EL BAILE DE DISFRACES

Peggy no era la más bella del baile del Gobernador, pero eso no la preocupaba. La señora Modestia le había enseñado que no estaba bien competir entre mujeres.

—No hay un solo premio que, cuando una mujer lo gane, deba quedar fuera del alcance de todas las demás.

Pero nadie más parecía comprenderlo. Las demás mujeres se miraban unas a otras con ojos celosos y ponderaban el posible gasto de los trajes, o calculaban el gasto en amuletos de belleza que otras mujeres pudiesen lucir. Constantemente observaban quién bailaba con quién, y cuántos hombres querían ser presentados.

Pocas de ellas miraron a Peggy con envidia cuando entró por primera vez en el salón, a media tarde. Peggy sabía la impresión que estaba causando. En lugar de lucir un arreglo elaborado en los cabellos, se había cepillado el pelo lustroso para recogerlo en un estilo que parecía prolijo pero proclive a soltar mechones aquí y allá. Su vestido era sencillo, casi sin adornos, pero esto era deliberado:

—Tienes un cuerpo dulce y joven, de modo que tu atuendo no debe distraer la frescura natural de tu silueta juvenil.

Además, el traje era inusualmente modesto y mostraba menos carne que el de cualquier otra mujer. Pero, más que los demás, revelaba el movimiento libre del cuerpo que ocultaba.

Casi podía oír la voz de la señora Modestia, que le decía:

—Muchas jóvenes se confunden. El corsé no es un fin en sí mismo. Es un medio para que los cuerpos viejos y flojos imiten el cuerpo que naturalmente posee una mujer joven y sana. En ti, el corsé debe estar ligeramente encintado, y debe darte comodidad, no opresión. Así tu cuerpo podrá moverse libremente, y serás capaz de respirar. Otras jovencitas se maravillarán de que tengas el coraje de presentarte en público con tu cintura natural. Pero los hombres no miden el corte de las faldas de una mujer, sino el placer natural que les depara la compañía femenina cuando una dama se siente cómoda, segura de sí misma y disfruta de la vida ese día, en ese lugar y en su compañía.

Y lo más importante era que no llevaba joyas. Las demás doncellas dependían de sus sortilegios cada vez que aparecían en público. A menos que una joven tuviese el don de fabricar hechizos, debía comprar —ella, sus padres o su esposo— un conjuro engarzado en un anillo o en un brazalete. Se preferían los amuletos, porque se usaban cerca del rostro, y de esa forma bastaba con un conjuro más débil… y más barato. Tales sortilegios no producían efecto a distancia, pero cuanto más se acercaba uno a una joven con un hechizo de belleza, más comenzaba a sentir que su rostro era particularmente delicioso. Ninguno de sus rasgos se transformaba; uno seguía viendo lo que allí había. Pero lo que cambiaba era el juicio del hombre que estaba por delante. La señora Modestia reía de tales embrujos:

—¿De qué sirve engañar a alguien que sabe que está siendo burlado?

Por eso, Peggy no usaba amuletos.

Todas las demás mujeres del baile usaban disfraz. Aunque todas llevaban el rostro al descubierto, era un baile de máscaras. Sólo Peggy y la señora Modestia, entre todas las damas, no llevaban disfraces, ni simulaban ser un ideal inexistente.

Peggy leyó el pensamiento de las demás jóvenes que la observaron cuando ella entró en el salón: «Qué poca cosa. Qué vulgar. No es una competidora». Y su evaluación era correcta, al menos inicialmente. Nadie parecía reparar especialmente en Peggy.

Pero la señora Modestia escogía cuidadosamente a algunos de los hombres que se le acercaban:

—Quisiera que conociese a mi joven amiga Margaret —decía, y entonces Peggy ofrecía su sonrisa, fresca, abierta y natural. La sonrisa que hablaba de su honesta dicha al conocer a un amigo de la señora Modestia.

Le tocaban la mano y se inclinaban, y su gesto de agradecimiento era grácil y desprovisto de todo cálculo: un gesto sincero. Su mano se estrechaba en un gesto amistoso, con el que se saluda a un amigo anhelado.

—El arte de la belleza es el arte de la verdad —decía la dama—. Otras mujeres pretenden ser quienes no son. Tú serás tu más adorable persona, con la misma gracia exuberante y natural de una cierva saltarina o de un águila volando en círculo.

Los hombres la conducían hacia la pista, y allí bailaba con ellos, sin preocuparse por el paso correcto o por llevar bien el ritmo, o por ostentar su vestido. En cambio, disfrutaba de la danza, de su movimiento simétrico, de la forma en que la música fluía por los cuerpos unidos.

El hombre que la conocía y que danzaba con ella, la recordaba. Luego, las demás jóvenes parecían torpes, duras, poco naturales. Muchos hombres, tan artificiales como la mayoría de las mujeres, no se conocían lo suficiente para saber que disfrutaban en compañía de Peggy más que de ninguna otra joven. Pero la señora Modestia no presentaba tales hombres a Peggy. En cambio, sólo permitía que ella bailase con aquellos que pudieran estar a su altura. Y la señora Modestia sabía cuáles eran porque éstos eran quienes la apreciaban sinceramente a ella.

De modo que las horas pasaron en el baile, el crepúsculo anunció una noche brillante, y cada vez más hombres fueron rodeando a Peggy, para anotarse en su lista de baile, conversar con ella durante los intervalos, traerle refrigerios —que aceptaba si tenía hambre o sed, y gentilmente rechazaba si no los deseaba—, hasta que las demás jovencitas comenzaron a reparar en ella. Había muchísimos hombres que no se fijaban en Peggy, desde luego; ninguna otra joven carecía por causa de la abundancia de Peggy. Pero ellas no lo vieron de ese modo. Lo que percibían era que Peggy siempre estaba rodeada, y no le fue difícil adivinar sus conversaciones murmuradas:

—¿Qué clase de conjuro lleva?

—Debajo del corsé lleva un amuleto. Estoy segura de haber visto su forma recortada contra la tela barata.

—¿Acaso no se dan cuenta de que tiene la cintura gruesa?

—Mírale el cabello medio suelto, como si acabara de llegar del granero…

—Debe de adularlos vergonzosamente.

—Espero que hayas notado que sólo una clase de hombre se le acerca…

Pobrecitas, pobrecitas. Peggy no tenía ningún poder que ellas mismas no poseyeran consigo desde la cuna. Ella no empleaba ningún artificio que hubiese que comprar.

Lo más importante para ella era que allí ni siquiera usaba su don. Todas las enseñanzas de la señora Modestia habían llegado fácilmente a ella con los años, pues no eran sino la extensión de su honestidad natural. La única barrera era el don de Peggy. Por costumbre, cuando conocía a alguien, siempre examinaba su fuego interior para ver quién era; y, como sabía más de esa persona que de sí misma, debía ocultar el conocimiento de sus secretos más oscuros. Esto la hacía tan reservada, tan hosca.

La señora Modestia y Peggy estaban de acuerdo: no podía decir a los demás cuánto sabía sobre ellos. Pero la señora Modestia le aseguraba que, mientras ocultara algo tan importante, nunca podría ser la Peggy más hermosa. Nunca podría ser la mujer que Alvin amaría por sus propias cualidades y no por piedad.

La respuesta fue muy sencilla: como Peggy no podía decir lo que sabía, ni podía ocultarlo, la única solución residía en no saber. Ése fue el duro esfuerzo de los pasados tres años: aprender a no mirar los fuegos interiores que la rodeaban. Pero, gracias a su arduo empeño, y años de frustración y de mil triquiñuelas distintas para engañarse, lo había conseguido. Podía entrar en un salón de baile atestado y no prestar atención a los fuegos que había a su alrededor. Claro, los veía —no podía ponerse una «venda»— pero no reparaba en ellos. No se aproximaba para mirar de cerca. Y su talento estaba desarrollándose a tal punto que ya ni debía procurarlo. Podía estar al lado de alguien, conversando, siguiendo sus palabras, sin ver sus pensamientos más que cualquier otra persona.

Desde luego, los años de ejercicio de tea le habían enseñado mucho sobre la naturaleza humana; sobre los pensamientos que ocultan ciertas palabras, o sobre ciertos tonos de voz. O determinadas expresiones y gestos. Era muy hábil para adivinar los pensamientos de los demás. Pero la gente buena no se molestaba cuando ella parecía saber lo que estaba pensando en ese momento. Peggy no debía ocultar ese conocimiento. Lo que no podía saber eran lo secretos más íntimos, y ellos le eran invisibles, a menos que escogiera mirarlos.

Pero ella prefería no saber. En su nuevo estado encontraba una libertad que jamás había experimentado en toda su existencia. Podía juzgar a la gente como cualquiera. Podía disfrutar de la compañía de los demás, sin saber, y, por lo tanto, sin sentirse responsable de sus apetitos ocultos, o, lo peor, de sus futuros atroces. Eso imprimía una suerte de locura exultante a su danza, a su risa, a su conversación. En el baile, nadie se sentía tan libre como Margaret, la joven amiga de Modestia, pues nadie había conocido jamás un confinamiento tan desesperante como el de ella hasta ese momento.

Así, la noche de Peggy en el baile del Gobernador fue gloriosa. No triunfal, pues no derrotó a nadie. El hombre que ganaba su amistad no se sentía conquistado, sino liberado, incluso victorioso. Lo que ella experimentaba era pura dicha, y quienes la acompañaban también gozaban a su lado. Y esos buenos sentimientos eran incontenibles. Aun las que hablaban maliciosamente a espaldas de ella detrás de los abanicos, podían percibir la alegría de la velada; muchos dijeron a la esposa del Gobernador que había sido el mejor baile realizado en Dekane, lo cual equivalía a decir en todo el estado de Suskwahenny.

Algunos incluso se percataron de quién era la que había llevado tanto júbilo a la ocasión. Entre ellos, la esposa del Gobernador y la señora Modestia. Peggy las vio conversar en determinado momento, mientras ella describía un gracioso giro sobre la pista y volvía a su compañero de baile con una sonrisa que lo hizo reír de alegría por estar danzando con ella. La esposa del Gobernador sonreía y asentía, mientras señalaba con el abanico la pista de baile. Por un instante, los ojos de Peggy se cruzaron con los de ella. Peggy le obsequió con una sonrisa, y la dama retribuyó el gesto de aprobación. La actitud no pasó inadvertida: Peggy sería bienvenida en cualquier fiesta a la que quisiera acudir en Dekane. Si lo deseaba, podría ir a dos o tres por noche, cada noche del año.

Pero Peggy no se complació con este éxito, pues sabía lo insignificante que era. Se había abierto camino en los eventos más encumbrados de Dekane, pero Dekane era apenas la capital de un estado al borde de la frontera americana. Si deseaba victorias sociales, tendría que llegar a Camelot para poder relacionarse con la realeza, y de allí dirigirse a Europa, para que la recibieran en Viena, París, Varsovia o Madrid. Pero aun entonces, tampoco significaría nada haber bailado con todas las coronas del continente. Ella moriría, los demás morirían, y ¿sería mejor el mundo por todo lo que ella hubiese bailado?

Catorce años antes, había visto la verdadera grandeza en el fuego interior de un niño recién nacido. Lo había protegido, porque amaba su futuro. Y también había llegado a amar al niño por lo que era, por su alma. Y más que a Alvin el Aprendiz, amaba la tarea que el joven tenía por delante. Los monarcas construían reinos y los perdían. Los mercaderes amasaban fortunas o las despilfarraban; los artistas concebían obras que él tiempo desvanecía u olvidaba. Sólo Alvin el Aprendiz tenía la semilla del Hacedor que se alzaría contra el tiempo, contra la destrucción incesante del Deshacedor. Así, esa noche, bailó para él, sabiendo que si podía ganar el amor de esos desconocidos, también podría obtener el amor de Alvin, y ganar un lugar a su lado en la travesía hacia la Ciudad de Cristal, el sitio donde todos podrían ver como teas, construir como hacedores, y amar con la pureza de Cristo.

Al pensar en Alvin, su atención se desplazó hacia su fuego remoto. Había aprendido a no mirar los fuegos cercanos, pero jamás dejaba de observarlo a él. Tal vez esto le hacía más difícil el poder controlar su don, pero ¿para qué le servía aprender cualquier cosa, si ello le valía perder contacto con el joven? No tuvo que buscarlo; en un rincón de su mente, siempre sabía dónde ardía ese fuego. Durante esos años se había acostumbrado a no tenerlo todo el tiempo ante sí, pero podía encontrarlo apenas en un instante. Y eso hizo entonces.

Cavaba en las tierras que rodeaban la herrería. Pero apenas advirtió la labor, como tampoco lo hacía él. Lo que más ardía en su fuego interior era la furia. Alguien lo había tratado injustamente. Pero eso no era nada nuevo, ¿verdad? Pacífico, uno de los maestros más ecuánimes, se había dejado invadir por una creciente envidia ante la destreza de Alvin con el hierro, y, en sus celos, había incurrido en una injusticia, al negar la capacidad de Alvin con más vehemencia cuanto más lo superaba el aprendiz. Alvin convivía con la injusticia cada día, pero Peggy nunca lo había visto tan encolerizado.

—¿Ocurre algo malo, señorita Margaret? —El hombre que bailaba con ella la miraba con preocupación. Peggy se había detenido, en mitad de la pista, mientras la música seguía y las demás parejas continuaban la danza. Pero, en derredor de ellos, algunos comenzaron a observarlos.

—No puedo… continuar —se disculpó. Se sorprendió al ver que el miedo la había dejado sin aliento. ¿Miedo de qué?

—¿Quisiera retirarse del salón de baile? —preguntó el joven. ¿Cuál era su nombre? En su mente había un solo nombre: Alvin.

—Por favor —repuso. Se apoyó en él mientras salían por las puertas abiertas rumbo al patio. La multitud se apartó para dejarles paso; ella no se dio cuenta.

Era como sí toda la ira que Alvin llevaba acumulando durante los años de trabajo con Pacífico Smith, ahora pugnara por salir y cada golpe de su pala fuese un profundo tajo de venganza. Un buscador de corrientes subterráneas, itinerante… ése había sido quien lo enfureciera. A ése quería lastimar. Pero el buscador de fuentes no preocupaba a Peggy, ni su provocación, por ruin o terrible que hubiese sido. La afligía Alvin. ¿Acaso no veía que cuando cavaba con tanto odio cometía un acto de destrucción? ¿Y no sabía que cuando uno obra para destruir invita al Destructor? Cuando uno deshace, el Deshacedor puede reclamar la posesión de su ser.

Afuera, en la oscuridad crepuscular, el aire era más fresco. La última hebra de sol teñía de escarlata los prados de la mansión del Gobernador.

—Señorita Margaret, espero no haberle provocado este desmayo…

—No, no es un desmayo. ¿Me perdonará usted? Me reclama un pensamiento, al cual debo dedicar mi atención.

La miró, extrañado. Cuando una mujer quería desembarazarse de un hombre, siempre sostenía estar a punto de desmayarse. Pero no la señorita Margaret. Peggy sabía que el hombre estaba intrigado e inseguro. El significado de un desmayo en el código de comportamiento social era inconfundible. Pero ¿cuál sería la respuesta apropiada de un joven, cuando la dama decía «tener que prestar atención a un pensamiento»?

Posó una mano sobre el brazo de su compañero.

—Le aseguro, amigo mío, que estoy bien, y que me es sumamente grato bailar con usted. Espero que pronto volvamos a compartir una pieza. Pero, por ahora, por el momento, necesito estar sola.

Vio que sus palabras lo tranquilizaban. Llamarlo «amigo mío» era promesa de recordarlo. Y su deseo de volver a bailar con él era tan sincero que el joven le creyó. Tomó sus palabras por ciertas, y se inclinó con una sonrisa. Después de eso, Peggy ni siquiera lo vio marcharse.

Su atención se hallaba muy lejos, en Río Hatrack, donde Alvin el Aprendiz llamaba al Deshacedor sin saber que lo hacía. Peggy buscó y buscó en su fuego interior, tratando de ver de qué modo podría mantenerlo a salvo. Pero no encontró nada. Alvin estaba movido por la ira, y todos los caminos conducían a un solo sitio. Y el sitio la paralizó de terror, pues no pudo ver lo que allí había, no pudo ver lo que podría suceder. Y no había modo de salir.

¿Qué hacía en este baile idiota, mientras Alvin necesitaba de mí? Si hubiera estado prestando la debida atención, habría visto avecinarse todo esto. Y podría haber hallado un modo de protegerlo. En cambio, estaba bailando con estos hombres que nada significan para el futuro de la humanidad. Sí, son felices a mi lado. Pero ¿de qué vale eso, si Alvin cae, si Alvin el Aprendiz es destruido, si la Ciudad de Cristal es deshecha antes de que el Hacedor comience a construirla siquiera?