EL BUSCADOR DE CORRIENTES SUBTERRÁNEAS
Hank Dowser había visto muchos aprendices con los años, pero ninguno tan fresco como ése. Allí estaba Pacífico Smith, inclinado sobre la herradura delantera izquierda de la vieja Picklewing, dispuesto a hundir el clavo, cuando de pronto intervino el niño.
—Ese clavo no. Allí no.
Bueno, era el mejor momento para que el maestro arrojara un buen zoquete contra la oreja del mocoso y lo enviara chillando a la casa. Pero Pacífico Smith sonrió y miró al joven.
—¿Crees que puedes clavar esta herradura, Alvin? —preguntó el maestro—. Es una yegua grandota, pero veo que has crecido unos centímetros desde la última vez que me fijé.
—Puedo —repuso el niño.
—Un momento —irrumpió Hank Dowser—. Picklewing es mi único animal, y no puedo comprarme otro. No quiero que su aprendiz practique con mi yegua y se equivoque a costa de ella. —Y como estaba hablando con toda franqueza, Hank espetó como un imbécil—: De todas formas, ¿quién es el maestro aquí?
Bueno, fue un error. Lo supo no bien lo dijo. No se dice «¿Quién es el maestro?» delante del aprendiz. A Pacífico Smith se le encarnaron las orejas, y se puso de pie cuan alto era, con esos brazos de buey y esas manos capaces de aplastar la cabeza a un oso, y dijo:
—El maestro aquí soy yo, y cuando digo que mi aprendiz es lo bastante bueno para hacer un trabajo, pues lo es, o te llevas el caballo a otro herrero.
—Tranquilo… —dijo Hank Dowser.
—Estoy tranquilo, con la pata de tu yegua en la mano. En realidad, pesa bastante, y tú me vienes a preguntar si soy el maestro en mi propia herrería.
Cualquiera con dos dedos de frente sabe que encolerizar al que va a herrarte la yegua es tan idiota como provocar a las abejas cuando uno va a buscar la miel. Hank Dowser esperó que fuera fácil calmar a Pacífico.
—Pero claro que lo eres. Sólo que me sorprendió que tu aprendiz hablara con tal desparpajo. Eso fue todo.
—Bueno, es que tiene un don —repuso Pacífico Smith—. Este niño, Alvin, sabe cómo está la pezuña del animal por dentro. Cuándo prenderá el clavo, cuándo lastimará la carne viva, esas cosas. Y sabe herrar, naturalmente. Si me dice «No meta ese clavo allí», sé que no debo hacerlo, porque el caballo quedará cojo o se pondrá como loco.
Hank Dowser sonrió y retrocedió. Era un día caluroso, y por eso la gente andaba con el ánimo caldeado.
—Respeto el don de cada hombre —dijo Hank—. Como deseo que los demás respeten el mío.
—En ese caso, ya he sostenido demasiado la pata de este animal. Alvin, ven a clavar la herradura —ordenó el herrero.
Si el niño hubiera reído con sorna, o se hubiera pavoneado, Hank habría tenido motivos para irritarse tanto. Pero Alvin el Aprendiz se acercó cabizbajo, con los clavos en la boca, para poner la herradura delantera izquierda. Picklewing se apoyó sobre él, pero el niño era alto, aunque no se le veía asomo de barba en el rostro. Y tenía los mismos músculos que su maestro. La yegua se inclinó de esa forma durante un minuto, antes de que la herradura estuviera calzada en su sitio. Ni se inquietó, ni mucho menos corcoveó como hacía cuando la herraban. Y ahora que Hank lo pensaba, Picklewing siempre parecía inclinarse un poco sobre esa pierna, como si dentro de la herradura tuviese una llaga. Pero llevaba tanto tiempo así que Hank ni siquiera había reparado en ello.
El aprendiz se apartó del sitio, sin jactarse de su labor. No hacía nada que fuese reprobable, pero Hank seguía sintiendo una ira irrazonable hacia el joven.
—¿Cuántos años tiene?
—Catorce —repuso Pacífico Smith—. Llegó aquí cuando tenía once.
—Bastante crecido para empezar como aprendiz, ¿no crees? —preguntó Hank.
—Llegó con un año de retraso por la guerra entre los pieles rojas y los franceses. Es de la región del Wobbish.
—Pasaron años jodidos, ésos —dijo Hank—. Yo, por suerte, estuve en Irrakwa todo el tiempo. Buscando corrientes subterráneas para molinos de agua a lo largo del ferrocarril que estaban construyendo. Catorce, ¿eh? Será muy alto, pero creo que mintió sobre su edá.
Si al niño le ofuscó que lo llamaran mentiroso, no dio señales de ello. Lo cual enfureció a Hank Dowser más todavía. Ese chico era como una hormiga en el trasero: todo lo que hacía lo volvía furioso.
—No —insistió el herrero—. Conocemos bien su edá. Nació aquí, en Río Hatrack, catorce años atrás, cuando su familia pasaba en dirección al Oeste. Es grande para sus años, ¿no?
Parecían estar hablando de un caballo en lugar de un joven. Pero a Alvin el Aprendiz no le importó. Se quedó allí de pie, mirando a través de ellos como si fuesen de cristal.
—¿Entonces te quedan cuatro años más de contrato? —preguntó Hank.
—Algo más. Hasta que esté por cumplir los diecinueve.
—Bueno. Si ya es tan bueno, pronto se marchará por su cuenta. —Hank miró al joven, pero éste tampoco pareció entusiasmarse con la idea.
—Creo que no —dijo Pacífico Smith—. Es bueno con los caballos, pero se descuida con la forja. Cualquier herrero sabe hacer herraduras, pero hay que ser herrero de veras para hacer hojas de arado, o cintas de ruedas, y para eso el don con los animales no te sirve de un comino. Vaya, para terminar mi instrucción elegí hacer un ancla como pieza maestra. Estaba en Netticut por entonces, claro. Aquí nadie pide muchas anclas, para el caso…
Picklewing resopló e hizo sonar los cascos, pero no se encabritó como suelen hacer las bestias cuando les ponen mal una herradura. Era un buen juego de hierros, bien clavado. Hasta eso hizo que Hank se enfureciera más con el aprendiz. Su propia ira no parecía tener sentido. El niño había clavado la última herradura de Picklewing en una pata que, en manos de cualquier otro herrero, habría quedado coja. Lo había hecho bien. ¿Por qué entonces esa ira ardiente bajo la piel, que empeoraba con cada cosa que hacía o decía el chico?
Hank se desembarazó de sus sentimientos.
—Bueno, habéis hecho bien el trabajo —dijo—. Ahora me corresponde cumplir mi parte.
—Oye, ambos sabemos que encontrar una corriente subterránea vale más que hacer un juego de herraduras —aclaró el herrero—. Conque si necesitas más trabajo te lo debo, gratis y sin demoras.
—Volveré, Pacífico Smith, la próxima vez que mi animal necesite herraduras nuevas. —Y como Hank Dowser era cristiano, y se avergonzaba del desagrado que le inspiraba el joven, agregó loas a su trabajo—. Con el don que tiene el chico, seguramente he de volver mientras él siga de aprendiz aquí.
Pero el niño hizo como si no hubiera escuchado los elogios, y el maestro herrero se limitó a contener una risilla.
—No eres el único que siente así —dijo.
En ese momento, Hank Dowser comprendió algo que, de otro modo, se le habría escapado. El talento del joven con las herraduras era útil para el comercio, y Pacífico Smith era de la clase de hombre que retendría al joven hasta el último día de su contrato para beneficiarse con su fama de herrar sin daños y sin caballos cojos. Lo único que debía hacer un maestro codicioso era aducir que el niño era malo en la forja o algo por el estilo, y usar eso como pretexto para retenerlo. Mientras tanto, el joven haría que su herrería fuese considerada la mejor en todo el territorio al este del Hio. Dinero en los bolsillos de Pacífico Smith, y nada para el joven: ni monedas, ni libertad.
La ley era la ley, y el herrero no la estaba violando: tenía derecho al trabajo del aprendiz hasta el último día del contrato. Pero era costumbre que un aprendiz se marchara no bien tuviese suficiente conocimiento para ganarse la vida en el mundo. Pues, si un chico no podía aspirar a una libertad temprana, ¿qué estímulo tendría para trabajar con todo su empeño y tesón? Decían que hasta los propietarios de esclavos, de las Colonias de la Corona, dejaban que sus mejores negros ganasen algo de dinero para que pudiesen comprar su libertad algún día, antes de morir.
No. Pacífico Smith no estaba actuando en contra de la ley, pero estaba violando la usanza de los maestros para con sus aprendices, y Hank pensó mal de él por ese motivo: un maestro debía de ser muy ruin para retener a un chico que ya sabía cuanto él pudiese enseñarle.
Y sin embargo, sabiendo que el joven actuaba bien, y su maestro mal, aun sabiéndolo, miró al chico y sintió un odio frío en el corazón. Hank se estremeció, y trató de librarse de su aversión.
—Dices que necesitas una corriente subterránea —cambió de tema—. ¿La quieres para beber, para lavar o para la herrería?
—¿Acaso eso cambia las cosas? —preguntó el herrero.
—Bueno, yo diría que sí —dijo Hank—. Para beber hace falta agua pura, y para lavar es necesaria agua que no tenga enfermedá. Pero para trabajar en la fragua, al hierro le da lo mismo enfriarse en agua limpia o fangosa, ¿me equivoco?
—La vertiente de la colina se está secando, año tras año —explicó Pacífico—. Necesito una fuente con qué contar. Profunda, límpida y pura.
—¿Sabes por qué se seca la fuente? —ofreció Hank—. Porque todos cavan pozos, y consumen el agua antes de que asome siquiera. Tu corriente de agua debe de ser el último filón…
—No me sorprendería —comentó el herrero—. Pero no puedo tapar las fosas de los demás. Y yo también necesito agua. Me afinqué aquí por el arroyo, y ahora me lo están secando. Supongo que podría mudarme, pero tengo una esposa y tres críos en la casa, y, bueno, me gusta este lugar. Conque prefiero buscar agua nueva a tener que irme.
Hank fue hasta un grupo de sauces que había cerca del arroyo, no lejos de una vieja casa de vertiente, en mal estado.
—¿Es tuya? —preguntó Hank.
—No. Pertenece a Horace Guester, el dueño de la hostería que hay más allá.
Hank buscó una delgada varita de sauce que se abría formando una horquilla correcta, y comenzó a cortarla con su cuchillo.
—Veo que no usan mucho la casa de la vertiente…
—El arroyo se está secando, como te dije. La mitad del tiempo, en verano, el agua no alcanza para mantener frescas las jarras con la nata. Una casa de vertiente no sirve si no puede usarse todo el verano.
Hank hundió la hoja por última vez, y la varita se separó. Afiló en punta el extremo grueso, y arrancó las yemas para que quedara lo más lisa posible. Había buscadores de corrientes subterráneas que no se fijaban en si la varita quedaba lisa o no, que arrancaban las hojas y dejaban las yemas al aire. Pero Hank sabía que el agua a veces se resistía, y que para encontrarla hacía falta una buena varita de sauce. Otros usaban una varita lisa, pero siempre la misma, año tras año, lugar tras lugar, y eso tampoco era bueno. Hank lo sabía, porque la rama debía ser de sauce o, a veces, de nogal que creciese absorbiendo el agua que uno deseaba encontrar. Otros buscadores de fuentes subterráneas eran charlatanes de feria, aunque no servía de mucho decirlo. La mayoría de las veces encontraban agua porque en casi todos los sitios aparece una napa si uno cava lo suficiente. Pero Hank lo hacía bien. Hank tenía el don de verdad. Podía sentir el temblor de la varita en las manos, y el agua que le canturreaba desde lo profundo de la tierra. Tampoco se contentaba con la primera señal de agua. Buscaba agua limpia, agua alta, cercana a la superficie y fácil de extraer. Se enorgullecía de su trabajo.
Pero no era como ese aprendiz —¿cómo se llamaba?—, Alvin, no era como él. Un hombre sabía herrar un animal sin dejarlo cojo, o bien no sabía. Y si alguna vez lastimaba un caballo, la gente lo pensaría dos veces antes de volver al mismo herrero. Pero con un buscador de aguas subterráneas, no parecía haber diferencia si uno hallaba agua siempre o no. Si uno se llamaba buscador de corrientes subterráneas y tenía una horquilla de madera, la gente le pagaría por buscar agua, sin molestarse en descubrir si uno tenía realmente el don o no.
Al pensarlo, Hank se preguntó si no sería por eso que odiaba tanto al joven. Él ya se había hecho un nombre por su trabajo, mientras que Hank no gozaba de ninguna fama pese a ser el único buscador de fuentes subterráneas genuino que podía pasar por esas tierras.
Se sentó sobre la orilla verde del arroyo y se quitó las botas. Cuando se inclinó para posar la segunda bota sobre una roca seca, donde no pudiera llenársele de tábanos, vio dos ojos que parpadeaban en la sombra, dentro de un seto espeso. Le dieron un susto de padre y señor mío, pues creyó estar ante un oso primero, y luego imaginó que podía ser un piel roja buscando cueros cabelludos, aunque ambos peligros no se veían mucho por esas tierras en esa época. No, era un negrito mestizo, oculto en los arbustos. Mitad blanco, mitad negro. Hank lo notó enseguida tras reponerse de la sorpresa.
—¿Qué miras? —exigió Hank.
Los ojos se cerraron, y el rastro desapareció. Los arbustos se retorcieron y susurraron: alguien se alejaba deprisa.
—Descuida —dijo Pacífico Smith—. Es Arturo Estuardo.
¡Arturo Estuardo! No había nadie en Nueva Inglaterra ni en Estados Unidos que no conociese ese nombre como si viviera en las Colonias de la Corona.
—Ah, pues yo soy el Lord Protector, mucho gusto —dijo Hank Dowser—. Si el Rey tuviera ese color de piel, yo tendría derecho a tres comidas gratis por día en cualquier pueblo de Hio o Suskwahenny hasta el día de mi muerte.
Pacífico rió de la ocurrencia.
—No, ésa fue una broma de Horace Guester: ponerle al niño semejante nombre. Horace y la vieja Peg Guester lo están criando, pues su madre legítima es muy pobre para hacerlo. No creo que sea la única razón. Tiene la piel tan clara para ser negro, que, bueno… A su padre, Mock Berry, no puede culpárselo si no quiere ver al niño sentado a la mesa junto a todos los demás carboncitos.
Hank Dowser comenzó a quitarse los calcetines.
—No supondrás que el viejo Horace Guester lo aceptó por haber hecho su parte para que el niño saliera con la tez tan clara…
—Calla esa bocaza, Hank, antes de decir nada semejante —dijo Pacífico—. Horace no es de esa clase de hombre.
—Te sorprendería saber quiénes resultaron ser esa clase de hombres —dijo Hank—. Aunque no pienso así de Horace Guester, claro.
—¿Crees que la vieja Peg Guester dejaría entrar en su casa a un hijo bastardo medio negro de su propio marido?
—¿Y si no lo supiera?
—Lo sabría. Su hija Peggy era la tea de Río Hatrack. Y todos sabemos que la pequeña Peggy jamás diría una mentira.
—Antes de venir a este lugar escuché hablar mucho de esa tea. ¿Cómo es que nunca la he visto?
—Se ha marchado. Es por eso —explicó Pacífico—. Tres años atrás. Se fugó. Ten el buen tino de no preguntar nunca por ella en la hostería de los Guester. Son un poco quisquillosos sobre el tema.
Descalzo, Hank Dowser se puso de pie, a orillas del arroyo. Levantó la vista, y allí entre los árboles, Arturo Estuardo lo miraba nuevamente. Bueno. ¿Qué daño haría un pequeño negrito? Ninguno.
Hank se internó en las aguas y dejó que el líquido helado creciera sobre sus pies. Habló al agua en silencio: «No quiero obstruir tu flujo, ni volverlo más lento. La vertiente que encontraré no quiere hacerte ningún daño. Será como darte otro lugar para que fluyas por él, como darte otro rostro, otras manos, otro ojo. Conque no te ocultes de mí, Agua. Muéstrame dónde surges, empujando para llegar a los cielos, y yo les diré que caven allí, y te liberaré para que bañes la tierra. Ya verás si no».
—¿Esta agua te parece lo bastante buena? —preguntó Hank al herrero.
—Más pura, imposible —repuso Pacífico—. Jamás escuché que nadie enfermara por tomarla.
Hank hundió la varita en el arroyo, aguas arriba de sus pies. «Saboréala», dijo a la varita. «Siente el sabor y recuérdalo. Encuentra más agua así de dulce».
La varita comenzó a estremecerse en sus manos.
Estaba preparada. La quitó del arroyo. Se serenó un poco, pero siguió cimbreándose, como para hacerle saber que estaba viva y deseosa de buscar.
Se acabó la charla. Se acabó el pensamiento. Hank echó a caminar, con los ojos casi cerrados, pues no quería que la visión lo distrajese del temblor que sentía en las manos. La varita nunca lo guiaría mal. Mirar el camino sería como admitir que la rama no tenía ningún poder.
Le llevó una media hora. Ah, encontró varios lugares antes, pero no eran lo bastante buenos para Hank Dowser. Podía decirlo por la forma en que la varita se sacudía y caía, allí donde el agua se acercaba lo bastante a la superficie. Era tan bueno en su oficio que muchos no sabían distinguir entre él y un hidromántico, lo cual era el mejor don que podía llegar a desear un buscador de corrientes subterráneas. Y como los hidrománticos eran de los más raros, porque solían ser séptimos hijos o decimoterceros, Hank se conformaba con ser lo que era, en todo caso.
La varita cayó con tanta fuerza que se enterró unos ocho centímetros bajo la tierra. Mejor, imposible. Hank sonrió y abrió los ojos. No estaba ni a treinta metros de la herrería. Con los ojos abiertos no habría podido hallar lugar mejor. Ningún hidromántico lo habría superado.
El herrero pensó lo mismo, al parecer:
—Bueno, si me hubieses preguntado dónde la quería, te habría dicho este lugar.
Hank asintió, y aceptó el cumplido sin una sonrisa, con los ojos entrecerrados. El cuerpo le seguía temblando con la fuerza del agua que lo llamaba.
—No quiero quitar la vara de aquí —dijo Hank— hasta que hayas cavado una zanja alrededor para señalar el sitio.
—Ve a buscar una pala —ordenó el maestro.
Alvin el Aprendiz salió en busca de la herramienta. Hank notó que, tras él, salía Arturo Estuardo, corriendo con sus piernecitas cortas con tanta torpeza que parecía estar a punto de caer. Y cayó, de bruces, un metro más allá, sobre el rocío. Pero eso no lo detuvo. Se puso de pie y siguió andando hacia la herrería adonde había ido Alvin.
Hank se volvió y pateó el suelo que pisaba.
—No soy hidromántico. No estoy seguro —dijo Hank, con toda la modestia de que fue capaz—. Pero diría que no tendrás que cavar tres metros hasta encontrar agua aquí. Nunca he visto un sitio tan fresco y vívido.
—Me importa un bledo: no seré yo quien cave —aclaró el herrero.
—Ese aprendiz parece lo bastante fuerte para cavar solo, si no se duerme cuando vuelves la espalda.
—No es ningún vago —dijo Pacífico—. Pero de todas formas, te quedarás a pasar la noche en la hostería, calculo.
—Me figuro que no —dijo Hank—. A unos diez kilómetros al oeste hay una gente que me necesita. Quieren que encuentre tierra seca para hacer una buena bodega subterránea.
—Pero ¿eso no sería lo contrario de tu don?
—Así es, Pacífico, y en estas tierras húmedas es mucho más difícil.
—Bueno, entonces, pasa por aquí al regresar, y tomarás un trago de la primera agua que saquemos de tu fuente.
—Lo haré —dijo Hank—. Y con gusto. —Era un honor que no solía ofrecérsele a menudo: el primer trago de una vertiente. En eso había cierto poder, pero sólo si se ofrecía libremente—. Regresaré en un par de días, tenlo por seguro.
El aprendiz regresó con la pala y se dispuso a cavar. Fue una zanja superficial, pero Hank notó que el joven la trazaba sin medir. Cada lado del cuadrado era igual, y hasta donde Hank podía medir, los ángulos eran rectos al centímetro. Allí de pie, con la vara todavía hundida en la tierra, Hank sintió una náusea en el estómago por estar tan cerca del joven. Sólo que no era la clase de indisposición de cuando uno quiere vomitar lo que desayunó. Era un malestar que movía a la violencia, al dolor. Hank se sintió con ganas de arrebatarle la pala al chico y partírsela en la cabeza con el filo contra el cráneo.
Hasta que por fin se dio cuenta, con la varita temblándole en las manos. No era Hank quien odiaba al joven, no, señor. Era el agua, a la que Hank servía tan bien. El agua quería matar al chico.
Cuando el pensamiento asomó, Hank luchó por sofocarlo, por acallar el malestar que lo invadía. Era la idea más insensata que se le había cruzado por la mente. El agua era agua, y lo único que quería era salir de la tierra, o descender de las nubes para correr por la tierra. En ella no había malicia. Ni deseo de matar. Y, de todas formas, Hank Dowser era cristiano. Baptista hasta el tuétano, que era la religión natural para un buscador de corrientes subterráneas. Cuando ponía bajo el agua a las personas, era para bautizarlas y para acercarlas a Jesús, no para ahogarlas. Hank no tenía corazón de asesino; el Salvador le enseñaba a amar a sus enemigos, y le enseñaba que odiar a alguien es como matar.
Oró en silencio a Jesús para que limpiara su corazón de odio y para que le impidiera desear la muerte de ese joven inocente.
Y, por toda respuesta, la vara salió disparada de la tierra, voló de sus manos y fue a caer bajo los setos, a un par de metros.
En todos sus días de buscador de vertientes, jamás le había sucedido algo semejante. ¡Que una vara saliera disparada así! Caramba, era como si el agua lo hubiera desdeñado así como una dama de alcurnia desdeña al hombre que maldice.
—Ya he cavado la zanja —dijo el joven.
Hank lo miró fijamente para ver si había advertido algo extraño en el modo de volar de la varita. Pero el chico no parecía siquiera mirarlo a él. Sólo contemplaba el cuadrado que acababa de delimitar.
—Buen trabajo —dijo Hank, tratando de que la voz no delatara el odio que sentía.
—Cavar aquí no servirá de nada —dijo Alvin.
Hank no podía creer lo que acababan de escuchar sus oídos. Ya era bastante que el niño hubiese sido arrogante con su propio maestro en el arte que conocía. Pero ¿qué cuernos sabía ese mocoso sobre buscar fuentes?
—¿Qué has dicho, muchacho?
Debió de haber sentido la amenaza en el rostro de Hank, o el tono de furia de su voz, pues se retractó.
—Nada, señor —dijo Alvin—. No es asunto mío.
Pero Hank había acumulado tanto odio que no pensaba permitir que el joven se escabullese tan fácilmente.
—¿Crees poder hacer mi trabajo, eh? Tal vez tu maestro te deje creer que eres tan bueno como él porque tienes un don para las herraduras, pero déjame decírtelo, niño: soy un auténtico buscador de corrientes subterráneas y mi varita me dice que aquí hay agua.
—Correcto —dijo el joven. Habló humildemente, y Hank no advirtió que el chico le llevaba diez centímetros de altura, y probablemente más de largo de brazos. Alvin el Aprendiz no era lo que se dice un gigante, pero nadie podría llamarlo enano.
—¿Qué es correcto? ¿Quién eres tú para decir si lo que dice mi varita es correcto o errado?
—Lo sé, señor, estuve fuera de lugar.
El herrero regresó con un pico, una carretilla y dos sólidas palancas de hierro.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Tu chico se ha hecho el listo conmigo —dijo Hank. Sabía que no era cierto aun mientras lo decía. El joven se había disculpado, ¿o no?
Entonces, la mano de Pacífico salió disparada, y asestó al joven una bofetada en el rostro, como la zarpa de un oso. Alvin vaciló bajo el peso del golpe, pero no cayó.
—Lo siento, señor —dijo Alvin.
—Dijo que no habría agua aquí donde yo dije que estaría la fuente. —Hank no podía contenerse—. Yo respeté su don, él tendría que haber respetado el mío.
—Con don o sin don —dijo el herrero—, deberá respetar a mis clientes, o aprenderá lo que lleva ser un buen herrero. Sí, señor, ya lo creo que aprenderá.
El herrero tenía en la mano una de las pesadas palancas de hierro, como si pensara azotar al joven con ella en la espalda. Eso sería un homicidio despiadado, y Hank no tenía corazón para presenciarlo. Sostuvo la mano y tomó la palanca por el extremo.
—No, Pacífico, aguarda. Está bien. Me pidió disculpas.
—¿Y a ti eso te basta?
—Eso, y saber que tú me escucharás a mí y no a él —dijo Hank—. No soy tan viejo como para tener que escuchar que un mocoso con don para las herraduras me diga que ya no sé encontrar agua.
—Ah, el pozo se cavará aquí, y puedes apostar por ello. Y lo hará este jovencito, por sí solo, y no comerá un bocado hasta que haya encontrado agua.
Hank sonrió.
—Bueno, en tal caso le alegrará saber que sé lo que hago. No tendrá que cavar mucho, lo aseguro.
Pacífico se dirigió a Alvin, quien se había apartado unos metros. En el rostro no mostraba ira, ni enfado, ni nada, en realidad.
—Voy a acompañar al señor Dowser hasta su yegua recién herrada, Alvin. Y es la última vez que quiero verte hasta que puedas traerme un cubo de agua limpia de este manantial. No comerás bocado ni beberás agua hasta que la tomes de aquí.
—Vamos —dijo Hank—. Ten corazón. Sabes que a veces hace falta dejar pasar unos días hasta que la tierra se asiente en una fuente nueva.
—De todas formas, me traerás un cubo de agua de la fuente nueva, aunque debas trabajar toda la noche —dijo Pacífico.
Se encaminaron a la herrería, hacia el corral donde aguardaba Picklewing. Charlaron un rato, ensillaron y Hank Dowser se marchó, mientras el animal trotaba lo más dichoso y campante, como una castañuela bajo su peso. Mientras partía, vio al chico trabajando. No levantaba ninguna polvareda; sólo el hundirse y levantarse metódico de la pala. El niño no parecía detenerse a descansar, tampoco. En el sonido de su labor no se oía una sola interrupción. El shuc de la pala contra la tierra, y el suish-fum de los terrones que caían contra la pila.
Hank no acalló su ira hasta que dejó de escuchar el último sonido del joven, hasta que ya no pudo recordar el ruido que hacía. Sea cual fuere el don que tenía Hank para hallar corrientes subterráneas, ese joven era enemigo de su arte. Lo supo sin dudas. Había creído que su ira era irracional antes, pero luego, cuando el chico habló, se dio cuenta de que había estado en lo cierto. El joven creía ser amo del agua, tal vez hasta hidromántico, y eso hacía de él un enemigo de Hank.
Jesús dijo que al enemigo había que regalarle el manto, y darle la otra mejilla. Pero ¿qué se hace cuando el enemigo busca quitarle a uno el medio de subsistencia? ¿Eh? ¿Uno lo deja que le cause la ruina? No este cristiano, se dijo Hank. Esta vez enseñé algo a ese mocoso, y si no aprende, la próxima vez le enseñaré algo más.