EL FILTRO DE AMOR DE IKEY SCHOENSTEIN

LA botica Blue Light está en el centro de la ciudad, entre el Bowery y la Primera Avenida, donde la distancia entre las dos calles es más corta. La Blue Light no considera que botica sea una cosa de chucherías, perfume y soda con helado. Si le pides un analgésico, no te dará un bombón.

La Blue Light se burla de las artes de ahorrar trabajo de la farmacia moderna. Macera su opio y filtra ella misma su láudano y su paregórico. Las píldoras se hacen hasta el día de hoy detrás de su alta mesa de recetas… unas píldoras que se extraen de su pila, se dividen con una espátula, se aprietan con índice y pulgar, se empolvan con magnesia calcinada y se despachan en cajitas redondas de cartón. El establecimiento está en una esquina alrededor de la cual juegan nidadas de niños jocosos de harapientas plumas, que se convierten así en candidatos a las gotas para la tos y los jarabes balsámicos que les esperan dentro.

Ikey Schoenstein era el empleado nocturno de la Blue Light y el amigo de sus clientes. Así pasa en el East Side, donde el corazón de la botica no está glacé. Allí las cosas son como deberían ser, el farmacéutico es un consejero, un confesor, un asesor, un misionero gustoso y capaz, un mentor cuyos conocimientos se respetan, cuya sabiduría oculta se venera y cuyo medicamento se vierte a menudo sin probarlo en el arroyo. Así que el personaje corniforme, de engafada y estrecha nariz, encorvado por la sapiencia, era bien conocido entre el vecindario de la Blue Light, y sus consejos e informaciones muy estimados.

Ikey tenía alquilada una habitación con desayuno en casa de la señora Riddle, a dos cuadras de distancia. La señora Riddle tenía una hija llamada Rosy. El circunloquio ha sido en vano (debes de haberlo imaginado), Ikey adoraba a Rosy. Ella teñía todos sus pensamientos; ella era el extracto que contenía todo lo que era químicamente puro y oficinal: la farmacopea no contaba con nada que fuese equiparable a ella. Pero Ikey era tímido, y sus esperanzas se mantenían indisolubles en el menstruo de su retraimiento y de sus temores. Detrás del mostrador era un ser superior, serio y consciente, de sapiencia y mérito especiales; fuera era un peatón de rodillas débiles, cegato, maldecido por los automovilistas, con ropa que no le sentaba bien y que estaba manchada de productos químicos y olía a aloe socotrina y a valerianato de amoníaco.

La mosca del ungüento de Ikey (¡tres veces bienvenido, tópico amable!) era Chunk McGowan.

El señor McGowan se esforzaba también en atrapar las brillantes sonrisas que Rosy lanzaba a un lado y a otro. Pero no era tan malo atrapando como lo era Ikey; él las atrapaba todas. Era, al mismo tiempo, amigo y cliente de Ikey, y se dejaba caer a menudo por la farmacia Blue Light a que le pintaran con yodo un moretón o le pusieran esparadrapo en una cortadura tras una noche de diversión en el Bowery.

Una tarde, McGowan apareció allí a su manera silenciosa y tranquila y se sentó, guapo, zalamero, duro, indomable, cordial, en un taburete.

—Ikey —dijo, después de que su amigo había cogido el mortero y se había sentado enfrente, y se había puesto a reducir a polvo benjuí en goma—, aguza el oído. Necesito que prepares una medicina para mí, ¿me oyes?

Ikey examinó el semblante del señor McGowan buscando las pruebas habituales de conflicto, pero no halló ninguna.

—Quítate la chaqueta —ordenó—. Supongo que te han metido ya un cuchillo en las costillas. Cuántas veces te he dicho que esos italianos te la iban a jugar.

El señor McGowan sonrió.

—No se trata de ellos —dijo—. Nada de italianos. Pero has acertado bastante en el diagnóstico… el problema está debajo de mi chaqueta, cerca de las costillas. ¡Ay!, Ikey… Rosy y yo nos vamos a escapar para casarnos esta noche.

Ikey tenía el índice de la mano izquierda doblado sobre el borde del mortero, para sujetarlo bien. Aunque le asestó un buen golpecito con el majador, no lo sintió. La sonrisa del señor McGowan se convirtió entre tanto en una expresión de perpleja tristeza.

—Es decir —continuó—, si ella sigue pensando lo mismo cuando llegue el momento. Llevamos preparando las cosas para la fuga dos semanas. Un día dice que lo hará; a última hora de ese mismo día dice que nanay. Hemos quedado de acuerdo para esta noche, y Rosy esta vez lleva dos días completos ateniéndose a la afirmativa. Pero aún faltan cinco horas para que llegue el momento y tengo miedo de que me deje plantado a última hora.

—Dijiste que querías una medicina —comentó Ikey.

El señor McGowan parecía incómodo, agobiado… una condición opuesta a su forma habitual de comportamiento. Enrolló un almanaque de medicamentos patentados y se lo ajustó con meticulosidad improductiva en el dedo índice.

—Ni por un millón me arriesgaría a que se volviera atrás esta noche —dijo—. Tengo ya un pisito en Harlem con todo preparado, crisantemos en la mesa y una tetera dispuesta para hervir. Y he quedado con un casamentero para que esté preparado esperándonos en su casa a las nueve y media. Todo está dispuesto. ¡Si Rosy no cambia de idea otra vez!

El señor McGowan dejó de hablar, presa de sus dudas.

—Aún no veo —dijo secamente Ikey— por qué razón hablas de medicamentos, o qué puedo hacer yo en ese asunto.

—Yo no le gusto nada al viejo Riddle —continuó el inquieto pretendiente, deseoso de poner en orden sus argumentos—. Lleva una semana sin dejar a Rosy salir conmigo. Si no fuese porque no quieren perder un inquilino, hace mucho que me habrían echado. Estoy ganando veinte dólares a la semana, y ella nunca lamentará escapar de la jaula con Chunk McGowan.

—Tienes que perdonarme, Chunk —dijo Ikey—. Debo preparar una receta que van a venir a buscar enseguida.

—Oye —dijo McGowan, alzando de pronto la vista—, oye, Ikey, ¿no hay algún tipo de droga… algunos polvos que hagan que a una chica le gustes más si se los das?

A Ikey se le arrugó el labio bajo la nariz con el menosprecio de la superior ilustración; pero antes de que pudiese contestar, McGowan continuó:

—Tim Lacy me contó que consiguió unos a través de un curandero en la parte alta y se los echó a su chica en el agua de soda. Le pareció desde la primerísima dosis el número uno, y todos los demás le parecieron calderilla. En menos de dos semanas estaban casados.

Chunk McGowan era fuerte y simple. Un lector de hombres mejor que Ikey podría haber visto que su aparente fortaleza estaba tramada con alambres finos. Como un buen general a punto de invadir el territorio enemigo, buscaba proteger todos los flancos contra un posible fallo.

—Pensé —continuó Chunk esperanzado— que si yo tuviese uno de esos polvos para darle a Rosy cuando la viese en la cena esta noche, podría animarla para que no renunciara al proyecto de escapar. No es que crea que haga falta un tiro de mulas para arrastrarla fuera de casa, pero las mujeres tienden más a echarse atrás que a echarse adelante. Si ese material funcionase durante un par de horas, sería la solución.

—¿Cuándo va a suceder esa locura de escaparse? —preguntó Ikey.

—A las nueve —dijo el señor McGowan—. La cena es a las siete. A las ocho Rosy se va a la cama con dolor de cabeza. A las nueve el amigo Parvenzano me deja pasar por su patio trasero, donde hay una tabla suelta de la valla de los Riddle, que queda al lado. Luego voy hasta debajo de la ventana del cuarto de Rosy y la ayudo a bajar por la escalera de incendios. Tenemos que hacerlo temprano por causa del predicador. Es todo muy fácil, si Rosy no echa el freno a la hora de la verdad. ¿Puedes prepararme unos polvos de esos, Ikey?

Ikey Schoenstein se frotó la nariz lentamente.

—Chunk —dijo—, con medicinas de ese tipo es con las que los farmacéuticos tienen que tener mucho cuidado. De todas las personas que conozco solo a ti te confiaría unos polvos como esos. Te los prepararé y verás cómo hacen a Rosy pensar en ti.

Ikey se puso detrás de la mesa de recetas. Convirtió allí en polvo dos tabletas solubles que contenían, cada una de ellas, un grano de morfina. Les añadió un poco de azúcar de leche para aumentar la masa y envolvió la mezcla limpiamente en un papel blanco. Tomados por un adulto, aquellos polvos podían asegurar varias horas de pesado sueño sin peligro para el durmiente. Se lo entregó a Chunk McGowan, diciéndole que se los administrase en un líquido, si era posible, y recibió las gracias cordiales de aquel Lonchivar de patio trasero.

La sutileza de la actuación de Ikey se hace patente si relatamos su movimiento subsiguiente. Envió a un mensajero a por el señor Riddle y le reveló los planes del señor McGowan de fugarse con Rosy. El señor Riddle era un hombre corpulento, de tez rojiza y rápido en la acción.

—Muy agradecido —le dijo escuetamente a Ikey—. ¡Ese zángano irlandés condenado! Mi habitación queda justo encima de la de Rosy. Subiré allí después de la cena, cargaré la escopeta y esperaré. Si aparece en mi patio de atrás, saldrá de allí en una ambulancia en vez de en un tílburi de boda.

Con Rosy atrapada en las garras de Orfeo durante muchas horas de sueño profundo, y el padre sediento de sangre esperando, armado y prevenido, Ikey pensó que su rival se hallaba claramente al borde del desastre.

Esperó durante toda su noche de guardia en la farmacia a que llegaran noticias de la tragedia, pero no llegaron.

A las ocho de la mañana llegó el empleado del turno de día, e Ikey se dirigió rápidamente a casa del señor Riddle a enterarse del desenlace. Y, ¡ay!, cuando salía de la farmacia, con quién se encontró más que con Chunk McGowan, que saltaba de un coche y le estrechaba la mano; Chunk McGowan, con una sonrisa de victoria y ruboroso de alegría.

—Lo conseguí —dijo con el Elíseo en la sonrisa—. Rosy salió a la escalera de incendios en el momento justo y llegamos a casa del reverendo a las nueve y media y un minuto y cuatro segundos. Ahora está en el piso, me preparó unos huevos esta mañana vestida con un kimono azul… ¡Señor! ¡Qué suerte tengo! Has de subir algún día hasta allí, Ikey, y comer con nosotros. He conseguido un trabajo cerca del puente, y hacia allí es hacia donde voy ahora.

—¿Y… y los polvos? —tartamudeó Ikey.

—¡Oh, aquello que me diste! —dijo Chunk, ampliando la sonrisa—; bueno, la cosa fue así. Me senté anoche en la mesa de la cena en casa de los Riddle y miré a Rosy y me dije: «Chunk, si te llevas a la chica, llévatela honradamente, no hagas ninguna trampa con un pura sangre como ella». Y no saqué el papel que me diste del bolsillo. Luego mi atención se centró en otra parte presente, que, me dije, no profesa el afecto adecuado a su futuro yerno, así que aproveché una oportunidad y eché aquellos polvos en el café del amigo Riddle, ¿comprendes?