XXI. Versalles y otras cosas del diablo
Inmóviles bajo la escarcha, los jardines de Versalles desprendían una impresión mágica. Volnay no les dedicó, sin embargo, más que una mirada apagada. Todos esos cuadrados de vegetación helados, esas alamedas rectilíneas y esos ángulos rectos no reflejaban para él sino una sociedad demasiado vigilada y esquilmada. Su espíritu aspiraba a más curvas, flexibilidad y libertad.
Una nube de polvo anunció el paso de un cortesano que rivalizaba en blancura con el Mont Blanc, tanto se había empolvado al acicalarse. La visión de las damas de la corte, ateridas con sus bonitos atavíos en medio de los paseos, lo dejó frío como el mármol. Las pelucas de los hombres le parecían demasiado empolvadas, los peinados de las mujeres, auténticas tartas, y sus mejillas, demasiado coloreadas para realzar la tez. Esas mujeres de facciones soberbias y cuello blanco no le hacían soñar. Alimentaban a su manera la atmósfera de partida final de una corte decadente, apoyada en su arrogancia y sus privilegios.
Volnay miró por el rabillo del ojo a los cortesanos agrupados en los pasillos helados del castillo. Si bien su expresión permanecía indescifrable, repulsión y asco se agitaban en su interior. No contentos con poseer la mayoría de las tierras de Francia, todos los cortesanos que pululaban alrededor del monarca acaparaban rentas y pensiones. De la mañana a la noche, esos inútiles gravitaban alrededor de un solo punto fijo: el rey. Desde el amanecer, dominados por la obsesión única de que este los viera, se agolpaban en las escaleras y los corredores para estar presentes cuando él pasara. Su jornada transcurría así en una carrera desesperada detrás de su astro para conseguir, tal vez, asistir a su crepúsculo. Un duque contaba que el día más hermoso de su vida había sido aquel en que había llevado la luz al dormitorio del rey para que se acostara.
La vida de los cortesanos era una vida de esclavos. Debían hacer favores para ser admitidos en una cena de alguien destacado que les permitiera conocer a un allegado del rey. Después, tendrían que maniobrar ante este para ser invitados a una de las cenas reales. Los más afortunados lograrían que los invitaran a la cacería del rey, que acosaba ciervos tres o cuatro veces por semana para olvidar sus pensamientos sombríos. La recompensa de esa interminable partida de caza se manifestaba en ocasiones en forma de una invitación a uno de los breves viajes que le gustaba hacer al rey a Choisy, La Celle o Marly. Una vez que habían llegado a uno de esos castillos, los cortesanos podían encontrarse en dos grupos: bien en el de los que regresaban por la noche en grandes e incómodos carruajes, o bien en el de los que se quedaban a dormir. Con el corazón palpitante, estos últimos se congregaban entonces al pie de una escalera, en espera de que un ujier fuese a leer la lista de los participantes en la cena.
Esa era la vida en la corte de Versalles.
Volnay miró a hurtadillas a Sartine. Sin duda destacaba entre todos ellos: más inteligente que la media, más peligroso… Realizaba una dura labor al servicio de su rey, a cambio de lo cual era razonablemente recompensado. Pero, como los demás, para conservar la estima del monarca, debía evitar permanentemente las trampas de sus competidores y las zancadillas de los envidiosos, halagar a la favorita para gozar de sus favores, cuidar sus relaciones con el Delfín, desconfiar del partido devoto y evitar a los jesuitas… Toda una vida de equilibrio.
Volnay sabía que Sartine estaba dispuesto a todo para conservar sus privilegios. Servidor sin prejuicios, había hecho perseguir al señor de Tiercelin, que intentaba preservar la virtud de su hija de los favores reales. Esta acabó en una casa del rey, en la avenida Saint-Cloud. Cuando se hubo cansado de la joven, como de todas las demás, el monarca fue a Saint-Cloud para interpretar por última vez su papel de amante solícito antes de mandarlos encerrar a ella y a su padre en la Bastilla al día siguiente. Varios años después mandó que la liberasen para que terminara su vida en un convento.
Contrariamente a Volnay, que tenía la paciencia de los gatos, a Sartine no le gustaba esperar. Suspiraba ruidosamente, tamborileaba con los dedos en el brazo del sillón y miraba enojado al impasible ujier como si lo hiciera responsable de la espera.
Finalmente los introdujeron en el gabinete de trabajo del rey, cuyas ventanas daban al magnífico patio de Mármol. El monarca volvía de cazar y le había regalado una pata del ciervo cobrado a una marquesa cuyos favores codiciaba. Ahora caminaba de un lado a otro, inquieto, porque una vez muerto el animal necesitaba otra presa.
Luis XV, que se acercaba a la cincuentena, conservaba su prestancia y llevaba con gran majestuosidad su traje y su chaleco ricamente bordados con hilo de oro y de plata. Sin embargo, todos los excesos de su vida disoluta se manifestaban en una tez plomiza y una boca de comisuras crapulosas. Esa diferencia entre majestad e inmoralidad podía ser impresionante según los temas que abordaba en la conversación.
—Sire —dijo ceremoniosamente Sartine, inclinándose—, este es el caballero de Volnay, al que habéis pedido ver, nuestro famoso comisario de las muertes extrañas…
Por un instante, el rey pareció evadirse del oscuro calabozo de sus pensamientos y miró a Volnay con curiosidad.
—Me he enterado de que andáis removiendo tumbas.
El joven pestañeó brevemente. Conocía el carácter morboso del monarca, que gustaba de preguntar quién había muerto o quién estaba a punto de morir. La historia de una tumba abierta debía de fascinarle. Pero ¿bastaba eso para querer recibirlo personalmente?
—Vuestra Majestad está bien informado.
—Estoy al corriente de todo lo que pasa en mi reino —contestó el rey en un tono condescendiente. Y añadió con una pizca de ironía—: Cuando no me lo cuenta mi buen Sartine, lo hace algún otro…
Por el rabillo del ojo, Volnay vio al lugarteniente general de policía palidecer imperceptiblemente. Sabía que con ese rey la desgracia golpeaba sin avisar. Una noche os hablaba amablemente y os felicitaba; y, al día siguiente, erais depuesto de vuestras funciones sin entender qué había sucedido.
—Y bien, esa tumba… —se impacientó Luis XV.
El comisario de las muertes extrañas sintió todo el peso de la mirada de Sartine sobre él y contestó como habían acordado:
—Sire, decidí hacer que abrieran una tumba porque sospechaba que la persona enterrada en ella no era la que correspondía.
Un destello de interés atravesó los ojos del rey.
—Contadme eso.
Volnay miró de reojo. Sartine observaba un punto de la pared de enfrente con una indiferencia afectada.
—Sire —explicó el comisario de las muertes extrañas—, debido a un increíble cúmulo de circunstancias, los cadáveres de dos víctimas de un crimen fueron cambiados.
—¡Increíble! Pero ¿cómo puede haber ocurrido algo así?
Sartine consideró oportuno intervenir.
—Sire, se trata de ese caso de la misa negra en un cementerio —le recordó.
El rey palideció.
—Misa negra… —murmuró—. Nunca ha habido nada semejante bajo mi reinado.
Sartine se agitó junto a Volnay.
—Señor lugarteniente general de policía —le dijo el rey—, es importante que les digáis de mi parte a vuestros policías todo lo que personas de bien como ellos deben hacer para confundir a aquellos que, sean de la calidad que sean, están implicados en tan vil comercio.
Había hablado en un tono firme, desacostumbrado. Todo cuanto había de adulto y responsable en él se había concentrado en esa frase. Por un instante, Volnay vio cómo habría podido ser si se hubiera tomado su deber de rey en serio y hubiera considerado el alcance de las obligaciones de su cargo hacia sus súbditos. Luego, su curiosidad malsana volvió a imponerse y la impresión se diluyó.
—¿En qué estado se hallaba el cadáver cuando hicisteis abrir el ataúd?
Sartine le había indicado previamente cuál debía ser su respuesta, de modo que Volnay hizo lo que su superior esperaba de él. Para divertir al rey, Sartine tomó el relevo y contó que los embalsamadores debían de estar borrachos para haber cambiado los cadáveres y que resultaba muy difícil cavar en los cementerios con ese frío y la capa de nieve que cubría la tierra.
El rey se cansó enseguida. Era Luis XV. Cualquier placer, demasiado efímero, lo dejaba sin alegría una vez pasado el instante. La anécdota lo había divertido unos segundos antes de que volviera a caer en su aburrimiento mortal.
—¿Esa investigación avanza? —preguntó de pronto.
Su mirada glacial caía con todo su peso sobre ellos. Sartine se puso tenso.
—Sí. Salvo error por su parte, el caballero de Volnay está siguiendo una pista que llevará hasta el promotor.
Aquello era hacer recaer sobre el comisario de las muertes extrañas todo el peso del fracaso, si la investigación no llegaba a buen puerto. Volnay comprendió en una décima de segundo la habilidad del lugarteniente general de policía. Atraída la atención del rey hacia ese caso, era preciso presentar un culpable. Dicho esto, Sartine se mostraba astuto evitando hablar de las sospechas que recaían sobre el astrólogo muerto. Eso podía constituir una puerta de salida honorable. Tres culpables: la prostituta, el cura renegado y el padre de Sophia. Una buena historia para hacer las delicias del rey.
Volnay se relajó ligeramente. Luis XV se inclinó hacia su lugarteniente general de policía.
—¿Pensáis que personas de mi corte se dedican a tales asuntos?
El tono era cortante.
—No, sire —se apresuró a tranquilizarlo Sartine—. La investigación del caballero de Volnay demuestra a las claras que se trata de personas del pueblo, de pequeños burgueses.
El rey se echó hacia atrás con un gesto de satisfacción.
—Mejor, mejor… No soportaría que personas de alta cuna sacrificaran a seres humanos para adquirir gloria, riqueza y poder.
«Eso es, sin embargo, lo que vos hacéis desde hace años —pensó Volnay—. Sacrificar a la gente sin más razón y resultado que satisfacer vuestra grandeza y vuestra gloria… En cuanto a las personas de alta cuna a las que os referís, ¿qué las diferencia de las demás, aparte de esa cuna dorada donde han nacido?».
—Vuestra Majestad —dijo Sartine, llevando de nuevo la conversación en la dirección que deseaba—, en ese tipo de misas negras son más frecuentes los desenfrenos que los sacrificios.
—¿En serio? —dijo Luis XV, interesado de nuevo.
—Sire, generalmente la ceremonia sacrílega tiene lugar en un sótano. Se extiende un colchón sobre unos asientos con taburetes en los extremos. Una muchacha desnuda se tumba encima. Es virgen, ¡pero no por mucho tiempo!
El rey soltó una carcajada a su pesar.
—El celebrante utiliza su cuerpo como altar vivo —continuó Sartine, impávido—. Coloca un cáliz entre los pechos de la virgen y, sobre su vientre blanco, un crucifijo cabeza abajo. Después de haber dicho la misa al revés, en el momento del ofertorio, cuando el humo del incienso mezclado con perfumes embriagadores invade la habitación, los asistentes se despojan de sus vestiduras y se entregan a la lujuria. En cuanto al celebrante, se ocupa de su altar…
Volnay lanzó una mirada de asombro al lugarteniente general de policía. Este parecía muy informado sobre esas prácticas. El rey, convenientemente excitado, aguardaba la continuación con interés.
—Una vez realizado el acto —continuó Sartine en un tono hastiado para demostrar a las claras que el asunto no lo excitaba—, los hombres cambian de pareja…, qué digo…, se las arrebatan unos a otros y se entregan con ellas a todas las prácticas imaginables, incluidas las que tanto Dios como la Naturaleza reprueban…
Volnay pensó con ternura en su padre. Este habría dicho simplemente que, hallándose el pecado de la carne en el centro de las preocupaciones del mundo cristiano, el culto a Satán permitía, como era evidente, liberarse de él en el delirio del desenfreno.
—Puedo, no obstante, afirmar —prosiguió el lugarteniente general de policía— que tales prácticas, aunque existen desde hace siglos, son muy raras bajo el reinado de Vuestra Majestad. El asunto de esta misa negra en un cementerio nos ha llevado, por lo demás, a efectuar detenciones que permitirán, con la mayor discreción, poner totalmente fin a ese tipo de prácticas execrables.
—No esperaba menos de vos. Decidme, mi buen Sartine, ¿es cierto que la duquesa de…? —Dirigió una breve mirada a Volnay y volvió a trasladar la atención a su lugarteniente general de policía—. ¿Sabéis quién quiero decir?
Sartine asintió con la cabeza.
—¿Es verdad —prosiguió el rey— que se revuelca con un mozo de cuadra, y que lo hace a los pies de los caballos?
—Lo es —dijo Sartine, vagamente incómodo por la presencia del comisario de las muertes extrañas.
—¿Y es exacto que se hace montar también por los caballos?
Encerrándose en su mundo, Volnay dejó de escuchar la conversación entre los dos hombres. En ella, el rey revelaba una vez más que el único interés que le suscitaban los demás era de naturaleza nauseabunda. Aislado en su castillo glacial de Versalles, a leguas de la humanidad, no sentía afecto por nadie, ni él ni tampoco sus allegados. Por nadie.
El joven lo observó con mirada penetrante, mientras lo imaginaba corriendo desnudo alrededor de la cama tras todas esas jovencitas. En esa desnudez, despojado del fasto, el rey parecería un hombre como los demás.
«Su nacimiento situó su destino arriba de todo, su comportamiento le hace llegar más abajo que todos nosotros», pensó.
Tuvo que soportar unos minutos más el parloteo del rey y de su lugarteniente general de policía. Una vez que la audiencia hubo terminado, siguió a Sartine, habitual del lugar, para salir lo más deprisa posible de allí.
Tomaron la galería de los Espejos y Volnay se preguntó por ese rodeo inútil. Pero seguramente al lugarteniente general de policía le gustaba exhibirse cuando iba a visitar al rey. O quizá —razón más sutil— deseaba recordarle a su insolente colaborador toda la majestad del rey en el espejo de su esplendor.
Los espejos… Reflejo de las vanidades, trescientos cincuenta y siete espejos de mercurio aportaban una transparencia y una luminosidad un tanto turbia. Pero lo esencial se encontraba en otro sitio. Cuando uno recorría la galería de los Espejos a lo largo de sus setenta y tres metros, era inevitable levantar los ojos hacia el techo para perderse en unos cielos de un azul único atravesados por mil metros cuadrados de historia en alegorías o trampantojos.
Controlándose para no ceder a la admiración, Volnay bajó la cabeza y vio entonces a cierta distancia a una mujer, cuyo porte altivo aunque fatigado reconoció. Su bello e inteligente rostro poseía una gracia tranquila y el encanto particular de sus ojos subyugaba a los que encontraban su mirada. Una dama de compañía y varios cortesanos caminaban detrás de ella. Todos se aprestaban a dejarle paso y a saludarla con deferencia.
Era la marquesa de Pompadour. Sonriendo, Volnay se dispuso a saludarla, pero ella volvió la cara al pasar junto a él.
—Sí, así es —rio Sartine, encantado de su chasco—, con los grandes de este mundo las amistades cambian deprisa. Los servís un día y a veces os recompensan por ello. ¡Y cuando los veis de nuevo, ni siquiera os reconocen o fingen no acordarse de vos! —Como si una idea nueva acabara de pasarle por la mente, le lanzó una mirada helada al joven policía—. ¡De repente tengo la impresión, caballero de Volnay, de que ya no tenéis protector en este hermoso reino de Francia!
El comisario de las muertes extrañas volvió directamente de Versalles a su casa, rumiando sombríamente sobre el inexplicable comportamiento de la marquesa de Pompadour. Le debía mucho, sin embargo, por haber resuelto la primavera pasada un caso en el que ella se hallaba implicada. Para su sorpresa, encontró en casa a su padre conversando con su amiga la cotorra. Un gran fuego ardía en la chimenea y calentaba un poco la habitación, aunque sin que la temperatura alcanzara algo parecido a la tibieza.
—¡Tú aquí, y solo! —quiso bromear Volnay.
El monje no captó la alusión a Helena.
—No estoy solo, puesto que estoy instruyendo a tu cotorra. Se aburre, ¿sabes? La tienes muy descuidada…
—¿Y Helena?
—No sé dónde está desde esta mañana, pues he pasado por el Observatorio después de haber ido a visitar a la señora de Morange.
—¿La señora de Morange?
El monje le indicó a su hijo que se sentara a su lado.
—Ángel Bello, joven bailarina de la Ópera hace doce años, encontró a un rico incauto que se casó con ella hace diez y la convirtió en la señora de Morange. ¡Deberías interesarte un poco más por los comentarios de las gacetas!
Volnay se encogió de hombros.
—¡No me habías dicho nada!
El monje hizo un ademán de disculpa.
—No quería hablar de eso delante de Helena. De no ser por las revelaciones de tu agente, no nos habría dicho nada de lo que acababa de averiguar. En consecuencia, he revisado mi postura. Hasta que tenga la prueba de que es de fiar, me consideraré con derecho a ocultarle ciertas informaciones. ¡Y más aún si ese cobarde de Sartine ronda por los alrededores!
Nada podía causar más placer a su hijo.
—¡Tanto más cuanto que ha sido el propio Sartine quien nos ha impuesto su presencia!
—Sí —dijo el monje, dubitativo. Hizo una pausa y frunció los ojos. Unas arrugas de curiosidad surcaron su frente—. Aunque no es propio de Sartine emplear mujeres, y todavía menos ponérnoslas entre los pies.
—Yo también me he preguntado por qué había introducido Sartine a Helena en nuestra investigación y nuestra intimidad —señaló Volnay, preocupado—. He pensado en Helena de Troya y en el caballo de Troya. ¿El objetivo de Sartine, metiendo a Helena por medio, no sería separarnos? Todo ese juego de la seducción que ha desplegado contigo…
El monje permaneció impávido. El recuerdo de la joven cuando había ido a acostarse a su lado, con todo su cuerpo irradiando energía, aún lo perseguía.
—«Su aspecto, cuando uno la tiene delante, es enteramente el de las diosas inmortales» —dijo, recitando un verso de Homero sobre la verdadera Helena de Troya.
—Esa Helena contribuyó a desencadenar la guerra de Troya —señaló Volnay—, pero he pensado también en Helena de Tiro…
Su padre lo miró mal.
—¿La prostituta?
—¡La compañera de Simón el Mago, el competidor de Jesús en la época! ¿Era un ángel caído en un burdel de Tiro?
La mirada del monje pareció diseminarse alrededor de una noche anterior, de una flor de lis grabada como una joya ardiente en un hombro suave.
—Los ángeles caídos… —murmuró—. «Ella fue la luna, el acorde perfecto, hasta que un día los ángeles, sus hijos, rebelándose contra ella, de su imperio la expulsaron y en un cuerpo de mujer la encerraron».
Se calló. Sus lamentos eran como esquirlas de cristal clavadas en su corazón. Su hijo lo observó con curiosidad.
—Padre, ¿te has encariñado con esa joven?
El monje titubeó. El corazón se le desbocaba de nuevo, pero no lo dejaba traslucir.
«Más de lo que puedo decir…».
—La aprecio mucho, desde luego, pero ha sembrado la duda en mi mente ocultándonos hechos y datos cruciales.
—Sus relaciones con Sartine son muy poco claras —insistió su hijo—. Me parece que le teme demasiado para servirlo bien.
El monje cerró un instante los ojos. Cuando los abrió de nuevo, su mirada había recobrado la serenidad.
—No la condenemos demasiado deprisa como otros han hecho con nosotros, pues la tengo en alta estima. Volvamos más bien al núcleo de nuestro caso. Después de todos nuestros descubrimientos, me parece indudable que el astrólogo quiso ofrecerle al diablo en sacrificio a la hija que había adoptado a cambio de algo. El retrato que me han hecho del señor Marly en el Observatorio es revelador. Es el de un iluminado, un iluminado que se interesa tanto por el Apocalipsis como por el rey, cuyo horóscopo había hecho, acuérdate.
—Pero ¿cuál es la razón que lo empujó a sacrificar a Sophia?
El monje reflexionó.
—¿Te acuerdas del caso de los Venenos? Lo comentamos suficientemente. A raíz del arresto de la marquesa de Brinvilliers, encontraron entre sus papeles cartas en las que confesaba los crímenes cometidos. Contaba también que había sido violada, a la edad de siete años, por uno de sus hermanos. ¡El pasado no disculpa nada, pero lo explica todo!
—Es decir…
—Ese hombre odia al rey porque envió a su padre, oficial, a que lo mataran en los mares, con el resultado de que su madre se quedó sola para criarlo. —Se interrumpió y levantó los brazos en un gesto amplio para recitar—: «Cuando muere un mendigo no aparecen cometas, ¡pero la muerte de los príncipes inflama a los propios cielos!».
—¿Qué es? —preguntó Volnay.
—Shakespeare. Y cuando el señor Marly lo recita, en mi opinión no es algo anodino. Odia al rey por haber embridado las libertades de su pueblo, y lo suficiente tal vez para matarlo.
—Y asesinando a Sophia…
—Creaba un hechizo a través de la sangre. ¡Te lo dije, Sophia es la muñeca que se sacrifica!
Un silencio pensativo siguió, roto tan solo por el parloteo de la cotorra, que aleteaba enloquecida en la jaula y cuyo plumaje despedía destellos metálicos. La evocación del diablo y sus ángeles caídos parecía impregnar la atmósfera de la casa de una amenaza impalpable.
—¿Y dónde estabas tú? —preguntó por fin el monje.
—En el Châtelet, haciendo las paces con Sartine. Y de ahí, a Versalles…
—¡Versalles!
El comisario de las muertes extrañas le narró su encuentro con el rey mientras su padre meneaba despacio la cabeza, con una sonrisa irónica en los labios.
—Para Sartine —concluyó—, la situación no es tan desesperada como yo creía, pero aun así es preocupante. —Volnay miró a su padre con atención—. Sartine no nos aprecia, pero a ti te teme.
Un silencio.
—¿Tienes quizá algún tipo de influencia sobre él?
—No.
—Cuidado —le advirtió su hijo—. Sabes que en un momento pueden degollarlo a uno en una esquina.
El monje hizo un ademán indulgente.
—Un hombre amenazado puede haber puesto a buen recaudo ciertos papeles que, al sobrevenir su muerte o su desaparición, serán entregados a la persona adecuada. Por esa razón, ese hombre no teme ser degollado en una esquina.
—¿Dispones de medios de presión contra Sartine? —preguntó, atónito, Volnay.
—No digo ni que sí ni que no. Mantente al margen de todo esto. Cuanto menos sepas, mejor.
El comisario de las muertes extrañas miró largamente a su padre. Sabía que era un hombre abierto, pero con muchos secretos acumulados a lo largo de su existencia.
—Sartine quiere apartarte de mí y, por lo tanto, de su camino —confesó Volnay, incómodo—. Estaría encantado de verte pasar plácidamente los años de vejez en Borgoña ante los hornillos de tu laboratorio.
—Para poder pasar «los días de vejez» —replicó con humor el monje—, primero tendría que ser viejo, y no es el caso. —Se levantó vivamente y añadió en un tono furibundo—: ¡En cuanto a mis hornillos, Sartine puede ir a cocerse un huevo en ellos cuando quiera!
Una llamada discreta a la puerta interrumpió al monje.
—¡Si es Sartine —dijo—, va a picarle el culo!
Fue hacia la puerta.
—A lo mejor es Helena —añadió, calmándose—. ¡Ah, no, ella no llama!
Abrió la puerta y bajó la cabeza, sorprendido ante la aparición de una frágil jovencita de dieciséis años con la cara llena de pecas y vestida con prendas remendadas.
—Señorita, ¿buscáis a alguien?
Ella pareció intimidada al verlo y un ligero rubor invadió su rostro. El monje le sonrió para tranquilizarla.
—¿No os habéis equivocado de puerta?
Armándose de valor, la jovencita levantó la cabeza con más seguridad.
—Perdonadme, señor, pero busco al señor comisario de las muertes extrañas…
—Ah…
Volnay se había acercado a su padre y había visto a la visitante.
—Pasad, pasad —dijo precipitadamente—, hace mucho frío fuera…
Ella entró en la habitación como de mala gana, mirando con timidez a su alrededor. Sus ojos delataron su admiración por la bonita biblioteca rebosante de libros con bellas miniaturas y mostraron su sorpresa al ver a la cotorra.
—¡Qué pájaro tan bonito! —exclamó.
—Habla varias lenguas —dijo el monje con orgullo—. ¡Soy yo quien se las enseña!
—Es mía —intervino el comisario de las muertes extrañas, empujando ligeramente a su padre para llegar a la jaula antes que él—. Podéis acariciarla —añadió, cogiéndole una mano a la joven—, está acostumbrada…
La Ardilla se dejó hacer, dividida entre el temor y el arrobamiento, encantada de la presencia de la mano de Volnay en torno a la suya. El monje estaba asombrado de ver a su hijo sonreír e incluso reír mostrando su casa, orgulloso de sus hileras bien alineadas de libros y de su maravillosa cotorra parlante. Por su lado, la chica parecía consciente de que detrás de la sequedad fingida del comisario se escondía una sensibilidad exacerbada, y las miradas que le lanzaba denotaban más que simple cálculo.
Su tierno interés por el apuesto comisario de las muertes extrañas la había llevado a hacer una compra inusual. En su barrio se hablaba de una anciana que vendía filtros amorosos a base de sangre de cordero negro mezclada con sangre menstrual. El muchacho que lo ingería sucumbía inevitablemente a vuestros encantos. Solo una infusión de nenúfar podía romper el sortilegio. Sin embargo, como la composición del filtro le desagradaba, había optado por una bolsita de polvos de murciélago.
«Echáis una pizca por encima del hombro del joven y ya no podrá separarse de vos».
Si es que tenía ocasión de hacerlo ante los ojos de un testigo y teniendo en cuenta que su comisario de las muertes extrañas parecía siempre alerta.
Finalizada la visita a la casa, Volnay ofreció asiento a la joven en su mejor sillón, además de una bebida que ella rechazó, no sin antes haber añadido dos leños al fuego. Sorprendido al ver tan sociable a su hijo, el monje movía la cabeza con aire de aprobación. Por fin, cuando todos estuvieron sentados junto al hogar, invadidos por una suave tibieza, Volnay le preguntó a la Ardilla el motivo de su visita.
—He encontrado en una taberna al hombre del que me hablasteis —explicó ella—. Me las he arreglado para que se fije en mí y enseguida… —bajó los ojos, incómoda— le he gustado. Quería…, bueno…, le he dicho que no era posible porque tenía otra cita. No le ha hecho gracia este contratiempo, pero le he propuesto vernos mañana. Hemos quedado delante del jardín de las Tullerías mañana, domingo, a las nueve de la mañana.
—Sois muy hábil —dijo el monje.
—Gracias —dijo Volnay—. ¡Muchas gracias!
Fue a su gabinete de trabajo y salió con una bolsa. La Ardilla se acercó a él y puso una mano sobre la suya.
—No quiero dinero por esto —titubeó—. Lo que he hecho, ha sido por vos…
En un rincón de la habitación, el monje desplegó una sonrisa de complicidad.
—Estaré en vuestra casa mañana a las ocho —dijo la joven en voz baja.
—Mejor a las siete, si no os importa, me gusta llegar con antelación.
—Como queráis…
Se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla. Entonces pasó algo sorprendente: en lugar de rechazarla, Volnay se inclinó hacia ella para buscar sus labios y acompañó tiernamente el beso estrechándola contra sí.
«¡Vaya! —se dijo el monje—. ¡Mi hijo está humanizándose!».
«¡Vaya! —pensó la Ardilla—. ¡No he tenido que echar el polvo de murciélago!».
Helena había recorrido el callejón de l’Or durante el día, observando y haciendo preguntas con la bolsa en la mano para desatar las lenguas. Finalmente, se detuvo delante de la casa de la Dama del Agua. La nieve lo cubría todo, pero unas huellas recientes la adornaban. Un animal había salido de la casa para aliviarse y había correteado sobre la extensión blanca. Helena observó un instante las huellas, parpadeó debido al exceso de luminosidad, dio media vuelta y emprendió el camino de regreso a su casa.
Al llegar a su vivienda del arrabal Saint-Jacques, Helena recorrió la habitación encendiendo las velas. Su claridad arrojaba resplandores incendiarios sobre el círculo que la joven trazaba con los candeleros. En sus bonitos ojos verdes, los reflejos dorados parecieron luchar contra el negro de las pupilas. Un lamento sordo, casi un gemido, brotó de su pecho.
Cuando era pequeña, Helena se reunía de noche con su madre, boticaria, en la sala donde esta hacía sus preparados. Allí la encontraba ante sus balanzas, una normal y una de precisión. Siempre pesaba minuciosamente los ingredientes, pues, aunque una dosis curaba, una ínfima cantidad suplementaria podía matar. Helena se paseaba entre platillos y calderos, admirando los moldes para las píldoras y los alambiques en los que su madre preparaba las aguas destiladas.
Su madre le contaba a veces leyendas de otros tiempos. El hombre es un dios descarriado que no se acuerda de los cielos porque sus ojos han medido todo el abismo de la noche. Pero, aunque el hombre ha caído, la tranquilizaba, conserva sin saberlo determinadas facultades que Dios le ha dado. Ese poder dormido, por oscuras razones, algunos todavía saben despertarlo…
Algunos…
Sentada en el suelo con las piernas cruzadas y las manos abiertas, apoyadas en las rodillas, Helena parpadeó. Sus ojos parecieron ponerse en blanco y empezó a salmodiar con una voz cavernosa y en una lengua que no se parecía a ninguna otra de la tierra:
—Atha Gibor Leolam Adonai!