirección a los controles.
—¡Espere un momento! —le frenó Banning.
—¿Qué… qué va a intentar? —quiso saber Wayne.
—Poner este cacharro en gravedad nula. Sólo por fastidiar un poco.
—No comprendo.
—Claro, no ha visto nunca una pelota ingrávida, ¿verdad? Peor para usted. Tiene su arte. Un hombre bien entrenado, aun con las manos vacías, puede dejar en ridículo a un marinero de agua dulce con un arma en la mano.
Difícil saber si a Wayne le impresionaba más el motín o el hecho de enterarse de que su capitán había participado en vulgares reyertas.
—Anímese, hijo —le estimuló Banning—. Usted también, Cleonie. Parecen dos platos de gachas vulcanizadas.
Se oyó un breve rasguido. Los reactores tangenciales expulsaron un racha de vapor y detuvieron la rotación de la nave. Por un instante, la pantalla astral giró como loca, puesto que siguió compensando una rotación que ya había cesado. Al fin, la fría imagen de las constelaciones se estabilizó.
—Muy bien —dijo Banning—. Hemos de movernos de prisa. Tetsuo, venga conmigo. Charlie y Cleonie, ustedes vigilen el puente. Echen el cerrojo y no le abran a nadie cuya voz suene inarmónica a sus oídos. Si aparecen nuestros muchachos, díganles que aguarden aquí.
—¿Adonde van? —suspiró Cleonie, temblorosa.
—A cargarnos a unos cuantos —contestó Banning con su inalterable buen humor.
Tomó la delantera para un largo y vertiginoso deslizamiento hasta el otro lado de la puerta. Las palabras «arriba» y «abajo» habían perdido todo significado. Allí sólo había un laberinto de pasillos, habitaciones y huecos de escalera. Se le puso la carne de gallina al pensar que en cualquier cruce de pasillos podía aguardarle un hombre armado. El silencio que envolvía la nave le crispaba los nervios. Avanzó asiéndose a las barandillas, poniendo una mano sobre la otra y acelerando hasta que las puertas se desdibujaron ante él.
La cocina estaba en la cubierta B, exactamente «encima» de la zona reservada a los pasajeros. Cuando Banning abrió la puerta, una tetera suelta voló a la deriva y rebotó en su cabeza. Sobre un anaquel, había el habitual surtido de cuchillos de cocina. Se metió unos cuantos en el cinturón y conservó en la mano los dos más largos, uno para él y otro para Tokugawa.
—Ya no me siento desnudo —observó.
—¿Y ahora qué? —susurró el primer oficial.
—Si apresaron a nuestros compañeros, probablemente les habrán encerrado en la zona de la tripulación. Veamos…
Los camarotes de los cosmonautas se hallaban a ese mismo nivel y no necesitaban una gravedad de rotación plena —según los valores de la tierra— como la que se proporcionaba a los pasajeros en la cubierta A. Banning se deslizó con una cautela que aumentó en progresión geométrica a medida que se acercaba a la zona en la que siempre había pensado como «castillo de proa».
Tanta prudencia resultó innecesaria. Andreyev le esperaba en la puerta de un camarote con una pistola en la mano, pero el súbito cambio a la ingravidez le había pillado desprevenido. Su sufrimiento, aunque no activo, se notaba.
Banning se lanzó.
Los maltratados sentidos de Andreyev reaccionaron con lentitud. Miró a su alrededor, vio la forma en que el capitán se precipitaba sobre él y dejó escapar un alarido. De manera instintiva, apuntó el arma y disparó. Y pese a hacerlo casi a quemarropa, falló. El retroceso del arma le empujó hacia atrás. Soltó una sarta de palabrotas.
Chocó contra la pared opuesta, giró de manera violenta, rebotó y subió hasta el techo, trazando una espiral. Banning sonrió, cambió de dirección dando una patada en el suelo y se acercó al enemigo. Andreyev volvió a disparar. En un espacio tan estrecho, el balazo retumbó como una bomba. La bala desgarró la manga de la casaca de Banning, en tanto que el retroceso enviaba a Andreyev contra el techo. Al rebotar, cayó sobre el cuchillo de su contrincante.
El capitán esbozó una torpe sonrisa, aferró la chaqueta de Andreyev con la mano libre y concluyó la tarea.
Tokugawa esquivó un chorro de sangre. Parecía mareado.
—¿Por qué lo hizo? —preguntó con voz ronca.
—Por Tietjens y O’Farrell. —La verdosa chispa del salvajismo se apagó en la mirada de Banning, quien agregó en tono monótono—: Abramos esa puerta.
Le dieron varios puñetazos. El delgado metal se abolló. Sin embargo, se mantuvo firme.
—¡Póngase a un lado! —gritó Tokugawa—. Haré saltar la cerradura… No hay tiempo para buscar la llave.
Tokugawa recogió el arma de Andreyev que flotaba en el aire, apoyó el cañón en la puerta y disparó. También él fue empujado hacia atrás por la fuerza del retroceso, pero sabía controlar esos fenómenos.
Luke Devon abrió la puerta de par en par. Banning nunca había visto a un hombre de aspecto tan desolado. Detrás de él, se apiñaban los demás: Nielsen, Bahadur, Castro y Vladimirovitch. El mero hecho de encerrar a cinco hombres en un cubículo destinado a uno solo constituía una eficaz forma de inmovilizarles.
Estallaron varias voces alrededor del capitán.
—¡Silencio! —ordenó Banning—. Nos espera mucha faena.
—¿Quién más está involucrado en esto? —quiso saber Devon—. Gentry mató a Tietjens y me apresó. Nos encerró a todos aquí, con ayuda de Andreyev. Me gustaría saber quiénes siguen en la brecha.
—Gentry y Gómez —explicó Banning—. Falken está liquidado. Conservamos el control del puente, y ahora les superamos en número, pero ellos tienen la sala de máquinas y todas las armas, salvo una. —Distribuyó los cuchillos—. Salgamos de aquí. Ya hemos metido bastante bulla como para despertar a los viejos marcianos. No quiero que venga Gentry a cobrarse su premio.
Le siguieron mientras él se zambullía en otro hueco de escalera, dirigiéndose hacia las entrañas de la nave. Tenía la intención de haber dejado a alguien de guardia en los giróstatos y la planta biótica. Pero no había llegado allí, cuando escuchó el amenazante crujido del disparo de una automática entre las paredes de metal.
Sus manos se cerraron sobre la barandilla, y el frenazo le despellejó las palmas.
—Un momento —dijo en voz muy baja—. Eso sólo puede provenir del puente.
«Si nosotros hicimos volar una cerradura de un disparo, ¿por qué no habría de imitarnos Gentry?», pensó.
Sólo había un acceso al puente, un breve corredor en el que convergían varias escaleras de cámara. A ambos lados, se encontraban los camarotes del capitán y del primer oficial; en el otro extremo, la entrada al puente.
Banning surgió del hueco de la escalera. No interrumpió la marcha, sino que se deslizó hasta el de enfrente. Un proyectil atravesó el espacio que antes ocupaba su cuerpo.
Su mente registró la imagen vislumbrada: la puerta abierta, y Gentry, afianzado en ella, con los pies apoyados en un batiente y la espalda contra el otro. De ese modo, cubría simultáneamente a Wayne y Cleonie —si seguían vivos— y el acceso al puente. El retroceso del disparo no haría mella en él.
Los seguidores de Banning permanecían apretujados como escombros de un derrumbe. El capitán aguardó hasta que le llegó la voz de Gentry:
—Veo que ha recuperado a todos sus hombres, capitán. Por lo tanto, supongo que también dispondrá de un arma. Buen trabajo. De todos modos, no se mueva. Haré volar la primera cabeza que asome por ese recodo. Sé cómo se usa un arma con fuerza de gravedad nula, y Wayne y la señorita Rogers son mis huéspedes. ¿Quiere parlamentar?
Banning intercambió una breve mirada con Devon. La nariz del ingeniero planetario aparecía aplastada y exangüe. Fue él quien respondió:
—¿Qué pretenden?
—Creo que ya lo sabe, Luke —replicó Gentry.
—Sí —reconoció Devon—. Supongo que sí lo sé.
—Entonces sabe asimismo que somos capaces de cualquier cosa. No vacilaré en matar a la señorita Rogers, ni en precipitar la nave en el sol antes de que la Guardia nos ponga las manos encima. Más vale que se rindan.
Se produjo otro silencio. Las respiraciones de sus hombres, la suya propia, sonaban roncas en los oídos de Banning. Las gotas de sudor que perlaban sus frentes brillaban bajo la luz de los tubos fluorescentes y danzaban al ritmo de las corrientes de aire.
Banning miró inquisitivo a Devon. Este asintió.
—Es verdad, capitán —dijo en un susurro—. Nos enfrentamos a un grupo de fanáticos.
—Podemos aplastarles —repuso Banning en voz baja—. Sin duda perderemos un hombre o dos, pero…
—No —se resistió Devon—. Hemos de pensar en Cleonie. —Una extraña expresión de paz cubrió como una máscara su rostro huesudo—. Déjeme hablar con él. Tal vez consiga arreglarlo. Usted prepárese a intervenir según… Según aconsejen las circunstancias.
Ya en voz alta, Devon accedió a parlamentar.
—Bien —gruñó Gentry—. Salga despacio y sujetándose a la barandilla con ambas manos, donde yo las vea.
Las largas piernas de Devon desaparecieron de la vista de Banning.
—Ya basta —ordenó Gentry—. Deténgase.
«Aún deben de faltarle tres o cuatro metros hasta la puerta», pensó el capitán. Se trasladó al recodo del hueco de la escalera.
Con un repentino estremecimiento, comprendió lo que planeaba Devon. El clan Rostomily siempre había sido así. Se le pusieron los pelos de punta. No obstante, no se atrevió a abrir la boca. Se limitó a tomar unos cuantos cuchillos de manos de los hombres más cercanos a él.
—Luke —llamó quedamente Cleonie desde el puente—. Luke, cuídate.
—Claro que sí.
El ingeniero planetario rió con una extraña nota de ternura.
—¿Qué fue lo que provocó ese desliz? —se interesó Gentry.
—Verdaderamente, usas unos términos de lo más insulso —replicó Devon.
—¿Cómo dices?
El estrépito que siguió atrajo toda la atención de Gentry sobre sí mismo, pues Devon se lanzó al espacio.
Sonó un disparo. Banning oyó el impacto del proyectil. El cuerpo de Devon giró y rodó hacia atrás, pasillo abajo.
Banning dio la vuelta al recodo. No disparó contra Gentry, pues habría necesitado un segundo para afianzarse contra una pared, y ese segundo con toda probabilidad le sería fatal. Le arrojó una serie de cuchillos.
El retroceso resultó casi despreciable. Su cuerpo se retorció al mover los brazos, pero ya estaba acostumbrado a eso. En un santiamén, clavó cuatro cuchillos en el cuerpo de Gentry.
El astronauta se apartó, tuvo un vómito de sangre y buscó a tientas el arma que se le había deslizado de la mano. Tokugawa se acercó volando y le golpeó con un hombro. Ambos cayeron al suelo. El primer oficial le rodeó con sus piernas y le administró un certero y sucio golpe en el cuello.
Gracias a sus denodados esfuerzos, Cleonie llegó al lado de Devon. Banning ya estaba allí, sosteniendo su cuerpo vestido de gris entre las rodillas, mientras examinaba la herida. La muchacha cayó entre ambos.
—¿Cómo está?
Banning había oído repetidas veces aquel tono desgarrado, esa especie de grito sordo y agudo, que las mujeres dejaban escapar cuando veían a sus hombres cubiertos de sangre.
—Podría ser peor. Aparentemente, la bala se incrustó en una costilla y se desvió de su trayectoria. La sacudida le hizo perder el conocimiento. Sin embargo, en caída libre, un balazo nunca causa tanto daño, pues el blanco rebota y se desvía con mayor facilidad.
Con súbita y violenta cólera, aporreó los glóbulos rojos que flotaban en el aire.
—¡Maldición! —exclamó.
Apareció Wayne con el rostro verdoso.
—Ese hombre… Abrió la puerta de un disparo cuando no lo permitimos entrar —balbuceó—. No teníamos armas… Amenazó a la señorita Rogers…
—Está bien, no sufra. La próxima vez recuerde que debe quedarse junto a la puerta y someter al enemigo cuando entra. Bueno, supongo que tendrá los conocimientos médicos que exige su certificado. Lleve a Luke a la enfermería y remiéndelo. Nielsen, ayude a Wayne. ¿Gentry sigue con vida?
—La perderá si no se le prestan los primeros auxilios de inmediato —intervino Tokugawa—. ¡Caramba, capitán! —Silbó para expresar su respeto—. ¿Nunca se conforma con, insensibilizar a sus enemigos?
—Wayne, llévese también a Gentry, pero recuerde que Devon tiene la prioridad. Bahadur, abra la barrera de vacío para que aspire la sangre antes de que se ponga todo perdido. Tetsuo, vigile el mamparo de popa, por si Gómez intenta salir. Vladimirovitch, péguese a él. Castro, usted quédese por aquí.
—¿Puedo ayudar? —se ofreció Cleonie con un valeroso esfuerzo.
—Vaya a la enfermería —sugirió Banning—. Quizá les resulte útil allí.
Pasó al puente y verificó los controles. Muy bien. Gómez no podría encender los motores sin improvisar un circuito de derivación. Sin embargo, disponía de muchas máquinas auxiliares, generadores y bombas. El capitán entró en la cabina de intercomunicación y encendió la pantalla de la sala de máquinas.
El pálido rostro de Gómez había adquirido una rígida ferocidad.
—Deseo informarle de que acabamos de librarnos de Andreyev y de Gentry —le dijo Banning—. O sea que se ha quedado solo. Salga de ahí. El espectáculo ha terminado.
—No.
La voz de Gómez sonaba inexpresiva y anormalmente serena, lo que suscitó en Banning una sensación de pavor.
—¿No me cree? Si quiere, arrastraré los cadáveres hasta aquí.
—Acepto su palabra. —Gómez torció la boca—. Quizá decida concederme el mismo honor. Sigue siendo usted quien debe rendirse.
Banning hubo de esperar varios segundos la continuación.
—Aquí estoy, solo en la sala de máquinas. He corrido el cerrojo de las puertas exteriores y he activado el cierre hermético de emergencia. Para llegar aquí, tendrá que abrirse paso con un soplete. Tardaría horas. Me daría tiempo de sobra para inutilizar el sistema de propulsión.
Banning no era hombre asustadizo. No obstante, se le humedecieron las palmas de las manos y tuvo que chasquear varias veces la reseca lengua ante de articular.
—También usted moriría.
—Estoy dispuesto a afrontar esa eventualidad.
—¡Pero así no lograría nada! Destrozaría la nave y mataría a varias personas sin ningún provecho.
—Al menos evitaría que se informara de este acontecimiento a la Unión —respondió Gómez serenamente—. No podemos permitirnos que la Guardia se entere de nuestro intento.
—¿Por qué hace todo esto? —rugió indignado el capitán.
El rostro de la pantalla tomó un aspecto inhumano. Banning conocía bien esa expresión —milenios de una historia llena de matanzas la conocieron asimismo—, la expresión de la determinación personificada.
—No tengo por qué explicarle los detalles. Pero tal vez comprenda que necesitamos poner fin a la actual tolerancia gubernamental con respecto a la amenaza de Kali en el Este y la decadencia moral del Oeste, si la civilización ha de sobrevivir.
—Entiendo —dijo Banning con tanta suavidad como si hablara en presencia de una bomba de relojería—. Y dado que las leyes de la Unión fomentan la tolerancia…
—En efecto. No tengo nada contra la Unión. Pero los tiempos han cambiado.
—Si Fourre viviese, se mostraría de acuerdo con la urgencia de nuestra acción.
—Siempre viene bien invocar el testimonio de un muerto, ¿no?
—¿Cómo dice?
—Nada. Escuche, Gómez, no cometa un error irreparable. He de meditar sobre sus palabras.
—Le concedo exactamente una hora —respondió el otro con voz seca—. A partir de ese instante, empezaré a trabajar. No soy ingeniero, pero sé inutilizar unos cuantos aparatos. He estudiado algo de nucleónica. Llámeme cuando se sienta dispuesto a rendirse. Claro está, a la primera sospecha de una añagaza, estropearé el sistema de propulsión.
Y Gómez le volvió la espalda. Banning permaneció inmóvil durante un rato, con la mente en blanco. Después, se estiró hasta el tablero de controles, alertó a la tripulación y volvió a establecer la rotación. Sería mejor contar con un poco de gravedad.
—Vigile la pantalla —ordenó al dejar el asiento de pilotaje—. Si ocurre algo, avíseme por el intercomunicador. Voy a la enfermería.
—¿A la enfermería? —jadeó Castro.
—El lugar apropiado —repuso Banning—. La velocidad es como la temperatura, ¿no? En tal caso, todos padecemos una fiebre que acabará por matarnos.
Devon yacía tendido, sujeto a la mesa de operaciones. Wayne acababa de retirar la bala con unas pinzas quirúrgicas. Le cerró la herida y comenzó a suturar. Nielsen controlaba los esterilizadores visual y sónico, en tanto que Cleonie, a un costado, sostenía un cuenco y varias esponjas. Cuando Banning entró, levantaron la vista como si emergieran de un sueño. El instrumental quirúrgico había evolucionado hasta un punto en que aquélla era una operación sencilla para un cosmonauta con preparación meditécnica, pero allí había un hombre que podía haber muerto, y sólo con gran esfuerzo lograron apartar la atención del latido de su corazón.
—¿Cómo está? —inquirió el capitán.
—No demasiado mal, si se tiene en cuenta lo ocurrido.
Cuando le encargaban una tarea urgente y específica, Wayne se mostraba siempre competente. Habló serenamente:
—Me atrevería a decir que presentó adrede el pecho cuando le atacaron, sabiendo que los huesos actuarían como escudos. Tiene una costilla rota y varios músculos desgarrados, pero nada irremediable.
—¿Y Gentry?
—Expiró hace cinco minutos, capitán —intervino Nielsen—. Le metí en el congelador. Tal vez haya un equipo de revivificación en Ganímedes.
—No servirá de mucho —comentó Banning—. Cuando lleguemos, el cerebro anterior habrá pasado demasiado tiempo sin irrigación, de modo que la personalidad no sobrevivirá.
Se estremeció. Una cosa era la muerte limpia. A esta nunca había llegado a acostumbrarse.
—¿Soportará Luke que le hagamos recuperar el conocimiento ahora mismo? —preguntó.
—¡No!
Cleonie amenazó con tirarle el cuenco a la cabeza.
—¡Cállese! —Le volvió la espalda—. No le haríamos ningún favor dejándole dormir ahora cómodamente para morir quizá de inanición, más allá de Plutón. ¿Qué opina usted, Wayne?
—¡Hum…! No me gusta nada, capitán. Pero si lo desea, le despertará. Anestesia local para la herida, y una inyección de un estimulante suave. Oxígeno y neoplasma, por si acaso… Sí, no creo que unos cuantos minutos de conversación le causen una lesión permanente.
—Bien. Adelante, entonces.
Banning buscó su pipa, recordó que se le había caído durante la batahola y soltó una maldición.
—¿Qué decía? —preguntó Nielsen.
—Nada de importancia.
Desde luego, en estos tiempos modernos, se suponía que debía tratarse a las mujeres igual que a los hombres, pero él tenía ideas anticuadas al respecto, por lo cual le resultaba muy útil conocer unas cuantas palabrotas que los demás ignorasen. Cleonie apoyó una mano en su brazo.
—Capitán…
La joven tenía los ojos cargados de sombras, de abatimiento y de… ¿compasión?
—Capitán, ¿es necesario hacerle volver en sí? Ha recibido una herida tan grave, por nuestra causa…
—Cabe en lo posible que conozca la información capaz de salvarnos la vida a todos —respondió Banning en tono paciente.
Sonó una voz en el intercomunicador:
—Capitán… Aquí Castro, desde el puente. Ese hombre está desatrancando el acceso de babor al depósito de masa.
Wayne se puso blanco al comprender de qué se trataba.
Banning movió la cabeza en un gesto afirmativo.
—Lo sospechaba. ¿Le preguntó qué se proponía? Nos dio una hora de plazo.
—Sí. Dijo que cumpliría su promesa, pero…, pero que quería prepararse por sí…
—Muy astuto. Le llevará cierto tiempo llegar a las válvulas de salida. Están muy bien cerradas y protegidas. La bomba le ocupará también largo rato. Para entonces, ya habremos caído sobre él…
—Quizá debiéramos empezar, capitán. Ahora mismo.
—Quizá. Entablaremos una carrera entre sus llaves inglesas y nuestros lanzallamas. Le mantendré informado. No se mueva de ahí.
Banning se mordió los labios y se volvió hacia Devon. Este comenzaba a despertar. El capitán observó que parpadeaba hasta abrir los ojos, que sus mejillas recuperaban el color y que apretaba la boca detrás de la máscara de oxígeno. Cleonie se acercó a la mesa.
—Luke…
Devon le sonrió, aportando un poco de calor humano a la fría sala llena de máquinas. Banning apartó con suavidad a la joven.
—Ya le llegará el turno, Cleonie. —Se inclinó sobre Devon—: Hola, compañero. Se pondrá bien. ¿Se encuentra en condiciones de contarme unas cuantas cosas a toda prisa?
—Lo intentaré… —respondió el convaleciente casi en un suspiro.
Banning formuló sus preguntas. Devon permanecía tendido, respirando a fondo y esbozando curiosos gestos con las manos. Por fortuna, le habían entrenado en un sistema de integración total. Conservaría el conocimiento. Incluso invocaría nuevas fuerzas, procedentes de reservas celulares ocultas.
—Liquidamos a toda la banda, excepto a Gómez, que parece el protagonista. Se ha encerrado en la sala de máquinas y amenaza ahora con hacernos volar a todos si no nos rendimos en una hora. ¿Es capaz de eso?
—Sí, claro que sí —asintió Devon débilmente.
—¿Quiénes son los miembros de esta organización? ¿Qué pretenden?
—Un grupo de fanáticos…, casi místicos… Una asociación muy numerosa, que cuenta con montones de dinero…, pero las verdaderas operaciones se realizan en secreto, unos pocos hombres…
—Creo que sé a quiénes se refiere. Se trata de los reformistas occidentales, ¿no?
Devon volvió a mover la cabeza en sentido afirmativo. El pulso que latía en su garganta pareció fortalecerse.
Banning reflexionó. En los últimos años, se había mantenido lo más apartado posible de Tierra y, cuando la visitaba, no se ocupaba de los detalles políticos, ya que reconocía todas las señales de una civilización en decadencia. Consideraba más positivo prestar toda su atención al rancho que se había comprado en Venus, para cuando llegara el día del genocidio y la noche de la ignorancia y la tiranía. No obstante, había entendido que el oriental culto antitécnico de Kali había suscitado su polo opuesto en Occidente, Nada raro, pues, que los encarnizados reformistas intentaran adelantarse a sus enemigos mediante un golpe inesperado…
—Algo así como los nazis contra los comunistas en la Alemania de los años veinte —musitó.
—¿Los qué? —inquirió Nielsen.
—No tiene importancia. Veamos si le sigo, Luke. —Se paseó de un lado a otro de la enfermería—. Con el propósito de derrotar al gobierno constitucional y de imponer su voluntad a la Tierra, los reformistas matarían a unos cuantos cientos de millones de personas, sobre todo en Asia. Eso significa bombardeos nucleares, con preferencia desde el espacio. ¿Correcto?
—Sí… —La voz de Devon fue adquiriendo resonancia a medida que hablaba—. Tienen una base en algún punto del cinturón de asteroides. Albergan la esperanza de convertirlo en una fortaleza, con una flota de naves, arsenal, cuerpos militares, talleres… Naturalmente, constituye un proyecto a largo plazo. Además, hay que tomar en cuenta el aspecto público de la cuestión. Precisarán también mucho tiempo para condicionar a los ciudadanos antes de que acepten la idea de… Bien, por el momento su base no significa demasiado. No pueden comprar naves, ya que los registros los delatarían. Tienen que construirlas. Necesitan como mínimo una gran nave de abastecimiento, de procedencia desconocida y manipularla en secreto, antes de verse en condiciones de comenzar ninguna tarea seria.
—Y nos han elegido a nosotros —razonó Banning—. Sí. Incluso comprendo sus motivos. Esta nave no sólo es veloz y de gran capacidad, sino que nuestra carga, o sea, el material de terraformación, resultaría muy valioso para ellos… Su idea consistía en ocupar este cacharro y trasladarlo a su base, permitiendo que el Rayo se considerase como una nave más que desaparece de modo misterioso. —Y al asentir Devon, concluyó—: Dadas las circunstancias, no creo que nos hubiesen dejado con vida.
—Yo tampoco.
—¿Cómo sabe todo esto?
—Nuestra orden… Nos mantenemos al margen de la política… oficialmente…, pero tenemos nuestro servicio secreto, aunque nos servimos de él con discreción.
Por eso se negó a explicar la actitud de Andreyev, pensó el capitán.
—Sabíamos cuál era la situación en un sentido general —siguió Devon—. No obstante, claro está, ignorábamos que intentarían capturar esta nave durante el presente viaje.
—Es obvio. ¿Reconoció a Andreyev?
—Sí. Fue ingeniero planetario bajo otro nombres y se le expulsó por… buenas razones. Aunque se sometió a diversas operaciones quirúrgicas, había algo en su aspecto general que me desconcertaba. De pronto, creí descubrir su identidad. Como un imbécil entrometido, le susurré una palabra clave, ¡Reaccionó apuntándome con una pistola! Luego, otra vez como un idiota, no pensé en que Gentry podía ser su cómplice, de modo que le conté a Tietjens lo ocurrido delante de él. —Devon suspiró—. El viejo Rostomily renegaría de mí.
—No le han entrenado para un trabajo propio del servicio secreto, Luke —le consoló Banning—. Una última pregunta. Gómez quiere que nos rindamos. Supongo que eso significa permitir que nos encierre a todos, con excepción de uno o dos encargados de reducir la velocidad de la nave y a los que él apuntaría entretanto con un arma. Cuando hayamos desacelerado hasta el punto de que un tren del asteroide reformista nos iguale en velocidad, enviará un mensaje por radio y… ¡Caramba! Lo que en realidad me interesa saber es si nos perdonarán la vida.
—Lo dudo —respondió Devon.
—Cariño…
Cuando Devon cerró los ojos, Cleonie se acercó a él y le acarició las manos.
Banning retrocedió.
—Gracias, Luke —dijo—. No sabía si tenía derecho a arriesgar vidas para salvar la nave. Ahora comprendo que tal riesgo no existe. No tenemos nada que perder. Cleonie, ¿puede hacerse cargo de nuestro muchacho?
—Por supuesto —susurró ella—. Sin embargo, si se presentara alguna complicación…
—No le ocurrirá nada. Le han fabricado con teflón y piel de serpiente de cascabel. Le servirá de enfermera. Aproveche para beber un poco de café y comer un bocadillo. El resto de la tripulación se reunirá conmigo en las cabinas del equipo de reparaciones, en el sector de popa… No, usted se queda donde está, Castro. Nos abriremos paso con el soplete hasta el amigo Gómez.
—Pero él… Descargará la masa reactora —resolló Wayne.
—Quizá le alcancemos antes de que acceda a los depósitos —respondió Banning—. Un hombre podría intentarlo.
—No… Escuche, capitán. Sé muy bien cuánto tiempo se tarda en operar el sistema de descarga principal. Aun cuando Gómez se encuentra solo y carece de preparación, lo conseguirá antes de que logremos; perforar el mamparo de popa. ¡Así no tenemos la menor posibilidad!
—¿Y qué sugiere, Wayne? —preguntó Banning con calma.
—Que nos rindamos.
—¿Para que nos maten en cuanto sus cómplices aborden la nave?
—No, capitán. Antes de que eso suceda seremos nueve contra uno, lo que nos concede una pequeña esperanza de reducirle…
—Una esperanza muy débil —rebatió Banning—. Gómez no es ningún aficionado. Y si fracasamos, no sólo moriremos nosotros, sino que esa banda de fanáticos se habrá apoderado de lo que necesita para empezar. En cambio, si llegamos hasta Gómez, aunque no evitemos que inutilice la nave… sólo moriremos nosotros, y no cien millones de personas en un plazo de veinte o treinta años.
«¿Es esa la verdad? ¿Realmente crees que un hombre puede desafiar a las Parcas? ¿Y qué opción te queda, capitán? Por definición legal, eres omnipotente y omnisciente a bordo mientras la nave continúe en marcha. ¿Qué debo hacer, dios de la nave?».
—¡Por Jove, demasiada responsabilidad para un solo hombre! —gruñó, estremeciéndose.
—¿Por quién, mi capitán? —inquirió Nielsen alarmado.
—Por Júpiter —tradujo Banning—. ¡Eso es, por Júpiter!
—¿Por Júpiter, qué?
—Nada. ¡Andando! Echaremos a Gómez de ahí.
El último y tenaz fragmento de metal fundido cayó por la ranura ya tallada y se congeló. Bahadur apagó el lanzallamas eléctrico y apartó la mascarilla de su cara morena, enmarcada por un turbante.
—Listo, capitán.
Banning pasó cuidadosamente entre los pesados cables del lanzallamas. Su cuadrilla había atacado el mamparo desde un punto cercano al revestimiento de la nave, tanto por razones tácticas como a causa de la gravedad.
—¿Cómo van las cosas en el interior? —preguntó Banning sin dirigirse a nadie en particular.
Castro le respondió desde el intercomunicador del puente, desde donde veía a Gómez trabajando, gracias a la telepantalla:
—La bomba sigue funcionando, señor. Creo que tiene en efecto la intención de cumplir su palabra.
—Menos mal que no es ingeniero —comentó el capitán—. De serlo, estos depósitos hubieran quedado descargados hace media hora.
Aguardó un instante para reunir fuerzas y decisión, repasando una vez más en su mente la situación.
Las planchas exteriores de la nave detendrían un meteoro de tamaño considerable, incluso a velocidad hiperbólica relativa. Estallaría en vapor, formando un cráter lunar en miniatura. Cualquier objeto que lo atravesara perdería energía en el depósito autosoldador, situado entre los cascos. Por último, tropezaría con el revestimiento interior, que soportaba por sí mismo más de cien atmósferas de presión. Una nave espacial moderna no se perforaba con facilidad.
A su vez, el mamparo de popa estaba preparado para contener la radiación dispersa, incluso una explosión menor, si se desbocaban las energías nucleares que impulsaban la nave. Era apenas más débil que el doble casco. Los lanzallamas habrían necesitado horas para practicar en él un orificio. Habrían ahorrado muy poco tiempo, por no decir nada, perforando por el mismo sistema la gran puerta doble del eje de la nave, que Gómez había trabado. Además, Banning no quería dañar ninguna pieza fundamental de la maquinaria de precisión. Resultaría mucho más fácil reparar el mamparo después…, si es que había un después.
La oscuridad se abrió ante él. Empuñó el arma.
—Muy bien, Vladimirovitch, vamos. Si no volvemos en diez minutos, que nos sigan Wayne y Bahadur.
Había rechazado de plano las angustiadas protestas de Tokugawa, al que ordenó permanecer en la retaguardia bajo cualquier circunstancia. Sólo el selenita, el primer oficial, poseía la suficiente pericia como piloto para llevar a cabo la excepcional maniobra acrobática que significaba para ellos la última tabla de salvación. En ese momento, él y Nielsen se dedicaban a armar jaleo en el otro extremo del mamparo, a fin de desviar la atención de Gómez.
Banning pasó al otro lado del orificio. Más allá, le esperaba la negrura, una pequeña estancia exterior en la que nadie había encendido las luces. Se preguntó si Gómez aguardaría junto a la puerta, con una bala dispuesta para el primero que asomara la cabeza.
Pronto lo sabría.
La puerta que conducía a la cámara de control principal se reducía a una delgada plancha de metal. La rotación la había situado por encima de la cabeza de Banning. Este trepó por la escalera de mano. Cerró el puño sobre el pestillo y lo volvió con enorme cautela… Abrió la puerta de par en par y saltó al interior.
Las luces fluorescentes le envolvieron en un implacable resplandor. Próximo al centro de aquella cueva de acero, flotando frente a un panel abierto, se hallaba Gómez. ¿Así que el tozudo de cabeza pelada no les había oído forzar la entrada?
Ahora sí que los oyó. Giró torpemente y se palpó el cinturón en busca del arma. Banning disparó. La bala erró el blanco, silbó y rebotó alrededor de la gran cámara. Gómez disparó a su vez. El retroceso le arrancó del montante al que se había sujetado y le envió a la deriva en dirección a la pared.
Banning comenzó la persecución por encima de la red de mallas y las agarraderas. Su peso disminuía a medida que se acercaba el eje y hubo de luchar con todas sus fuerzas contra el característico vértigo de Coriolis. Gómez se alejó de él en espiral, chocó contra una de las sillas del tablero de controles, se asió a ella y se agachó.
Banning percibió el sonido de la bomba de emergencia, que palpitaba en el metálico silencio que le rodeaba. Cada latido significaba masa perdida…, como la sangre que mana de una arteria acuchillada. Muy rara vez se utilizaba el sistema de descarga, sólo si la masa reactora se contaminaba o por alguna razón semejante. Gómez había encontrado una nueva meta, pensó Banning con sarcasmo: destruir la nave y asesinar a su tripulación.
—Cierre eso, Vlad —ordenó entre dientes.
—¡No se mueva! —gritó Gómez—. Si se acerca, disparo.
—¡Obedezca! —rugió Banning.
Vladimirovitch se arrastró hacia la llave de cierre. Gómez puso la pistola en posición de automático y empezó a disparar.
No logró acertar a nada de valor en los pocos segundos que le restaban. En una nave que rota en caída libre, la combinación de las fuerzas que operan sobre una bala es tan complicada que prácticamente habría que rehacer la ciencia de la balística para aprender a disparar. No obstante, aquella manguera de plomo podía matar a alguien de rebote, a menos que…
Banning se afianzó en una barra, apuntó y disparó.
El impacto de la segunda bala sacudió el cuerpo de Gómez. La pistola se desprendió de su mano. El hombre cayó sobre la silla y no volvió a moverse.
Banning corrió hacia él. Merecía la pena intentar que hablase mientras permaneciera vivo, interrogarle y… No. Al llegar a su lado, el capitán descubrió que se le agotaba la vida. Un disparo en el corazón no es indefectiblemente fatal, pero aquella vez lo había sido.
La bomba quedó en silencio. Banning se dio la vuelta.
—¿Bien? —Su voz sonaba ronca—. ¿Cuánto perdimos?
—Bastante, capitán. —Vladimirovitch bizqueó para mirar los indicadores y agregó en tono estridente—: Me temo que demasiado.
Banning dejó de prestar atención a Gómez y se aproximó a Vladimirovitch.
Se reunieron en el salón. Siete hombres sanos y fuertes, un convaleciente y una mujer. Por el momento, cada uno de ellos vio la muerte en los ojos de los demás.
—Traiga el whisky, Nielsen —dijo Banning por fin.
Sacó la pipa y comenzó a cargarla. Una mueca arrugó su boca.
—Si se les sigue alargando la cara de ese modo, van a tropezar con sus propias mandíbulas.
Cleonie, sentada a la cabecera del sofá en el que reposaba Devon, fue la primera en responder, mientras le acariciaba la cabeza y paseaba alrededor de la mesa su mirada cargada de compasión:
—¿Esperaba vernos contentos después de tanta matanza?
El capitán se encogió de hombros.
—Tuvimos suerte. Cierto que perdimos dos hombres estupendos, pero todos nuestros enemigos han muerto.
—Eso no es tan bueno como parece —intervino el ingeniero planetario—. Preferiría verlos vivos y narcotizados, lo que me permitiría averiguar dónde se esconde su asteroide y… —Hizo una pausa—. Un momento. Gentry sigue en el congelador, ¿verdad? Si en Ganímedes le reviven, quizá descubramos que su cerebro no se ha deteriorado tanto como para impedir un sondeo de su memoria profunda.
—Nada de eso —rechazó Banning en tono terminante—. Nos quitaremos de encima todos los cadáveres. Tenemos que aligerar la nave. Si el servicio secreto de tu orden, o de la Guardia, lo mismo me da, sirven para algo, ya rastrearán a los compañeros de nuestros difuntos enemigos para escarbarles el cerebro.
Cleonie se estremeció.
—¡Por favor!
—Disculpe. —Banning encendió la pipa, le dio una larga chupada y prosiguió—: Todo esto le parece morboso, ¿no? Muy bien, concentrémonos entonces en el problema de la supervivencia. La cuestión consiste en decidir cómo aprovechar al máximo la insuficiente cantidad de masa reactora que queda en los depósitos.
—No le comprendo —reconoció la joven.
Parecía más desconcertada que asustada. A Banning le gustó aún más por eso. Devon era un tipo de suerte…, si salía con vida. Pero ella merecía algo mejor que un ingeniero planetario, siempre recorriendo el espacio y comprometido, por contrato, a no contraer matrimonio formal hasta haberse retirado del servicio activo.
—Es bastante sencillo —explicó—. Seguimos una órbita hiperbólica. Eso significa que avanzamos a una velocidad mayor que la velocidad de liberación del sistema solar. Si no la reducimos, continuaremos nuestro camino y, por más que nos racionemos, sólo contamos a bordo con alimentos para unas cuantas semanas. Por otra parte, carecemos de materia viva en suspenso.
—¿No podemos pedir ayuda por radio?
—Estamos fuera del alcance de cualquier estación.
—Pero al notar nuestra ausencia, ¿no enviarán naves de aceleración superior a ver lo que ocurre? Supongo que serán capaces de calcular nuestra órbita, ¿no?
—No con exactitud. Se deslizan muchos errores cuando el recorrido se hace tan monstruosamente largo como se hará el nuestro antes de que logren alcanzarnos. Sería extraordinario que la nave de la Guardia se acercara a menos de cinco millones de kilómetros. Además, no serviría de nada. —El capitán agitó la pipa ante Cleonie—. Todo depende de nosotros. Precisamos una deceleración de varios cientos de kilómetros por segundo y carecemos de masa reactora suficiente.
Volvió Nielsen con botellas y vasos. Sirvió la bebida, mientras Devon decía:
—Disculpe, capitán. Supongo que ya lo habrá pensado, pero al fin y al cabo lo que cuenta es la cantidad de movimiento y no la velocidad en sí. Si prescindimos de todo lo no esencial, o sea, la carga, el mobiliario, incluso las paredes interiores y los suelos…
—Tetsuo y yo lo estuvimos planeando —respondió Banning—. Le recuerdo que, hace un instante, dije que teníamos que aligerar la nave. Incluso se nos ocurrió desmontar el casco exterior y correr el riesgo que suponen los meteoros. Como sabe, es posible hacerlo. Las naves espaciales están diseñadas de tal manera que se desarman con bastante facilidad si se produce alguna avería, sirviéndose de las herramientas adecuadas. De modo que, si todos arrimamos el hombro, creo que habremos terminado de desmantelarla cuando llegue el momento de empezar a decelerar.
Wayne fijó la vista en la botella de whisky. No bebía de costumbre, puesto que se trata de un hábito mal visto en el Occidente de la época. No obstante, su rostro se fue poniendo cada vez más tenso, hasta que, de pronto, se estiró, se apoderó de la botella y se la llevó a la boca. Cuando terminó de tragar, casi ahogándose, dijo roncamente:
—Muy bien, capitán. ¿Por qué no lo confiesa? A pesar de eso, no perderemos suficiente velocidad.
—A eso iba —replicó Banning.
Devon apretó la mano de Cleonie y preguntó inexpresivo:
—¿Cuáles son las cifras?
—Podemos entrar en el sistema joviano, pero, en ese caso, nos encontraríamos sin combustible al alcanzar una velocidad relativa al planeta de alrededor de cincuenta kilómetros por segundo.
El ingeniero planetario emitió un prolongado silbido.
—¿No hay alternativa? —inquinó Bahadur—. Quiero decir que, decelerando tanto, tal vez consiguiésemos entrar en una órbita elíptica alrededor del sol.
—Me temo que no. Cincuenta kilómetros por segundo sigue siendo una velocidad muy superior a la de liberación para esa región del espacio.
—Oiga, capitán, si mal no recuerdo, la velocidad de liberación de Júpiter es bastante superior a cincuenta kilómetros por segundo. Eso significa que el propio planeta nos imprimiría esa velocidad. Si no nos acercamos nos quedaría masa suficiente para entrar en la órbita de un cometa…
—Muy astuto. —Banning sopló la pipa y levantó el vaso—. También lo calculamos. Tiene razón, podemos entrar en la órbita de un cometa. Sólo que en el mejor de los casos, le llevará unos cuantos años devolvernos al alcance de una radio cualquiera… El espacio es tan inmenso que jamás nos encontrarían en una órbita tan imprevisible, a menos que pidiéramos socorro a gritos y alguien nos oyera.
—¡Años!—susurró Cleonie.
El terror que la acometió no se debía al simple miedo a la muerte, sino a la repentina comprensión de la grandeza y la vejez del universo que tan gozosamente había habitado. Banning, que ya lo sabía, esperó comprensivo.
Un minuto después, ella se irguió y le miró a los ojos.
—Muy bien, capitán —dijo—. Continúe la lección de aritmética. ¿Por qué no le pedimos sencillamente a los jovianos que nos recojan al aproximarnos a su sistema?
—Sabía usted que había una pega, ¿verdad? —murmuró Banning—. Algo elemental. La República es pobre y atrasada. Sus únicos vehículos espaciales consisten en vetustos trenes intersatélites, que ni en sueños alcanzan una velocidad de cincuenta kilómetros por segundo.
Wayne se cubrió el rostro con las manos.
—Y nosotros no tenemos modo de frenar hasta un nivel a su alcance.
—No les he citado para un concurso de lamentaciones —gruñó el capitán—. Hay un medio. Ignoramos si funcionará o no, pues nunca se ha intentado. Pero Tetsuo es un excelente piloto, y en su haber figuran algunas de las más sensacionales elipses de freno que hayan visto en su vida.
Las palabras de Banning silenciaron a todos. No obstante, Devon meneó la cabeza con pesimismo. Por último, dijo:
—No dará resultado. Aun después del pretendido terraformismo, Ganímedes no cuenta con suficiente atmósfera para…
—En Júpiter se da todo tipo de atmósferas —repuso Banning.
Cayó sobre ellos un silencio casi ensordecedor. Wayne se decidió a hablar por fin. Las palabras brotaban a toda prisa de sus labios exangües.
—No, sólo funcionaría por chiripa. Perderíamos velocidad, cierto, siempre que la fricción no nos pusiera antes en estado incandescente… En última instancia, en una de esas pasadas emergeríamos con una velocidad lineal sensible. Pero no habría manera de controlar una cáscara vacía, que en eso se convertirá esta nave después de aligerarla de peso, en una atmósfera tan densa y turbulenta como la de Júpiter. Nunca sabríamos qué órbita precisa recorreríamos al emerger. Aun si lográramos calcular la trayectoria exacta y se la transmitiéramos a los jovianos, cuando sus anticuadas naves la hubiesen alcanzado, nosotros volveríamos a estar en el área de Júpiter, metidos ya en la siguiente espiral.
—Con un resultado fatal —concluyó Devon—. Hidrógeno y helio a ciento cuarenta grados absolutos. Irrespirable.
—¿Qué importa? Antes de vernos obligados a respirar eso, habríamos puesto los pies en la superficie —dijo Vladimirovitch, riendo sarcásticamente.
—Tampoco —intervino Bahadur—. Quizá nuestro casco interior soporte una presión de doscientas atmósferas. Pero en Júpiter hay decenas de miles. Quedaríamos aplastados mucho antes de llegar a la superficie.
Banning enarcó las cejas.
—¿Alguien conoce la solución perfecta?
Wayne parpadeó.
—¿Cómo dice?
—Digo que quizás a alguien se le ocurra una posibilidad mejor.
—Sí, a mí. —El joven se puso rígido—. Entremos en la órbita de ese cometario que circunda el sol. Al no recibir ninguna comunicación nuestra, saldrán a buscarnos naves de la Guardia. La posibilidad de que nos encuentren es mínima. Pero la de que nos recojan los jovianos mientras practicamos esas delirantes zambullidas me parece infinitesimal.
—Una perspectiva nada alentadora en ambos casos, ¿no? —Una triste sonrisa se dibujó en los labios de Cleonie—. Prefiero perecer enseguida, aplastada de golpe, que… que ver cómo todos nos consumimos y vamos muriendo, uno por uno… O echando a suertes a quién le toca servir de comida a los demás. Quiero morir como un ser humano.
—Estoy de acuerdo —coincidió Devon.
—¡Pues yo no! —Wayne se levantó—. Capitán, no estoy de acuerdo en absoluto. No tiene derecho a correr deliberadamente el riesgo máximo con la posibilidad mínima, sólo porque representa una muerte más rápida. ¡No!
Banning hizo crujir la mesa de un puñetazo.
—Felicitaciones por haber obtenido su certificado de madurez, Wayne. Ahora, siéntese.
—¡No, por el Eterno! Exijo…
—¡Siéntese!
Wayne obedeció.
—De hecho —explicó Banning con calma—, coincido en que la probabilidad de que los jovianos nos rescaten es muy remota. No obstante, creo que tenemos la posibilidad de ayudarnos a nosotros mismos. Considero que tal vez logremos lo que hasta ahora nadie ha intentado. Entrar en los cielos jupiterianos y vivir para jactarnos de ello.
En lontananza, mientras ellos se dirigían hacia su destino, Júpiter lucía con un esplendor que ningún otro planeta igualaba, quizá ni siquiera el mismo sol. De una enorme estrella fría, pasó a ser un disco ambarino, después a una capa turgente recorrida por las borrascas… El conjunto conmovía hasta la última fibra del corazón humano.
Pero luego uno lo rechazaba. Al acercarse, la capa turgente se convertía en una caldera dispuesta a devorarte.
Lo que expresaban los números resultaba poco prometedor. La velocidad de liberación de Júpiter se eleva a unos cincuenta y nueve kilómetros por segundo. La del Rayo rondaba los cincuenta y dos de velocidad relativa. Si se hubiera limitado a pasar raudamente junto al planeta, la gravitación de este habría frenado la velocidad, y la nave se habría precipitado sobre el a una velocidad que la volatilizaría. No existía la menor posibilidad de que los inestables y antiguos trenes de los colonos del satélite se acercaran a la nave en ningún punto de semejante órbita. Necesitarían una petición de auxilio mucho más anticipada de lo que permitía una radio de corto alcance.
Por tal razón, Tokugawa empleó la última masa reactora en apuntar a los límites exteriores de la atmósfera.
La primera pasada fue casi insonora. Sólo un débil crujido, una sensación de calor irradiado sobre los rostros y un suave tirón debido a la deceleración indicaron que la nave surcaba los gases. Luego, volvió al vacío, curvándose en una larga y angosta elipse.
Banning operaba la radio, maldiciendo el efecto Doppler. Por fin, captó la banda de Ganímedes. A su lado, Tokugawa y Wayne observaban la pantalla visora, en la que leían las cifras correspondientes a lunas y estrellas, mientras la computadora trazaba la órbita.
—¡Hola! ¡Hola! ¿Me oyen?
Desde el Puerto Espacial X, llegó una voz sibilante:
—Le oigo Rayo. Aquí Control Astrocentral Ganímedes. Soy Harris. ¿Tienen la trayectoria?
—Aproximada —respondió Banning—. Para que fuera exacta, necesitaríamos varias lecturas más. Escuche y registre.
Recogió la cinta de la computadora y leyó las cifras.
—Tenemos tres trenes en su zona —dijo Harris—. Intentarán encontrarles. Buena suerte.
—Gracias. La necesitaremos.
Los pequeños y diestros dedos de Tokugawa concluyeron otro cálculo.
—Volveremos a meternos en la atmósfera dentro de unas cincuenta horas, capitán —informó—. Tiempo suficiente para el trabajo de la cuadrilla de demolición.
Banning pasó la mirada a su alrededor. Ahora no había pared trasera que la obstaculizara. Excepto la sección central, con su equipo vital, quedaba muy poco entre el puente de mando y el mamparo de popa. Durante días, los sopletes habían cortado, las llaves inglesas girado, las cámaras de aire vomitado melladas lunas temporales. La nave se había convertido en una cáscara vacía y en una telaraña de abrazaderas.
Banning se sentía como un asesino.
Al otro lado del diámetro del gran esferoide, vio flotar a Devon en caída libre, ordenando a los miembros de la tripulación que se pusieran los trajes espaciales. Mientras permanecieran en gravedad nula, el ingeniero planetario sería un excelente capataz, a pesar de su costilla rota.
La cuadrilla saldría a separar el reactor, la cámara de calderas, los tubos de iones y todo lo que hubiese en la popa. Ahora que se había consumido la masa y no quedaba nada para impulsar la nave, salvo las fuerzas impersonales de la mecánica celeste, los motores significaban un montón de chatarra, cuyo peso podía matarles. Los generadores eran otra cuestión… En el banco capacitor, había suficiente energía almacenada para mantener la cáscara iluminada y caliente durante semanas. Y tal vez necesitaran esas semanas si los jovianos no les alcanzaban en el espacio.
Banning suspiró. Desde que el hombre había gobernado por primera vez un leño o un cesto de mimbre en el mar, un capitán sufría una verdadera agonía al perder su nave.
Recordó un submarino, largo tiempo atrás… Aún le dolía el pensamiento, aunque no había sido culpa suya. Naturalmente, la idea que acaso les salvase a todos se le había ocurrido porque entendía algo de submarinos… ¿O debía adjudicar el mérito a los hermanos Montgolfier o a Arquímedes?
Cleonie flotó hacia él. Se había vuelto bastante diestra en la caída libre durante el período anterior a la deceleración, mientras orbitaban hacia Júpiter, cuando se había detenido la rotación para facilitar la tarea de echarlo todo por la borda.
—¿No le importa que le moleste? —le preguntó.
—Pues claro que no. —Banning sacó la pipa. La presencia de la muchacha le animaba—. Por definición, la presencia de una chica hermosa nunca supone una molestia.
Ella sonrió y se apartó de los ojos un mechón de pelo suelto que formaba un halo en torno a su rostro fatigado.
—Me siento tan inútil… —comenzó.
—Tonterías. Siga sirviéndonos las comidas, con eso nos resulta ya de gran utilidad. Tietjens y Nielsen dejaban mucho que desear en ese aspecto.
—Estuve pensando… —Cleonie se ruborizó—. Me interesa muchísimo comprender el trabajo de Luke.
—Claro.
Banning abrió la bolsa de tabaco y empezó a cargar la pipa, empresa nada fácil en caída libre.
—¿Qué quiere saber?
—Pues… Chocamos con la atmósfera a gran velocidad, a una velocidad superior a la que llevan los meteoros al chocar con la Tierra, ¿no es cierto? ¿Por qué no nos incendiamos?
—Los meteoros no se incendian. Se volatilizan. Nosotros sólo rozamos una capa de aire muy delgada. No convertimos suficiente velocidad en calor, y una gran parte del que generamos la arrastra el aire mismo.
—Pero… Jamás oí decir que se utilizaran elipses de freno con una velocidad tan elevada como la nuestra.
Banning encendió el mechero, lo sostuvo «encima» de la cazoleta de la pipa y aspiró.
—En realidad —dijo—, no creo que saliera bien en la atmósfera de la Tierra o de Venus. Ahora bien, dado el potencial de gravitación propio de Júpiter, diez veces mayor, el aire va atenuándose con la altitud de manera proporcionalmente más lenta. En otras palabras, contamos con una capa más profunda de aire poco denso para frenarnos. Eso está bien. Habremos de dar unas cuantas pasadas… Y la cosa se prolongará durante días, si no nos rescatan, pero nos salvaremos.
Terminó de encender la pipa. Había algo engañoso en fumar en caída libre. Los aventadores de aire circulante, que evitaban ahogarse con su propio aliento, no servían de mucho con un objeto tan pequeño como una pipa. Sin embargo, Banning necesitaba de un modo desesperado ese consuelo.
Muchas horas más tarde, sirviéndose de cifras orbitales modificadas por nuevas observaciones, un tren espacial de Ganímedes se acercó lo suficiente para localizar el Rayo en su radar. Después de mucho maniobrar, resultó que el tren no contaba con la masa reactora suficiente para equiparar sus velocidades. Por un segundo, estuvo tan próximo que los hombres de la cuadrilla de Devon, que trabajaban en el casco, se quedaron mirándole… como los condenados al infierno que observan el paso de los elegidos.
El tren espacial pidió por radio un vehículo con los depósitos más llenos. Llegó uno. Deceleró como un potro espantado. El Rayo ya había caído en el inmenso campo de gravedad jupiteriana, a más profundidad de la accesible para los motores del tren.
La nave errante desapareció de la vista en la grandiosa faz del planeta. Las altas nubes impedían verla con telescopios, unas nubes de radicales libres, que no existirían un solo instante en condiciones tolerables para los humanos. Júpiter es más extraño de lo que los hombres imaginan.
Cuando la nave volvió a emerger, su órbita no fue muy diferente. Pero los trenes que casi la alcanzaron durante la primera se habían visto obligados a marcharse. Imposible permanecer suspendidos allí, en un campo tan vasto. El Rayo hizo otra prolongada y solitaria pasada. Al concluirla, Ganímedes no se encontraba en posición favorable, y Calixto no lo había estado en ningún momento. En consecuencia, la nave ingresó por tercera vez en la atmósfera de Júpiter.
En la siguiente salida al vacío, su órbita se había acortado y desviado en un grado considerable. El arrastre del aire operaba a un ritmo creciente. Cada vez se hundían más profundamente en las nubes tóxicas, y cada desplazamiento a través del espacio puro llevaba menos tiempo. No obstante, no perdían las esperanzas. Por fin, los ganimedianos se organizaban. Realizaron un excelente cálculo de la cuarta órbita libre e instalaron trenes bien provistos de combustible en los puntos estratégicos…
El Rayo no siguió el curso previsto.
Pura cuestión de mala suerte. La cuadrilla de Devon, que trabajaba cada vez que la nave salía al vacío, había separado casi por completo la sección de popa. La última inmersión en la resistencia cada vez más tenaz del aire puso punto final a la tarea. Las fuerzas de arrastre y reacción —una forma alterada de modo imprevisto— azotaron con violencia al Rayo a través de la estratosfera. Al fin logró liberarse, aunque en una órbita totalmente distinta.
No obstante, sólo gracias a un extraordinario golpe de buena suerte, los jovianos se habían acercado tanto la primera vez. Las probabilidades se reafirmaban.
La radio dejó oír una voz débil y apagada:
—Volvimos a perderles. Ignoramos si la próxima conseguiremos aproximarnos más. Sus plazos se están volviendo muy breves.
—Quizá no debieran correr el riesgo.
Banning suspiró. Había esperado más, pero si los dioses habían decidido que su nave se hundiera irremisiblemente en Júpiter, no le quedaba más remedio que aceptarlo.
—Espero que las cosas no vayan demasiado mal —concluyó.
Afuera, el aire emitía un rugido sepulcral. Presiones incomparablemente superiores a las de los océanos más profundos de la Tierra les aguardaban abajo.
En su última pasada próxima al espacio puro —las estrellas parecían difusas—, Banning informó por radio:
—No enviaré más mensajes, salvo una señal de diez minutos en la misma banda cuando nos detengamos. ¡Suponiendo que estemos vivos! Tenemos que ahorrar capacitores. Transcurrirá cierto tiempo hasta que lleguen a rescatarnos. En ese momento, llámenme. Si hemos sobrevivido, responderé y, a partir de ese momento, emitiré un tono uniforme, mediante el cual podrán localizarnos. ¿Comprendido?
—Comprendido. Suerte, cosmonauta… Allí y aquí.
Mientras en la pantalla visora las nubes se volvían cada vez más densas, Banning sumó mentalmente las cifras por enésima vez.
De acuerdo con sus órdenes, debía presentarse en Fobos quince días más tarde. Al no verle aparecer, la Guardia enviaría una nave de alta aceleración, a fin de averiguar lo sucedido. Eso precisaría unas cuantas fechas más. Otra semana para que la tal nave retornara a Marte con un informe sobre los hechos. Marte se comunicaría entonces con la luna por Rayo-radio —eso al menos sería instantáneo—, y la Guardia, o acaso los ingenieros planetarios, pondrían manos a la obra de inmediato.
Los ingenieros planetarios disponían de naves preparadas para ingresar en la atmósfera y naves poderosas, pero lentas. Uno de esos vehículos sería remolcado por un veloz aparato de la Guardia, impulsado por iones, procediendo a modificaciones en ruta. El viaje exigiría un par de semanas, según el cálculo más pesimista.
Un máximo de seis semanas, digamos, hasta recibir ayuda. En ningún caso menos de cuatro, al margen de las velocidades que desarrollaran los últimos modelos.
Bien, el Rayo tenía provisiones y energía para más de seis semanas. Tan largo tiempo bajo gravedades de signo positivo 2 no resultaría nada divertido, aunque las inyecciones de gravenol les protegerían contra cualquier daño fisiológico. Los vientos les zarandearían, claro, pero eso sería soportable. Se mantendrían por encima de la región de las corrientes verticales, en el equivalente jupiteriano de la estratosfera…
Una nube roja pasó por la pantalla.
Luke Devon, atado a su asiento como todos los demás, gritó a través de la nave sin carga:
—¡Si hubiera sabido que ocurriría todo esto! ¡Qué oportunidad para la investigación! Tengo algunos instrumentos, aunque sólo servirán para un trabajo muy tosco.
—Por mi parte —replicó Banning—, he conservado una baraja y algunas fichas de póquer. De todos modos, no creo que le dé mucho tiempo a investigar…, en la atmósfera jupiteriana al menos.
Dirigió una significativa mirada en dirección a Cleonie. Aunque no la veía, supo que se había ruborizado. Lamentaba turbarla, porque la joven le parecía muy agradable, pero la carcajada que sus palabras despertaron en los demás le justificaron. Mientras los hombres rieran, en especial de chistes tan malos, resistirían.
La nave descendía y descendía. En una ocasión, atrapada en una ráfaga feroz, dio una vuelta de campana. De no hallarse todo bien sujeto, se habría producido un revoltijo infernal. La masa estaba distribuida de manera tal que el cacharro se enderezaría siempre por sí solo, pero… Sí, reflexionó Banning, tendrían que usar algún tipo de cinturón de seguridad enganchado a las abrazaderas interiores. Los improvisarían.
Comenzó a amainar el viento que atronaba más allá del casco.
—La velocidad disminuye —anunció Tokugawa.
Un poco más tarde, levantó la vista del radioaltímetro.
—Hemos frenado.
—Fin del viaje. —Banning se estiró. Le dolían todos los huesos—. No nos resta mucho más por hacer. Más vale que nos atemos a nuestras literas y durmamos durante una semana.
Sintió todo el peso de Júpiter sobre sus hombros. Pero continuaban todos en vida. Habían vaciado la nave. No obstante, conservaron comida y bebida, herramientas y materiales, juegos y libros. Todo lo necesario para mantenerse cuerdos y respirando mientras aguardaban.
Verificaron los cálculos. Una cáscara acerada y hueca de trescientos y pico de metros de diámetro, soportaba una carga de más de cien mil toneladas, además de su propia masa, y una gravedad específica neta inferior a 0,03.
Ahora bien, el aire de Júpiter tiene un peso molecular medio de alrededor de 3,3, de modo que, dejando aparte la tolerancia a la temperatura y otras cuestiones, se deducía que, a semejante densidad, su presión era de unas cien atmósferas, es decir, soportable.
Como una gota de aceite en un densímetro, como un globo suelto en la Francia del siglo XVIII, como una pequeña y desafiante burbuja en los cielos, el Rayo siguió flotando.