Capítulo IV

Dejemos sin embargo lo que es realmente un aspecto muy sórdido del tema y volvamos a la cuestión del control popular del Arte, con lo que quiero decir la Opinión Popular dictando al artista la forma que debe usar, el modo de usarla y los materiales con los que deberá trabajar. He señalado que las artes que mejor han escapado en Inglaterra son aquéllas por las que el público no muestra interés. Se interesan, sin embargo, por el teatro, y como se ha logrado un cierto adelanto en el teatro en los últimos diez o quince años, es importante señalar que este avance se debe enteramente al hecho de que algunos pocos artistas individuales rechazaron aceptar como guía la falta de gusto del público, y se negaron a considerar el Arte como mera cuestión de oferta y demanda. Con su maravillosa y vívida personalidad, con un estilo que tiene en sí un verdadero elemento de color, con su extraordinario poder, no solamente sobre la mímica sino sobre la creación imaginativa e intelectual, si el solo objeto del señor lrving hubiese sido dar al público lo que éste quería, hubiese podido producir las obras más comunes en la forma más común, y obtener tanto éxito y dinero como cualquier hombre hubiese podido desear. Pero su objetivo no era ése. Su objetivo era realizar su propia perfección como artista, bajo ciertas condiciones y con ciertas formas del Arte. Al principio gustó a unos pocos; ahora ha educado a una mayoría. Ha creado en el público gusto y temperamento. El público aprecia inmensamente su éxito artístico. Me pregunto a menudo si el público comprende que su éxito se debe enteramente a que él no aceptó su criterio, sino a que siguió el suyo propio. De haber seguido el criterio del público, el Lyceum hubiese sido una barraca de segunda categoría, como son algunos de los teatros de Londres actualmente. Lo comprendan o no, es un hecho sin embargo que el gusto y el temperamento fueron creados hasta cierto punto en el público y que el público es capaz de desarrollar estas cualidades. El problema reside entonces en saber por qué el público no se educa y refina más. Si tienen la capacidad de hacerlo, ¿qué los detiene?

Lo que los detiene, debe decirse nuevamente, es su deseo de ejercer autoridad sobre los artistas y sobre las obras de arte. Hay ciertos teatros, como el Lyceum y el Haymarket, a donde el público parece concurrir con la disposición apropiada. En estos dos teatros ha habido artistas individuales que han logrado crear entre sus audiencias -y cada teatro en Londres tiene su propia audiencia- el temperamento necesario para apreciar el arte. ¿Cuál es este temperamento? Es el temperamento de la receptividad. Eso es todo.

Si un hombre se aproxima a una obra de arte con el deseo de ejercer autoridad sobre ella y sobre el artista, se aproxima con una disposición tal que ya no puede recibir ninguna impresión artística de la misma. La obra de arte debe dominar al espectador y no el espectador a la obra de arte. El espectador debe ser receptivo. Debe ser el violín con el que ejecutará el maestro. Cuanto más absolutamente suprima sus necias opiniones, sus tontos prejuicios y sus absurdas ideas sobre lo que debiera o no ser el Arte, mejor comprenderá y apreciará la obra de arte en cuestión. Esto resulta obvio en el caso del público vulgar de hombres y mujeres, de Inglaterra, que concurren al teatro. Pero es igualmente cierto cuando se aplica a la llamada gente educada. Pues las ideas que la gente educada tiene sobre el arte provienen naturalmente de lo que el Arte ha sido, mientras que la obra de arte nueva es hermosa por ser lo que el Arte nunca ha sido; y medirla con las pautas del pasado es medirla con una pauta que debe ser rechazada para poder valorar la real perfección de la obra. Aquel temperamento que es capaz de recibir, a través de la imaginación y bajo circunstancias imaginativas, nuevas y hermosas impresiones, es el único temperamento capaz de apreciar una obra de arte. Y cierta como es esta afirmación en el caso de una escultura y una pintura, más cierta aún es en el caso de un arte como el teatro. Pues un retrato y una escultura no están en lucha con el Tiempo. No toman en cuenta su devenir. Su unidad puede aprehenderse en un momento. En el caso de la literatura es diferente. Debe transcurrir un lapso antes de poder apreciar la unidad del efecto. De esta forma, en la obra de teatro puede ocurrir algo en el primer acto cuyo real valor artístico podrá no hacerse evidente al espectador hasta llegar al tercer o cuarto acto. ¿Debe por ello ese imbécil enojarse, y gritar, y perturbar la obra y molestar a los artistas? No, la persona sensata debe permanecer sentada, con tranquilidad, y saborear las deliciosas emociones de la expectación, la curiosidad, y el suspenso. No debe ir a ver la obra para perder los estribos. Debe ir a ver la obra para satisfacer su temperamento artístico. No es árbitro de la obra de arte, y si la obra de arte es bella, olvidará en su contemplación todo el egotismo que lo perturba, el egotismo de su ignorancia, o el egotismo de su información. Creo que este aspecto del teatro no ha sido suficientemente reconocido. Puedo muy bien creer que si Macbeth hubiese sido presentada por primera vez ante el público del Londres actual, mucha de la gente hubiese objetado vigorosamente por la introducción de las brujas en el primer acto, con sus frases grotescas y sus palabras ridículas. Pero cuando la obra termina, uno se da cuenta de que la risa de las brujas en Macbeth es tan terrible como la risa de locura de Lear, más terrible que la risa de Yago en la tragedia del Moro. Ningún espectador de arte necesita una forma más perfecta de receptividad que el espectador de una obra de teatro. En el momento en que busca ejercer su autoridad se convierte en enemigo abierto del Arte y de sí mismo. Al Arte esto no le afecta; es él quien sufre.

Con la novela sucede lo mismo. La autoridad popular y la aceptación de la autoridad popular son fatales. El Esmond de Thackeray es una hermosa obra de arte porque la escribió para darse placer a sí mismo. En sus otras novelas, en Pendennis, en Philip, aún en Vanity Fair, hay momentos en que está demasiado consciente del público, y arruina su trabajo al apelar directamente a la simpatía del público, o por burlarse directamente de él. El verdadero artista no toma en cuenta al público. Para él, el público no existe. No lleva tortas rellenas de narcóticos o de miel para adormecer o alimentar al monstruo. Deja eso para el novelista popular. Tenemos ahora en Inglaterra un incomparable novelista, el señor George Meredith. Hay mejores novelistas en Francia, pero Francia no tiene a nadie con una visión tan amplia, tan variada y tan imaginativamente cierta. Hay en Rusia narradores con un sentido más vívido de lo que puede ser el dolor en la ficción. Pero Meredith posee la filosofía de la ficción. Sus personajes no solamente viven, sino que viven en el pensamiento. Uno puede verlos desde un sin fin de puntos de vista. Son sugerentes. Hay alma en ellos y alrededor de ellos. Son interpretativos y simbólicos. Y quien las creó, a esas maravillosas figuras de rápidos movimientos, las hizo para su propio placer, y nunca preguntó al público lo que éste quería, nunca permitió al público que le dictara lo que debía hacer o influyera sobre él de ninguna manera, sino que ha continuado intensificando su propia personalidad y produciendo su propio trabajo individual. Al principio, nadie vino a él. Eso no le importó. Luego, una minoría se le acercó. Eso no lo cambió. La mayoría ha venido ahora. El sigue siendo el mismo. Es un novelista incomparable.

Con las artes decorativas no es diferente. El público se aferró con verdadera y patética tenacidad a lo que yo creo fueron las tradiciones directas de la Gran Exhibición de Vulgaridad Internacional, tradiciones tan lamentables que las casas que se habitaban eran apropiadas para ciegos. Se comenzaron a hacer cosas bellas, salieron bellos colores de las manos del tintorero, formas hermosas del cerebro del artista, y se implantó la costumbre por el uso de cosas hermosas, su valor e importancia. El público se indignó. Perdió los estribos. Se dijeron cosas necias. A nadie importó. Nadie aceptó la autoridad de la opinión pública. Y ahora resulta casi imposible entrar en una casa moderna sin notar algún rasgo de buen gusto, algún reconocimiento del valor de vivir en un medio encantador, alguna señal de aprecio por la belleza. Por lo general, actualmente las casas son bastante encantadoras. La gente ha sido, en gran medida, educada. Y es justo decir que el extraordinario éxito de la revolución en las decoraciones de las casas y en su amueblamiento no se debe al desarrollo del buen gusto en la mayoría del público sino a que los artesanos hallaron placer en hacer cosas hermosas y surgió en ellos una vívida conciencia de la fealdad y la vulgaridad de lo que el público antes quería, de modo que simplemente se negaron a servirles. Sería imposible amueblar hoy una habitación en la forma que se hacía algunos años atrás, sin tener que recurrir para ello a un remate de muebles de segunda mano, en un hotel de tercera categoría. Esas cosas ya no se hacen más. Aunque lo objeten, la gente tiene actualmente algo lindo a su alrededor. Por fortuna para ellos, sus propios intentos de imponer su autoridad sobre esas cosas fracasaron.