UN PASEO POR AFASIA

MI esposa y yo nos separamos aquella mañana exactamente a nuestro modo habitual. Ella dejó su segunda taza de té para seguirme hasta la puerta de la calle. Retiró allí de mi solapa la hilacha invisible (el gesto universal de la mujer para proclamar la propiedad) y me pidió que tuviera cuidado con el catarro. Yo no tenía ningún catarro. Luego llegó su beso de despedida: el socorrido beso de la domesticidad sazonado con Young Hyson. No había ningún miedo a lo extemporáneo, a que la variedad especiase la infinita costumbre. Con el toque diestro de la mala práctica inveterada, torció incorrectamente mi alfiler de corbata bien puesto; y luego cerró la puerta y oí golpetear sus zapatillas matutinas de vuelta al té frío.

Cuando me puse en marcha no tenía ninguna idea ni premonición de lo que iba a ocurrir. El ataque llegó súbitamente.

Había estado muchas semanas trabajando de firme, casi noche y día, en un pleito famoso de un ferrocarril que había ganado triunfalmente solo unos días antes. Llevaba en realidad cavando en el foro casi sin pausa muchos años. El buen doctor Volney, que era mi amigo y mi médico, me había advertido varias veces.

—Si no aflojas el ritmo, Belford —me decía—, estallarás de pronto. Te fallarán los nervios o el cerebro. Dime, ¿pasa una sola semana que no leas en los periódicos sobre un caso de afasia… sobre un hombre perdido, que vaga por ahí sin nombre, con el pasado y la identidad borrados… y todo por un pequeño coágulo cerebral debido al exceso de trabajo o de preocupaciones?

—Yo siempre he pensado —le decía yo— que el coágulo en esos casos habría que buscarlo en realidad en el cerebro de los periodistas.

El doctor Volney movía la cabeza.

—La enfermedad existe —me decía—. Necesitas un cambio o un descanso. El juzgado, el despacho y la casa… esa es la única ruta que recorres tú. Y para divertirte… lees libros de leyes. Ten cuidado antes de que sea tarde.

—Los jueves por la noche —le decía, defensivamente— mi mujer y yo jugamos a las cartas. Los domingos ella me lee la carta semanal de su madre. Y aún no se ha demostrado que los libros de leyes no sean divertidos.

Esa mañana iba pensando en las palabras del doctor Volney mientras caminaba. Me sentía tan bien como solía sentirme… puede que hasta más animado de lo habitual.

Luego desperté con los músculos rígidos y agarrotados de haber dormido mucho tiempo en el incómodo asiento de un vagón de segunda. Apoyé la cabeza en el respaldo e intenté pensar. Al cabo de un buen rato me dije: «Tengo que tener alguna clase de nombre». Busqué en los bolsillos. Ni una tarjeta; ni una carta; no pude encontrar ni un papel ni un monograma. Pero encontré en el bolsillo de la chaqueta casi tres mil dólares en billetes grandes. «Debo de tener alguno, por supuesto», me repetí, y empecé de nuevo a intentar recordarlo.

El vagón estaba bastante lleno de hombres, entre los cuales, me dije, tenía que haber algún interés común, porque se entremezclaban libremente y parecían de un humor y un estado de ánimo excelentes. Uno de ellos (un caballero corpulento de gafas envuelto en un claro aroma a canela y aloes) ocupó la mitad vacía de mi asiento con un cabeceo amistoso y desplegó un periódico. En los intervalos entre sus períodos de lectura, conversamos, como hacen los viajeros, sobre asuntos corrientes. Me encontré capaz de sostener la conversación sobre esos temas acreditadamente, al menos por lo que recuerdo. Luego mi compañero dijo:

—Tú eres de los nuestros, ¿no? Un grupo magnífico el que envía el Oeste en esta ocasión. Me alegro de que celebren la convención en Nueva York; nunca he estado en el Este. Soy R. P. Bolder… Bolder & Hijo, de Hickory Grove, Missouri.

Aunque esto me cogió desprevenido, afronté la emergencia como hacen los hombres cuando se deciden a hacerlo. Tenía que efectuar un bautismo, y ser al mismo tiempo bebé, sacerdote y padre. Mis sentidos acudieron en auxilio de un cerebro más lento. El olor insistente a drogas de mi compañero aporta una idea; una ojeada a su periódico, donde mi vista encontró un anuncio destacado, me ayudó aún más.

—Me llamo —dije, fluidamente— Edward Pinkhammer. Soy boticario, de Cornópolis, Kansas.

—Sabía que eras boticario —dijo mi compañero de viaje, afablemente—. Vi el callo que tienes en el índice derecho, donde roza la mano del mortero. Eres uno de los delegados de nuestra convención nacional, claro.

—¿Son boticarios todos estos? —pregunté, interrogativamente.

—Lo son. Este vagón viene del Este. Y son todos boticarios veteranos, además… nada de esos farmacéuticos de ahora de pastilla y gránulo patentados que utilizan máquinas expendedoras en vez de una mesa de recetas. Nosotros preparamos nuestro paregórico y hacemos nuestras píldoras, e incluso estamos dispuestos a manejar unas cuantas semillas de primavera y a tener una línea de trabajo alternativa como sastres y zapateros. Voy a explicarte una cosa Hampinker, se me ocurrió una idea que quiero plantear en la convención…, lo que piden es eso, ideas nuevas. Pues bien, tú conoces los tarros de estantería de tártaro emético y sal de Rochelle Ant. et Pot. Tart y Sod. et Pot. Tart., uno es veneno, ¿comprendes?, y el otro es inofensivo. Es fácil confundir una etiqueta con la otra. ¿Dónde los colocan mayoritariamente los boticarios? Bueno, lo más separados posible, en estanterías distintas. Un error. Lo que yo digo es: ponlos uno al lado de otro y así cuando quieras uno siempre puedes compararlo con el otro y evitar equivocaciones. ¿Comprendes la idea?

—Me parece muy buena idea —dije yo.

—¡Magnífico! Cuando lo plantee en la convención, respáldame. Haremos que esos profesores del Este de naranja-fosfato-y-crema-de-masaje que piensan que ellos son las únicas pastillas del mercado parezcan tabletas hipodérmicas.

—Si puedo ser de alguna ayuda —dije, animando— los dos tarros de…

—Tartrato de antimonio y potasio, y tartrato de sodio y potasio.

—Tenemos que sentarnos juntos —concluí con firmeza.

—Sí, pero hay otra cosa —dijo el señor Bolder—. Como excipiente para manipular una masa de píldoras, qué prefieres tú… ¿carbonato de magnesia o raíz de glycyrrhiza?

—El… de… magnesia —dije. Era más fácil de decir que lo otro.

El señor Bolder me miró con desconfianza a través de las gafas.

—A mí que me den la glycyrrhiza —dijo—. La magnesia se apelmaza.

—Aquí hay otro de esos casos falsos de afasia —dijo, poco después, acercándome su periódico y posando un dedo en un artículo—. Yo no creo en ellos. Apuesto a que nueve de cada diez son falsos. Un tipo se harta de su negocio y de los suyos y quiere pasarlo bien una temporada. Se larga a un sitio y, cuando le encuentran, finge que ha perdido la memoria…, no sabe cómo se llama y ni siquiera reconoce la marca roja de nacimiento del hombro izquierdo de su mujer. ¡Afasia! ¡Un cuerno! ¿Por qué no se olvidan cuando están en su casa?

Cogí el periódico y leí, tras los agrios titulares, lo siguiente:

DENVER, 12 de junio.— Elwyn C. Belford, un prominente abogado, falta misteriosamente de su casa desde hace tres días, y todos los esfuerzos por localizarle han sido en vano. El señor Belford es un ciudadano bien conocido de elevada posición, y ha gozado de una práctica profesional destacada y lucrativa como abogado. Está casado y posee una mansión magnífica y la biblioteca particular más grande del estado. El día de su desaparición sacó una suma muy grande de dinero del banco. No se ha localizado a nadie que le haya visto después de que abandonase el banco. El señor Belford era un hombre de hábitos singularmente tranquilos y domésticos, y parecía encontrar la felicidad en su hogar y en la práctica de su profesión. Si es que existe alguna clave de esta extraña desaparición, puede que se halle en el hecho de que durante varios meses ha estado profundamente absorbido por un importante caso relacionado con la Compañía Ferroviaria Q. Y. y Z. Se teme que el exceso de trabajo pueda haber afectado a su mente. Se están haciendo todos los esfuerzos por descubrir el paradero del desaparecido.

—Sí, sí, ¡y un cuerno! Lo que quieren es divertirse a lo grande una temporadita.

—Creo que su comentario es un poco cínico, señor Bolder —dije después que hube leído el despacho—. A mí esto me parece un caso auténtico. ¿Por qué debería este hombre, próspero, felizmente casado y respetado, decidir de pronto abandonarlo todo? Yo sé que estos lapsos de memoria ocurren y que los que los sufren se encuentran perdidos, sin nombre, sin historia y sin un hogar.

—¡Bah, bah, cuento y solo cuento! —dijo el señor Bolder—. Son unos bribones. Hoy en día hay demasiada ilustración. La gente se entera de lo de la afasia y lo utiliza como excusa. Las mujeres se enteran, también. Cuando ha terminado la cosa te miran a los ojos, todo lo científicamente que quieras, y te dicen: «Es que él me hipnotizó».

El señor Bolder me divertía con sus comentarios y su filosofía, pero no me ayudaba.

Llegamos a Nueva York sobre las diez de la noche. Fui en taxi a un hotel y escribí mi nombre, «Edward Pinkhammer», en el registro. Al hacerlo me sentí invadido por una alegría espléndida, desenfrenada, embriagadora…, una sensación de libertad sin límites, de posibilidades recién adquiridas. Era como si acabase de llegar a este mundo. Los viejos grilletes (hubiesen sido los que hubiesen sido) habían desaparecido de mis manos y de mis pies. El futuro se extendía ante mí como un camino despejado parecido a aquel en el que se adentra un recién nacido, y podía adentrarme en él equipado con el conocimiento y la experiencia de un hombre.

Me pareció que el empleado del hotel me miraba cinco segundos de más. No tenía equipaje.

—La convención de los boticarios —dije—. Mi baúl aún no ha llegado, no sé por qué.

Saqué un fajo de dinero.

—¡Ah! —dijo él, enseñando un diente aurífero— tenemos a muchos de los delegados del Oeste alojados aquí.

Tocó un timbre para llamar al mozo.

Yo me esforcé por poner un poco de color a mi papel.

—Hay un movimiento importante en marcha entre nosotros, los del Oeste —dije—, sobre una propuesta para la convención de que los tarros que contienen el tartrato de antimonio y potasio y el tartrato de sodio y potasio se mantengan en una posición contigua en la estantería.

—¡Caballero a la 314! —dijo rápidamente el recepcionista. Y fui conducido prestamente a mi habitación.

Al día siguiente compré un baúl y ropa y empecé a vivir la vida de Edward Pinkhammer. No agobié a mi cerebro con intentos de resolver problemas del pasado.

Era un vaso picante y chispeante el que la gran ciudad isleña me ponía en los labios. Lo bebí agradecido. Las llaves de Manhattan pertenecen a aquel que puede con ellas. O eres el huésped de la ciudad o eres su víctima.

Los días siguientes fueron como oro y plata. Edward Pinkhammer, aunque solo le separaban horas del nacimiento, conoció el raro gozo de arribar a un mundo tan placentero con todas las plumas y sin trabas. Me senté extasiado en las alfombras mágicas que proporcionaban teatros y jardines de azotea, que le transportaban a uno a tierras deliciosas, extrañas, llenas de música juguetona, bellas muchachas y grotescas parodias jocosamente extravagantes sobre el género humano. Fui de aquí para allá siguiendo mi propia y clara voluntad, sin verme coartado por límites de espacio, tiempo o comportamiento. Cené en extraños cabarets, en tables d’hôte aún más extrañas, entre el sonido de la música húngara y los gritos desaforados de garbosos pintores y escultores. O también allí donde la vida nocturna tiembla en el brillo eléctrico como un cuadro cinetoscópico, y se encuentran para el sano regocijo y el efecto espectacular la sombrerería del mundo, y sus joyas, y aquellas a las que adornan, y los hombres que hacen posibles todas tres. Y entre estas escenas que he mencionado aprendí una cosa que no había sabido antes. Y es que la llave de la libertad no está en las manos de Licencia, sino que la sostiene Convención. Cortesía tiene una barrera de peaje en la que debes pagar, si no no entrarás en la tierra de Libertad. En todo el brillo, el aparente desorden, el desfilar, el abandono, vi que prevalecía esta norma, discreta, pero férrea. En Manhattan has de obedecer esas leyes no escritas, si lo haces serás el más libre de los libres. Y si te niegas a dejarte limitar por ellas, te pones grilletes.

A veces, cuando mi talante me urgía a ello, buscaba las salas de palmas majestuosas y suavemente murmuradoras, fragantes de vida aristocrática y delicada contención, para cenar en ellas. Bajaba también hasta las vías navegables en vapores atestados de dependientas y empleados vociferantes y endomingados que se entregaban desenfrenadamente al galanteo camino de sus toscos placeres en las costas de la isla. Y estaba siempre Broadway, el resplandeciente, opulento, artificioso, diverso, deseable Broadway, creciendo dentro de uno igual que un hábito de opio.

Una tarde, cuando entraba en el hotel, se me plantó delante en el vestíbulo un hombre corpulento de nariz grande y bigote negro. Cuando intenté rodearle para dejarle atrás, me saludó con ofensiva familiaridad.

—¡Qué hay, Belford! —exclamó, muy alto—. ¿Qué demonios andas haciendo tú en Nueva York? No sabía que hubiese algo que pudiese sacarte de ese viejo cubil de libros tuyo. ¿Está también la señora B. o se trata de un viajecito de negocios que haces solo?

—Se equivoca, señor —dije, fríamente, liberando mi mano de su presa—. Yo me llamó Pinkhammer. Discúlpeme usted.

El hombre se hizo a un lado, visiblemente atónito. Cuando me dirigía a la mesa de recepción, le oí que llamaba a un botones y decía algo sobre formularios telegráficos.

—Va a darme mi factura —le dije al empleado— y que me bajen por favor el equipaje en media hora. No estoy dispuesto a alojarme en un sitio en el que me acosan timadores.

Me trasladé aquella tarde a otro hotel, uno tranquilo y anticuado de la parte baja de la Quinta Avenida.

Había un restaurante cerca de Broadway donde le podían servir a uno casi al fresco en un entorno tropical de flora filtrante. Tranquilo y lujoso y con un servicio esmerado, resultaba un sitio ideal para almorzar o tomar un refresco. Una tarde estaba allí camino de una mesa entre los helechos cuando sentí que me cogían por la manga.

—¡Señor Belford! —exclamó una voz asombrosamente dulce.

Me volví rápidamente y vi una dama sentada sola…, una dama de unos treinta años, con unos ojos excepcionalmente bellos, que me miraba como si yo hubiese sido su muy querido amigo.

—Estabas a punto de pasar delante de mí como si nada —dijo acusadoramente—. No me digas que no me conoces. ¿Por qué no deberíamos darnos la mano… una vez por lo menos en quince años?

Le estreché la mano inmediatamente. Ocupé una silla frente a ella en la mesa. Convoqué con las cejas a un revoloteante camarero. La dama flirteaba con un zumo de naranja con hielo. Pedí una crema de menta. Tenía el pelo de un bronce rojizo. No podías mirarlo porque no podías apartar la vista de sus ojos. Pero eras consciente de él como lo eres de la puesta del sol mientras miras en las profundidades de un bosque en el crepúsculo.

—¿Está segura de que me conoce? —pregunté.

—No —dijo ella sonriendo—. Nunca estuve segura de eso.

—¿Qué pensaría —dije, un poco nervioso— si le dijese que me llamo Edward Pinkhammer, de Cornópolis, Kansas?

—¿Qué pensaría? —repitió ella, con una mirada burlona—. Bueno, que no habías traído contigo a Nueva York a la señora Belford, por supuesto. Ojalá lo hubieses hecho. Me habría gustado ver a Marian —bajó la voz ligeramente—. No has cambiado mucho, Elwyn.

Sentí que sus ojos maravillosos buscaban en los míos y en mi cara más detenidamente.

—Sí, has cambiado —se corrigió, y había una nota suave y exultante en sus tonos finales—; lo veo ahora. No has olvidado. No has olvidado ni un año ni un día ni una hora. Te dije que nunca podrías.

Escarbé con la paja nervioso en la crema de menta.

—Le ruego que me perdone, por supuesto —dije, un poco incómodo ante su mirada—. Pero ese es precisamente el problema. He olvidado. Lo he olvidado todo.

Ella se burló de mi negativa. Se rio deliciosamente de algo que parecía ver en mi cara.

—He oído hablar de ti de vez en cuando —continuó—. Eres todo un gran abogado allá en el Oeste… ¿en Denver, no, o en Los Ángeles? Marian debe de estar muy orgullosa de ti. Te enteraste, supongo, de que me casé seis meses después que vosotros. Debes de haberlo visto en los periódicos. Solo las flores costaron dos mil dólares.

Ella había mencionado quince años. Quince años es mucho tiempo.

—¿Sería demasiado tarde —pregunté, un poco timoratamente— para ofrecer mi felicitación?

—No, si te atreves a hacerlo —contestó ella, con una intrepidez tan magnífica que me quedé callado y empecé a trazar rayas en el mantel con la uña del pulgar.

—Dime una cosa —añadió, inclinándose hacia mí con bastante vehemencia—, una cosa que hace muchos años que quiero saber…, es solo una curiosidad de mujer, por supuesto…, ¿te has atrevido alguna vez desde aquella noche a tocar, oler o mirar rosas blancas…, rosas blancas humedecidas por el rocío y la lluvia?

Bebí un sorbo de crema de menta.

—Supongo que será inútil —dije, con un suspiro— que repita que no tengo absolutamente ningún recuerdo de esas cosas. Me falla por completo la memoria. Ni que decir tiene que lo siento muchísimo.

La dama apoyó los brazos en la mesa y sus ojos desdeñaron de nuevo mis palabras y siguieron por su propia ruta, viajando derecho hasta mi alma. Se rio suavemente, con un tono extraño en el sonido… era una risa de felicidad… sí, y de satisfacción… y de tristeza. Intenté apartar la vista de ella.

—Mientes, Elwyn Belford —alentó, felizmente—. ¡Oh, sé que mientes!

Miré con torpeza hacia los helechos.

—Me llamo Edward Pinkhammer —dije—. Vine con los delegados a la Convención Nacional de Boticarios. Hay un movimiento en marcha para colocar en una posición distinta los tarros de tartrato de antimonio y tartrato de potasio, por el que, muy probablemente, se tomaría usted poco interés.

Se paró ante la entrada un landó resplandeciente. La dama se levantó. Tomé su mano e hice una inclinación.

—Siento muchísimo —le dije— no poder recordar. Podría explicarlo, pero temo que no me entendería. No aceptaría usted a Pinkhammer; y la verdad es que no consigo entender lo de… las rosas y las otras cosas.

—Adiós, señor Belford —dijo ella, con una triste sonrisa feliz, mientras subía a su carruaje.

Fui al teatro aquella noche. Cuando volví al hotel, apareció mágicamente a mi lado un hombre tranquilo, de ropa oscura, que parecía muy interesado en frotarse las uñas con un pañuelo de seda.

—Señor Pinkhammer —dijo, otorgando el grueso de su atención a su dedo pulgar—, ¿puedo pedirle que haga un aparte conmigo para una breve charla? Hay una habitación aquí.

—Cómo no —respondí.

Me condujo a un saloncito privado. Había allí una dama y un caballero. La dama, deduje, habría sido de un atractivo extraordinario si sus rasgos no estuviesen nublados por una expresión de zozobra y fatiga profundas. Tenía un género de figura y poseía una coloración y unos rasgos que eran gratos a mi imaginación. Vestía ropa del viaje; fijó en mí una mirada anhelante de ansiedad extrema y apretó una mano insegura contra su pecho. Creo que se habría precipitado hacia mí, si no la hubiese detenido con un movimiento autoritario de su mano el caballero. Luego él se acercó a mí para saludarme. Era un hombre de unos cuarenta años, con algunas canas en las sienes y un rostro fuerte y reflexivo.

—Belford, viejo amigo —dijo, cordial—, me alegro de volver a verte. Nos hacemos cargo de la situación perfectamente, por supuesto. Te advertí, ya lo sabes, que estabas excediéndote. Ahora volverás con nosotros y enseguida serás tú mismo otra vez.

Sonreí irónicamente.

—He sido Belford tantas veces —dije— que ya no me impresiona. De todos modos empieza a hacerse un poco tedioso. ¿Le importaría aceptar la hipótesis de que mi nombre es Edward Pinkhammer, y que no le he visto a usted hasta ahora en toda mi vida?

Antes de que el hombre pudiese responder, llegó un grito quejumbroso de la mujer. Y no pudo ya detenerla la mano represora. «¡Elwyn!», gimió, y se lanzó sobre mí y me abrazó muy fuerte.

—Elwyn —exclamó de nuevo—, no me rompas el corazón. Soy tu mujer…, di mi nombre una vez…, solo una vez. Prefería verte muerto antes que verte así.

Me desprendí de sus brazos respetuosa pero firmemente.

—Señora —respondí, con dureza—, perdóneme si le digo que acepta usted un parecido demasiado precipitadamente. Es una lástima —continué, con una risa divertida al ocurrírseme la idea— que ese Belford y yo no estemos colocados uno al lado del otro en la misma estantería como tartratos de sodio y antimonio a efectos de identificación. Para que se pueda entender la alusión —concluí con desenvoltura— tal vez sería preciso que echase un vistazo a las actas de la Convención Nacional de Boticarios.

La dama se volvió a su acompañante y le cogió del brazo.

—¿Qué pasa, doctor Volney? Oh, ¿qué pasa? —gimió.

—Vete un rato a tu habitación —le oí decir—. Yo me quedaré aquí y hablaré con él. ¿La mente? No, creo que no…, solo una parte del cerebro. Sí, estoy seguro de que se recuperará. Vete a tu habitación y déjame con él.

La dama desapareció. El hombre de ropa oscura salió también, manicurándose reflexivamente. Creo que se quedó esperando en el pasillo.

—Me gustaría hablar con usted un rato, señor Pinkhammer, si es posible —dijo el caballero que se quedó.

—Está bien, si insiste usted —contesté—; y me perdonará pero voy a ponerme cómodo porque estoy bastante cansado.

Me estiré en un sofá junto a una ventana y encendí un cigarro. Él acercó una silla.

—Vayamos al asunto —dijo, con suavidad—. Usted no se llama Pinkhammer.

—Sé eso tan bien como usted —dije fríamente—. Pero tiene uno que llamarse de algún modo. Puedo asegurarle que no admiro excesivamente el apellido Pinkhammer. Pero cuando tiene que bautizarse uno súbitamente, no suelen ocurrírsele apellidos bonitos. ¡Aunque imagine que hubiese sido Scheringhausen o Scroggins! Creo que lo hice muy bien con Pinkhammer.

—Su nombre es —dijo el otro muy serio— Elwyn C. Belford. Y es usted uno de los mejores abogados de Denver. Está sufriendo un ataque de afasia, que le ha hecho olvidar su identidad. La causa de él fue una entrega excesiva a las tareas de su profesión, y, tal vez, una vida sin demasiados placeres y diversiones naturales. La dama que acaba de salir de la habitación es su esposa.

—Es lo que yo llamaría una mujer atractiva —dije, tras una pausa judicial—. Admiro en particular el tono castaño de su pelo.

—Es una esposa para sentirse orgulloso. Desde su desaparición, hace casi dos semanas, apenas ha cerrado los ojos. Supimos que estaba usted en Nueva York por un telegrama que envió Isidore Newman, un viajante de Denver. Dijo que se había encontrado con usted aquí en un hotel, y que usted no le había reconocido.

—Creo recordar la ocasión —dije—. Aquel individuo me llamó «Belford», si no me equivoco. Pero ¿no cree que ya es hora de que usted se presente?

—Yo soy Robert Volney…, el doctor Volney. He sido amigo íntimo suyo durante veinte años, y médico suyo durante quince. Vine con la señora Belford a buscarle en cuanto recibimos el telegrama. Inténtalo, Elwyn, amigo…, ¡intenta recordar!

—¿De qué vale intentarlo? —pregunté, ceñudo—. Dice usted que es médico. ¿Es curable la afasia? ¿Cuando un hombre pierde la memoria la recupera lentamente o de pronto?

—A veces gradual e imperfectamente; a veces con la misma brusquedad con que la perdió.

—¿Asumirá usted el tratamiento de mi caso, doctor Volney? —pregunté.

—Viejo amigo —dijo él—, haré todo cuanto esté en mi poder, y todo lo que la ciencia pueda hacer por curarte.

—Muy bien —dije yo—. Entonces considéreme usted su paciente. Todo es confidencial ya…, una confidencialidad profesional.

—Por supuesto —dijo el doctor Volney.

Me levanté del sofá. Alguien había puesto un jarrón de rosas blancas en el centro de la mesa…, un ramo de rosas blancas, recién rociadas y fragantes. Las lancé por la ventana y luego volví a echarme en el sofá.

—Bobby —dije—, será mejor que esta curación sea rápida. Estoy bastante cansado de todo el asunto en realidad. Puedes ir ya y traer a Marian. Pero, oh, doctor —añadí, con un suspiro, atizándole una patada en la espinilla— buen amigo doctor… ¡fue glorioso!