CU4TRO
NADIE que no fuera razonable pensaría en culpar a ningún explorador interplanetario por hacer cálculos equivocados sobre su medio ambiente en determinado momento, especialmente cuando no hay más remedio que tomar alguna decisión sin disponer de mucho tiempo y estando bajo tensión. Los errores ocasionales resultan inevitables. Si supiéramos con exactitud lo que podemos hallar en todo el sistema solar, no habría ninguna razón para explorarlo.
Minamoto.
LA NAVE alzó el vuelo. El polvo cósmico se apartó de sus reactores formando una nube de humo. Cuando se encontraba a ciento cincuenta metros de altura, los motores disminuyeron su impulso y la nave quedó inmóvil sobre una columna de fuego.
En el interior de la cabina había muy poco ruido: solo un leve silbido y una vibración que se notaba en los huesos pero que era casi inaudible. El rostro de Danzig estaba cubierto de sudor y las gotitas que corrían por su nariz brillaban, pegadas a su incipiente barba, hasta caer sobre su mono, empapándolo y haciendo que oliera mal. Iba a emprender una maniobra tan difícil como una cita en pleno espacio, y no tenía nadie para guiarle.
Movió cautelosamente una palanca y un reactor lateral se puso en marcha. La nave se lanzó bruscamente hacia abajo. Las manos de Danzig volaron sobre la consola. Debía ajustar las fuerzas que mantenían la altitud de la nave con las que estaban empujándola horizontalmente, para conseguir que la nave le llevara hacia el este a una velocidad lenta pero constante. Los vectores irían cambiando segundo a segundo, como ocurre cuando un ser humano va caminando. La computadora de control, conectada a los sensores, se encargaba de gran parte de este proceso equilibrador, pero no de la parte crucial. Era él quien debía decirle lo que debía hacer.
No era muy experto en el manejo de la nave. Ya lo había previsto. A más altitud tendría un mayor margen de error, pero no podría seguir las señales orientadoras que sus ojos podían hallar en el terreno que tenía debajo y en el horizonte que había ante él. Además, cuando llegara al glaciar tendría que volar bajo para encontrar su objetivo. Estaría demasiado ocupado para entregarse a la precisa navegación celestial que habría podido utilizar yendo a pie.
Intentando compensar su error hizo una corrección y la nave se lanzó en una dirección distinta. Apretó la tecla de «mantener constantes» y la computadora se hizo cargo de todo. Otra vez inmóvil, esperó un minuto a que su respiración y sus nervios se calmaran, ensayando mentalmente lo que debía hacer. Mordiéndose los labios, volvió a intentarlo. Esta vez no se acercó tanto al desastre. Con los reactores encendidos, la nave se tambaleó como si estuviera borracha sobre el satélite.
El acantilado de hielo estaba cada vez más cerca. Vio su frágil hermosura y lamentó que no tuviera más remedio que trazar a través de él un rastro de ruinas. Y, después de todo, «¿qué significado tenía cualquier maravilla de la naturaleza si no había allí una mente consciente para darse cuenta de ella?». Pasó por encima del primer risco y este se desvaneció en una nube de vapor.
Adelante. Más allá de la masa de hielo que hervía, a la derecha, luego a la izquierda, adelante: toda la arquitectura de la Tierra de las Hadas se derrumbaba. Cruzó la muralla de hielo. Ahora se encontraba apenas a cincuenta metros de la superficie y las nubes se alzaban vengativamente hasta casi tocar su nave antes de esfumarse en el vacío. Miró por la portilla e hizo que el sensor recorriera con el máximo aumento posible el paisaje, mostrándolo en su pantalla, buscando su objetivo.
Un volcán blanco hizo erupción. La onda de choque le engulló. De pronto se encontró volando a ciegas. Las piedras despedidas por la erupción resonaron en el casco. La nave quedó envuelta en una capa de escarcha y la pantalla del sensor quedó tan ciega como las portillas. Danzig tendría que haberle ordenado a la computadora que subiera, pero carecía de experiencia. Un ser humano en peligro no siente tanto el instinto de saltar como el de echar a correr. Intentó dirigir la nave hacia un lado. Sin visión exterior para ayudarle, hizo que la nave empezara a dar vueltas sobre sí misma. Cuando se dio cuenta de su error, una fracción de segundos después, ya era demasiado tarde. Había perdido el control. La computadora quizá hubiera logrado hacerse con la nave al cabo de cierto tiempo, pero el glaciar estaba demasiado cerca. Y la nave se estrelló en él.
—¿Oye, Mark? —exclamó Scobie—. ¿Me recibes? ¿Dónde estás, en nombre de Dios?
La única réplica fue el silencio. Se volvió hacia Broberg y, sin hablar, la contempló durante unos segundos.
—Todo parecía ir bien —le dijo—, hasta que oímos un grito, un ruido muy fuerte y luego nada. Ya tendría que haber llegado hasta nosotros. Creo que se ha metido en algún problema. Solo espero que no sea algo letal.
—¿Qué podemos hacer? —le preguntó ella.
Era una pregunta obvia pero necesitaban hablar, hablar de lo que fuera, pues Garcilaso yacía tendido ante ellos y su voz, perdida en el delirio, cada vez era más débil.
—Si no conseguimos nuevas células de combustible dentro de las próximas cuarenta o cincuenta horas, habremos llegado al final de nuestro camino. La nave tendría que estar cerca de aquí. Me parece que deberemos salir de este agujero por nuestros propios medios. Quédate aquí esperando con Luis y yo intentaré encontrar un posible camino.
Scobie empezó a bajar. Broberg se inclinó sobre el piloto.
—… solo para siempre en la oscuridad —le oyó decir.
—No, Alvarlan —Le abrazó con fuerza. Lo más probable era que él no pudiera sentir su abrazo, pero ella sí podía—. Alvarlan, escúchame. Soy Ricia. Oigo en mi mente la llamada de tu espíritu. Deja que te ayude. Deja que te conduzca de nuevo a la luz.
—Ten cuidado —le advirtió Scobie—. En la situación actual, ya estamos condenadamente cerca de volver a hipnotizarnos a nosotros mismos.
—Pero es posible que pueda llegar hasta Luis y consolarle. Alvarlan, Kendrick y yo escapamos. Está buscando un camino para que volvamos al hogar. Yo te estoy buscando. Alvarlan, aquí está mi mano, ven y cógela.
En el suelo del cráter Scobie meneó la cabeza, chasqueó la lengua y empezó a rebuscar en su equipo. Los binoculares le ayudarían a localizar las zonas más prometedoras. Un surtido de aparatos que iba desde una vara metálica hasta un geosonar portátil le darían una idea más exacta de lo que se ocultaba bajo esa capa de hielo arenoso por la que era imposible trepar. Debía admitir que el alcance de sus instrumentos de prueba era muy limitado, claro. No tenía tiempo de apartar a un lado toneladas de material para así poder subir más arriba y hacer más pruebas. Tendría que obtener algunos resultados preliminares y luego intentar adivinar por qué lado del cráter se encontraría el sendero de subida más accesible, confiando en que acertara.
Apartó de su conciencia tanto como le fue posible a Broberg y Garcilaso, y empezó a trabajar.
Una hora después estaba despejando una franja a través de la capa de roca, haciendo caso omiso del dolor. Pensaba que ante él se encontraba un berg de agua helada, duro y prometedor, pero quería estar seguro.
—¡Jean! ¡Colin! ¿Me recibís?
Scobie se irguió, quedándose muy quieto.
—Si no puedo hacer otra cosa, Alvarlan, deja que rece por el reposo de tu alma —oyó que decía la tenue voz de Broberg.
—¡Mark! —grito Scobie sin poderse contener—. ¿Qué diablos ocurrió? ¿Te encuentras bien?
—Sí, no he sufrido demasiados daños —dijo Danzig—, y la nave está en condiciones de ser habitada, aunque me temo que nunca volverá a volar. ¿Cómo estás tú? ¿Y Luis?
—Está empeorando y muy rápidamente. Bueno, oigamos las noticias.
Danzig describió las circunstancias de su infortunio.
—Fui en dirección desconocida durante una distancia que ignoro. No puede haber sido muy lejos, dado que pasó poco tiempo antes de que me estrellara.
Evidentemente me deslicé sobre un gran, bueno, debe ser como un banco de nieve, y eso suavizó el impacto pero bloqueó las transmisiones de radio. Ahora ya se ha evaporado en la zona de la cabina, y en algunas otras partes. No estoy muy seguro del daño que han sufrido los reactores. La nave se encuentra reposando de costado en un ángulo aproximado de cuarenta y cinco grados, presumiblemente con roca debajo. Pero la parte trasera se encuentra enterrada en una sustancia más difícil de vaporizar: supongo que es agua y dióxido de carbono helado que ha llegado a un equilibrio en temperatura. Los reactores deben estar obturados por ella. Si intentara ponerlos en marcha destruiría toda la nave.
Scobie asintió.
—Estoy seguro de ello.
La voz de Danzig se quebró repentinamente.
—¡Oh, Dios, Colin! ¿Qué he hecho? Quería ayudar a Luis pero puede que os haya matado a ti y a Jean.
Scobie apretó los labios.
—No empecemos a llorar antes de que nos hayamos hecho daño. Cierto, hemos tenido toda una racha de mala suerte, pero ni tú ni nadie podíais saber qué harías explotar una bomba debajo de ti.
—¿Qué era eso? ¿Tienes alguna idea? En las citas con algún cometa jamás ocurrió nada parecido. Y tú crees que este glaciar es un cometa naufragado aquí, ¿no?
—Ajá, solo que ha sido obviamente modificado por las condiciones locales. El impacto produjo calor, conmociones y turbulencias. Las moléculas se dispersaron.
En ese instante debió de producirse bastante plasma por aquí. Mezclas, compuestos, aleaciones, superposición de estratos, debió de formarse materia que jamás ha existido en el espacio sideral. Podemos aprender un montón de química aquí.
—Para eso vine. Bien, así que volé sobre un depósito de sustancia o sustancias que los reactores hicieron sublimarse con una fuerza tremenda. Parte de su vapor volvió a congelarse en cuanto se encontró con el casco. Tuve que descongelar las portillas desde el interior después de que la nieve se hubiera acumulado en ellas.
—¿Dónde te encuentras en relación a nosotros?
—Ya te he dicho que no lo sé. Y no estoy muy seguro de poder determinarlo. El choque destrozó la antena direccional. Espera a que salga para ver mejor.
—Hazlo —dijo Scobie—. Mientras tanto, me mantendré ocupado.
Lo hizo, hasta que un horrendo gorgoteo y el gemido de Broberg le hicieron volver a toda velocidad hacia las rocas.
Scobie desconectó la célula de combustible de Garcilaso.
—Quizá signifique la pequeña diferencia que nos permita sobrevivir —dijo en voz baja—. Piensa en ello como si fuera un regalo. Gracias, Luis.
Broberg dejó de abrazar al piloto y se levantó del suelo, donde estaba arrodillada. Luego le enderezó los miembros, que habían sido desordenados en la lucha con la muerte, y le cruzó las manos sobre el pecho. No podía hacer nada con su mandíbula desencajada ni con los ojos clavados en el cielo. Sacarle del traje aquí no habría hecho más que empeorar su aspecto. Tampoco podía limpiarse las lágrimas que corrían por su rostro. La único que podía hacer era intentar que dejaran de brotar.
—Adiós, Luis —susurró. Se volvió hacia Scobie y le preguntó—: ¿Puedes darme un nuevo trabajo? Por favor.
—Ven conmigo —le indicó él—. Te explicaré lo que he pensado para abrirnos camino hasta la superficie.
Se encontraban a medio camino cuando Danzig les llamó. No había dejado que la muerte de su compañero supusiera un freno en sus esfuerzos y tampoco había dicho gran cosa mientras esta tenía lugar. Solo una vez, en un tono tan bajo que era casi inaudible, había ofrecido la plegaria del kaddish.
—No tenemos suerte —les informó Danzig, con la voz átona de una máquina—. He atravesado el círculo más grande que podía trazar sin perder de vista la nave y solo he encontrado extrañas siluetas de hielo. No puedo encontrarme demasiado lejos de vosotros o estaría viendo un cielo claramente distinto, dada esta pequeña y miserable esfera. Es probable que os halléis a unos veinte o treinta kilómetros de mí, pero eso cubre un buen trozo de territorio.
—Cierto —dijo Scobie—. Lo más probable es que no puedas encontrarnos en el tiempo que tenemos. Vuelve a la nave.
—Eh, espera —protestó Scobie—, puedo hacer una espiral hacia dentro, marcando el camino que sigo. Quizá topara con vosotros.
—Sería más útil que volvieras —le explicó Scobie—. Suponiendo que podemos salir de aquí trepando, quizá consigamos llegar hasta ti pero vamos a necesitar un faro. He estado pensando en utilizar el mismo hielo. Una pequeña descarga de energía, siempre que esté concentrado, debería liberar una buena nube de metano o de algo similarmente volátil. El gas se enfriará a medida que se expande, volviendo a condensarse alrededor de las partículas de polvo que hayan sido transportadas en él: será como vapor. Y la nube debería llegar lo bastante alto antes de volver a evaporarse como para poder verla desde aquí.
—¡Entendido! —En la voz de Danzig había ahora un poco más de vivacidad—. Me pondré ahora mismo a ello. Haré pruebas y encontraré un sitio donde pueda obtener el resultado más visible. ¿Qué te parece si preparo una bomba de termita? No, eso sería demasiado caliente, quizá. Bueno, ya inventaré algo.
—Mantennos al corriente.
—Pero yo creo que no deberíamos perder el tiempo charlando —se atrevió a decir Broberg.
—No, tú y yo vamos a estar muy ocupados trabajando —dijo Scobie, mostrándose de acuerdo.
—Eh, esperad —dijo Danzig—. ¿Y si acabáis descubriendo que os resulta imposible llegar hasta arriba? Dijiste que solo había una cierta probabilidad de ello.
—Bueno, entonces habrá llegado el momento de acudir a procedimientos mucho más radicales, sean los que sean —le respondió Scobie—. Francamente, en este momento tengo la cabeza demasiado llena de, de Luis y de escoger una ruta de escape óptima, como para pensar en cualquier otra cosa.
—Sí, supongo que ya tenemos un surtido de problemas lo bastante amplio como para que no haga falta buscar más. De todos modos, después de que tenga listo mi faro y esté a punto de encenderlo haré esa cuerda de la que hablamos. Quizá prefieras tener ropas y sábanas limpias cuando llegues, claro —Danzig guardó silencio durante unos instantes antes de concluir la frase— maldita sea, «llegaréis».
Scobie eligió un punto en el lado norte para su intentona. De ahí salían dos promontorios de roca, bastante cerca del suelo, que tenían varios metros de alto e indicaban que la piedra llegaba al menos hasta esa altura. Más allá, dispuestos de forma irregular, se hallaban otros promontorios parecidos de hielo duro. Entre ellos y siguiendo a partir del más alejado, que se encontraba a medio camino del borde, no había nada salvo la pulida ladera de cristales similares al polvo, en la cual no había asidero alguno. Su ángulo de reposo le daba a la superficie un ángulo que la hacía doblemente traicionera. La pregunta, imposible de responder salvo por la experiencia, era hasta qué profundidad cubría capas por las cuales pudieran trepar y si tales capas llegaban hasta el final del trayecto.
Cuando llegaron al punto elegido Scobie hizo la señal de alto.
—Tómatelo con calma, Jean —le dijo—. Iré adelante y empezaré a cavar.
—¿Por qué no vamos juntos? Ya sabes que yo tengo también herramientas.
—Porque no tengo modo alguno de saber cómo va a reaccionar una zona tan grande de pseudoarena rápida. Puede llegar a causar un desprendimiento gigantesco.
Jean le miró y en su rostro decidido aparecieron algunas señales de protesta.
—Entonces, ¿por qué no voy yo primero? ¿Supones que siempre debo aguardar pasivamente a que me salve Kendrick?
—De hecho —le replicó él secamente— iré yo primero porque mi costilla me las está haciendo ver de todos los colores y ese dolor me está quitando las pocas fuerzas que me quedan. Si nos metemos en algún problema, prefiero que vengas tú en mi ayuda que no yo en la tuya.
Broberg agachó la cabeza.
—Oh, lo siento. Yo también debo encontrarme en bastante mal estado, si permito que el falso orgullo interfiera con lo que debemos hacer.
—Sus ojos fueron hacia Saturno, alrededor del cual orbitaba la Cronos, que llevaba a bordo a su esposo y sus hijos.
—Estás perdonada.
—Scobie flexionó las piernas y saltó los cinco metros que le separaban del primer risco. El siguiente se encontraba demasiado alejado para tal salto, y necesitaría el espacio suficiente para darse algo de impulso inicial.
Se agachó y empezó a utilizar su herramienta en el final del declive que centelleaba ante él. Mientras cavaba, unos granos de aquella sustancia iban cayendo desde arriba en una cantidad que parecía infinitamente superior a la que él quitaba, cubriendo la excavación. Trabajaba como un robot poseído. Cada golpe de la herramienta llevaba una carga prácticamente carente de peso, pero el número de golpes era casi infinito. No logró hacer que todo el cráter se derrumbara sobre él, algo que por un lado temía y que por otro casi deseaba. (Si eso no acababa con él, le ahorraría un montón de esfuerzos). Un seco torrente fluía a derecha e izquierda por encima de sus tobillos. Al menos, estaba empezando a dejar al descubierto un poco más de la roca que había debajo.
Broberg le oía jadear desde abajo. Su áspera respiración se interrumpía a menudo por una leve tos o una maldición. Con su traje espacial bañado por la pálida claridad solar parecía un caballero que, pese a sus heridas, librara combate con un monstruo.
—Está bien —dijo por fin—. Creo que ya he aprendido lo que podemos esperar y el modo en que debemos actuar. Hará falta que lo hagamos entre los dos.
—Sí. Oh, sí, mi Kendrick.
Pasaron las horas. Aunque muy lentamente, el sol subía en el cielo, las estrellas giraban y Saturno iba cambiando de fase.
En casi todos los lugares trabajaron codo a codo. No les hacía falta un sendero muy amplio para pasar, pero, a menos que empezaran a tallarlo con bastante anchura, los márgenes de la izquierda y la derecha no tardarían en derrumbarse y enterrarlo. A veces la capa de material escondido tenía tal forma que solo permitía el trabajo de uno de ellos. Entonces el otro podía descansar. Muy pronto fue Scobie quien debió aprovechar más a menudo tales ocasiones. A veces los dos se detenían brevemente para beber y comer algo, apoyándose sobre sus mochilas.
La roca iba cediendo paso al agua helada. Sabían dónde se acercaba más a la superficie porque el hielo arenoso que iban quitando se desprendía entonces en forma de bloques. Después de haber sufrido el primero de estos incidentes, en el cual estuvieron a punto de verse arrastrados los dos, Scobie se encargó siempre de hundir su martillo de geólogo en cada estrato nuevo. Ante cualquier señal de peligro se agarraba a su mango y Broberg le rodeaba la cintura con el brazo. Con las manos libres sostenían sus herramientas. Anclados de ese modo, pero teniendo que esforzar todos sus músculos, aguantaban mientras el torrente fluía a su alrededor, sumergiéndoles hasta la rodilla y una vez incluso hasta el pecho, intentando dejarles irremisiblemente enterrados en esa sustancia que era casi líquida. Después se encontraban con una zona de hielo descubierto. Generalmente era demasiado empinada como para trepar sin ayuda, y tenían que tallar peldaños en él.
El cansancio era como otro torrente ante el cual no podían ceder. En el mejor de los casos avanzaban a un ritmo terriblemente lento. No necesitaban mucho suministro de calor para mantenerse calientes, salvo cuando se tomaban un descanso, pero sus pulmones estaban haciendo una furiosa demanda a los recicladores de aire. La célula de combustible de Garcilaso, que habían llevado con ellos, podía darle a una persona varias horas más de vida, aunque tal como estaba después de vérselas con su hipotermia el tiempo resultaría insuficiente para el rescate por los equipos de la Cronos. No habían llegado a mencionar en voz alta la idea de usarla por turnos. Eso les dejaría en muy malas condiciones, helados y casi sin aire, pero al menos se irían juntos del universo.
Por ello, no debe sorprender que sus mentes huyeran del dolor, el cansancio, la incomodidad, la asfixia y la desesperación. Sin ese alivio, no habrían podido llegar tan lejos como lo hicieron.
A salvo durante unos minutos, con la espalda pegada a un reluciente parapeto azul que debían escalar, contemplaron el cráter y el extremo de este en el que relucía el cuerpo de Garcilaso, como una lejana pira funeraria, y luego sus ojos ascendieron por la curvatura de Saturno. El planeta relucía con un apagado fuego color ámbar en el que destacaban las texturas más suaves de los anillos, cual una diadema que arrojaba una banda de sombra a través de su arco, haciendo que todo pareciera aún más brillante. Ese resplandor vencía la luz de casi todas las estrellas cercanas, pero allí donde no llegaba, estas se extendían en grandes enjambres, rodeando el camino plateado que la galaxia hendía sobre ellos.
—Qué tumba tan adecuada para Alvarlan —dice Ricia en un murmullo, como si estuviera soñando en voz alta.
—Entonces, ¿ha muerto? —le pregunta Kendrick.
—¿No lo sabías?
—Estaba demasiado ocupado. Después de haber conseguido huir de las ruinas y haberte dejado allí para que te recobraras, mientras yo iba a explorar, me encontré con un grupo de guerreros. Logré huir pero tuve que volver junto a ti siguiendo caminos ocultos y tortuosos —Kendrick acaricia sus cabellos, que tienen el color del sol—. Además, amada entre las amadas, siempre fuiste tú y no yo quien tuvo el don de oír a los espíritus.
—Valeroso amor mío. Sí, puedo vanagloriarme de haber sido capaz al final de llamar su alma para que saliera del infierno. Busqué su cuerpo, pero era viejo y frágil y no pudo sobrevivir al conocimiento que ahora poseía. Con todo, Alvarlan se marchó en paz y, antes de hacerlo, como último acto de magia se construyó una tumba cuyo techo brillará eternamente iluminado por las estrellas.
—Ojalá pueda dormir bien. Mas para nosotros no hay sueño, todavía no. Tenemos que ir muy lejos.
—Cierto. Pero ya hemos dejado atrás lo peor. ¡Mira! Rodeando este arroyo veo asomarse las anémonas por entre la hierba. Una alondra canta en lo alto.
—Estas tierras no siempre están en calma. Puede que aún tengamos más aventuras por delante, pero las recibiremos con el ánimo dispuesto.
Kendrick y Ricia se levantan para continuar su viaje.
Acurrucados en un saliente muy angosto, Scobie y Broberg estuvieron cavando durante una hora sin lograr avanzar mucho más. El hielo arenoso resbalaba desde lo alto tan aprisa como ellos lo iban lanzando abajo.
—Creo que debemos dejarlo —decidió él finalmente—. Lo máximo que hemos logrado es aplanar un poco la zona que tenemos delante. No hay modo de saber hasta dónde llega el risco por dentro antes de que haya alguna capa sólida arriba. Puede que no haya ninguna.
—¿Qué haremos entonces? —le preguntó Broberg, con voz igualmente cansada.
Scobie señaló con el pulgar hacia atrás.
—Volveremos hasta el nivel de abajo y probaremos en una dirección distinta. Pero antes es absolutamente necesario que nos tomemos un descanso.
Desplegaron sus colchonetas de gomaespuma y se dejaron caer en ellas. Después de unos minutos durante los cuales se limitaron a mirarse, aturdidos por la fatiga.
Broberg habló:
—Voy al arroyo —relata Ricia—. Corro tintineando bajo las arcadas de verdes brotes. La luz pasa por entre ellas para hacerlo brillar. Me arrodillo y bebo. El agua es pura, fría, dulce. Cuando levanto los ojos veo la silueta de una joven desnuda con trenzas del mismo color que las hojas. Una ninfa de los bosques. Sonríe.
—Sí, yo también la veo —dice Kendrick, uniéndose a su relato—. Me acerco cautelosamente para no asustarla. Nos pregunta cuáles son nuestros nombres y nuestras misiones. Le explicamos que nos hemos perdido. Nos explica cómo hallar un oráculo que pueda aconsejarnos.
Y parten en su busca.
Sus cuerpos eran incapaces de resistirse por más tiempo al sueño.
—Llámanos dentro de una hora, Mark, ¿quieres? —le pidió Scobie.
—Claro —dijo Danzig—, pero ¿bastará con eso?
—Es todo cuanto podemos permitirnos después de los problemas y atrasos que hemos tenido. Solo hemos cubierto una tercera parte del trayecto.
—Si no he hablado con vosotros —dijo Danzig lentamente—, no se debe solo a que haya estado trabajando mucho, aunque lo hice. Pensé que vosotros ya estaríais pasándolo bastante mal sin necesidad de que además os molestara. Aun así, ¿crees que resulta prudente seguir fantaseando tal y como lo habéis estado haciendo?
Las mejillas de Broberg se cubrieron de un rubor que fue extendiéndose luego hacia su seno.
—¿Nos has oído, Mark?
—Bueno, sí, claro. Podías haber tenido algo urgente que decirme en cualquier momento.
—¿Por qué? ¿Qué podías hacer? Una partida es algo muy personal.
—Eh… sí, sí.
Ricia y Kendrick han hecho el amor cada vez que les ha sido posible.
Las descripciones jamás fueron explícitas, pero las palabras eran muy a menudo apasionadas.
—Te tendremos sintonizado cada vez que nos hagas falta, como si fueras un despertador —le dijo Broberg secamente—. Aparte de eso, tendremos el circuito cerrado.
—Pero, mira, yo nunca pretendí…
—Lo sé —Scobie suspiró—. Eres un tipo excelente y creo que nosotros estamos reaccionando de forma algo excesiva. Sin embargo, así debe ser. Llámanos dentro de una hora como te he dicho.
«En lo más hondo de la gruta la pitonisa se balancea sobre su trono, siguiendo las mareas de su sueño profético. Por lo poco que Ricia y Kendrick pueden entender de su cántico, les dice que sigan hacia el oeste por la Senda del Ciervo hasta que encuentren a un hombre tuerto y de barba gris que les guiará más allá; aunque deben mostrarse cautelosos en su presencia, pues resulta fácil irritarle. Tras presentarle sus respetos, se marchan. Cuando salen de la gruta pasan junto a la ofrenda que han traído. Dado que llevaban poca cosa aparte de sus vestidos y sus armas, la princesa le ha entregado al santuario su dorada cabellera. Kendrick insiste en que aún con el cabello corto, sigue siendo hermosa».
—Eh, vaya, hemos despejado unos veinte metros con mucha facilidad —dijo Scobie, pese a que su voz sonaba ronca e inexpresiva a causa del agotamiento.
«Al principio, el viaje por el país de Nácar resulta delicioso». El juramento que lanzó un instante después fue proferido con voz igualmente inexpresiva.
—Parece que esto es otro callejón sin salida.
«El anciano de la capa azul y el sombrero de ala ancha se enfadó realmente mucho cuando Ricia le negó sus favores y Kendrick desvió su lanza con un rápido golpe de la suya. Astutamente, ha fingido hacer la paz con ellos y les indica qué camino deben seguir. Pero al final de ese camino hay trolls. Los viajeros logran eludirlos y vuelven sobre sus pasos».
—Mi mente anda a tientas por entre la niebla —gimió Scobie—. Y la verdad es que no se puede decir que esta costilla rota me esté ayudando mucho. Si no descanso un poco más seguiré cometiendo errores de cálculo hasta que se nos acabe el tiempo.
—Duerme, Colin —dijo Broberg—. Yo montaré guardia y te despertaré dentro de una hora.
—¿Cómo? —le preguntó él débilmente sorprendido—. ¿Por qué no duermes tú también y le pedimos a Mark que nos llame, igual que antes?
Ella hizo una mueca.
—No hace falta molestarle. Estoy cansada, de acuerdo, pero no tengo sueño.
Scobie no se encontraba lo suficientemente despierto ni tenía fuerzas para discutir.
—De acuerdo —dijo.
Extendió su colchoneta aislante sobre el hielo y se hundió en la inconsciencia.
Broberg se acurrucó junto a él. Se encontraban a mitad de camino pero llevaban luchando ya más de veinte horas, con algún que otro breve descanso, y el avance se hacía cada vez más difícil y peligroso a medida que ellos se iban sintiendo más agotados y sus mentes perdían lucidez. Si alguna vez lograban llegar a lo alto y divisaban la señal de Danzig, tendrían todavía por delante algo así como dos horas de duro viaje hasta llegar al refugio de la nave.
Saturno, el sol y las estrellas brillaban a través del vitrilo. Broberg contempló el rostro de Scobie y sonrió. No era ningún dios griego. El sudor y la mugre, la necesidad de un buen afeitado y las múltiples huellas del agotamiento marcaban sus rasgos, pero, tampoco ella era ahora precisamente una imagen del atractivo femenino.
«La princesa Ricia está sentada junto a su caballero, que duerme en la choza del enano. Acaricia las cuerdas del arpa que el enano le ha dejado antes de marchar a su mina y entona una canción de cuna para hacer más dulces los sueños de Kendrick. Cuando termina, roza suavemente sus labios con su boca y se deja hundir en el amable sueño reparador».
Scobie despertó un poco después.
—Ricia, amada mía —murmura Kendrick, buscándola a tientas. La hará acudir con sus besos… Se puso en pie con gran esfuerzo—. ¡Por Judas! —Ella yacía inmóvil. Apenas si podía oír su respiración por los audífonos y unos segundos después el latir de su propio pulso ahogó ese débil sonido. El sol brillaba en un lugar más lejano que antes: comprendió que se había movido bastante, y también el creciente de Saturno había adelgazado, trazando ahora una afilada curva que terminaba en dos cuernos. Con un esfuerzo de voluntad hizo que sus ojos buscaran el cronómetro que llevaba en la muñeca izquierda—. Diez horas —jadeó. Se arrodilló y sacudió a su compañera—. ¡Despierta, por Dios!
Las pestañas de Broberg se agitaron levemente. Cuando vio el horror que había en su rostro, todo el sueño que aún la dominaba se esfumó de su mente.
—Oh, no —dijo—. No, por favor.
Scobie volvió a erguirse con pasos envarados y activó el circuito principal de su radio.
—Mark, ¿nos recibes?
—¡Colin! —dijo inmediatamente Danzig—. ¡Alabado sea Dios! Me estaba volviendo loco de preocupación.
—No eres de los que se vuelven locos, amigo mío. Acabamos de echarnos una siesta de diez horas.
—¿Cómo? ¿Habéis llegado muy arriba?
—Estamos a unos cuarenta metros de altura. El trayecto parece ahora peor que el de antes. Me temo que no lo conseguiremos.
—No digas eso, Colin —le suplicó Danzig.
—Es culpa mía —afirmó Broberg. Permanecía inmóvil, con el cuerpo muy rígido, los puños apretados y el rostro convertido en una máscara. Su voz era firme como el acero—. Estaba agotado, tenía que dormir un poco. Yo dije que le despertaría pero me quedé dormida también.
—No es culpa tuya, Jean. —Empezó a decir Scobie.
—Sí. Es culpa mía —le interrumpió ella—. Quizá pueda compensar mi error. Coge mi célula de combustible. Con eso te seguiré privando de mi ayuda, claro, pero quizá puedas sobrevivir y llegar hasta la nave.
Él le cogió las manos y se las apretó firmemente, negándose a soltarlas.
—Si te imaginas que sería capaz de eso.
—Si no lo haces los dos hemos terminado —dijo ella, sin dejarse convencer—. Prefiero irme al otro mundo con la conciencia tranquila.
—¿Y qué hay de mi conciencia? —gritó él. Logró controlarse con un esfuerzo de voluntad, se lamió los labios y siguió hablando a toda velocidad—. Además, la culpa no es tuya. El sueño te venció. Si hubieras estado pensando con claridad me habría dado cuenta de que ocurriría algo parecido y me habría puesto en contacto con Mark. El que tú tampoco lo hicieras solo demuestra lo agotada que estabas. Y tienes a Tom y a los chicos esperándote. Coge mi célula —Se quedó callado unos segundos—. Y mis bendiciones con ella.
—¿Acaso abandonará Ricia a su único y auténtico caballero?
—Esperad, esperad, escuchadme —gritó Danzig—. Mirad, esto es terrible pero, oh, diablos, perdonadme, pero debo recordaros que todo ese melodrama lo único que hace es impediros actuar de modo racional. Por lo que me habéis explicado, creo que ninguno de los dos podría seguir avanzando en solitario. Juntos puede que aún lo consigáis. Al menos habéis descansado, no dudo de que os dolerá todo, pero tendréis la cabeza más clara. La escalada que tenéis delante puede resultar más fácil de lo que pensáis. ¡Intentadlo!
Scobie y Broberg se contemplaron en silencio durante un minuto. Algo pareció fundirse dentro de ella, y al verlo fue como si a él le diera también calor. Finalmente los dos sonrieron y se abrazaron.
—Sí, de acuerdo —gruñó él—. Iremos. Pero antes tenemos que comer algo. Tengo un hambre de lobo. ¿Tú no?
—Ella asintió.
—Eso es —dijo Danzig, intentando animarles—. Eh. ¿puedo hacer otra sugerencia? No soy más que un espectador y eso no resulta nada agradable, pero me permite tener una visión más clara de todo. Abandonad vuestro juego.
Scobie y Broberg se envararon al unísono.
—Es el único culpable de todo —dijo Danzig en tono suplicante—. El agotamiento no habría sido suficiente para nublaros de tal modo la cabeza. Jamás me habríais dejado fuera del circuito. Pero el cansancio, la conmoción y el dolor os ha dejado indefensos hasta tal punto que ese maldito juego os domina. No erais vosotros mismos cuando os quedasteis dormidos. Erais esos personajes de vuestro mundo de sueños. ¡Ellos no tenían ninguna razón para mantenerse despiertos!
Broberg meneó la cabeza violentamente.
—Mark —dijo Scobie—, aciertas al decir que eres un espectador. Eso quiere decir que hay algunas cosas de todo esto que no entiendes. ¿Por qué quieres someterte a la tortura de estar escuchando hora tras hora? Te iremos llamando de vez en cuando, naturalmente. Cuídate —y cortó la comunicación.
—Se equivoca —insistió Broberg.
Scobie se encogió de hombros.
—Se equivoque o no, ¿cuál es la diferencia? En el tiempo que nos queda ya no volveremos a dormirnos. El juego no fue un estorbo cuando viajábamos. De hecho nos ayudó, haciendo que nuestra situación pareciera menos horrible.
—Cierto. Rompamos nuestro ayuno y emprendamos de nuevo nuestra peregrinación.
La lucha por avanzar era cada vez más dura.
—Quizá la bruja Blanca ha lanzado un hechizo sobre este camino —dice Ricia.
—No logrará detenernos —jura Kendrick.
—No, jamás lo conseguirá mientras tú y yo viajemos juntos, oh el más noble de todos los hombres.
Un desprendimiento les atrapó y les obligó a retroceder una docena de metros. Lograron hallar refugio en un saliente. Después de que la avalancha hubiera pasado levantaron sus cuerpos maltrechos y partieron, cojeando, en busca de una ruta distinta. El lugar donde había caído el martillo de geólogo no les resultaba accesible.
—¿Qué pudo destruir el puente? —pregunta Ricia.
—Un gigante —responde Kendrick—. Le vi caer dentro del río. Me atacó y luchamos junto a la orilla hasta que huyó. Se llevó mi espada clavada en su muslo.
—Tienes tu lanza forjada por Mayland —dice Ricia—, y siempre tendrás mi corazón.
Se detuvieron en el último promontorio que habían dejado al descubierto. Resultó no ser en realidad un risco, sino un pináculo de agua helada. A su alrededor brillaba el hielo de arena, de nuevo inmóvil. Ante ellos había una ladera de treinta metros y luego el borde, y más allá las estrellas.
Sería igual si la distancia fuese de treinta años luz. Quien intentase cruzarla se hundiría inmediatamente hasta una profundidad desconocida.
Carecía de objeto volver arrastrándose por la zona descubierta del pináculo. Broberg se había agarrado a él durante una hora mientras iba tallando con su cuchillo unos pequeños agujeros para trepar por ellos. Debido a su estado, Scobie no había podido ayudarla. Si intentaban volver, era muy fácil que resbalasen hasta caer y ser engullidos en el hielo de arena. Si lograban escapar de tal destino, nunca encontrarían un nuevo camino. En sus células de combustible quedaban menos de dos horas de energía. Intentar seguir avanzando mientras se pasaban entre ellos la célula de Garcilaso, habría sido igualmente fútil.
Se apoyaron en el pináculo, con las piernas colgando sobre el abismo, y se cogieron de la mano.
—No creo que los orcos sean capaces de romper la puerta de hierro de esta torre —dice Kendrick—, pero la asediarán hasta que nos muramos de hambre.
—Hasta ahora jamás habías abandonado la esperanza, caballero mío —replica Riela, besándole en la mejilla—. ¿Y si examináramos este lugar? Los muros son de una antigüedad imposible de adivinar. ¿Quién sabe qué reliquias de la brujería yacen olvidadas en su interior? Quizá haya dos capas hechas con plumas de fénix, capaces de llevarnos riendo a través del cielo hasta nuestro hogar.
—Me temo que no es así, querida mía. Nuestro destino final se aproxima —Kendrick acaricia su lanza, que reluce apoyada en el muro—. Qué triste y gris será el mundo sin ti. Pero nos enfrentaremos con bravura a nuestro final.
—Y sintiéndonos felices, pues estamos juntos —Ricia sonríe como una chiquilla traviesa—. Me di cuenta de que en uno de los aposentos hay un lecho. ¿Y si lo probáramos?
Kendrick frunce el ceño.
—Quizá deberíamos pensar en preparar nuestras mentes y poner en orden nuestros espíritus para el final.
Ella le tira del codo.
—Más tarde, sí. Además. ¿Quién sabe? Cuando sacudamos sus sábanas para limpiarlas, quizá descubramos que estas son en realidad una Tarnkappe que nos hará pasar invisibles por entre el enemigo.
—Estás soñando.
El miedo se agita en el fondo de sus ojos.
—¿Y qué importa si sueño? —Su voz tiembla—. Si me ayudas podremos liberarnos con el sueño.
El puño de Scobie golpeó el hielo.
—¡No! —dijo con una voz que se había convertido en un ronco graznido—. Moriré en el mundo real.
Ricia se aparta de él. Siente como le invade el terror.
—Amado mío., amado mío, estás delirando —tartamudea.
Scobie se retorció y logró agarrarla por los brazos.
—¿No quieres recordar a Tom y a tus chicos?
—¿Quién?
Kendrick se derrumba contra la pared.
—No lo sé. Yo también lo he olvidado.
«Ella se acurruca contra su cuerpo en la cima barrida por los vientos. Un halcón traza círculos en lo alto».
—Con seguridad que es el residuo de algún encantamiento maligno. ¡Oh, corazón mío, vida mía, arrójalo de ti! Ayúdame a encontrar los medios para salvarnos.
Pero su voz tiembla levemente y a través de ella se percibe el temor.
«Kendrick vuelve a erguirse. Posa su mano en el arma forjada por Wayland y entonces es como si la fuerza fluyera de ella hacia su interior».
—No cederé a su oscuridad, dama mía, y no permitiré que te ciegue y te vuelva sorda —Sus ojos se clavan en ella y Ricia no puede apartar la mirada de su rostro—. Solo hay un camino hacia nuestra libertad. Pasa por las puertas de la muerte.
Ella aguarda, temblando en silencio.
—Hagamos lo que hagamos debemos morir, Ricia. Despidámonos aquí como hace nuestro pueblo.
—Ante ti tienes el medio con el que te liberarás. Es afilado y yo soy fuerte: no sentirás dolor alguno.
Ella descubre sus senos.
—¡Entonces, aprisa, Kendrick, antes de que me haya perdido!
Kendrick hunde el arma.
—Te amo —dice. Ella se derrumba a sus pies—. Te sigo, querida mía —dice, extrayendo el acero, apoyando el astil sobre la piedra y lanzándose hacia adelante. Cae junto a ella—. Ahora somos libres.
—Eso fue una pesadilla.
Broberg apenas parecía consciente.
La voz de Scobie temblaba.
—Creo que era necesaria para los dos —Sus ojos estaban clavados en la lejanía, dejando que Saturno le deslumbrara con su brillo—. De lo contrario seguiríamos estando ¿locos? Quizá no sea esa la definición. Pero tampoco estaríamos viviendo la realidad.
—Hubiese sido más fácil —musitó ella—. Jamás llegaríamos a saber que nos moríamos.
—¿Hubieses preferido eso?
Broberg se estremeció. Sus rasgos, que hasta ahora habían permanecido relajados e inexpresivos, se animaron con la misma tensión que había en el rostro de Scobie.
—Oh, no —dijo, hablando muy bajo pero con el tono de voz de quien ha recobrado ya toda su conciencia—. No, claro hiciste bien. Gracias por ser tan valiente.
—Tú siempre has tenido tanto coraje como la que más, Jean. Sencillamente, tienes más imaginación que yo —La mano de Scobie se agitó en el vacío como haciendo a un lado todo aquello—. Bien, deberíamos llamar al pobre Mark y decírselo. Pero antes. —Sus palabras se hicieron repentinamente «vacilantes»…
La mano enguantada de Broberg se cerró sobre la suya.
—¿Qué, Colin?
—Tomemos una decisión sobré esa tercera unidad, la de Luis —dijo como si le costara hablar, y sin dejar de contemplar el enorme planeta rodeado de anillos—. A decir verdad, la decisión es tuya, aunque podemos discutir el asunto si quieres. No pienso quedármela solo para tener unas cuantas horas más. Y tampoco quiero compartirla: sería un feo modo de acabar para los dos. Sea como sea, yo sugiero que la uses tú.
—¿Para quedarme sentada junto a tu cuerpo congelado? —replicó ella—. No. Ni siquiera podría sentir el calor en mis huesos —Se volvió hacia él tan deprisa que casi cayó del pináculo. Él logró agarrarla a tiempo—. ¡Calor! —gritó, con una voz aguda como el graznido del halcón que gira en el cielo—. ¡Colín, llevaremos nuestros huesos de vuelta a casa!
—Para ser exacto —dijo Danzig—, he trepado al exterior del casco. Así me encuentro lo bastante arriba como para ver más allá de esos riscos y agujas. Puedo ver todo el horizonte.
—Bien —gruñó Scobie—. Estate preparado para examinar rápidamente todo un círculo. Esto depende de un montón de factores que no podemos predecir. El faro no será desde luego tan grande como lo que tú hayas dispuesto. Puede que sea muy delgado y que dure poco. Y, por supuesto, quizá suba hasta una altura demasiado baja como para que tú puedas verlo desde tan lejos —Se aclaró la garganta—. En ese caso, me temo que vamos a quedarnos con esta granja. Pero al menos lo habremos intentado con todas nuestras fuerzas, y eso ya es algo.
Sopesó entre sus dedos la célula de combustible, el regalo de Garcilaso. Un trozo de alambre bastante grueso, al cual le habían quitado el aislante, unía las dos espigas de conexión. Sin ningún tipo de regulador, la unidad estaba entregando toda su potencia a través del cortocircuito. El alambre ya empezaba a relucir.
—¿Estás seguro de no querer que lo haga yo, Colín? —le preguntó Broberg—. Tu costilla.
Él la miró de soslayo y sonrió.
—Pese a ello, la naturaleza me ha diseñado mejor que a ti para arrojar cosas —dijo—. Al menos, permíteme esa pequeña arrogancia masculina. La idea brillante fue tuya.
—Tendría que haber sido obvio desde el principio —dijo ella—. Y creo que lo habría sido, de no habernos dejado cegar por nuestro sueño.
—Mmmm…, a menudo las respuestas sencillas son las más difíciles de encontrar. Además, teníamos que llegar hasta aquí o no habría funcionado, y en eso el juego nos ayudó mucho. ¿Estás listo, Mark? ¡Ahí va!
Scobie lanzó la célula como si fuera una pelota de béisbol, mandándola con gran fuerza a lo lejos ayudado por el débil campo gravitatorio de Japeto. Mientras iba girando, su alambre incandescente dibujaba ante sus ojos una fascinante sucesión de trazos. Cayó un poco más allá del borde, en el glaciar.
Los gases helados se vaporizaron y una nube brevemente recondensada giró en lo alto, antes de volver a perderse. Un surtidor blanco se había alzado contra las estrellas.
—¡Os veo! —gritó Danzig—. Veo vuestro faro, ya tengo mi señal de guía. ¡Me pondré en camino ahora mismo! ¡Traeré cuerda, unidades de energía de recambio, todo!
Scobie se dejó deslizar hasta el suelo, apretándose el flanco izquierdo. Broberg se arrodilló y le abrazó con cuidado, como si alguno de los dos pudiera tocar físicamente su dolor. Ya no importaba. El dolor no duraría mucho más.
—¿A qué altura crees que ha subido el surtidor de gases? —preguntó Danzig, con voz algo más tranquila.
—Unos cien metros —replicó Broberg después de pensarlo.
—Oh, maldita sea, con estos guantes es muy difícil hacer funcionar la calculadora. Bien, a juzgar por lo que yo he observado, estoy separado de vosotros por unos diez o quince kilómetros. Dadme una hora o un poco más para llegar hasta ahí y localizaros con exactitud. ¿De acuerdo?
Broberg comprobó los indicadores.
—Sí, pero bastante justo. Reduciremos nuestros termostatos y nos quedaremos muy quietos para hacer menor la demanda de oxígeno. Pasaremos bastante frío, pero sobreviviremos.
—Puede que llegue antes —dijo Danzig—, ese era un cálculo para el peor de los casos. De acuerdo, voy a salir. Nada de conversación hasta que nos encontremos. No pienso correr riesgos inútiles, pero necesitaré conservar el aliento para ir todo lo rápido que pueda.
Quienes le aguardaban oyeron levemente su respiración y luego el ruido de sus pisadas. El surtidor había muerto.
Permanecieron sentados, rodeándose la cintura con los brazos, y contemplaron la gloria que les contenía. Después de un tiempo de silencio, el hombre dijo:
—Bien, supongo que esto significa el final del juego. Para todos.
—Lo cierto es que debe ser sometido a un estricto control —respondió la mujer—. Pero me pregunto si lo abandonarán del todo ahí fuera.
—Si deben hacerlo, lo harán.
—Sí. Nosotros, tú y yo lo hicimos, ¿verdad?
Se volvieron hasta quedar cara a cara bajo aquel cielo gobernado por Saturno y en el que giraban enjambres de estrellas. No había nada que pudiera tamizar la luz de aquel sol que les revelaba el uno a la otra: ella era una mujer casada de mediana edad, él un hombre normal con tendencia a la soledad. Nunca volverían a jugar. No podían hacerlo.
En la sonrisa de Broberg había una mezcla de compasión y asombro.
—Amigo querido —empezó a decir.
Él alzó la mano con la palma hacia ella para impedir que siguiera hablando.
—Será mejor que no hablemos si no es por algo esencial —dijo—. Eso nos ahorrará un poco de oxígeno y así podremos estar un poco más calientes. ¿Intentamos dormir un poco?
Los ojos de Broberg parecieron dilatarse y volverse más oscuros.
—No me atrevo —le confesó—. No hasta que haya pasado el tiempo suficiente. Ahora podría soñar.
∞