LA HABITACIÓN AMUEBLADA
HAY una masa inmensa de la población del distrito de ladrillo rojo del bajo West Side que es tan inquieta, cambiante y fugaz como el tiempo mismo. Sin hogar, tienen un centenar de hogares. Revolotean de habitación amueblada en habitación amueblada, siempre itinerantes, itinerantes en el domicilio, itinerantes en el corazón y en la mente. Cantan «Hogar, dulce hogar» en ragtime; llevan sus lares et penates en una caja de cartón; su parra está entretejida alrededor de una pamela; su higuera es un ficus.
Así que las casas de ese distrito, al haber tenido un millar de inquilinos, deberían tener un millar de historias que contar, la mayoría aburridas, sin duda; pero sería raro que no se pudiese encontrar un fantasma o dos en la estela de todos esos huéspedes errantes.
Cierto día después de oscurecer, merodeaba entre aquellas maltrechas mansiones de ladrillo rojo un joven llamando a los timbres. En la doceava posó su flaco maletín de equipaje en el escalón y se limpió el polvo de la cinta del sombrero y de la frente. El timbre sonó débil y lejano en ciertas profundidades huecas y remotas.
A la puerta de aquella doceava casa, cuyo timbre él había pulsado, llegó una casera que le hizo pensar en un malsano y empachado gusano que se hubiese comido el contenido de su nuez hasta dejarla hueca y buscase ahora llenar el vacío con inquilinos comestibles.
El joven preguntó si había una habitación para alquilar.
—Pase —dijo la casera. Su voz llegaba de la garganta; y la garganta parecía forrada de pelo—. Tengo la del tercer piso de atrás, hace una semana que está libre. ¿Quiere verla?
El joven la siguió escaleras arriba. Una débil luz que no tenía ningún origen concreto mitigaba las sombras de los pasillos. Recorrieron silenciosamente una alfombra de escalera de la que su propio telar habría abjurado. Parecía haberse hecho vegetal; haber degenerado, en aquella atmósfera rancia y sin sol, en un liquen exuberante o un moho expansivo que creciese en retazos escalera arriba y fuese viscoso bajo los pies como materia orgánica. En cada recodo de las escaleras había hornacinas medio vacías en la pared. Tal vez hubiesen estado ocupadas en tiempos por plantas. Si hubiese sido así, habrían muerto en aquel aire enrarecido y adulterado. Era posible también que hubiese habido en ellas imágenes de santos, pero no era difícil imaginar que duendes y demonios las habrían arrancado de allí en la oscuridad y hundido en las sacrílegas profundidades de algún pozo amueblado de más abajo.
—Esta es la habitación —dijo la casera, desde su garganta peluda—. Una habitación muy bonita. No suele quedar libre. Tuve a una gente muy distinguida en ella el verano pasado…, no causaron ningún problema, pagaron al momento por adelantado. El agua está al final del pasillo. Sprowls y Mooney la tuvieron tres meses. Hacían un número de vodevil. La señorita B’retta Sprowls, tal vez haya oído hablar de ella. Bueno, esos eran solo los nombres artísticos… allí, encima del tocador, es donde estaba colgado en un marco el certificado de matrimonio. El gas está aquí, y ya ve que hay espacio de armario abundante. Es una habitación que le gusta a todo el mundo. Nunca queda libre mucho tiempo.
—¿Tiene mucha gente del teatro parando aquí? —preguntó el joven.
—Vienen y van. Una buena proporción de mis inquilinos están relacionados con el teatro. Sí, señor, este es el distrito teatral. Los actores no se quedan mucho tiempo en ninguna parte. Yo recibo mi cuota. Sí, vienen y van.
El joven se quedó la habitación, pagando una semana por adelantado. Dijo que tomaría posesión de ella inmediatamente, porque estaba cansado. Contó el dinero. La habitación estaba lista, dijo la casera, había incluso toallas y agua. Cuando se iba ya, él le hizo, por milésima vez, la pregunta que tenía en la punta de la lengua.
—Una chica joven, la señorita Vashner…, la señorita Eloise Vashner…, ¿no la recuerda usted entre sus inquilinos? Cantaba en escena, muy probablemente. Una chica guapa, de estatura media, delgada, el cabello de un dorado rojizo y con un lunar oscuro junto a la ceja izquierda.
—No, no recuerdo el nombre. La gente del teatro tiene nombres que cambian con tanta frecuencia como cambian de habitación. Vienen y van. No, esa no la recuerdo.
No. Siempre no. Cinco meses de interrogatorio incesante y la respuesta negativa inevitable. Tanto tiempo dedicado durante el día a interrogar a directores, gerentes, escuelas y coros; de noche entre el público de los teatros, desde los elencos de grandes figuras hasta teatros de variedades de tan baja estofa que hasta le daba miedo encontrar lo que más ansiaba encontrar. Él, que la había amado más que nadie, intentaba encontrarla. Estaba seguro de que desde su desaparición de casa la guardaba en algún sitio aquella gran ciudad rodeada de agua, pero era como unas arenas movedizas monstruosas cuyas partículas cambiaban constantemente, sin ningún fundamento, los gránulos superficiales de hoy enterrados mañana en légamo y lodo.
La habitación amueblada recibió a su último inquilino con un primer brillo seudohospitalario, una bienvenida frenética, pálida, marginal, como la sonrisa falaz de una mujer de dudosa reputación. El falso confort llegaba en brillos reflejados del maltrecho mobiliario, de la harapienta tapicería de brocado de un sofá y dos sillas, del espejo de pared barato de unos treinta centímetros de anchura entre las dos ventanas, de unos cuantos marcos dorados de cuadros y de la cama de latón de la esquina.
El inquilino se reclinó inerte en una silla, mientras la habitación, en lenguaje confuso, como si fuese un apartamento de Babel, intentaba hablarle de sus diversos inquilinos.
Había en el suelo una alfombra polícroma como una islita tropical rectangular, brillante y florida, rodeada de un ondulante mar de estera sucia. En la pared de alegre empapelado había esos cuadros que persiguen al sin hogar de casa en casa: «Los amantes hugonotes», «La primera pelea», «El desayuno de boda», «Psique en la fuente». El contorno castamente severo de la repisa de la chimenea estaba ignominiosamente velado por cierto insolente cortinaje, corrido de forma disoluta, al sesgo, como los traidores del ballet de las Amazonas. Sobre ella había algunos pecios desolados que habían dejado allí los que habían sido abandonados en aquella habitación cuando había aparecido venturosamente una embarcación que les había llevado a un nuevo puerto: triviales jarrones, fotos de actrices, un frasco de una medicina, cartas descarriadas de una baraja.
Uno a uno, lo mismo que los caracteres de un criptograma cuando se hacen explícitos, los pequeños signos dejados por los sucesivos inquilinos de la habitación amueblada fueron revelando un significado. El espacio raído de la alfombra delante del tocador decía que una mujer encantadora había figurado en la multitudinaria procesión. Pequeñas huellas dactilares en la pared hablaban de pequeños prisioneros intentando tantear la salida hacia el sol y hacia el aire. Una mancha esparcida, que irradiaba como la sombra de una bomba al estallar, testimoniaba dónde se había estrellado con su contenido un vaso o una botella arrojados contra la pared. En el espejo de cuerpo entero alguien había garrapateado con un diamante y con letra insegura el nombre de «Marie». Parecía que la serie de inquilinos de la habitación amueblada se habían enfurecido (tentados quizá más allá de lo soportable por su chillona frialdad) y habían desahogado en ella sus pasiones. El mobiliario estaba desportillado y astillado; el sofá, deformado por muelles disparados, parecía un monstruo horrible que hubiese sido sacrificado en la tensión de alguna compulsión grotesca. Algún otro potente trastorno había partido un gran trozo de la repisa de mármol de la chimenea. Cada tabla del suelo poseía su particular inclinación y su chillido peculiar, como de una agonía individual e independiente. Parecía increíble que toda aquella maldad y aquel agravio se los hubiesen causado a la habitación los que la habían llamado durante un tiempo su hogar; y sin embargo debía de haber sido el instinto doméstico engañado que había sobrevivido ciegamente, la cólera resentida ante dioses domésticos falsos, lo que había encendido su cólera. Una choza que es propiedad nuestra podemos barrerla y adornarla y estimarla.
El joven inquilino de la silla permitió que estos pensamientos desfilaran con paso quedo por su mente, mientras penetraba en los alquilados sonidos y aromas alquilados de la habitación. Le llegó de otra una risa boba, incontinente y perezosa; de otras más el monólogo de una reprimenda, el traqueteo de un dado, una nana, un llanto sordo; encima de él tintineó animosamente un banjo. Se oyeron portazos en algún sitio; rugían intermitentemente los ferrocarriles elevados; maulló con tristeza en una valla del patio trasero un gato. El joven aspiró el aliento de la casa, un sabor húmedo más que un olor, un efluvio mohoso y frío, como de bóvedas subterráneas, mezclado con las exhalaciones hediondas del linóleo y de la madera mohosa y podrida.
Luego, de pronto, mientras él descansaba allí, la habitación se llenó de un aroma dulce y fuerte a reseda de olor. Llegó como un solo golpe de viento, con tal seguridad y fragancia y énfasis que parecía casi un visitante vivo. Y el joven exclamó: «¿Qué, querida?»; como si le hubiesen llamado, y se levantó rápidamente y se puso a mirar alrededor. Aquel rico aroma se pegaba a él y le envolvía. Estiró los brazos hacia aquello, con todos los sentidos confusos y mezclados de pronto. ¿Cómo le podía llamar a uno perentoriamente un aroma? Tenía que haber sido, seguro, un sonido. ¿No había sido un sonido lo que le había tocado, lo que le había acariciado?
—Ella ha estado en esta habitación —exclamó, y se lanzó a arrancarle una señal, porque sabía que reconocería hasta la cosa más insignificante que hubiese pertenecido a ella o que ella hubiese tocado. Aquel olor envolvente a reseda, el perfume que tanto le habían gustado a ella y que había convertido en algo propio…, ¿de dónde venía?
La habitación había sido adecentada con muy poco celo. Sobre el endeble pañito del tocador había esparcidas media docena de horquillas, esas discretas e indiferenciables amigas de la femineidad, femeninas de género, infinitas de talante y reticentes de tensión. Las ignoró, consciente de su falta triunfal de identidad. Rebuscando en los papeles del tocador encontró un pañuelito harapiento desechado. Lo apretó contra la cara. Olía a heliotropo, vigorosa e insolentemente; lo tiró al suelo. En otro cajón encontró botones desparejados, un programa de teatro, la tarjeta de una casa de empeño, dos caramelos de malvavisco perdidos, un libro sobre la adivinación de los sueños. En el último había un lazo de raso negro de mujer, que le hizo detenerse, inmovilizado entre el hielo y el fuego. Pero el lazo negro de satén es también un adorno corriente, impersonal y reservado de la femineidad y no cuenta ninguna historia.
Luego recorrió la habitación como un perro que sigue un rastro, tanteando apresuradamente las paredes, considerando arrodillado las esquinas de la estera abultada, buscando precipitadamente por la repisa de la chimenea y las mesas, las cortinas y colgaduras, el beodo armario del rincón, un signo visible, incapaz de percibir que ella estaba allí al lado, alrededor, enfrente, dentro, sobre él, que se pegaba a él, que le cortejaba, llamándole tan punzantemente a través de los sentidos más delicados que hasta los más groseros se daban cuenta de la llamada. Contestó de nuevo exclamando: «¡Sí, querida!»; y se volvió frenético, para contemplar el vacío, pues aún no podía discernir forma y color y amor y brazos extendidos en el aroma de la reseda. ¡Oh, Dios! De dónde llegaba aquel olor, ¿y desde cuándo tienen voz los olores para poder llamar? Buscaba pues a tientas.
Excavó en grietas y rincones y encontró corchos y cigarrillos. Los pasó por alto con desprecio pasivo. Pero luego encontró en un pliegue de la estera un cigarro a medio fumar, y este lo aplastó y deshizo bajo el talón con un juramento mordaz e ingenuo. Revisó la habitación de extremo a extremo. Halló pequeñas muestras lúgubres e innobles de más de un peripatético inquilino; pero de aquella a la que buscaba, y que debía haberse alojado allí, y cuyo espíritu parecía rondar por allí, no halló el menor rastro.
Y entonces pensó en la casera.
Bajó corriendo desde la habitación embrujada escaleras abajo y llegó a una puerta que mostraba una grieta de luz. La casera salió nada más llamar él. Se esforzó todo lo posible por aplacar su excitación.
—¿Me dirá usted, señora —le rogó—, quién ocupó antes que yo la habitación en la que estoy?
—Sí, caballero. Puedo decírselo otra vez. Fue Sprowls y Mooney, como ya le dije. La señorita B’retta Sprowls en los teatros, pero era la señora Mooney. Mi casa es famosa por su respetabilidad. El certificado de matrimonio enmarcado estaba colgado de un clavo en…
—¿Y cómo era la señorita Sprowls… de aspecto, me refiero?
—Bueno, caballero, cabello oscuro, baja y corpulenta, con una cara cómica. El martes hará una semana que se fueron.
—¿Y antes de que la ocuparan ellos?
—Bueno, hubo un señor soltero relacionado con el negocio del transporte. Me dejó a deber una semana. Antes de él estuvieron la señora Crowder y sus dos niños, que se quedaron cuatro meses; y antes el anciano señor Doyle, cuyos hijos pagaron por él. Estuvo en la habitación seis meses. Eso significa un año atrás, caballero, y más atrás ya no recuerdo.
Él le dio las gracias y se arrastró de nuevo hasta su habitación, que estaba muerta. La esencia que la había vivificado había desaparecido. El olor a reseda se había esfumado. En su lugar había aquel olor viejo y rancio de mobiliario doméstico mohoso, de atmósfera estancada.
La disminución de su esperanza drenó su fe. Se sentó mirando fijamente la cantarina luz de gas amarilla. Pronto se acercó a la cama y empezó a rasgar las sábanas en tiras. Luego fue introduciéndolas firmemente con la hoja de la navaja en todas las grietas del contorno de las ventanas, de la puerta. Tras rellenarlo todo meticulosamente apagó la luz, volvió a encender el gas a máxima potencia y se echó gratamente en la cama.
* * *
Era la noche en que le tocaba a la señora McCool ir con la lata de la cerveza. Así que la llevó y se sentó con la señora Purdy en uno de esos retiros subterráneos donde se reúnen las caseras y raras veces les falta de comer a los gusanos.
—He vuelto a alquilar la del tercero de atrás esta noche —dijo la señora Purdy, por encima de un fino círculo de espuma—. La cogió un joven. Hace dos horas que se fue a la cama.
—Vaya, no me diga señora Purdy, ¿de veras? —dijo la señora McCool con una profunda admiración—. Es usted una maravilla alquilando esa clase de habitaciones. ¿Y se lo dijo a él? —concluyó con un ronco susurro, cargado de misterio.
—Las habitaciones —dijo la señora Purdy, en sus tonos más peludos— están amuebladas para alquilar. No se lo conté, señora McCool.
—Tiene usted razón, señora; es de alquilar habitaciones de lo que vivimos. Tiene usted el sentido que hay que tener en los negocios, señora. Hay mucha gente que no querría alquilar una habitación si se le contase que en la cama de ella ha estado una suicida muerta.
—Como bien dice usted, es nuestro modo de ganarnos la vida —subrayó la señora Purdy.
—Sí señora; así es. Hace hoy justamente una semana que yo la ayudé a arreglar esa de atrás de la tercera planta. Era una chica muy linda para suicidarse con el gas…, tenía una carita dulce, señora Purdy, verdad que sí.
—Se podría decir que era guapa, como dice usted —dijo la señora Purdy, afirmativa pero crítica— si no fuese por aquel lunar que tenía junto a la ceja izquierda. Llene usted otra vez los vasos, señora McCool.