1NO
SI ALGÚN día queremos entender lo que sucedió, objetivo vital para evitar que vuelva a suceder esta y peores tragedias en el futuro, debemos empezar a olvidarnos de las acusaciones. Nadie cometió un descuido, no hubo fallos. Ya que, ¿quién hubiera podido prever lo que ocurrió o tan siquiera reconocer la naturaleza de lo acontecido, antes de que fuese demasiado tarde?
En lugar de ello, deberíamos apreciar el espíritu con el que aquellas personas, una vez lo hubieron conocido, lucharon contra el desastre, tanto interno como externo. El hecho es que hay varios umbrales de realidad y que las cosas situadas a un lado de ellos son distintas de las situadas al otro. La Cronos cruzó algo más que un abismo: cruzó uno de los umbrales de la experiencia humana.
Francis L. Minamoto.
De la muerte bajo Saturno: una opinión discrepante.
(Comunicaciones de la Universidad Apolo, Leyburg, Luna, 2057).
LA CIUDAD DE HIELO se encuentra ahora en mi horizonte —dice Kendrick. Sus torres arden con un resplandor azul—. Mi grifo despliega sus alas para planear —«El viento silba por entre sus grandes plumas centelleantes de todos los colores del arco iris. Su capa aletea sobre sus hombros; el aire penetra a través de su cota de malla envolviéndole en un abrazo helado»—. Me inclino y te busco con la mirada. —En su mano izquierda el peso de su lanza, le desequilibra levemente. La punta de la lanza emite pálidos destellos gracias a la luz de la luna que Wayland Smith aprisionó a martillazos en el acero.
—Sí, veo al grifo —le dice Ricia—, como un cometa en el cielo, lejos, más arriba de los muros del patio. Salí corriendo al pórtico para verlo mejor. Un centinela intentó detenerme, agarrándome por la manga, pero yo desgarré de un tirón la seda de araña y salí al exterior —«El castillo de los elfos oscila como si el hielo con el que ha sido esculpido estuviera convirtiéndose en humo»—. ¿Eres tú de verdad, querido mío? —grité apasionadamente.
—¡Espera, no te muevas! —le advierte Alvarlan desde su cueva de arcanos a diez mil leguas de distancia—. Envío a tu mente el mensaje de que si el rey sospecha que se trata de sir Kendrick de las Islas, invocará un dragón contra él, o hará perderse tu espíritu en un lugar donde no hay oportunidad alguna de rescatarlo. Vuelve, princesa de Maranoa. Finge creer que solo es un águila. Arrojaré un hechizo de fe sobre tus palabras.
—Me mantengo en alto —dice Kendrick—. A no ser que el rey de los elfos utilice una piedra de videncia, no podrá darse cuenta de que esta bestia lleva un jinete. Desde aquí espiaré la ciudad y el castillo.
¿Y después? No lo sabe. Solo sabe que debe liberar a la princesa o morir en el empeño. ¿Cuánto tiempo necesitará para ello? ¿Y cuántas noches más tendrá ella que yacer entre los brazos del rey?
—Creía que tu deber era observar a Japeto —le interrumpió Mark Danzig.
Habló con un tono tan seco, que los otros tres se pusieron repentinamente en guardia. Jean Broberg se ruborizó de vergüenza, Colin Scobie de ira. Pero Luis Garcilaso sonrió, se encogió de hombros y volvió su mirada hacia la consola de pilotaje ante la cual estaba sujeto por sus arneses. Durante un segundo el silencio llenó la cabina, únicamente iluminada por la radiación del universo.
Para facilitar la observación todas las luces habían sido apagadas, dejando solo el tenue brillo de algunos instrumentos de pilotaje. Las portillas que daban al sol estaban cerradas. En todas las demás se apiñaban las estrellas. Eran tantas y tan brillantes, que casi absorbían toda la oscuridad que las rodeaba. La Vía Láctea era una catarata de plata. Por una de las portillas se veía a Saturno en mitad de una fase, con el lado diurno de un color oro pálido, en el que destacaban las ricas franjas de sus anillos enjoyados, y el lado nocturno relucía pálidamente con el brillo de las estrellas sobre las nubes. Saturno era tan grande a la vista como la Tierra lo es a la Luna.
Más adelante estaba Japeto. Mientras orbitaba el satélite la nave espacial iba girando para mantener un constante campo visual. Había cruzado ya la línea del amanecer, que se encontraba ahora a la mitad del hemisferio más cercano. Al girar, había quedado atrás la árida superficie cubierta de cráteres, y ahora pasaban sobre una extensión de glaciares iluminados por el sol. La blancura del hielo les deslumbraba con sus destellos y emisiones de color, y fantásticas imágenes que se alzaban hacia el cielo: circos, desfiladeros y cavernas llenas de un resplandor azul.
—Lo siento —murmuró Jean Broberg—. Es demasiado hermoso, increíblemente hermoso y… es casi igual que el sitio al que nos había llevado nuestro juego.
Aquello nos cogió a todos por sorpresa y.
—¡Bah! —dijo Mark Danzig—. Ya teníais una idea bastante aproximada de lo que se esperaba, por eso habéis llevado el juego hacia una meta parecida. No intentes darme otra explicación. Llevo ocho años viendo esto.
El giro y la gravedad eran tan leves que cuando Colin Scobie se puso a agitar las manos con cierto salvajismo, su brusco movimiento le hizo salir volando por el aire a través del pequeño espacio de la cabina. Logró sujetarse a una abrazadera un segundo antes de chocar con el químico.
—¿Estás diciendo que Jean es una mentirosa? —gruñó.
Normalmente, Colin estaba casi siempre de buen humor y sabía gastar bromas. Quizá por eso ahora daba una impresión repentinamente amenazadora. Era un hombre corpulento, de pelo rubio y de algo más de treinta años: su mono no disfrazaba sus músculos, y su ceño fruncido hacía resaltar todavía más la dureza de sus rasgos.
—¡Por favor! —exclamó Broberg—. Nada de peleas, Colin.
El geólogo se volvió a mirarla. Jean era delgada y de rasgos finos. Tenía cuarenta y dos años y, a pesar del tratamiento de longevidad en su cabello castaño tirando a rojizo, que le caía sobre los hombros, aparecían ya unas hebras grises, y alrededor de sus grandes ojos grises se dibujaba una redecilla de arrugas.
—Mark tiene razón —dijo con un suspiro—. Estamos aquí por la ciencia, no para soñar despiertos —Alargó la mano hasta tocar el brazo de Scobie, y dijo sonriendo tímidamente—: Sigues aún lleno de tu Kendrick, ¿verdad? Galante, protector —Se detuvo antes de terminar. Su voz se había hecho más rápida, dejando traslucir una más que considerable presencia de Ricia. Se tapó los labios con la mano y volvió a ruborizarse. Se le escapó una lágrima que empezó a brillar, impulsada por las corrientes de aire. Luego, con un visible esfuerzo, logró reír—. Pero solo soy Broberg, doctora en física, esposa del astrónomo Tom y madre de Johnnie y Bily.
Sus ojos se volvieron hacia Saturno, como buscando la nave donde la esperaba su familia. Podría haberla distinguido como una estrella que se movía entre las demás mediante su vela solar. Sin embargo, ahora la vela estaba arriada y ningún ojo humano sin ayuda podía distinguir ni siquiera el enorme casco de la Cronos a millones de kilómetros de distancia.
—¿Qué hay de malo en que sigamos con nuestra pequeña commedia dell’arte? —preguntó Luis Garcilaso desde su asiento de piloto. Su acento de Arizona resultaba tranquilizador—. Todavía nos falta un poco para posarnos, y hasta entonces todo va automáticamente.
Luis era pequeño, moreno, muy vivaz y estaba a punto de cumplir los treinta.
La piel apergaminada de Danzig se arrugó al fruncir ligeramente el ceño. Seguía manteniéndose delgado y ágil a los sesenta años gracias a sus costumbres y al tratamiento; era capaz de bromear con las arrugas y con la amenaza de la calvicie. Pero ahora había decidido dejar de lado el humor.
—¿Queréis decirme que no sabéis de qué hablo? —Su nariz, parecida al pico de una rapaz, se volvió hacia el cristal de la pantalla que aumentaba el paisaje del satélite— ¡Dios Todopoderoso! Vamos a entrar en contacto con un mundo nuevo ahí abajo, es pequeño pero es un mundo, y habrá en él cosas tan extrañas que ahora no podemos ni imaginarlas. Antes de nosotros, aquí solo ha estado una sonda automática que pronto dejó de emitir y otra sonda que pasó bastante lejana. No podemos confiar solo en los medidores y en las cámaras. Tenemos que usar nuestros ojos y nuestros cerebros —se volvió hacia Scobie—. Tú deberías saberlo, Colin, aunque nadie más lo entienda. Ha trabajado en la Luna y en la Tierra. Y a pesar de todas las instalaciones y todos los estudios que ya se han llevado a cabo, ¿acaso no te encontraste jamás con alguna sorpresa desagradable?
El hombretón había recobrado la calma. Ahora en su voz solo quedaba una suavidad que hacía pensar en las tranquilas montañas de Idaho de las que procedía.
—Cierto —admitió—. Cuando estás fuera de la Tierra nunca se puede decir que tengas demasiada información, en realidad, nunca tienes la suficiente —Hizo una pausa—. Sin embargo, la timidez puede ser tan peligrosa como la temeridad, y no quiero decir que tú seas tímido, Mark —se apresuró a explicar—. Desde luego que no, después de todo tú y Rachel podríais estar ahora en una preciosa colonia orbital de O’Neil viviendo de una excelente pensión.
Danzig se relajó y sonrió.
—Si se me permite ser algo pomposo, os diré que esto era un desafío. Lo cierto es que queremos volver a casa cuando hayamos terminado con esto. Deberíamos llegar a tiempo para el barmitzvahg de uno o dos tataranietos. Y para ello debemos seguir con vida.
—Lo que pretendo explicar —dijo Scobie—, es que si os dejáis manejar como reses puede que terminéis en un lío peor que si… Oh, no importa. Probablemente tienes razón, quizá no debimos elucubrar con tantas fantasías. El espectáculo nos encandiló. No volverá a suceder.
Pero cuando los ojos de Scobie se volvieron nuevamente hacia el glaciar, en ellos no había precisamente la falta de pasión del científico. Tampoco la había en los de Broberg o Garcilaso. Danzig golpeó la palma de su mano con el puño.
—El juego, el maldito juego infantil —murmuró en voz baja para que sus compañeros pudieran oírle—. ¿Acaso no era posible encontrar algo más sensato para ellos?