CARDENAL

Alvin despertó horas más tarde. La luna caía al oeste, y, al este, asomaba la primera línea de luz. No había querido dormirse. Pero estaba cansado, después de todo, y su labor había terminado. Obviamente, no podía cerrar los ojos y pensar que seguiría despierto. Todavía tenía tiempo de llenar un cubo de agua y llevarlo a la casa.

¿Pero había abierto los ojos? Veía el cielo, gris a la izquierda, gris a la derecha. Pero ¿dónde estaban los árboles? ¿No tendrían que estar moviéndose suavemente bajo la brisa de la mañana, a la distancia? Tampoco había brisa, y, más allá de sus ojos y de su piel, había otras cosas que no podía sentir. La música verde del bosque viviente. Había desaparecido; los insectos que dormían sobre la hierba no emitían su murmullo de vida, los ciervos que pacían al amanecer no palpitaban con el ritmo de su corazón. No había pájaros descansando sobre las ramas, a la espera de que el calor del sol llamara a los primeros insectos.

Muerto. Deshecho. El bosque había desaparecido.

Alvin abrió los ojos.

¿Pero acaso antes no los tenía abiertos?

Alvin volvió a abrir los ojos, y vio que no podía ver; sin cerrarlos, los abrió una vez más, y cada vez el cielo le pareció más oscuro. No, no más oscuro, sino más lejano, como si él cayese en un foso tan profundo que el mismo cielo se perdiese.

Alvin gritó de terror, y abrió los ojos ya abiertos. Y vio:

El aire tembloroso del Deshacedor que se cernía sobre él, metiéndosele en las fosas nasales, entre los dedos, en los oídos.

Sintió… no, señor… supo que algo ya no estaba: las capas externas de su piel. Allí donde el Deshacedor lo tocaba, su propio cuerpo se deshacía en fragmentos diminutos que morían, se secaban, se dispersaban.

—¡No! —gritó. Pero su grito no emitió ningún sonido. En cambio, el Deshacedor se abalanzó al interior de su boca, se internó hasta sus pulmones, y no pudo apretar los dientes lo suficiente para impedir que esa criatura huidiza se le introdujera en el cuerpo y lo devorara por dentro y por fuera.

Trató de curarse, como había hecho años atrás con esa pierna que la piedra de molino le había partido por la mitad. Pero era como la vieja historia que Truecacuentos le había enseñado: nunca lograría construir al mismo ritmo con que el Deshacedor destruía. Por cada sitio que curaba, mil lugares se desmoronaban y desaparecían. Iba a morir. Ya estaba medio muerto. Pero no sólo moriría en carne y hueso. El Deshacedor pensaba devorar su cuerpo y su alma, su mente y su carne por entero.

Splash. Escuchó que el agua se estrellaba contra algo. Fue el sonido más hermoso de toda su vida. Si podía oír ruidos, había algo más allá del Deshacedor que lo rodeaba y lo invadía.

Alvin oyó que el ruido reverberaba y resonaba en su propio recuerdo, y aferrado a eso, colgado de ese contacto con el mundo real, abrió los ojos.

Esta vez de veras, pues vio el cielo, y el borde de árboles donde debía estar. Y vio también a Gertie Smith, la mujer del herrero, de pie a su lado y con un cubo en las manos.

—Me figuro que es la primera agua que sale de este pozo —dijo.

Alvin abrió la boca y sintió que el aire húmedo le colmaba el pecho.

—Me figuro que sí —murmuró.

—Nunca habría imaginado que pudieras cavarlo solo y cubrir la paré con piedras, todo en una noche —dijo—. Ese mestizo, Arturo Estuardo, vino a la cocina donde estaba haciendo los bizcochos para el desayuno, y me dijo que habías terminado el pozo. Tuve que salir para verlo.

—Se levanta disparatadamente temprano —dijo Alvin.

—Y tú te quedas despierto hasta disparatadamente tarde —agregó Gertie—. Si fuera un hombre de tu talla le daría a mi esposo una buena tunda. Al, aprendiz o no.

—Hice lo que él me dijo.

—Ya veo que sí. Veo también que te hizo cavar ese círculo de roca al lado de la herrería, ¿me equivoco? —Cacareó de contento—. Eso le enseñará al viejo cretino. Le cree tanto a ese buscador de agua… Pero su propio aprendiz tiene mejor don para el agua que ese embustero…

Por primera vez, Alvin comprendió que el hoyo que había cavado en su ira era un anuncio a cuatro vientos de que servía para algo más que para herrar caballos.

—Por favor, señora…

—¿Por favor qué?

—Mi don no es para encontrar agua, señora, y si usté comienza a decirlo por ahí, ya no tendré un minuto de paz.

La mujer lo estudió con ojo entrecerrado.

—Si no tienes el don del buscador de aguas, niño, dime cómo apareció esta agua limpia en el foso que cavastes.

Alvin pensó en la mentira que diría:

—La varita del buscador se enterró también en este lugar, yo lo vi, y cuando allí me encontré con la roca me puse a cavar a este lado.

Gertie era una mujer suspicaz.

—¿Crees que dirías lo mismo si Jesús estuviera aquí juzgando tu alma eterna por la verdá de tus palabras?

—Señora, supongo que si Jesús estuviera aquí, estaría pidiendo perdón por mis pecados, y no me importaría un bledo ningún pozo.

La mujer volvió a reír, y lo palmeó ligeramente en el hombro.

—Me gusta tu cuento sobre la varita. Justamente en ese momento estabas mirando al viejo Hank… Es el colmo. Pero diré a todos la historia, ya verás si no.

—Gracias, señora.

—Sírvete. Bebe. Mereces el primer trago del primer cubo de agua limpia de esta fuente.

Alvin sabía que, por costumbre, los primeros tragos eran para el dueño, pero ella se lo estaba ofreciendo y él tenía tanta sed que no podría haber lanzado dos escupitajos aunque le hubiesen pagado cinco dólares por cada uno. Se llevó el cubo a los labios y bebió, dejando que el agua le empapara la camisa.

—Diría que tienes hambre, también —dijo la mujer.

—Más que hambre, cansancio —repuso Alvin.

—Pues ven a dormir a la casa, entonces.

Sabía que era lo que correspondía, pero sentía que el Deshacedor no andaba muy lejos, y, a decir verdad, tenía miedo de volver a dormirse.

—Gracias, señora, pero quisiera estar solo un rato antes de descansar…

—Como te apetezca —repuso la mujer, y se marchó.

La brisa de la mañana lo heló al soplar contra el lienzo húmedo de su camisa. ¿Habría sido un sueño el ataque del Deshacedor? No lo creía. Estaba bien despierto, pero si Gertie Smith no hubiese venido a hundir el cubo en la fuente, habría sido deshecho. El Deshacedor ya no se ocultaba. Ya no se escabullía por detrás o en derredor. Por donde mirara lo veía, temblando bajo la luz gris de la alborada.

Por alguna razón, el Deshacedor había escogido esa mañana para un enfrentamiento cara a cara. Sólo que Alvin no sabía de qué modo debía combatir. Si cavar una fuente y construirla tan bien no bastaba para alejar a su enemigo, no sabía qué otra cosa hacer. El Deshacedor no era como los hombres con quienes forcejeaba en el pueblo. El Deshacedor no tenía nada de donde poder aferrarlo.

Pero de algo estaba seguro. Alvin jamás volvería a conciliar el sueño otra noche si no abatía de algún modo a ese Deshacedor y lo obligaba a retorcerse en el polvo.

«Se supone que debo ser tu amo», dijo Alvin al Deshacedor. «Dime, entonces, Deshacedor, ¿cómo puedo destruirte, cuando sólo eres destrucción? ¿Quién me enseñará a ganar esta batalla, cuando tú puedes echarte sobre mí en mi sueño, y yo no tengo la menor idea de cómo llegar hasta ti?».

Mientras repetía estas palabras en su mente, Alvin fue hasta el borde del bosque. El Deshacedor se apartó de él, siempre fuera de su alcance. Al supo, sin tener que mirar, que se había deslizado por detrás de él, de modo que estaba acorralado por todos los flancos.

«Estamos en medio del bosque sin talar, donde tendría que sentirme más a gusto. Pero el canto verde no se oye aquí. A mi alrededor acecha mi enemigo desde que nací, y yo, sin ningún plan en mente».

Pero el Deshacedor sí tenía un plan. No tenía que perder tiempo preguntándose qué hacer. Alvin se dio cuenta de inmediato.

Pues mientras Alvin se paseaba bajo la fresca brisa de la mañana estival, el aire comenzó a enfriarse, y en ese momento aparecieron los primeros copos de nieve. Cayeron sobre los árboles de hojas verdes, y sobre la hierba tierna y tupida que crecía entre los troncos. No fueron los copos húmedos y pesados de una nevisca de verano, sino los cristales helados y finos de una cruel nevada de invierno. Alvin se estremeció.

—No puedes hacer esto —dijo.

Pero no tenía los ojos cerrados, lo sabía. Éste no era un sueño de siesta. Era nieve de verdad, tan espesa y fría que las ramas de los verdes árboles se partían bajo su peso. Tan insidiosa que las hojas se desgarraban y caían al suelo en un tintineo de cristales. Y el mismo Alvin moriría congelado si no salía de allí de algún modo.

Comenzó a desandar el camino que lo había llevado hasta allí, pero la nieve se abatía con tanta intensidad que la visión se le nublaba a dos metros por delante, y era incapaz de abrirse paso con su sentido interior porque el Deshacedor había paralizado el canto verde del bosque viviente. Pronto dejó de caminar y se lanzó a correr. Pero no a paso firme como le enseñara Ta-Kumsaw, sino con ruido y torpeza, como cualquier imbécil hombre blanco. Y, como habría hecho cualquier blanco, resbaló sobre una piedra cubierta de hielo y cayó de bruces sobre un manto de nieve.

La nieve se le metió en la boca, en la nariz y en los oídos, y se le introdujo entre los dedos, como el barro de la noche anterior, como el Deshacedor en su sueño. La nieve lo asfixiaba. Escupió y gritó:

—¡Sé que es mentira!

Su voz desapareció contra un muro de nieve.

—¡Es verano! —exclamó.

La mandíbula le dolía de frío, y supo que volver a hablar le causaría un gran dolor, pero alcanzó a aullar a través de los labios entumecidos:

—¡Te haré detener!

Y entonces supo que nunca podría conseguir nada del Deshacedor, que nunca lograría que fuese o hiciese nada, pues él era el no-ser y el no-hacer. Era un error dirigirse al Deshacedor. En cambio, debía hablar a todas las cosas vivientes que lo rodeaban: a los árboles, a la hierba, a la tierra, al aire mismo. Lo que debía restituir era la música verde.

Capturó esa idea y la puso en práctica. Volvió a hablar, pero esta vez apenas en un susurro, pues su voz no provenía de la ira:

—Verano… —susurró.

»Aire tibio —musitó.

»¡Hojas verdes! —exclamó—. ¡Viento tórrido del sudeste! Cúmulos de la tarde, niebla de la mañana, luz del sol que consume la bruma.

¿Creyó ver que cambiaba un poco? ¿Que la nevada menguaba? ¿Acaso la nieve descendía sobre el suelo, y los copos sobre las ramas caían, dejando ver la madera desnuda?

—Es una cálida mañana —clamó—. Luego podrá caer la lluvia, como don del Sabio, desde distancias remotas, pero por ahora, luz del sol, entibia las ramas, despiértalas, haz que crezcan nuevas hojas. ¡Así es! ¡Así es!

Había felicidad en su voz, pues la nevada era apenas un chaparrón, la nieve del suelo se fundía para formar charcos, y las hojas truncadas volvían a asomar sobre las ramas como milicias marchando al redoble.

Y, tras su último grito, en medio del silencio, oyó el canto de un ave.

Un canto como jamás había escuchado. No conocía a ese pájaro cuyo dulce trino cambiaba con cada silbido, y que jamás volvía a repetir la misma melodía. Era un son que se entretejía, sin que nadie pudiese advertir la tonada. Era un canto imposible de repetir, pero también imposible de descomponer, de reducir, de devanar. Era una única pieza, el producto propio de un Hacedor. Alvin supo que si encontraba al pájaro capaz de entonar esa melodía estaría a salvo. Y que su victoria sería completa.

Corrió y sintió dentro de sí el canto verde del bosque una vez más. Sus pies hallaron los sitios precisos donde pisar sin tener que mirar el suelo. Siguió el canto hasta que llegó al claro de donde provenía la música.

Encaramado sobre una vieja rama donde todavía quedaba un montoncito de nieve… un cardenal. Y sentado ante el tronco, escuchando, casi nariz contra nariz… Arturo Estuardo.

Alvin los rodeó muy suavemente, describiendo un círculo amplio antes de acercarse más. Arturo Estuardo no pareció advertir su presencia. No quitó los ojos del pájaro. La luz del sol refulgía sobre los dos, pero ni el ave ni el niño osaron parpadear. Alvin tampoco abrió la boca. Como Arturo Estuardo, estaba capturado por el canto del cardenal.

No era distinto de cualquier otro cardenal, de los miles de pájaros escarlata que Alvin viera desde su infancia. Sólo que de su garganta provenía una música que ninguna otra ave había cantado jamás. No era un cardenal. Ni era el cardenal. El pájaro no poseía ningún don del que los otros cardenales carecieran. Era sólo Cardenal, el que en ese momento hablaba en nombre de todos los pájaros, y entonaba la melodía de todas las aves canoras, para que ese niño pudiese escucharlo.

Alvin se acuclilló sobre la hierba recién nacida, a un metro de Cardenal, y escuchó su canto. Sabía, pues una vez se lo había dicho Lolla-Wossiky, que el canto de los cardenales narraba la historia de cada piel roja, y cada uno de sus actos dignos de llevarse a cabo. Alvin tuvo poca esperanza de comprender ese antiguo cuento, o al menos de escuchar que Cardenal cantara los hechos en que él mismo había intervenido: el Profeta, Lolla-Wossiky, caminando sobre las aguas; el río Tippy-Canoe teñido de púrpura con sangre de los pieles rojas; Ta-Kumsaw de pie con doce balas de mosquete en el cuerpo, ordenando a sus hombres que se levantaran, que pelearan, que hicieran retroceder al ladrón blanco.

Pero el sentido de la canción se le escapaba por mucho que escuchase. Sabía recorrer un bosque con las piernas de un indio y escuchar el canto verde con los oídos de un indio, pero el canto de Cardenal no era para él. El proverbio no se equivocaba: «Ninguna niña acapara todos los pretendientes; ningún niño, todos los dones». Había muchas cosas que Alvin ya sabía hacer, y tenía por delante mucho que aprender, pero todavía quedaría mucho más fuera de su capacidad, y parte de eso era el canto de Cardenal.

Sin embargo, Alvin no creía del todo que Cardenal estuviese allí por casualidad. Aparecerse así, al final de su primer encuentro cara a cara con el Deshacedor… Cardenal debía tener algún propósito. En el canto de Cardenal debía hallar alguna respuesta.

Alvin se disponía a hablar, a preguntar lo que tanto lo escocía desde que supo cuál sería su destino. Pero no fue su voz la que interrumpió el trinar de Cardenal. Sino la de Arturo Estuardo.

—No conozco los días que vendrán —dijo el niñito mestizo. Su voz fue como música, y sus palabras, límpidas como ninguna otra cosa que hubiese oído en boca del pequeño durante los tres años de vida de éste—. Sólo conozco los días pasados.

A Alvin le llevó un segundo comprender lo que sucedía. Arturo estaba pronunciando la respuesta a la pregunta de Alvin. ¿Seré alguna vez un Hacedor, como dijo la tea? Eso habría preguntado Alvin, y las palabras de Arturo eran la respuesta.

Pero no la respuesta del propio Arturo, claro. El niñito no comprendía lo que estaba diciendo, así como no había entendido, la noche anterior, al imitar la pelea de Gertie con Pacífico. Estaba transmitiendo la respuesta de Cardenal. Traducida del canto del ave, para que los oídos de Alvin pudiesen comprenderla.

Alvin supo que había hecho la pregunta equivocada. No necesitaba que Cardenal le dijese si sería un Hacedor. Eso lo sabía desde hacía años, pese a todas sus dudas. La verdadera pregunta no era ésa, sino cómo llegar a ser un Hacedor.

Dime cómo.

El canto de Cardenal se tornó una melodía suave y sencilla, más semejante al trino de cualquier ave y más distinta de la epopeya milenaria de los pieles rojas que acababa de escuchar. Alvin no captó el sentido, pero supo de qué se trataba. Era el canto de Hacer. Una y otra vez, se repitió la misma tonada. Duró unos breves instantes, pero sus notas fueron tan cegadoramente brillantes y su canto tan verdadero, que Alvin lo vio con sus ojos, lo sintió desde los labios hasta las piernas, lo saboreó y lo olió. Era el canto de Hacer, y era su propia canción. Lo supo por el dulzor que le dejó en la lengua.

Y cuando la melodía llegó a su cúspide, Arturo Estuardo volvió a hablar en una voz que, de tan prístina, de tan aguda, casi no pareció humana:

—El Hacedor es aquel que forma parte de lo que hace —anunció el niño mestizo.

Alvin grabó las palabras en su corazón, aun sin comprenderlas. Porque sabía que algún día entendería, y que cuando así fuese tendría el poder de los antiguos Hacedores que construyeron la Ciudad de Cristal. Comprendería, y emplearía su poder. Encontraría la Ciudad de Cristal y la volvería a erigir.

«El Hacedor es aquel que forma parte de lo que hace».

Cardenal enmudeció. Quedó inmóvil, con la cabeza inclinada a un lado, y luego fue, no ya Cardenal, sino un pájaro más, de plumaje carmesí. Echó a volar.

Arturo Estuardo observó al pájaro hasta que desapareció. Luego, lo llamó en su verdadera vocecita de niño:

—Pájaro. Vuela, pájaro…

Alvin se acuclilló al lado del niño, agotado por la labor de la noche, por el temor del alba gris, por el trino del día brillante.

—Yo volé —dijo Arturo Estuardo. Por primera vez, al parecer, advertía que Alvin estaba con él y le dirigía la palabra.

—¿Ah, sí? —murmuró Alvin. No quería destruir el sueño del niño diciéndole que las personas no vuelan.

—Un mirlo grandote me llevó —dijo Arturo—. Volé y volé. —Entonces, el pequeñín alzó las manitas y las apretó contra las mejillas de Alvin—. Hacedor —le dijo. Y se echó a reír y reír de alegría.

Conque Arturo no era un burdo imitador. Realmente había comprendido el canto de Cardenal. O parte de él, al menos. Lo suficiente para conocer el nombre del destino de Alvin.

—No se lo digas a nadie —pidió Alvin—. Yo no diré a nadie que tú sabes hablar con las aves, y tú no dirás a nadie que yo soy un Hacedor. ¿Lo prometes?

El rostro de Arturo se volvió serio.

—Yo no hablo con las aves —aclaró—. Las aves hablan conmigo. —Y luego, agregó—: Yo volé.

—Te creo —le dijo Alvin.

—Te queo —repitió Arturo. Y volvió a reír.

Alvin se puso de pie, y Arturo lo siguió. Al lo tomó de la mano.

—Vayamos a casa —propuso.

Llevó a Arturo hasta la hostería, donde la vieja Peg Guester irrumpió en regaños para con el niño por haberse escapado y tener preocupado a todo el mundo durante la mañana entera. Pero fue un regaño lleno de afecto, y Arturo sonrió con su mejor cara de bobalicón al escuchar la voz de la mujer a quien llamaba Mamá. Cuando la puerta se cerró y Arturo Estuardo quedó dentro de su casa, Alvin se dijo: «Algún día diré a este niño lo que ha hecho por mí. Le diré lo que esto ha significado para mí».

Alvin fue hasta su casa por el sendero que conducía a la antigua vertiente, y se encaminó hacia la herrería donde Pacífico lo esperaba enfurecido por no encontrarlo en su lugar de trabajo, aunque se había pasado la noche cavando.

El pozo. Alvin se encontró de pie ante el hoyo que había hecho como monumento a Hank Dowser. La roca blanca brillaba bajo el sol, cruel y deslumbrante como una humillante carcajada.

En ese momento, Alvin supo por qué el Deshacedor se había acercado a él esa noche. No por el verdadero pozo que cavó, ni porque empleara su don para retener el agua, ni porque hubiera ablandado la piedra para adaptarla a su necesidad. Pero sí porque había cavado ese primer pozo hasta la piedra con la única intención de hacer quedar como un tonto a Hank Dowser.

¿Para castigarlo? Sí, señor. Para que fuera blanco de la risa de cualquier hombre que viera el pozo de roca en el sitio que Hank había señalado. Eso lo destruiría, acabaría con su reputación de buscador de corrientes subterráneas, pero injustamente, porque era un buen buscador que había sido engañado por el relieve de la tierra. Hank había errado honestamente. Y Alvin hizo cuanto pudo para castigarlo como si fuese un tonto, cosa que no era.

Cansado como estaba, derruido por la labor y la batalla contra el Deshacedor, Alvin no perdió un minuto. Tomó la pala de donde la había dejado, al lado del pozo auténtico, se quitó la camisa y se puso a trabajar. Cuando cavó el falso pozo, cometió un acto de maldad: destruir a un hombre honesto sin otro motivo que el desprecio. Pero al llenarlo, hacía la labor de un Hacedor. Como estaba a plena luz del día, no podía ayudarse con su don. Trabajó con todas sus fuerzas hasta la más pura extenuación. Hasta que estuvo a punto de morir.

Era mediodía. No había cenado ni desayunado, pero el hoyo estaba bien relleno, y las hierbas estaban otra vez en su lugar, para que volviesen a crecer. Si uno no miraba muy de cerca, jamás se daría cuenta de que allí había existido un pozo. En realidad, Alvin se valió un poco de su don para entretejer las raicillas del césped y afirmarlas al suelo, para que ningún sector de hierba muerta señalara el lugar.

Pero, sin embargo, había algo que lo quemaba más que el dolor de la espalda o el hambre en el estómago: su vergüenza. La noche anterior había estado tan furioso pensando en cómo humillar a Hank Dowser, que jamás se le ocurrió hacer lo correcto, y aplicar su don para perforar el lecho de roca en el sitio escogido por Hank. Nadie habría sabido, excepto el mismo Alvin, que Hank había errado con el lugar. Ése habría sido el comportamiento más cristiano y misericordioso. Cuando un hombre te golpea en la mejilla, debes responderle estrechándole la mano. Eso había dicho Jesús. Y Alvin no supo escuchar. Alvin era demasiado presumido.

«Eso hizo que el Deshacedor acudiera a mí», pensó Alvin. «Podría haber usado mi don para construir, y lo empleé para destrozar. Vaya, nunca más, nunca más, nunca más». Se lo prometió tres veces, y aunque fue un juramento silencioso y sin testigos, lo mantendría mejor que si hubiese tenido a un juez o a un ministro por delante.

Ay, pero era demasiado tarde. Si hubiera pensado en ello antes de que Gertie viese el hoyo obstruido, o que retirara agua del verdadero, podría haber llenado el segundo y abierto el primero, después de todo. Pero ahora ella había visto la roca, y si él la perforaba, todos sus secretos quedarían expuestos a la vista de cualquiera. Y cuando ya se ha bebido de un manantial no puede taparse hasta que se seque por sí mismo. Llenar un pozo abierto era invitar al cólera y la sequía por el resto de la existencia.

Había deshecho cuanto pudo. Uno puede lamentarse, y ser perdonado, pero los futuros estropeados por una mala decisión no pueden volverse a crear. No necesitaba que ningún filósofo se lo dijera.

Pacífico no estaba martillando en la forja, ni salía humo de la chimenea de la herrería. Estaría en la casa, haciendo algunos quehaceres, supuso Alvin. Conque dejó la pala en la herrería y se encaminó hacia la casa.

A mitad de camino, en el pozo útil, encontró a Pacífico Smith contemplando la pared baja de piedras que Al había erigido para que fuese cimiento de la nueva casa del agua.

—Buenas, Alvin —dijo el maestro.

—Buenas, señor —dijo Alvin.

—Arrojé la lata y el cubo de cobre hasta el fondo. Debes de haber cavado como el demonio para llegar tan profundo, niño.

—No quería que se secara —adujo Alvin.

—Y la recubriste de piedra ya… —dijo el herrero—. Esto es un prodigio…

—Trabajé rápido y sin parar.

—Por lo que veo, también cavaste en el sitio correcto.

Alvin respiró hondo.

—Como yo lo veo, señor, cavé donde el buscador de vertientes dijo.

—Yo vi otro foso más allá —insistió Pacífico Smith—. Y en el fondo había una roca más dura que las pezuñas del diablo. ¿No quieres que nadie sepa por qué cavaste aquí?

—Ya llené ese otro aujero, señor. Ojalá nunca lo hubiese hecho. No quiero que nadie cuente cosas de Hank Dowser. Allí había agua, con toda seguridá, y ningún buscador de aguas subterráneas en el mundo podría haber sabido que abajo había una lengua de roca.

—Salvo tú… —concluyó el herrero.

—No soy ningún buscador de corrientes subterráneas, señor —lo detuvo Alvin. Y repitió la mentira—: Sólo vi que la varita también se había hundido aquí…

Pacífico Smith meneó la cabeza, mientras una sonrisa asomaba en su rostro.

—Mi esposa ya me contó esa historia, y casi me muero de risa. Te partí la cabeza por decir que él se había equivocado. Y tú ahora quieres que él se lleve los laureles…

—Él es un verdadero buscador de aguas —sostuvo Alvin—. Y yo no, señor. De modo que como él sí lo es, el mérito debe llevárselo él.

Pacífico Smith recogió el cubo de cobre, se lo llevó a los labios, y tomó un par de tragos. Luego inclinó la cabeza y vertió el resto del agua sobre su rostro, mientras reía a carcajadas:

—Juro que en toda mi vida jamás probé un agua tan dulce y deliciosa.

No era lo mismo que prometer que repetiría la historia, y que haría creer a Hank Dowser que era su pozo. Pero Alvin sabía que de su maestro no conseguiría nada mejor.

—Si no hay ningún problema, señor, tengo un poco de hambre —dijo Alvin.

—Sí, ve a comer. Te lo has ganado.

Alvin pasó a su lado. Del pozo emanaba el olor a agua nueva y fresca.

A sus espaldas, Pacífico Smith volvió a hablar:

—Gertie me dice que tomaste el primer trago de la vertiente.

Al se volvió, temiendo problemas.

—Sí, señor, pero porque ella me lo ofreció.

Pacífico estudió la respuesta, como si decidiera si era motivo para castigarlo o no.

—Bueno —dijo—. Es típico de ella, pero no me importa. En el cubo de madera queda suficiente agua de la primera para darle a Hank Dowser unos tragos. Le prometí que bebería del primer cubo, y cuando regrese cumpliré mi palabra.

—Cuando regrese, señor… —comenzó Alvin— si a usté no le molesta, yo preferiría, y él también, no estar en casa en ese momento. No sé si se da cuenta a qué me refiero. No creo que me tenga mucha estima…

El herrero lo miró con ojos entrecerrados.

—Si es una triquiñuela para escabullirte del trabajo por un par de horas cuando él esté aquí, vaya… —Sonrió—, vaya, creo que te lo has ganado con el trabajo de ayer por la noche.

—Gracias, señor —dijo Alvin.

—¿Vas a la casa?

—Sí, señor.

—Bueno. Yo guardaré todas estas herramientas. Tú llévale el cubo a la patrona. Está esperando. Tendrá que caminar mucho menos que cuando iba a buscar agua hasta el arroyo. Tendré que agradecer a Hank Dowser por haber elegido este sitio exacto. —El herrero seguía riendo para sus adentros cuando Alvin llegó a la casa.

Gertie Smith tomó el cubo, hizo sentar a Alvin, y casi lo llenó hasta el gaznate con tocino frito caliente y sabrosos bizcochos de manteca. Era tanta comida que Alvin tuvo que pedirle que se detuviera.

—Ya hemos terminado un cerdo —dijo Alvin—. No es necesario acabar con otro para mi desayuno.

—Los cerdos son sólo maíz hecho grasa —dijo Gertie Smith—. Y tú has trabajado el valor de dos lechones la noche pasada. Lo digo yo.

Con el estómago lleno y eructando, Alvin trepó por la escalera hasta la buhardilla que había sobre la cocina. Se quitó las ropas, y se cubrió con las mantas que había sobre el catre donde dormía.

«El Hacedor es aquel que forma parte de lo que hace».

Murmuró las palabras para sí hasta que se durmió. No tuvo sueños ni tribulaciones. Durmió sin parar hasta la hora de la cena. Y luego, otra vez, hasta el amanecer. Cuando despertó por la mañana, antes de que rayara el alba, entraba a través de las ventanas un débil tinte gris, apenas más claro que la luna, que inundaba la casa del herrero. Casi nada llegaba hasta la buhardilla donde descansaba Alvin, y en lugar de saltar jubiloso de la cama como hacía cada mañana, se sintió embotado de tanto dormir, y algo dolorido de tanto trabajar. De modo que permaneció inmóvil un rato, mientras en su mente resonaba el trino de un pájaro. No pensó en la frase que Arturo Estuardo le había ofrecido como respuesta de Cardenal. En cambio, se preguntó cómo habían sucedido las cosas el día anterior. ¿Por qué el cruel invierno se había vuelto verano con sólo gritar?

«Verano», había murmurado. «Aire tibio, verdes hojas». ¿Qué había en Alvin para que el verano viniese cuando él lo llamaba? Siempre había sido así: cuando trabajaba el hierro o se inmiscuía en la roca para repararla o romperla. Entonces, debía tener en mente la forma de lo que quería, comprender el modo en que todo se alineaba, encontrar las grietas y fisuras naturales, los hilos del metal, o el grano de la roca. Y cuando curaba, era tan difícil que debía hacer acopio de todas sus fuerzas mentales para descubrir cómo debía ser el cuerpo, y recomponerlo. Todo era tan pequeño, tan difícil de ver. Bueno, no de ver, pero de lo que fuese. A veces le costaba mucho descubrir cómo eran las cosas por dentro.

Por dentro, y en lo profundo, todo era muy sutil y diminuto, y los secretos más recónditos del modo en el que funcionaban las cosas, siempre se le escabullían como cucarachas cuando uno enciende una lámpara en la habitación. Todo se hacía más y más pequeño, y adoptaba formas muy extrañas y nuevas. ¿Habría alguna partícula que fuese la más pequeña de todas? ¿Algún lugar en el corazón de las cosas donde viera lo real, en lugar de ver elementos formados por otros más pequeños, que a su vez se componían de otros menores?

Pero todavía no había comprendido cómo hizo el Deshacedor para crear el invierno. ¿Cómo, entonces, su clamor había bastado para que el verano regresara?

¿Cómo podré ser un Hacedor si ni siquiera sé cómo hago lo que hago?

La luz se volvió más intensa. Surcó los vidrios vacilantes de las ventanas, y durante un instante, Alvin creyó ver en la luz pequeños corpúsculos volando a toda prisa, como si los disparase algún arma o si los lanzasen con una vara, sólo que más rápido. La mayoría quedaba encajada en las rendijas de la madera que formaba la paredes, o en las tejas del techo, pero sólo unos pocos llegaban a la buhardilla, donde los capturaban los ojos de Alvin.

El instante pasó, y la luz fue sólo fuego, puro fuego, que se internaba en la habitación como las suaves olas que rompían contra la costa del lago Mizogan.

Por donde pasaban, las olas entibiaban las cosas —la madera de las paredes, la inmensa mesa de la cocina, el hierro de la estufa— e insuflaban en ellas el temblor danzante de la vida. Sólo Alvin podía verlo, sólo Alvin sabía que toda la sala despertaba con el día.

Lo que más odia el Deshacedor es el fuego del sol, que crea vida. «Extingue ese fuego», se dice el Deshacedor. «Extingue todos los fuegos, vuelve hielo las aguas, cubre la tierra de hielo, y que todo el cielo sea negro y frío como la noche». Y para oponerse al deseo del Deshacedor, un Hacedor solitario que ni siquiera sabe hacer el bien cuando cava una fosa.

«El Hacedor es quien forma parte de… ¿parte de qué? ¿Qué hago yo? ¿Cómo puedo ser parte de algo? Cuando trabajo con el hierro, ¿soy parte del hierro? Cuando hago estremecer la piedra, ¿soy parte de ella? No tiene sentido, pero debo encontrarlo, pues si no perderé mi contienda con el Deshacedor. Podría luchar con él cada uno de mis días, de todas las formas que conozco, y, cuando muera, el mundo será igual que como era cuando nací. Debe haber algún secreto, alguna clave en esto, para que pueda construir de una vez. Debo hallar esa clave, eso es todo; descubrir el secreto, para poder decir una palabra y conseguir que el Deshacedor retroceda, se acobarde, renuncie y muera, tal vez muera incluso, para que la vida y la luz perduren por siempre y no se desvanezcan jamás».

Alvin oyó que Gertie comenzaba a moverse por el dormitorio, y que uno de los niños lanzaba un débil gemido, el último sonido antes de despertar. Alvin se encogió y se estiró, y sintió el dulce dolor delicioso de sus músculos resentidos que abandonaban el sueño y se disponían a pasar un día en la forja, ante el fuego.