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¿ACASO no era posible encontrar algo más sensato para ellos? Quizá no.

Si debemos responder a esa pregunta, antes deberíamos revisar algo de historia. Las primeras operaciones industriales que se hicieron en el espacio ofrecieron una esperanza de salvar a la civilización y a la Tierra de la ruina.

Evidentemente antes de que se pudiera explotar los planetas, era necesario tener la mayor cantidad posible de datos sobre ellos. El trabajo empezó con Marte, el planeta menos hostil. Ninguna ley natural prohibía enviar más lejos pequeñas naves tripuladas. Lo que sí prohibía era el inevitable derroche de tanto combustible, tiempo y esfuerzo para que solo tres o cuatro personas pudieran pasar unos días en un lugar determinado.

La construcción de la Peter Vajk, fue la que más tiempo consumió y la más costosa. Pero todo eso fue compensado cuando la nave, que era virtualmente una colonia, extendió su inmensa vela solar y llevó a mil personas hasta su destino en medio año y en unas condiciones de comodidad muy relativas. Los beneficios empezaron a ser inconmensurables cuando, desde su órbita, lanzaron hacia la Tierra los minerales de Fobos ya tratados que no les hacían falta para sus propósitos. Esos propósitos, por supuesto, incluían un estudio auténticamente concienzudo y a largo plazo del planeta Marte, así como el lanzamiento de naves auxiliares para estancias cada vez más prolongadas, en toda la superficie del planeta.

Basta con recordar todo esto; no es necesario recrearse en los triunfos que cosechó esta idea básica en todo el área del sistema solar hasta Júpiter. La tragedia de la Vladimir se convirtió en una razón para probar de nuevo con Mercurio y, de un modo políticamente disimulado, obligó al consorcio británico-norteamericano a crear su proyecto Cronos.

El nombre que le dieron a la nave era mucho más adecuado de lo que sospechaban. El trayecto hasta Saturno requería ocho años.

No solo los científicos debían ser gente sana y de mentalidad brillante, también los tripulantes, los técnicos, médicos, profesores, agentes del orden, clérigos y encargados de las distracciones. Cada uno de los elementos que componían la comunidad cerrada debían serlo. Cada uno debía poseer más de una habilidad, para casos de emergencia, y debía mantenerlas vivas mediante prácticas regulares y tediosas. El medio ambiente era limitado y austero; la comunicación con el hogar pronto quedó reducida a lo que podían transmitir los haces de partículas; y quienes habían sido personas cosmopolitas se encontraron confinados a lo que, en suma, era una aldea aislada. ¿Qué podían hacer con su tiempo?

Tenías unas tareas asignadas. Proyectos cívicos, en particular aquellos destinados a mejorar el interior de la nave. Luego estaba la investigación, escribir un libro, el estudio de un tema, los deportes, los clubes de hobbies, las empresas de servicios y artesanías y otros tipos de relación aún más privados. Había una amplia selección de cintas de vídeo pero el control central solo permitía usar los aparatos tres horas al día. No se podía correr el riesgo de que la pasividad se convirtiera en costumbre.

Los individuos protestaron, se pelearon, formaron y disolvieron camarillas, matrimonios o relaciones menos explícitas, engendraron ocasionalmente descendencia y la educaron, adoraron, se burlaron, aprendieron, anhelaron y, en su mayor parte, hallaron una razonable satisfacción en la vida que tenían. Pero para algunos, donde se incluía un gran número de los más dotados, la única diferencia entre esa vida y la miseria más absoluta, eran sus psicodramas.

Minamoto.

El AMANECER fue arrastrándose por encima del hielo hasta llegar a la roca. La luz era al mismo tiempo tenue y áspera, pero era suficiente para darle a Garcilaso las últimas referencias que necesitaban para el descanso.

El siseo del motor se fue apagando. El casco resonó con un golpe sordo, los soportes de aterrizaje se nivelaron y luego reinó la calma y el silencio. La tripulación siguió callada durante un tiempo. Estaban contemplando Japeto.

Les rodeaba una desolación como la que reina en la mayor parte del sistema solar. Una llanura en tinieblas se curvaba visiblemente hacia un horizonte que, cuando uno estaba de pie parecía que se encontraba apenas a tres kilómetros de distancia; subiendo un poco más por la cabina se podía ver hasta una distancia mayor, pero eso solo conseguía hacer aún más aguda la sensación de hallarse en una bola minúscula que giraba entre las estrellas. El suelo estaba cubierto por gravilla y una delgada capa de polvo cósmico, aquí y allá se veía un pequeño cráter o una masa de roca que se había deslizado del regolito arrojando largas sombras, afiladas como cuchillos y de una negrura absoluta. Los reflejos luminosos disminuían el número de estrellas visibles, convirtiendo el cielo en un cuenco lleno de noche. A medio camino entre el cénit y el sur, medio Saturno y sus anillos embellecían el panorama.

El glaciar también lo hacía hermoso, ¿o eran varios glaciares? Nadie estaba seguro. Lo único que se sabía era que, visto desde lejos, Japeto brillaba al extremo occidental de su órbita y se iba apagando hacia el oriental, porque solo uno de sus lados estaba cubierto de esa substancia blanca; la línea divisoria pasaba casi bajo el planeta, al cual daba eternamente la misma cara. Las sondas del Cronos habían informado que la capa era bastante gruesa y que poseía espectros desconcertantes que vagaban de un lugar a otro: no se sabía gran cosa más.

Y ahora cuatro seres humanos contemplaban el vacío y veían asomar maravillas en el confín del mundo. De norte a sur se alineaban murallas y baluartes, abismos, picachos y acantilados cuyas formas y claroscuros engendraban infinidad de fantasías. A la derecha, Saturno proyectaba su delicada luz ambarina que luego se desvanecía hacia el este por el resplandor de un sol que se había empequeñecido hasta tener casi el tamaño de una estrella, pero que ardía con una llama demasiado feroz como para contemplarla justo encima del horizonte. Allí el resplandor plateado explotaba en una lluvia diamantina de luz hecha pedazos, un pálido diluvio de azules y verdes, deslumbrados, los ojos empezaban a llorar y la visión relucía y bailaba como si estuviera encerrada en un lugar de ensueño o en la Tierra de las Hadas.

Pero, aún con toda esa complicada delicadeza, en el fondo de la imagen estaba la sensación del hielo y de una masa brutal: esta era también la morada de los Gigantes Helados.

Broberg fue la primera en hablar, con un susurro casi inaudible.

—La Ciudad de Hielo.

—Magia —dijo Garcilaso, también muy bajito—. Mi espíritu podría perderse para siempre caminando hacia la lejanía. No estoy seguro de que me importara. Mi cueva no se parece a nada de esto, a nada.

—¡Esperad un minuto! —dijo secamente Danzig, alarmado.

—Oh, sí, dobleguemos nuestra imaginación, por favor —Aunque Scobie se había apresurado a calmar los ánimos, sus palabras sonaron algo más ásperas de lo normal—. Sabemos por las transmisiones de las sondas, que esa escarpadura es parecida al Gran Cañón. Claro, es más espectacular de lo que habíamos creído y supongo que las engrandece el misterio —Se volvió hacia Broberg—. Nunca había visto nieve o hielo con estas formas. ¿Y tú, Jean? ¿No nos contaste que cuando eras un niño habías visitado un montón de montañas y paisajes invernales en Canadá?

La doctora en física meneó la cabeza.

—No, nunca. No parece posible. ¿Qué puede haberlo causado? Aquí no hay clima, no lo hay, ¿verdad?

—Quizá el mismo fenómeno que dejó totalmente desnudo a todo un hemisferio, sea el responsable de esto —sugirió Danzig.

—O el que cubrió al otro —dijo Scobie—. Una masa de unos mil setecientos kilómetros de diámetro no debería tener gases, ni congelados ni en cualquier otro estado. A menos que se trate de una sustancia tan diáfana como un cometa, y sabemos que no es así.

Como para demostrarlo, cogió unas tijeras de un estante de herramientas cercano, las arrojó al aire y volvió a recogerlas en su lento descenso. Sus noventa kilos de masa corporal pesaban aproximadamente unos siete kilos aquí. Para conseguir esa gravedad, el satélite debía ser esencialmente rocoso.

Garcilaso daba muestras de impaciencia.

—Dejemos de intercambiar hechos y teorías que ya conocemos y empecemos a encontrar respuestas.

Broberg pareció extasiada ante tal idea.

—Sí, salgamos de aquí. Vamos ahí fuera.

—Esperad —protestó Danzig mientras Garcilaso y Scobie asentían vigorosamente—. No podéis hablar en serio. Sobre todo prudencia, y avanzar paso a paso.

—No, es demasiado maravilloso para obrar así —la voz de Broberg parecía a punto de quebrarse.

—Sí, al diablo con tantos rodeos —dijo Garcilaso—. Ahora mismo tenemos que hacer por lo menos una exploración preliminar.

El rostro de Danzig se cubrió de nuevas arrugas.

—Quieres decir que ¿tú también, Luis? ¡Pero tú eres nuestro piloto!

—Cuando no estamos en vuelo soy ayudante general, cocinero en jefe y encargado de lavaros las probetas a los científicos. ¿Crees que tengo ganas de estar sentado sin hacer nada con algo así para explorar? —Garcilaso logró que su voz sonara un poco más tranquila—. Además, si pasara algo cualquiera de vosotros puede encargarse del vuelo de regreso, solo tiene que hablar un poco por radio con la Cronos y hacer la aproximación final por control.

—Es totalmente razonable, Mark —arguyó Scobie—. Es cierto que va contra las doctrinas; pero las doctrinas se hicieron para nosotros y no al revés. Hay poca distancia, la gravedad es muy baja y estaremos alerta por si hay peligro. Lo cierto es que hasta que no tengamos alguna idea de cómo es ese hielo, no sabremos a qué diablos debemos prestarle atención en este lugar. No, primero daremos un breve paseo. Cuando volvamos ya haremos planes.

Danzig se envaró aún más.

—¿Puedo recordaros que si algo llega a ir mal, la ayuda más próxima se encuentra como mínimo a cien horas de distancia? Una nave auxiliar como esta no puede descender más si hay que volver y, obtener ayuda de las grandes naves de Saturno y Titán, requeriría aún más tiempo.

Scobie enrojeció un poco ante el insulto implícito en sus palabras.

—Yo también puedo recordarte algo: cuando no estamos en vuelo el capitán soy yo. Y digo que efectuar un reconocimiento inmediato es lo más apropiado y no veo ningún peligro en ello. Quédate aquí si quieres, de hecho, debes quedarte. Las doctrinas tienen razón al decir que la nave no ha de quedar abandonada.

Durante varios segundos, Danzig lo estudió en silencio, antes de murmurar:

—Luis también va, ¿no?

—¡Sí! —gritó Garcilaso, haciendo resonar la cabina con su exclamación.

Broberg le dio unas suaves palmaditas a la flácida mano de Danzig.

—Todo irá bien, Mark —le dijo con voz suave—. Traeremos muestras para que las estudies. Después de eso, no me sorprendería nada que las mejores ideas en cuanto a lo que debemos hacer en el futuro vinieran de ti.

Danzig meneó la cabeza. De pronto parecía muy cansado.

—No —dijo con voz átona—, no será así. Mirad, solo soy un químico industrial muy tozudo que vio en esta expedición la oportunidad de hacer investigaciones interesantes. Durante todo nuestro trayecto por el espacio me mantuve ocupado con los asuntos rutinarios. He hecho también un par de descubrimientos, ¿recordáis?

Me gustaría poder disponer de tiempo suficiente para desarrollarlos. Vosotros tres sois más jóvenes y románticos.

—Venga, Mark, basta ya —dijo Scobie, intentando reír—. Puede que Jean y Luis lo sean un poco, pero yo soy tan prosaica como un plato de estofado escocés.

—Jugasteis durante años y años hasta que al final el juego empezó a jugar con vosotros. Eso es lo que está pasando ahora mismo, no importa lo mucho que intentéis racionalizar vuestros motivos —los ojos de Danzig, que seguían clavados en su amigo el geólogo, perdieron el brillo desafiante que habían tenido antes y se volvieron melancólicos y pensativos—. Deberías acordarte de lo que sucedió con Delia Ames.

Scobie se puso inmediatamente a la defensiva.

—¿Qué ocurre con ella? Ese asunto era cosa suya y mía, de nadie más.

—Solo que después se dedicó a llorar en el hombro de Rachel, y Rachel no tiene secretos para mí. No te preocupes, no pienso irme de la lengua. De todos modos, Delia acabó superándolo, pero si lo recuerdas con objetividad, verás lo que te ocurrió hace ya unos tres años.

Scobie apretó fuertemente las mandíbulas y Danzig le sonrió de modo casi imperceptible.

—No, supongo que no puedes hacerlo —siguió diciendo—. Admito que hasta ahora yo tampoco tenía ni la menor idea de lo lejos que había llegado el proceso. Al menos, os pido que tengáis vuestras fantasías en segundo término mientras estéis ahí fuera, ¿querréis hacerlo? ¿Podréis?

En media década de viaje, el camarote de Scobie había llegado a pertenecerle de tal forma que expresaba su personalidad. Quizá con más énfasis aún de lo habitual, dado que seguía siendo uno de los pocos solteros cuyas visitas femeninas no duraban más de unos cuantos turnos nocturnos cada vez. La mayor parte del mobiliario lo había hecho él mismo; las agrosecciones de la Cronos producían madera, corteza y fibra al igual que alimento y aire fresco. Sus obras de artesanía eran gigantescas, y las esculturas de aspecto arcaico. La mayor parte de lo que deseaba leer venía por supuesto de los bancos de datos, pero tenía un estante con algunos viejos libros: Las baladas fronterizas de Childe, una Biblia familiar del siglo dieciocho (pese a su agnosticismo), un ejemplar de La maquinaría de la libertad que casi se había desintegrado pero que exhibía la firma de su autor, así como algunas otras obras de valor. Sobre ellas se encontraba el modelo de un barco en el cual había surcado a vela las aguas del norte de Europa, y un trofeo que había ganado jugando a la pelota a bordo de la nave. En las mamparas colgaban sus floretes y numerosas fotos: padres y parientes, lugares salvajes que había recorrido en la Tierra, castillos, montañas y páramos escoceses que había visitado con frecuencia, su equipo geológico en la Luna, Thomas Jefferson y una efigie imaginaria de Robert the Bruce.

Una noche en particular había estado sentado ante su telepantalla. Las luces estaban al mínimo para que pudiera saborear plenamente la imagen. Las naves auxiliares estaban realizando un ejercicio conjunto y un par de sus tripulantes aprovecharon la oportunidad para emitir imágenes de lo que veían.

Y era esplendoroso. El espacio lleno de estrellas formaban como un cáliz alrededor de la Cronos. Los dos gigantescos cilindros que giraban majestuosamente en sentidos opuestos y todo el complejo de conexiones, portillas, escudos, colectores, transmisores y muelles; vistos desde unos centenares de kilómetros de distancia se iban transformando en una exquisita pintura japonesa. La vela solar llenaba la mayor parte de la pantalla, como un girasol dorado: con un examen más detallado, se podía apreciar tanto su intrincada estructura en forma de telaraña, como su forma de imponente y sutil curvatura. Incluso, se podía percibir la firma de su gasa, más sutil que ninguna otra. Como una obra, más ingente que las pirámides y más delicada que la remodelación de un cromosoma, la nave avanzaba hacia Saturno, que era el segundo faro más brillante del firmamento.

El timbre de la puerta arrancó a Scobie de su exultante contemplación. Al ir hacia ella se golpeó el pie con la pata de una mesa: Eso era debido a la fuerza gravitatoria de Coriolis. Al ser demasiado ligera para el tamaño de la nave, esta tenía que girar para proporcionarles una gravedad normal. Aunque hacía largo tiempo que se había acostumbrado a ella, de vez en cuando se abstraía de tal forma que los hábitos terrestres volvían a él. Lanzó un juramento por su descuido pero lo hizo de buen humor, pues estaba pensando en el rato placentero que iba a pasar.

Al abrir la puerta, Delia Ames entró con paso ligero. La cerró inmediatamente detrás de ella y se apoyó en el panel. Delia, era una mujer alta y rubia que se encargaba principalmente del mantenimiento electrónico, pero también de un buen número de actividades exteriores.

—¡En! —dijo Scobie—. ¿Qué pasa? Parece como si, —intentó hacer un chiste— parece como si fueras algo que mi gato ha dejado en la puerta, en caso de que a bordo tuviéramos ratones o peces que pudieran morir en la plaza.

Delia emitió un jadeo ahogado. Cuando habló, tenía un acento australiano tan marcado que al principio le costó entenderla:

—Yo hoy, estaba por casualidad en la misma mesa de la cafetería que George Harding…

Scobie sintió un leve cosquilleo de inquietud. No solo Harding y Ames trabajaban en el mismo departamento, sino que tenían otras actividades en común. En el grupo de juego al que pertenecían, Harding solía adoptar un papel vagamente ancestral, N’Kuma el Matador de Leones.

—¿Qué ocurrió? —le preguntó Scobie.

En el rostro de Delia solo había dolor.

—Mencionó que tú, él y el resto, pasaríais juntos vuestro próximo descanso, para que vuestro, vuestro maldito juego no se interrumpiera.

—Bueno, sí. El trabajo en el nuevo parque del casco estribor quedará suspendido hasta que hayan reciclado el metal suficiente para los conductos del agua. El área estará despejada, y mi pandilla lo ha arreglado para pasar el equivalente a una semana en…

—¡Pero teníamos que ir al Lago Armstrong!

—Eh…, espera, eso solo era algo que comentamos, no teníamos aún ningún plan definitivo, y además se trata de una oportunidad tan fuera de lo común. Iremos después, cariño. Lo siento —Le cogió las manos. Estaban muy frías. Intentó sonreír—. Vamos, vamos, haremos juntos una estupenda cena para festejarlo y luego pasaremos, bueno, pasaremos una noche tranquila en casa. Pero antes, para empezar, en la pantalla hay un espectáculo de lo más soberbio.

Ella se soltó de su brazo con brusquedad. El gesto pareció calmarla.

—No, gracias —dijo con voz átona—. No cuando prefieres estar con esa Broberg. Solo he venido para decirte personalmente que voy a quitarme de en medio.

—¿Cómo? —dijo, dando un paso hacia atrás—. ¿Qué infiernos quieres decir?

—Lo sabes perfectamente.

—¡No lo sé! Ella es feliz en su matrimonio, tiene dos críos, es mayor que yo; somos amigos, claro, pero nunca ha existido nada entre nosotros que debiéramos ocultar y… —Scobie tragó saliva—. ¿Crees acaso que estoy enamorado de ella?

Ames apartó la mirada. Sus dedos se movían nerviosamente.

—No pienso ser una mera distracción para ti, Colín. Ya tienes suficientes maneras de pasar el tiempo. Tenía la esperanza de que. Pero me equivocaba, por lo tanto es mejor romper esta relación ahora, antes de que tenga que lamentarlo mucho más en el futuro.

—Pero Dee, te juro que no estoy enamorado de nadie más y yo te juro que para mí eres más que un cuerpo, eres una persona magnífica y… —Ella seguía muda, como ausente. Scobie se mordió el labio antes de confesárselo—. De acuerdo, la admito. Me presenté voluntario para este viaje por culpa de que tuve un asunto amoroso en la Tierra y del que salí bastante mal parado. Con eso no quiero decir que el proyecto no me interese, me doy cuenta de que representa una parte muy importante de mi vida. Dee, tú has sido quien me ha ayudado a sentirme más a gusto en mi situación actual que cualquier otra mujer.

Ella frunció el ceño.

—Pero no tanto como te ha ayudado tu psicodrama, ¿verdad?

—Eh, debes pensar que estoy obsesionado con el juego. No lo estoy. Resulta divertido y oh, quizá «divertido» sea una forma poco adecuada de definirlo pero, de todos modos, son solo grupos de gente que se reúnen de forma regular para practicarlo. Es como mi esgrima, o como un club de ajedrez o cualquier otra cosa.

Ella se irguió, enderezando los hombros.

—Entonces, muy bien —dijo—, ¿vas a cancelar la cita que has hecho y pasar tus vacaciones conmigo?

—Yo, eh, no puedo hacerlo. Ahora ya no. Kendrick no se encuentra en la periferia de los acontecimientos actuales, está relacionado estrechamente con todos los otros. Si no aparezco le estropearé la diversión a todos los del grupo.

Sus ojos se clavaron en él.

—Muy bien. Una promesa es una promesa, o eso me imaginaba yo. Pero luego… no temas, no estoy intentando atraparte. No serviría de nada, ¿verdad? De todos modos, si mantengo nuestra relación actual, ¿abandonarás ese juego tuyo?

—No puedo —Sintió que la ira se apoderaba de él—. ¡No, maldita sea! —rugió.

—Entonces, adiós, Colin —dijo ella, y se fue.

Él permaneció varios minutos contemplando la puerta que ella había cerrado al salir.

A diferencia de los grandes navíos que exploraban la vecindad de Titán y Saturno, las naves que se posaban en los satélites carentes de atmósfera eran simples lanzaderas Luna-espacio modificadas, aparatos en los que se podía confiar aunque su capacidad era bastante limitada. Cuando la rechoncha silueta de la nave se perdió tras el horizonte, Garcilaso utilizó su radio:

—Ya estamos lejos del bote, Mark. Debo confesar que así se ve mejor el paisaje.

Uno de los microsatélites que habían sido sembrados en la órbita se encargó de transmitir sus palabras.

—Entonces, será mejor que empieces a dejar tu rastro —le recordó Danzig.

—Vaya, vaya, realmente es de los que están en todo, ¿eh?

Sin embargo, Garcilaso desenfundó la pistola rociadora que llevaba en la cadera y trazó un círculo de vívida pintura fluorescente en el suelo. Repetiría la misma operación a intervalos más o menos regulares hasta que su grupo llegara al glaciar. Salvo donde el regolito estaba cubierto con una gruesa capa de polvo, los pies no dejaban demasiada huella por la falta de la gravedad y al andar por encima de una extensión de roca no había huella alguna.

¿Andar?, qué digo, saltar. Los tres daban saltos exultantes, sin que apenas les molestara el peso de los trajes espaciales, con sus unidades de soporte vital y los paquetes de herramientas y raciones. El suelo parecía huir bajo sus pies, y el hielo que se alzaba ante ellos era cada vez más alto y claro, como un espectáculo cuya magnificencia iba en constante aumento.

En realidad era algo indescriptible. Se podría hablar de suaves laderas en la parte baja y de murallas en lo alto, llegando quizá hasta el centenar de metros, con algunas estribaciones que subían aún más arriba. Se podía hablar de la grácil curvatura de las terrazas que ascendían por esas laderas, de parapetos hechos de encaje y angostos barrancos y aperturas en forma de arco que daban a cavernas llenas de maravillas, del azul misterioso que había en las profundidades y de tonalidades verdosas allí donde la luz atravesaba las zonas casi transparentes, del centelleo de las gemas incrustadas en una blancura donde la radiación y la sombra trazaban sus mandalas, y nada de eso serviría para entenderlo mejor que la referencia, totalmente inadecuada, hecha antes por Scobie sobre el Gran Cañón.

—Alto —dijo, por onceava vez—. Quiero tomar unas cuantas fotos.

—¿Las entenderá alguien que no haya estado aquí? —murmuró Broberg.

—Probablemente no —dijo Garcilaso, hablando también en un susurro—. Quizá somos los únicos en lograr entender esto.

—¿A qué te refieres? —preguntó la voz de Danzig.

—No importa —dijo secamente Scobie.

—Creo que lo sé —dijo el químico—. Sí, es un escenario magnífico pero estáis dejando que os hipnotice.

—Si no dejas de decir tonterías —le advirtió Scobie—, te sacaremos del circuito. Maldita sea, tenemos trabajo que hacer. Deja de molestarnos.

Danzig lanzó un suspiro.

—Lo siento. Esto, ¿habéis encontrado algún dato sobre la naturaleza de todo este sitio?

Scobie enfocó su cámara.

—Bien —dijo, algo calmado—, por la diferencia entre los colores y las texturas, así como la evidente diferencia de las formas, se puede tratar efectivamente de lo que sugería el espectro de radiación mandado por la sonda. La composición es una mezcla o una superposición de materiales distintos, o puede que las dos cosas a la vez, y varía de un lugar a otro. Es obvio que aquí hay agua helada, pero estoy casi seguro de que también hay dióxido de carbono y podría apostar a que encontraremos amoníaco, metano y puede que cantidades menores de otras sustancias.

—¿Metano? ¿Eso podría seguir siendo sólido a la temperatura ambiente en el vacío?

—Tendremos que descubrirlo para estar seguros. De todas formas, yo diría que la mayor parte del tiempo hace el frío necesario, al menos para los estratos de metano que se encuentran en el interior, soportando cierta presión.

En los rasgos de Broberg, encerrados por el globo de vitrilo de su casco, podía verse un gran deleite.

—¡Esperad! —exclamó—. Tengo una idea sobre lo que le pasó a la sonda después de posarse —Tragó aire—. Recordaréis que bajó casi al pie del glaciar.

Nuestra imagen del lugar desde el espacio parecía indicar que la enterró una avalancha, pero no lográbamos comprender lo que podía haber desencadenado tal fenómeno. Bueno, supongamos que había una capa de metano justo en el peor sitio posible y que se derritiera. Puede que la calentara la radiación de las toberas y que luego el haz de radar, utilizado para trazar los contornos del mapa, acabara de añadir los últimos grados necesarios. La capa se derritió y con ella acabó cayendo todo lo que sostenía.

—Plausible —dijo Scobie—. Te felicito, Jean.

—¿Nadie pensó antes en esa posibilidad? —dijo Garcilaso en tono burlón—. ¿Con qué clase de científicos hemos estado arreglándonos?

—Con los que se vieron abrumados por el trabajo después de que llegáramos a Saturno, y aún más abrumados a medida que empezamos a recibir datos —replicó Scobie—. El universo es mayor de lo que tú o nadie pueda imaginar, cabeza loca.

—Oh. Claro. No quería ofender a nadie —Garcilaso se volvió nuevamente hacia el hielo—. Sí, nunca nos quedaremos sin misterios, ¿verdad?

—Nunca —los ojos de Broberg brillaban como dos enormes estrellas—. En el corazón de las cosas siempre habrá magia. El rey de los elfos gobierna.

Scobie guardó nuevamente la cámara en su bolsa.

—Basta de charla, sigamos —ordenó lacónicamente.

Sus ojos se encontraron por un segundo con los de Broberg. Bajo esa extraña luz que venía del hielo todos pudieron ver que primero palidecía y luego se ponía roja, saltando después hacia lo lejos.

«Ricia había ido sola al Bosque de la Luna en el solsticio de verano. El rey la encontró allí y se la llevó con él, tal y como ella había esperado. El éxtasis se convirtió en terror cuando acabó agotando sus fuerzas de ser humano; pero su cautiverio en la Ciudad del Hielo le trajo muchas más horas parecidas, así como bellezas y maravillas desconocidas entre los mortales. Alvarlan, su mentor, envió su espíritu a buscarla, y él mismo se extravió, maravillado ante sus hallazgos. Tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para decirle a sir Kendrick de las Islas dónde se encontraba, aunque le había prometido su ayuda para liberarla».

»N’Kuma el Matador de Leones, Bela de la marca del Este, Karina Lejano Oeste, Dama Aurelia, Olav Maestre del Arpa… ninguno de ellos había estado presente cuando todo ocurrió.

El glaciar (un nombre poco apropiado para algo que quizá no existiera en ninguna otra parte del sistema solar) se alzaba bruscamente de la llanura como una gran muralla. Inmóviles ante él, ninguno de los tres pudo ver hasta dónde llegaba. Sin embargo, pudieron ver que se curvaba hacia arriba en un ángulo muy pronunciado hasta llegar a un risco muy abrupto. En los incontables cráteres se agazapaban sombras azuladas. El sol había subido lo suficiente como para engendrarlas: el día de Japeto es como setenta y nueve días de la Tierra.

La pregunta de Danzig chisporroteó en sus audífonos.

—¿Estáis satisfechos ahora? ¿Volveréis antes de que os sorprenda otro alud?

—Ya no habrá más aludes que nos sorprendan —replicó Scobie—. No somos un vehículo, y está claro que esta configuración local lleva un siglo o más ahí.

Además, ¿de qué servirá una expedición tripulada si nadie investiga nada?

—Veré si puedo trepar por ahí —se ofreció Garcilaso.

—No, espera —le ordenó Scobie—. He tenido experiencia con montañas y ventisqueros, puede que eso sirva de algo aquí. Deja que os marque ruta antes de subir.

—¿Vais a meteros todos en esa cosa? —explotó Danzig—. ¿Es que os habéis vuelto todos locos?

Scobie frunció el ceño y apretó los labios.

—Mark, te lo advierto de nuevo: si no controlas tus emociones te desconectaremos. Si yo decido que es seguro, subiremos un trecho.

Por la falta de gravedad empezó a flotar lentamente en un movimiento de vaivén mientras estudiaba el jókull. En seguida se podía distinguir que las capas y los bloques eran de distintas sustancias, como bloques cuadrados puestos uno junto al otro por un albañil élfico, eso cuando eran tan enormes que solo un gigante podría haberlos tallado. Los pequeños cráteres podían ser puestos de vigilancia situados en este risco, la muralla inferior de las defensas de la ciudad.

Garcilaso, que normalmente era el más animado de los hombres, permaneció inmóvil dejando que su visión se esfumara. Broberg se arrodilló para examinar el suelo, pero sus ojos no dejaban de extraviarse en la lejanía.

Finalmente les hizo una seña.

—Colin, por favor, ven aquí —dijo—. Creo que he descubierto algo.

Scobie se reunió con ella. Al ponerse en pie, ella recogió un puñado de finas partículas negras del sitio donde se había arrodillado y lo dejó resbalar por entre sus dedos.

—Sospecho que esta es la razón de que la transición al hielo sea tan brusca —le dijo.

—¿Qué es? —preguntó Danzig desde lejos. Pero no obtuvo respuesta alguna.

—Me he dado cuenta de que cuanto más avanzábamos más polvo había —continuó diciendo Broberg—. Si cae sobre zonas de materia congelada que se encuentran aisladas de la masa principal y acaba cubriéndolas, absorberá el calor solar hasta que se derritan o, lo que es más probable, hasta que se sublimen. Incluso las moléculas de agua podrían escapar al espacio con esta gravedad tan débil. La masa principal era demasiado grande para ello: la ley del cuadrado inverso. Aquí los granos de polvo se limitarían a derretir el hielo durante un corto espacio y luego acabarían cubiertos a medida que el material que los rodee caiga sobre ellos, con lo que el proceso se detendría.

—Hum —Scobie alzó la mano para rascarse el mentón, se encontró con su casco y sonrió, divertido por su propio olvido—. Suena bastante razonable. Pero ¿de dónde vino tanto polvo?, y si a eso vamos ¿de dónde salió el hielo?

—Creo… —Bajó tanto la voz que apenas si pudo oírla. Y sus ojos se volvieron hacia Garcilaso. Scobie no podía apartar la mirada de su rostro y de su perfil recortado contra las estrellas—. Creo que esto tiene relación con tu hipótesis del cometa, Colin. Un cometa chocó con Japeto. Su dirección se debía a que llegó tan cerca de Saturno que se vio obligado a efectuar un giro muy brusco alrededor del planeta. Era enorme; su hielo cubrió casi un hemisferio, pese a que gran parte de él debió de perderse vaporizado. El polvo procede en parte de él y en parte fue generado por el impacto.

Él posó su mano sobre la coraza que le protegía el hombro.

—Tú teoría Jean. Yo no he sido el primero en proponer esa hipótesis del cometa, pero tú fuiste la primera en corroborarla con detalles.

Ella no pareció prestar atención a su comentario y siguió hablando en un murmullo.

—El polvo puede explicar también la erosión que fue creando esas maravillosas formaciones. Hizo que se fundieran capas distintas y que en la superficie se diera un proceso de sublimación, siguiendo el modo en que se distribuyó al caer, y según las mezclas de hielo a las que se agarró, hasta que este fue barrido o quedó cubierto.

Los cráteres, tanto los pequeños como los grandes que hemos observado desde arriba, no tienen un mismo origen pero es similar. Meteoritos.

—Cuidado con eso —protestó él—. Cualquier meteorito de un tamaño apropiado para ello liberaría la suficiente energía capaz de fundir casi todo el campo de hielo.

—Lo sé. Eso quiere decir que la colisión con el cometa tuvo que ser reciente, de hace menos de mil años, o de lo contrario no estaríamos viendo hoy este milagro.

Desde entonces no se ha producido todavía ningún choque de importancia. Tan solo pequeñas piedras, arena cósmica y polvo que estaban en órbita alrededor de Saturno, y que cuando se estrellan lo hacen a una velocidad relativamente baja. La mayoría, a lo más que llegan es a marcar el hielo. Sin embargo, al posarse en él y por ser más oscuras recogen el calor solar y vuelven a irradiarlo, fundiendo así todo lo que les rodea, hasta que terminan por hundirse. Las concavidades que dejan reflejan la radiación incidente a su alrededor, y de ese modo continúan creciendo. El efecto perdigonada. Y, ya que distintos hielos tienen propiedades diferentes, no se obtienen unos cráteres perfectamente lisos sino esos cuencos fantásticos que vimos antes de posarnos.

—¡Por Dios! —Scobie la abrazó—. Eres un genio.

Sus cascos se tocaban por la proximidad, ella sonrió y dijo:

—No. Es obvio, una vez que has estado aquí para verlo —Se quedó callada durante unos segundos mientras seguían abrazados—. Admito que la intuición científica es algo raro —dijo por fin—. Al considerar el problema, apenas si me di cuenta de que mi mente lógica estuviera cavilando en él. Lo que pensé fue: «Aquí está la Ciudad del Hielo, hecha con piedras de las estrellas que un dios hizo caer del cielo».

—¡Jesús y María! —Garcilaso giró en redondo para mirarles.

Scobie soltó a Broberg.

—Buscaremos algún tipo de confirmación —dijo con voz trémula—. Iremos al gran cráter que vimos a unos cuantos kilómetros de distancia. La superficie parece lo bastante segura como para andar sobre ella.

—A ese cráter le llamé el Salón de Baile del rey de los elfos —dijo Broberg con voz pensativa, como si estuviera recordando un sueño.

—Tened cuidado —dijo Garcilaso con una seca carcajada—. Ahí delante hay un montón de poderosa magia. Y el rey no es más que un heredero; fueron los gigantes quienes construyeron estas murallas, ¡por los dioses!

—Bueno, tenemos que encontrar una entrada, ¿no? —respondió Scobie.

—Por supuesto —dice Alvarlan—. No podré guiaros a partir de ahora. Mi espíritu solo puede ver a través de ojos mortales. Lo único que puedo hacer es prestaros mi consejo hasta que lleguemos junto a las puertas.

—¿Qué os pasa, es que divagáis dentro de vuestro propio cuento de hadas, o qué? —gritó Danzig—. ¡Volved antes de que acabéis todos muertos!

—¿Quieres calmarte? —le dijo Scobie con un gruñido de rabia—. Es solo un modo de hablar entre nosotros. Si no puedes entenderlo, es que tu cerebro funciona mucho peor que los nuestros.

—¿Quieres escucharme? No he dicho que estés loco. No estáis teniendo alucinaciones ni nada parecido. Lo único que digo es que habéis dirigido vuestras fantasías hacia un lugar como este, y ahora que la realidad las ha reforzado, os encontráis bajo un hechizo que sois incapaces de reconocer. ¿Acaso avanzaríais de modo tan temerario en cualquier otro lugar del universo? ¡Piénsalo!

—Basta ya. Reanudaremos el contacto cuando hayas tomado el tiempo suficiente para mejorar tus modales. —Scobie desconectó de un manotazo el interruptor principal de su radio, y sus compañeros hicieron lo mismo. Los circuitos que quedaron activados servían solo para la comunicación de corto alcance, no tenían la energía suficiente para llegar a los transmisores en órbita.

Los tres se enfrentaron al imponente espectáculo que ante ellos se alzaba.

—Cuando estemos dentro puedes ayudarme a encontrar a la princesa, Alvarlan —dice Kendrick.

—Puedo hacerlo y lo haré —jura el hechicero.

—Te espero, oh tú que eres el más fiel de todos mis amantes —dice Ricia con voz melosa.

—¡Oh, maldito sea ese juego para siempre! —sollozó Danzig, solo en la nave espacial. Sus palabras se perdieron en el vacío.