XIII. La abadía y otras cosas del diablo

Una vez que Gaston se hubo marchado, compartieron con placer los últimos huevos a la brasa quemándose los dedos y los labios.

—Todavía nos queda mucho que hacer —dijo el monje, descorchando una botella—. Vais a probar este vino de Burdeos, un regalo de mis amigos libreros de Livorno, los Madison, unas personas desbordantes de ingenio. ¿Qué hacéis esta tarde, querida?

—Seguiré con mis indagaciones.

—Muy bien —dijo el monje en un tono un tanto contrariado—, nosotros seguiremos con las nuestras. Está claro que últimamente nos tenéis abandonados. ¡Voy a enfurruñarme!

En respuesta a su pataleta, ella le dirigió una sonrisa encantadora.

—Pero, por el momento —dijo el monje, recuperando la alegría—, tengo un divertido enigma que plantearos. ¿Recordáis que anoche os conté lo que habíamos encontrado en los bolsillos del cura danzarín? —Bebió un trago de vino e hizo chascar la lengua con aire apreciador—. Para mayor tranquilidad, registré después el forro de la chaqueta del cura danzarín y encontré otro papel cuidadosamente escondido en el que figuran dos direcciones: una es el muelle de la Mégisserie, sin más indicaciones, y la otra es sin duda un lugar que conocía nuestro cura danzarín, pero no yo. Vedlo vos misma: «la foca, o la roca, del invierno».

—¡Nunca he oído hablar de ese sitio! Enseñadme el papel.

Mientras el monje iba a buscarlo, ella se llevó la copa a los labios. Bebió otro sorbo examinando el papel, con sus bonitas cejas delicadamente fruncidas.

—Yo no leo lo mismo que vos —murmuró por fin—. Las letras están mal trazadas y no estoy segura de que nuestro cura danzarín domine la escritura a la perfección. Pero lo que yo leo es más bien «la boca del infierno».

El monje saltó bruscamente de la silla.

—¡La boca del infierno! ¡Pues claro! Ese es el nombre que le dan a una abadía abandonada que se encuentra a unas leguas de París. El padre abad era tan intransigente que, según cuentan, unos monjes se arrojaron al pozo por desesperación y después volvieron para atormentar a los vivos. Perseguido por los aparecidos, el abad se ahorcó. Los últimos monjes se apresuraron a marcharse y nadie se atrevió nunca más a ocupar el lugar, pues se oían por la noche gritos y gemidos. La gente no tardó en imaginar que los demonios habían tomado posesión de la abadía y ni siquiera los pastores de la zona se atrevieron a acercarse más. —El monje le lanzó a Helena una mirada cómplice—. ¿Os dan miedo los demonios, querida?

—En absoluto —respondió ella—, puesto que hay uno en cada hombre.

Para trasladarse hasta allí, habían decidido coger la carreta del monje. Al paso prudente pero seguro de su caballo, salieron de París y llegaron a las colinas de Petit-Montrouge. Tomaron después, en dirección a la Beauce, una carretera rodeada de molinos de viento con el tejado de tablillas sobre una estructura de madera. El monje, encantado, se puso lírico y declamó:

—«En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero: “La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra”».

Helena rio y se acurrucó a su lado para protegerse del frío. Instintivamente, el brazo del monje le rodeó los hombros. En un cruce, tomaron un camino sinuoso cuyo estado fue empeorando a medida que avanzaban. Invadido por la maleza, el camino que llevaba a la abadía estaba anegado de barro y nieve. Las zarzas arañaban las ruedas del vehículo y el flanco del caballo. Más allá, cubiertas por una capa de nieve, las ramas de los árboles formaban una bóveda inmaculada bajo la que se internaron.

Tras un recodo, vieron la cima de un palomar y después las ruinas grises de la abadía, devoradas por las malas hierbas y cubiertas por una capa de hiedra. Flores de escarcha decoraban el borde del tejado de la iglesia, coronado por un modesto campanario. El monje se levantó para examinar los alrededores.

—Bien, hijo mío, ¿y a ti tampoco te dan miedo los demonios?

Volnay se encogió de hombros.

—¡No más que los hombres!

El monje rio, pero se quedó callado cuando cruzaron la puerta de la abadía.

—¿Te has fijado en que hay canteras cerca? —le preguntó el policía a su padre—. Cuando sopla el viento con fuerza, el ruido debe de ser impresionante. Quizá vengan de ahí los ruidos y gemidos que la gente cree oír.

El monje se volvió hacia Helena con una amplia sonrisa en los labios.

—¿Veis? Este es mi hijo: ¡tiene una explicación racional para todo!

Volnay saltó al suelo y sacó la pistola.

—Seamos prudentes. Podríamos estar en una guarida de bandidos o contrabandistas. Eso podría explicar también —añadió, lanzándole una mirada irónica a su padre— la fama del lugar. ¡Un sitio donde hay aparecidos es un sitio seguro para quien se esconde del orden real!

El monje se encogió de hombros y bajó también. Después alargó los brazos para ayudar a Helena. Recibió sin estremecerse su cuerpo fresco contra el suyo y lo mantuvo así un instante más de lo necesario, mientras los cabellos de la joven movidos por el viento le azotaban el rostro.

—A ver, ¿dónde están esos demonios? —le preguntó alegremente ella.

—¡Probablemente han ido a ordeñar las vacas!

La abadía constaba de tres cuerpos bajos y anchos que se apoyaban como un gran animal adormecido contra el flanco sur de la iglesia. Devorados por el moho, los batientes de la puerta de la iglesia todavía aguantaban, y se abrieron con un fuerte chirrido. Los pasos de los tres visitantes resonaron lúgubremente en la austera iglesia, cuyo transepto estaba flanqueado a ambos lados por sendas capillas. Las vidrieras que decoraban la fachada iluminaban débilmente el recinto desierto. La nave tenía ocho tramos, cuyas bóvedas descansaban sobre columnas fasciculadas. En el techo habían anidado pájaros que sembraban el suelo de inmundicias. Fueron hasta el altar mayor, más elevado, impresionados a su pesar por la soledad imponente del lugar.

Dos puertas daban al claustro, una de ellas en la cabecera de la nave. Avanzaron en silencio, conmovidos por la fría belleza de la piedra en la perspectiva nevada. Entre los contrafuertes, dos arcos reposaban graciosamente sobre unas columnillas esculpidas. En una cavidad practicada en la pared, el abad debía de poder hacer sus lecturas públicas antes del oficio de completas. La sala capitular no les reveló nada, de modo que se dirigieron hacia el refectorio, sin olvidar el monje darle la mano a Helena. La hoja de la puerta giró sin hacer ruido, como si estuviera bien engrasada. Pestañearon, tratando de adaptar su visión a la semioscuridad reinante. El monje sacó un mechero y encendió la antorcha que había llevado.

Dieron unos pasos. Cuando la puerta se cerró a su espalda, la llama de la antorcha vaciló y el monje se detuvo. Un soplo contrario les venía de frente, desde el pasaplatos excavado en la pared contigua a la cocina, y el humo de la antorcha les producía picor en los ojos y les irritaba la garganta. El monje levantó cuanto pudo la antorcha e iluminó la estructura de madera de castaño que cubría el refectorio. Fue entonces cuando vieron las pinturas.

—¿Cómo han podido convertir los restos de una abadía en un lugar tan sacrílego? —murmuró Volnay, escandalizado.

—En materia de magia negra —dijo el monje—, se utilizan muchos rituales cristianos desviándolos de su sentido inicial. En este caso, se trata de un lugar sagrado al que se desvía de su objeto. —Movió la antorcha ante sí—. Para saber contra quién lucháis, debéis conocer a vuestro adversario, pues, como sabéis, otro de los nombres de Satán es el Adversario.

Satisfecho de su juego de palabras, el monje hizo una breve pausa, como si esperara unos aplausos. Decepcionado al no recibirlos, prosiguió:

—Como Zeus contra los titanes, el gran Ra en Egipto contra los dragones y tantas otras divinidades, también Dios tuvo que combatir a los que se rebelaron contra él. Eran ángeles dominados por el orgullo, a cuya cabeza estaba Satán. Él los combatió con los ángeles que le fueron fieles y los arrojó a las profundidades del abismo, la gehena. «¡Hete aquí, caído del cielo, astro brillante, hijo de la aurora!».

Se hizo un largo silencio. Todos contemplaban como hipnotizados las pinturas demenciales.

—Eso no es todo —dijo quedamente el monje. Sus dedos corrieron a lo largo de las paredes mientras se desplazaba, conduciéndolos ante otro fresco—. La caída va acompañada de la metamorfosis —prosiguió—. Mirad estos ángeles tan bellos que se cubren de escamas, cuernos y colas ganchudas. Qué castigo para esas espléndidas criaturas que ambicionaban elevarse e instalarse por encima de las montañas de Dios.

—Animales… —murmuró Helena con la voz quebrada.

—Siete animales —precisó el monje—. El león, por su orgullo desmesurado; el cerdo, por su glotonería; el asno, por su pereza; el mono, por su impudor; el lobo, por su ferocidad; el rinoceronte, por su cólera; y el dragón rojo, por su codicia. Benedicite omnes bestiae et pecora, Domino: «¡Bestias salvajes y rebaños, bendecid todos al Señor!».

La joven estaba pálida. El monje, aparentemente sin reparar en ello, los condujo a la pared siguiente.

—El diablo tiene todos los vicios…, ¡como el hombre! —dijo sin más.

Helena dejó escapar un lamento al ver las imágenes que representaban todas las perversiones de la humanidad en su más crudo horror.

—Esta es la obra del hombre —concluyó el monje—. ¡Este infierno que llamamos mundo! —Y añadió en un tono seco—: ¡A veces resulta más cómodo decir que es la del diablo!

A un soplo de aire siguió un golpe contra el suelo. Helena acababa de desmayarse.

La rata se detuvo de pronto en la oscuridad. Volvió la cabeza. El suelo era devorado por un resplandor anaranjado que parecía invadir el mundo, arrojando contra las paredes, revueltas, sombras monstruosas. Con un chillido, se apresuró a desaparecer en un agujero.

Empuñando la antorcha, el monje abría la marcha. El comisario de las muertes extrañas lo seguía llevando en brazos a Helena como si pesara menos que una pluma. La dejó en la entrada de la iglesia, junto a la puerta, por debajo de la cual se colaba un viento cortante. Volnay la arropó con la capa y el monje le dio unas palmadas en las mejillas hasta que recuperó un poco el color. Helena abrió los ojos y volvió a cerrarlos de inmediato. El monje le tendió un frasco a su hijo.

—Voy a levantarle la cabeza. Intenta meterle unas gotas de esto entre los labios. Es licor de azahar que hago yo mismo.

Su hijo le lanzó una mirada de reproche.

—Es solo para combatir el frío —añadió precipitadamente el monje.

Cogió delicadamente la nuca de la joven. Helena abrió de nuevo los ojos. El monje la contempló con aire grave. Ángel desconocido, había en sus ojos destellos del esplendor de los cielos.

—Bebed —dijo Volnay con una dulzura inesperada.

Ella lo hizo y tosió.

—¿Os encontráis mejor? —preguntó el monje—. ¿Qué os ha pasado? —Meneó la cabeza y continuó—: ¡Sí, todas esas escenas diabólicas son impresionantes! —Con la barbilla, señaló el exterior—. ¿Puedes ir a buscar una manta a la carreta? —le dijo a su hijo—. Nos iremos cuando Helena se haya recuperado del mareo.

Volvió a dirigir la atención hacia la joven, preocupado por su tez blanca.

—No creí que fuerais tan sensible, perdonadme. ¿Qué os ha asustado tanto de esas pinturas?

—Yo —respondió ella con un hilo de voz. Se incorporó a medias para asirle la muñeca—. Ayudadme a rezar a Dios.

—No puedo —contestó el monje—, ya no creo en él.