EL CAPATAZ
Permitidme comenzar mi relato sobre la vida de Alvin como aprendiz allí donde las cosas comenzaron a marchar mal. Muy lejos, al sur, vivió un hombre a quien Alvin no conocía ni habría de conocer en toda su vida. Con todo, él puso las cosas en el camino que llevaría a Alvin a cometer lo que la ley llama homicidio… el mismo día en que terminaba su instrucción como aprendiz y en que comenzaba su vida como hombre.
Corría 1811, en un lugar de la región de los Apalaches, antes de que este territorio firmara el Tratado de Esclavos Fugitivos e ingresara en los Estados Unidos. El lugar quedaba cerca de la línea donde se unen los Apalaches y las Colonias de la Corona, conque no había un solo blanco que no ansiara tener un puñado de esclavos negros que trabajaran para él.
La esclavitud… era una suerte de alquimia para esos hombres blancos, o al menos eso creían. Soñaban con la fórmula que les permitiera convertir en oro cada gota de sudor de un negro, y cada gemido de dolor de una negra en el sonido prístino de una moneda de plata sobre el mostrador del banquero. En ese lugar las almas se compraban y vendían. No había ni uno que comprendiera el terrible precio que pagaban por ser dueños de otras vidas.
Escuchad bien, digo, y os contaré cómo se veía el mundo desde dentro del corazón de Cavil Planter. Pero aseguraos que los críos se hayan ido a dormir, pues los niños no debieran escuchar esta parte de mi relato, que habla de apetitos que ellos no comprenden bien, y no quisiera que esta historia acabara enseñándoselos.
Cavil Planter era un hombre temeroso de Dios, un hombre seguidor de la Iglesia, y que pagaba puntualmente sus diezmos. Todos sus esclavos se hallaban bautizados, con sus debidos nombres cristianos, no bien comprendían el idioma lo bastante para que se les enseñaran los Evangelios. Les prohibía practicar sus artes ocultas, jamás les permitía sacrificar ni un pollo con sus propias manos, no fuese que convirtieran un acto inocente en una ofrenda a algún dios horripilante. En todo sentido, Cavil Planter servía al Señor como mejor le era posible.
¿Y cómo se lo recompensaba por tanta virtud? Su esposa, Dolores, sufría de terribles penas y achaques, y las muñecas y los dedos se le retorcían como a una anciana. Cuando llegó a los veinticinco años, ya le fue imposible ir a dormir cada noche sin ahogarse en llantos, de modo que Cavil no pudo seguir compartiendo la habitación con ella.
Trató de ayudarla. Compresas de agua fría, baños de agua caliente, pócimas y polvos hasta gastar más de lo que aconsejaría la sensatez en esos médicos charlatanes graduados en la Universidad de Camelot. Llegó a colmar la casa de una interminable procesión de predicadores con sus eternos sermones, y de sacerdotes con sus letanías de hocum pocus. Y todo ello ¿para qué? Pues, para nada. Cada noche debía tenderse en la cama a escucharla llorar hasta que el llanto se hacía gemido. Gemir, hasta que el rezongo se hacía fatigada respiración, y hasta que al exhalar salía el murmullo débil que hablaba de su dolor.
Y todo ello fue enloqueciendo a Cavil de lástima, furia y desesperación. Durante meses interminables tuvo la sensación de no conocer una noche de sueño. De día, trabajar sin pausa. De noche, tenderse en la cama a orar por un poco de alivio. Si no por ella, entonces por él.
Fue Dolores quien, por fin, le devolvió la paz de las noches.
—Debes trabajar cada día, Cavil, y no podrás hacerlo a menos que duermas. No puedo callar, y tú no puedes soportar mis lamentos. Te ruego que duermas en otra habitación.
Cavil quiso quedarse, de todas formas.
—Soy tu esposo, éste es mi lugar… —dijo, pero ella comprendía mejor que él.
—Vete —insistió. Llegó incluso a levantar la voz—. ¡Vete!
Y así Cavil se marchó, avergonzado de su propio alivio. Esa noche durmió sin interrupción cinco horas seguidas hasta que rompió el alba, por primera vez en meses y quizás en años. Y despertó por la mañana, consumido por las culpas, pues no había ocupado el lugar que le correspondía en el lecho de su mujer.
Pero, al cabo de un tiempo, Cavil Planter dio en acostumbrarse a dormir solo. Visitaba a su esposa a menudo, por la mañana y por las noches. Comían juntos, Cavil sentado en la habitación de ella, sobre una silla, ante una pequeña mesita, y Dolores reclinada en la cama, mientras una negra le introducía con cuidado cucharadas de comida en la boca. Sus manos se abrían sobre las sábanas como cangrejos muertos.
Pero dormir en otra habitación no bastaba para librar a Cavil de sus tormentos: los hijos no querían venir. No había hijos a quienes criar para que heredaran la bella plantación de Cavil. Ni hijas cuya mano conceder en bodas fastuosas. En el piso inferior había hecho construir un salón de baile. Cuando trajo a Dolores a la casona impecable que había erigido para ella, le dijo:
—Nuestras hijas conocerán a sus pretendientes en este salón, y allí sus manos se tocarán por vez primera, como lo hicimos nosotros en casa de tu padre.
Pero Dolores ya no visitaba el salón de baile. Sólo bajaba los domingos para ir a la iglesia, y en los contados días en que se compraban nuevos esclavos, para poder presenciar su bautismo.
En tales ocasiones, todos la veían, y los admiraban a ambos por su entereza y su fe en la adversidad. Pero la admiración de sus vecinos era escaso consuelo para Cavil cuando recorría las ruinas de sus sueños. Todo aquello por lo que oraba… Era como si el Señor hubiera hecho una lista para anotar en el margen un «no» bien grande al lado de cada renglón.
Los desencantos habrían amargado a un hombre de fe más débil. Pero Cavil Planter era un hombre recto y temeroso de Dios, y cada vez que pensaba, por la más ínfima razón, que Dios pudiese haberlo tratado mal, cesaba su labor y extraía su libro de salmos del bolsillo para murmurar las palabras del sabio:
Oh, Señor, en ti confío;
Acerca a mí tu oído,
Sé mi firme roca.
Concentrábase tenazmente, hasta que las dudas y el resentimiento desaparecían. Él Señor estaba con Cavil Planter, aun en sus tribulaciones.
Hasta la mañana en que, leyendo el Génesis, dio con los primeros dos versículos del capítulo 16:
Y Sara, mujer de Abraham, no le paría; y ella tenía una sierva egipcia, que se llamaba Agar.
Dijo, pues, Sara a Abraham: Ya ves que Jehová me ha hecho estéril; ruégote que entres a mi sierva; quizá tendré hijos de ella.
En ese momento se le ocurrió: Abraham fue un hombre virtuoso, como yo. La esposa de Abraham no podía tener hijos, y la mía parece no tener esperanzas. En su morada había una esclava africana, como las hay en la mía. ¿Por qué no hacer como Abraham y engendrar hijos en cualquiera de ellas?
En el preciso instante en que el pensamiento se apoderó de él, se estremeció de horror. Había escuchado chismes sobre los españoles, franceses y portugueses blancos que, en las tórridas islas del sur, vivían abiertamente con mujeres negras. Sin duda, eran hombres de la peor calaña, como aquellos otros que cohabitan con bestias. Además, ¿cómo podría ser su heredero el hijo de una mujer negra? Un niño mestizo tendría los mismos derechos que una mosca a la hora de reclamar una plantación en los Apalaches. Cavil apartó la idea de su mente.
Pero mientras desayunaba con su mujer, el pensamiento regresó. Se encontró observando a la mujer negra que alimentaba a su esposa. Como Agar, esta mujer es egipcia, ¿o no? Reparó en su cintura cimbreante mientas llevaba la cuchara del plato a la boca. Notó, mientras la mujer se inclinaba para llevar el tazón a los labios de la enferma, que los senos pendían contra el percal de la blusa. Observó los gráciles dedos que apartaban migajas y gotas de la boca de Dolores. Pensó que esos dedos podrían tocarlo, y se estremeció. Pero la imagen lo asoló como el tremor de un sismo.
Se marchó de la sala sin decir palabra. Y, ya fuera, estrujó los salmos:
Purifícame de mi iniquidad,
Líbrame de todo pecado.
Pues en mis faltas me reconozco,
Y siempre las tendré ante mí.
Y, sin embargo, mientras murmuraba las palabras, alzó la mirada y vio a las esclavas bañándose en la artesa. Allí estaba la jovencita que había comprado sólo unos días atrás, por seiscientos dólares pese a que era pequeña, quizá porque fuese un buen vientre para procrear. Se veía que acababa de salir del barco, pues lo ignoraba todo sobre la modestia cristiana. Se mostraba desnuda de cabo a rabo, inclinada sobre la artesa, echándose cuencos de agua sobre la cabeza y la espalda.
Cavil la observó, extraviado. Lo que antes fuera un breve pensamiento pecaminoso en el dormitorio de su mujer, ahora se convertía en un trance de lujuria. Jamás había visto nada tan grácil como sus muslos negro-azulados resbalando uno contra otro, provocadores como el estremecimiento con que recibía el golpe del agua contra el cuerpo.
¿Era ésa la respuesta a su salmo ferviente? ¿Acaso el Señor le indicaba que su camino era el mismo de Abraham? Pero, para el caso, podía ser mera brujería. ¿Quién sabía qué magia podrían tener esas negras recién llegadas de África? Sabe que estoy mirándola, y me está tentando. Estas negras han de ser las mismas hijas del demonio para incitar en mí tales pensamientos lujuriosos.
Apartó la mirada de la joven y se volvió, ocultando sus ojos llameantes en las palabras del libro. Sólo que, vaya a saber cómo, la página no era la misma que antes —¿en qué momento le dio la vuelta?— y se encontró leyendo el Canto de Salomón:
Tus dos senos son como dos jóvenes corzos gemelos,
que se alimentan entre las lilas.
—Dios se apiade de mí —musitó—. Aparta este hechizo de mí.
Día tras día murmuraba la misma plegaria, y pese a ello, día tras día se encontraba mirando a sus esclavas con lascivia, particularmente a esa recién llegada. ¿Cómo era posible que Dios le negase la ayuda que imploraba? ¿Acaso no había sido siempre un hombre virtuoso? ¿No era bueno con su mujer? ¿No era honesto en sus negocios? ¿No pagaba puntualmente sus diezmos y ofrendas? ¿No trataba a sus esclavos y caballos con corrección? ¿Por qué el Señor, Dios de los Cielos, no lo protegía y no lo libraba de ese embrujo negro?
Pero incluso mientras oraba, sus confesiones mismas se convertían en imágenes pecaminosas. Oh, Señor, perdóname por pensar en mi nueva esclava de pie en la puerta de mi habitación, llorando con cada azote del capataz. Perdóname por imaginarme posándola sobre mi lecho y alzándole las faldas para untarle los muslos y las caderas con un bálsamo tan poderoso que las marcas desaparezcan ante mis ojos, hasta que comience a gemir suavemente y a menearse lentamente sobre las sábanas, hasta que me mire por encima de su hombro, sonriendo, y hasta que se vuelva y me tienda los brazos, y… ¡Oh, Señor, perdóname, sálvame!
Pero cada vez que esto le ocurría, no podía sino preguntarse cómo podía ser que tales pensamientos lo asaltaran durante la oración. Tal vez sea recto como Abraham, se decía. Tal vez sea el Señor quien me envíe estos deseos. ¿No pensé en esto por primera vez mientras leía las Escrituras? El Señor puede obrar milagros. ¿Qué pasaría si entrase a esta nueva esclava y ella concibiese, y si por milagro divino el niño naciese blanco? Para Dios todo es posible.
Fue un pensamiento atroz y maravilloso. ¡Si pudiese ser cierto! Ah, pero Abraham había oído la voz del Señor, y jamás necesitó preguntarse qué querría Dios de él. En cambio, Dios jamás había dicho una sola palabra a Cavil Planter.
¿Y por qué no? ¿Por qué Dios no se lo anunciaba de una buena vez?: Toma la niña, ¡es tuya! O bien: ¡No la toques! ¡Te está prohibida! Déjame escuchar tu voz, Señor, para que sepa qué hacer.
Oh, Señor, mi roca,
Sobre ti he de llorar.
No enmudezcas ante mí:
Para que, ante tu silencio,
No acabe siendo como aquellos
Que descienden a los infiernos.
Y la plegaria encontró respuesta cierto día del año 1810.
Cavil estaba acuclillado en el cobertizo donde se curaban los granos, que casi estaba vacío. La pródiga cosecha del año anterior había sido vendida, y la de este año seguía madurando en los campos. Después de debatirse entre la plegaria, la confesión, y los más oscuros pensamientos, por fin exclamó:
—¿No hay nadie que escuche mi ruego?
—¡Ah, sí, lo escucho bien! —dijo una voz severa.
Cavil quedó paralizado de miedo, temiendo que un extraño —su capataz o un vecino— pudiese haber escuchado alguna terrible confesión. Pero cuando alzó la vista, vio que no era nadie conocido. Así y todo, supo de inmediato qué clase de hombre era: a juzgar por sus brazos fornidos, por su rostro bronceado por el sol y por su camisa abierta —y sin chaqueta—, supo que no estaba ante ningún gentilhombre. Pero tampoco era un truhán blanco, ni un mercader. La mirada grave del rostro, la frialdad de los ojos, la tensión de los músculos, como un resorte en un sostén de acero… Debía de ser uno de esos hombres que a hierro y látigo mantienen la disciplina entre los labradores negros. Un capataz. Sólo que Cavil jamás había visto uno tan fuerte y peligroso. Supo de inmediato que ese capataz obtendría hasta la última exhalación de los simios ociosos que rehuían la labor en los campos. Sabía que la plantación que dirigiera ese capataz, fuera de quien fuese, florecería en la prosperidad. Pero Cavil también supo que nunca osaría contratar a un hombre así, pues ante tanto poder pronto olvidaría quién era el hombre y quién el amo.
—Muchos me han llamado amo —dijo el desconocido—. Sabía que usted me reconocería de inmediato por lo que soy.
¿Cómo había hecho el hombre para adivinar las palabras que Cavil había pensado en lo recóndito de su mente?
—Entonces, ¿eres un capataz?
—Así como existió uno a quien llamaron no amo sino Amo, yo no soy un capataz sino el Capataz.
—¿Por qué viniste hasta aquí?
—Porque tú me llamaste…
—¿Cómo pude haberte llamado si nunca antes te vi en toda mi vida?
—Si llamas a lo invisible, Cavil Planter, desde luego verás lo que nunca antes has visto…
Sólo entonces Cavil comprendió plenamente qué clase de visión había contemplado en su propio cobertizo. Como respuesta a su plegaria, acudía un hombre a quienes muchos llamaban Amo.
—¡Jesucristo! —exclamó Cavil.
De inmediato, el Capataz retrocedió, levantando las manos como para ahuyentar las palabras de Cavil.
—Ningún hombre tiene permitido llamarme por ese nombre —gritó.
Aterrorizado, Cavil inclinó la frente hasta posarla sobre la tierra.
—Perdóname, Capataz. Pero si soy indigno de pronunciar tu nombre, ¿cómo puedo contemplar tu rostro? ¿O acaso mis días terminan hoy, pues mis pecados no han hallado perdón?
—¡Ay de ti, necio! —dijo el Capataz—. ¿Crees realmente que has visto mi rostro?
Cavil levantó la cabeza y observó al hombre.
—Aun ahora sigo viendo tus ojos, que me miran desde lo alto.
—Ves el rostro que tú creaste para mí en tu propia mente, y el cuerpo que tu propia imaginación conjuró. Si vieras realmente lo que soy, tu lastimosa capacidad no te bastaría para comprenderlo. De modo que tu cordura vela por sí misma cubriéndome con la máscara que tú has creado. Si me ves como Capataz, es porque con ese disfraz puedes reconocer toda la grandeza y el poder que poseo. Es la forma que amas y temes al mismo tiempo, la imagen que te hace postrarte y a la vez retroceder. Me han llamado con muchos nombres. Ángel de la Luz, Caminante, Extraño Inesperado, Visitante, Oculto, León de la Guerra, Deshacedor del Hierro y Dueño del Agua. Hoy tú me llamas Capataz, y entonces, para ti, ése será mi nombre.
—¿Podré alguna vez conocer tu verdadero nombre, o ver tu auténtico rostro, Capataz?
El rostro del Capataz se cubrió de sombras y de atrocidad, y abrió la boca como para lanzar un aullido:
—Sólo un alma viva en todo este mundo ha visto mi verdadera forma, y está condenada a la muerte, sin duda.
Las formidables palabras fueron como un trueno seco. Cavil Planter se estremeció hasta la planta de los pies, y se aferró al suelo polvoriento del cobertizo para no volar por los aires como la hojarasca que barren las tormentas.
—¡No me fulminéis por mi impertinencia! —imploró Cavil.
La respuesta del Capataz fue mansa como el tibio sol matinal.
—¿Fulminarte? ¿Cómo podría hacer algo semejante con el hombre que escogí para recibir mi enseñanza más secreta, el evangelio ignorado por todo ministro o sacerdote?
—¿Yo?
—Ya estuve enseñándote, y comprendiste. Sé que deseas hacer como te ordene. Pero te falta fe. Todavía no eres completamente mío.
El corazón le dio un vuelco. ¿Podría ser que el Capataz pensara darle lo que le concedió a Abraham?
—Capataz, soy indigno.
—Claro que lo eres. Nadie es digno de mí. Ni un solo hombre de esta tierra. Pero, si obedeces, tal vez ganes el favor de mi mirada.
«¡Ay, lo hará!», clamó una voz en su corazón. «Sí, me dará a la mujer…».
—Lo que ordenes, Capataz.
—¿Crees que te daría a Agar por tu torpe lujuria y tu ansia de un hijo? Hay un propósito mayor. Éstos negros son, sin duda, hijos e hijas de Dios, pero en África vivieron bajo el poder del diablo. Ese terrible destructor ha mancillado su sangre. ¿Por qué otra causa crees que son negros? Nunca podré salvarlos mientras cada generación siga naciendo de pura raza negra, pues de ese modo los posee el demonio. ¿Cómo puedo reclamarlos como propios, si tú no me ayudas?
—Entonces, si tomo a la niña, ¿mi hijo nacerá blanco?
—Lo que me importa es que el niño no sea de pura raza negra. ¿No comprendes lo que deseo de ti? No quiero un Ismael, sino muchos hijos. No una Agar, sino innumerables mujeres.
Cavil apenas osó nombrar el más secreto de sus deseos:
—¿A todas ellas?
—Te las entrego, Cavil Planter. Esta generación pecaminosa es de tu propiedad. Con diligencia, podrás preparar otra generación que me pertenezca a mí.
—¡Lo haré, Capataz!
—No debes decir a nadie que me viste. Sólo hablo a aquéllos cuyos deseos ya se vuelcan hacia mí y hacia mis actos, a aquellos que ya ansían el agua que ofrezco.
—No hablaré con hombre alguno, Capataz.
—Obedéceme, Cavil Planter, y te prometo que al final de tu vida nos volveremos a encontrar, y que me conocerás por lo que verdaderamente soy. En ese momento, te diré: «Eres mío, Cavil Planter. Ven y sé mi fiel siervo para siempre».
—¡Con gusto! —exclamó Cavil—. ¡Con gozo y con gusto!
Se echó hacia delante para abrazar las piernas del Capataz. Pero allí donde tendría que haber estado su visitante no encontró nada. Había desaparecido.
Desde esa noche, las esclavas de Cavil Planter no conocieron sosiego. Y Cavil las hizo traer cada noche, buscando tratarlas con la fortaleza y el poder que había visto en el rostro del temible Capataz. Deben mirarme y contemplar su rostro, pensó Cavil, y vaya si lo harán.
La primera que tomó fue una niña recién comprada que apenas sabía una palabra del idioma. Gritó despavorida, hasta que Cavil alzó el látigo que viera antes en sueños. Entonces, gimiendo, le permitió hacer lo que el Capataz le había ordenado. Por un instante, esa primera vez, pensó que sus gemidos eran como la voz de Dolores cuando sollozaba en el lecho, y sintió la misma lástima profunda que había sentido por su amada esposa. Casi acarició tiernamente a la pequeña, como hiciera tiempo atrás para consolar a Dolores. Pero entonces recordó el rostro del Capataz, y pensó:
«Esta niña negra es su enemiga; es mi propiedad. Así como un hombre debe arar y sembrar la tierra que Dios le concedió, yo no debo permitir que el vientre de esta negra duerma en barbecho».
«Agar», la llamó esa primera noche. «Tú no comprendes de qué modo te estoy bendiciendo».
Por la mañana, al mirarse al espejo, vio una nota nueva en su rostro. Cierta ferocidad. Una suerte de espantosa fortaleza oculta. «Ah», pensó Cavil, «nadie había visto jamás al que realmente soy. Ni siquiera yo mismo. Sólo ahora descubro qué es el Capataz, y qué soy yo».
Y nunca más volvió a sentir otro instante de piedad en la ejecución de su labor nocturna. Caña de fresno en mano, marchaba al cobertizo de las mujeres y señalaba a la que debía ir con él. Si alguna se resistía, la caña le enseñaba el alto precio de rehusar. Si cualquier otro negro, hombre o mujer, alzaba una voz de protesta, al día siguiente Cavil se ocupaba de que el capataz lo disuadiera a fuerza de sangre. Ningún blanco lo sospechaba, y ningún negro se atrevía a denunciarlo.
La primera en concebir fue Agar, la esclava nueva. Cavil observó con orgullo cómo el vientre se henchía con el tiempo. Supo entonces que el Capataz lo había elegido de verdad, y este poder le inspiró un gozo salvaje. Habría un hijo, su hijo. Y de inmediato vio con claridad cuál debía ser el paso siguiente. Si su sangre blanca podía salvar innumerables almas negras, no debía conservar en su finca a los niños mestizos. Los vendería en tierras del Sur, cada uno a un comprador distinto, en una ciudad distinta, y que el Capataz se encargara de que crecieran sanos y desparramaran su simiente en toda la desventurada raza negra.
Y cada mañana siguió contemplando a su esposa a la hora del desayuno.
—Cavil, amor —le dijo ella un día—, ¿sucede algo malo? En tu rostro hay una expresión oscura, un aire de… furia, quizás, o de crueldad. ¿Has reñido con alguien? No quería decírtelo pero… me atemorizas.
Tiernamente palmeó la mano sarmentosa de su mujer mientras la negra lo miraba con ojos sombríos.
—No siento ira hacia ningún hombre o mujer —repuso Cavil suavemente—. Y lo que llamas crueldad no es más que la expresión propia de un amo. Ay, Dolores, ¿cómo puedes mirarme a los ojos y llamarme cruel?
La mujer rompió a llorar.
—Perdóname —suplicó—. Fue sólo mi imaginación. Tú… el hombre más gentil que he conocido jamás… El diablo debió de poner esa visión ante mis ojos. Lo sé. El diablo puede crear visiones falsas, pero sólo los perversos son engañados. Perdóname por mi perversidad, esposo mío.
Y él la perdonó, pero ella no dejó de llorar hasta que Cavil mandó llamar al sacerdote. Con razón el Señor escogía sólo a hombres como profetas. Las mujeres eran demasiado débiles y compasivas para poder realizar la labor encomendada por el Capataz.
Así comenzó todo. Ésa fue la primera pisada de esta senda atroz y oscura. Ni Alvin ni Peggy supieron esta historia hasta que yo la descubrí y se la conté, mucho después. Entonces, reconocieron de inmediato que ése había sido el inicio de todo.
Pero no quiero que penséis que fue la única causa del mal que sobrevino, pues no es así. Se hicieron otras elecciones, se cometieron otros errores y crueldades, se dijeron otras mentiras. Un hombre podrá contar con toda la ayuda del mundo para dar con la senda más corta hacia el infierno, pero nadie más puede hacerles posar el pie en dicho lugar.