EL PÉNDULO

CALLE 81… Dejen salir, por favor —gritó el pastor de azul.

Salió precipitadamente un rebaño de ovejas urbanas y entró atropelladamente otro. ¡Tin-tín! Los vagones de ganado del tren elevado de Manhattan se alejaron traqueteantes y John Perkins bajó la escalera de la estación con el rebaño liberado.

John se encaminó despacio hacia su piso. Despacio porque en el léxico de su vida cotidiana no figuraba la palabra «quizás». Ninguna sorpresa aguarda a un hombre que lleva dos años casado y que vive en un piso. Mientras caminaba, John Perkins se profetizaba con lúgubre y opresivo cinismo las inevitables conclusiones del monótono día.

Katy lo recibiría en la puerta con un beso aromatizado con crema facial y caramelo. Él se quitaría el abrigo, se sentaría en el pétreo sofá y leería en el periódico de la tarde sobre los rusos y los japoneses exterminados por la mortífera linotipia. Para cenar habría carne asada, ensalada aliñada con un aderezo garantizado que no agrietaba ni dañaba la piel, compota de ruibarbo y la botellita de mermelada de fresa luciendo ruborosa el certificado de pureza química en la etiqueta. Después de cenar, Katy le enseñaría la nueva pieza de su edredón de retazos que el heladero había cortado para ella de la punta de su corbata. A las siete y media, cubrirían los muebles con hojas de periódico para recoger los fragmentos de yeso que caían cuando el gordo del piso de arriba iniciaba sus ejercicios de cultura física. A las ocho en punto, Hickey & Mooney, del conjunto de variedades (sin contrato) del piso de enfrente, sucumbirían a los efectos moderados del delirium tremens y empezarían a tirar sillas creyendo que les perseguía Hammerstein con un contrato de quinientos dólares a la semana. Luego, el vecino de la ventana del otro lado del pozo de ventilación sacaría su flauta; el escape de gas nocturno saldría sigilosamente a divertirse por las carreteras; el montacargas se saldría del trole; el portero llevaría a los cinco hijos de la señora Zanowitski una vez más a la otra orilla del Yalu; la señora de los zapatos color champagne y el terrier Skye bajaría con paso vacilante las escaleras y pegaría su nombre del jueves en el timbre y en el buzón: y la rutina nocturna de los apartamentos Frogmore seguiría su curso.

John Perkins sabía que ocurriría todo eso. Y sabía que a las ocho y cuarto se armaría de valor y se dispondría a coger el sombrero; y que su mujer pronunciaría este discurso en tono quejumbroso:

«Vaya, ¿a dónde vas ahora, si puede saberse, John Perkins?».

«Pensaba dejarme caer por McCloskey —contestaría él— a echar una partida o dos al billar con los amigos.»

Esa era la costumbre de John Perkins últimamente. Volvería a las diez o las once. A veces, Katy ya estaba dormida; a veces, esperando levantada, dispuesta a fundir en el crisol de su ira un poco más del revestimiento de oro de las cadenas de acero forjado del matrimonio. Cupido tendrá que responder por estas cosas cuando comparezca ante la justicia con sus víctimas de los pisos Frogmore.

Esa noche, John Perkins se encontró con una tremenda perturbación de lo habitual cuando llegó a su puerta. Ni rastro de Katy con su almibarado beso afectuoso. Las tres habitaciones se hallaban en un portentoso estado de desorden. Había por todas partes cosas de ella revueltas. Zapatos en el suelo, tenacillas del pelo, prendedores y lazos, bata, polvera, amontonados en el tocador y las sillas: no era propio de Katy. Se le cayó el alma a los pies al ver el peine con una nube de cabello castaño. Alguna urgencia y alguna preocupación insólitas tenían que haberla desquiciado, porque ella siempre colocaba cuidadosamente el pelo que quedaba en el peine en el jarrón azul de la repisa, para hacerse algún día el codiciado «postizo» femenino.

Colgado llamativamente de una cuerda del quemador de gas, había un papel doblado. John lo cogió. Era una nota de su mujer que decía así:

«Querido John: Acabo de recibir un telegrama diciendo que mi madre está muy enferma. Voy a tomar el tren de las 4.30. Mi hermano Sam irá a esperarme allí a la estación. Hay fiambre de cordero en la nevera. Espero que no sean otra vez las anginas. Paga cincuenta centavos al lechero. La primavera pasada estuvo mala. No olvides escribir a la compañía de gas por lo del gasómetro, y tienes los calcetines nuevos en el cajón de arriba. Escribiré mañana. Apresuradamente, Katy.»

Katy y él no habían pasado ni una noche separados en sus dos años de matrimonio. Leyó la nota una y otra vez anonadado. Aquello suponía un cambio en una rutina que nunca había cambiado, y se sentía aturdido.

En el respaldo de una silla colgaba patéticamente vacía e informe la bata roja de lunares negros que ella se ponía siempre mientras preparaba las comidas. En su apresuramiento, había dejado tirada la ropa de diario aquí y allá. Había una bolsita de papel de sus caramelos preferidos con la cinta sin desatar aún. Un periódico extendido en el suelo con el hueco rectangular recortado del horario de trenes. Todo en la habitación hablaba de una pérdida, de una esencia desaparecida, de su alma y su vida ausentes. John Perkins se quedó allí parado entre los restos difuntos con un extraño sentimiento de desolación.

Luego empezó a ordenar las habitaciones lo mejor posible. Cuando tocó la ropa de ella le recorrió un estremecimiento de algo parecido al terror. Nunca había pensado lo que sería la vida sin Katy. Ella se había integrado tan absolutamente en su existencia que era como el aire que respiraba: necesario, pero que casi pasaba desapercibido. Y ahora, sin previo aviso, se había marchado, había desaparecido, estaba tan absolutamente ausente como si nunca hubiera existido. Serían solo unos días, por supuesto, una o dos semanas a lo sumo, pero parecía como si la propia mano de la muerte hubiese señalado con el dedo su hogar seguro y tranquilo.

Sacó de la nevera el fiambre de cordero, preparó café y se sentó a cenar solo cara a cara con el impúdico certificado de pureza de la mermelada de fresa. Se le aparecieron entonces brillando entre las bendiciones desaparecidas los fantasmas de los asados y la ensalada con aderezo de abrillantador de cuero. Su hogar se había desmoronado. Una suegra anginosa había liquidado de pronto sus lares y penates. Después de la cena solitaria, John se sentó junto a una ventana que daba a la calle.

No le apetecía fumar. La ciudad le gritaba que saliera a unirse a su danza de locura y placer. La noche era suya. Podría salir sin tener que dar explicaciones y rasguear las cuerdas del jolgorio con la libertad de un alegre soltero. Podía irse de juerga, correrla, echar canas al aire hasta el amanecer, si quería; y no habría ninguna Katy colérica esperándole con el cáliz de los posos de su alegría. Podía jugar al billar en McCloskey con sus amigos juerguistas si quería hasta que Aurora difuminara las bombillas eléctricas. Se habían soltado las ataduras del himeneo que le frenaban siempre cuando los pisos Frogmore le aburrían. Katy se había marchado.

John Perkins no estaba acostumbrado a analizar sus emociones. Pero cuando se sentó en la sala de 3 × 4,5 sin Katy, dio exactamente en el clavo de la causa de su pesadumbre. Ahora sabía que Katy era necesaria para su felicidad. Lo que sentía por ella, acallado en la inconsciencia por la rutina tediosa de la domesticidad, lo había avivado violentamente la pérdida de su presencia. ¿No nos han inculcado a través del proverbio y el sermón y la fábula que no valoramos nunca la música hasta que el ave de melodioso canto levanta el vuelo? Con esas o con otras palabras no menos floridas y veraces…

«No tengo perdón —musitaba John Perkins—, hay que ver cómo he tratado a Katy. Salir todas las noches a jugar al billar y a divertirme con los amigos en vez de quedarme en casa con ella. Dejarla completamente sola aquí a la pobre, sin nada que la divierta, ¡cómo he podido hacer algo así! ¡Eres un miserable de la peor calaña, John Perkins! Voy a compensarla. La sacaré y la llevaré a ver cosas divertidas. Y me olvidaré de la pandilla de McCloskey desde este mismo instante.»

Sí, la ciudad gritaba allí fuera llamando a John Perkins para que fuese a danzar en el séquito de Momo. Y en McCloskey los muchachos metían las bolas en las troneras ociosamente haciendo tiempo para la partida nocturna. Pero ningún camino de rosas ni ningún clic de taco de billar podían atraer el ánimo contrito del desolado Perkins. Aquello que era suyo, despreocupadamente poseído y medio desdeñado, se lo habían quitado y lo quería. Hasta cierto individuo llamado Adán, al que el ángel había expulsado del jardín, podía Perkins arrepentido remontar su linaje.

Cerca de la mano derecha de John Perkins había una silla. Y en el respaldo de esa silla estaba la blusa azul de Katy. Conservaba aún algo de su contorno. En medio de las mangas había delicadas arrugas individuales hechas por los movimientos de sus brazos trabajando para proporcionarle a él comodidad y placer. Llegaba de ella un olor delicado, pero incitante, a campánulas. John la cogió y contempló larga y sobriamente la insensible tela de granadina. Katy nunca había sido insensible. Se le llenaron los ojos de lágrimas: lágrimas, sí. Todo cambiaría cuando ella regresara. Se enmendaría, compensaría su negligencia. ¿Qué era la vida sin ella?

Se abrió la puerta. Apareció Katy con un maletín. La miró boquiabierto.

—¡Santo cielo! ¡Cuánto me alegro de haber vuelto! —dijo ella—. Mamá no tenía nada grave. Sam me esperaba en la estación y me dijo que había sido solo un amago y que se había recuperado poco después de que él me telegrafiara. Así que tomé el tren siguiente de regreso. Me muero de ganas de tomar un café.

Nadie oyó el chasquido y el traqueteo de los engranajes cuando la fachada de la tercera planta de los apartamentos Frogmore incorporó ronroneando su maquinaria al Orden de las Cosas. Se deslizó una cinta, se activó un resorte, se ajustó el engranaje y todo volvió a girar en su órbita vieja.

John Perkins consultó el reloj. Eran las ocho y cuarto. Cogió el sombrero, se dirigió a la puerta.

—Vaya, ¿adónde vas ahora, si puede saberse, John Perkins? —preguntó Katy en tono quejumbroso.

—Pensaba dejarme caer por McCloskey —dijo John— a echar una partida o dos al billar con los amigos.